La crónica y el siglo XIX han sido relegados en gran medida en los estudios literarios en México. La primera por ser considerada un género híbrido, muy periodístico para la literatura y muy literario para la historia; y, el segundo, de acuerdo con Belem Clark (2009), ha sido merecedor de pocos planteamientos por ser considerado en las letras como dependiente aún de lo colonial, estigma que ha cargado desde el siglo XX hasta la fecha. Sin embargo, ambos representan un paradigma en el ámbito literario e histórico de México: la crónica es uno de los primeros géneros utilizados en los inicios de este país como nación independiente y el siglo XIX mexicano es la época en que surge una serie de cambios políticos que dan lugar al Estado consolidado del siglo siguiente.
Es en la centuria decimonónica cuando la crónica funciona como un vehículo para la transmisión de los diferentes eventos bélicos y políticos y para la configuración de una identidad nacional. Por ello, el desenvolvimiento de este género en dicho siglo es el objeto de estudio de este trabajo. Para llevarlo a cabo, primero se discutirán las diferentes concepciones de la crónica, para luego pasar al corte temporal utilizado en la selección de los textos que conforman el corpus estudiado. Por último, se mostrarán algunos ejemplos de crónicas de diferentes autores, de los cuales, con la meta de dar mayor visibilidad a los escritores que incursionaron como cronistas, solo se expondrán máximo dos de sus narraciones.
Acerca del género crónica: algunas consideraciones
La crónica, por definición tradicional, es un texto periodístico de opinión que se ha caracterizado desde sus inicios como un escrito noticioso en el que el cronista, además de dar a conocer el hecho que encabeza la noticia, enjuicia y valora tal hecho. Por ende, dentro de los textos periodísticos, resulta parte del subconjunto de los textos de opinión, trayendo ya consigo esa cualidad mixta al presentar lo sucedido y al mismo tiempo interpretarlo y valorarlo. Dada esta característica, no es extraño que exhiba recursos literarios en su desarrollo discursivo.
De este modo, la crítica literaria ha llegado a afirmar que la crónica es un género de una naturaleza flexible. Aunque debe dejarse en claro que la denominación de género resulta de uso meramente referencial o a conveniencia; es un punto de partida que tiende más a desestabilizarse que a abonar a su dilucidación, por lo que es necesario mencionar los rasgos que se le asignan de acuerdo con diferentes perspectivas.
En 2002, Ignacio Corona y Beth E. Jörgensen editaron The contemporary mexican chronicle: theoretical perspectives on the liminal genre, libro en el que reúnen ensayos de diversos autores, sobre todo de crónica. En esta obra, argumentan los distintos rasgos del género, y pretenden ampliar el espectro analítico de la crónica al establecerla como un producto o una práctica cultural resultado de la injerencia de los estudios culturales en los estudios literarios. Esta misma flexibilidad luego se muestra, según los mismos autores, en otros cuatro subgéneros, dos del periodismo (reportaje y nota de color) y dos de la literatura (cuento corto y ensayo). Si la crónica, partiendo del supuesto que es un engendro de estos dos dominios, traspasó los límites entre ambos, era cuestión de tiempo para que empezara a traspasar los límites de otros ámbitos discursivos, incluso de otras prácticas (Corona y Jörgensen, 2002).
Sin embargo, el interés de Corona y Jörgensen por la recopilación de ensayos no radica en establecer una definición del género, sino en ubicar la discusión y, sobre todo, determinar los elementos que se han considerado para asentar tal criterio de flexibilidad de la crónica al describirla como un género liminar. El carácter de no ficción, el punto de vista dinámico, pero epocal, es decir, la fidelidad a su tiempo y al hecho o acontecimiento, aun en su minucia, dan la pauta para el cumplimiento de estos propósitos. Y al establecerse la fundamentalidad de la crónica en el umbral discursivo, la práctica o el producto cultural analizado dará cabida a las varias disciplinas que abarcan los estudios culturales y sociales, de manera que hasta cierto punto se justifica la colindancia entre crónica y etnografía (Corona, 2002) o los lindes del discurso liminar como enunciación del marginado o migrante en las fronteras nacionales, entre otros aspectos.
Esta irrupción de otras prácticas discursivas también dependerá del modo de abordar una crónica. Si esta es vista como un objeto literario o propositivamente como un objeto cultural en sentido más amplio, influirá en la recepción o la repercusión de su destinatario, sobre todo de su estudioso, diversificando las funciones o implicaciones pragmáticas del texto. No obstante, en este artículo se rescata el carácter literario, periodístico e histórico, para lo cual se asume el rasgo liminar que se le ha atribuido a la crónica decimonónica, al mismo tiempo que se observa la injerencia de esta en la historia literaria del género.
La historia, en su noción actual, es un locus del que puede sacarse alguna utilidad, tanto para legitimar un estado de cosas -el poder de quien lo ostenta- como de crítica que justifica la batalla o los movimientos de liberación (González, 1980). Esto hace que crónica e historia vuelvan a tener formas y funciones similares:
La historia comienza donde termina la memoria de las generaciones vivas: en los abuelos. Más acá, es crónica, relato, narración de testigos presenciales […]. Por eso mismo, son diferentes los intereses que guían (o desvían) la crónica, de aquellos que producen los mismos efectos en la historia (Gilly, 1980, pp. 200-201).
Esto prueba nuevamente el rasgo liminal de la crónica. La adopción de una perspectiva para abordar el texto presupone efectos y propósitos distintos. Si las crónicas se tomaran como una práctica cultural que pone de manifiesto la historicidad del acontecimiento o si pone de manifiesto la realidad histórica, podría en algún momento llegar a ser lo que dice Guillermo Bonfil Batalla (1980): hay historias que no son todavía Historia, pero llegarán a serlo. O, como diría Cynthia Steele (2002), escribir crónicas es hacer la historia en el momento.
En algunas crónicas, las minorías empiezan a ser escuchadas y a interactuar entre ellas; realzan la horizontalidad de su grupo, como señala Adolfo Gilly (1980). Habrá que seguir presenciando esta transdiscursividad llena de inversiones e inmersiones, a propósito de lo cual, tomando licencia de algo que afirmó José Joaquín Blanco en su Crónica de la poesía mexicana (1977) al definir la crónica como un “análisis narrativo”, e invirtiendo la expresión, se obtiene una narrativa analítica que proyecta sus implicaciones al lector en sentido amplio. En esta acepción se propone el carácter analítico que subyace, y en el que se intenta dar cuenta de toda la dimensión cultural del acontecimiento reflejado en el texto, manejando, a su vez, una definición más amplia de literatura, cuya teoría también traspasa la mira de esencialidad de sus géneros o de sí misma, para ser ahora observada como un suceso, un acontecimiento.
Dado que el corpus planteado para este estudio está formado por crónicas decimonónicas y que el marco teórico usado reivindica la crónica, ya no solo como texto literario, sino de un ámbito cultural, es preciso mencionar la estrecha relación o tensión en que se colocó el periodismo y la literatura. A la exclusión del primero por parte de la academia literaria, se antepone ahora la historiografía contemporánea, que en sus albores de apertura a la academia histórica desahució a la crónica como texto histórico testimonial.
No obstante, autores como José Joaquín Blanco (2018) muestran que la historiografía mexicana está sustentada en crónicas, como evidencia de los grandes acontecimientos políticos del siglo XIX,1 época precisa en que su publicación en periódicos adquiere un distintivo literario y que, si bien con el Modernismo se bifurca o distancia de esta línea, se vuelve a retomar en la Revolución mexicana.
En este sentido, autores como Luis González y González (1999) y Álvaro Matute (1996) apuntalan el carácter genérico de la crónica dentro de la historia. Si atendemos el rasgo liminar referido, la flexibilidad genérica daría cabida a la colindancia con el rasgo genérico literario. Pero, incluso así, su cualidad histórico-literaria no radica meramente en el trastocamiento de sus umbrales discursivos, sino en la rigurosidad analítica de sus operaciones heurísticas, críticas e interpretativas a las que se someten el testimonio que se narra (González y González, 1999). Este acontecimiento está dotado de un conocimiento local, un relato de la cotidianidad, que cabe dentro de la que los estudiosos han denominado microhistoria y sirve como un ejercicio reflexivo de la propia cultura, del propio tiempo o época del cronista.
Según Álvaro Matute (1996), el criterio para referir un hecho acontecido constituye el primer paso para conceptualizar el trabajo histórico; pero cuando se recurre al estilo literario, el suceso narrado no necesariamente pierde su carácter historiográfico, sin que eso signifique reducir la literatura al mero carácter estilístico. Así, la crónica puede entenderse como un género narrativo que fluye entre lo histórico y lo literario en la expresión de un hecho no ficcional o la realidad circundante.
En el siglo XIX, el matrimonio entre literatura y periodismo se establece como primordial. Es a partir de esta relación que se despliega la evolución del género de la crónica como una forma predilecta de tratar al otro, en el sentido de otredad. Si bien, es en ese mismo siglo cuando en la crónica se da cuenta de la modernización e industrialización de la nación mexicana, la hibridación de la crónica como género literario e histórico podría fungir como una herramienta útil para reconstruir o reinterpretar el pasado.
La crónica mexicana del siglo XIX: ejemplos y rasgos
El siglo XIX literario en México no posee un corte tajante de 1800 a 1899 como sucedería en la segmentación temporal común. Diversos autores han coincidido en que la situación política y, por ende, cultural del país amerita una limitación diferente en las letras nacionales. Una de las investigadoras que hace una propuesta al respecto es Belem Clark, quien en su libro Letras mexicanas del siglo XIX. Modelo de comprensión histórica, plantea que el siglo XIX literario mexicano debe entenderse de 1812 a 1911, años correspondientes a la declaración de la libertad de imprenta y al fin de la publicación de la Revista Moderna, momentos que, sostiene, marcan cambios importantes en la producción escrita del país. Por tal motivo, las crónicas mexicanas consideradas decimonónicas para este estudio entrarán en esta delimitación propuesta por Clark.
Con este corte temporal, José Joaquín Fernández de Lizardi se convierte no solo en el autor de la primera novela mexicana e hispanoamericana, sino también en uno de los primeros literatos mexicanos que impulsaron la crónica en publicaciones periódicas. En sus publicaciones El pensador mexicano y Alacena de frioleras se detectan este tipo de textos. Como ejemplo de estos se encuentran “Educación” (publicada en 1813) y “Sobre la deplorable mendicidad de México” (publicada en 1813). En la primera de ellas, Fernández de Lizardi comienza con la experimentación en el género. Entonces, en los albores de la prensa libre de un México nuevo, queda manifiesta la permeabilidad de la crónica con el ensayo y el artículo. Lizardi no se concentra en un solo acontecimiento, sino que describe uno de los aspectos de su realidad circundante, rasgo que podrá distinguirse en el resto de sus publicaciones periodísticas no ficcionales. El tema no se dirige a la educación institucional; apunta a la crítica de la educación recibida en casa de las clases acomodadas. Desde la perspectiva del Pensador, la educación de la élite en el ámbito económico carece de empatía:
Y esta criminal indolencia ¿de qué otro principio puede venir si no de la educación que tuvieron? Ellos en su casa han visto siempre tratar a los criados, no solo imperiosa, sino tal vez cruelmente […]. Han visto también doblar continuamente la rodilla, ante sus padres y ante ellos mismos, a una multitud de perniciosos aduladores; han disfrutado de todas las comodidades de la vida; se han sentado diariamente en unas mesas abundantes y opíparas, y han gozado sin interrupción de todos los regalos de la tierra.
Pero ¿cuándo han oído los clamores del hambre? […] ¿Cuándo se han acercado a las inmundas salas de un hospital ni a las formidables puertas de una cárcel? […]
De aquí es que muchos ricos no sólo no se conmueven a la vista de las miserias de la humana naturaleza, sino que se horrorizan de ellas como de un mal amenazador, y el andrajoso mendigo, la llorosa viuda, el descolorido enfermo y el encadenado reo son otros tantos espectros que los asustan y fastidian, y, considerándolos como unos prestigios de la fatalidad, los despiden y rechazan lejos de sí con desabrimiento cuando éstos tienen la desgracia de acudir a sus puertas (Fernández de Lizardi, 2008, párr. 11-14)
La otredad de la clase alta, es decir, el pobre, el hambriento, el marginado, se vislumbra como el sector desprotegido y, como lo expresa el autor, ignorado y desconocido. Este desconocimiento del otro es lo que se convierte en el temor, el “mal amenazador” para la élite. La solución se expresa: el rico debe seguir el ejemplo de reyes y emperadores, con los que Lizardi ejemplifica la bondad y la atención a los desprivilegiados. La “educación” termina por cumplir con el fin neoclásico que el autor llevó como estandarte: el adoctrinamiento del lector, quien es, precisamente, el miembro de la clase alta.
Este tema será retomado por Fernández de Lizardi en su texto “Sobre la deplorable mendicidad de México”. En este también habla del contraste de las clases y de la responsabilidad que, el escritor opina, deben asumir los ricos con respecto de los pobres, con énfasis en el concepto de “civilidad” para dar avances en la disminución de la indigencia.
En su revisión del panorama se advierten diferentes actitudes y costumbres tanto de los mendigos como de aquellos que son solicitados para dar limosna. Es en este momento del texto cuando Lizardi aúna una de las características del género que se presentarán de forma constante en siglo XIX: la exposición de tipos, es decir, una clasificación de los habitantes del México decimonónico. En esta crónica menciona diferentes clases de ciudadanos, entre los que destaca el grupo de “currutacos”, a quienes define como aquellos:
[…] sin blanca y sin destino, que se ven precisados a sostener un tren exterior de decencia a puras fuerzas y con mil trabajos, para poder presentarse todos los días en clase de gorrones a tomar la sopa en casa de este amigo o aquel conocido (2008, párr. 6).
Esta categorización de los nuevos ciudadanos será seguida no solo por el mismo Lizardi, sino también por autores de mediados y finales del siglo como, por ejemplo, Manuel Payno y Amado Nervo.
De acuerdo con José Luis Martínez (2018), luego de Joaquín Fernández de Lizardi hay un vacío literario en cuanto a la calidad y a “la preocupación por la conquista de una literatura nacional y original” (2018, p. 108), que termina en las últimas décadas del siglo, con figuras como la de Ignacio Manuel Altamirano. Sin embargo, en ese lapso, el crítico reconoce al doctor José María Luis Mora como uno de los personajes más ilustres de la primera generación de escritores del México independiente, cuya obra, si bien es principalmente histórica y sociológica, también “posee suficiente riqueza y consistencia como para permitir un examen de esta naturaleza [literaria]” (2018, p. 109). Además, considera el estilo de su prosa como de las más elegantes de la época.
Para muestra del tema y del estilo utilizados por Mora está el texto “Población de la República Mexicana. Su extensión, calidad y aumento. Carácter de los mexicanos…”, que forma parte del primer tomo de su obra México y sus revoluciones, publicada en París en 1836, que consta de tres volúmenes que abarcan desde la Conquista de México hasta la guerra de Independencia.
En el texto, el objetivo del doctor Mora está inmerso en la búsqueda de la definición de la identidad del mexicano. Además de hacer un repaso histórico de los abusos y discriminaciones que sufrieron los nacidos en territorio nacional por parte de los españoles, describe diferentes puntos de la situación política y educativa de México. De esta última afirma que ha cubierto la totalidad de la nación, pues “en ciudades, en las villas, en los pueblos, en las rancherías y hasta en las haciendas o fincas rústicas” (Mora, 1836, p. 89) había ya instaladas escuelas para el aprendizaje de la lectura y escritura, lo que termina por ser una pintura idealista de su época y de los cambios surgidos por la Independencia.
Este fervor de una nueva nación lleva a Mora a exponer las características de la sociedad que el mexicano conforma y los rasgos que este tiene. Para lo anterior, el autor clasifica la sociedad en diferentes grupos: el ejército, el clero y el resto de los paisanos.
La poblacion mejicana puede dividirse en tres clases, la militar, la eclesiastica, y la de los paisanos. La mas numerosa, influente, ilustrada y rica es esta ultima que se compone de negociantes, artesanos, propietarios de tierras, abogados y empleados: en ella se hallan casi esclusivamente en el día las virtudes, el talento y la ciencia, ella da el tono a las demas y absorve toda la consideracion del publico, por hallarse en su seno lo que se llamaba antigua nobleza del pais, que ha empezado a tener aprecio despues de la Independencia (Mora, 1836, p. 94).2
Con el término paisano, Mora hace referencia a este nuevo mexicano, el cual, a su vez, se dividirá de acuerdo con sus alcances económicos y oficios: desde negociantes y artesanos hasta abogados. Se hace manifiesto entonces la conciencia del ser mexicano no solo como resultado de un contacto heterogéneo entre españoles y pueblos prehispánicos, sino además de otras influencias extranjeras como la africana y de la derivación de las mezclas que estas mismas culturas habían tenido para formarse:
La poblacion de Mejico, como la de todos los pueblos del universo no es otra cosa que el resultado de una mezcla complicadisima de naciones […]. Sus principales elementos han sido los habitantes del antiguo imperio mejicano, los conquistadores españoles que los vencieron y subyugaron, y los negros conducidos de Africa para los trabajos mas fuertes de las minas y el cultivo de la tierra. Los antiguos habitantes, conocidos vagamente con el nombre de Mejicanos, eran tambien una mezcla heterogénea de varios pueblos […] (Mora, 1836, p. 59).
Se entiende, desde entonces, al mestizo como ese paisano, ese nuevo mexicano que se configurará a través de las crónicas no solo de Mora, sino también de otros autores que apuntan a la descripción costumbrista de los nuevos ciudadanos como imagen de este nuevo ser del país independiente. Sin embargo, aun con la perspectiva de heterogeneidad de la que el autor ostenta aquí, no deja de hacer hincapié en la manera en que el verdadero carácter del mexicano se encontrará en la población blanca, debido a que esta es la que tienen mayor acceso a la ilustración y a la riqueza, lo que le permitirá tener una posición ventajosa (Mora, 1836, p. 75).
Años más adelante, el género tomaría fuerza más allá de las intenciones meramente históricas con autores como Manuel Payno, quien en El Museo mexicano publica, en 1843, “Un viaje a Veracruz en el invierno de 1843”. La crónica está dividida en tres partes: la primera contiene “La casa de diligencias”, “Los lagos”, “El camino” y “Visita de Puebla”; la segunda, “Los veracruzanos y las veracruzanas”, y la tercera, la “Conclusión”, en su versión original, aunque ha sido recopilada por Carlos Monsiváis en su libro A ustedes les consta… (2003) en una presentación más breve. El texto está dirigido a Fidel, seudónimo que fue utilizado por el autor Guillermo Prieto. Se trata de una narración de viaje en la que hace mención del traslado hacia el estado del Golfo, pasando por algunos otros sitios que describirá, tal es el caso de Puebla.
En ese momento, las crónicas de viaje tienen un marcado objetivo: el reconocimiento del territorio nacional. Se busca el entendimiento de la diversidad del espacio que el país ocupa, tanto en su población, sus costumbres e industria, como en los productos que la tierra brinda y su geografía con todos los aspectos que implica. La descripción que hace Payno en esta crónica es un ejercicio de reconocimiento nacional, como anota Mariana Ozuna Castañeda (2012) en el prólogo de Todo el trabajo es comenzar, una antología general de Manuel Payno. México se da a conocer a los propios mexicanos; es a ellos, lectores ideales, a quienes el autor se dirige. Hay una intención conciliatoria en la heterogeneidad de México (Ozuna, 2012, p. 22). De acuerdo con Payno, en Panorama de México:
En cuanto a nosotros […] hemos procurado presentar en nuestro periódico una serie de artículos con el nombre de “Panorama”, que den idea de las bellezas de otros pueblos del interior, convencidos que, si tal vez no tan bien escritos como fuera desearse, al menos manifiestan terminantemente los deseos que tenemos de conciliar nos las simpatías de nuestros numerosos benévolos suscriptores foráneos (cit. en Ozuna, 2012, p. 22).
La narración de viaje se convierte en un mecanismo, es decir, tiene un propósito social que estriba en lograr que los mexicanos se reconozcan como pertenecientes a un todo. Así, en opinión de Ozuna, se luchaba contra el fantasma del descoyuntamiento que amenazaba con la división de México y con la invasión extranjera. La creación del sentido de posesión es una de las metas de esta y otras crónicas de Payno. De alcanzar este objetivo, se apuntaría a uno más alto: la protección de la integridad del territorio.
En “Un viaje a Veracruz en el invierno de 1843”, Payno se detiene en episodios que él llama “vacíos”, pero que funcionan como ejemplos para el lector; de esta manera promueve pautas para la sociabilidad entre los mexicanos. Las digresiones que aparecen son de diversa índole y tienen distintos motivos; entre estas se encuentra la idealización del pasado, a través de la descripción de espacios y costumbres. Respecto al espacio, lo utiliza como una forma de exponer el pasado del territorio; por ejemplo, al hablar de lagos aborda las batallas de los pueblos prehispánicos frente a los conquistadores.
En el texto de Payno hay también un discurso categorizador social, en el que expone los tipos de la población mexicana: el lépero, la china y las arañas, entre otros, a quienes llama, al menos en sus dos primeras formas, “especialidades”, pues “sus trajes, sus costumbres y su género de vida son totalmente diferentes de las otras jerarquías de México” (2003a, p. 147). Los tres grupos mencionados son identificados por Payno dentro de la clase baja. La diferenciación de las dos especialidades es de sexo: un lépero siempre será un hombre, y la china, una mujer; jamás habrá una “lépera” o un “chino”. Asimismo, hay una relación entre ellas: lépero y china forman una relación amorosa. Comparten, además de esa unión para el establecimiento de una familia, la falta de una buena educación, ya que el lépero “apenas aprende a mal leer” (2003a, p.147) y la china “no recibe una educación más esmerada que los varones” (2003a, p. 149).
En la configuración de estos grupos marginados, Payno asimila su actuar con el robo y los juegos de azar, en el caso de los hombres; y con la belleza física, en el de las mujeres, a excepción de “las arañas”, a quienes ubica como parte de la pobreza mexicana, pero con “defectos físicos y morales” (Payno, 2003a, p. 149).
Manuel Barbachano y Terrazo,3 autor de Vida, usos y hábitos de Yucatán al mediar el siglo XIX y de varios versos publicados en la revista El Salón Literario, también cultivó el género, muestra de ello es su texto “A un amigo que me pide un artículo de costumbres”, que publicó en 1849 en El Mosaico bajo el seudónimo Don Gil de las Casas Verdes, y “Desde el campo”, crónica que publicó en 1860 en el periódico La Guirnalda bajo el seudónimo Arach-Noabb.4
Barbachano y Terrazo se centra en la ciudad de Mérida para escribir “A un amigo que me pide un artículo de costumbres”. Esta se distingue por ser, en gran parte, una crónica de la sonoridad; los sonidos callejeros son descritos en diferentes ocasiones. Los vendedores ambulantes, los jugadores de gallos ahogados en alcohol y los mendigos son algunos de los personajes que aparecen como típicos generadores de ruido en la ciudad, donde se vive “condenado a experimentar al oído a todas horas la fuerza de pulmón” de las voces de sus habitantes (Barbachano y Terrazo, 2010a, pp. 40-41).
La gastronomía local también es un elemento presente en este texto de Barbachano y Terrazo, aspecto que muy pocas veces es tocado en las crónicas decimonónicas, pues fue un tema, en mayor parte, relegado a otra índole de publicaciones en las que se pormenorizaba la preparación de la comida o la experiencia del sabor de esta. Aquí nombra platillos típicos regionales como la cochinita pibil, dulce de cidra, de huevo, entre otros. Con ello, el autor brinda un retrato completo de la región al resaltar la cotidianidad de la gastronomía en el día a día y, a la vez, hacer una relación entre gastronomía y sonidos locales con el caos que encuentra en el ambiente citadino; es, así, una crónica del bullicio.
En “Desde el campo”, por el contrario, Barbachano y Terrazo resalta la tranquilidad rural. En este escrito su estilo tiene tintes bucólicos, con la idealización del espacio y de diferentes actitudes campestres que observa. Si bien en algunos puntos hace hincapié en lo que él considera la falta de “refinamiento de la cultura social” (2010b, p. 62), el objetivo del texto es resaltar lo que él concibe como admirable en los campesinos: la sencillez, la nobleza y el empeño en la labor.
En este escenario no urbanizado, ideal para la contemplación, según palabras del escritor, se entrevé una de las preocupaciones de la época: el progreso. Es el siglo XIX cuando las ideas de Comte y Spencer triunfaron; el positivismo y su impulso por el progreso invadían no solo Europa, sino también América. Fue a finales de la centuria cuando esta influencia fue aún más notable, pero la filosofía positivista ya hacía eco en México para la fecha de la muerte de Comte, en 1857. En este contexto, los autores mexicanos desarrollaron sus letras en las que impulsarían la noción progresista. En el caso Barbachano y Terrazo este influjo sobresale al calificar al progreso como un medio “civilizador” (2010b, p. 64) para los habitantes de la zona rural.
A media década de los sesenta del siglo XIX, en 1865, se publicó “La desespañolización”, de Ignacio Ramírez, el Nigromante, uno de los autores más influyentes en el ámbito cultural decimonónico mexicano. En esta crónica, Ramírez hace un repaso de las diversas coyunturas dejadas tras la conquista española en América, en respuesta al escritor Emilio Castelar, quien es citado en el texto en un fragmento en el que el europeo reclama a los americanos por su descontento hacia España.
Su crónica no solo muestra una postura en contra de los abusos cometidos por la Corona española en México, sino también expone parte de los defectos y las arbitrariedades que fueron consecuencia del papel de la Iglesia durante la conquista espiritual y la Colonia, institución de la que menciona su fuerte relación con el imperio europeo y parte de las acciones efectuadas luego de la Independencia con miras a la obtención de beneficios económicos propios:
Nos dejaron templos […] el ídolo que en ellos se adoraba, era el mismo que el Sr. Castelar fulmina en Roma; ídolo que ha extendido desde el Vaticano una mano para bendecir los robos de Jecker y las iniquidades de la Francia. Los españoles han hecho en nuestros puertos sino una sola cosa buena: salir por ellos […] (Ramírez, 1889, p. 319).
Cabe señalar que el Nigromante llama a la divinidad católica “ídolo” con el objetivo de degradarla al nivel de las divinidades prehispánicas, pues así fueron nombradas por algunos conquistadores.
Ignacio Ramírez hace un llamado a la “fraternidad universal”. Su queja ante España no es específica, sino que se extiende a todas las naciones que se han considerado civilizadoras, cuyo fin ha provocado los atropellos en los pueblos conquistados, que son entregados a “las calamidades de la guerra” (Ramírez, 1889, p. 320). Por ello, las actividades que detecta en el país peninsular son las mismas que llevó a cabo el imperio romano, por ser este “modelo de naciones civilizadoras” (1889, p. 320). Ante esta división entre quien ejerce el poder y el sometido, el autor resalta la igualdad entre las naciones a través de esta búsqueda de la libertad: “no es el orgullo español ni la ambición francesa quienes hacen desaparecer los Pirineos […] es la fraternidad universal: lo que hay de más puro […] pertenece a todos los pueblos, todas las glorias se confunden en una” (Ramírez, 1889, p. 321). Así, su narratario Castelar y cualquier lector deberían buscar una americanización con la confusión de todos los elementos en uno solo.
Cuatro años después hace su aparición una de las crónicas más conocidas de Ignacio Manuel Altamirano, titulada “Una visita a la Candelaria de los Patos” (publicada en 1869), texto destinado a la descripción de la pobreza mexicana. Si bien Altamirano escribió diversos textos de este tipo, es en este donde puede notarse la observación no idealizada del espacio mexicano, pues su perspectiva es desde la marginalidad: Altamirano viaja al sitio para hablar de él, de sus carencias y de la indiferencia de los privilegiados hacia este. El hedor y la vista paupérrima son algunos de los elementos que él lamenta encontrar en el territorio de quienes llama “Los miserables de México” (Altamirano, 2003, p. 168).
La contraposición centro vs. periferia es relatada. Mientras, en esa época, el centro de la ciudad de México se ha destinado a las viviendas de las clases altas, Candelaria de los Patos, así como otros sitios en los que la pobreza abunda, había sido relegada a la periferia. Este acomodo espacial es la consecuencia de la indiferencia en la que Altamirano insiste:
Parece que este Ángel de la caridad no gusta de manchar sus alas de seda en aquellos lugares pantanosos y horribles, y se limita a volar donde le vean los curiosos del centro de la ciudad […] Hasta allí no llega tampoco el sacerdote llevando los consuelos de la fe y los socorros de la caridad […] (2003, p. 171).
La acusación va a dirigida a diferentes sectores: ediles, mujeres integrantes de asociaciones caritativas, miembros de la Iglesia y médicos, a quienes acusa de atender solo “a alguna vieja opulenta” o “algún magnate destruido por los placeres” (2003, p. 173). Al ser la periferia la zona del olvido de los personajes identificados en el centro, donde hay abundancia y movimiento, la escasez y la lentitud, casi convertida en estatismo, serán lo que distinguirá al margen de la ciudad, elementos que Altamirano enlazará con un discurso mortuorio. Los habitantes de Candelaria de los Patos tienen semblantes que “revelan la necesidad y la agonía” (Altamirano, 2003, p. 169). Además, “aspiran las miasmas mortales que inficionan allí el aire” (2003, p. 168); los cuartos donde viven “son verdaderos ataúdes en el que el pobre sepulta su agonía, esperando la muerte” (2003, p. 170), y su físico, costumbres y espacio son, en todo momento, reminiscencias al fin de la vida. La caracterización que de esta manera construye Altamirano indica la visión fatalista del destino de todos los desaventurados de México, pues, según sus palabras, no ha podido conocer los otros sitios de “ese círculo de infelicidad”, pero por medio de la Candelaria de los Patos puede formarse una “idea de lo restante” (2003, p. 169).
De acuerdo con Carlos Monsiváis (2003), en el prólogo de A ustedes les consta…, a mediados del siglo XIX, los liberales veían en la crónica una forma de hacer política porque podían combinar en un solo texto “el alegato partidista, la memoria que ha nutrir a la comunidad emergente” (2003, p. 30). Según el investigador, una de las distinciones de esta crónica, y que será compartida por el cuento, es, con frecuencia, la reproducción de las voces populares. Estas voces fueron representadas usualmente de la forma en que lo hace Altamirano, con la descripción del espacio y el señalamiento de las privaciones vividas por los pobres. Asimismo, se usará un estilo coloquial para la representación de estas. En esta línea se encuentra Guillermo Prieto, quien “reconoce la vitalidad del habla popular y señala una pauta: recrear lo que surge ‘de abajo’ es el método más republicano a la disposición, el reemplazo del idioma clerical […] por los rumores de la calle” (Monsiváis, 2003, p. 31). Así, aunque no siempre transcriba el habla, el lenguaje manejado por el narrador se alejará, por mucho, de los rebuscamientos.
Guillermo Prieto es, sin duda, uno de los autores mexicanos más prolíferos en crónicas; prueba de ello es su obra Memorias de mis tiempos (1906), junto con diferentes textos históricos y políticos clasificables dentro de esta clase. “La invasión yankee”, crónica publicada en 1875, es la ejemplificación del estilo e interés de Prieto en sus letras, y coincide con la observación de Monsiváis acerca de la recreación de las clases bajas.
“La invasión yankee” narra un periodo de la historia bélica de México, cuando este país tuvo como rival a Estados Unidos, cuyas tropas llegaron en 1847 al Palacio Nacional. La perspectiva que el autor toma del acontecimiento permite que se conozca un evento histórico a través de una lente que apunta al escenario cotidiano, donde se utilizan personajes colectivos (por ejemplo, los léperos) e individuales (como Próspero Pérez).
El ejército estadounidense es construido en el texto como una vorágine violenta. Los soldados extranjeros se representan como un solo tipo: los yankees; se habla de ellos como grupo. No suele haber una individualización como la hay en el grupo de mexicanos que responden al ataque; salvo el nombre del general Scott, no resalta otro extranjero. “Venían con sus pasos muy largos” (2003, p. 140), dice Prieto sobre ellos. “Muy grandotes, reventando de colorados y con sus mechas güeras, con sus caras como hechas todas de un solo molde […] son de lo más tosco y de lo más sucio que pudo verse” (2003, p. 140; las cursivas son nuestras), es la manera en la que son descritos. La plebe, como Prieto llama al grupo mexicano, se enfrenta a toda una unidad que será, por lo tanto, difícil de fragmentar.
La invasión que narra Prieto se asemeja a un espectáculo y la masa que lo percibe es la misma que participa en el combate: la clase baja. En la plaza “había ya mucha plebe” (Prieto, 2003, p. 140), y es este grupo de gente quien mantiene la lucha: “los léperos derriban a varios solados” (2003, p. 141), y durante todo el enfrentamiento “el pueblo había estado como fiera y como llama” (2003, p. 142). Se cuenta su actuar no como partícipes de la historia política, sino como configurantes de la identidad de la nueva nación, uno de los objetivos que tanto Prieto como otros autores planearon alcanzar a través de sus letras.
En 1883 aparece una de las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera que formarán parte del grupo de textos de La vida en México. En esta crónica, correspondiente al 6 de mayo de 1883, se describe el ambiente alrededor del hipódromo de Peralvillo y, luego de las carreras, la actitud de las personas en relación con las fiestas patrias, como la emoción que observa y lo lleva a rememorar su niñez cuando disfrutaba del desfile de las tropas.
A diferencia de Altamirano y de Prieto, en este episodio de La vida en México, Gutiérrez Nájera no se concentra en las clases bajas para exhibir la condición o la participación de estas en periodos de índole político, sino que son solo nombradas como uno de los tantos elementos que enlista en el espacio. Luego de la descripción del hipódromo y de ciertos biombos en la casa de sus abuelos, al mencionar las calles el autor señala: “Los pobres vuelven cargando á [sic] sus hijos ó [sic] estirando penosamente de la mano a los chicuelos soñolientos. No se oyen más que refunfuños y regaños” (Gutiérrez Nájera, 1883, p. 199). De ahí, indica elementos contrastantes entre el paisaje, como “enormes flores escarlatas se deshojaban […]”, pero, en ese instante, la noche “parecía más negra” (1883, p. 199), para luego pasar a la forma en que otros niños, como él en el pasado, “asoman sus cabecitas rubias para ver el desfile”. Si bien menciona brevemente sus trajes y los esfuerzos económicos que llevan a cabo, el interés de Gutiérrez Nájera en este texto es pintar el paisaje urbano contemporáneo de una manera completa y con un distinguido estilo en favor de la estética, como buen modernista, y no denunciar o reivindicar a las clases populares.
Es este afán de esteticismo el que predomina en esta y en otras crónicas del Duque Job. De acuerdo con Clark (1998), Gutiérrez Nájera es irruptor en el género, ya que deja de lado el orden cronológico que se seguía según la tradición, para transformar la crónica en un arte con esmero literario, aun cuando se narraran hechos que algunos podrían tachar de frívolos; así, su labor periodística no deja de lado su naturaleza de poeta. En este episodio de La vida en México se comprueba esta tesis de Clark. El autor diserta acerca del paso del tiempo y de la imagen perdida de la primavera en la urbe, y se concentra en ensalzar muchas veces los rasgos de los transeúntes, en aquello que le recuerdan o en su nivel de belleza, para hilvanar los hechos.
En la siguiente década, en 1892, se publican “La mujer contemporánea” y “La mujer ignorante” de la autora mexicana Laureana Wright de Kleinhans. Estos textos, que se mantienen en la frontera entre ensayo y crónica, abordan la situación de la mujer de clase media y alta de la época decimonónica. En el primero, hay un breve repaso de la situación histórica de la mujer y la manera en que, con esa perspectiva diacrónica, la mujer “ha llegado a un alto grado de libertad, de estimación y de adelanto” (2016a, p. 61). Sin embargo, Wright apunta a la gran brecha que aún falta por recorrer para la igualdad de oportunidades en diferentes ámbitos. Si bien la escritora no se centra en un único acontecimiento para describirlo, acumula una serie de características que construyen la imagen de la mujer en ese momento y exponen su día a día, realidad en la que, manifiesta la autora, de no existir un cambio, este sexo continuará como “la paria del arte, de la ciencia y de la civilización” (2016a, p. 62).
En “La mujer ignorante”, la autora señala los defectos intelectuales que ella encuentra en la mujer de la época y los expone nuevamente como resultado de la historia: apunta de manera directa a la herencia cultural española. Además del contacto de la crónica con otros géneros, otro rasgo de este texto es la utilización de la crónica como un medio de crítica de la postura dominante. Wright hace frente a la tradición; muestra cómo se mantuvo en un tiempo un temor a los cambios en la formación de la mujer por considerarlo “pecaminoso”, algo que era impropio y “perjudicial a su buen nombre” (2016b, p. 64), lo que llevó a que la ignorancia no fuera una opción, sino una imposición; además arremete contra los matrimonios que, lejos de ser una decisión, son, en el contexto de la escritora, una transacción.
Aurelio Pérez Peña publicó en 1894 “Las fiestas” bajo el seudónimo de Eliseo. El editor de El Imparcial Sonorense logra, en su texto, configurar la imagen de la feria, con la descripción de sus juegos y de los personajes que acuden a ella. Sin embargo, con el término “fiestas” no se refiere a la instalación de esas carpas, a lanzas de cartas o a la ruleta, sino que es fuera de este lugar, “fuera de aquella atmósfera cargante”, donde “está la verdadera fiesta” (2010, p. 217), donde se encuentran las cantinas, neverías, fondas y todos los sitios donde las diferentes clases se juntan, proliferando las bajas, y que otorgan un color local.
La crónica de Pérez Peña expresa una preocupación que será retomada por algunos autores como Laura Méndez, que versa sobre la invasión extranjera en el ámbito cultural, aspecto que es visto con agrado por otros autores contemporáneos. El autor observa y describe con gusto estas fiestas porque las considera pieza de lo mexicano, “sin mezcla de ese extranjerismo que nos invade diariamente hasta en el idioma” (2010, pp. 217-218). El texto de Pérez Peña se convierte en una defensa de la tradición, de documentación de las costumbres, a modo de otros escritores. Fernández de Lizardi, José T. de Cuéllar y Gómez Flores es la triada a la que se remonta para validar la labor de trazar cuadros costumbristas.
Pérez Peña marca una distinción entre la urbe, conformada por “los civilizados, los progresistas” (2010, p. 218; las cursivas son del autor), y los habitantes de los pueblos y aquellos que se concentran en las verbenas, en las que las costumbres no se parodian, sino que son autóctonas e identitarias. Su enfrentamiento con lo exótico o extranjero se relaciona con la influencia estadounidense en los mexicanos. “Seremos un remedio servil del yankee que poco a poco va introduciendo sus costumbres entre las nuestras” (Pérez Peña, 2010, p. 218), vaticina. Sin embargo, esta influencia extranjera también llega desde Europa, en especial desde Francia, país que será uno de los modelos durante el porfiriato, etapa que había comenzado en México en 1876.
En esas décadas es posible consolidar un sistema periodístico que permite la distribución de la crónica con una mayor difusión y de una manera más accesible para las clases privilegiadas, gracias, en gran medida, a la fortaleza política de Porfirio Díaz, quien impulsó esta actividad para la promoción de un modelo cultural de modernización (López, 2011). Diferentes escritores se encargan de llevar a cabo esta tarea de escribir para las élites, entre ellos Amado Nervo, quien escribió desde diferentes puntos geográficos, algunos de estos fuera del país.
Las crónicas de Nervo pintan la cultura mexicana en sus diferentes manifestaciones, desde el ámbito intelectual, con sus influencias y expresiones, hasta las creencias predominantes de la época, junto con las tradiciones populares. La lista es extensa, por lo que, para este acercamiento, solo se tomarán principalmente dos: “Bohemios”, de 1895, y “Crónicas de la semana: Viernes de Dolores. Los viejos incendios”, de 1905. Estas, por sus temas, remiten a otras crónicas del mismo autor, que serán mencionadas de forma somera.
En “Bohemios”, Nervo abona a las crónicas de los tipos en México. En ella habla de algunos de los que pueden encontrarse en el ámbito artístico e intelectual del país. En primer lugar, menciona a los snobs, a quienes apunta como aquellos que “aparentan”. Para Nervo, el snob es aquel ser aspiracional que actúa para encajar en una clase social a la que no pertenece. El snob mexicano es:
[…] el que de cualquier manera se instalase en el zaguán del Jockey para que sus conocidos le viesen ahí y le juzgase que pertenecía al club […]. Sería también el provinciano que, en llegando a la capital, calzase el guante y las polainas aún en la ópera (Nervo, 2008b, p. 91).
Se trata, además, del afrancesado tardío, pues sigue las modas que “habiendo regido en París el año pasado, imperan en México el año actual” (2008b, p. 91).
En segundo lugar, Nervo diserta acerca del bohemio, a quien califica como un sujeto soñador, pero inactivo y pobre; le atañe a ello la “negligencia netamente latina” (Nervo, 2008b, p. 92). Es decir, esa inactividad del bohemio mexicano, a diferencia del parisino, se debe a la naturaleza de su región, una falta de aplicación de sus sueños, que lo hace vivir en un constante sinsentido; “el ¿para qué?” sale de sus labios a todas horas” (2008b, p. 92), afirma el modernista. Esta comparación con lo francés aparecerá continuamente en las crónicas mexicanas, pero en Nervo es un tópico de mayor recurrencia que en el resto, prueba de ello es también “En este país” (1896), texto en el que la marcación de la diferencia entre la ciudad de México y París es implacable en perjuicio de lo nacional; y “Los mexicanos y el cosmopolitismo” (1900), en el que se ronda acerca de la definición de la identidad del mexicano.
“Crónicas de la semana: Viernes de Dolores. Los viejos incendios” es solo una sección del texto completo publicado por Amado Nervo el 7 de abril de 1905, que abarca tres secciones más: “Las dos flotas enemigas”, “El combate” y “Un concurso de taquígrafas y mecanógrafas”. En la primera, Nervo describe el ambiente de la festividad de Semana Santa en la capital del país, para luego remitirse a su ciudad natal, Tepic,5 que ahora pertenece al estado de Nayarit. El autor menciona los “incendios”, una tradición tepiqueña que consiste en la colocación de un altar a la Virgen de Dolores, en el que deben disponerse todas las flores de la casa y que es visitado en la noche por el resto de las personas de la zona.
La exposición de esta tradición, además de dar a conocer pormenores de su vista y de las actividades de los habitantes al respecto, conlleva una crítica: el seguimiento de los rituales populares es síntoma de la lejanía del progreso. Los incendios, dice Nervo, “tienen cierto colorido local, cada día más débil en la República, donde afortunadamente, pienso yo, nos modernizamos a la carrera y perdemos mucho en tradiciones, pero, en cambio, ganamos mucho en civilización” (2008b, pp. 130-131). Asimismo, con estas líneas marca la diferenciación entre las localidades que conforman todo el país, lo que había sido acentuado en la comparación con la celebración capitalina; la “civilización”, que es un estado alejado de la barbarie, según Nervo, no estaría presente en el mismo nivel en las ciudades o poblados más pequeños que en las urbes.
La postura crítica ante las tradiciones no será poco común en el poeta, y no solo quedará ahí, sino que se extenderá a las creencias de la época, como sucede en su texto “Fotografía espírita”, de 1895, que se refiere a un negocio común de retratos que podían captar fantasmas, mercado que tuvo auge a finales del siglo XIX debido a la propagación de las ideas de Allan Kardec (Rodríguez, 2020), a quien Nervo menciona en su texto.
Laura Méndez de Cuenca es otra partícipe de la crónica. Su repertorio al respecto es más amplio que el de otras mujeres de la época; sin embargo, para ejemplificar su trabajo en este ámbito se hablará exclusivamente de “La Patria formada de juguetes y la patria de juguetes”, texto publicado en 1907. Aquí, Méndez se concentra en la observación de la alta sociedad del México de principios del siglo XX, con costumbres y cambios relacionados con la situación política heredada de la centuria anterior. A México lo invade el defecto del extranjerismo: se pasó de las costumbres coloniales al reniego de lo español para abrazar la cultura francesa, por un lado, y la estadounidense, por el otro; en palabras de la autora, “todo para que nos acomode y nos guste es de tener embalaje de extranjía” (Méndez, 2016, p. 60).
El tema de la influencia extranjera en la nación como objeto de crítica puede leerse pocas ocasiones en esta clase de textos, como se mostró con la crónica de Aurelio Pérez Peña; por lo regular es una cuestión aceptada y valorada en un sentido positivo, y la crítica suele dirigirse a quienes no alcanzan el nivel de la figura plantada desde el extranjero, por lo que la postura referida por Laura Méndez se contrapone a la de la mayoría del resto de la élite intelectual. De acuerdo con Carlos Beorlegui (2010), el siglo XIX mexicano es un momento de búsqueda constante de identidad. Luego del intento por la emancipación española no solo política, sino también cultural, México y el resto de los países latinoamericanos recién independizados dirigen la mirada hacia otros modelos, encontrados muchas veces en naciones europeas y en Estados Unidos, que había logrado su independencia varias décadas antes. De acuerdo con Laura Méndez, esta imitación y veneración de lo estadounidense (que ella llama norteamericano) y lo europeo se mantienen en los inicios de 1900, lo que llevaría a una estabilidad en el territorio:
He vivido lo bastante para ver la facilidad con que México cambia de costumbres y se transforma en lo que los extranjeros, que por mayoría la ocupan, le van pidiendo. Es un verdadero frégoli, cuya elasticidad muscular le permite todos los gestos y todas las posturas.
Yo he conocido a mi patria, todavía formadora de guitarra y de mantilla, pugnando por desespañolizarse de lo poco bueno que la Conquista le había inculcado, para hacerse afrancesada de lo malo también (Méndez, 2016, p. 58).
Otro aspecto que resalta de la crónica de Méndez, que se relacionan con estos cambios culturales que nota como influencia de “extranjía”, es su pensamiento conservador respecto de las actividades idóneas para la mujer (opinión contrastante con la de Laureana Wright). Méndez recrimina a las mujeres que se alejan del conocimiento de guisos y crianza de niños mientras están “socavando los empleos a los hombres” (2016, p. 59), y menciona los deportes que los hombres han comenzado a practicar en su momento: el cricket, el boliche y el futbol, que comienzan a vislumbrarse en la vida cotidiana decimonónica mexicana.
Por último, está Luis González Obregón con su texto “Currutacas y petimetres”, de 1911, que fue titulado de este modo en la antología de Carlos Monsiváis A ustedes les consta…, pero que forma parte de un texto mayor titulado México en 1810. Esta crónica se centra en los tipos característicos mexicanos de la primera década del siglo XIX, por lo que se trata de un texto anacrónico con respecto de la observación del autor, quien habla de la realidad del país, pero no de su época contemporánea. Los tipos que el autor describe son las petimetras, currutacas y pirraquitas, y sus respectivos “congéneres”, como él les llama: los manojitos, currutacos y petimetres.
El primer grupo del que habla, las petimetras, currutacas y pirraquitas, corresponde a las mujeres que se vestían como lo dictaba la moda francesa, lo que escandalizaba a la sociedad puritana por considerar sus vestidos altamente provocativos. Esto las llevaba a estar designadas a un futuro lejos de la familia tradicional; “no habían nacido ni para esposas, ni para madres de familia” (González Obregón, 2003, p. 183), asevera el autor. Además de describir sus escotes y hombros descubiertos, menciona que estas mujeres se preocupaban “sólo en inquirir el valor y mérito de un suspiro, calcular el precio inestimable de una sonrisa, analizar minuciosamente los únicos de medio paso, […] las formas del zapato” (2003, p. 183); de este modo, les añade actitudes banales. Ellas son ridiculizadas hasta el nivel de degradarlas fuera de la figura humana: “los zapatos parecían pezuñas de borrico […] caminaban las madamas haciéndose violencia, sacudiéndose como ranas temblonas, y con huellas manifiestas de callos, clavos y gavilanes” (2003, p. 186). La voz de la crónica ya no compara la imagen de estas mujeres con otro ser humano, ni suma adjetivos referentes a personas o al área de la costura, sino que las animaliza al hacer un símil ahora con bestias y anfibios.
Además, la crónica permite notar la percepción que tienen de la Iglesia estas mujeres aficionadas a “la fábrica diabólica de modas” (González Obregón, 2003, p. 186), según los prelados, insiste el autor. Estos prelados arremeten constantemente, de acuerdo con las citas expuestas en el texto, no solo contra la inmoralidad, sino que explican la proveniencia de estas modas de Francia, que consideran enemiga de España y, por lo tanto, de la religión católica, pues sus tropas “toman y cañonean los Templos Sagrados de nuestra España: que con una irrisión sacrílega […] se ponen públicamente las Albas y las Casullas Sacerdotales sobre el vestido militar y petulante quieres caracteriza” (2003, p. 187). Así, sin moral ni religión, sus diseños se dirigían a corromper la virtud de quien los siguiera, como las currutacas.
El segundo grupo que aborda, el de los manojitos, currutacos y petimetres, está integrado por hombres que, además de distinguirse por su modo de vestir, con su “calzado extravagante que a veces parecía lanceta” (González Obregón, 2003, p. 188), junto con otras prendas específicas, tenían un comportamiento que rompía con las reglas de la sociedad, pues no contaban con “otro modus vivendi que hacer trampas, pegar topillos, dar sablazos” (2003, p. 191). De este modo, los acerca a los pícaros retratados por Fernández de Lizardi en sus novelas de principios de siglo, época en la que se centra esta crónica.
Lo femenino es identificado en los petimetres. Se dice que “más semejaban monas que monos; de hembra parecían sus cuerpos, y era difícil distinguirlos de las hembras” (González Obregón, 2003, pp. 188-189). No se trata de una cualidad positiva, sino que este rasgo se señala como dimerización o degradación, debido a la imagen viril que los hombres debían proyectar, por lo que aquellos se convirtieron en “coco y pesadilla de moralistas, prelados y poetas satíricos” (2003, p. 193).
Luis González Obregón concibe el oficio de cronista en este texto, a pesar de no seguir una estructura por completo en prosa ni referirse a su actualidad. Entre los párrafos en que describe a las currutacas y petimetres, introduce poemas enteros o estrofas de algunos en que se habla sobre estos personajes. No se refiere a un hecho específico que narre en orden cronológico, sino que su actividad consistió en construir la apariencia y las costumbres de los tipos seleccionados. Mediante esta descripción, González Obregón manifiesta la conciencia de lo que es un cronista. Menciona, por ejemplo, que 1810 es el “año memorable que venimos historiando” (2003, p. 193), es decir, se sabe que el texto, aun cuando utilice herramienta literarias y combinación de géneros, mantiene una relación con la historia al caracterizar a estos tipos que formaron parte de la cotidianidad mexicana.
Consideraciones finales
El siglo XIX queda testimoniado en sus crónicas. No solo aquellas centradas en los acontecimientos políticos, sino todas las que describen el día a día del mexicano que tiene de frente un país naciente: con la incertidumbre de una nueva cabeza de gobierno, con un nuevo sistema y un sinnúmero de cambios a los que tendrá que adaptarse y de los que ha sido responsable en gran medida, porque la historia no solo se lleva a cabo en las armas y tratados sobre el escritorio, sino también en la cotidianidad.
Desde Fernández de Lizardi hasta Laura Méndez y González Obregón se vislumbra la característica liminar de este género de no ficción. Al mostrar su punto de vista epocal, con una perspectiva descriptiva o de crítica ante la situación del contexto, los autores decimonónicos configuran el rasgo híbrido que acompañará a la crónica, que se mantendrá en diversos umbrales: artículo, ensayo, narración literaria y episodio histórico.
Con el conocimiento local de los diversos puntos del país esparcido por los cronistas del XIX, quedan manifiestas diferentes implicaciones pragmáticas. A un lado de la historicidad del acontecimiento o la descripción que el lector contemporáneo pudiera encontrar, la crónica decimonónica mexicana tiene un fin apuntalado con recursos narrativos, retóricos o datos duros; este objetivo es el de preparar a su lector primero, su contemporáneo, para su actuar dentro del México que apenas se forma.
Las críticas de Lizardi, la lucha por la identidad de José María Luis Mora, la exposición de los tipos de Payno, Nervo y Obregón, las denuncias de extranjerías y la confrontación a la mujer de la época por parte de Méndez y Wright, entre los otros temas destacados en el desarrollo de este género, cumplen con la intención de construcción del ciudadano que México recibirá, el cual debe evitar los defectos expuestos o estar atento a las delaciones concebidas en su tiempo para evitarlas.
Si bien -debido a que las voces pertenecen al sector intelectual- las minorías no son quienes exponen su realidad circundante, la marginalidad sí es un tema dibujado, pero desde la mirada de los escritores, tal es el caso de Altamirano, por lo que la transdiscursividad no se logra del todo. Aunque esta marginalidad no es expresada por sí misma, es reconocida como parte de la cotidianidad y utilizada muchas veces para mostrar ese contraste entre las clases sociales y la subcategorización de estas en tipos, por ejemplo, con la mención de los léperos.
La crónica mexicana decimonónica es la representación identitaria del mosaico nacional, en el que suele asomarse lo mestizo como centro de la multiculturalidad mexicana. Se observan las costumbres del siglo independentista y reformista. En el modo de vida de estos seres descritos que se quedan con las manos vacías o especulantes ante un nuevo sistema desconocido, se reconocen los movimientos futuros bélicos, la manera en que las masas actúan dentro de lo histórico, el modo en que la microhistoria forma parte de la historia general, porque lo peculiar genera los cambios sociales. La crónica se volvió indispensable para el objetivo de crear la identidad nacional y este rescate de lo vivido, para que quedara registro de ello. Cuando no hay memoria viva, hay crónica.