Hoy observamos con cierta displicencia —me animo a llamarla ignorancia— el lugar que ciertas corrientes literarias del pasado ocupan en el estudio de la realidad del presente. Que aislemos el modernismo o el costumbrismo como corrientes que se deben conocer sólo para que los estudiosos puedan luego concentrarse en temas supuestamente más actualizados e interesantes refleja el desconocimiento de cómo se gestan las ideas, de cómo mutan las formas estéticas, construyendo representaciones figurativas sorpresivas, la mayoría de las veces silenciosas que, cual apariciones, dan la impresión de haber penetrado en un mundo diferente a todo lo que uno espera encontrar en la lectura de la ficción costumbrista: un mundo —mezcla de objetividad realista y de oculta imaginería— que sorprende al lector con su renovadora manera de leer lo que está narrado.
Pero el pobre interés por descubrir las vibraciones singulares que esconden esos momentos de silencio de la ficción realista ahuyenta la posibilidad de percibir lo mucho de excelente que aquellas literaturas contienen. Me parece que si en el pasado las novelas costumbristas, tenidas por ser de consumo local, viajaban poco, hoy nosotros, los críticos, viajamos menos. Encasillados en útiles pero insuficientes aproximaciones sociológicas de las obras ficcionales, perdemos toda posibilidad de insertarlas en la cadena explicativa de cuál debiera ser el lugar de la ficción costumbrista en el trayecto de la producción literaria del siglo XX. Ello se complica todavía más por el recelo que hemos adoptado sobre la aparentemente nefasta influencia del conocimiento occidental en el estudio de la problemática latinoamericana. Una cierta pose teórica distorsiona la validez de la propuesta de “provincializar” Europa, e introduce la duda sobre la aplicabilidad de teorías estéticas que siempre fueron y aún son indispensables para poder pensar “a contrapelo” nuevos y viejos temas relacionados con la formulación de una teoría de la producción literaria.
En torno a las formas estéticas
Veamos, a guisa de ejemplo, la necesaria relación entre lo que venimos planteando y una de las miradas europeas de las formas estéticas que nos parece ser particularmente útil a este cometido. En el estudio inicial de lo que sería su temprano ensayo Historia de la evolución del drama moderno (1909), Georg Lukács afirmaba, con extraordinaria lucidez, que toda interpretación valedera de la literatura siempre va ligada al análisis de las formas estéticas. Conflictiva observación la del gran esteta y filósofo húngaro, poco afín al marxismo ortodoxo de la época, corriente ideológica orientada a desprestigiar cualquier aseveración que oliese a formalismo literario. Pero Lukács, tan adelantado a su tiempo en la formulación estética, seguía siendo fiel a la heredada tradición hegeliana que consagraba, con su visión totalizadora de la vida, la unidad de las formas y de los contenidos. Si para Hegel la historia del arte expresaba las diferentes etapas del desarrollo de la “Idea”, de lo “Absoluto”, el contenido del arte buscaba siempre encarnarse en una forma artística adecuada.
Pero la articulación de los “universales” abstractos con la “singularidad” de lo concreto, uno de los puntos clave en que el marxismo histórico quiso solucionar la discordancia entre la forma y el contenido, hacía demasiado ruido a mediados del siglo pasado. Como nos lo revela Terry Eagleton en esta simbiosis entró en crisis con los trabajos del célebre filósofo francés Louis Althusser, particularmente aquellos en que afirmaba que el arte no puede quedar reducido a su interpretación sociohistórica, postulación que desencadenó una revolución en el análisis literario; un remezón de enormes consecuencias en su relación con las humanidades. Al separar la ilusión de la ficción, Althusser devolvía a la ficción su autonomía y su capacidad de fijarle límites a la explicación sociológica.
Fue el teórico francés Pierre Macherey, discípulo de Althusser, quien en su ensayo Pour une théorie de la production littéraire (1974) caló más hondo en la distinción entre la forma y el contenido novelescos. Para Macherey, toda novela era una forma “descentrada” que asimilaba en su seno el conflicto y la contradicción de sentidos. Así, “irregular”, “dispersa”, “diversa”, son apelativos que Macherey empleaba para explicar la eterna incompletitud de toda novela, resultado de su “encadenamiento” a motivos del pasado que, ocultos en el contenido novelesco, vuelven al presente para darle un significado imprevisto y, añadiría yo, paródico. Como si estuviese llamada a parodiar los teoremas de Gödel, la novela no suscitaría sino disparidad de sentidos. Si aceptamos que la naturaleza de toda novela es deformar, no imitar, ella, por muy apegada que esté a la realidad, sería una invención irónica que no crea ex nihilo los materiales con los cuales trabaja: los trae del pasado para transformarlos en un nuevo producto, en una nueva invención estética que distorsiona la realidad, que la conflictúa.
Sin afán alguno de aplicar teorías que pudieran comprometer la singularidad de la realidad latinoamericana, me llama poderosamente la atención el hecho de que el planteamiento propuesto por Macherey en torno a la dispersión del sentido como tema inherente a la imaginación literaria hubiera aparecido mucho antes en el análisis de dos importantes modernistas latinoamericanos: el uruguayo José Enrique Rodó y el boliviano Carlos Medinaceli, habiendo Medinaceli escrito una de las más notables novelas costumbristas: La Chaskañawi (1947).
La inadecuación entre la forma hispana y el contenido indoamericano era una de las características de la nación boliviana. Debido a ello, Medinaceli definió a Bolivia como una realidad “pseudomorfótica” (Medinaceli 1969: 178). Pero esta situación incómoda entre el contenido y la forma estaba ya planteada en el Ariel (1945) de Rodó, cuando el ensayista uruguayo observara, como muchos otros literatos del modernismo, la conflictiva relación entre la “universalidad” de los valores europeos (en realidad hispanos) y la naturaleza singular de las sociedades hispanoamericanas. Estos temas conforman el meollo del presente trabajo. Después de llevar a cabo una relativamente breve pero necesaria incursión en la narrativa indigenista, procedo a relacionar el Ariel con la obra ensayística de Medinaceli. No está de más señalar que los estudios de Medinaceli condicionan la mirada estética de La Chaskañawi. En otras palabras, hago de Ariel una especie de bisagra entre el indigenismo y el cholaje,1 este último transformado, no imitado, por la figuración estética de la novela costumbrista.2
De paradigmas y de propuestas etnoculturales
Comencemos por señalar algo sobre la influencia de Ariel en el estudio de la realidad latinoamericana. Desde la última década del siglo XIX, The Tempest (2002), la obra de William Shakespeare, se convirtió, como afirma Carlos Jáuregui, en “una de las más recurridas fuentes de metáforas políticas y culturales en Hispanoamérica y el Caribe” (Jáuregui 2004: 155). En efecto, es a partir de los dramatis personae creados por Shakespeare (Ariel, Próspero, Calibán) que puede hablarse de los dos grandes paradigmas de la apropiación de The Tempest en América Latina: el arielismo y el calibanismo. El primero, al que José Enrique Rodó canonizó, se manifiesta en los discursos antiimperialistas del modernismo, al igual que en la afirmación de la democracia elitista y selectiva, enfrentada a las muchedumbres semibárbaras. Este arielismo expresaba la naturaleza del modernismo como un movimiento antiimperialista no popular. Ariel encarnó los ideales modernistas de las primeras décadas del siglo XX, particularmente el hispanismo y la latinidad, en sus versiones moral, racial y lingüística, así como los valores estéticos y espirituales de América Latina. Calibán, su contraparte, fue simultáneamente el monstruo del Norte y el “enemigo interno”: el desorden social, el surgir del populus anarquista, la insurgencia obrera y campesina, la negación de la ciudad letrada, la otredad de las etnicidades.
El paradigma del calibanismo no fue abordado por Rodó. Este paradigma se desarrolló en los discursos contrarios al colonialismo y al imperialismo, durante la segunda mitad del siglo pasado. Puesto que no vamos a hablar de las metáforas políticas, ni de las apropiaciones simbólicas del calibanismo, en este trabajo repasaremos dos instancias de posible conexión con el arielismo: las narrativas del indigenismo y del costumbrismo. En Bolivia, ambas narrativas, hegemónicas durante la primera mitad del siglo, se distanciaron de las masas, mostraron su desconfianza del Estado y su escepticismo en torno a las bondades de la democracia. Tampoco se pusieron al servicio de proyectos de cultura nacional claramente elaborados, como los que se dieron en otras regiones de América Latina o, durante la segunda mitad del siglo, en la Bolivia posrevolucionaria.
Alarmados de la plebe urbana, de las luchas obreras y de la insurgencia campesina, los intelectuales de principios de siglo, arielistas después de Rodó, perfilaron sus discursos bajo una “estetización de lo político”.3 Ello se observa en los dos grandes letrados de la Bolivia del momento: Alcides Arguedas y Franz Tamayo. Ambos, circunscritos a la episteme del darwinismo social que imperaba en América Latina, pusieron particular interés en el paisaje, no precisamente por razones que pretendiesen embellecer el mundo exterior, sino por la necesidad de captar el paisaje para conceptualizar de nuevo las nociones de raza y de espacio. El indigenismo de Arguedas se apropió visualmente del paisaje andino con el propósito de que el medio ambiente fuese escenario propicio para la creación, la reproducción y la transformación ideológica de los actos humanos. Tamayo, por su parte, también utilizó al indio y al paisaje andino para emplazar la estrategia ideológica del futuro político del componente social mestizo-criollo. Este proceso —que los letrados elaboraron— de observación, visualización y “cooptación” del paisaje andino, que tuvo una enorme repercusión en el pensamiento social boliviano del siglo XX, recibe precisamente el apelativo de “estetización de lo político”, incluyendo en él los ribetes fascistoides que Walter Benjamin le dio a semejante intento de apropiación de la realidad (Benjamin 1968).
Pero dicha estetización no fue igual para los dos más importantes letrados de la época. Hubo diferencias fundamentales entre el discurso civilizatorio de Arguedas y el discurso de Tamayo en torno a la regeneración del indio. Arguedas promovió la dominación cultural a través de una homología negativa que ligó el atraso de la raza indígena con la dureza del paisaje altiplánico. Arguedas controló el imaginario volviendo al paradigma decimonónico de “civilización vs barbarie”. Si nos fijamos bien, su imaginario se acercó a lo que se entiende por imitatio, es decir, a la supuesta necesidad de copiar “objetivamente” la realidad y, con tal propósito, desdeñó la imaginación subjetiva, a la que llamó como una “virtud femenina” de aquellos que, como la población quechua de Cochabamba, preferían soñar antes que actuar. “Lo primero que uno ve en los habitantes de Cochabamba”, dice Arguedas en Pueblo enfermo (1937), “es que ellos tienden a sobreimaginar” (69). Los excesos de la imaginación hicieron que se desatasen “las alucinaciones engañosas de la mente” (70). De acuerdo con estas observaciones, toda escritura, incluso la de ficción, debía negarse a imitar modelos literarios que promoviesen “los falsos aspectos ornamentales del lenguaje” (246) y concentrarse en “la copia y reproducción de la realidad” (246). Al promover la copia de lo cotidiano, la imitación pragmática de Arguedas se puso de lado de la percepción, desdeñó la imaginación y neutralizó la subjetividad.
Diferente fue la situación de Tamayo. En Creación de la pedagogía nacional (1975), donde Tamayo forja la representación idealizada del indio, el artista, sea escritor o artista visual, debía corregir, ajustar, modificar la realidad, transformándola en algo que, siendo diferente, aún podía ser reconocido, es decir, algo que no había perdido su naturaleza, su esencia. La mímesis imaginativa de Tamayo, la capacidad del artista para cambiar la realidad reveló esa esencia —la energía vital de la raza aymara— que no podía ser reconocida por la comunidad mientras se mantuviese oculta, silenciada, ajena al proceso mimético que Tamayo puso en marcha.
Estas dos grandes propuestas etnoculturales del indigenismo boliviano de la primera mitad del siglo XX, que incluyó la corriente del pensamiento nativista bautizada por Guillermo Francovich como “Mística de la tierra” (1956), plantearon la cuestión de la identidad nacional, sea como “problema” (en el caso de Arguedas) o como “epopeya” nacional (en el caso de Tamayo). Dichas propuestas convivieron al interior de la misma episteme del darwinismo social, donde el indio mítico del indigenismo vivió siempre bajo el asedio del indio histórico o presente, atávicamente enfermo, borracho, violento, ignorante, rencoroso y, en el mejor de los casos, inescrutable. Quizás por ello Carlos Jáuregui caracteriza al indio como una especie de Unheimlich nacional.4 Dice Jáuregui: “El tropo indígena funciona como un dispositivo de identificación o espejo en el que se produce un reconocimiento narcisista (nacional) y un extrañamiento siniestro que amenaza el ego”. Interesante observación que coincide con lo que Luis Villoro, hablando en 1996 sobre el indigenismo en México, afirmó: “el indígena aparece como una realidad en la que puedo reconocerme sin que por ello deje de ser distinta a mí. Es alteridad y, a la vez, indica hacia mí. Es como la superficie de un estanque, turbio a veces, límpido otras, pero siempre me permite encontrar el esbozo de mi propia figura” (Villoro 1996: 294). Un esbozo problemático, añadiría yo.
Reconocimiento y extrañamiento eran los dos aspectos que regulaban esta familiarización con el indio, seguida de su inmediata desfamiliarización, pues entonces el indio se torna en un ser inescrutable y enigmático. Este proceso, fundado en lo que el formalismo ruso llamó ostranenie,5 hizo que quienes intentasen ahondar en la naturaleza del indio chocasen con el problema de su casi imposible definición. Ello le pasó a Arguedas, tanto en Pueblo enfermo, como en su novela Raza de bronce (1998). Y el indigenismo de Arguedas, como el de muchos otros, fue el resultado de la pretensión —siempre fallida— de dar cuenta de lo propio mediante la representación estética y/o política del indio, definido como un otro. Una pretensión que yo llamaría fantasiosa, porque consistía en creer que el mundo indígena era poseedor de un lenguaje necesariamente traducible a los términos de la cultura occidental, y que la obligatoriedad de cumplir con ello, es decir, de ejecutar la “transculturación”, era un acto ético y nacionalista, cuando, en realidad, se trataba de una gama de prácticas de representación de los sectores mestizo/criollos dominantes, fundadas no sólo en la culpabilidad frente a lo autóctono, sino en la necesidad de controlarlo.
Esta fantasía, signada por su colonialismo interno, también preocupó a Rodó. El Ariel, que muchos reducen al espíritu europeo de sus personajes shakesperianos, o a su lucha antiimperialista, tuvo, como se verá a continuación, una naturaleza jánica más compleja e interesante, que pocos han relevado en sus trabajos de investigación. Hablar de ella me permitirá ingresar en los escritos de Carlos Medinaceli, con quien nace la crítica literaria en Bolivia, y en su narrativa costumbrista, a mi juicio la más completa e interesante de la primera mitad del siglo XX.
Afirmamos que el paradigma del arielismo es jánico porque Ariel, su personaje, no es solamente el agente de enunciación retórico-cultural que, parapetado en su antiimperialismo, ayuda a pensar en la formación de la identidad hispanoamericana, sino quien se aparta de dicho propósito para ocuparse de mostrar lo inverso, es decir, los límites de dicho proceso. Se podría decir que a Ariel se le opone otro Ariel: el anti-Ariel. Es el propio Rodó que, conflictuado por realidades opuestas, se ubicaba en la encrucijada entre los valores universales del espíritu europeo y la naturaleza inculta y semibárbara de la materia indoamericana. En lo que sigue, pretendo alimentar esta percepción del Rodó ambiguo.
El conflicto entre “universalidad” y “singularidad”
En su revelador libro The Limits of Identity. Politics & Poetics in Latin America (2015) Charles Hatfield escruta, en uno de los capítulos, la incómoda situación del literato uruguayo, cuando su personaje Ariel comenzaba a dudar de la “universalidad” de los valores apenas ellos tropezaban con núcleos civilizatorios periféricos cuyo comportamiento era tan dramáticamente diferente al de la metrópoli. Convengamos en que todo habría sido mucho más sencillo si su ensayo se hubiera circunscrito a estudiar los valores “universales” que aparecieron en la Europa decimonónica. Pero Ariel no era solamente un ensayo sobre creencias y valores, sino sobre la identidad latinoamericana, sobre lo que Leopoldo Zea llamó “el espíritu de los pueblos latinoamericanos” (1994). El ensayo de Rodó no era de consideración solamente porque planteaba la superioridad de Ariel sobre Calibán, del espíritu ilustrado sobre la materia salvaje, sino porque ambos, espíritu y materia, estaban conflictivamente presentes en la esencia misma de la identidad latinoamericana. Surgía casi de inmediato la contradicción fundamental entre si debían protegerse las creencias “superiores” porque regían el comportamiento de todas las sociedades o si, por el contrario, se debía proteger y preservar lo que hacía de América algo “singular” y “único”. Y esta “singularidad” podía contener valores que contradijesen aquellos valores “universales” que se consideraban supuestamente “superiores”. Entonces, cabe preguntarse si era correcto sostener valores “singulares”, presuntamente “inferiores”, sólo para garantizar la “diferencia” latinoamericana. De lo contrario, era dable afirmar la necesidad de que prevalecieran los valores superiores del espíritu si ellos echaban por los suelos esa “diferencia” que merecía ser conservada porque era lo medular de nuestra identidad. Rodó se encontraba en una encrucijada: o defendía los valores absolutos del espíritu y abandonaba la necesidad de aplicarlos a la singularidad latinoamericana o, por el contrario, defendía la singularidad latinoamericana y olvidaba la universalidad de los valores. Era la lucha entre el “ser” americano y el “deber ser” europeo.
La encrucijada no habría sido tan acuciante si el ensayo de Rodo hubiera tenido una menor repercusión en América Latina. Pero la contradicción se acrecentó cuando debió ser considerada en naciones que, como la boliviana, el núcleo de la civilización era pequeño y la vastedad “semibárbara”, enorme. Así lo anotó también Francisco García Calderón cuando se refirió al caso peruano (1979). En realidad, Ariel se difundió en todo el continente americano cuando los discursos positivistas representaban la realidad como un cuerpo enfermo. Ariel ofreció el esperanzador antídoto: volver a la gran tradición de la latinidad. Su crítica programática de los Estados Unidos, país al que Rodó observaba con solapada admiración y enorme recelo, estuvo relacionada con la crítica de los logros materiales de prosperidad tecnológica del utilitarismo anglosajón. Dichos logros materiales debían ser controlados por las ideas superiores que provenían del espíritu. Todo ello ha sido ampliamente comentado bajo la naturaleza ideal de dicho espíritu. Lo que no ha sido suficientemente estudiado es ese lado más materialista y concreto, relacionado con la necesidad de proteger la singularidad de nuestras culturas. El carácter “broncíneo” de éstas neutralizaba las cualidades inmateriales del espíritu. La gran contradicción respondía a la tensión entre el materialismo y el idealismo, representada por los dos Arieles en conflicto, centro neurálgico de la paradoja creada en el ensayo de Rodó.
Pero este conflicto entre la materia y el espíritu, entre materialismo e idealismo, no surgió con Rodó: estaba ya presente, como observa Charles Hatfield, en la obra de Alfred Fouillé (1878), a quien Charles Hale consideró como la principal guía intelectual del ensayista uruguayo (1996). Fouillé le dio al conflicto una solución práctica que coincidía con las necesidades del colonialismo galo. Teniendo en cuenta las particularidades climatológicas y raciales, el prolífico escritor francés introdujo el espíritu del colonizador al interior de la materialidad del colonizado. Era, sin duda, una manera de preservar los valores ontológicos y universales de Francia en la singularidad de las Colonias.
En Rodó, el conflicto fue más agudo y dio lugar a una incompatibilidad más pronunciada y drástica, que se nota en los capítulos del libro donde el ensayista se inclina por la primacía de las ideas, mientras que, en otros, particularmente cuando se refiere a los Estados Unidos, afirma la primacía de la identidad, atacada por ideas y creencias foráneas. Se podría incluso sostener que existe una cierta incompatibilidad en el interior de los capítulos, entre las premisas que los sostienen y las conclusiones en que decantan. Si las premisas tienen que ver con las ideas universales, con “lo que se cree”, las conclusiones parecen derivar en la preeminencia de la singularidad de nuestros pueblos, en observar “lo que realmente sucede”.
Veamos más de cerca la dinámica del Ariel. Al inicio de los capítulos, Rodó se inclina por la primacía del espíritu, o lo que llama la “selección espiritual”. Esta primacía propulsa el proyecto: lo noble del espíritu humano debía aplastar a Calibán, “el símbolo de la brutalidad sensual”. Al propugnar el deber ser del “movimiento ascendente de la vida”, Rodó insistía en la primacía de los valores espirituales. Inspirándose en Fouillé, afirmaba que era la posesión de los valores universales lo que permitía a los franceses consagrarse a las tareas superiores de velar por la humanidad. Pero, en la medida en que Rodó ingresa en el “reino interior” de la singularidad de los pueblos latinoamericanos, esta universalidad de los valores se va gastando poco a poco. Este reino, que es probablemente el tropo modernista más importante del ensayo de Rodó, desgastaba el cosmopolitismo de los ideales. Dicho cosmopolitismo comenzaba a ceder el paso al obligado aislacionismo de las múltiples regiones locales, más cercanas a un cierto orientalismo, a un “orden estéril”, que al orden cosmopolita en el que se originaban los valores superiores del espíritu. Pero este “reino interior” también generaba valores propios que sostenían “la herencia racial y la gran tradición étnica”. ¿Debían ellos ser alterados o suprimidos por los valores superiores del cosmopolitismo? No, porque ello habría significado agotar con la diferencia y afectar la singularidad regional. Se ve, entonces, que la premisa, idealista y universal, contradecía la conclusión identitaria y particular.
Parafraseemos lo anterior. Si nuestra diferencia de raza y de identidad era la única razón por la cual podíamos justificar nuestros valores y creencias, entonces dicha diferencia era también la única manera de neutralizar el universalismo que desdibujaba “lo que realmente sucede”. Había disconformidad entre la idea de una verdad superior y la realidad de algo diferente, próximo a cómo suceden los acontecimientos reales. En última instancia, resultaba paradójico el que Rodó comenzase exaltando un glorioso futuro, un porvenir regulado por el ascenso del espíritu de su juventud, y que concluyese cuestionándolo con la presencia de una tradición hispana que, en la realidad, no podía ya contener la avalancha del materialismo anglosajón. Rodó estaba en la encrucijada entre dos posibilidades: o defendía a ultranza los valores hispanos, o promovía la singularidad latinoamericana, situación que implicaba la necesaria adaptación a la diferencia, sujeta a valores propios que no podían pasar por alto la influencia de la materialidad anglosajona. Y este conflicto entre la universalidad de los valores y la singularidad de lo propio, de lo “nuestro”, también desvelaba a Carlos Medinaceli, aunque de una manera diferente. Veamos, pues, el caso de Medinaceli.
Carlos Medinaceli y la “pseudomorfosis”
Nacido en una sociedad todavía estamental, asentada en la propiedad de la tierra, Carlos Medinaceli (1902-1949) vivió en una época de cambio de élites económicas y políticas que intentaban, sin mucho éxito, modernizar el país. Obligado a experimentar el tránsito de Bolivia de una sociedad de castas a otra, de clases, fundada en la acumulación del dinero, su condición social era la del criollo que padecía enormes dificultades para adaptarse plenamente al medio en el que le tocaba vivir. Ensayista, crítico literario y novelista de primer nivel, Medinaceli personificaba en vida propia lo que Lukács describió como la característica fundamental del “héroe problemático” de la novela: estar completamente inadaptado a la sociedad que lo vio nacer.
En lucha contra “el filisteísmo que me rodea” (Medinaceli 1955: 32) y contra la “barbarocracia” que le acechaba y abrumaba, Medinaceli comprobaba en vida propia la abismal diferencia existente entre el intelectual y su sociedad. De ahí que, afectado por este divorcio, Medinaceli viviese en permanente contradicción y en flagrante beligerancia con su ambiente y su tiempo. Incomprendido por la sociedad, pobre de solemnidad, experimentaba la “incommensurable soledad, la cósmica soledad del yo” (Medinaceli 1972: 56). Debido a ello, su trabajo intelectual se convirtió en el ariete que abrió grietas en las paredes fortificadas de esa sociedad de trepadores que se dio a la tarea inconclusa de forjar la modernidad. En oposición a la degradada realidad, este intelectual de principios del siglo XX se autoasignó la tarea de convertirse en la fuerza restitutiva de los valores. Era el héroe novelesco personificado que se adaptaba mal a la prosaica realidad del filisteísmo y de la barbarocracia, combatiéndolas con las armas que le proporcionaba la crítica literaria. ¿Acaso no se escuchan aquí los ecos de Rodó, quien seguramente influyó en la percepción que Medinaceli tuvo de la realidad?
Ximena Soruco afirma que este Medinaceli agónico (2018),6 en conflicto entre dos mundos —el conservador de la Bolivia decimonónica, y el incipiente mundo moderno de las primeras décadas del siglo XX— se veía incapacitado de acomodarse al presente, para luego avizorar el futuro. De esta incapacidad que agobiaba a Medinaceli brotó la desesperada fijación en un pasado ya desvanecido, especie de paraíso perdido para la élite conservadora a la que por tradición pertenecía y que, al perder vigencia y centralidad, chocaba con el desprecio del sector social advenedizo, monetizado y obsesionado con el ascenso social. En este cambiante medio social y a caballo entre dos mundos, quedaba imposibilitado de abogar por el mestizaje modernizador que la élite liberal se afanaba en promover. En realidad, sucedió todo lo contrario: Medinaceli vivió conflictuado por los valores universales del pasado, en disidencia con la singularidad mezquina de los valores degradados del presente. Era Medinaceli un “fin de raza” incapacitado de poder aceptar lo que para la élite burguesa del liberalismo era la renovadora sangre del mestizaje. El resultado fue la pérdida del sentido social que aquejaba históricamente a los criollos que, como Medinaceli, sufrían su fatal declive social y económico como una “desventura étnica” (Medinaceli 1969: 193). Porque considerándose un “estropajo de aristocracia” que rechazaba el promover la causa del mestizaje, Medinaceli comenzó a pensar en el tema de lo cholo, no por convicción, sino por ser una forma postiza de rechazo y de rebelión personal carente de finalidad política. Al proceder de este modo, el alma del intelectual seguía disociada de la degradada realidad que le circundaba.
Todo este trasfondo histórico y social es sin duda importante para comprender a Medinaceli, pero dice poco de su trabajo como escritor de una de las más importantes novelas de costumbres. En realidad, la crítica que estudia estas novelas del cholaje se siente mucho más firme en el terreno histórico y sociológico, por cierto, importante, pero permanece desentendida de la verdadera naturaleza de lo que debe revelar: cómo los hechos históricos y sociales dan lugar a la producción literaria, es decir, cómo se plasman en acontecimientos literarios como La Chaskañawi. Con notables excepciones, todo lo leído bajo el denominativo de “aproximación sociohistórica” de la novela costumbrista se ocupa de reflejar la sociedad, olvidando que nos hallamos frente a un acontecimiento imaginario con sus propias reglas de producción y de funcionamiento. Nótese, entonces, que el derrotero de los estudios sociohistóricos dilucida, en el mejor de los casos, cómo la literatura enriquece la comprensión de los procesos y sentidos de una determinada época, pero olvida el hecho, igualmente importante, de que tanto o más estimulante y útil sería el observar lo inverso: cómo los conflictos y las contradicciones de época enriquecen la lectura de obras imaginarias como las de Medinaceli. A contrapelo de las propuestas de la crítica socio-historicista, me ocuparé, en lo que sigue, de plantear algunos temas teóricos y prácticos sobre la novela costumbrista como representación figurativa de la realidad.
La útil reflexión sobre el contexto social en el que se desenvolvían las novelas de la época en la que escribe Medinaceli muestran cuán paradójica era la situación del intelectual criollo que luchaba contra el medioambiente en el cual le tocaba desarrollar su actividad intelectual. Dicha reflexión es también útil porque condiciona el modo de pensar que caracterizaba a Medinaceli como un intelectual no propiamente conservador —no se congela en la añoranza del pasado colonial—, pero tampoco burgués —desprecia y combate su mediocridad—. Surgió entonces el cuadro histórico y sociológico del Medinaceli problemático y rebelde, ocupado en representar el cholaje que irrumpía con fuerza en la sociedad y que, desde la aldea y desde los márgenes de la ciudad, abría la posibilidad de darle una renovadora vitalidad a lo social. Pero dicha vitalidad, manifestada por el porte festivo que pasea arrogantemente la chola aldeana, nos obliga a estudiarla con detenimiento y cuidado. ¿No será que detrás de su arrolladora vitalidad se agazapa un largo y complejo pasado que la conflictúa bajo sucesivas formas imaginarias que no se adecuan a la realidad presente? Conviene por ahora señalar que detrás de figuras imaginarias que enfrentan la aparente certeza de los contenidos novelados, brotaba una sociedad muy peculiar que Medinaceli tuvo el cuidado de calificar como “pseudomorfótica” (Medinaceli 1969: 178), es decir, como una realidad que se expresaba bajo formas ajenas.
Volvemos a la problemática que acercaba a Medinaceli al ensayo de Rodó: el desencuentro entre el espíritu europeo —Rodó lo llamó “aristocracia del espíritu” — y el proceso social boliviano, incongruencia que viajaba de la Colonia al presente, pasando por la etapa republicana. En palabras de Medinaceli “no llegamos nunca, plenamente, a realizar la totalidad de nuestro espíritu dentro de una forma definida. Somos naturalezas problemáticas” (Medinaceli 1969: 120). Y porque jamás hemos dejado de imitar, “Bolivia da ese espectáculo, tierno y lastimoso, de país semisalvaje con las formas de gobierno más civilizadas. Grotesco salto precoz que dimos del feudalismo colonial ultramontano al republicanismo racionalista” (Medinaceli 1969: 121). Era, pues, la pseudomorfosis, la falta de correspondencia entre el racionalismo occidental y el aldeanismo boliviano, que nos hacía “vivir como europeos, pero sentir como indios” (Medinaceli 1969: 119).
A propósito de este fundamental desencuentro entre lo global y lo local, cuyo resultado es la “pseudomorfosis”, cabría hacer una serie de preguntas no contempladas en las explicaciones sociohistóricas de la literatura: ¿qué connotaciones literarias tienen los desencuentros entre la forma y la materia? ¿Están estos desencuentros relacionados con la problemática planteada por la novela costumbrista? ¿Podrá la novela zafarse de una forma ajena a su esencia nacional? ¿Supera la figura literaria de la chola aldeana el pseudomorfismo que, de acuerdo con Medinaceli, aquejaba a lo nacional? Si ello no es posible, ¿qué artificio literario esconde la esencia chola, impidiendo la cómoda relación entre forma y materia? Dadas estas y otras preguntas que se le pueden hacer a las novelas costumbristas, es cuestionable la certeza planteada por los estudios sociohistóricos en el sentido de que la ficción y la realidad dialogan cómodamente.
Representación y figuración
“Representación” y “figuración” son dos temas claves del análisis literario.7 Habiendo estado ambos por mucho tiempo en disputa, son llamas encendidas que alumbran la lectura de novelas y de ensayos; son una dudosa claridad en el paisaje brumoso del ordenamiento crítico de nuestra literatura, como si se tratase de linternas que mueven su haz sin que se sepa a ciencia cierta por qué ambas nociones son todavía un camino por recorrer en el análisis de las corrientes literarias. Veámoslo, comenzando por el análisis de un ensayo que abre la posibilidad de abordar los dos temas aquí planteados.
Las Claudinas. Libros y sensibilidades a principios del siglo XX en Bolivia(1998), ensayo que escribió Salvador Romero Píttari, a propósito de la narrativa del cholaje boliviano, me ayuda a plantear los temas que aquí me ocupan. Gracias a la renovada lectura que el crítico Luis H. Antezana (2002) hizo del ensayo de Romero, donde señala que éste no contiene una lectura sociológica de la literatura costumbrista y realista, sino una fresca y renovadora mirada de cómo los temas sociológicos brotan del seno mismo de las sensibilidades literarias de principios del siglo XX, comencé a pensar en la necesidad de estudiar el costumbrismo a contrapelo de lo que se afirmaba en los estudios sociológicos e históricos. Por ello, a partir de la aguda reflexión que el libro de Romero le mereció a Antezana, recordé que Macherey (2014) expone muy acertadamente que las novelas importantes no apilan pormenores innecesarios ni llenan todo el espacio del relato, con la misma torpeza con que un pintor mediocre llena el cuadro de pintura o un músico amanerado acumula notas que no dejan un resquicio de silencio.
No está de más recalcar que las observaciones de Macherey ocupan un lugar importante en mi reflexión de la producción literaria de la primera mitad del siglo XX. Ellas me ayudan a confirmar el hecho de que toda novela, por tradicional que parezca, es un ausentarse de lo inmediato que, sin embargo, no enturbia la percepción de la realidad: sólo la deja en suspenso, mientras la inteligencia explora, imaginativamente, otras posibilidades, tantea identidades ajenas, se deja llevar hacia mundos prometedores que no existen o son inaccesibles. Explica Macherey, en el capítulo sobre “Lenín, crítico de Tolstoi”, que Napoleón, el personaje de Guerra y paz, no es el ser humano de carne y hueso salido de la vida real, sino un motivo que Tolstoi descubre en ella, que desplaza a un “segundo sentido”, y que, al mutar, altera al primero con la imaginación. Por ello el escritor no inventa sus motivos ex nihilo, sino que los descubre en la realidad, como si su obra respondiera a un modelo ya existente, constituyéndose, eso sí, en su más agudo lector. El escritor siempre “lee” su obra antes de que la escriba, hecho que denota que toda novela se origina en la realidad, a la que el escritor luego desplaza y transforma imaginariamente, tornándola en motivo literario.
Traigo a colación los ejemplos de Macherey para aclarar que los motivos literarios deben ser explicados desde las mismas obras, desde esos “primeros sentidos” que alteran la realidad. Entonces me pregunto: ¿no quedará empobrecida la lectura de las novelas costumbristas si el crítico abandona el estadio de la figuración estética, pensando que es automática la relación entre la ficción y la representación histórica o sociológica de la realidad? Que la ficción sea, como Alcides Arguedas planteó al final de Pueblo enfermo, una mera copia de la realidad olvida peligrosamente que la literatura es diferente porque su naturaleza autónoma obliga al crítico a discernir entre el estudio de lo literario y el empleo de los métodos propios de las ciencias sociales. En este sentido, autonomía no significa que la literatura sea ajena a la historia y a la sociología, sino que tiene una manera propia, diferente, de acercarse a la realidad.
Aún más, toda novela es producto de sentidos encontrados, en conflicto, que la crítica está obligada a sopesar. Aunque la lectura ingenua, atrapada en la trama, así lo crea, no hay obra literaria, por convencional que parezca, que se desarrolle siguiendo la simplicidad lineal de su argumento. Toda narración sortea escollos que son el resultado de los múltiples sentidos, visibles e invisibles, que la obra crea a través de lo que dice o deja de decir. Esa es la principal razón por la cual la literatura no puede ser, como Alcides Arguedas afirmaba, copia imitativa de una realidad exterior que supuestamente permanecería grabada en la obra literaria como si no se alterase su sentido en el proceso. Ajena a la imitatio, la obra literaria tiene una fuerza propia, una cierta autonomía, una vida distinta. Los acontecimientos estéticos de toda obra tienen su manera de presentar la realidad empírica, inscribiéndola en la historia de las formas estéticas, independientemente de las obras literarias en sí mismas. Ello significa trabajar creativamente los motivos de la vida real que, traspuestos a la obra estudiada, mutan y le dan su hondura y complejidad. Son estos motivos literarios que conflictúan las interpretaciones históricas que los ignoran como acontecimientos estéticos autónomos.
Se entiende que me acerco a la teoría de la figuración literaria como un tema apartado de la representación histórica y sociológica de la realidad. A tal efecto, me pregunto si al estudiar la novela costumbrista, sería aconsejable indagar sobre qué saberes añadidos trae ella a la muy manida observación de que representa el ascenso del cholaje. La novela bien puede tener silencios, temas y motivos “no dichos” explícitamente por Medinaceli que contravienen la explicación sociológica y que, por lo tanto, conviene que aquí se los plantee. Si estos motivos quedaron invisibilizados, es posible que se hallen escondidos detrás de los acontecimientos que la novela narra, como si fuesen la osamenta inmemorial que el análisis crítico debe rescatar. Conjeturo, pues, que obras como La Chaskañawi, como toda obra literaria autónoma, deberían tener ese saber adicional, esa diferencia invisibilizada que se oculta en su interior y que, como auténtico misterio que desafía posibles soluciones en su lectura, obliga a quien la investiga a apartarse de la percepción ilusoria de que la novela avanza linealmente, sin reparar en el hecho de que todo “avance” es engañoso porque esconde el retorno a modelos literarios enquistados en un lejano pasado. Como investigador de un acontecimiento enigmático, el crítico debe bucear en temas perdidos que se enquistan en las novelas para problematizarlas y conflictuarlas. De este modo, me pregunto cuáles serían esos motivos del pasado que, al viajar en el tiempo, reaparecen de manera diferente y le dan a la novela realista un renovado sentido, distante de la simple copia de la realidad.
Puesto que los motivos literarios conflictúan las representaciones que emanan en determinado momento histórico —en el caso de la novela costumbrista boliviana, la etapa previa a la Revolución nacional— cabría preguntarse si los temas más importantes de estas novelas —la fuerza del cholaje y la debilidad del criollaje— son motivos literarios autónomos, o artificios estéticos también relacionados con ideas y formas anteriores, provenientes de tiempos remotos que vuelven al presente y que, como les sucede a los relatos orales, son invariables en sus rasgos básicos, pero jamás contados con las mismas palabras, modificados por el carácter de cada voz narradora y, a la vez, siempre idénticos, como una canción de jazz que sigue siendo la misma y nunca suena igual, tan impersonal como las palabras y los giros del habla, pero capaz de expresar en cada caso lo más íntimo. Dicho de otro modo: la escritura de toda novela está relacionada a modelos que la anteceden, que viven silenciosamente en la biblioteca del autor, y que vienen al presente como una cadena de mutaciones que el crítico está obligado a explicar.
¿Será que incluso los escritores más tradicionales abordan la relación entre los seres humanos y la novela bajo modelos que se alejan de la construcción de la realidad? Si la respuesta es afirmativa, tendría que verse cómo la novela cuenta su propia vida, su producción estética, incluyendo la explicación de aquellos silencios que condicionan su verdad inédita. Toda novela es un estado de ánimo, un interior cálido en el que el escritor se refugia mientras la escribe, apartándose del mundo exterior bajo un prisma refractario, como una vaga claridad al otro lado de su concavidad translúcida. Toda novela, incluyendo la de cuño realista, se escribe para que su autor se confiese y se esconda. Pero ello no quiere decir necesariamente que éste esconda premeditadamente la verdad, sino que ella aparece sigilosa y silenciosa porque brota del imaginario que la condiciona y viste.
Se deduce, entonces, que la autonomía estética no es independiente de los hallazgos sociológicos e históricos, sino que ellos reaparecen transformados en la obra literaria. Por ello, la novela crea su “efecto de realidad”: su horizonte de conocimiento no está marcado por la razón, sino por la imaginación. Así, la novela realista no es ni verdadera ni falsa, porque en ella no priman los conceptos, sino las imágenes. Podría incluso argüirse que la ciudad de Sucre descrita en La Chaskañawi no es la ciudad real, sino una fabricación homóloga a la realidad, una figuración, es decir, un artificio literario con leyes propias, dotado de un complejo sistema de relaciones que cumple la función paródica de deformarla y no de simplemente imitarla. Se podría decir que la mismísima idea de creación esconde la de deformación, porque el discurso literario tiene siempre algo de ese barroquismo que abandona la realidad positiva para crear la ilusión de realidad fundada en mitos que mutan en el tiempo y le dan a la obra su apariencia de vida.
De esta manera, novelas como La Chaskañawi no están llamadas a reflejar o imitar lo real, ni a reforzar el sentido común de las cosas. Ellas aplican, por el contrario, una cierta “agudeza de ingenio”, una libertad creativa que las desvincula del orden anteladamente constituido de la Bolivia de principios del siglo XX, y así plantean relaciones raras y desconocidas que van a tener un peso decisivo en sus significados. Es este conjunto de relaciones que la crítica debe investigar. Su función es comprender y explicar aquellos secretos, aquellas sorpresas que toda novela nos depara.
Sociólogos e historiadores muchas veces olvidan ver la naturaleza refractaria de la producción literaria. Sus miradas, frecuentemente reguladas por los métodos de las ciencias sociales que practican, no reparan en la agudeza del ingenio literario, empobreciendo lo estético y volviendo plano lo que es convexo, pleno en recovecos y en deformaciones, es decir, en múltiples y encontrados sentidos. Contrapuesta a esta manera de ver la literatura y el género del ensayo, función de la crítica es “desterritorializarlos”, desplazarlos hacia ese “inconsciente” que esconde sentidos que no pueden ser abiertamente revelados. Y puesto que es ilusorio pensar en el aparente sentido único de las obras literarias, la crítica que las estudia debe empeñarse en iluminar esos sentidos que se esconden en formas que anteceden a las obras y que las determinan. En este juego entre lo interior y lo ausente tiene lugar la peculiar naturaleza de la figuración. Las novelas no están planteadas linealmente sobre la prolongación de un sentido, sino a partir del juego estético entre lo dicho y lo no dicho, juego que deforma la realidad.
Veamos, finalmente, algunos aspectos de los sentidos ocultos —motivos, mitos y silencios— que (con)figuran el territorio de las novelas costumbristas.
Los sentidos ocultos
¿Cuál o cuáles serían los silencios, los estados de ceguera de las novelas costumbristas? Escritas en un estilo supuestamente simplista, signado por amores prohibidos, degradados, de señoritos que viven su fin de siècle amancebados con cholas provincianas, ¿puede el contenido de estas novelas esconder algo no dicho sobre estas relaciones? Descubrirlo implica tener en cuenta que las novelas no son autosuficientes sino acontecimientos literarios acompañados de mediaciones que muestran que el “segundo sentido”, el visible, depende de otro, anterior, oculto en lo profundo de su contenido. Como explica Friedrich Nietzsche, en un pasaje de Aurore (1881), todo lo que el ser humano “deja decir visible” está condicionado por lo que esconde. Y Paul de Man, el conocido crítico de la escuela deconstructivista de Yale, nos recuerda que visión y ceguera siempre trabajan extrañamente juntas (1983). Valgan estas apreciaciones sobre la retórica de los textos para preguntar: ¿qué esconden las novelas realistas? ¿A qué apartan la vista? ¿Qué es lo que disimulan? Preguntas insidiosas que superan los límites de la presencia empírica de la novela, y que se articulan a la coexistencia simultánea de lo visible y de lo invisible. Y cabe añadir, a propósito de esta coexistencia, que el extraño juego entre visión y ceguera no está condicionado por la bienintencionada interpretación sociológica, sino por las mediaciones estéticas que multiplican los sentidos de la obra.
A continuación abordo, a guisa de ejemplo, la mirada sociológica de estas novelas, para luego conflictuarla con la presencia de artificios o motivos literarios que, escondidos, son la osamenta de los textos.
En el ya mencionado estudio sobre “Las Claudinas”8 Salvador Romero lleva a cabo un interesante e instructivo análisis de las novelas de costumbres. Su bien lograda representación sociológica de la época muestra cómo el encholamiento redundaba en la salvación de los personajes masculinos que caían en los “estados trágicos del alma”, influenciados por la narrativa francesa del siglo XIX, poblada de seres presos de la desesperación y de la debilitada voluntad para conformar el mundo.
Puesto que ningún proyecto de cultura nacional puede volverse realidad con la presencia de protagonistas débiles que son un “fin de raza”, la mirada sociológica de Romero refuerza la idea de que el encholamiento, es decir, el amancebamiento de señoritos con cholas era, en esta primera mitad del siglo XX, una manera de ingresar en la modernidad, un “naciente movimiento social”, como afirma Romero, capaz de revitalizar, de darle un sentido renovado al interactuar humano. Si los señoritos debilitados, atrapados por el pathos del sector señorial en decadencia, quedan faltos de propuestas capaces de orientar lo nacional, las sucesivas Claudinas, las “heroínas de las novelas y de la vida real” —nótese que Romero no establece diferencias entre ficción y realidad—, amantes de señoritos débiles y “madres de estirpes fuertes”, desmienten la misoginia de los pensadores europeos, fortaleciendo la singularidad chola de la identidad local, apartada de la moral convencional. Se da el estira y afloja de lo “universal” con lo “singular”, situación que ya explicamos como el fenómeno que caracteriza al arielismo y lo liga a la narrativa costumbrista boliviana.
Al presentar con su fuerza física el progresivo avance modernizador —quizás no el deseado por los sectores elitistas, pero sí el “real”, impuesto por la fuerza vital de lo cholo— estas Claudinas, altivas, aunque vulgares, son capaces de superar los imperativos de la tradición familiar, doblegando a los señoritos y echando por tierra su espíritu hispano. La relación entablada entre los personajes de estas novelas expresa, pues, su naturaleza pseudomorfótica, es decir, la quiebra del espíritu aristocrático y la victoria final de la esencia india. Pero, como veremos de inmediato, el conflicto identitario es más profundo, porque las obras contienen dos textos incompatibles: uno, visible, que afirma la supremacía del cholaje como identidad local, es el texto modernizador que se sustentaba en el encholamiento; el otro, invisible, silencioso y secreto, trae al presente viejas formas europeas de figuración que hacen peligrar la “fuerza germinal” que Romero encuentra en el avance social planteado en las novelas de costumbres.
La mirada sociológica se aferra al estado naciente de un proceso histórico que más tarde culminaría en un nuevo proyecto social, gracias al movimiento progresivo de la historia. Es el mobilis, el trayecto de la nueva identidad a la que apuesta la lectura de Romero. Pero dicha mirada pasa por alto el hecho de que también existe, escondido en el interior de las novelas, el movimiento figurativo inverso, el in mobile que conflictúa el proceso lineal identitario con la mutación de figuras que, ancladas silenciosamente en el pasado, se originan en lo más rancio de la tradición hispana, conflictuando los logros modernizadores del encholamiento. En esta quietud, en este in mobile, yace la osamenta que, bajo la superficie de las peripecias, revela los silencios de las novelas, y abre la posibilidad de que ellas sean abordadas desde sus ausencias.
Hablemos ahora de los mitos que, relacionados con la naturaleza silenciosa de la narrativa de costumbres, subyacen ocultos en el contenido de dichas novelas.
En una de sus recientes obras (2014), el novelista español Antonio Muñoz Molina observa que en el principio de toda ficción están los nombres y la descripción de los personajes. Para el escritor andaluz, equivocarse en el nombre es condenar a un personaje a la inverosimilitud. Un nombre no es una etiqueta ni un símbolo, sino un acorde que despierta en el lector resonancias sutiles. Todo escritor se desliza impremeditadamente hacia la ficción. Organiza series meticulosas de hechos comprobables e introduce en ellas, tentativamente, datos ficticios, nombres que aluden a alguien no exactamente inventado, porque tienen una base real, construida con pormenores muy ricos, pero que mezclan rasgos de varias personas más o menos parecidas y los envuelven en retratos por completo arbitrarios, hechos en parte de recuerdos y en parte de fabulaciones caprichosas y de cosas leídas en los libros. Debido a ello, la fantasmagoría tiene lugar desde el principio de toda novela.
Lo descrito por Muñoz Molina también se aplica a la narrativa costumbrista. Las Claudinas son figuraciones que reúnen imágenes de la cultura occidental que alejan a estos personajes de la realidad. Estas imágenes transportan al presente a importantes seres mitológicos que provienen de la tradición grecolatina. Se produce, entonces, el hecho inusitado de que los personajes dejan de ser actuales para ingresar en una cadena de mutaciones que los retrotraen a un imaginario occidental que problematiza su naturaleza. De esta manera, la narrativa costumbrista guarda el secreto de que la primacía de la añeja, mítica, identidad occidental, da forma y sentido a los pliegues más íntimos de nuestra singularidad. Así, la regresión de las figuras concluirá mostrándonos su silenciado tema de origen: el mito del homo sylvestris y de la femina agrestis.
Las novelas de costumbres manifiestan la asombrosa continuidad del mito del homo sylvestris que, habiendo mutado con el paso del tiempo, sigue siendo, sin embargo, la osamenta inmemorial de la trama de muchas de estas novelas. Como observara el antropólogo mexicano Roger Bartra, en uno de sus estupendos estudios sobre la mutación de lo salvaje (1997), el salvaje europeo sólo existe como mito. Cabría añadir que se trata del poderoso argumento de que la otredad es un hecho imaginario, figurado, independiente del conocimiento de los otros. Como resultado de esta mutación, el mito del salvaje europeo alberga un terreno abonado por significados encontrados. Puede así verse que en la representación ideológica que se advierte en la novela del cholaje la evolución de la moderna identidad nacional, a la par que el asentamiento de la singularidad local, están en abierto conflicto con la figuración que involuciona y nos devuelve a lo más oculto del etnocentrismo occidental, de su nunca superada dominación colonial. Porque la involución salvaje es la más profunda y sorprendente alteración del sentido latente de las novelas costumbristas: el proceso modernizador de la cholificación.
Finalmente, vale la pena hacer notar que la novela costumbrista también muestra el problemático retorno al estado de naturaleza. Este tema o motivo literario parece no ser de mayor importancia porque aparece brevemente en las novelas. Mencionado y silenciado, dicho motivo va estrechamente ligado, sin embargo, a las desventuras de los antihéroes locales. El comportamiento de estos personajes parece desdecir el de Robinson Crusoe, admirado ejemplo que Jean-Jacques Rousseau recuperara de la novela de Daniel Defoe. En efecto, los narradores ponen en boca de sus señoritos desvalidos palabras de alabanza para Rousseau, pero ellos no se comportan como el modelo humano que el filósofo idealiza. No son, pues, el pujante e industrioso homme sauvage de Rousseau, sino unos seres desorientados, temperamentalmente salvajes, cuyo retorno al campo representa una derrota que no puede confundirse con la conexión que Rousseau establecía entre el retorno al estado de naturaleza y la industriosa soledad del individualismo radical que originara, más tarde, al homo economicus del siglo XIX. Los personajes novelados son, por el contrario, seres imaginarios que involucionan al estado salvaje del homo sylvestris medieval.
Convengamos en que los arielistas bolivianos recuperaron de Rousseau la convicción de que la fuente del mal no estaba en el estado de naturaleza, sino en el desmedido progreso y en el desenfreno de la modernidad. Pero los personajes masculinos de sus novelas no sirven de modelo para acciones y pensamientos. Tampoco representan al solitario, introspectivo e industrioso Robinson, capaz de silenciar las pasiones. Todo lo contrario, los personajes bolivianos son figuraciones que enardecen con su actuar beodo, grosero, próximo al salvajismo, la irredención de los grossi bestioni del salvajismo medieval. Nada sucede con los señoritos de la narrativa costumbrista que nos aproxime al mito fundador de la modernidad. Y, por ende, alejados de la utopía fundadora del Robinson anglosajón, no queda clara de qué manera la relación de estos señoritos con las Claudinas, también mutaciones de las originales femina agrestis, estuviera en vías de construir realmente el nuevo proyecto nacional. Todo lo contrario, los personajes repiten el desprecio arielista por la vanidad metropolitana; su desconfianza en el librecambismo mestizo-criollo. Del mismo modo en que Rousseau se obsesionaba con las consecuencias psíquicas de la desigualdad, y peleaba con complejos sentimientos de envidia, fascinación, repulsión y rechazo del ensimismamiento de las élites, los escritores bolivianos dudaban de que la nueva política liberal, impuesta a principios del siglo XX, pudiera curar los males de la desigual sociedad mercantilizada. Como Rousseau, los cultores del modernismo también afirmaban que una sociedad construida sobre valores fiduciarios no era capaz de forjar la necesaria armonía moral que requería una joven nación como la boliviana. Quizás por ello, los escritores bolivianos eran inadaptados que, en lucha con el medio social, se aferraban al proceso de cholificación con el mismo tono rebelde que los llevaba a denunciar el “filisteísmo” y la “barbarocracia” liberales.
Pero volviendo a los motivos literarios que conflictúan las representaciones que emanan del análisis del crítico momento histórico por el que pasaba Bolivia, me pregunto, finalmente, si los temas más importantes de la novela costumbrista —la fuerza del cholaje y la debilidad del criollaje— se reducen a ser copias imitativas de la realidad o si, por el contrario, pasan a ser temas conflictuados por motivos literarios autónomos que, escondidos en el contenido, vuelven al presente gracias a la imaginación del autor. Al negar el carácter meramente imitativo de la realidad, hallo en las novelas de los arielistas de principios del siglo XX la presencia de modelos que fueron el resultado de una cadena de mutaciones que, como crítico, me veo impelido a explicar.
De igual manera en que estas novelas experimentan a lo largo de su trama la tensión entre la forma y la materia, también plantean un final problemático que las aparta del convencimiento histórico en el que la seguridad de las interpretaciones sociológicas suele caer. Estas interpretaciones olvidan el hecho de que toda novela es un “arte de límites” que puede perfectamente concluir con un “colorín colorado, este cuento se ha acabado”, o deseándole al lector, como lo hace una importante novela colombiana sobre sicarios, que “te vaya bien, que te pise un carro o que te destripe un tren”. En otras circunstancias, como les sucede a las novelas que estamos investigando, los autores dejan que ellas se abran a la especulación de acontecimientos imaginarios que siguen siendo socialmente inciertos. A ello se debe el que dichas novelas no concluyan con el reposo o la absolución, y que el porvenir parezca devorar mucho más de lo que dan a entender al finalizar de leerlas. De este modo, la ficción continúa allí donde el contenido novelesco concluye, porque uno, intruso en casa cerrada, quiere seguir imaginando cómo serán los hijos de los personajes: ¿superarán su condición agreste? ¿Serán industriosos ciudadanos o quedarán reducidos al estado de naturaleza? Las respuestas ya no dependen exclusivamente del análisis sociológico, limitado a estudiar el “proceso de cholificación”. Por el contrario, ellas deberán tomar en cuenta la fantasmagoría que se esconde detrás de los personajes, para cuestionar y fijarle límites al contenido de lo narrado. Porque esos aparecidos, esos seres olvidados y silenciados que retornan al presente, son la osamenta, el sedimento mitológico que, cual rescoldo del pasado, viaja en el tiempo para darle una forma problemática a la novela costumbrista.