Introducción
La Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, define la desaparición forzada como:
El arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley (Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos [OACNU], 2012).
Esta Convención, ratificada en Colombia en 2007, sentó las bases para la definición de los marcos normativos que, dentro de la legislación colombiana, han buscado tipificar este delito, en donde se destacan algunas leyes. En el año 2010 se dictó la Ley 1408, por medio de la cual se rinde homenaje a las víctimas de desaparición forzada y se dictan medidas para su localización e identificación, y, en el año 2011, la Ley 1448, denominada Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, que ubica esta práctica dentro de las categorías de hechos victimizantes, con el fin de garantizar a las víctimas el derecho a los procesos de búsqueda, verdad, justicia y reparación.
En el marco de esta legislación, la desaparición forzada caracteriza un delito asociado a la categoría originaria4 que contempla como elemento central la participación por acción directa o indirecta de las fuerzas del Estado o paraestatales. Sin embargo, las dinámicas propias del mundo globalizado sumadas a la violencia estructural presente en muchos países de América Latina, han incidido en la agudización de “las desigualdades profundas y violentas que caracterizan al mundo moderno, industrializado y urbanizado” (Fassin, 1999, p. 32), engendrando nuevas formas de violencia y desaparición para las que la caracterización contemplada en los marcos jurídico penales resultan ser insuficientes.
Estas transformaciones se hacen mayormente visibles en los espacios que comprenden las zonas de frontera, al ser territorios en donde se desarrolla una “violencia distinta a las violencias (...) de género, juvenil o urbana, [derivadas] de las asimetrías complementarias que se establecen en espacios donde se encuentran-separan dos o más Estados” (Carrión Mena, 2013, p. 61). Esta reconfiguración de la violencia se asocia a las dinámicas de delitos transnacionales presentes en las fronteras, como el contrabando, el narcotráfico y la trata de personas, en donde la desaparición se convierte en una práctica recurrente, pero con elementos diferenciados respecto de la categoría originaria.
Lo anterior se devela en el análisis documental de las denuncias presentadas en la frontera nortesantandereana,5 sobre una forma de desaparición que empezó a registrarse desde el año 2003 en este territorio6 que reviste modos de ejecución y perfiles distintos a los de las desapariciones ocurridas en otras temporalidades. Esto obligó a las investigadoras a ir más allá de los marcos jurídicos que tipifican esta práctica y así abordar el análisis desde nuevas categorías de desaparición que permitieran pensar en las graves vulneraciones humanas que no ocurren en un contexto de ruptura histórica, sino que se derivan de las catástrofes sociales ordinarias (Gatti, 2017) asociadas a condiciones de precariedad social y dinámicas económicas legales e ilegales presentes en los territorios de frontera. En este contexto, emerge la figura del desaparecido social (Gatti, 2017) donde converge gran parte de la población excluida “que hoy abunda, tanto en las fronteras del mundo (...) como en su centro (en cualquiera de los lugares de contención del desorden: centros de migrantes, campos de excepción, guetos de precariedad)” (Gatti, 2017, p. 29).
A la luz de estos planteamientos teóricos que establecen nuevas categorías para la comprensión de la desaparición, se analizará la práctica que ha sido denominada como desaparición forzada transfronteriza, con el fin de caracterizar los elementos que se asocian a ella. Así pues, el artículo se estructura en cuatro apartados. En el primero se desarrolla una perspectiva teórica relacionada con las categorías de desaparición y, a su vez, se describe la estructura metodológica empleada para la investigación. En el segundo se realiza una breve genealogía de la desaparición forzada en Colombia, destacando las particularidades de esta práctica en Norte de Santander. El tercer apartado presenta una contextualización de las características propias de esta frontera donde ocurren los casos, resaltando sus dinámicas económicas, así como su incidencia en la ejecución de esta modalidad de desaparición. De igual manera, se identifican las características de los actores - víctimas y victimarios-, así como las intencionalidades que subyacen a este delito. Finalmente, se exponen algunas reflexiones acerca de cómo la frontera se convierte, a la luz de esta práctica, en un dispositivo de desaparición en donde la imagen de la víctima se configura a partir de nuevas categorías para su nominación.
Metodología
El presente artículo se construyó a consideración de los resultados obtenidos en la investigación titulada «Desaparición forzada transfronteriza en Norte de Santander en el periodo 2010-2016. Acciones de documentación, denuncia y construcción de memoria», realizada como requisito de grado para la Maestría en Derechos Humanos y Cultura de Paz de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. A partir de dichos resultados, el presente artículo se desarrolló desde una perspectiva cualitativa y siguiendo un enfoque fenomenológico que “tiene como propósito principal explorar, describir y comprender las experiencias de las personas respecto a un fenómeno y describir los elementos en común de esas experiencias” (Hernández, 2014, p. 493).
En su fase metodológica el trabajo plantea dos etapas: En la primera se revisaron 43 expedientes de casos de desaparición forzada transfronteriza documentados por una organización de derechos humanos no gubernamental que hace presencia en Cúcuta, capital de Norte de Santander. A partir de este proceso, la segunda etapa consistió en la sistematización de la información en una matriz donde se consignaron las variables de los casos: nombre de la víctima, género, edad, fecha de desaparición, posible lugar de la desaparición, presunto responsable, denunciante y una descripción detallada del caso a partir de lo documentado en la denuncia penal adjunta al expediente.
El estudio de las variables y su relación con las particularidades de violencia propias del contexto permitió proponer una caracterización de los elementos asociados a esta modalidad de desaparición a partir de tres categorías: perfil de víctimas, de victimarios e intencionalidades. Así mismo, se planteó una segunda etapa con el fin de complementar la información obtenida en los expedientes, la cual consistió en la aplicación de entrevistas a profundidad a los familiares de las víctimas de desaparición transfronteriza. La información obtenida fue sistematizada en el software Atlas.Ti, lo que favoreció el análisis de categorías como reparación y memoria, propuestas en la investigación de maestría.
El análisis de los casos, además de facilitar el entendimiento de un delito que reviste algunas particularidades que se desligan de la categoría originaria de desaparición forzada, permitió establecer cómo las fronteras se constituyen en “un territorio de muerte”, según Calveiro (2020), inscrito en un contexto de actividades ilícitas, dominado por actores ilegales que disponen de la vida o muerte de quien se oponga a sus intereses económicos. La desaparición en la frontera implica no solo la evasión de responsabilidades por parte de los perpetradores, ante la total ausencia y control estatal, sino que involucra enormes complejidades en términos de los mecanismos jurídicos que deben activarse para los procesos judiciales, pues involucra a dos países, cuyas relaciones diplomáticas han estado rotas desde 2015.
Perspectiva teórica
En América Latina la desaparición forzada es un delito cuya génesis se inscribe en las estrategias de represión estado-céntricas de las dictaduras de la década de 1970, enmarcadas por la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional promovida por Estados Unidos. Este escenario creó “un ambiente doctrinal y jurisprudencial favorable a la tipificación internacional de este delito como ‘crimen de lesa humanidad’” (USAID y OACDH Colombia, 2009, p. 12). Esta tipificación responde a dos componentes: el primero se relaciona con la práctica generalizada de los actos de desaparición y el número de víctimas; y el segundo, está asociado con la sistematicidad y con los fines perseguidos al cometer el delito (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2016).
En este contexto, y debido al alto número de hechos asociados a la desaparición forzada en el Cono Sur, diversos organismos internacionales realizaron recomendaciones a los gobiernos de América del Sur con el fin de prevenir o detener esta práctica (CNMH, 2016). De esta forma, la comisión Interamericana de Derechos Humanos, consolidada en 1959, “creó el Grupo de Trabajo sobre desapariciones forzadas e involuntarias y en 1982 la Organización de los Estados Americanos (OEA), a través de la resolución AG/RES. 618 (XII-0/82), catalogó la desaparición forzada como gravísima violación de los derechos humanos” (CNMH, 2016, p. 38). Este grupo, constituyó un antecedente en la promulgación de la normativa interamericana en materia de desaparición forzada.
Es así que en 1994 se promulgó la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, a partir de la cual los estados participantes se comprometen a no practicar ni permitir la desaparición forzada y a desarrollar legislaciones pertinentes para su sanción. Para el año 2010 entró en vigencia la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas (OACNU, 2012), que en Colombia es aprobada mediante la Ley 1408 de 2010.
La revisión de estos marcos normativos permite identificar cinco elementos comunes asociados a este delito: 1) privación de la libertad; 2) participación del Estado (o de un grupo político según el Estatuto de Roma);7 3) ocultamiento de la víctima; 4) coparticipación, y 5) intencionalidad (Gómez Camacho, 2006, p. 33). La práctica de la desaparición forzada involucra, además, una espacialidad determinada por el lugar de ejecución de la práctica, que, para el caso de las desapariciones originarias, lo constituían los centros de detención clandestinos. Lugares como la Escuela Mecánica de la Armada en Argentina, Villa Grimaldi en Chile y, en Colombia, zonas como la Estación Belén de Medellín -antigua sede de la inteligencia policial del F2- (Estrada, 2020), funcionaron como dispositivos del aparato estatal para materializar la desaparición. Dichos espacios, si bien formaron parte de contextos políticos diferenciados,8 todos obedecían a la finalidad de “mantener y alimentar el aparato desaparecedor, la máquina de concentración-exterminio” (Calveiro, 2008, p. 18).
En ese sentido, la desaparición -desde su génesis- ha tenido un carácter de dispositivo que emana de las redes de poder estatales o paraestatales como forma de represión violenta y/o eliminación de las disidencias políticas. Sin embargo, esta connotación ha tenido una ruptura a partir de las dos últimas décadas, condición que obliga a repensar la desaparición más allá de las concepciones jurídico-políticas de la categoría originaria, situándola ahora en contextos con particularidades que derivan de las dinámicas socio-económicas de las sociedades liberales.
El fenómeno de la desaparición contiene diversos componentes. Bajo una nueva acepción que reconfiguran los elementos que a ella se asocian, principalmente los relacionados con el perfil de los perpetradores, la intencionalidad del delito y, especialmente, el perfil de la víctima que transita de la figura del detenido-desaparecido al desaparecido social, la cual, frente a la primera:
(...) se parece en sus rasgos tópicos, esto es, la ausencia, la invisibilidad, la falta de representación, la imposibilidad de la palabra y del nombre (...) pero también se diferencia de aquel, (...) en la cantidad (son muchos y masivos, frente a limitados y seleccionados, los que han sido expulsados de la noción misma de ser, de sujeto, de identidad, de sentido, y de los marcos normativos que las definen), en el alcance (aquellos fueron producto de una práctica sistemática, que seleccionaba enemigos políticos; estos pueden incluso ocupar el espacio social entero (...) y en la intensidad (supone como el originario una catástrofe, pero una que no es puntual, sino estructural y afecta a todos los aspectos de la existencia) (Gatti et al., 2019, p. 150).
Quedan así ubicados bajo esta categoría ese grupo humano expuesto a lo que Gatti (2017) denomina como catástrofe social: los indocumentados, los excluidos, los marginados, los que se arriesgan a atravesar fronteras permeadas por la criminalidad para mejorar sus condiciones de vida, exponiéndose de esta manera no solo a morir, sino a desaparecer.
En este sentido, la transnacionalización de la figura del desaparecido obedece a dinámicas violentas derivadas de políticas económicas y sociales inscritas en formas de gubernamentalidad de carácter neoliberal, en donde el Estado pasa a ser una estructura fragmentada en poderes locales penetrados por redes criminales de alcance global (Calveiro, 2021) que controlan los mercados legales e ilegales. Esto se evidencia en los espacios de frontera que, al ser territorios marginales y con una limitada presencia estatal, configuran un contexto favorable para el accionar de grupos armados no estatales (García Pinzón y Trejos, 2021) en donde prevalece un sistema de reglas trasnacionales (Ruggie, 1993, como se citó en Flacso Virtual Ecuador, 2021) determinadas por la débil gobernanza estatal, la proliferación de las economías ilícitas y la coexistencia de dos sistemas judiciales y de seguridad incompatibles.
Breve genealogía de la desaparición forzada en colombia
El conflicto colombiano, al ser uno de los más extensos y complejos del mundo en términos de actores, intereses y transformaciones, ha impactado a un gran porcentaje de la población al generar graves afectaciones humanitarias (CNMH, 2013; González, 2014). Aunque el fenómeno mismo de la desaparición -por su intención de ocultamiento- genera enormes dificultades para contabilizar el número de víctimas, la Unidad para la Atención y Reparación Integral a Víctimas del Conflicto Armado (UARIV),9 mediante su Red Nacional de Información, reporta a la fecha de publicación del presente artículo un total de 50 960 víctimas directas y 140 100 víctimas indirectas del delito de desaparición forzada (UARIV, 2023). Dada la transformación del conflicto en el país y la fuerte presencia de distintos actores armados, este delito ha variado con el tiempo, transformando los elementos asociados a su ejecución desde las particularidades del contexto y las dinámicas propias de violencia en cada uno de los territorios en donde se lleva a cabo. Por ello, el Centro Nacional de Memoria Histórica, en su informe Hasta encontrarlos, elaboró una reconstrucción genealógica de la desaparición en Colombia en donde traza algunos marcos temporales delimitados en cinco períodos que se describen a continuación:
El primer hito se identifica entre 1970 y 1981, período en que la práctica de la desaparición forzada aparece como una estrategia contrainsurgente del Estado frente al surgimiento de las guerrillas en donde agentes de seguridad estatales se configuran como los principales victimarios. Posteriormente, entre 1982 y 1990, este fenómeno denotó un crecimiento paralelo a los grupos paramilitares, pero exponencialmente en zonas de mayor movilización social, donde militantes de partidos alternativos logran un alto reconocimiento político que los convierte en víctimas de esta práctica. Entre 1991 y 1995 se presentó “un decrecimiento en el nivel de ocurrencia de la desaparición forzada en comparación con la coyuntura crítica del periodo anterior” (CNMH, 2016, p. 118), y se evidenció una mayor participación de las guerrillas en comparación a agentes estatales y grupos paramilitares en la comisión de este delito.
Consecutivamente, las épocas de 1996 y 2005 fueron consideradas como las más críticas debido a la consolidación del paramilitarismo bajo la aquiescencia del Estado. El accionar paramilitar tenía como fin consolidarse en los territorios, pero en lugar de recurrir a acciones visibles como las masacres, estos grupos empezaron a emplear con mayor fuerza la desaparición forzada, ya que era una práctica que facilitaba la minimización de las tasas de homicidios. La transición al uso de la desaparición en lugar de los asesinatos selectivos estuvo motivada por un factor propio de la temporalidad relacionado con la posibilidad de una negociación con el gobierno para su desmovilización. La reducción de las altas tasas de masacres y asesinatos que se venían registrando desde 1997 hasta 2003, favorecía que estas organizaciones fueran consideradas actores políticos y no bandas criminales, lo que generaba posibilidades de negociación con penas más reducidas en el marco de un proceso de justicia transicional.
Entre 2006 y 2015, luego de la desmovilización paramilitar,10 la desaparición forzada involucraba a grupos cuyo principal interés era ejercer mediante esta práctica control y poder sobre la población. Este hecho se incrementó en ciudades capitales y áreas metropolitanas donde predominaban disputas entre los grupos armados por las rentas ilegales derivadas del narcotráfico. Así mismo, este período coincide con la continuidad de la Política de Seguridad Democrática promovida por el expresidente Álvaro Uribe Vélez, la cual contemplaba un alto componente represivo y militar en contra de la población civil que desencadenaba graves violaciones a los derechos humanos. En este escenario se inscribe una estrategia de ocultamiento y posterior asesinato de las víctimas, conocidas como “falsos positivos”11 (CNMH, 2016, p. 153).
A partir del año 2016, luego de la firma del Acuerdo de Paz (Acuerdo Final de 2016) entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), organizaciones como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), la Corporación Jurídica Libertad y otros organismos internacionales no gubernamentales y de víctimas, se registraron y denunciaron más casos de desaparición forzada. Lo anterior evidencia que, a pesar del escenario colombiano de transición hacia la paz, la ejecución de este delito sigue siendo una práctica continua. Esto se da entre los grupos disidentes del proceso de paz y otros actores del conflicto que entran a disputar el control territorial, manteniendo las afectaciones en contra de la población civil.
Desde la entrada en vigor del Acuerdo de Paz (2 de diciembre de 2016) hasta agosto de 2020, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) registró 466 nuevas desapariciones relacionadas con el conflicto armado y la violencia sociopolítica (Acuerdo Final de 2016). De los casos reportados, 376 corresponden a víctimas extranjeras (entreellas, 216 serían venezolanas) que han sido reportadas como desaparecidas en departamentos ubicados en zonas de frontera como Norte de Santander, Nariño, Antioquia y Chocó (Movice, 2020). Estas cifras dan cuenta de cómo la frontera se ha transformado en un espacio que no garantiza la seguridad e integridad de quienes deciden transitar por ella, en especial de la población venezolana que se ve obligada a cruzar estos espacios controlados por las organizaciones ilegales, con el fin de adquirir víveres, medicamentos y demás bienes de consumo que escasean en Venezuela.
La desaparición forzada y sus prácticas en la zona de frontera
Norte de Santander se ha constituido históricamente como una de las zonas con mayores índices de desaparición forzada en el país (Cañizares, 2010). Su ubicación fronteriza con Venezuela la convierte en un territorio estratégico para el accionar de los grupos armados y el desarrollo de economías enmarcadas en la informalidad y la ilegalidad. El contexto de violencia en el departamento y las disputas por el control territorial han incidido en que la desaparición forzada se convirtiera en una estrategia de terror y dominio sobre la población civil que, a partir de las dinámicas propias del conflicto en este territorio, ha logrado ejecutarse a través de estrategias diferenciadas frente al resto del país. Como señala Cañizares (2010), la desaparición forzada en esta zona está enmarcada bajo las siguientes prácticas y periodicidades:
Inhumación en fosas clandestinas y ríos (1999-2001): En este período se empiezan a registrar denuncias sobre casos de tortura y desaparición de personas opositoras al régimen paramilitar en la región. Grupos armados al margen de la ley desmembraban los cuerpos de las víctimas y los arrojaban a ríos y basureros; en otros casos, los inhumaban en fosas clandestinas ubicadasen zonas periféricas de la capital. El grupo de víctimas lo constituían campesinos que, en muchos casos, eran estigmatizados por ser considerados colaboradores de la guerrilla, así como miembros de organizaciones sindicales y obreras. Sin embargo, durante este período, este grupo empezó a ampliarse hacia perfiles asociados a dinámicas más económicas que políticas. Así pues, comerciantes, conductores y vigilantes entraron a formar parte de los nuevos desaparecidos: a los del primero grupo, por considerarlos auxiliadores económicos de los grupos guerrilleros, y a los del segundo, por señalarlos como posibles fuentes de inteligencia para estos grupos.
Cremación de cuerpos (2001-2003): Este período se constituye como uno de los más álgidos del predominio paramilitar en la región, en donde los índices de violencia y los hechos victimizantes escalaron a cifras nunca antes registradas hasta ese momento. Las elevadas tasas de homicidios que se presentaban en el territorio provocaron que las estructuras paramilitares diseñaran como nueva estrategia para disminuir estos indicadores, la habilitación de dos hornos crematorios para incinerar los cuerpos de las víctimas (ubicados en el corregimiento de Juan Frío y Banco de Arena). Ahí se cremaron más de 560 cuerpos con el fin de “frenar las estadísticas de homicidios y masacres cometidas cuando las autoridades empezaron a encontrar fosas con desaparecidos” (Osuna, 2015, p. 41). De esta forma, “con la reducción a cenizas de los cuerpos de las víctimas, los grupos paramilitares buscaron desaparecer las desapariciones” (Cañizares, 2010, p. 64).
Desaparición transfronteriza (2003-2019): Según información de organizaciones de derechos humanos, a partir del año 2003 los actores armados responsables de las desapariciones empezaron a hacer uso de una práctica denominada desaparición forzada transfronteriza, en donde las víctimas desaparecidas en Colombia eran trasladadas a territorio venezolano a través de los pasos ilegales que conectan a Cúcuta con el estado de Táchira en Venezuela, para luego ser inhumadas en fosas clandestinas en suelo venezolano. De igual modo, también se trasladaban personas vivas a sitios conocidos por las autoridades venezolanas como “zonas de liberación”, expresión con la que “las autoridades venezolanas se estarían refiriendo a aquellos sectores donde habitualmente grupos armados colombianos cometen ejecuciones de ciudadanos colombianos en lugares próximos a Venezuela (o sobre la línea fronteriza) para endilgar cadáveres a este país” (Cañizares, 2010, p. 92).
Como se mencionó, los primeros casos de desaparición transfronteriza fueron denunciados en 2003, sin embargo, esta práctica se ha mantenido hasta la actualidad. Tan solo caminando a través del puente Internacional Simón Bolívar -uno de los pasos legales que conecta a Cúcuta con el estado de Táchira-, es posible ver carteles con imágenes de personas de quienes se desconoce su paradero y que hacen referencia a haber desaparecido en la frontera (fotografías 1 y 2).
Por su parte, las organizaciones de derechos humanos que realizan labores de asistencia jurídica y sicosocial a las víctimas de desaparición forzada en Norte de Santander, siguen recibiendo denuncias de casos. En ellos, los familiares afirman haber perdido el rastro de su ser querido mientras trabajaban en labores asociadas a la economía informal que les implicaba atravesar de manera continua los pasos ilegales que conectan la frontera colombo-venezolana.
Norte de Santander: un espacio liminal en donde las economías ilegales producen desaparecidos
Los territorios fronterizos encierran una serie de características que los convierte en espacios únicos en donde los límites de lo legal e ilegal tienden a desdibujarse. Y son precisamente esas configuraciones etéreas las que hacen que éstos sean lugares propicios para el desarrollo de actividades que -aun cuando revisten un carácter de ilegalidad- son asumidas como acciones lícitas por las comunidades y se les apropia como parte de su identidad cultural, producto de su práctica consuetudinaria en este tipo de territorios. Colombia y sus fronteras12 no son la excepción a este patrón, pues, aunque en estos territorios alberguen elementos diferenciadores a partir de las peculiaridades de su contexto, en sus dinámicas sociales, culturales y económicas no se marcan grandes distancias entre una región u otra.
Para el caso puntual de este trabajo, se tomó como contexto de referencia la frontera colombo- venezolana que está delimitada por los 421 kilómetros que separan al departamento colombiano de Norte de Santander con los estados venezolanos de Táchira y Zulia. Este ha sido por décadas un espacio en donde la delimitación geográfica se configura más allá de lo espacial, ya que esta frontera ha adquirido un significado que la define como “un área de integración y/o separación; una zona de transición entre los territorios, donde existen e interactúan diferentes normas, pactos o acuerdos que [los] identifican” (Albornoz-Arias et al., 2019, p. 3).
Este territorio ha sido el escenario de dinámicas de intercambio económico derivadas de las constantes variaciones entre el precio del peso y del bolívar y, a su vez, se ha constituido como un espacio generador de procesos migratorios desde ambos países. Del lado colombiano, la violencia ha sido uno de los principales factores de expulsión y desarraigo hacia países como Venezuela, cuyas dimensiones y características han fluctuado en sus más de 60 años13 de existencia y se enmarcan en cuatro momentos: 1) de la violencia bipartidista a la subversiva (1958-1982), 2) la expansión de paramilitares y guerrilla con propagación del narcotráfico (1982-1996), 3) la polarización de la confrontación (1996-2000), y 4) las negociaciones en medio del conflicto (2005- 2012) (CNMH, 2013, como se citó en Villamizar, 2018).
La migración colombiana hacia Venezuela también ha tenido sus propios ciclos. El primero se dio hacia la década de 1940 -como consecuencia de los sucesos del 9 de abril de 1948-, lo que generó la primera ola migratoria de colombianos que, huyendo del conflicto, encontraron en ese país, además de trabajo, buenas condiciones de vida (Suárez, 2015). Un segundo momento fue hacia la década de 1970, como resultado del boom petrolero venezolano que produjo una alta cotización del bolívar e incentivó un significativo tránsito de colombianos hacia ese territorio en busca de oportunidades de empleo, principalmente en el sector agrario. Venezuela, durante ese período, funcionó “como receptor de mano de obra colombiana calificada, no calificada y campesina, principalmente en sus zonas fronterizas, por la (...) permeabilidad de las fronteras y facilidades comunicacionales que actúan como factores a favor de esta migración” (Álvarez, 2004, p. 192). Y finalmente, un tercer momento que “tomó un impulso (...) desde el inicio del gobierno de Nicolás Maduro en 2013, debido a una crisis económica, política, social e institucional sin precedentes” (Paz Noguera et al., 2021, p. 79), y que, según cifras de Migración Colombia de octubre de 2020, ha dejado un total de 1 717 352 venezolanos radicados en este país (El Tiempo, 2020).
El tránsito de migrantes colombianos hacia Venezuela no ha sido el único elemento característico de esta región, ya que las dinámicas de comercio formal, informal, legal e ilegal también empezaron a hacer parte del repertorio de prácticas que hicieron de esta zona un territorio con elementos únicos frente al resto de las regiones del país. A las asimetrías en el diferencial cambiario que facilitaban una dinámica actividad comercial entre Cúcuta y municipios del estado de Táchira, como San Antonio y Ureña, se sumó la generación de estrategias económicas ilegales enmarcadas en el desarrollo de actividades como el contrabando de combustibles, víveres y medicamentos; dichos productos, al ser subvencionados por el estado venezolano, generaban una alta rentabilidad a quien decidiera comercializarlos ilegalmente en Colombia. Fue así que en Norte de Santander empezó a consolidarse una economía de frontera altamente diversificada -compuesta por mercados legales e ilegales- y que [ha tenido] una lógica invasiva en los planos legales, económicos y políticos, a través de prácticas violentas y delictuales” (Carrión y Espín, 2011, p. 13).
El contrabando, como parte de estas economías ilegales, ha sido una práctica histórica en Colombia, que, desde sus orígenes en el siglo XIX, ha estado relacionada con:
(…) las vicisitudes de la construcción de un Estado moderno (...) principalmente la insuficiencia de ingresos y las consecuentes elecciones de política fiscal y arancelaria, una lógica social que privilegiaba el interés particular sobre el bien común y toleraba el recurso de prácticas teóricamente invalidadas en un Estado republicado moderno (Laurent, 2008, p. 16).
En su ejecución, esta actividad se desarrolla a través de varias modalidades que van desde la pequeña a la gran escala. Bajo la primera forma, “se concentran el tráfico de alimentos y productos de consumo masivo, debido al diferencial en el tipo de cambio entre la moneda de Colombia y de Venezuela” (Albornoz-Arias et al., 2019, p. 6). Esta actividad se ejecuta de manera individual y, antes de los cierres fronterizos,14 se realizaba por personas que varias veces al día compraban en pequeñas proporciones mercancías en Venezuela y cruzaban la frontera a través de los puentes internacionales para luego revenderlas en Colombia. Después del cierre fronterizo, los pasos ilegales ubicados en la ribera del río Táchira, se convirtieron en las nuevas rutas de circulación para esta modalidad de contrabando, la cual ha logrado convertirse en una práctica transnacionalizada.
La otra modalidad del contrabando es la que se desarrolla a gran escala y tiene que ver con el ingreso al país de mercancías en grandes proporciones, obviando el pago de aranceles, hecho que se facilita “por la corrupción de los funcionarios al no ejercer el control debido de las aduanas o pasos fronterizos” (Mazuera-Arias et al., 2019, p. 176). Esta actividad -en todas sus escalas- forma parte del portafolio de economías criminales que manejan las diferentes estructuras armadas ilegales que operan en esta zona de frontera, quienes no solo controlan el tránsito ilegal de los productos de un país a otro, sino también el mercado donde se comercializan.
Pero no es solo el contrabando de gasolina y de otros productos (por ejemplo, carne, plásticos, aluminio, cobre y víveres de la canasta familiar) la única actividad económica ilegal, ya que la extorsión es también otra de las prácticas controladas por las estructuras al margen de la ley que operan en esta zona del país debido a las altas rentas que produce. La extorsión se realiza de dos formas: una es a través de cobros extorsivos a comerciantes y transportadores de la región y la otra por medio del cobro de un impuesto a quienes transitan por los pasos fronterizos ilegales creados desde el cierre de la frontera en 2015. Las trochas15 que comunican a Venezuela con los municipios de Puerto Santander y Tibú son controladas por el Ejército de Liberación Nacional (ELN), Los Pelusos y Los Rastrojos,16 quienes exigen el pago de un peaje tanto a los pasantes minoritarios de contrabando como a las personas que necesitan entrar a Colombia, ya sea para adquirir artículos de primera necesidad o medicamentos que escasean en Venezuela.
La guerrilla históricamente empleó la extorsión como fuente de financiación, principalmente con empresas nacionales, extranjeras y terratenientes en la zona rural, denominándola “impuesto de guerra” (Verdad Abierta, 2016). Por su parte, los grupos neoparamilitares que emergieron después de la desmovilización paramilitar han aprovechado el temor de la población para imponer cuotas extorsivas en varios sectores de la economía de la ciudad (formales e informales). A pesar de que las guerrillas usaron esta práctica a través de cobros “de manera diferenciada estableciendo cuotas fijas vinculadas a la capacidad económica del extorsionado” (Garzón et al., 2016, p. 19), los grupos neoparamilitares rompieron este modelo y convirtieron la extorsión en una herramienta fluida de recaudo. Además de fijar cobros con periodicidades diarias, semanales o quincenales, pusieron en su radar no solo a empresarios y terratenientes, sino que fijaron cuotas extorsivas a propietarios de negocios pequeños y comerciantes informales que en muchos casos vivían de lo producido por las ventas del día (por ejemplo, vendedores ambulantes, moto taxistas, cambistas informales y expendedores de gasolina de contrabando, conocidos como pimpineros).
En esta frontera, las extorsiones se realizan en connivencia con las autoridades de ambos países, quienes, a su vez, exigen el pago de cuotas a las redes ilegales por permitirles esta actividad. Los Rastrojos y Los Pelusos extorsionan a quienes transitan por pasos ilegales más cercanos a la línea fronteriza del territorio colombiano, en donde tanto la Guardia Venezolana, como miembros de los grupos ilegales colombianos, tienen instalados puntos de control para ejercer este cobro.
Así mismo, el alto flujo de migrantes venezolanos (producido por la agudización de la crisis económica y social en Venezuela) provocó que el ELN, Los Pelusos, Los Rastrojos y el Clan del Golfo17 empezaran a cobrar extorsiones por la circulación de los migrantes a través de las trochas. Por este camino cruzan la frontera alrededor de 1 200 personas diariamente (Revista Semana, 2018), lo que genera altas rentas para estas organizaciones pues el cobro por persona comprende cifras que oscilan entre 15 000 y 35 000 pesos colombianos.
Las cuantiosas utilidades que deja diariamente esta actividad criminal son el factor que ha desatado una disputa violenta entre las distintas organizaciones criminales que buscan tener el control total de estas economías ilegales. Esto genera un grave impacto humanitario que se evidencia en forma de masacres, desplazamientos y desapariciones forzadas. Esta última, en las décadas actuales ha logrado mutar hasta adquirir algunas singularidades que la deslindan de la categoría originaria, al transformar las intencionalidades con las que se ejecutan, así como el perfil de las víctimas y el de sus perpetradores.
La desaparición forzada transfronteriza: caracterización de una práctica emergente en la frontera
La desaparición forzada transfronteriza es una práctica hasta ahora documentada en esta zona de la frontera colombiana. Su término fue acuñado por una organización de derechos humanos de Cúcuta que ha registrado un total de 43 casos de esta modalidad durante el período 2010-2016, tal como se ilustra en la gráfica 1. Este delito consiste en la desaparición de ciudadanos colombianos en territorio nacional y su posterior traslado a Venezuela. En algunos casos denunciados, los cuerpos han sido hallados en fosas clandestinas del vecino país en zonas limítrofes con Cúcuta y su área metropolitana, situación que genera fuertes obstáculos para los procesos de judicialización, búsqueda y reparación de las víctimas en Colombia.
El análisis de los casos permitió establecer que los primeros registros de este tipo de desaparición son del año 2003 y se intensifican durante los años 2010-2011. Hecho que guarda relación con el período de agudización de la violencia derivada de la expansión y control territorial de los grupos armados pos desmovilización paramilitar en Colombia y en Norte de Santander en particular.
Desde mediados de 2011, en Cúcuta y sus alrededores, los principales perpetradores de los hechos de violencia fueron los grupos conocidos como Los Urabeños y Los Rastrojos, quienes se disputaban el control de la zona, generando hechos de desplazamientos intraurbanos de la población que habitaba barrios periféricos. Muchos tuvieron que salir debido a que eran estigmatizados y señalados de ser colaboradores de la guerrilla. La pugna de estos grupos en esta región era “por el control de rutas para el narcotráfico hacia Venezuela, así como para el contrabando de hidrocarburos, armas y mercancías” (Pérez Salazar y Montoya Cely, 2013, p. 8).
Fuente: Casos documentados por la Fundación Progresar en Cúcuta (Patiño Idárraga y Páez Meza, 2019, p. 84).
La revisión de los expedientes y los testimonios obtenidos de los familiares de las víctimas dan cuenta de cómo el mayor número de desapariciones con un carácter transfronterizo se han presentado en los municipios ubicados en todo el borde fronterizo entre Norte de Santander y el estado de Táchira, en Venezuela. Los municipios Villa del Rosario y Puerto Santander, que comunican a Cúcuta con el estado de Táchira, se consolidan como las zonas con mayor número de denuncias de casos de desaparecidos. Estos territorios albergan la particularidad de ser las zonas en donde se encuentran ubicados varios de los principales pasos ilegales o trochas por donde se desarrollan las actividades ilícitas controladas por estas estructuras al margen de la ley.
La disputa por el control de las trochas obedece a las grandes rentas que se obtienen por el paso del contrabando en todas sus escalas, así como por la imposición de tarifas a comerciantes informales que transitan por este territorio y a migrantes que hacen uso de esos pasos para cruzar la frontera. La negativa de pago de estas tarifas, así como las confrontaciones entre las estructuras criminales por tener el monopolio del cobro del tránsito a través de estos lugares, han agudizado los índices de violencia de los que emergen prácticas disruptivas de la desaparición forzada como la modalidad transfronteriza.
La caracterización de este delito se corrobora al analizar los perfiles de las víctimas y los testimonios de los denunciantes de las desapariciones registradas en los expedientes. De los 43 casos documentados, 28 correspondían a hombres con edades comprendidas entre los 20 y 40 años, cuyas condiciones de pobreza, sumadas a la falta de opciones de empleo formal, los llevó a desempeñar trabajos relacionados con la economía informal sobre el borde fronterizo, como vendedores ambulantes, mototaxistas y, en algunos casos, como pasantes de contrabando a pequeña escala, exponiéndose a la ejecución de labores en territorios controlados por la criminalidad. Varios de los casos dan cuenta en la denuncia que la víctima era obligada a pagar un impuesto a las estructuras armadas para poder ejercer su labor, y en otros el denunciante manifestó que su familiar recibió amenazas previas a su desaparición cuando intentó evadir este pago.
De esta manera, las víctimas ya no tienen un perfil político o social, sino que son parte de un contexto de exclusión que los obliga a ser funcionales a los intereses económicos de soberanías locales que alimentan todo un sistema criminal de violencia. Así, la desaparición se constituye como una estrategia para eliminar a quienes obstaculicen dichos intereses o a quienes no cooperen con las reglas impuestas.
Por ende, los perpetradores de las desapariciones transfronterizas responden -en su mayoría- al perfil de los grupos neoparamilitares que operan en este territorio de frontera, conformados a partir de la desmovilización paramilitar. En los casos documentados, los denunciantes atribuyen la responsabilidad de la desaparición a actores particulares del conflicto: neoparamilitares, Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), paramilitares, Los Rastrojos y otros desconocidos. Esta última categoría es empleada por las víctimas como una forma de denominar a otros grupos armados y grupos ilegales posteriores a la desmovilización.
La práctica de las desapariciones por parte de estos grupos fue corroborada por uno de los integrantes del Frente Fronteras, Armando Mejía, alias «Hernán», quien, en audiencia ante la justicia colombiana, reconoció que las AUC18 implementaron diversas estrategias de desaparición, entre ellas, incineración de cuerpos en hornos diseñados para tal fin y empleo de fosas comunes para ocultarlos. Posteriormente, ante el incremento de denuncias y con el fin de evadir responsabilidades, “ya no desaparecían entre las brasas de los hornos, sino al otro lado del río Táchira, en territorio venezolano, donde la policía de ese país desenterraba a diestra y siniestra los cuerpos que vomitaba la guerra colombiana” (El Espectador, 2009, s. p.).
De esta forma, la frontera reviste -a través de esta práctica- no solo un significado inscrito en un espacio geográfico, sino que, a su vez, se configura como lugar de abandono, desprotección y total ausencia estatal. Por lo tanto, se concibe como un área distinta a los sitios de las desapariciones originarias donde prevalecía una reducción y control del espacio (por ejemplo, los centros de detención) (Schindel, 2020), o “donde los sujetos marginados tendían a estar atados y estabilizados en lugares fijos” (Schindel, 2019, p. 15). De acuerdo con la autora, el caso de la frontera colombo-venezolana es parte de nuevas desapariciones en donde los sujetos transitan de un lugar a otro de manera permanente. Estos fenómenos pueden “leerse en relación a los nuevos despliegues de gubernamentalidad en el contexto neoliberal, donde las desapariciones dependen menos de la represión social pero más activamente del abandono” (Schindel, 2019, p. 15).
Las implicaciones de una nueva cartografía de la desaparición
La desaparición forzada es un delito que considera un drama que rebasa los límites de lo humano y reviste la singularidad de generar una doble víctima: quien padece la desaparición y el familiar que emprende su búsqueda. En este sentido, la normativa nacional19 e internacional20 que sustenta este delito también considera como víctima a toda persona que haya sufrido una afectación directa como consecuencia de una desaparición forzada, incluyendo a los familiares del desaparecido, quienes generalmente ejercen un rol de denunciante, tanto en estrados judiciales, como mediante organizaciones o colectivos de víctimas que intentan reivindicar la memoria del desaparecido a través de plantones, marchas o actos simbólicos.
Así mismo, el marco normativo internacional e interamericano vigente de la desaparición forzada se fundamenta en las graves vulneraciones a los derechos humanos que tuvieron lugar en el contexto de las dictaduras en el cono sur durante la década de 1970, por lo que se considera que las características que enmarcan la desaparición en esta época constituyen el sentido originario de la misma (Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, 1992; Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, 1994; Convención Internacional para la protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, 2006). De este modo, el perfil de la persona desaparecida mantuvo una connotación política y social, pues eran, en su mayoría, miembros de organizaciones políticas de izquierda, movimientos sociales, estudiantiles y sindicales a quienes su filiación los convertía en enemigos potenciales del sistema político.
Colombia, aun sin dictadura, pertenece al grupo de países latinoamericanos en los que la desaparición también fue parte de sus repertorios de violencia hasta convertirse en una práctica sistemática, pero con la particularidad de que ésta no solo emergía de una matriz Estado-céntrica, sino que estaba determinada por una simbiosis de actores estatales y paraestatales. La ejecución de las desapariciones por parte de estos dos victimarios obedeció a ciertos factores relacionados con el contexto social y político propio de ese período: la privatización de la estrategia contrainsurgente con la promoción de los llamados grupos de autodefensa, la irrupción de los narcotraficantes y la cooptación de los grupos paramilitares, la oposición de las élites regionales a las políticas de paz y su reacción a la expansión de las guerrillas y la exacerbación de la ideología anticomunista (CNMH, 2016).
El rol de estos actores como victimarios permitió, a su vez, la transfiguración de algunos elementos de esta práctica, particularmente los asociados a los mecanismos para su ejecución. Durante la década de 1970 “se agudizaron las detenciones y el aniquilamiento sistemático de miembros de la oposición política por medio de detenciones en lugares clandestinos y mecanismos de tortura realizados por los organismos de seguridad del Estado, pero sobre todo por el F2”21 (Cajiao, 2008, como se citó en Bedoya et al., 2012, p. 7). Sin embargo, a partir de la década de 1980, con la irrupción de los cárteles de la mafia y la consolidación de los grupos paramilitares, se dio paso a la configuración de ríos, inhumación en fosas y hornos de incineración como nuevos dispositivos de desaparición.
En esa misma década, como parte del repertorio de las mafias se empezaron a utilizar recursos como las motosierras para descuartizar cuerpos y su lanzamiento al agua; la incineración en pilas de llantas o la utilización de las fosas clandestinas. Fue así que se prolongó en el tiempo “en una trama confusa en la que la violencia del narcotráfico no pocas veces es utilizada para invisibilizar la violencia del conflicto armado, reconociendo que ambas se suceden simultáneamente” (CNMH, 2016, p. 115).
El incremento de esta actividad de desaparición incidió en la degradación y el recrudecimiento de la violencia paramilitar que alcanzó su punto más alto hacia el año 2002, cuando la cifra de desaparecidos ascendió a un total de 7 963 víctimas (Mingorance y Arellana Bautista, 2019). Después de la desmovilización paramilitar, estos dispositivos de desaparición sufrieron una nueva transformación. Los grupos neoparamilitares que se conformaron después de la negociación buscaron seguir haciendo uso de la desaparición forzada como estrategia de control, pero haciendo menos visible su práctica. A partir de ese momento, el territorio fronterizo se estableció como la espacialidad idónea cuyas características geográficas se traduce en espacios de integración para el crimen donde se separan las fuerzas que luchan contra él y se privilegia al crimen y a la violencia (Carrión y Espín, 2011).
Gran parte de las desapariciones forzadas transfronterizas que empiezan a generarse en la frontera entre Norte de Santander (Colombia) y el estado de Táchira (Venezuela) adquieren unas características de retorno y escisión frente a la categoría originaria. Retorno, al mantener el objeto de producir con este hecho el ocultamiento del cuerpo de la víctima, su eliminación como sujeto y el despojo de su manifestación sensible al ser sustraído del espacio fenoménico de la aparición (Tassin, 2017); y escisión, al presentar un perfil de víctima alejada de una categoría política.
Así, la desaparición forzada transfronteriza logra poner en duda los constructos teóricos y normativos sobre los que se ha tipificado este delito y plantea un nuevo paradigma para su comprensión, más aproximado a una lectura sociológica. De esta manera, tanto el marco normativo que soporta la desaparición forzada, como las interpretaciones de este fenómeno en las ciencias sociales, constituyen dos perspectivas de análisis del fenómeno. Desde el marco jurídico internacional, la categoría de desaparición parece ser inactiva, estar definida y determinada. Desde las disciplinas sociales, se intenta superar esta visión al reflexionar sobre los cambios y las transiciones que implica la desaparición en nuevos contextos de exclusión radical y abandono, especialmente en zonas fronterizas determinadas por intereses económicos ilegales que caracterizan la intencionalidad de esta práctica.
Tassin (2017) denomina a esta nueva categoría de desaparecidos como los ocultados, refiriéndose a los inmigrantes que, por entrar de manera irregular a un territorio, terminan “privados de toda visibilidad política e incluso social (...) condenados a desaparecer para ser” (p. 107). Aunque las víctimas de los casos documentados para este trabajo no eran inmigrantes, el hecho de estar relacionados con el desarrollo de actividades económicas informales y de contrabando en la frontera hace que sus perfiles sean susceptibles de ser analizados bajo esta categoría de desaparecidos en las sociedades liberales que plantea el autor.
El perfil del desaparecido transfronterizo lo conforman ciudadanos colombianos, en su mayoría jóvenes, en condición de pobreza, inscritos en segmentos marginales de la población, desechados por las mismas lógicas del sistema que habitan en la periferia de la ciudad, ese límite fronterizo que no tiene presencia estatal. Son sujetos que antes de desaparecer físicamente, según Gatti y Martínez (2020), no eran vistos ni tomados en cuenta, no importaban. En este sentido, la violencia económica y social propia de este territorio de frontera significó una doble vulnerabilidad: al estar presentes su existencia quedó supeditada al riesgo constante y a la fragilidad que representa ser parte de los mercados informales e ilegales; y al desaparecer en la frontera -estar ausentes- son condenados a un estado de desmaterialización que hace imposible para sus familiares el duelo y el recuerdo (Tassin, 2017).
La frontera como “instancia de vulnerabilidad, de desprotección civil, de despojamiento y abandono (...) abre la posibilidad a la desaparición” (Schindel, 2020, p. 6), más allá de ser el contexto donde ocurre el delito, es el elemento que lo facilita. El territorio fronterizo no solo determina y materializa el delito de la desaparición, sino que además lo complejiza al generarse en un espacio en donde la autoridad de cada país olvida su deber de garantizar protección. De esta forma, la desaparición se convierte en “una herida que se abre en la frontera y no llega a cerrarse, una herida sin sutura” (Schindel, 2020, p. 6).
La desaparición de personas en una frontera rota por la inexistencia de relaciones diplomáticas entre los países que la conforman, es un delito grave que vulnera a la víctima y presenta un doble desafío para sus familiares al momento de emprender los procesos de búsqueda, justicia y reparación. La búsqueda se hace hostil al desaparecer en una frontera convertida en fosa común cuyo control territorial -en gran parte- está bajo el poder de las estructuras armadas ilegales de Colombia y Venezuela. Una justicia ralentizada por trámites agotadores e infructuosos ante dos sistemas jurídicos inoperantes que, aunque mantienen un discurso permanente en torno a las garantías de protección de los derechos humanos, en la práctica éstas se desconocen. La reparación es inalcanzable debido a la falta de sensibilidad frente al sufrimiento de las víctimas y a la normalización de los escenarios de crueldad que hacen de esta práctica un hecho persistente que, lejos de terminar, cada día sigue engrosando las cifras de una violencia de una frontera olvidada.
Conclusiones
Los desaparecidos de la frontera colombo-venezolana configuran lo que Gabriel Gatti denomina una catástrofe social: “una excepción permanente, la anormalidad de la norma, un duelo perpetuo (...) duelo que no se resuelve; acontecimiento que dura. Es en sí la ambivalencia hecha norma” (Gatti, 2011, p. 92). Estos jóvenes que hoy son buscados por sus madres, esposas y hermanos, sufrieron una doble desaparición. Antes de la ruptura entre cuerpo y nombre, ya ocupaban un lugar marginal, invisible, ausente del espacio público y político; su existencia estaba mediada por la precariedad y el desamparo. Sin embargo, estaban vivos, formaban parte de redes familiares y afectivas; eran padres, hijos, hermanos, amigos, vecinos. Empero, emprendieron un camino sin regreso que los ubica en esa desconexión entre cuerpo, nombre e identidad, lo que trae como consecuencia el “colapso de sentido” (Gatti, 2017) que trastoca el mundo de los afectos. Sus cuerpos no aparecen vivos ni muertos, no están en los lugares que solían recorrer, nadie da razón de ellos, nadie sabe nada. Su condición ahora es distinta.
Estas características dan lugar a un nuevo estado del ser: “ni vivo, ni muerto, es un desaparecido, una no persona, algo que no se sabe si existe, un estado inédito, un abismo nuevo” (Gatti, 2011,
p. 99). Ese nuevo estado se profundiza y reproduce en la frontera, ese borde que facilita justamente la ruptura entre cuerpo y nombre. Allí existen “nombres sin cuerpos (...) y cuerpos sin nombres” (Schindel, 2019, p. 5). Ese precisamente es el caso de los desaparecidos transfronterizos: cuerpos que quedaron a la intemperie, en ese borde no solo físico, sino liminar entre la vida y la muerte.