In memoriam Enrique Fierro (1941-2016)
I
Como cualquier campaña electoral de donde fuere, la que concluyó en Uruguay el último domingo de noviembre de 2019, para mejor captura de voluntades, estuvo atravesada por frases hechas. Una de las más reiteradas acudió a la vieja máxima latina res non verba. Para la ocasión la traducción más usual en boca de los diferentes actores políticos de distintos partidos en pugna se vertió en el binomio las palabras y los hechos. Este sintagma contempló, al menos, dos variantes paradójicas: se insistió en marcar la contradicción entre las unas y los otros (“hechos y no palabras”); por otro lado, se estableció una infalible analogía entre lo vivido o lo por vivir con la imagen de los vocablos que representarían estas posibilidades (algo así como palabras que atestiguan o atestiguarán los hechos). Como se sabe, estos artificios retóricos constituyen la especie discursiva del género propagandístico.
En el vasto campo del lenguaje, la poesía no está obligada a ninguna acreditación referencial, a ninguna certificación de lo dicho, aunque pueda recurrir a ella, aunque como enseña Jakobson sus recursos fónicos han sido incorporados a la propaganda o la publicidad. Una proposición como la que se acaba de formular no destierra la poesía política, que puede serlo en altísima medida y rigor. Por lo tanto, lejos de apuntar que la poesía está fuera de la historia este trabajo defiende algo nada original: que el lenguaje es hechura del tiempo y contingencia del mismo, a veces por buscado efecto, otras por imposición exterior o según el encuadre interpretativo. Por adición o por sustracción, ese lenguaje (nuestro lenguaje) trasvasado a la poesía puede ligarse a su inmediata presión sensible. Las circunstancias cambian y a veces el sujeto que las vive cambia la perspectiva sobre su sustancia, pero el lenguaje del poema sigue.
Un poema o un conjunto de ellos que forman lo que habitualmente se llama obra, precipita de modo singular, teóricamente atractivo, las relaciones delicadas entre las palabras y las cosas. Quizá ese sea el delgado límite que permite escapar a la distinción entre materia y forma, que tanto desveló a la filología y a la estilística durante décadas y que tuvo un desarrollo crítico considerable en el mundo de lengua española, en especial en el Río de la Plata a instancias de Amado Alonso. A contrapelo de esta mirada, leyendo dos poemas de Hölderlin, el joven Walter Benjamin propuso en 1916 la noción de “lo poetificado”. Desde este concepto-eje pretendió superar la distinción entre materia y forma con base en la experiencia del lenguaje convertido en poesía. En la vida del sujeto productor del poema —dice Benjamin— se encuentra la “unidad última” (Benjamin 2011: 15-17). Dejemos este concepto por un momento para dar un necesario rodeo.
Ningún discurso más propenso a la vaguedad analítica que el de la poesía, salvo que se lo conduzca por el confiado sendero de la referencia. En su extensa, aguda y discontinua labor crítica Ida Vitale trató de escapar a esta trampa y, hasta donde le fue posible, buscó el equilibrio judicativo para evitar cualquier diatriba antípoda. Por eso, este trabajo se ocupará de unos pocos textos suyos que den algún sentido a estos principios operativos.
II
Cada poeta tiene una genealogía que derriba el mito de la singularidad a toda prueba y reafirma que una poesía se hace a partir del diálogo, la absorción y el rechazo. Ida Vitale ha sido comprendida entre quienes escriben por condensación de imágenes según ciertos modelos venerados (Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz, Nicanor Parra) más que por su expansión de quienes están más lejos (Pablo Neruda o el más caudaloso Ernesto Cardenal). Esas afinidades elegidas en los años sesenta y ahondadas poco después (Vitale 1972a; 1974) la podrían situar entre quienes perciben una “falla irreparable entre la limpieza de los herederos de la vanguardia y la poesía ‘comprometida’ […], que casi hunde a nuestra poesía en el fango de la mala conciencia”, según las contundentes palabras escritas en 1989 por un importante poeta-crítico que le era cercano (Milán 1989: 176). Insistir en el caso, sobre el cual propondremos alguna objeción, sería redundante.
Hay un punto, que no podría dudarse en llamar central, a fin de entender la idea de poesía para Vitale. Se trata de su trabajo bastante temprano sobre quien nunca consiguió rescatar en todo su esplendor, a propósito de su compatriota Enrique Casaravilla Lemos (1889-1967), quien construyó su obra fundamental hacia 1930 y acerca de la cual poco e insustancial se había dicho hasta que Ida Vitale se ocupó de esta poesía, a la que rápidamente se la puede rotular de “hermética”, “difícil”, “mística” y otras facilidades. Sobre la poesía de Casaravilla viene escribiendo desde 1972 —aunque antes le dedicó unos párrafos en un artículo sinóptico (Vitale 1968)— en particular desde una larga nota en el semanario Marcha, de Montevideo (Vitale 1972a). Desde entonces, ese artículo se hizo una especie de palimpsesto, que volvió a desplegar en diferentes revistas o folletos de México e Italia. En esas páginas, con porfiada seguridad y sin mucho eco, ha insistido en que la lírica de este gran olvidado se aleja del “común de los lectores”, que buscan “en la poesía la anécdota, el dato biográfico”. Contra la corriente, en 1972, antes de que el bloque compacto de la alianza entre poesía y acción se desgranara, antes -también- de que se derrumbaran las libertades en el mapa entero de las repúblicas del sur de América, había que leer la poesía de Casaravilla no como “el resultado de una biografía sino de una técnica, espontánea o acertante o sabiamente consciente” (Vitale 1972a: 30-31). Pasado en limpio: para Ida Vitale la poesía no es biografía ni colección de anécdotas ni de dicterios o alabanzas, sino trasposición crítica de la vida o de la ética en la palabra por encima de lo anecdótico o de lo pasajero. A eso Benjamin, desde Hölderlin —de quien Casaravilla estaba muy cerca— había llamado “lo poetificado”.
En esa línea persistirá la escritora uruguaya. Contra lo que suele decirse, bien mirada, esta concepción sobre las relaciones entre la poesía y lo “real” era anterior a la experiencia mexicana, con la que suele asociarse su lejanía de lo inmediato, luego de que estableciera un fuerte vínculo con Octavio Paz y su grupo de la revista Vuelta. En cierto grado Ida Vitale siempre estuvo en ese lugar. Dentro de una lírica que respetaba la tradición castellana, en 1981, comentando un libro de Cintio Vitier, propuso que a mediados del siglo XX “todo parecía venir por dos caminos: por el de Antonio Machado o por el de Juan Ramón Jiménez. Se quería la voz humanísima de Machado, pero con Juan Ramón la poesía se distanciaba de los peligros de la sensiblería, del descuido, del vicio de la facilidad abundante” (Vitale 1981). Escribir en castellano era entrar y salir de esta lengua filtrada por el ojo vigilante de la cadena de signos dispuesta en una armoniosa masa sonora.
Más temprano que tarde, en la experiencia personal de Ida Vitale la gran corriente del español se enriqueció con el conocimiento de la lírica en italiano, en francés y, luego, en portugués y en inglés. No se limitó a la reflexión sobre el lenguaje en sí mismo ni se ha rehusado a la vinculación última entre el mundo y las palabras. De ahí que circuir su tarea con la de un orfebre que busca la perfecta joya verbal sería desconocer esa fuerza que nunca abandona, desde la posición ideológica que pueda sugerir en sus poemas o en sus prosas.
III
Paciente y lentamente, Ida Vitale escribió y reescribió sus poemas, aun después de publicados. De pronto, casi al borde de los ochenta años de edad invirtió esa costumbre. Un libro sucedió a otro, y cada cual —especialmente los de esa prosa a medias poética, ensayística, narrativa y confesional— abrió un territorio insospechado en su escritura. Las pequeñas editoriales de México o de Montevideo empezaron a ser desplazadas por las de mayor circulación en el ámbito de la lengua castellana: Fondo de Cultura Económica, Paidós, Tusquets. Luego, un premio sucedió a otro y la prensa empezó a explorar la figura de esa exótica mujer provista de inverosímil energía, curiosidad por lo que la rodea, de inclaudicable y filosa lucidez. A ese tipo de prensa (ahora virtual), que la había ignorado minuciosamente durante seis décadas, la tomó por sorpresa que estas características se resuman en quien se dedica a la escritura creativa, o sea a algo tan prescindible en la era del consumo y el lenguaje tabulado y veloz. Esa ancianidad movediza compensó la insuficiencia contemporánea del “oficio” y favoreció el pasaje de la poeta respetada por minorías selectas a una cima más cercana al espectáculo que a la recoleta lectura, circunstancia inimaginable hace apenas una década.
En 1980 Ida Vitale publicó Jardín de sílice, un libro que contiene veinte poemas. La brevedad había sido la norma de los pocos y escuetos libros anteriores. Otra fue la diferencia, porque este libro salió por Monte Ávila, en Caracas, un sello fuerte y de consolidado prestigio americano que, por primera vez, otorgaba a su poesía una buena distribución en diferentes países hispanoamericanos. Hasta ese momento, con perseverante conciencia de la provisionalidad, la escritora trocó la prisa por el autocontrol. Casi una década más tarde, cuando —hay que subrayarlo— estaba por cumplir sesenta y cinco años, conoció la primera recopilación de su obra. Sólo los coleccionistas, los amigos o los devotos tenían a su alcance sus pequeños libros o sus composiciones dispersas en pocas antologías y en varias revistas y periódicos, territorio de eruditos. Entonces, en 1988 la prestigiosa colección Tierra Firme, del Fondo de Cultura Económica, dio a conocer Sueños de la constancia, tomo en el que agregaba a los anteriores una colección epónima de versos. Este volumen no llega a las doscientas páginas, pese a que en él se junta casi todo lo que Vitale había publicado en cuarenta años, a excepción de unas pocas composiciones de la primera época que decidió expulsar de su obra, y también del sexto poema del primer libro, La luz de esta memoria (1949), titulado “Epístola”, pieza que prefirió retirar para siempre (Vitale 2017).
Ninguno de sus libros de versos, anterior o posterior, registra aclaración o prólogo escrito por la poeta, que avise sobre sus propósitos o sobre lo que fuere. Sueños de la constancia rompe esa horma e incluye una breve “Advertencia”, fechada en 1986:
Me cuesta mucho, siempre, recorrer la distancia hacia atrás que va del último al primero de estos libros, no en la medida en que soy otra sino porque, siendo la misma, me abochorna, con la voluntad de hoy, la debilidad de mis propósitos de ayer.
Al unir estos textos discontinuos en un volumen, la reelaboración de los más distantes implicaría un apego exagerado a ellos; no corregir alguna vez el exceso de inepcias, una falta de respeto al propósito mismo de publicarlos. He intentado situarme, con dificultad, en el insensible límite entre ambos riesgos. De todos modos, aceptar los errores antiguos implica mayor responsabilidad frente a los nuevos, siempre en acecho. También, despreocuparme de su modo de ser en el pasado, por confianza, todavía, en algo de futuro (Vitale 1988: 3).
Estas palabras evidencian un moroso autoanálisis crítico-poético, una responsabilidad fundamental sobre el destino de las palabras que se fijan. En el primer párrafo defiende la mudanza del sentido y las formas, acto seguido desmonta la noción de obra como totalidad homogénea, ya que señala la condición discontinua de las piezas reunidas en el volumen. Esa discontinuidad sólo revela que los poemas han sido creados en distintas épocas y, por lo tanto, han sido hechos por sucesivas poetas, unidas por la invariable firma, que la comprende y al tiempo desborda la identidad como algo monolítico. Esta ajustada declaración de 1988 conviene a la hipótesis de este trabajo que, sobre todo, se concentrará en dos puntos centrales:
Primero, el problema de la autoría y, contra la tradición romántica, el rechazo de la postulación de la unicidad plena del sujeto. En su lugar, se propondrá la autorreconstrucción posible de la imagen del mundo y, a veces, de sí, a través de los textos.
Segundo, la escritura de algunos poemas como consecuencia de un momento dado. No se trata, apenas, de indagar la representación lírica de elementos del mundo sensible, sino de su expresión a través de la acumulación razonada de lecturas nuevas, de relecturas y la incorporación (o el descarte) de estéticas: libros, música, pintura, cine. A todo esto hay que juntar el trabajo y la conquista de nuevas capas del lenguaje, que crecen cuando tiene la posibilidad de entrar en contacto con otras modalidades del español fuera de las rioplatenses en las que se formó, un lenguaje que se había enriquecido cuando, a través de la traducción o el placentero ejercicio de la lectura, desde temprano se sumergió en el benéfico caudal de otras lenguas.
Para decirlo con palabras de João Adolfo Hansen, insuperado estudioso de la poesía barroca brasileña, por la fuerza “de su devenir, la ‘obra’ tiene un carácter proteico y su polimorfismo nos insta a que la comprendamos” (Hansen, Moreira 2013: 51).1 Si hay una “obra” que corresponde a una autora llamada Ida Vitale lo será en cuando deviene por un proceso de autocrítica del lenguaje. Esto propicia la refacción y la selección lingüístico-poética de lo cumplido en contacto directo con la experiencia sensible del presente. A eso se refirió Benjamin con “lo poetificado”.2 Y, por lo mismo, podría dudarse del dictamen con que Vitale cierra su “Advertencia” a Sueños de la constancia. Eso de despreocuparse del “modo de ser” de los poemas “en el pasado, por confianza, todavía, en algo de futuro” se parece más a una elegante y algo cansada manera de aceptar aquellos poemas en los que se confió en su tiempo, pero de los que ya no se fía demasiado. Para autoexaminarse o, si hubiera sido el caso, para equilibrar piezas de distintas épocas, tuvo ocasión en 1976 cuando publicó su primera breve antología, titulada Fieles, en la editorial artesanal El Mendrugo. La operación que hizo en este libro mexicano fue sorprendente para conjunto tan breve: extirpó la totalidad de su primer libro, por lo que prefirió fijar el punto de partida en algunos y muy corregidos poemas del segundo título, Palabra dada(1953), que a su vez, como el tercero, ya incluía algunos poemas corregidos del libro inicial, La luz de esta memoria. La anunciada fidelidad del título elegido para esta antología se concreta en la aceptación de que cada verso, cada palabra más que en el sentido primero del término (fe) obedece al segundo (exacto), de quien lo hizo cuando lo quiere difundir y de quien lo lee cuando pueda y como mejor lo reciba.
Menos severa, con los años, Ida Vitale tomó distancia de lo que podría llamarse el afán por perpetuar una antología personal y recuperó casi todo su cuaderno primero en sus compilaciones generales. Aun más, en 1999, a medio siglo de su salida, la editorial montevideana Vintén hizo un pequeño tiraje en edición facsimilar, que pasó casi inadvertida en su país, y que por supuesto contó con su anuencia. Como no había otro remedio, el facsímil repuso el poema “Epístola” y, sin embargo, esta pieza siguió faltando en cualquier reunión posterior. Diríase: la historia y la selección, el hecho consumado (el libro de 1949) y el continuo proceso de selección de las palabras en el tiempo que sea. La resurrección en principio contradictoria de ese poema sólo comprueba la historicidad de un caso que, en su situación de fines del siglo XX, podrá mirar con la distancia de cincuenta años, pero no podrá negar ni ocultar.
En resumen, para Ida Vitale una colección de poemas es el producto de un momento y, por supuesto, de quien lo hizo en ese tiempo. Quien lo escribió tiene el simultáneo derecho a la metamorfosis en las épocas venideras. Hasta donde pudimos verificar, la autoantología ha sido su régimen de trabajo y no sólo porque sus primeros libros retoman y suman, sino porque casi no hay poema de esas primeras colecciones que no haya modificado. Esto puede evaluarse si se toma como texto-base la edición de Arca, de Montevideo, publicada en un primero y solitario tomo en 1992, que detuvo el proyecto prudentemente llamado Obra poética en lugar de Obra poética completa, lo mismo que sucede con la más nutrida edición última, a cargo de Aurelio Major: Poesía reunida y no Poesía completa. En todos los casos Ida Vitale procede por adición, sustracción y enmienda. Este método atañe también a la prosa poética de Léxico de afinidades. En la segunda edición de este libro, de 2012, empieza por variar la sintaxis de dos frases en nota preliminar de la primera, publicada en 1994. En la edición hasta ahora final ejerce cirugías mayores: suprime la entrada “duermevela”, e incorpora veintitrés (23) textos, alguno de ellos bastante largo. Pasando raya, en 2012 en un total de ciento cincuenta y seis, suma exactamente un quince por ciento más de piezas que las registradas en el volumen original.
En procesos de trabajo textual como el que opera Vitale, hasta cierto punto la obra propia deja de serlo cuando se la relee, por lo cual escritura y lectura de lo creado son actividades indisociables. Sobre la poda feroz que Borges hizo desde 1943 en sus tres primeros libros de poemas, Élida Lois habló de una práctica de “recontar y traducir” lo editado. Ese proceso, dice Lois, involucra “la tensa dialéctica entre lo acabado y lo inacabado, las esencias y las contingencias, la unidad y la multiplicidad, el orden y el caos” (Lois 2001: 170). Lo mismo vale para la obra de la poeta montevideana, de la que, hasta ahora, sólo conocemos impresos.
IV
No erraría quien postulara que la poesía de Ida Vitale es materialista o que, por lo pronto, cree menos en los dones del espíritu o en cualquier expectativa de trascendencia, sin que por ello desdeñe estos caminos en otros o, en ocasiones, reserve algún rincón para tales posibilidades. “Este mundo”, en que combina endecasílabos con heptasílabos, abre Cada uno en su noche(1960). Esa pieza parece confirmar la exclusiva creencia en la vida terrenal, gozo y simultánea desdicha. Los dos primeros versos dicen: “Solo acepto este mundo iluminado / cierto, inconstante, mío”; sobre el final se admite que “Alguien podrá quizás / entreabrir puertas / ver más allá promesas, sucesiones”, es decir, alguien esperará el ultramundo; pero la voz retorna a su certeza: “Yo sólo en él habito, / de él espero, / y hay suficiente asombro”. No obstante, la cadena de tiempos verbales en presente simple se rompe en los dos últimos versos, cuando el presente del subjuntivo abre una posibilidad de revertir la confianza en este mundo: “En él estoy, / me quede, / renaciera”. Además de facilitar un mayor ámbito sonoro, el ulterior subjuntivo relativiza la sucesión de afirmaciones precedentes. En lugar de “En él estoy / me quedo, / renazco”) el cambio del modo verbal sugiere una expectativa que desestabiliza la prometida seguridad. Con esa sola modificación podría decirse que nace una nueva poética en Ida Vitale fundada en el principio de la duda. La savia duda, para definirlo con el título de un libro de Enrique Fierro (1996).
Cuando apareció el poema y el libro que lo albergaba, este mundo había dado un giro para los alegres jóvenes de clase media montevideanos quienes, como ella, se dedicaban a las letras, los conciertos o el teatro, creyentes en la construcción de sus nuevas familias en un país de armonías aún posibles. La Revolución cubana, que triunfó en 1959, impuso otro ritmo y una alternativa diferente o, para decirlo con un verso del “Poema conjetural” de Borges, les hizo ver que existía “un destino sudamericano”. Pero a diferencia del sentido más visible de este verso de Borges, el final no era de violenta muerte segura, como la de Laprida, el personaje que habla en esa composición, sino el de una violencia imprescindible que llevaría a la redención social de las postergadas mayorías. Ángel Rama dirigía la sección literaria de Marcha y, no por casualidad, en 1961 inauguró la columna “Letras de América”. Emir Rodríguez Monegal, refugiado en apretadas columnas de cuerpo ocho o nueve del conservador diario El País —aún hoy supérstite—, durante los años cincuenta había instalado en Marcha la sección “Letras inglesas”. La rotación era clara. En paralelo a estas nuevas lecturas, Rama —entonces casado con Ida Vitale— empezó a escribir sus notas políticas en defensa de Cuba, cada vez más vehementes (Rocca 2015: 193-222). Rama viajó por primera vez a Cuba para integrar el jurado de Casa de las Américas. Luego de unas semanas volvió eufórico, cargado de proyectos y, sin demoras, preparó una encuesta que entregó a una decena de líricos uruguayos de diferentes edades. La tituló “¿Adónde va la poesía?”, y apareció en el suplemento de fin de año de 1961 (núm. 1.090). Una de las preguntas se bifurcaba: si “¿la poesía debe integrarse responsablemente en el complejo social en el que está inserto el poeta, como aportación transformadora de esta sociedad?” y, segundo, si “¿Tal cometido impone normas nuevas a la tarea creadora?” Comparar dos respuestas dará el clima de la época y las estéticas. Para Mario Benedetti:
La única poesía acrítica es la que se localiza, bajo el patrocinio intelectual del artificio, en esa tierra de nadie que ya no es alma y todavía no es mundo. Semejante poesía inventa su flora y su fauna propias, y no vacila en formular analogías con realidades que previamente falsifica. […] Esa poesía es artificio suntuario, lujo de los ociosos, arreo de los esnobistas. […] Hay otra [poesía] que no menosprecia al lector […] que quiere comunicarse con él (1961: 31).
Ida Vitale pensaba otra cosa:
la poesía no es un “deber ser”, es decir un capítulo de la moral, sino un modo de conocimiento expresado en una función estética. […] yo no le pido al músico que convenza a nadie de la necesidad de la reforma agraria o de la instrucción primaria obligatoria. Tampoco se lo pido a la poesía. El mundo cambia; las cosas esenciales cambian por suerte un poco menos […] ¿Estaremos de acuerdo con que la poesía es una de esas cosas esenciales? (1961: 30).
Su descontento ante la creciente identificación del poema como espejo de los hechos se hizo cada vez más ostensible ante la muy zarandeada figura del texto “comprometido”, no necesariamente de la actitud cívica del “escritor comprometido”. Dos números antes de formular esta respuesta, en un largo artículo sobre el esperado tomo de Poesías completas de Rafael Alberti, Ida Vitale había dicho que en este creador de militancia comunista la “poesía social [había sido] constante a lo largo de los años. Aunque a veces tenga un interés circunstancial dentro del conjunto, él ha salvado como pocos los riesgos que apareja”. Para concluir, con mayor énfasis: “Muchos poetas olvidan que su cometido como tal es hacer poesía y no otra cosa, que incluso la verdadera eficacia de su propósito se cumple cuando la redondez formal, violándonos imperiosamente en nuestra pasividad nos somete a aceptar, junto con la poesía, su contenido” (Vitale 1961: 30).
La alarma creció en las notas que Ida Vitale entregó consuetudinariamente para el novel diario Época, donde pasó a dirigir su página literaria en 1962, aunque en varias ocasiones en esas páginas diera cuenta de su cercanía con el proceso cubano.3 Si por entonces su adhesión al socialismo no dejaba dudas, otra cosa era que confiara en la poesía como herramienta para la transformación del mundo material o en la poesía como herramienta de lo que fuere. Nada mejor que el ejemplo de Vallejo, de quien dirá, en una nota de 1978, que su poesía “se nutrió humanista, siempre”, y “para no traicionar” su “alta creación”, escapó de “la fórmula o receta en que la poesía se diluye” (Vitale 1978). O sea, cuando pudo ser vista como la creación más cabal del realismo socialista, Vallejo zafó de ese lazo por su humanismo profundo y su capacidad de innovar, de saber nombrar las cosas de otro modo contra la esperada audición del que está quieto.
V
Hubo experiencias límite que la condujeron a arduos trabajos de refacción. En solitarios casos voy a detenerme. En noviembre de 1971 salió de imprenta una antología colectiva, Poesía rebelde uruguaya, bajo el sello de Biblioteca de Marcha (Schinca y Elissalde 1971). Entre muchos, Ida Vitale participa con tres composiciones: “Noticias para Hamlet”, “El puente” y “Trastienda”, que no necesariamente escribió para la ocasión. En febrero de 1972 los talleres que trabajaban para la editorial Arca terminaron de imprimir su cuarto libro, Oidor andante. En este volumen recoge “El puente” sin variante alguna y “Trastienda”, con muchas modificaciones. “Noticias para Hamlet” quedó fuera del volumen. No era la primera vez, hasta donde he podido averiguar, que prefería olvidar, y para siempre, otro poema cercano. Ese fue el caso de “Últimas noticias/Bloqueo”. Significativamente los dos poemas apartados usan la palabra “noticia”, es decir, remiten a las urgencias del momento. En el segundo núcleo semántico de este poema autointerdicto incluye el término “bloqueo” que, para cualquier lector medianamente informado, fuera o no de izquierda, conducía al impiadoso asedio económico que Estados Unidos ejercía -y ejerce- sobre Cuba. “Últimas noticias/Bloqueo” salió en 1967 en la Antología de la poesía rebelde hispanoamericana, compilada por Fierro en un pequeño libro editado por Banda Oriental en Montevideo (Fierro 1967: 20).
En su primera versión de la antología colectiva de 1971 “Trastienda” tiene nueve versos distribuidos en dos estrofas:
Cielos creíbles de Montevideo,
estratos de oro y de laurel,
halados por la más alta red,
tibios, lilas lentísimos,
cocientes de su luz multiplicada.
Entretanto —belleza, distracción
hecha piedra—
el pegaso peligro relincha
ferozmente.
A pesar de que esta pieza se sitúa en un libro colectivo con título general que, sin disimulos, apela a la resistencia, y aunque en su conjunto tiende a la denotación y el enlace fácil entre lo dicho y la actividad cotidiana, las palabras del poema evitan cualquier asociación evidente. Esto es difícil hallarlo en otros casos vecinos en tales páginas, como —para quedarnos con dos ejemplos— en los textos del multiforme y gran poeta Juan Cunha o, sobre todo, en los de Manuel Márquez, que aun con sus correspondientes distancias ostentan en ese 1971 una vocación por la transparencia entre palabra y “realidad”. Cumplida esa renuncia, pocos meses después, cuando “Trastienda” pase el umbral del libro Oidor andante sufre (o gana) muchas alteraciones. Desaparecen en la versión de este volumen dos pausas simples en el cuarto verso con la visible intención de acelerar el ritmo de lectura; elimina el blanco que divide al poema en dos estrofas y, lo más importante, agrega estos cinco versos:
pasan y nos envuelven
y nos entretenemos con su gracia,
como una mano juega
entre arenas que guardan
la eternidad en la que no pensamos.
La imagen de los tres versos finales recuerda a la rima VII de Bécquer (“esperando la mano de nieve/ que sabe arrancarlas”), que el maestro de Ida Vitale y los suyos, José Bergamín, tanto admiraba. Tanto que le sugirió a María Inés Silva Vila que le pusiera a su primer libro de cuentos La mano de nieve (Montevideo, Ediciones Fábula, 1951). Con estos versos se pronuncia el desvío de los hechos más identificables; un intermezzo metafísico antes del preservado remate. La estrofa final (“Entretanto —belleza, distracción / hecha piedra— / el pegaso peligro relincha / ferozmente”) pierde las palabras entre corchetes para la condensación máxima de la metáfora, que cada cual entenderá acoplada o no al contexto que viva o se espere haber vivido. El poema, hasta el estado en que se encuentra en su última edición de 2017, concluye con estos dos versos: “Entretanto, el pegaso peligro / relincha ferozmente”. De esta forma, el mito triunfa sobre cualquier sugerencia de la materia o de cualquier aguijoneo de la historia.
La composición perdida, “Noticias para Hamlet”, está presidida por una cita del texto shakespiriano: “when the wind is southerly I know a hawk from a Hernshaw” [“cuando el viento sople hacia el sur conozco un halcón de Hernshaw”]. En su primera versión consta de tres estrofas polimétricas que se expresan como comentario y crítica, que es reescritura, de la obra de Shakespeare, por lo cual ya estamos ante una barrera que difícilmente franquee el lector-medio de poesía militante. No es un poema popular, si se entiende por tal un discurso para un receptor que fácilmente incorpore un mensaje o para el que se le entrega esa franquicia. “Noticias para Hamlet” es un objeto cultural, que necesita de un lector provisto de ciertos conocimientos sin los cuales la descodificación básica se evaporaría:
Hoy madre tía y tío padre
mandan en nosotros,
el reino retrocede
a grado de provincia mercenaria;
huele a gobierno en todas las fronteras.
Los ácidos se filtran al oído
no de un triste rey solo,
de adolescentes reyes por millares,
de hombres que reyes fueran
sin esta envenenada rapsodia de mentiras.
Pero ya sabes, príncipe,
que cuando el viento sur sopla en la gente,
las telarañas vuelan,
y por oscuro que esté todo en torno,
nadie confunde grullas con halcones.
En Poesía rebelde, un libro colectivo empapado en fervor antimperialista, aparecido en un año (1971) que para Uruguay fue crítico y esperanzado, surtido de agitaciones callejeras y represiones (es decir, los hechos), un poema con ese epígrafe, por más que no esté traducido, con esa cadena de imágenes parecía corresponder a la interpelación del poder violento, a la legitimación de una crítica revolucionaria de las fuerzas nuevas amparadas en un viento que soplaba hacia el sur —y ninguna ciudad más austral en América que Montevideo—, para barrerlo todo con la ayuda de un halcón, símbolo del poder y el conocimiento. Esa interpretación podía fortalecerse en imágenes como “el reino retrocede al grado de provincia mercenaria”, del tercer verso; o el olor “a gobierno en todas las fronteras”; o la soledad del rey, la algarabía de los jóvenes, la expectativa de un príncipe que habla a través de símbolos inconfundibles hasta en su opacidad. No obstante, el poema perdió su lugar en Oidor andante. Quizá porque el sentido estaba velado, a la vez que habilitaba cierto nivel de explicitación. Otra hipótesis plausible la aporta la fuerza misma de ciertos hechos de esos días sin tregua. En los pocos meses que van de la aparición de la antología Poesía rebelde a la salida de imprenta de Oidor andante, quizá empezaron a desvanecerse las seguridades sobre Cuba una vez que culminó el tortuoso caso de Heberto Padilla. Condenado a un arrepentimiento público por sus críticas a la revolución, las repercusiones de este episodio también fueron enormes en Uruguay, donde no hubo dos bandos equilibrados que pugnaran por una posición y la otra entre los escritores locales. La mayoría, o los más presentes, se alinearon, así fuera con algunas dudas, con la política oficial cubana (Autores Varios 1971). A lo lejos, en 1993, Ida Vitale imaginó una ruptura anterior con la Revolución, como lo dice no tan elípticamente en un artículo sobre Gonzalo Rojas, que publicó en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica:
En 1964 fui jurado en el concurso de poesía de Casa de las Américas (ruego tomar en cuenta la fecha). La única recomendación que se nos hacía era la de votar por lo mejor. Un pedido de tal obviedad debería haber resultado inquietante. Pero también nos habían pedido unanimidad, contaminación en la que no reparé, quizá porque tendí, eufóricamente, a suponer que la cordialidad en la que todo sucedía volvía insignificante la posibilidad del desacuerdo […] (Vitale 2019: 273 [1993], “La poesía de Gonzalo Rojas”).
Su confusión quizá provenga de que ella misma, como otros tantos millares de escritores de todo el mundo, creía en la existencia de un más allá de los hechos, en un mundo demasiado en riesgo frente a poderes oscuros como para sospechar siquiera cualquier fisura entre los débiles, agredidos y hospitalarios. No obstante, algo de esa fe en la transformación profunda sobrevivió por lo menos hasta 1971. Una foto reproducida en Marcha en un número próximo a las elecciones nacionales de ese año la muestra participando de un programa de televisión al que concurrieron los intelectuales adherentes a la recién nacida coalición de izquierda Frente Amplio. Delgada, con gruesos lentes, en animada conversación con Enrique Fierro, Ida Vitale parece estar allí y parece, también, estar en otra parte.
“Noticias para Hamlet” no fue olvidado sino archivado. Volvió veintidós años después en Léxico de afinidades, donde perdió el epígrafe.4 Según la organización de este libro, en cuanto se lo imaginó como léxico personal, Vitale le cambió el título por “Hamlet (Noticias para)”. Al margen de algunas variantes sintácticas una sola palabra se modifica en todo el poema, que está en el último verso de la primera estrofa. Donde decía “huele a gobierno en todas las fronteras” pasa a decir “Huele a milicia en todas las fronteras”. Además, agrega una fecha ausente en la antología: “1967”. Otra vez, el control del archivo, las notas posibles en libretas, los papeles personales permitirán mejorar las especulaciones sobre este y otros ejemplos. La palabra milicia no sólo comprende ejércitos regulares, por lo que el sentido se expande hacia fuerzas oficiales y sus enemigas.
Una y otra vez volverá sobre esta idea, pero para siempre segura de que “La historia no se olvida y roe, roe” (Vitale 1992: 123) o como en el desilusionado poema “Zoon politikón”, también de Jardín de sílice(1992: 176), que parece un escolio al pensamiento de Emil Cioran, a quien tradujo muy tempranamente, o un comentario de algunas ideas sobre poesía, magia y burocracia de su siempre admirado Octavio Paz en Los hijos del limo(Paz 1974: 150).
En una apretada nota sobre João Cabral de Melo Neto, Vitale pudo decir que la “buscada constancia en la trayectoria del poeta se realiza en el sentido de la depuración de su lenguaje, de la concreción de sus significados” (Vitale 1980). Conscientemente o no, parecía repetir el mandato de Juan Ramón Jiménez en su conferencia dictada en Estados Unidos a poco de concluida la guerra civil: “La poesía es tan excelente cuando es verdadera como la poesía, es decir, cuando es poesía y nada más” (Jiménez 1961: 58). Para Ida Vitale hay “algo más” en ese “nada más”: el sentido último de lo humano puede y hasta merece ser dicho sin concesiones.