Introducción
Iniciar la búsqueda del cliente de prostitución, implica la búsqueda de un fantasma, una sombra, un varón invisible. Aunque está ahí, inundando la cotidianidad, en los hogares, en los lugares de trabajo, en las calles. Representa la otra parte del rompecabezas, la que determina la demanda, y es una pieza que no ha sido estigmatizada como los otros actores que participan en la prostitución: las llamadas “putas” y los llamados “padrotes”. Ha recibido nombres neutros, como cliente o comprador, aunque algunas autoras como Juliano (2002) han tratado de que asuma su responsabilidad y lo han llamado “prostituyente”. En complicidad con el poder, pero sobre todo, con la cultura, deambula por los espacios de placer a comprar mercancías sexuales humanas: niñas, niños, adolescentes, mujeres y varones.
El objetivo de este artículo es realizar un acercamiento a los clientes de prostitución en México, primero en términos socio-demográficos y posteriormente a partir de sus motivaciones, tipologías, y de la forma en que se relacionan con la prostitución, centrándonos solo en la de mujeres. Adicionalmente, realizaremos un breve recorrido a través de la historia de la prostitución en México, a fin de identificar su participación y su relación con el Estado. Al término de este recorrido, haremos una reflexión sobre el papel del cliente en la actualidad, un momento histórico marcado por la presencia de trata de niñas, adolescentes y mujeres adultas con fines de explotación sexual comercial.
Ubicación de los clientes en el espacio socio-demográfico
Los clientes pertenecen a diversos grupos de edad, clase social, ocupación, nivel educativo, estado civil, grupo étnico; es decir, cualquier varón puede serlo y no se requiere la presencia de una “patología”, “desviación” o “perversión”, sino que la mayor parte son varones “normales” desde la mirada de una cultura patriarcal. Aunque a primera vista parecieran ubicarse en todos lados sin concentrarse en un espacio específico, aquí mencionaremos algunas investigaciones que han intentado fijar su ubicación.
De acuerdo con Sánchez-Vallejo (2008), el perfil del cliente en España ha ha cambiado desde 1998, donde predominaban los varones casados, mayores de 40 años; empero desde 2005 han predominado los jóvenes de 20 a 40 años. En Estados Unidos, en un estudio realizado por Monto (2000) con clientes que habían sido arrestados al tratar de contratar prostitutas en la calle, se encontró que pertenecían a diversos grupos étnicos: el 58% eran blancos, el 20% hispanos, el 13% asiáticos y el 5% afroamericanos. Alrededor del 35% había obtenido el grado de bachillerato o universidad, y el 81% se encontraba trabajando de tiempo completo. La mayoría eran casados (42%), el 35% eran solteros, el 21% estaban divorciados o separados y el 2% eran viudos. La media de edad era de 37 años (con un rango de 18 a 84 años), aunque la mayoría de ellos se encontraba en el rango de 26 a 35 años (33%), y 36 a 45 años (31%). Respecto a la edad de su primera experiencia con la prostitución, el 18% mencionó que inició entre los 9 y 17 años, el 33% entre los 18 y 21, el 21% entre los 22 y 25, mientras que el 20% entre los 26 y 35 años. Este primer encuentro sexual fue arreglado por sus amigos (24%), por el acercamiento de la prostituta (32%) o porque acudió solo a solicitar servicios sexuales (29%). El 13% señaló que había sido abusado sexualmente por un adulto en la niñez.
Sin embargo, en otro estudio también realizado en Estados Unidos, al comparar a clientes de prostitución con la población general, Brewer, Muth y Potterat (2008) encontraron que los clientes tendían a ser más jóvenes (menores a 35 años), tenían menor nivel educativo, en mayor medida eran solteros, hispanos o afroamericanos. Resulta notable la diferencia con el perfil encontrado en el estudio de Monto (2000), pues sólo parecen coincidir ligeramente en términos de edad. En este sentido, aunque no se cuenta con suficientes elementos para explicar este cambio en el perfil, se puede suponer la existencia de diversos patrones socio-demográficos por cada región, pero además, que en cada región pueden existir patrones centrales y patrones secundarios, diferenciados en términos de edad, estado civil, nivel educativo o grupo étnico, y que determinan la oferta en regiones específicas. Por otro lado, tampoco se puede dejar de pensar en el estudio de Brewer, Muth y Potterat (2008), la influencia ideológica de identificar al cliente con las minorías o con miembros de la infraclase (“underclass”), que representa a un subestrato de residentes relacionados con conductas antisociales, desempleo agudo y aislamiento social.
En Colombia, se encontró que la mayor parte eran solteros (53%), también había casados (23%), quienes vivían en unión libre (12%) y divorciados o viudos (11%). El 48% habían cursado bachillerato completo o incompleto, mientras que el 31% había cursado o estaba cursando algún grado universitario. El 24% estaba dentro de un rango de edad de los 18 a 25 años, el 38% estaba en el rango de 26 a 35 años, el 26% en el rango de 36 a 45; y el 14% estaba en un rango de 46 a 68 años. Respecto al nivel de ingreso mensual, el 9% recibía un ingreso inferior al salario mínimo, el 14% ganaba un salario mínimo, el 27% entre uno y dos; el 29% entre dos y cinco, y el 17% más de cinco salarios mínimos (Tirado, 2010).
La mayoría señaló que contactaba a las mujeres en prostitución, dirigiéndose directamente a los establecimientos, ya sea porque conocían la ubicación (56%) o por las tarjetas que les repartían en lugares públicos (20%). Un 22% llegaba por referencias de amigos, compañeros o familiares, mientras que sólo un 2% lo hacía por contacto telefónico o búsqueda a través de internet. Además, el 40% acudían solos en busca de servicios sexuales, mientras que el 60% acudían en compañía de un amigo o un familiar. Los clientes expresaron una preferencia por mujeres entre los 18 y 25 años (46%), así como por mujeres entre 26 y 45 años (32%), mientras que sólo el 5% prefería mujeres mayores a 46 años. Un 4% tenía preferencia por menores de edad, y el 13% no contestó la pregunta. El servicio más solicitado fue el contacto sexual (77.3%), aunque también solicitaban el acompañamiento en menor medida (13%).
En México, Chanquia French (2006) realizó un estudio con clientes en La Merced. La mayoría eran casados, con una edad promedio de 40 años, contaban con estudios básicos y tenían ocupaciones tales como chofer de taxi, empleado de oficina, vendedor ambulante y bolero. En este grupo era frecuente haber iniciado su vida sexual con una prostituta.
En contraste, mediante observación de campo realizada para esta investigación, en diversos antros de la zona sur de la Ciudad de México, se encontraron varones pertenecientes a sectores populares, medios y altos (cada empresa sexual se enfocaba a un sector específico), principalmente dentro de un rango de edad entre los 18 y 40 años, y que acudían en su mayoría, acompañados por otros varones. Desde luego, el acudir acompañados es quizás una estrategia para garantizar la seguridad de los clientes, al reducir el peligro de ser asaltados; pero también es posible gracias a la permisividad social de la que gozan los varones, que avala e incluso impulsa a utilizar la prostitución femenina como ritual de iniciación de sexual y de confirmación de su hombría; perpetuando relaciones inequitativas de poder en las que éste permanece en figuras masculinas.
También se encuentra el estudio de Gayet, Magis, Sacknoff y Guli (2007), que si bien no se concentra en el cliente, permite acercarse a él a partir de la mirada de trabajadoras sexuales de Acapulco y Monterrey, específicamente acerca de su percepción del último cliente. De acuerdo con la perspectiva de estas mujeres, la mayoría eran nuevos (60.8%), pero también los asiduos eran numerosos (39.2%). Un gran número eran del mismo estado (82%), aunque también había de otros estados (16.7%) o de otros países (1.3%). El 96.7% de las participantes mencionó que lucían limpios. Respecto a la clase social, la mayor parte eran de clase media (81%), seguidos de “pobres” (12.1%) y “ricos” (6.9%). En cuanto a la edad, el 39.2% eran jóvenes, el 46.5% de “mediana edad” y el 14.3% eran “viejos”. El 1.5% creyó que su cliente tenía una infección de transmisión sexual (its) y el 22.6% mencionó que estaba borracho o drogado.
Tras revisar los anteriores estudios pertenecientes a distintos contextos socioculturales, a primera vista se puede coincidir con la idea de que no existe un perfil concreto de los clientes. Sin embargo, es necesario mencionar que los estudios difieren en términos del tamaño de las muestras y que se requiere que no se concentren solo en clases medias o populares, pero sobre todo, se requiere ingresar al terreno de la subjetividad, específicamente en la exploración de los motivos para recurrir a la prostitución.
Los motivos de los clientes
Si en el ámbito socio-demográfico resulta difícil hacer una diferenciación de los clientes, es en el espacio simbólico donde se encuentran las primeras diferencias, sobre todo en cuanto a los motivos por los que acuden a la prostitución, así como las razones y los afectos que enuncian para justificar su posición como compradores, territorio donde se puede comenzar a trazar diferencias, especialmente en las formas en que manifiestan su masculinidad, en que se relacionan con las mujeres que se encuentran en la prostitución y sobre todo, en términos de una postura ante la trata de mujeres con fines de explotación sexual, tanto de mujeres adultas como de menores de edad.
Los clientes expresan que acuden a la prostitución porque es una forma fácil y rápida de conseguir sexo (Monto, 2000) o porque permite un simple desahogo sexual en ausencia de una pareja (Chanquía, 2006). Tambien para satisfacer intensas necesidades sexuales (Volnovich, s.f.; Monto, 2000), por la necesidad de tener sexo inmediatamente después de que se excitan (Monto, 2000) o por el deseo de tener relaciones sexuales con un número mayor de parejas (Monto, 2000; Chanquía, 2006; Kelly, 2008).
No se trata únicamente de una necesidad sexual, sino que la sexualidad masculina parece formarse en torno a significados que la asocian con un deseo intenso que desborda, con una urgencia que se vuelve difícil de contener y que no puede llenarse con una sola pareja sexual. Al mismo tiempo, podría pensarse de acuerdo con Figueroa (s.f.), cómo la noción de una sexualidad desbordante se conjuga con una demanda compulsiva de tener prácticas sexuales como forma de comprobar su identidad de género ante sí mismos y la audiencia real e imaginaria de varones y mujeres con las que se relacionan. Aunque resulta necesario no permanecer en la metáfora del cuerpo como una simple máquina sexual o que los clientes sólo recurren a la prostitución para satisfacer este deseo, sino que sus cuerpos también requieren contacto, cercanía, compañía, atención; de un encuentro afectivo aún cuando se tenga que pagar por ello.
Por ejemplo, hay quienes acuden por dificultades en las relaciones con sus parejas sexuales. Una situación común es que desean experimentar actos sexuales que no pueden recibir de sus parejas o que no se atreven a solicitar (Monto, 2000; Chanquía, 2006; Kelly, 2008; Ortiz, 2008; Volnovich, s.f.), por ejemplo, el sexo anal, el sexo oral, el sexo “duro”, etcétera. En este sentido, “la prostitución es un medio de reproducción y transmisión de creencias y valores sobre la sexualidad hegemónica, puesto que a través de ésta se puede llegar a un “ser y hacerse hombre”, con la pérdida de la inocencia al tener la primera experiencia sexual” (Rosas, 2012, p. 55).
Los clientes también manifiestan la necesidad de acudir con prostitutas cuando se sienten insatisfechos en las relaciones sexuales con sus parejas, o en periodos específicos, como cuando su esposa está embarazada o cuando la relación sexual se ha hecho un hábito y se sienten aburridos. También acude el varón que no puede tener relaciones sexuales con su novia, percibe límites en la experiencia sexual o han perdido el atractivo con el paso del tiempo en términos del peso, la piel, los hábitos. Otro de los motivos es que los jóvenes no desean que la relación sexual con mujeres de su medio se convierta en motivo de matrimonio o problemas familiares (Ortiz, 2008).
Además existen clientes que pagan por tener relaciones sexuales debido al interés por mantener una relación sexual con limitado involucramiento emocional o compromiso (Monto, 2000; Chanquía, 2006; Kelly, 2008; Volnovich, s.f.). Esta situación puede leerse de distintas maneras. Por un lado, como consecuencia de un modelo de socialización que obliga al varón a distanciarse afectivamente de las mujeres para impedir el establecimiento de una relación estable, al encontrarse en un proceso de reafirmación de su identidad de género en el ámbito de la sexualidad (Figueroa, s.f.). Por otro lado, también puede ser concebida como una protesta del varón a asumir nuevos roles o posiciones en las relaciones con las mujeres, quienes pueden expresar deseos o expectativas que quizá no se sienten capaces de cumplir, en un contexto social donde se han transformado las relaciones de género en términos de poder, producción, cuidado o sexualidad.
Hay clientes que dicen recurrir a la prostitución por el deseo de compañía, intimidad y amor (Monto, 2000), o porque buscan conversar y ser reconfortados (Kelly, 2008; Ortiz, 2008). Parecería tratarse de un cliente inofensivo, sujeto a una romantización de su práctica, pero hace falta indagar sobre su decisión de buscar esta compañía y amor en la prostitución en lugar de buscarla en una relación “gratuita”, pero además, podría dudarse de que la compañía y el amor sean las únicas motivaciones para acudir a la prostitución, y más allá de tratarse de una masculinidad marginal o en resistencia a la masculinidad hegemónica, podría entenderse como una masculinidad cómplice de un sistema patriarcal (Connell, 2003) que permite que los varones renten mujeres para tener relaciones sexuales.
Existen clientes que pagan por sexo debido a que se sienten incapaces para establecer una relación convencional, por aspectos como la timidez o no sentirse atractivo físicamente (Monto, 2000; Volnovich, s.f.). Incluso pueden recurrir a estos servicios para evitar el riesgo de rechazo (Monto, 2000). También se encuentra el hecho de que pueden pagar por mantener una relación sexual de acuerdo a sus preferencias personales. Por ejemplo, algunos mencionan que acuden debido a la atracción por características físicas específicas (Monto, 2000; Ortiz, 2008) o que pertenezcan a ciertos grupos étnicos (por las fantasías y mitologías eróticas construidas alrededor de lo exótico y lo colonizado), mientras que otros son motivados por el deseo de estar en control al tener relaciones sexuales (Monto, 2000).
La exploración de los diversos motivos por los que los clientes acuden a la prostitución permite confirmar la idea de que no se trata de un actor monolítico, y la situación es más compleja al recordar que los motivos por los que acuden no son mutuamente excluyentes y por ende se pueden presentar diversas configuraciones. A continuación se revisarán algunas de estas configuraciones, a partir de las tipologías derivadas de diversos estudios.
Las tipologías de los clientes
En un estudio de Boumama (Volnovich, s.f.) realizado en Francia, se identificaron cinco tipos de clientes. El primero es el que acude por la abstinencia sexual y la soledad afectiva, y se caracteriza por la dificultad para relacionarse con las mujeres en la cotidianidad, ya sea por timidez u otro tipo de inhibiciones. El segundo es el considerado “misógino”, pues las mujeres le inspiran temor, desconfianza u odio. El tercer tipo es denominado “consumidor de mercancías”, que acuden ante las urgencias del deseo que no pueden satisfacer en sus relaciones de pareja. El cuarto es el que acude para satisfacer sus necesidades sexuales sin tener que asumir un compromiso emocional, mientras que el quinto tipo corresponde a los “adictos al sexo”, que buscan encuentros fáciles e inmediatos.
Por su parte, Mansson (2003) encontró en Suecia categorías similares a las del estudio de Boumana. Por ejemplo, está el cliente que no tiene relaciones con otras mujeres y tiene dificultades para entablarlas; así como el “consumidor de sexo”, que tiene una perspectiva mercantilista de la sexualidad. También existe el que busca “otro tipo de sexo”, y el que acude por la fantasía de la “puta sucia”, experta en el arte de la seducción y capaz de cumplir sus fantasías sexuales. Finalmente, se encuentran los que buscan “otro tipo de mujer”, con un sentimiento de nostalgia por la pérdida de la supremacía masculina y que solicitan mujeres extranjeras de diversos grupos étnicos que se perciben más tradicionales, sumisas y accesibles a sus deseos.
En España, Gómez Suárez y Pérez Freire (2010) construyeron tipologías análogas, como el cliente “misógino”, que reduce a las prostitutas a objetos sexuales, y el “mercantilista”, que percibe a la prostitución como un negocio que se ajusta a la ley de la oferta y la demanda. Pero aportan dos nuevos tipos: el “samaritano”, que separa a las prostitutas en “perversas” y “decentes”, y es capaz de ser empático y respetuoso con las que se identifica; y el “crítico”, que dice cuestionar la cultura sexual dominante y reconoce las injusticias del patriarcado y el capitalismo.
En Holanda, (Tirado, 2010) se identificaron tres grupos de clientes. El primero es el “hombre de negocios” que sólo quiere sexo, acepta usar condón y ve como normales sus visitas a las prostitutas. El segundo, es el “aventurero”, quien tiene una visión negativa acerca de sus propios deseos y de la prostitución en sí, no asume el uso del condón y se autodenomina como un adicto al sexo. El tercero es el “romántico”, quien quiere olvidar que debe pagar por sexo y usa condón, tiende a ser un cliente regular y quiere más que un servicio estándar, pues considera que lo merece porque respeta a las mujeres.
En diferentes países de Asia se han encontrado tipologías relacionadas con diversos tipos de prostitución (Tirado, 2010). En Singapur, se encontraron tres tipos de clientes de servicios de escort, desde la perspectiva de las mujeres en prostitución: al que no le gusta que alguien lo vea, sólo va por sexo y no le interesa otro tipo de actividades; con el que se puede caminar, tomar una cena y disfrutar de una conversación; y el que se enamora, aquél que busca en ellas una especie de novia y suele dar regalos (aunque después de un tiempo cree que ya no tienen que pagar por estar nuevamente con ellas). En cambio, en Tailandia se identificaron tres categorías de clientes de turismo sexual: los “macho leds” que son aquellos que viajan acompañados con propósitos específicos de diversión alrededor del sexo y el juego; los “Mr. Average”, que se reconocen por ser hombres viejos, casados o divorciados, que buscan un paquete de aventuras románticas; y por último, se encuentran los “cosmopolitan men”, quienes viajan por razones de negocios o estudio, y sólo toman los servicios sexuales si éstos se acomodan a su agenda.
Una tipología interesante fue desarrollada por Zaitch (Tirado, 2010), con el propósito de conocer la percepción de los clientes frente a la trata con fines de explotación sexual de mujeres. El primer tipo es el “consumidor inconsciente”, que desconoce que hay una diferencia entre la prostitución voluntaria y la forzada. El segundo tipo es aquel que “reconoce el problema, pero sostiene que son las mujeres y las circunstancias sociales las causas”. En general sienten culpa pero la neutralizan mediante dos formas de negación: la primera es la imposibilidad para distinguir en la práctica entre las prostitutas que lo hacen por voluntad y aquellas que lo hacen por coerción; la segunda es que ellos niegan tener sexo con prostitutas bajo coerción. El tercer tipo es el “defensor moral”, aquel que reconoce el problema de la trata de mujeres y adquiere su responsabilidad individual, y por lo tanto, tiene estrategias para identificar a mujeres que trabajan bajo coacción; unos simplemente hacen una selección de los establecimientos que suponen no recurren a la trata de mujeres, pero otros pueden tratar de ayudar o salvar a la mujer, con dinero, refugio, o notificando a la policía sobre los proxenetas o novios.
Tras revisar las diversas tipologías, se puede encontrar en los clientes una tendencia a aproximarse a modelos hegemónicos de masculinidad en un momento histórico de transformación de las relaciones de género. Por ejemplo, el “misógino” simboliza una protesta contra la pérdida de poder en las relaciones con las mujeres, mientras el que “busca otro tipo de mujer” representa el anhelo y la nostalgia de relacionarse con mujeres socializadas de acuerdo a modelos tradicionales. Respecto al “que no puede relacionarse con otras mujeres”, puede decirse que no sale victorioso en la competencia por reafirmar la masculinidad, pero en lugar de construir nuevas formas de masculinidad, recurre a la prostitución como una forma de comprobar su identidad de género. Mientras que las figuras románticas o bondadosas del “samaritano” o el “crítico”, por el simple uso de la prostitución en una forma peculiar de separar el discurso de la práctica, se convierten en cómplices del modelo hegemónico de masculinidad.
Si bien no se cuenta con suficientes estudios acerca de las características socio-demográficas de los clientes en México, que exploren sus motivaciones o intenten elaborar una tipología local, existen estudios sobre la prostitución en México durante diversos periodos históricos, que no sólo permiten observar cómo ha cambiado la mirada hacia la prostitución a través del tiempo, sino su relación con el Estado y con los clientes. A través de un recorrido histórico, expondremos las condiciones actuales para el cliente de prostitución, que posibilitan la demanda de mujeres adultas, adolescentes y niñas para la trata con fines de explotación sexual.
Los clientes a través de la historia
En el México prehispánico, no existía un término para lo que en este momento histórico se denomina “cliente”. Tampoco existía el término “prostituta” para las mujeres que intercambiaban sexo por dinero en el “tianguis” sexual. Sin embargo, a estas mujeres se les llamaba “alegradoras” y podían servir a los nobles, a los varones comunes, a los jóvenes e incluso danzar con los guerreros en las ceremonias religiosas (Muriel, 1974; Novo, 1979). En este periodo parecen existir nociones distintas sobre la sexualidad en comparación con el periodo colonial, también fundadas en la desigualdad de género (las mujeres nobles no podían ser “alegradoras”, por lo que los varones buscaban sexo principalmente con mujeres de clases sociales menores), pero no se construye alrededor de la “alegradora” un estigma de tal magnitud como en el periodo colonial e incluso en el México Independiente. Llama la atención que la mujer involucrada en el “tianguis” sexual recibe un nombre, mientras que el varón no es nombrado (en forma positiva, neutra o negativa).
En el periodo colonial, el proceso de evangelización introdujo las ideas cristianas sobre la sexualidad y el matrimonio. La sexualidad se empezó a construir alrededor de la noción del “pecado”, en particular cuando ocurría fuera del matrimonio y no tenía fines procreativos (Trueba, 2008). Tras esta drástica transformación cultural, la mujer que intercambiaba sexo por dinero empezó a ser vista en términos despectivos y negativos, y si bien en la época prehispánica a la mujer pobre se le destinaba a esta actividad, en la época colonial se establece la situación perversa de seguir destinándola al intercambio sexual por dinero y condenarla por ello. La noción del “pecado” también alcanza al varón (“el que paga por pecar”, de acuerdo a un famoso verso de Sor Juana Inés de la Cruz), aunque él sigue gozando del privilegio de “pecar”, mientras no se sepa, ni provoque rupturas matrimoniales. Parecería que en este momento histórico se empieza a construir un estigma sobre el que hoy se denomina “cliente”, quien tiene que hacer invisible su práctica para no perder su honor y gozar de la tolerancia cultural encubierta hacia dicha práctica.
La prostitución es considerada como un “mal necesario” para la sociedad novohispana, una forma de canalizar la sexualidad violenta del varón, capaz de provocar violaciones, estupros o adulterios; y por otro lado, se convierte en una forma de promover e idealizar la imagen de una sexualidad femenina “decente”. Pero a diferencia del periodo prehispánico, en la colonia emerge el Estado para regular el funcionamiento de las “casas públicas de mancebía”, a fin de evitar escándalos y cuidar su ubicación dentro de las ciudades. También empieza a beneficiarse en términos econñomicos de ellas, primera aparición del “Estado lenón”, que recurre a agentes públicos y privados (alcahuetes) para la organización y control de dichas casas. Los varones que pagaban por sexo pertenecían a los sectores medios y altos, y no sólo se buscaban favores sexuales, sino también afecto, cuidados domésticos e incluso tener relaciones más íntimas como en el caso del amancebamiento. Cabe señalar que los favores sexuales no sólo se buscaban con “mujeres públicas”, sino que era una práctica común que los patrones tuvieran relaciones sexuales (o abusaran sexualmente) con la servidumbre doméstica (Atondo, s.f.).
La desigualdad social en la colonia y la segregación racial jugaban un papel fundamental en el mercado sexual dentro de este periodo histórico. El varón español o descendiente de españoles, tenía un mayor poder político, económico y social para recurrir al intercambio de sexo por dinero. No obstante, no puede asumirse que era el único cliente. Incluso puede pensarse en la emergencia de mercados locales de “prostitución” para diversas clases sociales y grupos étnicos, y que otros grupos de varones además del español fueron teniendo un lugar más preponderante como “clientes” al ascender socialmente y obtener mayor reconocimiento dentro de la sociedad novohispana.
Antes de pasar al siglo XIX, es preciso señalar que desde el periodo colonial el Estado tenía dificultades para detener la proliferación de espacios de prostitución y regularlos. Desde entonces existían empresas sexuales clandestinas y también desde ese momento, existen evidencias de que el Estado perseguía y penalizaba a las “mujeres públicas”, y mantenía un silencio cómplice sobre su socio (el alcahuete) y sobre el que generaba la demanda (el cliente).
En el México independiente, aún persiste la influencia de la moral cristiana sobre la sexualidad y el matrimonio. Sin embargo, se ponen en juego otros dispositivos discursivos influenciados por las ideas francesas sobre la prostitución. Se instaura entonces el periodo reglamentarista, que retoma el discurso médico bajo el cual la prostituta es percibida como propagadora de enfermedades de transmisión sexual, así como el discurso legal que la concibe como delincuente cuando no se ajusta a las regulaciones del Estado y realiza su actividad en la clandestinidad. En contraste, los cuerpos de los “clientes” (que en ese tiempo seguían sin tener nombre) no son controlados ni vigilados. Y como ocurrió en el periodo colonial, la demanda siguió creciendo, posiblemente debido a los procesos de modernización e industrialización del país, que requerían la migración de varones del campo a las ciudades, y de la provincia a la capital y a otros centros económicos importantes, diversificándose entonces los espacios de prostitución, desde los grandes burdeles hasta las accesorias y vecindades. El aumento de la demanda promovió que en los burdeles se diversificara la oferta, trayendo mujeres de provincia a la capital, y de la capital hacia provincia, especialmente en periodos de fiestas y celebraciones (Núñez, 2002).
El régimen reglamentarista continúa hasta el periodo revolucionario, donde surge la epidemia de sífilis, que no sólo afectaba a las prostitutas y a los clientes, sino a las familias de éstos (Sánchez, 2010). Ante esta situación se pone en riesgo la invisibilidad del cliente, frente a la cual surge el secreto profesional del médico (prerrogativa con la que no gozaban las mujeres en prostitución).
Al término de la revolución, se genera una fase de transición hacia un régimen abolicionista, que implica derogar el impuesto a las prostitutas, suprimir el régimen reglamentarista y terminar con el lenocinio. Sin embargo, incluso en este periodo existen indicios de que se reclutaba a menores de edad en casas clandestinas de prostitución, a pesar de que esto se prohibía en el Reglamento para ejercer la Prostitución (Sánchez, 2002).
Hasta 1940 se abole la prostitución, lo cual implica que una mujer puede dedicarse a la prostitución sin que un tercero se beneficie de su actividad (ya sea un lenón o el Estado). Si bien el Estado tenía la intención de que la mujer no fuera explotada por los lenones, no se establecieron las condiciones para que las mujeres pudieran convertirse en trabajadoras sexuales, lograran sindicalizarse y acceder a sistemas de protección social. Con la postura abolicionista se trata de eliminar al lenón, pero se deja sola a la prostituta en una cultura que a través de la historia la ha estigmatizado; y no repara en la figura del cliente, que a pesar del abolicionismo siguió demandando servicios sexuales.
Los clientes en tiempos de la trata
En el momento histórico actual nos enfrentamos a la violencia de género (como en el caso de los feminicidios y la trata con fines de explotación sexual), la persistencia de la homofobia y el machismo, el silencio en las escuelas respecto a la educación sexual, la falta de reconocimiento a los derechos sexuales y reproductivos de los y las jóvenes, la presencia de la doble moral y los lentos avances en el control de la epidemia de vih. La demanda de prostitución se ha ampliado y diversificado, y sigue estando determinada principalmente por varones, en un contexto social que mientras más parece cambiar, más permanece invariante. Así que retornando esta búsqueda del cliente, es necesario emplear otras categorías: clientes que acuden a la prostitución de calle, a la que encuentra en antros, bares y cantinas, a la que se ofrece en servicios de acompañamiento, al turismo sexual, a la prostitución en estéticas, baños y salas de masaje (por supuesto que hay tomar en cuenta a quienes pueden deambular entre los diversos espacios, cuando cuentan con recursos económicos para ello). Posiblemente los clientes que acuden a estos diferentes espacios no sólo se distingan por su ubicación socio-demográfica, sino también en términos de dos aspectos que se han dejado de lado en los estudios acerca de los clientes: la percepción del riesgo y la relación con la ilegalidad.
Por ejemplo, existe un tipo de cliente que acude sólo en busca de prostitución, en una zona con altos niveles de delincuencia, a altas horas de la noche, dispuesto a pagar menos dinero y sin preocuparse por contraer una infección de transmisión sexual. En contraste, estará el que prefiere acudir a un bar o antro, en una zona que percibe más segura, dispuesto a pagar mucho más por servicios sexuales y que acude en compañía de sus compañeros de trabajo o amigos. Obviamente se muestran dos tipos extremos para facilitar la comparación, pero lo que se pretende señalar es que los clientes también asumen distintos niveles de riesgo en la búsqueda de servicios sexuales, que tienen que ver con la zona en que se encuentran los servicios, la percepción de riesgo de contraer una its, o la decisión de acudir solos o acompañados. Además, el riesgo puede estar relacionado con la percepción de que la actividad que se realiza como cliente es parte de un acto ilegal. Asumir estos diversos niveles no sólo se vincula con factores como la escolaridad, el nivel de ingreso o la sociabilidad, sino con la relación que existe entre la vivencia del riesgo y la construcción de una masculinidad donde se valora la hombría, la valentía, el no rajarse o no temer las consecuencias de los actos (en términos de salud, moralidad, economía, vínculos sociales, etcétera).
Si bien teóricamente en todos los espacios de prostitución es posible la existencia de la ilegalidad, en este caso se hace referencia a la ilegalidad que se manifiesta a través de la trata de niñas, adolescentes y mujeres con fines de explotación sexual. Un caso son los clientes que solicitan niñas o adolescentes, lo cual está prohibido por la ley, y pueden ser conscientes de haber cruzado las fronteras de la ilegalidad (aún cuando pertenezcan a un grupo que está en contra de dicha ley). Otro caso más común sería el de aquellos que si bien no solicitan niñas o adolescentes, solicitan mujeres adultas, pero no pueden detectar signos de haber sido tratadas, ya sea por la dificultad de esta tarea en una industria que vive de la simulación, por la ilusión de que se encuentran ahí en forma voluntaria o por considerar que no requieren cuestionarse al estar pagando por un “servicio”. Aunque este caso sea distinto al del cliente que cruza abiertamente las fronteras de la ilegalidad, no se debe exonerarlos por el desconocimiento o la falta de interés, tampoco al Estado por no poder frenar este tipo de ilícitos.
Las redes de trata pueden proveer mujeres en múltiples espacios de explotación sexual, dichos espacios son percibidos por el cliente de acuerdo a distintos niveles de riesgo (alto, medio, bajo). Sin embargo, no podría establecerse necesariamente una relación directa entre espacios de alto riesgo y la presencia de mujeres que han sido tratadas con fines de explotación sexual (aunque existe la posibilidad de que los varones con mayor capacidad económica también puedan acudir a sitios que ofrezcan una mayor seguridad). Esta relación aún tiene que explorarse analizando el grado de riesgo de los espacios de prostitución donde se ha detectado la participación de redes de trata, pero un indicador que puede emplearse para ampliar el conocimiento del cliente es su relación con la ilegalidad, como parte de una ética del consumidor.
Además de la relación del cliente con la ilegalidad, es necesario analizar su relación con quien está siendo tratada. Aunque los perfiles de las víctimas varían por región, los patrones hablan de adolescentes y mujeres jóvenes, de clases bajas, provenientes de centros urbanos o comunidades rurales, con baja escolaridad, solteras y con ocupaciones como estudiantes, empleadas domésticas u obreras. En este sentido, se observa la reproducción de una relación de poder donde se domina a la otra en términos de género, edad, clase social, lugar de origen o grupo étnico. Por ello se puede decir que la relación entre el cliente y la mujer que está siendo explotada, es una relación de poder y dominación que podría pensarse, permite compensar las transformaciones en las relaciones de género, mantener el control sobre la sujeto convertida en objeto-mercancía, a fin de que satisfaga las necesidades que lo han llevado a la búsqueda de servicios sexuales (con el límite impuesto por el dinero y las reglas de las redes de trata).
Otro aspecto que es necesario mencionar es la complicidad de la cultura con la figura del cliente. Además de su exoneración que se manifiesta en la ausencia de términos estigmatizantes en comparación con las mujeres en prostitución, y su invisibilización (ser cliente parece una prerrogativa exclusiva de los varones otorgada por la ideología patriarcal), que puede emplearse en la medida en que se evitan los escándalos y las manifestaciones públicas. Pero también, a través del recorrido histórico, es curioso como esta figura no se ha vinculado la perversión, sino que la legitimación estatal y cultural de sus prácticas, bajo ciertos límites que tienen que ver con la visibilidad de la transgresión de las normas sexuales en las instituciones del noviazgo y el matrimonio, ha permitido la normalización del cliente en la sociedad.
Y si bien en los últimos tiempos la figura del perverso recae en el pedófilo, existe una ambigüedad respecto a la sanción de las relaciones de los varones adultos con adolescentes (como se observa por la cifra negra y la falta de denuncia del delito de estupro, así como las diferencias entre la concepción de adolescencia y la aceptación de las relaciones sexuales entre adolescentes, a través de las clases sociales o las comunidades) que se convierte en una condición de vulnerabilidad para la existencia de la trata de adolescentes. En cambio, la figura del perverso parece esclarecerse en la medida en que tiene relaciones con niñas y niños muy pequeños, como si la monstruosidad apareciera conforme se desciende en términos de edad, con grupos etarios donde la sexualidad está en proceso de desarrollo y existe el consenso de que se debe proteger a las niñas de la sexualidad con los adultos. Quizá éste sea el cliente que puede ser percibido como perverso, y a la vez es el que se mantiene en la clandestinidad, el más difícil de ubicar y uno de los principales demandantes de la trata de niñas y adolescentes.
Por último, puede señalarse la necesidad de construir nuevos términos para el cliente de prostitución, especialmente en tiempos de trata. “Cliente” parece un término neutral, pero permite oscurecer el hecho de que, en particular, en casos de explotación sexual, las mujeres están siendo captadas y convertidas en mercancías utilizadas para el enriquecimiento de delincuentes. Si bien el Estado no se define por un sistema legal claro y consistente (parece abolicionista al penalizar el lenocinio, prohibicionista al perseguir la prostitución en calle, reglamentarista al permitir la prostitución encubierta y beneficiarse de ello, y finalmente fragmenta el sistema a través de la corrupción), es necesario dar una mayor visibilidad al cliente y reconocer su papel como prostituyente o victimizante, al generar una demanda de servicios sexuales cuya oferta es abastecida por redes de trata con fines de explotación sexual.
Se suele decir “al cliente lo que pida”, pero se podría completar, “mientras no provenga de la trata”. Y para ello será fundamental el desarrollo de procesos reflexivos para generar una ética como consumidor de servicios sexuales, donde se evite acudir a lugares donde se explotan a niñas, adolescentes y mujeres. Pero el Estado también tendrá que estar presente para perseguir a las redes de trata y penalizar a los terceros que se benefician de la explotación sexual de las mujeres, pues la demanda no podría ser satisfecha sin la presencia de vínculos de corrupción entre las redes de trata y el Estado.
Una reflexión final
A lo largo del presente texto se ha emprendido la búsqueda de los clientes de prostitución en México. Se ha recurrido a diversas pistas, provenientes principalmente de otros contextos socioculturales, que incluyen datos sobre su ubicación socio-demográfica, sus motivaciones y las tipologías que se han elaborado acerca de ellos. Sin embargo, resulta fácil perderse en la diversidad y es importante superar el silencio sobre este sujeto y promover el desarrollo de estudios por localidades específicas y tipos de prostitución.
Se intuye que el cliente de la prostitución en México acude para satisfacer un deseo sexual construido como natural, poderoso e irrefrenable; para mantener su identidad masculina; para socializar con otros varones; para satisfacer su necesidad de compañía e intimidad; para escapar de los problemas matrimoniales o establecer una relación sexual sin demasiados compromisos. Puede haberlos empáticos con las mujeres en prostitución, misóginos, mercantilistas, cariñosos, nostálgicos, solitarios; los que buscan aproximarse a una masculinidad hegemónica, que son cómplices de ella o que incluso la cuestionan. De nuevo la diversidad, en el territorio de la subjetividad.
También se le intentó buscar a través de la historia. No se encontraron términos concretos, sino que podía pasar desapercibido protegido por la ideología patriarcal e incluso por la moral cristiana, siempre y cuando no se expusiera, no alardeara, mantuviera en secreto su práctica. Se observó que el Estado ha tratado de reglamentar la industria de la prostitución, para evitar que sea visto, que contraiga alguna enfermedad e impedir que caiga en el adulterio, el estupro o la violación, es decir, que su sexualidad “irrefrenable” cause estragos en el orden social.
Se encontró que el cliente puede ser visibilizado por el Estado en tiempos de epidemias y de reconocimiento de delitos como la trata de personas. Además se ha hallado que tanto en sistemas reglamentaristas como abolicionistas, la demanda de mujeres se ha mantenido y ampliado, y han emergido las organizaciones criminales para satisfacer esta demanda sin que el cliente repare en su contribución a que las mujeres sean sometidas a explotación sexual en la clandestinidad.
Y al buscar pistas del cliente en los tiempos actuales, los tiempos de la trata, se observa a un Estado que no ha adoptado claramente un sistema legal acerca de la prostitución, una sociedad donde se mantiene la desigualdad de género, edad, clase social y grupo étnico, y donde el cliente reproduce estas relaciones de dominación en los encuentros con las niñas, adolescentes y mujeres en situación de explotación sexual. Un personaje del que no sólo hay que indagar sus características socio-demográficas, motivos o espacios de prostitución a los que acude, sino la percepción del riesgo en la búsqueda de servicios sexuales, su relación con la ilegalidad, así como explorar los vínculos entre los contextos de prostitución de riesgo e ilegalidad. Un cliente que requiere un nuevo nombre, donde se reconozca su participación en los procesos de trata con fines de explotación sexual.