Introducción
En este artículo se analiza el proceso de configuración del campo de estudio de la ecología política latinoamericana. A través de metodologías cualitativas de investigación, se llevó a cabo un rastreo de procesos (Falleti y Mahoney 2016) por medio del cual fue posible la identificación de nexos, articulaciones e hitos en dinámicas sociales-políticas-académicas, paralela a una amplia revisión de literatura especializada en temas de ecología política en diferentes disciplinas de las ciencias sociales.
Afirmo que la configuración del campo de estudios surge de la intersección entre dinámicas sociopolíticas y académicas en dos momentos fundamentales: en un primer momento, se decantan las principales líneas de análisis, donde las proposiciones teórico-empíricas se imbrican al activismo y compromiso político de sus principales representantes con procesos específicos; en un segundo momento, se produce la formalización académica y el ensanchamiento del campo de estudios, con nuevas preguntas que se inscriben en el contexto geopolítico global de cambio climático y transición energética, donde destacan nuevas agendas de investigación transversales en su aporte a la discusión internacional. Así mismo, la formalización y especialización del campo de la ecología política latinoamericana, con ejes transversales de análisis, es el resultado no planeado de dinámicas sociopolíticas como “efecto acumulativo” (Pierson 2004) de múltiples procesos sociales, que convergen en este momento cuando la apropiación, uso y distribución de los recursos naturales que hagan viable la transición energética se ha convertido en el centro de las dinámicas geopolíticas a escala global, agudizando las contradicciones sociales locales y globales.
En la primera parte presento la discusión acerca de la definición de la ecología política, seguidamente trazo la trayectoria del campo de la ecología política latinoamericana proponiendo dos momentos de constitución con dinámicas diferenciadas, y finalizo con unas conclusiones analíticas.
Definiendo la ecología política
Desde que fue nombrada por primera vez en la obra de Eric Wolf en 1972, las investigaciones en ecología política han tenido un crecimiento sostenido, aunque su definición y delimitación siguen siendo objeto de debate y controversias debido a su carácter interdisciplinar. A pesar de lo difícil de establecer una definición (Robbins 2012: 7), autores de muy diversas perspectivas han dado vida a un campo de investigación enriquecido que ofrece posibilidades variadas de profundización y acción.
En primera instancia, las publicaciones sobre ecología política en la década de los setenta comparten como característica común su influencia marxista, el carácter reactivo frente a lugares comunes establecidos dentro de la academia y, por otro lado, el debate ambiental en la esfera pública generado a partir de la obra de Rachel Carson “Primavera silenciosa” en 1962. Wolf, al igual que otros antropólogos, discutió los presupuestos de las posturas maltusianas de la ecología cultural, demostrando la influencia de los procesos capitalistas globales en las culturas y los entornos humanos locales (Roberts 2020:5); por su parte, los economistas pusieron el acento en la crítica ecológica de la racionalidad económica (O’Connor 1998; Martínez-Alier 1994).
En 1987 Blaikie y Brookfield propusieron una definición de ecología política que combinaba las preocupaciones de la ecología con la economía política definida en sentido amplio, “abarcando la dialéctica en constante cambio entre la sociedad y los recursos basados en la tierra, y también dentro de las clases y grupos dentro de la sociedad misma” (Blaikie y Brookfield 1987: 17). Aunque el legado de Blaikie y Brookfield tuvo gran influencia en un amplio conjunto de investigaciones, al iniciar la década de los noventa Agarwal (1992) al igual que Donald Moore (1993, 2003) y otras, promovieron el debate posestructuralista en la ecología política, al criticar el “legado estructural” y proponer una mayor atención en la capacidad de agencia de los actores locales, que tuvo un gran desarrollo en investigaciones posteriores (Rocheleau et al. 1996).
Para Joan Martínez-Alier la ecología política explica los conflictos eco- lógicos distributivos que son “los patrones sociales, espaciales y temporales de acceso a los beneficios obtenibles de los recursos naturales y a los servicios proporcionados por el ambiente como un sistema de soporte de la vida” (Martínez-Alier 2004: 104-105). Esta definición ha sido tal vez una de las más influyentes en los estudios de ecología política con diversos matices, como la que propone Watts (2000), para quien la ecología política trata de “comprender las complejas relaciones entre la naturaleza y la sociedad a través de un análisis cuidadoso de lo que se podría llamar las formas de acceso y control sobre los recursos y sus implicaciones para la salud ambiental y los medios de vida sostenibles” (Watts 2000: 257). La ecología política como campo de estudio no pretende detentar el monopolio del estudio de la relación sociedad-naturaleza (Watts 2015: 8), su importancia radica en constituirse en aquella intersección interdisciplinaria necesaria, entre las diferentes especialidades disciplinares de las ciencias sociales que han delineado genealogías en diálogo, discusión y retroalimentación permanente.
Como bien señalaba Héctor Alimonda, el análisis de las relaciones de poder que median la relación sociedad-naturaleza está entretejido con la reflexión sobre la democracia, la justicia ambiental, los derechos humanos y la ciudadanía (Alimonda 2002: 9). En ese sentido, definía la ecología política como:
el estudio de las articulaciones complejas y contradictorias entre múltiples prácticas y representaciones (incluyendo diferentes sistemas de conocimiento y dispositivos topológicos), a través de los cuales diferentes actores políticos, actuantes en diferentes escalas (local, regional, nacional, internacional) se hacen presentes, con efectos pertinentes y con diferentes grados de legitimidad, colaboración y/o conflicto, en la constitución de territorios y en la gestión de su dotación de recursos naturales” (Alimonda 2011: 47).
Tal y como lo explica la teoría política en su muy largo trayecto de constitución y consolidación, todas las relaciones políticas, relaciones de poder, siempre van a remitir en términos teóricos y prácticos a las diferentes formas, consensuadas, conflictivas o pactadas, de distribución de recursos (bienes y/o servicios) y libertades (de hacer y/o de no interferencia), que trazan los equilibrios entre reconocimiento y redistribución, esto es, aquellas que definen quién tiene garantizado el goce de algo en cualquier relación social: pareja, familia, comunidad, organizaciones estatales, etcétera.
A escala macroestructural las organizaciones estatales son la principal forma de ordenamiento de estos equilibrios distributivos que son siempre provisorios, ya que están sujetas a reajustes que se resuelven, se disputan y se redistribuyen permanentemente (Hincapié 2014). Estas contradicciones, disputas o pactos por la consecución de recursos y libertades han estado presentes en la historia de la humanidad, con muy diferentes acuerdos distributivos que han modelado nuestros formas de organización institucional: desde las tribus nómadas, los emprendimientos colonizadores con sus formas esclavistas, invasión o conquista de nuevas fronteras, hasta este siglo XXI donde las tierras disponibles escasean, así como la distribución de bienes y servicios de la naturaleza es cada vez más intensa y competitiva (North et al. 2009). De acuerdo con lo anterior, la ecología política estudia los arreglos, disputas, pactos o formas de regulación de recursos y oportunidades para la apropiación, uso, aprovechamiento y distribución de los bienes y servicios de la naturaleza, en las diversas escalas (locales, estatales, regionales, globales) y trayectorias históricas.
Agenda clásica de la ecología política latinoamericana: linajes de la efervescencia sociopolítica
Sin lugar a dudas, uno de los grandes legados de Héctor Alimonda a la academia latinoamericana fue el establecer una primera base de trabajo conjunto entre autores e investigadores latinoamericanos en el Grupo de Trabajo de Ecología Política del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso). Las primeras publicaciones que fueron coordinadas por Alimonda, “Ecología política: naturaleza, sociedad y utopía” (2002), o “Los tormentos de la materia. Aportes para una ecología política latinoamericana” (2006), permitieron juntar personalidades con trayectorias individuales distintas, pero todos comprometidos con los procesos sociopolíticos regionales que marcaron los derroteros epistemológicos de la ecología política latinoamericana.
En estos primeros trabajos Enrique Leff ya señalaba esta confluencia heterogénea de investigadores, organizaciones y movimientos que, respondiendo a sus propios contextos y realidades, estaban construyendo mucho más que un campo disciplinar o una etiqueta académica:
La ecología política en América Latina se alimenta de perspectivas provenientes de la filosofía, la epistemología, la ética, la economía, la sociología, el derecho, la antropología y la geografía, por autores y movimientos sociales que, más allá del propósito de ecologizar el pensamiento y la acción, están confluyendo en la arena política y en el estudio de las relaciones de poder que atraviesan al conocimiento, al saber, al ser y al hacer. Muestra de ello son, entre otras, la ambientalización de las luchas indígenas y campesinas en nuestra región y la emergencia de un pensamiento ambiental latinoamericano que aportan una reflexión propia sobre estos temas y procesos (Leff 2006: 37-38).
Esta forma de actuar se dejaba percibir en pronunciamientos conjuntos como el “Manifiesto por la vida. Por una ética para la sustentabilidad”, firmado por el Grupo de Trabajo de Ecología Política reunido en 2003, que se pronunció frente a la Conferencia de Johannesburgo sobre Desarrollo Sostenible de la ONU. Este manifiesto expresó los urgentes llamados desde el sur global y específicamente desde América Latina, ante el incremento exponencial del metabolismo social y el gasto energético, derivado de nuestras formas de vida, unido a los conflictos socioambientales irresueltos en las formas de apropiación y uso de los bienes y servicios de la naturaleza.
Esta apuesta intelectual fue la “decantación” y “escenificación” en el plano académico del análisis de procesos y compromiso político, con movimientos y organizaciones sociales que llevaban décadas de acción colectiva a todo lo largo y ancho del continente. Del mismo modo, este “primer momento” de configuración del campo de la ecología política latinoamericana sintetiza y condensa diversas perspectivas de análisis sobre el aprovechamiento de los recursos naturales en la coyuntura particular de cambio de siglo, caracterizada por la emergencia de gobiernos denominados “progresistas”, sostenido aumento de los precios de las materias primas y auge de dinámicas neoextractivistas que agudizaron viejas contradicciones y abrieron la frontera de nuevos conflictos sociales (Svampa 2017).
Dos procesos sociopolíticos profundamente imbricados durante las décadas de los setenta y los ochenta marcaron el derrotero político-intelectual, y se constituyen en los antecedentes fundamentales sobre los cuales se erigió, lo que podemos denominar, la “agenda clásica” de la ecología política en América Latina. Por un lado, la discusión teórico-política de la élite intelectual que dio origen a las teorías de la dependencia, con André Gunder Frank, Theotonio Dos Santos, Henrique Cardoso y Enzo Falleto, que controvirtieron las teorías de desarrollistas de la modernización hegemónicas. Por otro lado, las aportaciones de los estudios sociológicos y antropológicos sobre colonialidad, que en el siglo XX se remontan a los trabajos pioneros de José Carlos Mariátegui (1928), y más adelante, de Pablo González Casanova en La democracia en México (1965) y Rodolfo Stavenhaguen en sus Siete tesis equivocadas sobre América Latina (1965), los cuales explicaron las bases que reproducen el colonialismo interno, abriendo una gran veta de investigación que continúa hasta hoy.
Otro antecedente importante de tipo social fue la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Medellín en 1968, donde se discutió la puesta en práctica de la doctrina del Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta reunión tuvo una gran influencia en el clero de base, como también en la jerarquía eclesial, especialmente en la amazonia brasileña. Apenas iniciando la década de los setenta los obispos de la región fueron de los primeros en pronunciarse públicamente en contra del neocolonialismo depredador, incipiente aún, de grandes terratenientes, así como diversas funciones extractivas que estaban destruyendo los ecosistemas, desplazando y violentando las comunidades étnicas de la región.
De entre el clero presente en la amazonia destacó enormemente la figura de don Pedro Casaldáligas, el “obispo poeta”, un catalán que llegó a Matto Grosso en 1968, fue ordenado obispo en 1971 y cuya primera carta pastoral se llamó “Una Iglesia de la Amazonia en conflicto con el latifundio y la marginación social”. Casaldáligas contribuyó de manera decisiva en la formación de la Comisión Indigenista Misionera CIMI (1972) y la Comisión Pastoral de la Tierra (1975), dos organizaciones sumamente importantes en la exigencia de reforma agraria, protección de bosques y tierras de los pueblos indígenas brasileños. El continuador más importante de este legado fue Leonardo Boff (1996) quien, como ecologista militante desde su vocación cristiana, sigue siendo hoy una figura importante del debate de la ecología política latinoamericana.
Durante la década de los ochenta estas dinámicas organizativas acompañaron la formación de las grandes organizaciones indígenas que hasta hoy defienden los derechos de los pueblos, tierras y territorios de la panamazonia latinoamericana: la Coordinadora Regional Indígena del Cauca (CRIC), creada en 1971, la Organización Colombia (ONIC), en 1982, la Organización Indígena de Antioquia (OIA), en 1985, la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confenaie), en 1980, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), en 1986, la Asociación Indígena de la Selva Peruana (Aidesep) en 1979, la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonía Brasileña (COIAB) en 1989 y la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) en 1984, entre otras (Hincapié 2022a: 24-25).
La valoración de los saberes ancestrales con sus formas culturales, que aún hoy se conserva en comunidades étnicas, inauguró toda una línea de estudios sobre interculturalidad y patrimonios bioculturales (Posey 1995; Stavenhaguen, 2010; 2013). Desde aproximaciones antropológicas y sociológicas los estudios y la acción colectiva contribuyeron a la reivindicación de las formas “otras” de habitar el mundo y relacionarse con la naturaleza. Esos “otros” que fueron marginados desde la Colonia, con sus saberes, imaginarios y sentidos de lo común pero que no desaparecieron y que perviven, constituyéndose a finales del siglo XX en una mirada alternativa a los problemas del mundo, especialmente en los debates sobre sustentabilidad y conservación (Leff 2006, 2019). En México destacan autores que fueron pioneros en estas discusiones en los espacios universitarios, como las investigaciones sobre etno-ecología promovidas por Víctor Toledo (2006; Toledo y Barrera-Bassols 2008). Del mismo modo, el trabajo de Arturo Escobar estableció un importante diálogo crítico frente a las concepciones del desarrollo y los modelos económicos institucionales poco proclives al diálogo intercultural y al reconocimiento de “saberes otros” (Escobar 1995).
Para profundizar en las ideas sobre colonialidad, fueron los trabajos de Aníbal Quijano (1988, 2000), Edgardo Lander (2000), Enrique Dussel (1992; 2015) y Arturo Escobar (2007), entre otros, quienes propusieron el programa conocido como “Modernidad/colonialidad” abriendo una línea de estudios sobre (Des)colonialidad(es) y neocolonialidad que se ha constituido en un amplio y popular campo de estudios extendido en muy diferentes vertientes (Ruffer 2022).
Particularmente, en lo referente a la ecología política, Héctor Alimonda, desde la historia ambiental, avanzó en investigaciones interesadas en subrayar el “trauma colonial” latinoamericano y sus quinientos años de colonización y despojo a que fueron sometidas las comunidades aborígenes, tierras y territorios de lo que hoy llamamos América (Alimonda et al. 2009). El análisis permite caracterizar la permanencia de esta estructura subyacente de raíz colonial, que se adapta a los cambios y transformaciones sociopolíticas, como es el proceso de globalización, y permite la reproducción, con matices, de los mismos esquemas distributivos que se expresan en los tratados de libre comercio, provocando mayor reprimarización de las economías, concentración y extranjerización de la propiedad de la tierra, entre otros (Machado-Araoz 2013).
Uno de los hitos que marcó la visibilidad regional y global sobre estos procesos sociopolíticos se desarrolló en la Cumbre de la Tierra en 1992 en la ciudad de Río de Janeiro, donde las comunidades indígenas, movimientos ambientalistas, organizaciones estatales y sociedad civil por primera vez tuvieron gran protagonismo. Es importante subrayar como antecedente institucional fundamental a la Cumbre de la Tierra, la resolución del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, donde se reconoció el derecho de los pueblos a la consulta previa, libre e informada sobre cualquier proyecto en sus tierras y territorios.
Paralelamente a los debates sobre interculturalidad, patrimonio biocultural y (des)colonialidad, se desarrolló toda una línea de investigación sobre lo que hoy denominamos “economía ecológica” en América Latina, que encuentra en la teoría de la dependencia los referentes básicos de la cual parten sus principales presupuestos. Esta discusión de raíces marxistas avanzó hacia la ecología política, cuando investigadores incorporaron el análisis sobre el metabolismo social y las consecuencias ecológicas/ambientales del patrón de acumulación capitalista, que los primeros teóricos de la dependencia no examinaron específicamente. Enrique Leff (1986) fue el primero en puntualizar este debate en la década de los ochenta, a través de su libro Ecología y capital, proponiendo una mirada ambiental del desarrollo desde la crítica marxista. Del mismo modo, el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Uruguay, encabezado por Eduardo Gudynas, ha aportado bastos análisis, en una prolífica obra con propuestas conceptuales, miradas regionales y comparativas (Gudynas 2014, 2017, 2020).
La centralidad del debate de la economía ecológica está cimentada en la expansión del extractivismo con sus graves efectos medioambientales y sociales, así como la indiferencia ideológica en las políticas extractivistas estatales, caracterizada por Maristella Svampa como “el consenso de las commodities” (2013). Además de las críticas a los modelos de desarrollismo extractivista (Svampa y Viale 2014), es importante mencionar el esfuerzo que se ha venido haciendo en pensar y diseñar estrategias posibles, sostenibles y políticamente concretas, que marquen rumbos post-extractivistas. En esta tarea han contribuido investigadores y diversas organizaciones como Alberto Acosta en Ecuador (Acosta 2009; Acosta y Brand 2017), José Antonio de Echave (2011) y el trabajo de todo el equipo de CooperAcción en Perú, la Red Peruana por una Globalización con Equidad (RedGE), entre otros. Desde el debate académico, la Sociedad Mesoamericana de Economía Ecológica ha convocado investigadores especialistas en el área, donde destacan figuras como la de David Barkin, quien por décadas ha llevado a cabo investigaciones que problematizan la racionalidad económica capitalistas proponiendo enfoques alternativos desde visiones ambientales y ecológicas (Barkin 1998; Barkin et al. 2012). Una mirada panorámica y actual de la economía ecológica latinoamericana, donde se profundiza sobre los temas asociados al metabolismo social, la deuda ecológica y los pasivos ambientales, así como proyectos alternativos que se encuentran en Azamar y Carrillo (2017) y Azamar et al. (2022).
Como respuesta a este escenario de profundización de las dinámicas neoextractivas, se incrementaron de manera exponencial los conflictos socioambientales protagonizados por parte de comunidades locales, organizaciones sociales y comunitarias, quienes han denunciado, resistido y construido procesos de acción colectiva en defensa de sus territorios y ecosistemas. El dinamismo de la defensa eco-territorial, con sus procesos organizativos, ha sido estudiado a través de amplios conjuntos de trabajos sobre conflictos socioambientales y procesos de justicia ambiental desarrollando caracterizaciones, análisis comparativos y contextualizaciones sobre los conflictos sociales derivados de los patrones ecológico-distributivos; abundantes estudios de caso con miradas analíticas donde convergen las teorías clásicas de los conflictos sociales, con las teorías de los movimientos sociales y la acción colectiva (Delgado 2013; Guimaraes y Pérez 2016; Alimonda et al. 2017).
Es importante recordar que las investigaciones sobre justicia ambiental retoman los trabajos de Robert Bullard (1990) y se inscriben en las dinámicas del movimiento de justicia racial iniciado en Estados Unidos. Acselrad en Brasil retomó la perspectiva de justicia ambiental que unió a las discusiones sobre economía ecológica con un fuerte énfasis distributivo, analizando lo que denominó la “ambientalización de los conflictos sociales” (Acselrad 2004, 2009). Gabriela Merlinsky en Argentina ha desarrollado una línea de trabajo y una propuesta teórica para el análisis de los conflictos socioambientales de carácter popular y justicia ambiental “desde abajo” (Merlinsky 2014, 2021). Estos estudios han apoyado y nutrido redes colaborativas de documentación y observatorios como el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL) y, en el ámbito global, el Atlas de Justicia Ambiental (EJATLAS) de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Hasta aquí podemos sintetizar este primer momento de configuración del campo de la ecología política latinoamericana, donde se delinearon sus contornos fundamentales a través de cuatro líneas de investigación principales: 1) interculturalidad y patrimonios bioculturales; 2) (des)colonialidad(es) y neocolonialismo; 3) ecología económica o economía ecológica; 4) conflictos socioambientales y justicia ambiental. La característica principal de constitución del campo de la ecología política latinoamericana radica en la vinculación íntima entre los debates académicos-políticos-intelectuales y procesos sociales de carácter popular, especialmente con acciones colectivas de organizaciones sociales, comunitarias, étnicas y campesinas, en particular vinculadas a las dinámicas neoextractivas características de los últimos treinta años en la región.
Nuevas agendas: análisis transversales en las dinámicas sociopolíticas del cambio climático y la transición energética
Durante la última década asistimos a un proceso de consolidación y ensanchamiento del campo de la ecología política latinoamericana, como un “segundo momento” de configuración, cruzado por las tensiones de coexistencia conflictiva entre el carácter comunitario-movimientista-activista en las teorías, enfoques y prácticas investigativas características del “primer momento”, con los procesos de institucionalización, formalización académica, análisis transversales y otros enfoques disciplinares que incorporan nuevas preguntas de investigación. Aunque se mantienen los elementos estructurantes teórico-metodológicos de la “agenda clásica”, la consolidación del campo de la ecología política está cimentada en la centralidad de la discusión pública local-regional-mundial por la agudización de las contradicciones sobre la apropiación, uso y distribución de los bienes y servicios de la naturaleza, o recursos naturales, en el contexto de cambio climático e inminente transición energética global.
Esta agudización de las contradicciones se expresa también en el ámbito académico-investigativo del campo de la ecología política. Las dinámicas sociopolíticas han ensanchado la complejidad de los procesos; las interdependencias de nuevos actores, escenarios y marcos de acción han obligado, incluso desde los propios protagonistas, miradas transversales con lentes que no formaban parte de la “agenda clásica” de investigación.
Con la profundización de las dinámicas extractivas en Latinoamérica, la reivindicación de los derechos humanos se ha convertido en una importante estrategia de movilización y acción colectiva a nivel regional, que ha logrado articular muy diversas demandas que cuestionan y exigen un cambio en la trayectoria predatoria de los bienes y servicios de la naturaleza (Hincapié 2022b). Las reivindicaciones por los derechos de los pueblos indígenas a la consulta previa, libre e informada (Puyana 2016), la exigencia de reparación por los daños al medioambiente, provocados por la acción de empresas extractivas, y la defensa de “bienes comunes” (Losekann 2016, 2022; Roca-Servat y Perdomo 2020; Hincapié 2022c; Hincapié y López, 2016) son apenas algunas de la amplia gama de motivaciones que articulan la defensa de los derechos humanos y el medioambiente en América Latina.
La exigencia de derechos políticos a la participación ambiental y en el desarrollo territorial local, a través de consultas populares locales y consultas previas, han promovido procesos exitosos de movilización socioambiental analizados en diversas investigaciones. La consulta popular local se constituyó en el más importante mecanismo de un repertorio de movilización y activación de derechos ciudadanos, extendido desde Argentina hasta Guatemala, en defensa del medioambiente y en oposición a megaproyectos extractivos (Hincapié 2017; Wagner, 2019).
La manera en que los derechos humanos ligados al medioambiente han abierto nuevas fronteras transversales de análisis se manifiesta en la importancia que ha cobrado el activismo trasnacional, el aumento de litigios climáticos y movilización sociojurídica, que subraya la responsabilidad extraterritorial de Estados y empresas por las graves violaciones a los derechos humanos en la imposición de megaproyectos extractivos, la impunidad y corrupción pública y privada que favorece la depredación medioambiental, la persecución, estigmatización y violencia en contra de comunidades, activistas defensores y defensoras de derechos humanos medioambientales, entre otros (APRODEH et al. 2018, Hincapié 2018; Global Witness 2022).
En el ámbito estatal se han desarrollado amplios marcos explicativos que defienden los derechos de la naturaleza y los derechos bioculturales, como parte fundamental de cambio en los patrones de socialización y organización política medioambiental necesaria para la realización de los derechos humanos más básicos en su integridad (Acosta y Martínez 2012; Martínez 2014). En este desarrollo teórico se articulan, de manera transversal, los derechos de los pueblos, las reivindicaciones sobre diálogo intercultural y la revaloración del patrimonio biocultural como patrimonio común de la humanidad.
Muestra de la vanguardia y características particulares del dinamismo de la agenda en la región han sido las transformaciones institucionales con la incorporación de derechos de la naturaleza, Pachamama o Sumak Kawsay de las constituciones de Ecuador y Bolivia (Gudynas 2014). En Colombia, la movilización sociolegal ha dado como resultado una amplia doctrina jurisprudencial en torno al reconocimiento de derecho al medioambiente sano y “derechos bioculturales”, en el reconocimiento de los pueblos como tuteladores de diversos ecosistemas de importancia como ríos, páramos, parques naturales, que se extiende también a la ciudadanía interesada, como una estrategia de acción colectiva y expansión de la consciencia ambiental.
A través de un amplio acumulado de investigaciones ligadas al activismo y la participación, se ha detallado el protagonismo de redes de organizaciones locales, étnicas y comunitarias en toda la región, que han liderado la defensa de los territorios y territorialidades. Algunas de las más representativas son las coordinadoras de organizaciones indígenas como COICA y APIB, La Vía Campesina, la Red de Guardianes de Semillas, la Alianza Biodiversidad, entre otras (Ribeiro 2020; Hincapié y Verdugo 2020). En todo este proceso las mujeres, sus organizaciones y colectivos, se han convertido en protagonistas emergentes con gran capacidad de liderazgo. Organizaciones ecofeministas, mujeres de comunidades étnicas que lideran la defensa de sus territorios, mujeres que promueven ciudades sustentables, feministas y ambientalistas en la gobernanza ambiental urbana y global, otras que encabezan procesos de transformación y propuestas de solución a graves problemas medioambientales como las llamadas “zonas de sacrificio” (Bolados y Sánchez 2017; Gabbert y Lang 2019; Donato et al. 2017).
Algunas luchas territoriales han llevado al “enraizamiento” de las dinámicas, donde colectivos feministas y diferentes formas de comunitarismos han radicalizado sus posiciones frente a lo que consideran extractivismo de muy diferentes tipos, incluyendo los estudios e investigaciones académicas cuando no están ancladas en procesos de participación directos o compromisos militantes (Cruz y Bayón 2020; Cabnal 2017). Estas investigadoras y activistas, feministas, decoloniales o poscoloniales, se nutren y recogen las discusiones sobre colonialidad, feminismos étnicos, críticos y comunitarios como articulación de saberes “otros” y narrativas contrahegemónicas (García-Torres et al. 2017, Mora et al. 2021).
Investigadoras como Astrid Ulloa, especialmente con mujeres de comunidades indígenas, han aportado elementos de análisis de feminismo ambiental y lo que denominan “feminismos territoriales” (Ulloa 2016, 2020). En México, Margarita Velásquez y Verónica Vásquez han encabezado importantes trabajos al respecto, integrando diversas perspectivas en la articulación entre feminismo y ecología política o “feminismo socioambiental” (De Luca et al. 2020). Otras investigaciones profundizan en (y promueven) las dinámicas del feminismo ecoterritorial y muchas otras formas de asociación y acción colectiva frente a dinámicas extractivas, la ética del cuidado medioambiental y de nuestros propios cuerpos en toda América Latina (Vega et al. 2018; Zaragocín 2019).
A escala internacional las audiencias públicas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en especial durante la última década, han sido un escenario de convergencia y activismo transnacional, donde organizaciones sociales y comunidades de toda la región han tejido redes de coordinación y acción (Hincapié 2018). Las acciones colectivas reforzadas con estos dispositivos institucionales del multilateralismo global han permitido, a través de intensas luchas, algunas conquistas sociales en términos de reconocimientos de tierras y territorios ancestrales, suspensión de licencias a megaproyectos en ecosistemas estratégicos considerados sagrados para diversas comunidades.
En otro sentido, los análisis en ciencia política sobre la gobernanza ambiental en América Latina han hecho énfasis en las dinámicas locales-estatales, profundizando en estudios de caso sobre participación local y gestión estatal de los conflictos socioambientales (Vizeu et al. 2020; ONU Medio Ambiente y Cepei 2018; De Castro et al. 2015). El análisis de procesos hidrosociales, las políticas públicas ligadas al derecho al agua, su manejo y políticas de distribución están abonando en una serie de trabajos comparados en el ámbito regional y también promoviendo articulaciones para su estudio e incidencia, como la red Waterlat-Gobacit (Boelens 2015; Castro y Sauri 2020; Rauch et al. 2019).
La centralidad en la discusión pública institucional acerca del alineamiento en las políticas estatales con los objetivos globales ligados a la sustentabilidad, el desarrollo sostenible y el cambio climático con sus procesos de mitigación y adaptación, han hecho del seguimiento, diseño e implementación de políticas ambientales y reglamentaciones en las diferentes actividades públicas y privadas, un área de estudios especializados en crecimiento a través de métodos y teorías propias de la ciencia política (Bárcenas et al. 2020; Cárdenas et al. 2021). Del mismo modo, el cumplimiento de compromisos internacionales relacionados al cambio climático ha obligado el diseño de planes de acción climática para la transición de las ciudades que garanticen reducciones sustantivas en emisiones, y estudios realizados con diferente alcance ponen de relieve la urgencia de la transformación (Baumgartner 2021; Lara, et al. 2017).
En 2023 la gobernanza ambiental del cambio climático y la transición energética han llegado a constituirse en ejes centrales de la discusión sobre gobernanza global y geopolítica internacional, en la disputa por recursos minero-energéticos estratégicos que viabilicen la infraestructura de la transiciones sociales, ecológicas, económicas y digitales en marcha en todo el mundo (Hincapié 2023; Guzowski et al. 2020). El seguimiento y análisis sobre las implicaciones regionales de los regímenes ambientales internacionales, la protección medioambiental y transición energética, la acción climática transnacional, el seguimiento del activismo ambiental y de derechos humanos en las cadenas de suministros y acuerdos económicos, son parte de las nuevas agendas de investigación en constante crecimiento (Hincapié 2022a; Bertinat y Chemes 2020; León et al. 2020). En suma, este segundo momento de consolidación del campo de la ecología política latinoamericana se caracteriza por el análisis transversal, asociado a los grandes desafíos globales en derechos humanos, la gobernanza ambiental global del cambio climático y la transición energética, con perspectivas género-incluyentes hacia las mujeres.
Conclusiones
A través de este artículo hemos analizado la configuración del campo de la ecología política latinoamericana, la cual se ha construido de manera interdependiente a los procesos sociopolíticos de la región y se diferencia de las tradiciones teórico-metodológicas que han delimitado el surgimiento y consolidación disciplinar tradicionales. Se trazaron los ejes teóricos y se presentaron los actores centrales que delinearon los contornos del campo de la ecología política latinoamericana, posicionando el debate sobre las formas de apropiación y distribución de los bienes y servicios de la naturaleza, el territorio donde la vida se escenifica, surge, cobra sentido y significado, así como las diversas territorialidades en conflicto. Identificamos dos momentos fundamentales en la configuración y consolidación del campo: un primer momento “movimientista-activista”, donde las dinámicas sociopolíticas de la acción colectiva ligada a conflictos socioambientales fueron el centro y pilar fundamental de la investigación y análisis desde diferentes marcos de interpretación. Un “segundo momento” de ensanchamiento del campo y profundización de las contradicciones, donde se han radicalizado diferentes vertientes ligadas a procesos sociales-comunitarios concretos, mientras, paralelamente, irrumpen nuevos actores académicos formalizados, con intereses investigativos diversos, asociados a las preguntas y teorías explicativas del institucionalismo, los derechos humanos y el análisis estratégico de la geopolítica global donde se dirimen los intereses asociados a la transición energética, los procesos de intervención y gobernanzas del cambio climático.
Hemos analizado cómo la intersección entre dinámicas sociales, políticas y posicionamiento académico hacen de la ecología política en América Latina un campo rico en procesos de vinculación entre academia y sociedad, orientados a la transformación de realidades y a proponer visiones ligadas a la sustentabilidad, con transiciones justas desde perspectivas redistributivas, donde el respecto de los derechos humanos, los derechos de los pueblos y la equidad de género para las mujeres sean condición ineludible en la construcción de sociedades sostenibles.
Esta relación íntima entre academia y sociedad le da a la ecología política latinoamericana características especiales y vocación de transformación, donde los debates teórico-metodológicos están inscritos en tramas que se extienden más allá de los entornos académicos, e intentan responder y acompañar de manera decidida nuevas lógicas sociopolíticas que pongan la vida en el centro.
Las delimitaciones epistemológicas operan como dispositivos de clasificación, donde los procesos y actores se han complementado y retroalimentado unos a otros, cada vez más, la presencia de los referentes sociopolíticos es más común en las universidades, dialogando y compartiendo, exponiendo sus puntos de vista, con el autoreconocimiento del saber y deconstruyendo los rígidos compartimentos académicos. Todos estos elementos son los que caracterizan un escenario de permanente ebullición y riqueza teórica, analítica y práctica, que intenta responder a los graves problemas sociales irresueltos y a los grandes desafíos que enfrentamos regional y globalmente, lo que hace aún más relevante y pertinente el trabajo de investigación en este amplio campo de estudios interdisciplinar de las ciencias sociales.