En los recorridos de campo donde investigué caminos utópicos en la construcción de realidades concretas, me encontré con el deber de la memoria (Nora, 1984), ese impulso que hace que cada persona historiadora de sí misma tenga el deseo de rescatar acontecimientos que han marcado grupos y que la Historia no registró, o por lo menos, no confirmó su relevancia.
En un viaje en coche entre los Pirineos aragoneses y navarros, en el 2017, me doy cuenta de la familiaridad de los nombres de las localidades por las que pasaba por primera vez. Sin predisposición por las justificaciones místicas, avanzar en la carretera confirmaba el distanciamiento, solo rectificado ante una imagen que me hizo volver a ver al joven que fui en los años 80 del siglo pasado. Una imagen de un símbolo que usé, empezó a flotar tan insistentemente como para evocar las emociones del reconocimiento mediante el recuerdo de una lucha de la que fui parte por implicación e interés propio. A punto de cumplir el servicio militar obligatorio, que amenazó a todos los jóvenes de 20 años, me involucré en el movimiento antimilitarista que en Portugal tuvo su expresión más significativa en el movimiento Tropa Não (Movimiento No al ejército).
Era un símbolo (ahora se llaman Pin) con un instrumento sonriente, que celebraba la acción de boicot llevada a cabo por el movimiento que se opuso a la construcción de una presa. Infraestructura que prometía la modernidad por medio de la domesticación de las vías fluviales de montaña, prometiendo desarrollo a través del paisaje modificado, a pesar de los daños colaterales que expulsaron a la gente, condenaron aldeas y secuestraron formas de vida en esta promesa, raramente cumplida, de una vida mejor.
Dañados los cables eléctricos que daban energía a la obra, cortar los cables fue el símbolo y firma del movimiento, un movimiento que se comunicaba con otros, en particular el movimiento antimilitarista del Estado español que me hizo recuperar el Pin que usé con orgullo.
En ese viaje, después de una curva cerrada, vi un valle transformado por la presa aguas arriba. Fue el momento revelador que me explicó las imágenes que me asaltaron: estaba en Itoiz, el valle que en los años 90 representó el final de varias aldeas y vio a sus habitantes desalojados. El Pin que llevaba en el abrigo de pana aplaudía el movimiento social que se oponía a la presa con la temeraria acción para atrasar la obra. Cortar los cables eléctricos era en ese momento algo más que una acción simbólica, era una señal de ingenio, persistencia e imaginación, para quien miraban con atención y complicidad lo que estaba sucediendo en el Estado español.
Más tarde, ese mismo día, encontré los hilos de esta historia. En el pueblo ocupado, ahora con reconocimiento oficial, el movimiento contra la presa marcó profundamente a sus habitantes. En 1994, catorce años después de la ocupación inicial, siguieron de cerca el drama de los vecinos que tuvieron que abandonar sus hogares y tierras. Siete pueblos dieron paso a un valle inundado. La acción directa que retrasó la obra (aplaudida por el Pin que llevaba con orgullo) no fue suficiente para evitar la presa con todas sus consecuencias. Una vez derrotada la lucha, las formas de vida pulverizadas con la inundación del valle, el pasado de varias aldeas y su población se convirtieron en el doloroso recuerdo de esta ruptura. De ese día los vecinos recordaban, con los coches llenos de maletas, sus ojos con lágrimas y el fuego que ardía todavía en algunas casas. De esta lucha, también arrastran los tiempos de prisión que algunos tuvieron que cumplir, las multas que aún están pagando, las marcas de violencia policial que persisten en el cuerpo, todavía sienten la pérdida y el resentimiento que nunca han podido superar.
La carretera que me llevó a la aldea comunitaria rodeaba el embalse - principios de otoño, de un año de sequía. En el paisaje lunar, el agua estaba limitada donde la vida parecía exhausta y las márgenes inútiles montes de arena. En esta desolación, asomaban las ruinas de un antiguo balneario junto a un manantial de agua sulfurosa. En los edificios semisumergidos, las paredes verticales marcaban los espacios de las piscinas improvisadas que algunas personas siguen utilizando en sus baños terapéuticos. Así como del manantial seguía brotando agua caliente, su utilización humana encontró maneras de continuar. Indiferente a lo que allí se construyó, a las placas de prohibido y de peligro, a las ruinas que quedaban y a los recuerdos sumergidos por el agua, el valle aparentemente domesticado reencontraba la persistencia que se apropia de lo común, como el uso milenario del agua.
El Pin en la imaginación juvenil de los grandes logros, ganó dimensión geográfica e histórica a través de los dolorosos recuerdos que me fueron relatados. La antropología, entre otras cosas igualmente sorprendentes, permite reencuentros, a veces con nosotros mismos. Lugares de memoria revelados sin previo aviso y que hacen referencia a las articulaciones del presente con el pasado, de aquello que buscamos con aquello que pensábamos ya distante y ordenado en otros cajones donde buscamos encerrar recuerdos que pensábamos resueltos. Pero como nos recuerda Pierre Nora (1984), los lugares de memoria son expertos en metamorfosis y en obtener significados que siempre se entrelazan en saltos repentinos en la temporalidad y en las conexiones inesperadas que sugieren o a las que se refieren insistentemente. El tiempo alargado, fracturado, denso que se puede revisitar, que la antropóloga Paula Godinho (2015) clasifica a partir de los recuerdos de la resistencia a la dictadura portuguesa y del proceso revolucionario que siguió al golpe del 25 de abril de 1974 en Portugal, surgió en relación con esta curva de la carretera. Evocaciones del Pin que utilicé cuando era joven, de los encuentros con personas que resultaron ser encuentros con aspectos de la vida personal. Igual que las piezas que nos sorprenden después de renunciar al puzle, guardado fuera de la vista para no recordar el fracaso ni nuestras limitaciones. La adaptación de las historias de otros en las narrativas propias sugiere este proceso social en el que el espacio es subjetivo e intencional, una realidad producida que articula el pasado con el presente en la perspectiva de cumplir las aspiraciones y cumplir los deseos colectivos. Este viaje en coche por el valle, ahora embalse de una presa, hasta el pueblo ocupado en 1980 por personas que sin conocer, se volvieron cercanas, fue el lugar de la memoria que me permitió revivir el momento en que los caminos de la militancia que recorrí ganaron proximidad y pudieron oxigenar el trabajo donde investigaba la capacidad utópica y los modelos de vida que tiene sus premisas fundamentales en la solidaridad y la igualdad.
Mili No! La insumisión para contradecir la guerra
Supe esa tarde que las personas del pueblo que visité situaban su origen militante en el movimiento antimilitarista que allí llamaban Insumisión.
Gente que cuestionó el servicio militar obligatorio y más tarde las normas legales que trataron de contener la ola de protestas con la ley de objeción de conciencia. Insumisos que usaron el arma de la desobediencia frente a la obligación de presentarse en los cuarteles o en los centros de servicio civil. Fueron años en los que miles de personas vieron sus convicciones sobre la violencia organizada y la legitimidad del Estado para apropiarse de la vida, como pretexto para las penas de prisión y las duras condenas. Fueron años en los que la idea de la insumisión se extendió a otros dominios y se convirtió en una marca de generación, que cruzó las fronteras nacionales y llegó a Portugal, donde también surgió un movimiento juvenil, que veía al país vecino como inspiración para los caminos de la lucha contra el mismo servicio militar obligatorio.
En marzo de 1986, el gobierno de Felipe González celebró un referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. El importante movimiento antibélico de aquellos años que creció en el Estado español, acompañando a muchos otros países europeos, desafió las políticas de la guerra fría, el balance de terror que vio el aumento de armamentos entre los dos bloques militares, con la promesa de traspasar al espacio el conflicto sordo que oponía a los dos mundos separados por el muro en Berlín. El chantaje del gobierno socialista funcionó ante el pasado reciente, donde la dictadura franquista distaba mucho de ser un asunto arreglado y el Sí a la participación española en la OTAN ganó por un 53,53% contra el No con un 39,84% de los votos. En Cataluña, el País Vasco y Canarias no ganaron.
En la semana anterior a la consulta, me uní a la pequeña delegación portuguesa en la enorme manifestación que se apoderó de las calles de Madrid y donde aún persistía la esperanza de la posibilidad de la victoria, que supondría un gran logro para el movimiento antibélico en todo el mundo. En la memoria que gurdo de esos momentos, la multitud que gritaba “bases fuera”, la fiesta del reconocimiento a través de la lucha compartida por generaciones que veían la postura bélica de la alianza militar como la mayor amenaza para su futuro, negándose a respaldarlo y a que su país participara.
Perdido el referéndum, el movimiento antimilitarista español se reconfiguró a través de organizaciones como Mili KK o Katitzat, y a través de coordinadoras locales que exigían la abolición del servicio militar obligatorio y de la propia institución militar. La ineludible historia del franquismo en su asociación con la institución militar, con las intocables figuras que pasaban de la dictadura a la democracia, sin perturbaciones ni pérdidas de posiciones en las situaciones jerárquicas superiores, contribuyeron sustancialmente a la generalización de la desconfianza y a un terreno fértil para el movimiento de la Insumisión.
Como resultado, el inicio de la década de 1990 vio cómo las prisiones se llenaron de personas que se negaban a presentarse al servicio militar y también al servicio civil impuesto por la nueva ley de objeción de conciencia. Miles de jóvenes cumplieron condenas de uno a dos años por la insumisión dictada por sus convicciones políticas. Las prisiones volvieron a tener presos políticos (fuera del marco del nacionalismo vasco) que se negaron a servir al Estado con armas de fuego en la mano, y así contribuir a un sistema que rechazaban activamente. Carabanchel, la prisión del barrio obrero de Madrid que había servido para la incomunicación y la tortura a los presos políticos del franquismo, estaba ahora ocupada por insumisos. Una ironía que la historia del proceso de transición a la democracia no registró y que los trabajos de rescate de la memoria de la resistencia a la dictadura, después de la desactivación de la prisión en 1999, tampoco lo harían.
¡No al ejército! La música de una generación urbana
En este encuentro en 2017, donde los jóvenes de los años 90 del siglo pasado ya mostrábamos el inevitable pelo blanco, el cajón de los recuerdos estaba abierto de par en par, dejando entrar la luz y el aire, lo que como sabemos, para los asuntos de la memoria son función higiénica esencial y al mismo tiempo, puede representar un peligro fatal.
Desde la época en que fui militante antimilitarista, soldado involuntario y una de las personas que garantizaban conexiones entre Portugal y España dentro del ámbito de este movimiento, guardo los recuerdos más fuertes y al mismo tiempo más distantes.
El Movimiento Tropa Não donde participaba, existía en las ciudades de Lisboa y Porto y tenía una presencia creciente en algunos otros centros urbanos a través de iniciativas donde el rock fue la clave para la expresión y organización del movimiento. Fue a través de la música que el absurdo del ejército y el militarismo se hicieron visibles. Era este sinsentido lo que justificaba la pertenencia portuguesa a la OTAN y, por lo tanto, a uno de los bandos beligerantes de la Guerra Fría en tiempos de afirmación de la capacidad nuclear. Era el militarismo lo que imponía a los jóvenes una sociedad de clases, llena de una moral sexista que fácilmente despreciábamos. El ejército fue el secuestro legal en la edad adulta temprana y al mismo tiempo la amenaza frente a todos los problemas del mundo.
En la música y en las letras del rock de la época, los sueños de todos los tiempos, la rebelión de una generación donde el lenguaje de la protesta ganó expresión y se hizo oír al mismo tiempo que hizo visible todo absurdo de la situación: el servicio militar obligatorio mataba y mutilaba en accidentes absurdos. Era obvio que la revolución había sido un momento fugaz del que no quedaba nada en los cuarteles.
A partir de ese momento, por breve que fuese, hemos lucíamos con orgullo la afiliación con los SUV -Soldados Unidos Vencerán- una organización de base de soldados que en el verano de 1975 sacudió la jerarquía en los cuarteles, organizó asambleas y manifestaciones de gente uniformada, luchó contra la extrema derecha terrorista, apeló al internacionalismo proletario y a la auto-organización. Los más veteranos de entre nosotros, llevaban la memoria de esta participación en los SUV1 Los SUV fueron los protagonistas de este momento en el que el tiempo se aceleró y las posibilidades se abrieron al futuro, en el que el antimilitarismo era la enorme ola que se había levantado contra la guerra colonial.
De ese momento en que la alianza Pueblo/MFA2 era al consigna generalizada que no escondió las fuerzas contrarias que emergían para restaurar la disciplina en el interior de los cuarteles, guardo la hipótesis de que allí afloró, sin darse cuenta, pero que en la década siguiente continuó inspirando el Movimento Tropa Não.
En 1987, al mismo tiempo que el presidente angoleño, a bombo y platillo, estaba haciendo una visita de Estado a Portugal, dentro de un cuartel de Lisboa yo aprendía que el enemigo eran una vez más las turras - abreviatura despectiva para designar a los terroristas de la guerra colonial que eran después de todo los guerrilleros de los movimientos que liberaron las colonias y contribuyeron decisivamente al final de la dictadura. El enemigo que me señalaban en ese momento, fuera del cuartel, era recibido con celebración en una especie de realidad paralela en la que la revolución y la independencia de los países africanos parecían no haber ocurrido.
Junto con este enemigo imaginario, los españoles también fueron un ejemplo didáctico de la amenaza de guerra que justificaba la instrucción militar a la que estábamos obligados. La Unión Europea (CEE en ese momento) ya después de la adhesión de los dos Estados ibéricos, estaba mucho más lejos que Aljubarrota.3
Construir futuros con los materiales de la memoria
En ese pueblo vasco de Navarra, reinventado en las últimas cuatro décadas, hicieron sus vidas algunos protagonistas de este movimiento. No necesito aquí describir en detalle sus logros: desde luego la persistencia, pero también la escuela para los más pequeños, la panadería que proporciona pan para la ciudad, el adoquinado de la calle principal, la economía común porque los recursos son compartidos por todos, las reuniones de la red eco-aldeas con más de 500 personas, la basura en el ciclo de su aprovechamiento, la red de agua, el trabajo colectivo, la tierra sin propiedad, las asambleas, el consenso y las decisiones, las dificultades y aprendizajes, la integración en múltiples redes donde la solidaridad se hace concreta y el mundo entero su lugar.
En la cartografía que utiliza la memoria, este pueblo había sido el grupo de viviendas (caserío como dicen por aquellos sitios) alrededor de la propiedad de la tierra; con sus dueños y con las personas que los servían y que trabajaban la tierra para ellos. La estructura social de señores y siervos, de profunda brecha entre las clases que todavía se puede reconocer en las marcas que quedan en el espacio ahora compartido. En la práctica de los nuevos habitantes, sólo la memoria de lo que ya no es, lo contrario de lo que se desea.
En las capas de memoria a las que agrego una capa más, la etnografía registra convergencia o casualidad, construye campos de claridad donde había sombras, inesperadamente inserta el investigador en la larga línea de tiempo del objeto de estudio. Cuestiona y perturba, entra sin pedir permiso en las certezas y objetivos previamente determinados, hace considerar caminos que no suponíamos en la involuntaria auto-reflexividad.
En la memoria (que no sé si será colectiva), del movimiento en el que participé, la referencia española fue decisiva y un poderoso motor para la acción política. Aquí y allá, el fin del servicio militar obligatorio unos años más tarde. Una victoria notable, por lo tanto. Pero el militarismo, la OTAN, el gasto inútil en armamento, el mantenimiento de una institución con una utilidad social cuestionable -más aún en el contexto de la erosión de las formas económicas y políticas que deciden la soberanía- todo continuó sin grandes obstáculos.
Al igual que las derrotas, las victorias incompletas de los movimientos sociales, como en este caso, no han dejado de arar las tierras donde varios futuros se disputan constantemente, en procesos que retoman recuerdos a partir de lo inesperado. La hegemonía aparente y al mismo tiempo concreta del capitalismo puede ser sorprendida por el renacimiento de la vida, incluso desde sus ruinas, como para demostrar que la historia nunca termina y que la dominación que hoy nos parece de plomo puede finalmente tener pies de arcilla.
Es la pregunta que nos deja el trabajo de la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing (2015), en los bosques devastados por la explotación intensiva de Oregón: ¿Existirá algo más allá de esta ruina? ¿Puede renacer la esperanza a partir de lo desconocido y con ella nuevas condiciones para reconstruir la realidad social?
En el pueblo de los Pirineos ocupado por los insumisos de las últimas dos décadas del siglo XX, un pequeño grupo de personas insertadas en una red global, parece insistentemente decirnos que sí. Después de todo lo que cuenta de lo que fue, es lo que seremos, cantaba José Mário Branco en su Saudação a Antero. En la misma canción donde reclamaba, dejando entrever la melodía de los primeros acordes de la Internacional: En pie memoria del futuro, Siempre hay luz al final de la oscuridad.