Introducción
Las personas socialmente reconocidas como negras son el objetivo preferencial de las políticas de muerte antinaturales y perversas que no solo disminuyen sus expectativas de vida en sentidos físicos y subjetivos, sino que también retiran toda la posibilidad de ritualización y experiencia del luto de la propia muerte. La reducción de la muerte a un episodio trágico, cruel y aterrador, además de la creación de la experiencia de muerte como contraria a la noción de vida, se forjaron por la colonización. No es común a todos los sistemas de pensamiento que tal experiencia esté necesariamente relacionada con un evento aterrador. Aspiramos presentar modos de existencia y políticas de encantamiento que se contraponen directamente a la política de muerte y de desencantamiento perpetrada por la colonialidad y a las categorías de subyugación creadas a partir de la colonización.
El pensamiento hegemónico propaga la falsa idea de que los procesos de independencia de las colonias fueron suficientes para llevar a cabo el proyecto de colonización. Sin embargo, como defienden autores como Frantz Fanon (1980) y Achille Mbembe (2017), la exploración de los pueblos indígenas, africanos y sus descendientes se perpetúa de forma compleja, refinada y es la base estructural de lo que se entiende como civilización moderna occidental. La colonialidad es la “lógica global de deshumanización que es capaz de existir incluso en la ausencia de colonias formales” (Maldonado, 2018, p. 36).1 Así, mientras la colonización se refiere a momentos históri- cos en que colonizados se insurgieron exigiendo la independencia, la decolonialidad se refiere “a la lucha contra la lógica de la colonialidad y sus efectos materiales, epistémicos y simbólicos” (Maldonado, 2018, p. 36).
Para Frantz Fanon, la descolonización es un “programa de desorden absoluto” que debe partir de las mujeres y los hombres colonizados, pero un cambio que solo se puede asumir como proyecto comunitario, en el cual la participación de las y los colonos es imprescindible, aunque para ellos lo sea bajo la proyección de un futuro aterrador en sus consecuencias. La descolonización es un proceso que solo es posible a medida que se aparta de la colonización, el movimiento historizante que la constituye. Según el autor, “la descolonización es el encuentro de dos fuerzas congénitamente antagonistas, que tienen precisamente su origen en esa especie de substantificación que la situación colonial excreta y alimenta” (Fanon, 2013, p. 52), y el encuentro entre esas dos fuerzas tuvo lugar primeramente bajo el signo de la violencia. De esta forma, la descolonización es un evento que modifica fundamentalmente a los seres a partir de un nuevo lenguaje, de una nueva sociedad y de una nueva humanidad. Así, el “objeto” de la colonización se vuelve humano en el mismo proceso por el cual se liberta.
Partiendo de Fanon y de la noción de dispositivo de racialidad de Foucault, Sueli Carneiro (2005) ofrece una lectura situada del racismo que inscribe a personas de piel oscura en el signo de la muerte en Brasil, involucrando un análisis de la blanquitud, en sintonía con el pensamiento fanoniano de liberación como proyecto comunitario, como forma de comprender lo que se nombró por Lelia Gonzalez como “la sintomática que caracteriza la neurosis brasileña”.
Foucault (2015) presenta el derecho de vida y de muerte como uno de los privilegios característicos del poder soberano para Occidente. El derecho de vida y de muerte sería, más específicamente, el derecho de causar la muerte o de dejar vivir. Con todo, a partir de la época clásica, Occidente pasa por una transformación de mecanismos de poder y las guerras condicionadas a la defensa del soberano y de su permanencia como tal se sustituyen por guerras trabadas en nombre de la sobrevivencia de poblaciones, por medio de la destrucción de otras. Una sustitución de la legitimidad jurídica basada en la soberanía por una de naturaleza biológica, situando el ejercicio de poder “en el nivel de la vida, de la especie, de la raza, y de los fenómenos macizos de población” (Foucault, 2015, p. 148). Consecuentemente, poblaciones enteras pasan a inscribirse bajo el signo de la muerte, una vez que son “asesinados legítimamente aquellos que constituyen una especie de peligro biológico para los demás” (Foucault, 2015, p.148). De ese modo, el derecho de causar la muerte o dejar vivir se sustituye por el poder de causar la vida o devolver a la muerte. En consonancia, Mbembe presenta el poder de determinar quién puede y quién no puede vivir, o matar y dejar vivir, como límites y rasgos característicos de la soberanía. La noción de biopoder para Foucault está condicionada a la discusión sobre el poder sobre la vida y sobre la muerte. El dispositivo de racialidad se constituye, así, como dispositivo de poder sobre la racialidad, denominado biopolítica o biopoder.
En esa biopolítica, género y raza se articulan produciendo efectos específicos, o definiendo perfiles específicos para el “dejar vivir y dejar morir”. En lo que dice respecto al género femenino, se evidencia el énfasis en tecnologías de control sobre la reproducción, las cuales se presentan de manera diferenciada según la racialidad; en cuanto al género masculino, se evidencia la simple violencia. (Carneiro, 2015, p.72).
Como lo presenta Carneiro, el dispositivo de racialidad se constituye como un tratado de la blanquitud, calcado en la complicidad con relación a la subalternización y al genocidio de personas no blancas. “Una dinámica impulsada por la articulación de técnicas disciplinarias derivadas del dispositivo de racialidad y de eliminación informadas por el biopoder” (Carneiro, 2015, p. 150). Para Foucault, el dispositivo de racialidad, como dispositivo de poder, resignifica y actualiza otros dispositivos construidos en momentos históricos diferentes y en función de objetivos específicos para atender estrategias. De esa forma, el dispositivo de racialidad utiliza representaciones sobre personas no blancas y las resignifica a partir de la constitución de las relaciones del periodo colonial,
articulándolos y re-significándolos a la luz del ideario de racialización vigente en el siglo XIX, donde la presunta y consagrada inferioridad de unos y la superioridad de otros definirán las nuevas jerarquías sociales que emergerán en Brasil en post abolición en función de la diversificación de la estructura social que la constitución de la República, la abolición del trabajo esclavizado, la instauración del liberalismo en el plan político imponen al país. (Carneiro, 2015, p. 150).
Mbembe, apoyado en Arendt y en Foucault, presenta el racismo como “una tecnología orientada para permitir el ejercicio del biopoder” (Mbembe, 2017, p.116), sugiriendo el entrecruzamiento de la política de raza con la política de muerte. De esta manera, el racismo opera como criterio biológico que determina quién puede vivir y quién debe morir, demostrando que la esclavitud fue uno de los primeros ejemplos de experiencia biopolítica. “El mundo colonial fue terreno fértil para nuevas experiencias radicales, como la selección de las razas, la prohibición de los casamientos interraciales, la esterilización forzada e incluso el exterminio de los pueblos conquistados” (Mbembe, 2017, p. 116).
La invasión europea de las Américas y la expropiación de parte importante del continente africano -en particular, África subsahariana- involucró una distorsión del significado de humanidad, alcanzando la intersubjetividad y la noción de alteridad, ubicando a los pueblos colonizados debajo de la categoría de pueblos humanos. El desplazamiento geográfico y cultural de poblaciones enteras a territorios anteriormente habitados por poblaciones autóctonas tuvo implicaciones profundas en la noción de civilización de los imperios europeos, que impuso proyectos de civilización basados en la violencia y en la subalternización de otras poblaciones. El colonialismo se sostuvo fundamentalmente para el progreso civilizatorio y como salvación de los pueblos no occidentales, atribuyendo objetivos al acto de matar.
El ideario filosófico occidental que transforma al hombre europeo en hombre universal y todos los pueblos y culturas como variaciones menos evolucionadas, gana fuerzas en el siglo XVI. A partir de esa concepción de humanidad, la filosofía occidental moderna del siglo XVII se vuelve al hombre como sujeto y objeto del conocimiento, y la Ilustración crea una serie de herramientas de comparación y de clasificación de los distintos grupos basado en características físicas y culturales, inaugurando la distinción filosófico-antropológica entre civilizado y salvaje (Almeida, 2018).
En el siglo XIX, el racismo científico, amparado en teorías de determinismo geográfico y carac- terísticas fenotípicas emerge para explicar diferencias morales, intelectuales y psicológicas entre las razas para justificar la brutalidad y el exterminio de personas no blancas. “El racismo, como mecanismo de un sistema político de dominación, sostiene dos ideas que se complementan: la primera, que existen distintas razas humanas; y la segunda, que existen razas humanas que son inferiores a las otras” (Pessanha y Nascimento, 2018, p. 152). La negación de la humanidad de los pueblos no blancos es fundamental para la concepción de la superioridad europea basada en el binarismo yo versus otro, en el cual la afirmación del ser se realiza en la negación del no ser:
El No ser así constituido afirma el Ser. O sea, el Ser construye el No ser, substrayéndole aquel conjunto de características definidoras del Ser pleno: autocontrol, cultura, desarrollo, progreso y civilización. En el contexto de la relación de dominación y rectificación del otro, instalada por el proceso colonial, el estatuto del Otro es el de “cosa que habla”. (Carneiro, 2005, p. 100).
Los efectos del colonialismo tardío son la naturalización del exterminio del cuerpo no blanco y de las subjetividades no blancas, de forma permanente y sancionadas por el estado o por prácticas extralegales.
Colonización de los cuerpos por el entrecruzamiento de raza y género
Como lo presenta Frantz Fanon (2013, p. 31), “el colono y el colonizado se conocen hace mucho tiempo. Y, en realidad, tiene razón el colono cuando dice conocerlos. Fue el colono que hizo y sigue haciendo al colonizado”. Oyèronké Oyewùmí (1997) refuerza la tesis de Frantz Fanon de que el colonizador y el colonizado, ambos presumidamente hombres, son creaciones del sistema colonial y, además de la diferencia del color de la piel, lo que los hace diferentes es el estado de consciencia, pero presenta una relevante contribución al agregar la discusión sobre la dominación del colonialismo expresado en términos sexuales de emasculación del colonizado, denunciando que tanto la historia del colonizador como la del colonizado ha sido escrita desde el punto de vista masculino. La autora elucida que la colonización ha impactado a hombres y mujeres, aunque de maneras distintas, una vez que fue un proceso construido por hombres que se apoyaban en identidades de género occidental. De este modo, cualquier discusión sobre el colonialismo debe abarcar el género como un fuerte componente, en adición a la raza.
La cultura occidental europea presenta una limitación en la comprensión de los cuerpos y su lectura se basa en aspectos físicos y visuales, pautados en una idea reduccionista relacionada con aspectos biológicos. La creación de “mujer” y de “negro” como categorías fue una de las primeras realizaciones del estado colonial. Ambas categorías se definen por su anatomía: “mujer” como subordinada al hombre en todas las situaciones, y “negro” como categoría subordinada al blanco. Por lo tanto, las mujeres negras sufren el proceso de inferiorización racial concomitantemente a la subordinación de género. Para el pensamiento euro-occidental, que se expresa a través de jerarquía entre raza y género, hay cuatro categorías, no dos: hombres (europeos), mujeres (europeas), nativos (hombres africanos o indígenas), otras (mujeres africanas o indígenas) (Oyěwùmí, 1997). De esta forma, basados en el pensamiento de la autora, utilizaremos el término “cosmoper- cepción” para anunciar las diversas experiencias y sistematizaciones de perspectivas de mundo que no se reducen a una lógica de la visualidad como la palabra “cosmovisión” nos lleva a creer. La violación colonial perpetrada por los señores blancos europeos contra las mujeres negras africanas e indígenas está en la génesis de la construcción de Brasil y es una de las manifesta- ciones de la necropolítica y la banalización de la muerte, “por lo tanto, en el caso brasileño, el discurso sobre la identidad nacional posee esa dimensión escondida de género y raza” (Carneiro, 2020, p. 151).
Frantz Fanon, al percibir el racismo como elemento de compromiso pasional y delirante, explora una nueva dimensión: “el racismo era una forma de que el sujeto desvíe hacia el Otro la vergüenza íntima que sentía de sí mismo; transferirla a un chivo expiatorio” (Mbembe, 2017, p. 131). Siendo la zona del No ser anterior a la de Ser, el yo hegemónico, incapaz de ejercer la alteridad, solo se realiza por la negación del otro.
En esta etapa, el racismo ya no se atreve a mostrarse sin disfraces. Se contesta. En un número cada vez mayor de circunstancias, el racista se esconde. Aquel que pretendía “sentirlos”, “adivinarlos”, se descubre vigilado, mirado, juzgado. El proyecto racista es entonces un proyecto perseguido por la mala consciencia. (Fanon, 1980, p. 40).
Las heridas causadas por la brutalidad empleada durante el periodo colonial y el altericidio, la violencia del colono como respuesta al encuentro con el otro, construyeron una forma de neurosis del colonizador.
Políticas de encantamiento y matripotencia
Achille Mbembe desnaturaliza la muerte no lamentable común a la política de muerte insertada por el colonialismo al dilucidar que el “poder necropolítico opera por un género de reversión entre vida y muerte, como si la vida no fuera el médium de la muerte. Procura siempre abolir la distinción entre los medios y los fines. De ahí su indiferencia a las señales objetivas de crueldad” (Mbembe, 2017, p. 65). Una vez que confrontamos la naturalización de la política de muerte, tenemos la oportunidad de buscar en otras epistemologías modos de manejar la muerte que no sea la aniquilación del enemigo por medio de violencia y brutalidad. El filósofo Nascimento (2020), anclado en las filosofías de los terreiros de candomblé, presenta la Ikupolítica como una respuesta de resistencia a la necropolítica y, por lo tanto, la posibilidad de experiencia de muerte en comunidad como proceso natural de una vida bien vivida. Demostrando que la forma de manejar la muerte está intrínsecamente relacionada con los modos de comprensión de vida, particulares de cada cultura: por ejemplo, para los indígenas maxakali, en el territorio brasileño, morir puede significar “convertirse en canto” (pasar de la palabra al canto) (Álvares, 2006); entre los bakongo, en el continente africano, morir puede significar ancestralizarse, haber hecho historia y aún seguir en ella participando (Santana, 2019); o entre los Baba Egungun,2 morir puede implicar el regreso a la comunidad de una fuerza no visible que se viste en bellos tejidos, baila, canta y aconseja a los miembros de esa comunidad.
Entender la muerte cruel y violenta como modus operandi vigente en la cultura occidental, permite también negarla, así como a otras construcciones del pensamiento europeo, como, por ejemplo, la invención del hombre y de la mujer.
El pensamiento euro-occidental, que excluye lo que no es él mismo y que se basa en la correspondencia entre atributos biológicos y funciones sociales, transforma la experiencia de la maternidad en el locus de la aniquilación de poblaciones no blancas. Mujeres negras y empobrecidas son las sobrevivientes recurrentes de la violencia obstétrica, del aborto inseguro, de la esterilización forzada, y, cuando sobreviven a todas estas agresiones, son víctimas secundarias del Estado al ser sus hijos el blanco preferido de la necropolítica que les mata, encarcela y violenta comenzando por los jóvenes negros.
A partir de la perspectiva colonial, la maternidad es una institución generizada y la categoría “madre” es corporificada por mujeres que son esposas, subordinadas y relativamente marginalizadas socialmente (Oyěwùmí, 2016). Estos conceptos, tomados por naturales y universales, no se conocían en varias sociedades africanas y originarias de Las Américas y el Caribe y necesitan ser abandonados para que logremos comprender otras posibilidades de composición familiar y de arreglos que se oponen a la necropolítica. Por ejemplo, mientras la familia nuclear occidental es generizada y la noción de mujer de transforma en la definición de esposa, la familia tradicional precolonial iorubá del sudeste de Nigeria, a su vez, se organiza por la senioridad y no por el género (Oyěwùmí, 2020). Ìyá es el ámago del sistema basado en la ancianidad y simboliza la matripotencia:
Matripotencia es el poder espiritual y material, que deriva del papel procreativo de Ìyá. La eficiencia de Ìyá es aún más significativa cuando se asume con relación a su prole. El ethos matripotente expresa el sistema de ancianidad el en cual Ìyá ocupa la posición de más antigua con relación a su prole. Una vez que todas las personas poseen una Ìyá, y que todas nacieron de una Ìyá, no hay puesto más alto y más digno que el de Ìyá. (Oyěwùmí, 2016, p. 58).3
Por lo tanto, Ìyá y su prole son la unidad social fundamental en el mundo ioruba. Ìyá es el arquetipo humano del cual toda sociedad deriva. La prole es, fundamentalmente, en primer lugar, nacida espiritual y físicamente de su Ìyá. Se trata entonces de la entidad que gesta y que pare un alma ya existente, y ese proceso es más espiritual que biológico. El Oshunismo, concepto basado en Oshun, orisha de la fertilidad, de la creatividad (presente en las artes y en las ciencias) y de la prosperidad, es central en la matripotencia. La información más importante sobre Oshun, sin embargo, es que ella no es mujer, sino Ìyá. El poder de Oshun se funda en el papel de deidad progenitora. Oshun es la Ìyá primordial (Oyěwùmí, 2016). Dicho esto, nos amparamos en la concepción de la matripotencia como articulación entre epistemología ioruba y la institución sociopolítica Ìyá, propuesta por Oyěwùmí (2016) encontrar, en el espejo del Oshunismo, un distanciamiento de la colonialidad de la visión y del sentido, una política de encantamiento que promueve un giro decolonial estético y espiritual.
Giro estético
Percibir otros modos de reproducción permite entender otros modos de relacionarse. Relacionarse como una forma de posicionarse ante la/el otra/o y establecer lazos. Si la política de muerte, necropolítica, es altericida, la política del encantamiento, como política de vida, se fortalece en el encuentro. Para los pueblos indígenas no hay separación ni jerarquía entre lo que determinado Occidente ha categorizado como persona y naturaleza. Los condenados y las condenadas surgen, así, como creadores y creadoras cuando la actitud decolonial pautada por la estética y espiritualidad reaviva sentidos de conexión como respuesta a un mundo que separa, reduce y niega todo lo que les es extraño a los ojos (Maldonado, 2020).
En ese sentido, y con base en las disposiciones reflexivo-experimentadas de la matripotencia, se puede concebir la propia acción inventiva, en el campo estético, como una existencia, tanto en el continente africano como en la diáspora negra, que propone contrariedad substancial a los aniquilamientos, borramientos y sobreposiciones que, necesariamente, constituyen el colonialismo y la colonialidad.
Las poéticas tejidas por la palabra cantada, con frecuencias ritmadas; la imaginación de los colores y las combinaciones de las telas que envuelven árboles y tambores en las prácticas espirituales de matrices africanas en Brasil; los conjuntos gestuales bailados que no establecen separación categórica entre música y danza; las figuraciones que dibujan las comidas ofrenda- das a las fuerzas cultivadas por los colectivos; las rezos de los orikis y sus performatividades; la armonía pluralística que envuelve un rito fúnebre (principalmente cuando la muerte en cuestión no sea causada por el racismo, por el feminicidio o por los problemas sociales); el reposo de las manos sobre los atabaques consagrados; todo se dirige a la percepción sensible anticipada y ulterior a las presuntas decodificaciones racionales, si llevamos en consideración una específica racionalidad que se reconoce en la Modernidad euro-occidental. Hay otras racionalidades fuera del tal eje hegemónico. No olvidemos, que, en la lengua bantú africana Kikongo, razón (o justeza) es lunga - étimo que resguarda el principio kalunga. Conceptualmente, nos reportamos aquí a la fuerza que transbordó el vacío (mbungi), en una poética de multiplicidades y es, simultáneamente, manifestación y no manifestación, existentes a partir de sí.
El vacío (mbungi) que tal fuerza poéticamente líquida como los humores de los cuerpos o aquellos que bailan en los sulcos grandes y pequeños de la Tierra traspasa es también esa fuerza. Kalunga, por lo tanto, es la interacción -para traer un concepto del congolés Zamenga Batukezanga- entre lo que se aprehende y lo que no se aprehende, el cual permanece sin descripción, sin forma, sin ser cosa y que, en su ausencia presente, tiene la relevancia de lo aprehensible. Al pensarse en Kalunga, se piensa, si queremos viajar por otra analogía, en un bigbang que inicia el universo y el tiempo, según lo que es aventado con vigor teórico en la física, aunque no con exclusividad, y en la precedencia a ese evento, la cual permanece como lo no sabido. Kalunga es la presencia de las presencias y ausencias, si eso es posible. Es también mar océano, espacio-tiempo de la muerte, si lo hay, nos aproxima a los transcursos sin fin (como paraje), así como cualquier acción transmutativa, la propia idea de cambio, de alteración, de variación, sobre todo, cuando se combina con la perspectiva de regulación, cual una dinámica fundamental en los supra capacitados terreiros de candomblé, entre lo que podemos llamar de atabaques de constancia y de variación, en los que mueven a aquellos y aquellos que los sostienen.
La traducción de Kalunga (e incluso la de Nzambi - término-concepto sobre el cual no discurriremos aquí), principalmente, en su acepción kongo precolonial, como Dios es absolutamente sesgada y reductora, y, por supuesto, fruto de la conyuntura colonial releta de misionarios lexicógrafos. Cuestionando las aserciones respecto a la inexorabilidad de los arquetipos, así como ni cualquier comunidad cultural necesita un pensamiento/narrativa de origen de lo que se puede comprender, en líneas generales, como mundo -o sea, ni toda cosmología es cosmogónica- tampoco necesita a Dios como singularidad (o incluso pluralidad) creadora de un todo teodescendiente.
Kalunga es donde el sol se zambulle cuando se disipa del cuerpo y entra en la nada de los ojos y de la piel. A ese locus temporal, los bakongo llaman ndimina. Al día siguiente, el sol resurge, nuevo y antiguo, a partir de él y de la nada de los ojos y de la piel. Eso es el encanto: la combi- nación entre huecos y manifestaciones. No es agarrar el hueco ni obliterar la manifestación o sobreponer su carnalidad a la inmaterialidad abstracta.
Consideraciones
La matripotencia y el principio kalunga, procedentes de fuentes africanas se encuentran en los movimientos y paisajes diaspóricos (en Brasil y en Cuba, por ejemplo) y salvaguardan la centralidad del encantamiento, como proposición de anti muerte colonial. Encantar, con efecto, es, en una perspectiva reversa, torcer el dolor y la brutalidad coloniales en la dimensión de la percepción que crea, hace y da a vivir. El “in-cantare” latino, a partir del cual se tiene, naturalmente, el verbo “encantar ”, contiene la idea de la emisión hechicera de palabras, frecuencias sonoras que extasía; cantar o estar entre el sonido estético y el silencio que vela. Cantar como que para los ya aludidos Egungun, en Amoreiras (Bahía) o en Benín, trayendo las respuestas, las ondulaciones, los movimientos y las voces del que no tiene cuerpo, del que, al exprimirse, afirma la nada de la comprensión humana.
La nada (y aquí no se trata de la nada sartreana) se viste, educa una comunidad, traduce y es traducida, llega a nuestros sentimientos, prefiere ciertos colores a otros y respeta los ixan (o las varetas de los grandes árboles), respeta la savia, la sangre, al tiempo en que su presencia es no savia o sangre. Conocer a los Egungun, de este modo, es necesariamente desconocerlos. Encantar, para quien lo testimonia es, así, como leer una acción encantatoria, parece ser reconocer y desconocer la ausencia que existe en la presencia, cantar aire y vacuo, sambar en el hueco y en el cuerpo del círculo, como si el círculo fuera -como diría el compositor brasileño Paulinho da Viola- “los horizontes del mundo”.
Al discurrir sobre las políticas de muerte y crueldad, presentes en la colonialidad, y al presentar cosmo-persepciones como políticas de encantamiento, en la que muerte y vida no son contrapuestas, sino eventos naturales de la existencia, insistimos que el giro epistemológico decolonial a partir de su dimensión estética y espiritual no espera inauguración, pues ya se encuentra ancestralmente colocada. Re-acceder a la muerte que no desencanta puede ser un proyecto colectivo de descolonización y de reafirmación de la propia vida.