Introducción
Durante el primer año de la pandemia de COVID-19, México superó las 185 000 muertes, sobrepasando por mucho el “escenario muy catastrófico” de 60 000 decesos vaticinado por las autoridades de salud en junio de 2020 (Presidencia de la República, 2020) y volviéndolo “el peor país donde vivir durante la pandemia” (Chang et al., 2020, párr. 7). De manera particular, el estado de Nuevo León sufrió una tasa de infección de 1 670 afectados por cada 100 000 habitantes y acumuló un total de 104 620 casos confirmados al 3 de diciembre de 2020, colocándose como el tercer lugar a nivel nacional en casos acumulados y positivos (Secretaría de Salud, 2020; Secretaría de Salud de Nuevo León, 2020).
En paralelo, el número de personas migrantes aumentó de forma inédita en 2018 y 2019 en México y, particularmente, en el mencionado estado. Aunque por definición se trata de un flujo de personas no medido de manera precisa, se pueden consultar los registros de albergues de la sociedad civil y del Instituto Nacional de Migración (INM) para tener una idea de sus dinámicas. La Casa del Migrante Casanicolás -que publica un informe temático cada año- subraya este incremento en su entrega de 2019 con base en los datos del Instituto Nacional de Migración (INM):
[E]n Nuevo León, durante el año anterior [2018], fueron detenidas por agentes del INM 3 742 personas procedentes de Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua; de las cuales 2 748 fueron deportadas y 1 882 “asistidas” en su retorno hacia Centroamérica. Mientras que en 2019 hubo 6 658 personas detenidas por el INM, de las que 4 724 fueron deportadas por la autoridad migratoria y 2 978 fueron “asistidas” para retornar a Centroamérica (Casanicolás, 2020, pp. 23-24).
Algunas organizaciones estiman una cifra de más de 400 000 personas a nivel nacional a lo largo de 2019 (Nájar, 2019). En los estados fronterizos del norte de México, las restricciones sin precedentes impuestas por la administración de Trump aumentaron drásticamente el número de aquellas en espera de la resolución de su situación jurídica (Uribe Salas et al., 2020), llevándolas al estancamiento por la pandemia y el cierre de la frontera.
En consecuencia, dicho periodo coyuntural en México provocó que fueran “pocas las opciones que tienen [los migrantes] para resguardarse y para aplicar las medidas de protección sanitarias frente al COVID-19” (Uribe Salas et al., 2020, p. 3). En este contexto de doble crisis -pandémica y de gobernanza migratoria-, en este artículo se interroga la manera en la que el Estado mexicano respondió a las necesidades sanitarias de las personas migrantes en situación irregular en el país. A través del estudio del caso de Nuevo León, se indaga en el manejo de la pandemia de COVID- 19 y la relación entre el poder y los dispositivos preexistentes de vigilancia y de control de los cuerpos migrantes en el país, con un enfoque en las acciones -tanto las deliberadas como las impensadas- y las omisiones como métodos de dominio político y social, que no solo impiden atender debidamente a las poblaciones migrantes estancadas en México, sino que también vigilan las modalidades de su existencia (y, en los casos más extremos, controlan hasta su muerte).
En este artículo, se plantea la hipótesis según la cual la población migrante ya vivía aislada en la cuarentena de la clandestinidad desde mucho antes de que se declarara una alerta mundial, pero que su precariedad alcanzó niveles inéditos de vigilancia y represión estatal. En efecto, y lejos de señalar un plan premeditado para aniquilar intencionadamente a las personas migrantes, se piensa que una observación atenta de la realidad pone en relieve una coincidencia de mecanismos sociopolíticos de control de su existencia misma, que, analizados en conjunto, provocan una dinámica de fuerte prejuicio a su corporalidad.
Por ello, el presente trabajo pretende analizar la relación que existe entre estas tácticas de acecho, tanto migratorio como sanitario, y las afectaciones a las condiciones de vida de las y los migrantes (que en muchos casos son mortíferas, en el sentido literal de la palabra). A través de un recorrido por acciones, decisiones y narrativas acontecidas en México y en Nuevo León durante la contingencia sanitaria, se destacan los dispositivos de exclusión sanitaria implementados, aunque no necesariamente de manera intencional. Este documento destaca también las capacidades de resistencia individuales y colectivas de los actores migrantes. Así, se abordan las demandas y estrategias que elaboran para emanciparse de las distintas formas de opresión y alcanzar cierta autonomía frente a la biopolítica que los acecha.
Con el fin de describir y cuestionar los mecanismos de poder y la disciplina que marcan la cotidianidad de las personas migrantes, se recurre aquí principalmente a los pensamientos de Michel Foucault y Achille Mbembe, así como a los autores de la corriente crítica italiana Giorgio Agamben y Antonio Negri. Se integra lo anterior a una investigación documental y a dos entrevistas semiestructuradas: la primera realizada en diciembre de 2020 con el Pbro. Luis Eduardo Villarreal Ríos, actor clave y central de la atención no gubernamental a las personas migrantes en el estado de Nuevo León,1 y la segunda, en noviembre de 2021, con el abogado de una organización internacional que acompañó durante la pandemia a personas en movimiento. El actor clave de la segunda entrevista, al poseer un amplio conocimiento en el campo de estudio, permitió corroborar el análisis realizado y ajustarlo cuando era necesario. Cabe subrayar que, a pesar de haber entablado contacto y una primera comunicación con autoridades del sector salud estatal y federal, no se dio seguimiento a la solicitud de tener otras entrevistas.
Después de una breve exposición sobre las teorías de la bio y la necropolítica aplicadas al contexto mexicano, se ofrece un análisis de la patologización y de la criminalización de las poblaciones migrantes, cuya existencia se vuelve desechable al ya no representar ningún activo útil para el sistema neoliberal hegemónico. Finalmente, a través del caso de Nuevo León, se examina la manera en que las políticas de disciplinamiento migratorio y de control sanitario se articulan en un continuum, creando así un necropoder que deja morir al que sobra.
El binomio bio-necropolítica en el contexto migratorio mexicano
Michel Foucault llama biopoder a aquel poder disciplinario preocupado por la administración y el control demográfico de las poblaciones -no de los individuos- pero también por “hacer morir o dejar vivir” (Foucault, 1976, p. 178). El autor refiere al poder del soberano de quitar la vida como un droit de glaive (“derecho de gladius”) (Foucault, 1997, p. 214). Esta potestad consiste alternadamente en donar la vida, dejar vivir y facilitarla o, al contrario, desdonar la vida y condenar a muerte, ya sea de manera directa o simplemente dejándola suceder naturalmente. A su vez, Foucault plantea que administrar, dirigir y controlar el comportamiento humano constituyen el máximo fin del biopoder. Dichas acciones son primordiales en el desarrollo del capitalismo, al permitir la “inserción controlada de los cuerpos” (Foucault, 1976, p. 185) en los procesos económicos.
La biopolítica, definida como el ejercicio del poder sobre el cuerpo y la vida de la población como unidad colectiva y entidad política (Foucault, 1976), se refiere entonces a la población “como problema político, como problema a la vez científico y político, como problema biológico y como problema de poder” (López, 2014, p. 121). En sus obras La voluntad de saber (1976) y Hay que defender la sociedad (1997), el filósofo se enfoca en el poder soberano e identifica al Estado como actor principal, pero no único, de la biopolítica. Para alcanzar sus objetivos de control, despliega un sinnúmero de maniobras sobre la población: inducciones, facilitaciones, obstrucciones o limitaciones; como las que disimulan las leyes, normas, acciones burocráticas diversas, pero también las organizaciones sociales.
El mismo Foucault identifica al gobierno, no como un órgano político encargado de administrar una entidad administrativa, sino como la actividad de “conducir las conductas” de los individuos a través de lógicas, de un lenguaje y de normas y reglas, explícitas o no, cuyo acato es vigilado por organismos específicos (1994, p. 582). Estos últimos adoptan la supuesta racionalidad económica del neoliberalismo como línea de conducta y, siguiendo su lógica de reducción de la intervención del Estado y de libre competencia, aplican el fundamento neoliberal al gobierno de los seres humanos (Foucault, 1997). Como resultado, en el siglo XXI Antonio Negri (2003) subrayó la fase imperial en la que se encuentra el capitalismo global, que rebasa por mucho los límites de los Estados-naciones.
No es de sorprender entonces que, inclusive en tiempos de pandemia, la racionalidad económica que sostiene el paradigma del poder se haya impuesto a todas las áreas de la vida social y haya tratado de regularla desde su interior, de manera inmanente al campo social (Hardt y Negri, 2000). En estas sociedades, que Gilles Deleuze nombra “de control”, la vigilancia no se efectúa necesariamente por un encierro en instituciones disciplinarias externas (internados, asilos, centros de retención), sino “por un control continuo y comunicación instantánea” (1990, p. 236). Hardt y Negri (2000) profundizan su reflexión en este mismo sentido, argumentando que los mecanismos de dominio son cada vez más inherentes al cerebro y al cuerpo de los ciudadanos.
En escenarios de emergencia, los gobiernos nacionales tienden a expandir su impacto biopolítico (Denisenko y Trikoz, 2020) y los derechos humanos se ven absorbidos por las leyes del mercado, donde algunos disfrutan del privilegio de la protección de sus derechos a expensas de otros (Persaud y Yoder, 2020). Las poblaciones migrantes, extremadamente vulnerables y con capacidad de agencia limitada, se ven aún más sometidas a estos modos de funcionamiento. Para ellas, la pandemia se volvió “una metáfora del sufrimiento humano injusto causado por la explotación capitalista, la discriminación racial y la discriminación sexual” (De Sousa Santos, 2020, p. 45). Al no poder cumplir con su papel de mano de obra económica y explotable al antojo, su desutilidad aumenta, pues dejan de representar un activo valioso para la actividad económica y la racionalidad gubernamental.
Esta situación se presenta con especial vigor entre las poblaciones en movimiento, quienes están sistemáticamente concebidas como amenazas multidimensionales a la seguridad pública y nacional, a la integridad territorial, a la identidad y a la salud pública. En este último rubro, se implementan prácticas y tácticas institucionales para controlar sus cuerpos móviles, extendiendo la lógica neoliberal al campo sanitario. Por ende, el papel de la medicina y de la salud en la biopolítica - construidas y articuladas a través de políticas públicas, pero también mediante las empresas privadas- es manifiesto en el pensamiento foucaultiano. Así mismo, los discursos de (in)seguridad y las distintas narrativas que refieren a estas poblaciones inciden en el cuerpo de los sujetos, modifican sus comportamientos y la relación con su propia corporalidad. Además, se caracteriza a las personas migrantes como amenazas para la salud, la propiedad y la paz social al producir estados de emergencia social.
De ahí que el Estado ponga a su disposición dispositivos de control y disciplinamiento sobre los procesos biológicos para así administrar tanto la vida como la muerte de las poblaciones. A estos dispositivos corresponden las formas de producción, organización y distribución de los discursos, cuya función es mantener el poder hegemónico mediante elementos
entre lo dicho y lo no dicho [tales como] (...) los discursos, las instituciones, las habilitaciones arquitectónicas, las decisiones reglamentarias, las leyes, las medidas administrativas, los enunciados científicos, las proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas (...) El dispositivo mismo es la red que tendemos entre estos elementos (Foucault, 1994, citado en Agamben, 2011, p. 250).
Giorgio Agamben precisa y amplía estos elementos de definición por medio de
una generalidad más grande a la clase de por sí vasta de los dispositivos de Foucault [y] llam[a] dispositivo a todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos (Agamben, 2011, p. 257).
Aplicado a los migrantes, los dispositivos son todas las herramientas discursivas y no discursivas de control de las migraciones que implican seleccionar a algunos y desechar a otros. Solo los más rentables son útiles para el capitalismo global y pueden ser absorbidos por él. Estos
suelen ubicarse en los dos extremos de esta discriminación estructural y clasista: los más calificados y los más vulnerables (dicho de otra forma, los más explotables).
En este punto se vuelve relevante el pensamiento del filósofo Mbembe, quien expande las reflexiones de Foucault para argüir que la biopolítica se convierte en necropolítica cuando el objeto biológico de administración es la muerte y no la vida. Esto sucede, por ejemplo, cuando fenómenos estructurales como la violencia, las masacres, los mercados de recursos coercitivos (mano de obra y minerales) y la fragmentación y privatización de la violencia (milicias urbanas, ejércitos privados, ejércitos estatales, mercenarios, etcétera) se vuelven dinámicas ubicuas y prevalentes (Mbembe, 2003, p. 32). En adición, Mbembe (2003) argumenta que la necropolítica se ejerce sobre la población no solamente para disciplinar sus cuerpos, sino también para asegurar su destrucción total a través de biotecnologías necropolíticas como las masacres o los confinamientos en campos.
En el caso de México, existe una profusión de ejemplos de dispositivos aplicados en los últimos años. En su Capitalismo gore, Sayak Valencia (2010) narra cómo la vida en las ciudades fronterizas se ha transformado en una simple mercancía para el capitalismo que administra todos los procesos que le están relacionados, desde su más intenso cuidado en vista de un intercambio comercial, hasta la propia muerte cuando deja de ser rentable. Valencia recuerda que los grupos criminales aplican al pie de la letra las reglas del neoliberalismo, poniéndole precio a cada vida que cae en su poder.
Ariadna Estévez (2018) confirma que, “en México, la necropolítica tiene una particularidad: el Estado comparte sus tecnologías y técnicas de dominación y administración de la muerte con los sujetos de la violencia privatizada -en particular los criminales-” (p. 4). La autora sostiene que el Estado neoliberal identifica como indeseable a aquellos que “no logran insertarse a la ‘globalización’ o que lo hacen en sus márgenes” (Estévez, 2018, p. 4), es decir, que no son económicamente productivos. En estas “economías del abandono” (Povinelli, 2011, pp. 29-30) que sustituyen fácilmente a un individuo por otro, las fuerzas estatales y no estatales se otorgan de facto el derecho de decidir sobre la vida de los individuos.
Respecto a la migración, el Estado mexicano ha implementado numerosos dispositivos: la externalización de la frontera sur de Estados Unidos al sur de México, la militarización de ambas fronteras, el establecimiento de centros de detención, los juicios colectivos, las deportaciones masivas o la desatención de toda ayuda humanitaria. También entran en este rubro los discursos sobre los derechos humanos de las personas en movilidad (entre la población considerada como refugiada -y, por lo tanto, legítima- y los ilegales socialmente repudiados), que se reflejan en un orden legal mediante el cual los individuos son incluidos o excluidos por la ley, lo que condiciona su acceso a la vida o su condenación a la muerte. El llamado “derecho a tener derechos” (Arendt, 1998, p. 247) está vinculado al estatus migratorio, de tal manera que la irregularidad es empleada para justificar, e inclusive para promover, los atropellos y violaciones constantes a sus derechos humanos.
Dicho maltrato no es exclusivo de las personas en situación irregular, pero queda claro que los migrantes centroamericanos recién llegados a Nuevo León se encuentran en una lógica de acumulación de factores de vulnerabilidad que rebasa frecuentemente su capacidad de resiliencia y sus recursos disponibles. Respecto a los obstáculos propios a su situación, el abogado entrevistado presenta la vulnerabilidad estructural que les caracteriza:
Hay mucha diferencia, mucha diferencia entre una persona mexicana desplazada, migrantes internos, retornados, y las personas migrantes en tránsito. O sea, ahí hay una diferencia enorme y yo podría decir que el migrante es una persona que trae una mochila, que trae una maleta, y en esa maleta va metiendo cada vez más violaciones a los derechos humanos, desde que cruza la frontera hasta que cruza la frontera del otro lado (abogado de organización internacional, comunicación personal, noviembre de 2021).
Además, explica que las prioridades de las personas migrantes no siempre se concentran en hacer prevaler su derecho a la salud:
El hecho de que ellos están aquí de manera irregular sin poder acceder a esos derechos, para ellos es normal. El simple hecho de que una persona haya salido de allá porque teme por su vida y que se encuentre aquí en el estado, que diga “bueno, tengo un trabajo, no tengo prestaciones, no tengo acceso a la salud pero me encuentro seguro”, para ellos ya es ganancia. (...) Malamente, se acostumbran a vivir dentro de una violación a los derechos humanos (abogado de organización internacional, comunicación personal, noviembre de 2021).
Todos los dispositivos sirven para administrar los cuerpos migrantes de la manera más conveniente para el sistema neoliberal, y forman en su conjunto una biopolítica. En la actualidad, con la fuerte contracción de la actividad económica consecutiva a las restricciones sanitarias, dichos cuerpos, que de por sí no son objeto de mucha atención cuando desaparecen ordinariamente, se vuelven totalmente prescindibles, ya que no pueden ser explotados. Cabe recalcar que las personas migrantes desaparecen de varias maneras: si no son secuestradas o asesinadas a manos del crimen organizado, sus derechos se esfuman, sus territorios de vida están fuera de la vista de la sociedad, y sus cuerpos son usados como mercancía desechable cuando dejan de producir beneficio para quien se apodere de ellos.
La desechabilidad: cómo se construye un homo sacer
Los primeros doce meses de reacción a la pandemia evidenciaron la existencia de medidas que desubjetivizan las formas de vida consideradas prescindibles, nocivas y hasta peligrosas para la comunidad. Las personas migrantes han sido categorizadas como elementos no deseables de la población y, por consecuencia, desechables. Este binomio indeseabilidad-desechabilidad los confina a un espacio que “no es ni vida ni muerte, una vida que ya no es la vida del resto de los mortales pero que todavía no es muerte” (Rocca, 2009, p. 8). Su “nuda vida” se entiende entonces como “la vida expuesta a la muerte” (Agamben, 1998, p. 114) en la que el homo sacer, el habitante del campo de concentración, es despojado de todo derecho y condición política, y reducido únicamente a su naturaleza biológica. En este sentido, de acuerdo con Agamben, se materializa la nuda vida en su mayor expresión y se arrebata a la persona de todo lo que la conforma.
¿No demuestra la historia reciente que, en México, la situación de la persona migrante irregular es similar al homo sacer del derecho romano, cuyo estatus está contenido en la formula Neque fas est eum immolari, sed qui occidit, parricidi non damnatur? (Agamben, 1998, p. 71).2 Basta recordar la impunidad con la que, precisamente en el estado de Nuevo León, se masacraron 49 cuerpos en una carretera del municipio de Cadereyta en mayo de 2012, con un grado de atrocidad poco frecuente -a pesar de la banalidad de la violencia en el país-, pues se les mutilaron cabezas, pies y manos.
Sin embargo, esta forma de necropolítica no solo se constituye por prácticas violentas sumamente extremas, sino también por formas más sigilosas de violencia y muerte: la discriminación, la marginación y el abandono (López, 2014). Estas medidas más sutiles de administrar la vida y la muerte tienen una vinculación directa con el carácter invisible que se le impone a las personas migrantes: ser ignoradas y rechazadas por el Estado y las poblaciones locales.
El mismo Agamben (1998) extiende la idea del campo de concentración a cualquier estructura que materialice el “estado de excepción y en la consiguiente creación de un espacio de nuda vida (...), con independencia de los crímenes que allí se han cometido y cualesquiera que sean su denominación y sus peculiaridades topográficas” (p. 221). ¿Cómo considerar de otra forma los espacios infrahumanos, designados para sentenciar a las personas a sufrir y perecer, paralelos a cualquier sentido o sistema de legalidad en los que se han aglutinado los migrantes estancados en la frontera norte de México? Tal es el caso de la emblemática cañada ubicada cerca de Matamoros en la que vivieron en su punto máximo hasta 2 000 personas en medio de la basura, sin ninguna condición de higiene, y expuestos al crimen organizado, que habitualmente realiza secuestros y extorsiones en la zona (Pradilla, 2020).
Estos espacios y estados de existencia impuestos, que desde antes de la pandemia constituían un punto focal de peligro para el bienestar de los migrantes, se han convertido ahora en posible nicho de contagio, haciendo eco del concepto de lo “inhabitable” de Mendiola (2017, p. 220), usado para describir entornos geográficos que despojan a las personas de su humanidad y que se caracterizan por su capacidad de producir lo que el autor llama una vida expuesta:
Un vivir al que se le quiere despojar de refugios y protecciones de diverso signo, un vivir puesto a disposición de un régimen de poder, una vida expuesta a la intemperie, al dolor, al sufrimiento, una vida que no quiere ser vivida (Mendiola, 2017, p. 223).
La brutalidad inherente de lo inhabitable impone sobre los seres humanos un proceso de despersonalización que les arrebata toda capacidad de autorreconocimiento, inclusive el corpóreo -“queda[n] (...) sin espacios en los que reconocerse, sin cuerpos que sentir como propios” (Mendiola, 2017, p. 225)-. De esta manera, la implantación violenta de lo extraño y lo ajeno se vuelve el salvoconducto por el cual el ser, lejos de ser ya identificado como humano, es convertido en algo -no alguien- desechable, prescindible, superfluo. El habitante, por tanto, tiene ante sí una vida que no es vida y que se encuentra sustraída de “un régimen de reconocimiento que la salvaguarde en su derecho básico para quedar, en última instancia, expuesta a la muerte” (Mendiola, 2017, p. 231).
La imposición de este estado de excepción produce una relación entre derecho y violencia en la que “la ley, lejos de ser la solución inequívoca a la exposición a la muerte, forma parte de su propia lógica de producción” (Mendiola, 2017, p. 239). Se despoja al régimen legal de su pretendido esfuerzo por la justicia, la verdad y la equidad para verse deformado en una “práctica procesual que anuda discursos, normativas, tecnologías y medidas bélico-punitivas” (Balzacq et al. citados en Mendiola, 2017, pp. 239-240). No queda más del Estado de derecho, salvo el uso de su espectro como un canal de acción destinado a impulsar y posibilitar la captura y el disciplinamiento con el fin de exponer a la muerte (Mendiola, 2017).
Al respecto, Mbembe (2003) introduce la existencia de “mundos de muerte” (p. 40) como un factor elemental de la necropolítica: “formas nuevas y únicas de existencia social en las que vastas poblaciones están sometidas a condiciones de vida que les confieren la condición de muertos vivientes” (Mbembe, 2003, p. 40). A su vez, parte de la población mexicana ha normalizado la institucionalización de una política de muerte hacia los migrantes, por lo que la práctica necropolítica en el contexto migratorio mexicano también está conectada con la indiferencia social.
Estas nociones de marginación y deshumanización extremas son igualmente utilizadas por Estévez (2018) para explicar la precariedad y el abandono institucional sufrido por las personas migrantes, deportadas, desplazadas y solicitantes de refugio. La autora enmarca estos fenómenos dentro del término “bolsones de desechabilidad”, lugares donde las personas sobreviven en condiciones de vida paupérrimas, como tiraderos de basura, coladeras del drenaje o albergues improvisados de migrantes (Estévez, 2018, p. 13).
Empero, Estévez (2018) no estudia estos espacios como el producto de la organización orgánica de grupos de individuos en movilidad (ir)regular, sino que explica su configuración como parte de lo que llama el dispositivo necropolítico de producción y administración de la migración forzada. En otras palabras, los bolsones de desechabilidad son el resultado directo del esfuerzo del Estado por disponer de la vida de los migrantes y, eventualmente, administrar su muerte. De modo que la autora describe estos puntos geográficos como “sitios de muerte espacialmente definidos en los cuales los solicitantes de asilo, migrantes y deportados son confinados” (Estévez, 2018, pp. 6-7).
No obstante, es necesario precisar que dichos bolsones de desechabilidad funcionan específicamente a través de la negligencia y el abandono deliberados del Estado y de los gobiernos que actúan indirectamente sobre la administración de la muerte, puesto que estos espacios de suma precariedad no fueron creados físicamente por éstos, sino que están condicionados a existir debido a su absoluta indiferencia por la vida humana.
Patologización y criminalización de la amenaza migrante
En un contexto hostil, sobresale la suspicacia sobre la que la sociedad en su conjunto asienta su rechazo a las personas migrantes. Desde el año 2000, Didier Fassin refería una “doble lógica de discriminación (...) y de naturalización” (2000, p. 5) para explicar la desconfianza que impera históricamente respecto a la alteridad migrante y al riesgo sanitario que representaría inevitablemente: judíos responsables de la peste en la Edad Media, gripe española o mexicana, ébola africano o COVID chino. Las epidemias ofrecen sistemáticamente argumentos antiextranjeros. Según Fassin (2001), este proceso de corporalización (embodiment) de la condición social del inmigrante se forma en torno a las dualidades inclusión/exclusión y visibilización/invisibilización. El sociólogo asevera que, a través de este doble proceso, opera el reconocimiento del ser humano exclusivamente a través de su patología.
Con la aparición del COVID-19, la biopolítica llevó a niveles inéditos la producción de dispositivos de control de los migrantes, invariablemente concebidos como un riesgo mayor para la seguridad sanitaria del Estado mexicano. El migrante se vuelve reo y su cuerpo es altamente patologizado. Si rompe de la más mínima manera la norma social del autoconfinamiento se le criminaliza por la propagación del virus y se le amenaza con ser expulsado y eliminado social o físicamente. En este sentido, se busca mantenerlo separado -y autoexcluido- del resto de la sociedad.
Las autoridades con frecuencia recurrieron a discursos engendrados inicialmente en la esfera biomédica que permearon al mundo político del que tradicionalmente estaban ausentes. El paradigma biomédico, en la misma línea que la racionalidad neoliberal aparentemente basada en el conocimiento objetivo y la verdad científica, orilló al Estado a delegar a cada individuo la responsabilidad sobre su salud. Para lograrlo, estableció un conjunto de políticas públicas y de normas sociales que, al interactuar, generaron y reforzaron la responsabilidad personal en nombre de las libertades individuales. Las personas menos dotadas de recursos individuales -con menor capacidad de agencia- se encontraban muy limitadas en su aptitud para obtener un nivel de salud adecuado para su bienestar.
Así, frente a la pandemia se establecieron criterios que se volvieron fundamentales para salvaguardar al cuerpo social. Esta protección se revistió de la patologización de los cuerpos ajenos indeseados, considerados entonces como verdaderas amenazas biológicas. La consecuencia primera así ocasionada es la criminalización de las personas migrantes, que, si bien ha sido una constante en México por lo menos desde el inicio del siglo XXI, ha alcanzado ahora un nivel nunca visto.
En el momento histórico actual, esta patologización ha desplazado la frontera entre lo que antes era tolerable respecto a las personas migrantes y lo que ahora es claramente inaceptable. Con este giro, las normas sociales vinieron a sustituir las leyes como marcador de los comportamientos admisibles. La exclusión ya no depende de quien incumple alguna ley, sino de la desviación respecto a la norma vigente. Este proceso vuelve a los migrantes doblemente sospechosos y exacerba su ilegitimidad en tiempos de COVID-19. Además de ser vistos como invasores, su alteridad es percibida como peligrosa para la salud. Se les criminaliza independientemente de sus comportamientos, ya que no es necesaria la comisión de delito alguno: su simple presencia en la comunidad (y, por lo tanto, su derecho a la existencia) es rechazada.
La patologización otorga un carácter de objeto a los sujetos migrantes sustentado en las ciencias y las prácticas divisorias a través de instituciones (hospitales, estaciones migratorias, albergues temporales) cuyo papel no es solamente vigilar los cuerpos, sino también volverlos dóciles y obedientes, siempre en adecuación con el sistema económico vigente (el neoliberalismo en nuestro caso) y justificando la nueva situación por motivos de seguridad sanitaria.
En consecuencia, las personas migrantes ocupan un espacio privilegiado en los discursos biopolíticos de seguridad, los cuales producen un estado de emergencia social mediante la difusión de un sentimiento generalizado de pánico que, a su vez, justifica la implementación de los dispositivos de disciplinamiento. En otras palabras, “la retórica de la emergencia representa el medio a través del cual poder aplicar disposiciones y medidas excepcionales, cuya validez se relaciona directamente a la supuesta situación de emergencia social que las justifica” (Cossarini, 2011, p. 10). En la situación actual, la excepción parece aplicarse más a menudo que la regla general, y la apelación a un sentimiento de (in)seguridad conduce a justificar que la biopolítica se ocupe en instrumentalizar dispositivos regulatorios y disciplinarios para provocar la exclusión, violencia y muerte de los migrantes.
Biopoder y represión migratoria en un territorio de la espera
En México, este proceso de objetivización de las poblaciones migrantes no data de los últimos años, pues su existencia era visible desde mucho antes de la pandemia, por medio de un amplio conjunto de tecnologías, entre las cuales se encuentran las medidas administrativas y sanitarias, así como las (necro)políticas migratorias. En su conjunto, las leyes, los reglamentos, el INM y los centros de detención han formado lo que De Genova y Peutz (2010, p. 4) denominan un “régimen de deportación”.
Bajo la presión de la administración de Trump, la política migratoria se endureció sensiblemente a partir de junio de 2019 y provocó el nombramiento en México de Francisco Garduño Yáñez como comisionado del INM. Simbólicamente, resulta interesante notar que este antiguo responsable del sistema penitenciario federal fue también nombrado durante la pandemia encargado de una comisión de administración de los panteones y crematorios del país (La Jornada, 2020). Ante semejante expertise necropolítico, no es de sorprenderse que, ulteriormente, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) haya denunciado la militarización del INM (CNDH, 2020b). La prioridad otorgada a la represión sobre la atención a las causas raíz de la migración fue calificada por su antecesor, Tonatiuh Guillén, como un “giro dramático [hacia] una visión migratoria completamente dirigida a la contención” (AP, 2020, párr. 7).
Como consecuencia, las condiciones de inseguridad multidimensional (física, psicológica, alimentaria, social, etc.) de los migrantes en México se dispararon; estaban bloqueados por la imposibilidad de retornar a su país y por una frontera norte clausurada y controlada por organismos estatales y no estatales (como los grupos del crimen organizado). Los migrantes se encontraban más que nunca atrapados en su propia movilidad (Hess, 2011) y en una severa posición de vulnerabilidad y exposición frente al COVID-19 (Uribe Salas et al., 2020). Al respecto, Crali (2020) afirma que “parece ser que no hay un protocolo ni un esfuerzo para vigilar y cuidar a toda la población migrante que regresa a territorio mexicano” (párr. 11). Esta problemática es particularmente vigente en Nuevo León, puesto que la mitad de las personas migrantes que llegan al estado buscan instalarse ahí: “realmente el migrante que llega aquí, el 50 por ciento busca establecerse (...), ya [que] ven a Nuevo León (...) como un estado destino no como un estado de tránsito” (abogado de organización internacional, comunicación personal, noviembre de 2021).
A su vez, México reprodujo el esquema estadounidense al no parar las deportaciones durante la pandemia, a pesar de las presiones de la sociedad civil internacional. La Coalición Internacional contra la Detención y el Instituto para las Mujeres en la Migración señalaron que 7 442 menores en tránsito por México fueron detenidos en estaciones migratorias en plena crisis sanitaria, de acuerdo con cifras oficiales (Noticias de América Latina, 2020). Es decir, las deportaciones siguieron sin importar el cierre de las fronteras de los países centroamericanos, exponiendo aún más a los migrantes al riesgo de contagiarse durante su detención y transporte. De hecho, 20 por ciento de los casos en Guatemala a finales de abril de 2020 correspondía a personas retornadas.
Inclusive, la CNDH atribuyó ulteriormente la muerte por COVID-19 de un migrante salvadoreño detenido en la Ciudad de México, después de haber estado en la estación migratoria de Tijuana, a la “responsabilidad institucional [del] INM, y (…) la negligencia y omisión de personal de ese Instituto” (CNDH, 2020a, p. 12). Estos datos validan la hipótesis del desinterés de las autoridades por la salud de los migrantes y de las múltiples omisiones voluntarias.
El entorno de la atención sanitaria en Nuevo León
En Nuevo León destaca de manera similar la inactividad del INM, el cual ha mostrado indicios contundentes de una verdadera política de la omisión que consolida el abandono de las personas migrantes. En este sentido, dicho organismo llegó a negar que hubiese casos positivos de COVID- 19 en sus estaciones (INM, 2020b) a pesar de que se demostró que existieron 52 contagios de las únicas 78 pruebas realizadas durante los primeros ocho meses de la pandemia (Ureste y Pradilla, 2020) y que las mismas autoridades de salud reconocieron cientos de casos de contagio entre migrantes (Secretaría de Salud, 2020).
El testimonio del Pbro. Villarreal señala que, desde el inicio de la crisis sanitaria, el INM ha estado totalmente ausente. Agregó que no existe iniciativa alguna por parte de las autoridades de salud para prevenir brotes o canalizar a quienes pudieran presentar síntomas, mucho menos un registro estandarizado (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020). El otro informante afirmó que tampoco tuvo conocimiento de iniciativas por parte de la Secretaría de Salud y resaltó que nunca se le comunicó por parte de alguna autoridad de gobierno que existiera algún programa en apoyo a la población migrante durante la pandemia: “No [estoy enterado], y si hubo una iniciativa y si hubo un programa en el papel, solamente fue en el papel”. Al contrario, recalca lo complicado que fue canalizar a migrantes al sistema de salud:
[E]ra un problema también porque llegaba una persona con una necesidad especial [de salud] y nosotros mismos buscábamos a dónde canalizarlos (...). Que esta persona se encuentra grave y buscamos en el hospital, buscamos en donde sea que lo puedan atender. Y la vía que tomaba, por ejemplo, y que sigo tomando es mediante la Comisión Nacional [de Derechos Humanos]. Solicitamos mediante oficio que le giren la instrucción de que las atiendan. ¿Por qué? Porque todavía el hecho de ir así sin un documento, bueno a lo mejor te atiendo, a lo mejor no te atiendo. Ya con el oficio (...) de la Comisión, entonces ahora sí ya lo tengo que atender (abogado de organización internacional, comunicación personal, noviembre de 2021).
La falta de prevención hacia las personas migrantes se confirma al constatar que la única respuesta del gobierno estatal fue en reacción a un brote. Es decir, fue solo hasta que un albergue de Monterrey, receptor de alrededor de 400 migrantes (entre otras poblaciones vulnerables y en situación de calle), en un comunicado reportó 30 contagios (Robles, 2020), de manera que la Secretaría de Salud estatal se encargó de hacer pruebas de COVID-19 y la policía estatal transportó al hospital a quienes se encontraban en condición de riesgo (Córdova, 2020). Sin duda, el suceso pudo haberse evitado, especialmente con protocolos específicos para la información dirigida a personas migrantes, la prevención de contagios y la provisión de los insumos sanitarios solicitados.
La observación atenta de la situación en Nuevo León es particularmente relevante. Por un lado, su ubicación geográfica lo convierte en uno de los “territorios de la espera” del país (Musset, 2015, pp. 306-307). Por otro lado, recibe a migrantes retornados de Estados Unidos en busca de empleo, ya que constituye tradicionalmente el principal polo de atracción del noreste mexicano, debido a su dinamismo económico y a las oportunidades de empleos temporales que suele ofrecer.
En este sentido, la ausencia deliberada de atención a los migrantes los llevó a enfrentar un sinfín de riesgos para su vida, sin que las autoridades se preocuparan por los que pudieran morir. Como en el resto de la zona fronteriza, la violencia, la miseria y la falta de orientación producen condiciones de vida precarias, momentos y mundos de muerte. Este necropoder los empuja y enclaustra en espacios geográfica y socialmente marginados donde lidian con las circunstancias que se les presentan sin mayores recursos que los escasos apoyos individuales y comunitarios que pueden conseguir por sus propios medios, lo que provoca una lucha diaria por la subsistencia.
Para identificar estos espacios de relegación social y el nivel de desatención sanitaria, basta con observar los alrededores de los albergues de la Zona Metropolitana de Monterrey. Dichas áreas se convirtieron en verdaderos campamentos improvisados en los que se duerme en el piso mismo, y donde la máxima esperanza es que pase el tiempo para que llegue la entrega de comida o que caiga un trabajo informal que permita juntar unos pesos. Incluso las pocas personas que siguen laborando encaran desafíos mayores, al constituir una fuerza laboral coaccionada para trabajar bajo condiciones precarias y con altos riesgos para su salud.
Todo esto sucede en un entorno de estigmatización fortalecido por un discurso patologizador y excluyente que forma un medio idóneo para vehicular el biopoder y justificar las estrategias de disciplinamiento, como la sentencia de 10 años de cárcel a los migrantes que “pongan en riesgo de contagio a la población” (Galván, 2020, párr. 3).
La articulación de los dispositivos biopolíticos de control migratorio y sanitario en Nuevo León
Ahondar en la lógica del poder que marginaliza a las poblaciones migrantes permite evidenciar la forma en la que se potencializan las políticas de control migratorio y sanitario, con el afán, por un lado, de aislar a las personas migrantes previamente patologizadas y, por el otro, de agotar las pocas vías de alivio a las que suelen recurrir; agudizando de paso su aislamiento en su lucha por la supervivencia y su fragilidad frente a la enfermedad.
Según el informe epidemiológico semanal de la población migrante bajo estudio por COVID- 19 del 23 de noviembre de 2020, se registraron 3 078 personas migrantes en territorio mexicano estudiadas bajo sospecha de COVID-19. De ellas, 23.8 por ciento (n=732) ha resultado positivo, y han muerto 40 registrándose una letalidad de 5.46 por ciento. De esta manera, a nivel nacional, Nuevo León ocupó el segundo lugar en los estados con mayores casos de migrantes positivos a COVID-19 (83 casos), detrás de la Ciudad de México (200 casos) y delante de Chihuahua (55 casos) (Secretaría de Salud, 2020).
Cabe mencionar que Nuevo León funge como un perfecto espejo de la realidad del resto del país. En ambos niveles, la atención para el bienestar de las poblaciones migrantes (sanitaria, alojamiento, alimentación, atención psicosocial) es otorgada en su enorme mayoría por organizaciones de la sociedad civil (casas de acogida, comedores, centros comunitarios, iglesias, entre las principales), a pesar de la posibilidad jurídica para los extranjeros -incluso aquellos en situación irregular- de acceder a los servicios públicos de salud. De igual manera, la saturación del sistema público de salud, su bajo financiamiento y los procesos sociales de exclusión y de violencia simbólica (como el racismo, la estigmatización y la discriminación por considerar que su presencia esparce el virus) los mantienen alejados, aun cuando 4 de 10 expresan tener necesidades médicas (Uribe Salas et al., 2019), muchas veces ligadas a las condiciones sociales precarias de su viaje (golpes, infecciones, diarreas).
Agotamiento de los recursos y abandono institucional
Cabe subrayar que, como consecuencia de la orden de un juez federal emitida en abril de 2020, la autoridad migratoria liberó a 3 653 de las 3 759 personas que tenía detenidas en las 65 estaciones del país bajo la justificación de la “responsabilidad y salvaguarda [de] la integridad de la población en contexto de migración al procurar garantizar a plenitud sus derechos humanos” (INM, 2020a, párr. 1). Esta resolución fue consecutiva a las denuncias por las condiciones de hacinamiento e insalubridad: carencia de agua, de cubrebocas, de artículos de aseo personal y regaderas; por la comida servida directamente en el piso; por dormitorios sin luz ni ventilación y compartidos entre mujeres y hombres; y porque infantes enfermos únicamente recibieron atención médica al empeorar su estado de salud (CNDH, 2020a).
Este cierre repentino consagró la individuación del riesgo frente a la enfermedad. Abandonadas a su suerte, a cada persona le tocó encontrar las vías para su propia seguridad sanitaria y sustentar sus propios gastos, con la imposibilidad para cumplir con la instrucción gubernamental de quedarse en casa, al no contar con vivienda alguna. Paradójicamente, los derechos humanos no constituyen en este episodio un freno a la acción represiva y arbitraria del Estado, sino su justificación. Contrariamente a lo sucedido en otras ocasiones, esta vez el acato de la decisión de la justicia fue puntual puesto que a las autoridades les convenía deslindarse de la responsabilidad de garantizar la salud de las personas detenidas.
No obstante, el argumento maquillado de respeto a los derechos individuales no perduró mucho. Después de esta reacción inicial del INM, las exigencias de acecho migratorio recobraron su preeminencia sobre la protección a la vida, y el Instituto reanudó en breve sus detenciones a pesar de las graves implicaciones para las personas detenidas en espacios “inseguros y coadyuvantes al contagio de virus entre la población allí recluida” (Moncada y Méndez, 2020, p. 52).
Aunado a esto, la pandemia vino a reforzar una dinámica preexistente de exclusión de los migrantes respecto al resto de la población. Ya en 2018, el gobernador de Nuevo León había justificado las acciones que coercen sus derechos porque otorgarles un exceso de libertades implicaría que las autoridades no pudieran controlar sus actos y que, a su vez, arrebataran oportunidades a los mexicanos (Guardiola, 2018). Posteriormente, el dirigente retrató explícitamente a los migrantes como personas conflictivas que se tienen que expulsar, al aseverar que “no vamos a permitir que se queden a generar un conflicto que luego la propia sociedad nos va a reclamar a nosotros” (Gobierno del Estado de Nuevo León, 2019, párr. 1). Añadió que “nuestra policía (…) está asegurando migrantes poniéndolos a disposición del INM y ellos sabrán qué hacer” (Gobierno del Estado de Nuevo León, 2019, párr. 1), dejando en claro la ausencia de colaboración con las instituciones federales, al adjudicar exclusivamente la responsabilidad de la atención a migrantes al INM.
Sin embargo, a pesar de que los servicios de salud pública se enfocan, antes que nada, en estrategias de prevención, este criterio no fue aplicado en torno a la población migrante, al menos no durante el primer año de la pandemia. Como lo aseveran las dos personas entrevistadas, las únicas acciones de atención a la salud de los migrantes fueron reactivas, especialmente cuando el daño ya se había concretado, y no preventivas.
Por todo lo anterior, los recursos individuales y comunitarios de los migrantes disminuyeron fuertemente hasta agotarse en el caso de las personas que recibían menor abastecimiento. De esta forma, la capacidad de las redes migratorias -consideradas como un recurso y un actor del proceso migratorio, puesto que estructuran la salida, el viaje y el asentamiento- se ha restringido ante el cierre de fronteras, las políticas de deportaciones y la suspensión de los plazos marcados en la ley para la resolución de procedimientos de refugio.
Fue así que la población migrante varada en el norte del país quedó completamente expuesta a múltiples riesgos de salud -coronavirus, desnutrición, deshidratación, exposición a la intemperie-, así como a violencia criminal y estatal, con limitadas alternativas para resguardarse y para satisfacer sus necesidades básicas debido al debilitamiento de sus redes sociales de apoyo. En efecto, la falta de capacidad y los recursos insuficientes de las organizaciones sociales forzaron a familias enteras a habitar en las calles durante meses. Aproximadamente 80 por ciento de los albergues en los estados fronterizos tuvieron que cerrar temporalmente (Forbes Staff, 2020). Esto último resulta sumamente preocupante, ya que el acceso a los servicios de salud para las personas migrantes ha estado tradicionalmente restringido al que proporcionan las organizaciones de la sociedad civil (El Colef, 2019).
Actualmente estas mismas organizaciones tienen que lidiar con carencias en capacidad, equipamiento e insumos médicos elementales para ofrecer una protección sanitaria básica (guantes, cubrebocas, agua, material sanitizante, espacio adecuado para garantizar la sana distancia, entre otros). Tampoco logran cubrir las necesidades de alimentación, lo que ocasiona una debilitación de los sistemas inmunológicos para hacer frente al virus de COVID-19 (Uribe Salas et al., 2020). Ante la ausencia de recursos y apoyos, los mismos equipos de voluntarios y empleados de los albergues se ven sometidos al riesgo de morir en el ejercicio de su labor humanitaria, como acaeció en el refugio de Cáritas en San Luis Potosí en noviembre de 2020, donde su médico (Cáritas, 2020) y su director (López, 2020) fallecieron durante la misma semana.
Sin embargo, es necesario recordar que las personas migrantes no son pasivas, ni mucho menos objetos, sino que tienen una capacidad de agencia diferenciada en función de los recursos disponibles (materiales e inmateriales), de las trayectorias de salud individuales y, en general, de sus experiencias de vida. Por consecuencia, aun cuando esta capacidad de agencia es acotada cada vez más, existen “decisiones y luchas a favor de la vida y (...) de la resistencia” (Valenzuela, 2019, p. 103), algunas de ellas apoyadas por la sociedad civil, que les permite concebirse como cuerpos en resistencia contra significados sociales que los excluyen, marginalizan, criminalizan y patologizan.
Es así como, a pesar de encontrarse en hoscos espacios políticos, económicos, culturales y sociales, existe todavía la biorresistencia: la capacidad o, en los casos más vulnerables y desprovistos, el deseo interno de “vivir y significar” sus cuerpos en “resistencia, disputa o desafío a las disposiciones de la biopolítica y de la necropolítica”, generando ámbitos -individuales o colectivos, materiales o psíquicos- donde se lucha por el control de “significar, interpretar y representar[se]” (Valenzuela, 2019, p. 93, 102). De ahí que nuestro segundo informante expresara que “[e]l centroamericano tiene [una fuerte capacidad de resiliencia], no sé si podría decirlo fortuna o infortunio, de saber lidiar con la violación de derechos humanos desde su país de origen” (abogado de organización internacional, comunicación personal, noviembre de 2021).
Las políticas sanitarias: espejo y complemento de las políticas migratorias
Ante este panorama desolador, las políticas de control y represión de las autoridades migratorias se encuentran de manera similar en las acciones -y las omisiones- de sus contrapartes sanitarias. En la política de atención al COVID-19, la biopolítica se observa en el uso de tecnologías para disciplinar las propiedades biológicas de los sujetos, así como para controlar colectivamente a las poblaciones. La política de salud contribuye así a extender el campo de aplicación de la biopolítica, terminando de estatizar lo biológico. Con el COVID-19, los aparatos de control biopolítico de las migraciones pasaron de ser materia de seguridad nacional a la salud pública. La medicina se ha politizado en esta crisis, así como la política se ha medicalizado, tratando al ciudadano como un paciente que necesita una atención prolongada.
Consecuentemente, las políticas sanitarias se inscriben en la continuidad de las políticas de represión de la migración irregular preexistentes a su implementación, y -como una de las consecuencias del biopoder anunciadas por Foucault (1976)- las normas sustituyen paulatinamente al sistema jurídico. Las medidas de coerción -hasta las ilegales- se vuelven normales y se encuentran entonces legitimadas por un interés superior que les permite escapar de cualquier regulación.
A nivel nacional, el gobierno mexicano implementó un Plan Operativo de Atención a la Población Migrante ante COVID-19 en mayo de 2020, con el fin enunciativo de garantizar a los migrantes el acceso a los servicios de salud y, como siempre, los derechos humanos. Este plan pretendía organizar y coordinar las acciones entre instancias como “Servicios Estatales de Salud (SESA), Secretaría de Salud, IMSS, ISSSTE, IMSS-Bienestar, DIF, INM, salud municipal, autoridades estatales y municipales, ONG, responsables de las casas, albergues y refugios” (Gobierno de México, 2020, p. 6) para brindar atención integral de salud a la población migrante.
De igual forma, la Secretaría de Salud aseveró que trabajaría en coordinación con el INM para garantizar las condiciones sanitarias de los migrantes alojados en sus estaciones (Infobae, 2020). Sin embargo, en Nuevo León dicha colaboración no se efectuó, pues no solamente no existe evidencia documental de semejante coordinación, sino que también el Pbro. Villarreal confirmó desconocer por completo el asunto.
Además, resulta otra vez significativa la disyuntiva entre la narrativa oficial de una postura de cero estigma contra los migrantes y una observación atenta de los hechos. Mientras el gobierno afirma que “es de resaltar que en cuanto a intolerancia y xenofobia, en el gobierno de México no somos partícipes de eso, sino de una visión solidaria que evita estigmatizar a las personas migrantes” (Miranda, 2020, párr. 9), en el Plan Operativo antes mencionado solo aparecen detalladamente las medidas relacionadas con el control epidemiológico, la vigilancia sanitaria y la gestión de la información de la población migrante. Dicho de otra forma, la promoción de la salud de los migrantes, así como la lucha en contra de la xenofobia, el estigma y la discriminación a la que se refieren los funcionarios no son siquiera mencionadas.
Este doble discurso, en apariencia contradictorio, se esclarece a través del concepto de represión compasiva (compassionate repression) postulado por Fassin, quien lo define como la “invocación de sentimientos morales de preocupación y empatía hacia los desfavorecidos y, al mismo tiempo, avanzar y desviar la atención de las políticas que aumentan el sufrimiento y la desigualdad” (Fassin y Gomme, 2004, p. 2).
En su lucha contra el COVID-19, el Estado actúa e interviene solamente para proteger al resto, al cuerpo social local. La nuda vida del migrante puede ser totalmente desestimada y hasta desechada, pero se considera al cuerpo enfermo como objeto de atención médica inmediata, en su calidad de amenaza patógena para la comunidad. De hecho, las autoridades de salud intervinieron en los albergues para migrantes en Nuevo León solamente cuando los cuerpos enfermaron, como en el caso ya mencionado del brote de enfermedad en un refugio de la localidad.
Para los otros, no existe ni prevención ni revisión médica. Según la investigación documental realizada, el gobierno de Nuevo León únicamente estableció un directorio COVID a través de su programa estatal Aliados Contigo con el objetivo de “apoyar a la población vulnerable del Estado de Nuevo León (...) difundiendo medidas de prevención (...) para contener el coronavirus en el Estado” (Secretaría de Desarrollo Social del Estado de Nuevo León, 2020, p. 2). Sin embargo, excluye de facto a las personas migrantes, pues pone como requisito “[comprobar] su estancia con un tiempo mínimo de 3 meses” en el estado (Secretaría de Desarrollo Social del Estado de Nuevo León, 2020, p. 7). Además, los rechazos en los hospitales fueron constantes, y en las estaciones migratorias solo se les brinda atención médica hasta que enferman. En este sentido, la pandemia vino a demostrar que los migrantes en México gozan únicamente de “bio-legitimidad” (Fassin, 2004, p. 310) cuando su estatus social de inmigrante irregular se sustituye parcial y temporalmente por el de cuerpo enfermo.
La experiencia de los actores de la sociedad civil organizada confirma esta situación. Casanicolás proporciona asistencia humanitaria a la población migrante en colaboración principalmente con un centro de salud local y dos universidades, y, en menor medida, con organizaciones internacionales, con tal de ofrecer servicios médicos y psicológicos, alimentación, resguardo, comunicación con familiares y acompañamiento espiritual. Villarreal explica que esta “alianza estratégica” permitió “atender a todos los migrantes desde hace años, sin discriminación de ningún tipo. Se han hecho brigadas aquí, de VIH, diabetes” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020). De forma que Casanicolás es un espacio donde se fomentan y llevan a cabo labores de biorresistencia, puesto que allí se les da la oportunidad a las personas migrantes de pensarse bajo significados propios, paralelos y en contraposición a los discursos patologizantes y criminalizantes de la biopolítica.
Frente al COVID-19, Casanicolás restringió sus operaciones y cerró sus puertas en marzo de 2020, manteniendo resguardadas a 50 personas. La Casa continuó con sus esfuerzos para proteger la salud de sus huéspedes con los pocos medios a su disposición, a pesar del abandono institucional. En efecto, en el mes de marzo de ese mismo año, los representantes de los tres albergues pertenecientes al episcopado en la entidad se reunieron con el secretario de Salud estatal y su equipo de trabajo, pero Pbro. Villarreal señaló que no se llegó a acuerdos ni hubo “compromiso [por parte] del secretario de Salud hacia los migrantes, salvo algunas recomendaciones generales para nosotros los albergues; puras recomendaciones verbales” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020). Dicho informante destacó que el funcionario los recibió “por obligación [pues] nosotros le pedimos el teléfono personal de él al arzobispo y lo buscamos” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
El informante presenta su entendimiento de la situación y considera que “la hipótesis de que el gobierno, el Estado, con la apariencia de hacer muchas cosas, está en realidad dejando a su suerte a los migrantes” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020). Este doble discurso característico tanto de las autoridades de salud como del resto del gobierno estatal se demostraría por “el hecho que hemos tenido también seis reuniones con el director de la Secretaría General de Gobierno y solamente se concretizó el envío de unas despensas, [cuando] ofrecieron una mensualidad de 90 000 pesos, dinero que no hemos visto” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
El Pbro. Villarreal añade:
Revisando la función de esta Secretaría General de Gobierno que es “ser intermediarios -esto está en el portal [de internet del gobierno del estado de N. L.]- en la solución de peticiones y demandas de ciudadanos y personas morales, atención a vulnerables, canalización (...)”, no se cumplió con la razón de ser de esta Secretaría en el COVID. Esto refuerza la hipótesis [de que están dejando a su suerte a los migrantes] (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
Para Casanicolás, solicitó
un filtro sanitario en la esquina, afuera del albergue, un toldo con pruebas rápidas, una especie de drive-thru para hacer pruebas exprés desde el automóvil, y la respuesta de esta Secretaría General de Gobierno fue “la alcaldesa no quiere”. Esto no se me hace una respuesta de gobierno del estado (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
Sobresale de este testimonio que el gobierno estatal, a pesar de su discurso oficial en el que pretende realizar una “identificación de población vulnerable” (Gobierno del Estado de Nuevo León, 2020, párr. 5), se exime de su responsabilidad hacia la protección de la salud de las poblaciones migrantes, y se conforma con delegar al individuo la responsabilidad de sus propias medidas de protección.
Despunta de igual manera la justificación de esta pasividad estatal en nombre de la negación de una autoridad menor (la alcaldesa), que deja entrever una convergencia de los tres poderes de la federación en el desinterés por los cuerpos migrantes, colocados seguidamente en una situación de desechabilidad. Dicha coordinación en la inacción hace eco de lo que Rodrigo Parrini (2015, p. 122) denomina “biopolítica del abandono”, que mantiene a los migrantes alejados de la población local, debido a los riesgos que acarrearían.
Frente al COVID-19, el Pbro. Villarreal arguyó que al Estado “no le interesa” cuidar la vida de los migrantes:
no existe una comunicación institucional para la opinión pública y los migrantes (...) Debiera haber una comunicación institucional muy clara. Aquí afuera [del albergue], debería haber por lo menos una manta del gobierno del estado que diga “a este teléfono te puedes comunicar (...) para los que desean regularizar su estancia o poner una denuncia”. Entonces no tenemos siquiera este mínimo. Este es un dato que muestra que en la omisión está la acción [cursivas de los autores] (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
Con el caso de Nuevo León queda entonces evidenciada la necropolítica migratoria y sanitaria de un Estado que solo se preocupa por proyectar una imagen respetuosa de los derechos humanos. En realidad, el poder no se conforma con dejar morir a las personas desechables, sino que además adopta una actitud disciplinaria hacia la sociedad civil que atiende a los migrantes con los -insuficientes- medios a su alcance. Ejemplo de esto es que, a pesar de la ausencia de orientación y apoyo del gobierno estatal, Casanicolás fue objeto de visitas de estricta vigilancia por parte de los inspectores de la Secretaría de Salud, de las cuales resultaron fuertes llamadas de atención.
El Pbro. Villarreal señala haber recibido amenazas de cierre del albergue si no se adecuaba a la lista de requerimientos a la que fue emplazado de apegarse:
Nos han visitado dos funcionarios de la Secretaría de Salud, aquí en el albergue. Un chavo vino a llenar un expediente y a quitarse un requisito. Vino, vio y dijo “está muy bien todo” y nos dejó un memorándum sumamente escueto. La segunda visita fue en un tono (...) con la amenaza de cerrarla [la Casa] si no cumplíamos con los requisitos (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020).
Villarreal insistió en que tal medida “sería muy escandalosa porque no ha habido un solo brote en la Casa” y lamentó otra vez que “no enfatizaron qué tipo de colaboración pudieran tener los de Secretaría de Salud para mejorar las medidas de seguridad [sanitaria] del albergue” (L. E. Villareal Ríos, comunicación personal, diciembre de 2020). Este acontecimiento resalta la manera en que se le otorgaron prerrogativas al médico que, antaño, solo el soberano podía ejercer (Agamben, 1998).
Se constata así que las poblaciones migrantes y las organizaciones sociales son objeto de un mismo trato por parte del biopoder del Estado: mientras las primeras sufren la represión del INM, las segundas están bajo el control y las medidas restrictivas de la Secretaría de Salud. Con el COVID-19, no solamente el Estado no ha garantizado el derecho a la salud de los migrantes consagrado en la Constitución y la Ley de Migración, sino que también ejerce una escrupulosa vigilancia sobre quienes tratan de suplir estos incumplimientos. Así, se extiende la regulación sanitaria de los cuerpos migrantes a las organizaciones que los asisten y se confunde la acción de control jurídico con la médica.
Los intentos de resistencia de las poblaciones migrantes
Semejante abandono sanitario y migratorio provocó luchas de resistencia de los afectados. Las redes familiares, eclesiales y del tejido asociativo se han vuelto decisivas para tratar de compensar esta situación asimétrica. Se ha documentado que, si bien las personas migrantes están sometidas a mecanismos de control y de opresión, no dejan de incorporar acciones de resistencia al orden social sumamente vertical que las domina.
Ramírez y Morales (2019) analizan las respuestas de los migrantes centroamericanos a todos los tipos de violencia que enfrentan en tránsito por México. Los autores remachan que a pesar de su posición de subordinación al poder que los acecha, los migrantes hacen uso de su capacidad de agencia para configurar y activar estrategias de contestación. Por lo anterior, el sujeto migrante puede considerarse como un resistente más que una víctima, “como un sujeto histórico protagonista de sus propios procesos y portador de saberes y experiencias, y no solo como portador de sufrimiento” (Ramírez y Morales, 2019, p. 1285).
Muestra de lo anterior es que en todo México se llevaron a cabo protestas, a veces frontales, en centros de detención para demandar el fin del encierro de las personas migrantes ante el riesgo de contagiarse de COVID-19. Del mismo modo, organizaciones relacionadas desplegaron campañas contra las deportaciones masivas y sin filtros sanitarios (Varela, 2021).
Para evitar semejantes detenciones, y como reacción a las violencias que enfrentan los migrantes en su camino, se intensificaron las movilidades grupales llamadas caravanas, las cuales prosiguieron durante la pandemia (BBC News Mundo, 2020). Se trata de movimientos inclusivos de los grupos de diferentes nacionalidades, géneros, edades y orientaciones sexuales, que tampoco excluyen a las personas de bajos recursos (Rizzo, 2021). La travesía se efectúa caminando, mediante aventones y se pernocta en albergues, iglesias, calles, plazas, entre otros. Organizadas por medio de redes sociales, estas caravanas otorgan, con menor costo, una mejor protección contra la delincuencia organizada, así como un apoyo solidario y el acompañamiento de organizaciones de la sociedad civil (Torre Cantalapiedra, 2021).
A diferencia de las movilidades individuales o en pequeños grupos, las caravanas obligan al Estado a darles mayor asistencia (Franco-Sánchez, 2021). En este sentido, pueden considerarse como un movimiento social migrante (Torre Cantalapiedra, 2021) en el que los discursos, las estrategias y las acciones de sus integrantes implican una constitución y representación de sí mismos como sujetos, que rompen con la imagen histórica y hegemónica de los migrantes como víctimas (Rizzo, 2021). Por lo tanto, constituyen formas de resistencia colectiva e individual a las políticas de contención y a la indolencia sanitaria, al confrontar al Estado para que cumpla sus obligaciones y responsabilidades.
A lo largo de estos recorridos, han surgido protestas públicas en contra de las instituciones que les impedían el paso, donde los migrantes solicitaban tarjetas de residencia por cuestiones humanitarias, es decir, regularizar su situación (Henríquez, 2021). En una tentativa de demandar al Estado mexicano el derecho a transitar libremente, los miembros de una caravana se manifestaron en la mismísima sede nacional del Instituto Nacional de Migración, donde amenazaron con realizar plantones y huelgas de hambre de no verse satisfechas sus reivindicaciones. Pidieron que se les permitiera avanzar en busca de atención médica, para no tener que elegir entre llevar a sus hijos al médico o ser deportados (Henríquez, 2021).
Sin embargo, estas iniciativas solo permitieron subsanar tenuemente los estragos del biopoder, que se reforzó drásticamente durante los primeros meses de la pandemia, como lo demuestra la represión por policías de estas manifestaciones, que dejó tanto agentes como migrantes lesionados (Infobae, 2021). Si bien las estrategias de resistencia que constituyen las protestas públicas3 no lograron cambiar las políticas gubernamentales per se, permitieron difundir públicamente su situación y eventualmente escalar a una audiencia mayor con el fin de provocar una movilización a su favor (Della Porta y Tarrow, 2005).
Un migrante hondureño y su familia, que fueron de los primeros deportados a Matamoros en agosto de 2019, llevaron a cabo una resistencia y protesta digital. El migrante llamado Josué grabó su experiencia y denuncias viviendo en un campamento improvisado; mandaba sus grabaciones a organizaciones civiles y periodistas en ambos lados de la frontera como forma de protesta contra la ausencia de lo más básico para preservarse del COVID-19 (comida, agua y baños). Josué explicó: “Esa era la única arma para defendernos, los vídeos” (Arroyo y Guerrero, 2021).
En Nuevo León, el Pbro. Villarreal expone que, mientras muchos migrantes sobreviven del dinero que les envían sus familiares desde su país de procedencia, algunos consiguen un pequeño ingreso barriendo banquetas o descargando cajas en los mercados. Para los que no están hospedados en albergues, se forman grupos para pagar un cuarto de renta compartido, donde a veces no hay servicios ni camas.
Por su parte, las organizaciones no gubernamentales locales han retomado estas prácticas de shaming para denunciar el abandono de los migrantes en este período tan complicado y recordarles a las autoridades sus obligaciones internacionales, a través de reportes, entrevistas a medios, y contactos directos con representantes de las mismas. Las asociaciones civiles trataron de portar la voz de quienes estaban prácticamente mudos ante la falta de espacios de expresión, pero a duras penas lograron perturbar la exigencia de sumisión al nuevo orden sanitario hegemónico, como se observa en el relato del Pbro. Villarreal con respecto a su reunión con las autoridades de salud.
Conclusión
La crisis sanitaria mundial develó la biopolítica, ya no como una recomposición del actuar del Estado, sino como una acción política como tal. Así, se ha reforzado el poder soberano que concluye quién vive y quién muere, con rasgos autoritarios y amenazadores, recurriendo a métodos muy antiguos y que se pensaban por lo menos acotados por la universalización de los derechos individuales. Si la política migratoria mexicana constituye claramente una puesta en práctica de la biopolítica, el continuum que ésta forma con las medidas sanitarias deja lugar a una necropolítica. Con la pandemia, ya no es la vida de las poblaciones migrantes, consideradas como prescindibles, sino su muerte la que está en juego.
En el sistema migratorio norte-mesoamericano, el COVID-19 vino a exponer todas las deficiencias estructurales que -¿paradójicamente?- reforzaron el bio/necropoder de los Estados en el momento de mayor intensidad de la pandemia: devolución de migrantes de Estados Unidos a México sin procedimiento judicial ni sanitario; hacinamiento de las poblaciones en estaciones migratorias en condiciones infrahumanas; abandono del Estado, dejando la responsabilidad de su bienestar a las casas de acogida insuficientemente equipadas física y humanamente; rechazo de la sociedad (en primer lugar, por los gobernantes y medios de comunicación) que los ve como invasores y amenazas. En este sentido, la violencia ejercida sobre los migrantes, relegados por el poder a una situación de supervivencia, representa una tentativa de subordinación a la vigilancia del Estado a través de medidas que desubjetivizan las formas de vida consideradas prescindibles, nocivas y peligrosas para la comunidad.
Para su desgracia, las personas migrantes en México jamás habían conseguido plenamente estos derechos, acostumbradas ya a la persecución y la arbitrariedad en su vida cotidiana, en nombre de un supuesto Estado de derecho. La única diferencia es que ahora esta dinámica de restricción de las garantías individuales se hace a plena luz y con apoyo tanto mediático como de la opinión pública. Es decir, ya no se esconde detrás de una narrativa derechohumanista, pues la raison d’État lo justifica potencialmente todo.
Frente a este biopoder enfocado en la represión migratoria y en una política sanitaria de la omisión, las personas migrantes llevan a cabo acciones de resubjetivización, aunque con resultados limitados. En efecto, las estrategias de resistencia implementadas en un intento por emanciparse de las formas de opresión que las acechan difícilmente encuentran eco fuera de la sociedad civil organizada que se mantiene firme a su lado.