Introducción
Pareciera haber un momento patente en aquel que solicita ayuda. Ese modo de inquietud que permea a la solicitud marca un sentido propio del encuentro, que detiene el tiempo de relación que establecemos con el mundo para volverlo tiempo en comunión. Situémoslo de donde lo situemos la presencia del otro se vuelve ante a mí y revela nuevamente aquel mundo que compartimos. Despierta un interés sobrecogedor en términos fenomenológicos, pues nos exige atender aquella coyuntura que emerge frente a aquellos sentidos que nos constituyen como siendo parte de y que fundan todo encuentro social. La propuesta fenomenológica de Edmund Husserl (2013a) en la V Meditación Cartesiana y la ética primera de Emmanuel Lévinas (2016) desarrollada en Totalidad e Infinito nos invitan a participar en un diálogo que cuestiona los límites y alcances de la relación. Más, reorientan nuestra mirada al más acá del encuentro, para resituar a la presencia como un modo de afección original. Hablaremos aquí de una constitución primaria de la experiencia, que opera a espaldas del sujeto y, en cierto modo, de ser pasiva, pero que luego se vuelve activa cuando disponemos nuestras miradas atentas.
Para abordar lo anterior, vamos a situarnos en un ámbito particular de solitud con la finalidad de enriquecer esta reflexión. Una que nace en un diálogo íntimo con la fenomenología y que, sin duda, requerirá ser tratada con máximo cuidado, evitando cualquier decisión arbitraria. Situarnos en un ámbito particular no quiere decir que estemos realizando un examen dependiente del contexto, más bien pretenderemos resituar la reflexión filosófica, que a ratos podría pensarse como alejada de la vida actual. Dicha presuposición sería un malentendido de entrada, pues la Filosofía -más particularmente, la fenomenológica- resulta de suma importancia para tratar los asuntos concernientes a la vida y, más aún, para reconocer ese momento entre aquel que solicita ayuda y aquel que la acoge. En definitiva, la fenomenología no sólo ha sido fiel al atender a las cosas mismas, sino también es lúcida en relevar interrogantes como las siguientes: ¿de qué modo la presencia del otro nos aventura a dilucidar un modo de afección que se vuelve constitución original? Dicho asunto nos llevará aclarar un ámbito específico de la relación o, mejor dicho, del cómo la relación social se vuelve relación propiamente tal.
Considerando lo anterior, existe un ámbito de especial interés y que la fenomenología nos ayudaría recorrer y este es el de la relación clínica. En el fondo, no podríamos negar la preocupación que comenzó a instalarse producto de la emergencia del SARS-CoV-2 a nivel mundial y que ha tensionado un ámbito más que cualquier otro: el de la salud (Zhao, Ahmed, Ahmad, 2020; Syazni, Saiful, Razak y Morgan, 2021; Cattelan et al., 2021). Algunos han sido asertivos en preguntar si enfrentamos, efectivamente, una nueva época para los profesionales de la salud. Vale decir, ¿cómo podríamos garantizar que los estudiantes se conviertan en profesionales competentes, sobre todo en el contexto actual? (Costa y Carvalho-Filho, 2020). Esta inquietud viene hacer evidente la complejidad de la relación clínica, pero, a su vez, nos exige a interrogar si esa certeza que tienen los profesionales respecto de ciertos tratamientos y de sus efectividades es suficiente, sobre todo cuando se ven enfrentados a ciertos patógenos tan nuevos como lo fue hace unos años el SARS-CoV-2. En otras palabras, la preocupación que emerge en un escenario como el recién descrito nos lleva a interrogar el modo en que se atiende al otro en salud. Más allá de descubrir a la relación clínica, lo que se vuelve clave si accedemos a ella, es la posibilidad de vislumbrar aquellos sentidos que constituyen el experienciar y que vuelven patente la fuerza que tiene la presencia del otro en el ámbito de la atención. Y más que dar cuenta de una tipología de la experiencia, queremos reivindicar ciertos momentos que, conducidos por la fenomenología, nos llevarán a destacar dos modos de acceder al otro.
Para dilucidar lo anterior, cabe advertir que, si bien el empirismo ha atribuido a la experiencia la fuente del saber, fue la fenomenología de Husserl la que logró ampliar su comprensión más allá de los dominios de lo sensorial, lo real y lo individual (Husserl, 2013b; Patočka, 2005). El método científico -para Husserl- debía volver la mirada a la conciencia, para dilucidar que el principio de la experiencia se mueve en el ámbito del logos (habla, palabra, significado) y de ninguna manera queda remitido a los datos sensoriales, pues el darse originario deviene como una actividad propia del mentar (Patočka, 2005). Cabe recordar, que la crítica que el fenomenólogo alemán hizo de la herencia cartesiana es que ella asumió que todo lo objetivo operaría como ya siendo determinado de cierta manera y que el mundo se constituiría como un contenido que el sujeto podría verificar como evidente por la propia vida cognoscitiva (Husserl, 1990); fundamento que antes llevó a Locke (2013) a restringir lo subjetivo como ya-siendo determinado por cuestiones extra-psicológicas (Duchesneau, 1973).1 Algunos, aún así, podrían presuponer que lo subjetivo se remite a lo interior, llegando a asumir lo exterior como lo objetivamente dado.
Dichas presuposiciones significaron -para Husserl (1976)- una actitud confiada e ingenua del proceder científico, puesto que el fenómeno no se remite a la cosa aparente o al supuesto de que la cosa se encuentra frente a nosotros como aquello que está alejado, sino, más bien, como perteneciente a una serie de relaciones constitutivas.2 Es más, la experiencia en términos fenomenológicos “requiere algo más que meramente abrir los ojos y ver las abstracciones como si estuvieran ahí mismo, delante de nosotros” (Patočka, 2005, p. 18). Fue el mismo Lévinas, el que reconoció el alcance de la fenomenología de Husserl, que fue la de colocar de nuevo a las nociones más originarias desde la perspectiva con que se aparecen al sujeto (Lévinas, 2009). Dicho esto, toda interpretación que pretenda atender al fenómeno de la relación debe partir desde la experiencia misma y pensar desde ella lo propio de la presencia, que lisa y llanamente, no podría comprenderse como un simple estar físicamente dispuesto en un lugar. De la mano de la fenomenología, podremos demostrar que la relación sólo se descubre como relación ante la presencia del otro.
Ahora, debemos ser cuidadosos en estas indicaciones para, así, asegurar el terreno a partir del cual se muestra la experiencia por sí sola (Grondin, 2002). Es esta, una de las advertencias más importantes que hizo la fenomenología y no podríamos rehusar de ella, considerando la pretensión de esta reflexión, que es la de atender a la presencia como un modo de afección originaria, más, como una dimensión propia del existir con el otro. Examinaremos los alcances de la teoría de la intersubjetividad realizados por Husserl (2013a) y la teoría de la alteridad propuesta por Lévinas (2016), para relevar dos planos distintos de acoger y atender la presencia del otro en su solicitud. A partir de la V Meditación Cartesiana con Husserl (2013a) podremos reconocer aquellas estructuras de la conciencia pura que constituyen un acceso íntimo al otro yo y, que emerge, como una fidelidad originaria o como pura empatía. Nos ofrece una comprensión particular cuando el advenir del otro exige un modo de atención que detiene la propia interioridad. Lévinas (2016), por su parte, nos guiará por un recorrido radical que vuelve patente la imposibilidad de reducir la presencia del otro a la pura interioridad. Más bien, ella se ilumina como una exigencia, como responsabilidad ética. En Totalidad e Infinito, Lévinas (2016) logra traspasar las barreras de la inmanencia del ego, para dilucidar cómo el yo es concominado a partir del Rostro del otro, que se deja escuchar, no ver, que se acoge como expresión.
De aquella atención a la presencia del otro que se vuelve mí propia solicitud
Para interpretar fielmente el advenir de la presencia no podríamos remitirla a un carácter concreto de algo o de alguien, a saber, en la facticidad de la aparición de ese algo o alguien. Más bien, debemos entrar de lleno en la constitución de toda relación, que se funda al alero de una conciencia compartida. La vida intencional de la conciencia, así como la evidenció Husserl -desde Investigaciones Lógicas- da cuenta de un carácter correlativo y unitario de la experiencia, que: “lo que vive el yo o la conciencia es justamente su vivencia. No hay ninguna diferencia entre el contenido vivido o consciente y la vivencia misma” (1976, p. 479). Vale decir, todo el despliegue del yo en tanto actos de conciencia no podría ser reducido a una suerte de estructuras psíquico-mecánicas que operan en un mundo que está ahí independiente del sí-mismo.3 Por el contrario, la fenomenología describió una conciencia compleja que se va articulando en un fluir de contenidos enlazados y que exige ser atendida en un fluir constante, desde un instante a otro en una unidad de variación, pero, a su vez, en un continuo de preservación (Husserl, 2013b). Esto quiere decir que lo que vive el yo no puede traducirse en una recepción vacía e involuntaria, pues los fenómenos son vividos en la complexión de las sensaciones y del carácter propio de la aprehensión, que no opera sino al alero de una relación original.
Algunos podrían suponer de entrada, lo sencillo que resulta plantear que existe un enlazamiento de los actos de conciencia, o bien, que podemos hablar de una correlación en términos muy generales. Lo que resulta una tarea difícil de cursar y que el mismo Husserl reconoció es el de dar cuenta de manera suficiente del modo en que “se constituye en el conocimiento un objeto de conocimiento […] dentro del marco de la evidencia pura o la autodonación” (2011, p. 72). La finalidad de la fenomenología husserliana no es el objeto, ni la subjetividad puesta en la persona, es el movimiento de los actos de significar, que están fundados en una esfera epistemológicamente primera de un yo que es capaz de constituir y hacer posible la evidencia (Husserl, 1976). Bajo este entendido, una mirada atenta debe estar focalizada en los actos significantes, en todas las formas de producción de sentidos, para, así, evitar el equívoco de localizados como puntos fijos que se asumen como un hecho así sin más. Dicha focalización requiere develar un modo de afección originaria, que constituyen toda posible relación con lo otro.
La compuerta que abre la fenomenología resitúa a la experiencia con el otro desde un campo común de constitución de sentidos y que es propio de la vida intencional de la conciencia, a modo de campo co-dado. Lo que cabría recordar, es que la conciencia aquí se engloba como una subjetividad continua que desborda sin cesar el simple momento presente y se enraíza en un campo pasivo y asociativo partir del cual cada síntesis muestra una fase de la intuición, “para un yo que actúa a su alcance” (Husserl, 2013b, p. 129). Este ha sido el valor primordial de la subjetividad trascendental, que llevó a resignificar toda pretensión de objetividad entendida como aquello neutral y distante del objeto que se investiga. Es más, la tesis general de la actitud natural -así como la confrontó Husserl- consiste en pretender acoger el mundo como una “única realidad” en el espacio y en el tiempo, aunque los datos del mundo o la experiencia en sí misma muestren lo contrario (Husserl, 2013b). Lo que cabría advertir, entonces, es que la experiencia propia de la conciencia combina varios niveles de actividad, de tal modo que uno podría reconocer un origen activo que se yuxtapone en términos de una pasividad originaria (Inverso, 2018) o como hemos denominado afección original.
Lo que cabría distinguir, es que pasividad-actividad no refieren a un producto que se compone de distintos elementos que están dispersos por ahí y que luego se organizan de modo coherente a modo de resultado efectivo. Desde los años veinte, el recorrido que cursó Husserl fue el de dilucidar la experiencia de la “pasividad” en el ámbito de la relación con el otro y, si bien, algunos podrían suponer que ella es equivalente a la receptividad, estarían equivocados al pensar que este es un asunto tan escueto (Bojanić, 2007; López-Saénz, 2011; Kretschel, 2014; Osswald, 2016). Una relación jerárquica entre la pasividad y la actividad merece ser cuestionada en términos epistemológicos, pues “es engañoso describir el proceso de adquisición de conocimientos como el procesamiento mental activo de un material sensorial puramente pasivo desprovisto de contribuciones cognitivas y evaluativas”4 (Biceaga, 2010, p. IX-X). Bajo este entendido, la pasividad debe ser pensada en relación con la intencionalidad, pues desde ahí podremos comprender cómo se conforma un campo de afección co-dado. Por lo pronto, podremos señalar que ella refiere a todas aquellas operaciones que operan fuera de la actividad voluntaria del yo y que, asimismo, -como nos muestra Osswald- se vuelve condición de posibilidad para cualquier acto futuro del yo (Osswald, 2014).
En el fondo, la intencionalidad encubre toda producción de sentidos, que son propios de la conciencia y que operan a modo de correlación. Otorgan no sólo una certeza ontológica de la constitución de significados que el yo hace de sí mismo y de lo otro, sino que también nos habla de un campo fundante para toda relación co-constitutiva. Más aún, la experiencia opera a la base de un suelo primario que hace posible la conformación identitaria y, así, resulta posible describir cada formación de significados, que puede sedimentarse o sufrir modificaciones, a saber, nos muestra cómo el yo puede cambiar de posición, de convicción, de opinión (Biceaga, 2010). Entonces, si uno fuera atento al alcance de la fenomenología genética de Husserl, podría comprender que el yo se configura a partir de un vínculo dinámico que en cuyos extremos, se encuentra el campo pre-dado de sentido, que está constituido pasivamente y en el otro extremo el yo que se vuelve activo sobre sí mismo (Osswald, 2014). Pasividad-actividad lejos estarían de ser asuntos separados entre sí y no podríamos traducirlas como estructuras de la conciencia que están fijas e incomunicadas entre sí.
Considerando los aportes de la fenomenología husserliana, lo que uno podría asumir de entrada, es que la relación clínica -que es el caso que nos compete en esta reflexión- opera a la base de una distancia, entre un yo que atiende y aquel que es atendido. O bien, otros podrían pensar que la atención se remite a un simple detectar hechos fácticos como serían los síntomas y los signos, y partirían interrogando sobre aquellos factores que inciden en el estado de salud de quién solicita atención o de las necesidades concretas que deben resolverse en esa solicitud. Dicho modo de dirección hacia el otro quedaría, de algún modo, resquebrajado cuando la situación de estar enfermo sobrepasa cualquier categoría pre-definida por el yo. Lo que resulta interesante de esta encrucijada y que veremos en detalle, a continuación, es que sea en el contexto en el que se pronuncie, es la presencia del otro la que funda un modo de comprensión particular y que quien sea capaz de atender a ella podrá reconocer en el otro los ámbitos que le aquejan personalmente. Dicho de otra manera, es el otro el que se vuelve la antesala de todo conocimiento verdadero. Y dicha suposición trasciende cualquier mirada que intente estandarizar la experiencia individual. La presencia del otro se descubre bajo sus propios presupuestos. Hablamos aquí de un orden de constitución más originario, que opera a espaldas del sujeto y que permite dilucidar que el ámbito concerniente al diagnóstico no podría quedar encerrado en lo individual. La atención aquí debe ser reconocida a la base de un campo de intersubjetividad. Lo que implica, en lo teórico, el reconocimiento de la pasividad-actividad como modos de afección propios de la conciencia, de significados que otorgan sentido al propio vivenciar. En lo práctico, requiere resituar a la relación clínica desde un plano co-constitutivo y ya no pensarla como sujetos separados entre sí.
Dicho lo anterior, desde una mirada fenomenológica la atención en salud no podría operar simplemente con un análisis factual -o como diría Husserl “yo, este hombre que percibe” (Husserl, 2013a, p. 156)- obviando el carácter correlativo de la vida misma. Sólo una mirada atenta vislumbraría ese despliegue de la presencia en sus propios modos de donación, pues el aparecer de ella requiere ser captado en el propio modo en que se acontece a la conciencia. Más, porque emerge como una estructura esencial de constitución universal que es común para todos. Por lo pronto, de lo que sí podríamos estar seguros es que el yo apercibe al otro en la inmanencia y reconoce en ello una solicitud que se avecina como una pregunta a la conciencia. Esto supondría en términos positivos ya el develamiento de una respuesta silenciosa o como dirían algunos de las primeras hipótesis diagnósticas. El yo puede tener garantías de aquella unanimidad de la experiencia del otro que hace que el problema sea parte también de mí problema, cuyo dolor sea a su vez el dolor. En términos negativos esto supone una develación de aquella solicitud que no es mi solicitud originariamente, pero que presentándose desde un modo inteligible permite al yo orientarse desde la inmanencia a la trascendencia del otro como una verdad subjetivamente orientada ante mí.
Lo que nos ha enseñado Husserl, precisamente, es que la experiencia de lo ajeno no se presenta como algo incoherente o fragmentado; tampoco se presenta como un objeto más en el mundo. Hay un enlace perceptivo entre el yo y el otro, que opera como una ley universal de constitución, que nace como una co-existencia original de ambos y que está ligada a un mundo y un tiempo en común (Husserl, 2013a). Particularmente, desde el inicio de la V Meditación Cartesiana reconocerá que el otro, “este-de-ahí-extraño”, se revela como una estructura que aún debe ser descubierta (Husserl, 2013a, p. 152). El único modo en cómo los otros pueden tener validez para un yo atento, es que ellos se constituyen como uno más que yo o “en mí como otros” (Husserl, 2013a, p. 168). Ahora, ellos se vuelven testigos de la existencia del yo y, por lo tanto, no podrían ser reducibles a una mera representación ni a algo que pudiese ser representado por el sí-mismo. O como bien decíamos, no podría ser reducido a categorías pre-definidas por el yo que atiende. El testimonio de uno u otro revindica, en términos de genéticos (origen), a un existente que está en comunidad con otro existente, pero siempre de modo particular.5 Se trata -a juicio de Husserl- “de una conexión esencialmente peculiar, de una comunidad efectiva, de aquélla, precisamente, que hace trascendentalmente posible el ser de un mundo” (Husserl, 2013a, p. 169). Nos habla de estructuras de constitución universales para todos, como es la posibilidad de percibir, juzgar y tomar posición respecto de sí. En este sentido la relación reviste de un vínculo horizontal, pues expresa la posibilidad de todo sujeto de reconocerse como agente de su propia vida, de ser capaz de tomar posición de sí de su situación.
En este sentido, el otro es una indicación ontológica del ser que somos y requiere un tratamiento particular, pues cualquier modo de aparición no ocurre de modo inmediato por asociación directa, como sería un diagnóstico basado en parámetros estandarizados, sino, precisamente, porque está mediado en sí y por sí mismo. Para ejemplificarlo con más detalle, uno podría partir de la idea de que la relación clínica es posible gracias a aquellos datos que son familiares para el yo que atiene, que luego puede inferir y descartar todos aquellos datos que no son posibles de ser captados potencialmente. Lo interesante de este movimiento, es que hay una condición apriórica, pues sólo es posible acceder al otro reconociendo ese modo de existir con él, que es un modo particular de situarse ante la vida y de relacionarse con el otro. Así, es evidente una posición y una intención que son propias de cada uno, con sus convicciones y creencias en el mundo o -en palabras de Husserl- “el mismo mundo que yo experimento, y como teniendo también experiencia de mí al hacerlo, justamente de mí, tal como yo experimento el mundo” (Husserl, 2013a, p. 152). Esta afirmación es una explicitación del sentido de la apresentación del otro, de su presencia, que sucede al mismo tiempo en una fusión en la que -reconociendo que soy incompatible con el otro- puedo reconocerlo para dar respuesta a la solicitud requerida, más aún, a una solicitud ya anticipada. En concreto, los actos perceptivos coinciden y otorgan al yo garantías de aquella unanimidad de la presencia de lo ajeno, que hace que el problema del otro sea parte también de un problema universal, a saber, que el dolor del otro sea a su vez el dolor.
Lo radical de la subjetividad orientada al yo -y de la que se hace cargo Husserl en la V Meditación Cartesiana- es el develamiento de una afección constituyente de la vida, una vida en común con el otro, más, del existir con el otro. En otras palabras, la presencia ya estaría enunciada desde un carácter óntico-noemático que verifica que el otro es un otro yo, como un “analogon” del sí-mismo (Husserl, 2013a, p. 157). Y esta es una verificación a priori de la constitución de la conciencia, que opera en un campo en plena intersubjetividad; que revela -como diría Husserl- que los modos de conciencia refieren, por un lado, a la autoconciencia, es decir, a la posibilidad de auto-captación de sí, pero, por otro lado, ellos pertenecen a un sistema de concordancia con el otro (Husserl, 2013a, p. 170). La presencia daría, entonces, cuenta de una condición originaria, que hace posible comprender que los sentidos son comunes, universales, que nos hacen ser parte de, que hacen posible el vivir en comunidad.
Lo que queremos enfatizar, es que la respuesta ante la pregunta o solicitud del otro se vuelve verdadera ante todo cuando ocurre la posibilidad de “ponerse en el lugar del otro”. El yo no sólo capta al otro como un otro yo, sino que reconoce en él su propia motivación, su aquí personal. Todos aquellos motivos que lo determinan con una fuerza para movilizarse por y para sí, de aquello que es capaz y de lo que no lo es. El otro exige al yo, lo interpreta en sus juicios y opiniones. Y esta interpelación va fundando el suelo ético de un “yo puedo” capaz de “poder-hacer” ante el otro. Al alero del “yo puedo” yace no sólo una representación, sino una tesis de la existencia misma, pues no solamente concierne al sí mismo (Husserl, 2014, p. 309), sino a una afección original. Hablamos aquí de una respuesta profunda ante la pregunta del otro. Y una respuesta tal, no podría quedar remitida a una suerte de receptividad de la pregunta o una mera pasividad del yo, en su sentido tradicional. Vale decir, ese “ponerse en el lugar del otro” da cuenta de una estructura básica de fidelidad hacia el otro, que es comprender al otro como un igual, pero también como quien vive su propia situación de vida. Refiere, por un lado, a un movimiento que opera como un volverse sobre sí en una vida que común, compartida. Hablamos aquí de un vínculo que nace como empatía hacia el otro. Lo que viene de entrada a suponer que hay un reconocimiento personal del otro en tanto que otro, que no nace de categoría pre-definidas como se suponen en el quehacer clínico cotidiano. Nace como una exigencia original, que obliga a quien atiende a responder particularmente ante el otro. En suma, la empatía es la concreción del deseo originario de ser con el otro; y ésta no se agota en un momento (Husserl, 2014). No se satisface como un hecho que opera al base de otros hechos que lo influyen, que lo condiciona a la manera de la biología o el diagnóstico certero. La empatía funda una relación viva, capaz de modificarse en el tiempo y se eleva como un deseo por existir en comunidad, como una fidelidad original, como una transformación que hace que la solicitud del otro sea mi propia solicitud.
De aquella atención a la presencia del otro que nace como responsabilidad ética
A lo largo de Totalidad e Infinito, Lévinas (2016) radicaliza la comprensión que podemos hacer respecto de la subjetividad y trasciende una mirada que engloba la totalidad de la relación entre el yo y el otro. Así como Husserl, el fenomenólogo francés coincide en que la presencia del otro no podría interpretarse como un objeto cualquiera o compararse con la relación que el yo establece con las cosas materiales (Lévinas, 2016) y que pueda tematizarlas del mismo modo. Ahora, en lo que será enfático es que tampoco podríamos remitir dicho instante sobre una idea del ser que tiene garantías apodícticas de su propia existencia (Lévinas, 1995). En el fondo, todo ese movimiento que opera a la base de la propia interioridad, es decir, ese “ponerse en el lugar del otro” encubre a la vez una suerte de convergencia. El sistema concordancia que describe Husserl tiende a resguardar una unanimidad en la relación yo-otro, lo que puede tener como consecuencia una evocación a la idea de totalidad. En otras palabras, ¿cuál sería el riesgo de remitir el fenómeno de la presencia a una suerte de unanimidad?
Una de las dificultades de la intersubjetividad es que otorguemos primacía a la vida intencional de la conciencia o nos dejemos llevar a una ontología que otorga una relevancia primera al yo como ser en el mundo (Lévinas, 1995). Dicho supuesto se inscribe en el marco de una filosofía occidental que ha provocado -a juicio de Lévinas (2016)- una suspensión de la alteridad y peligra de convertir al otro como una solicitud personal, aunque esta no fuera la intención de Husserl.6 El sistema de verificación de concordancia que propone el filósofo alemán es que supone un movimiento que se caracteriza por ser reversible y ser condición de la totalización; que se transforma en un acto por el cual el yo reflexiona sobre sí mismo y consiste finalmente en un “mirar la vida de uno mismo” (Lévinas, 1995, p. 157), aún si esta mirada ya estuviera concominada y exigida por la afección original.
Para Lévinas la afección pura antecede el plano de lo inteligible, pues el saber o la teoría representarían, en primer lugar, una relación con el ser que respeta la alteridad del otro, específicamente, que “deja al ser conocido manifestarse” (Lévinas, 2016, p. 38). Este modo de atención ya no se sostiene con la mirada y no se avecina como pregunta, significa, por el contrario, estar abierto a una nueva relación de conocimiento que no fija, no limita, que no hace una marca del otro. La teoría de la intuición -en palabras de Lévinas- se ha orientado a tematizar, a satisfacer la propia interioridad y con ello ha defendido una “ontología, que reduce lo Otro a Mismo, promueve la libertad, que es la identificación de Mismo, que no se deja alienar por Otro” (Lévinas, 2016, p. 38). La vida intencional de la conciencia supone vincularse a partir de ciertos horizontes, desde donde se dibujan los límites de dicha experiencia, pero siempre desde en la inmanencia del propio ego.
Una defensa de la propia interioridad del yo representa para Lévinas un habitar en casa, es decir, se constituye como una condición segura desde la cual se posibilita una separación con el otro (Lévinas, 2016). Ahora, dicha distancia no puede ser entendida en términos empíricos, como una separación física. A lo que recurre Lévinas es a demostrar que la presencia del otro opera antes que la génesis de sentidos pasivo-activo, pues dicha tesis existencial “se da al horizonte en el que se pierde y aparece: se deja apresar, se vuelve concepto” (Lévinas, 2016, p. 39) o se convierte en categoría conceptual.
Uno podría suponer que la teoría de la intersubjetividad es suficiente para comprender una situación como la relación clínica, que trasciende el mero hecho de presuponer en el otro ciertas categorías que están pre-definidas de antemano. El riesgo sería asumir como punto de partida a la empatía, sin reconocer el carácter concomitante de aquella afección que nace como expresión de sí. La fórmula que invita a ese “ponerse en el lugar del otro” podría resolver toda pregunta sobre el dolor ajeno, pero no podría satisfacer el carácter fundante de la afección originaria que se da ante la exigencia que implica la presencia del otro. El habitar en casa se vuelve un resguardo seguro del yo ante la presencia como un co-constituyente del mundo, pero en un sentido horizontal compartido con este mismo. La empatía, sin duda, otorga un suelo ético, pero peligra en quedar individualizada sino atendemos en ella ese modo de ser por el otro, -a modo de Lévinas- “a la subjetividad como acogiendo al Otro, como hospitalidad” (2016, p. 20). Lo inminente de la presencia no podría satisfacerse como el advenir de una pregunta. La hospitalidad pone en tensión ese habitar en casa y obliga atender al otro como expresión, como una llamada que exige ser atendida.
Lo que queremos reivindicar junto a Lévinas es el plano de lo afectivo, a relevar la alteridad a su colmo, a aceptar el deseo de lo invisible, sin la pretensión de aprehender el dolor del otro, sino de responsabilizarse por él. Es el reconocimiento de la alteridad la que nos obliga a mirar al yo como predeterminado ontológicamente por la antecedencia del otro, que se hace acoger de otro modo; que obliga a pasar “por encima de las barreras de la inmanencia” (Lévinas, 2016, p. 20). La incertidumbre provocada por el SARS-CoV-2, sin duda, ha implicado en la práctica este sobrepaso; ha llevado a resituar al otro como un absolutamente otro. Ha obligado a los profesionales de la salud a asumir que cada paciente se vuelve una presencia viva en sí misma, que exige ser atendida más allá del plano de lo inteligible; de aquellos datos que se asumen como absolutos y totales. El otro llega expresándose de manera inadvertida, se transforma en un acto de revelación, más, se convierte en una visitación y un develamiento del mundo. Es pura manifestación en un discurso que promueve una comprensión desde la relación humana como apertura viva (Lévinas, 2016). Más aún, que detiene la disponibilidad de la conciencia y de la vida intencional. Desarma la actividad suprema que tiene el yo, pues la vuelve pasiva por un momento, pero, a su vez, le exige actividad “de otro modo” (Lévinas, 1998, p. 62).
Para Lévinas la idealización que hace posible el paso real al otro debe alojarse en la idea de lo infinito, pues ella permite aventurarse a lo ajeno, a aquello que no podemos aprehender o tematizar de antemano. Que no podemos anticipar. Ese dolor propio de quién padece una enfermedad no se convierte en mí dolor o el dolor objetivado y universal, no se reduce tampoco a un reconocimiento inteligible de su dolor. Su dolor nunca será el dolor. El rostro del otro se deja escuchar y exige una atención distinta.7 Se convierte en un acontecimiento que testimonia la verdad y que nos llama, nos interpela. Atestigua una relación que se hace respetar en un sentido ético más originario, que nos obliga a responsabilizarnos ante el otro. En el fondo, la relación clínica no podría quedar reducida a aquellas categorías pre-definidas del padecimiento, pues la enfermedad se vuelve en sí un acontecimiento. En otras palabras, la presencia del otro comienza a atestiguarse como una enseñanza (Lévinas, 2016, p. 190).
Lo que cabría destacar, es que el rostro del otro no podría confundirse como un objeto posible de ser desvelado, que aparece, que puede ser descubierto. No se vuelve fenómeno en la experiencia humana, éste no opera como un contenido sensible posible de ser objetivado (Lévinas, 2016), ni siquiera al modo de un analogon del sí-mismo o a la cara del otro. Nos obliga a asumirlo como no siendo contenido por el yo, o bien, -como diría Lévinas- “no cabe que sea comprendido, o sea, englobado; no cabe que sea ni visto ni tocado” (2016, p. 215). La presencia del rostro ya es una invitación que permanece siendo infinitamente extranjera y asume a un yo sensible de ser afectado a esta ajenidad.
Este es un modo originario de ser de la relación, que instaura la ética en el mismo momento que instaura la razón (Lévinas, 2016). Un modo particular de donación de sentidos que se inicia a partir del discurso ético del otro y que constituye, siempre en-relación, una racionalidad fraterna. Aquella intersubjetividad de la relación que intentamos mostrar en la solicitud tiene por peligro fusionarse en una totalidad, que tiende a integrar el dolor de uno y de otro, como si fueran lo mismo. Hace alusión a aquel modo de relación que niega la totalidad y que rechaza aquello que es común. La hospitalidad, en cambio, nos habla de un modo de ser por el otro, que está dispuesto a la apertura de atender a aquel que, a través de su mandato, antecede a la ontología del ser, que recupera la interioridad de cada parte. Una ética primera que permite relevar un vínculo entre seres separados y que están parcialmente en relación, a la base de un recogimiento necesario (Lévinas, 2016).
Considerando lo anterior, tendríamos que destacar que la alteridad no tiene un fin último, representa un comienzo. Requiere reconocer la manifestación como un abrazo que se da a aquella solicitud que acoge el dolor del otro. Partir hacia un exterior permite comprender un modo de relación por el otro desde un sentido ético. Es un deseo por recibir al otro en términos positivos, como una enseñanza transitiva. Sólo así, la formación clínica retornará a sus intenciones más originarias. Partirá ante la llamada del otro, sin encerrarlo en categorías pre-definidas que nacen de una certeza relativa. De aquella certeza probabilística en la que se funda al otro en una totalidad sin igual. La relación clínica no ganará certezas asumiendo una distancia física o reduciendo al otro en una esfera de guías y protocolos, que nada se condicen con él. La relación clínica se vuelve plena cuando se asume en su integridad, cuando se abre a la maravilla de la enseñanza del otro, que como diría Lévinas “libera al Maestro y al que está siendo enseñado” (Lévinas, 2016, p. 202).
En suma, aquella presuposición científica que nace por la oposición o por una separación entre el yo y el otro se resquebraja cuando la atención se convierte en un acoger la llamada del otro, que no se responde de modo claro y distinto, sino que se abre al misterio de este carácter apelativo que nos convoca, que nos responsabiliza. Cuando el otro es reconocido como huella. Esa huella que interpela originalmente al ser humano “en el instante del encuentro con el rostro del otro, así el primero se vuelve sujeto, ya que ese pasado inmemorial lo sujeta en una responsabilidad infinita” (Lévinas, 1998, p. 23). Esa que perturba inexorablemente el orden y el recorrido del mundo; que escapa a la presencia; que se vuelve eco de una ausencia de certezas; que significa ser sin aparecer.
Conclusiones
A lo largo de esta reflexión hemos destacado dos posiciones metódicas de la fenomenología que de entrada nos hablan de ciertos modos de atender a la relación con el otro. Un diálogo íntimo junto a Husserl y Lévinas nos ha permitido resituar a la reflexión filosófica como un recorrido necesario para la comprensión que podemos hacer de los asuntos concernientes a la vida y relevar el valor de la problemática aquí tratada: la presencia del otro en el ámbito clínico. Una fenomenología de la intersubjetividad, como la que vimos con Husserl, opera como un lente que accede a la presencia del otro como una pregunta que se avecina a la conciencia y una fenomenología de la ética primera, como la tratada por Lévinas, reconoce a la presencia como una llamada, como responsabilidad. La riqueza misma de este diálogo nos ha llevado a dilucidar los alcances que tendría la empatía y la alteridad como dos modos de acceder a la relación clínica, más, como vías para comprender la fuerza que tiene la presencia del otro en el propio quehacer. La incertidumbre generada por la pandemia detuvo la seguridad con la que se conducía la praxis clínica, lo que nos lleva a pensar que más allá de todo orden de las certezas habituales que se conducen en esta área, se pusieron en juego otros recursos para poder acceder a una atención clínica idónea. Ahora, este nuevo enfrenamiento a la realidad clínica se vuelve relevante si con ello logramos destacar que en toda relación operan ciertos sentidos constitutivos que permitirían marcar una nueva modalidad de disposición en la atención clínica.
Lo que cabría de entrada aclarar, es que los modos de acceso que reivindicamos en esta reflexión, a saber, la empatía y la alteridad, se concretizan como modos de disposición en torno al otro. En concreto, la empatía no es un ideal por alcanzar, es decir, no se reduce a una suerte de herramienta que debe poner en práctica el profesional de la salud -o cualquiera que lo vea de un modo positivista- para favorecer el vínculo con el otro. Más bien, nos habla de un modo de orientación, que opera como una vía de acceso al otro en el plano de la intersubjetividad. La alteridad, en cambio, nos lleva a un nivel más radical. Deviene como un modo de resituar la atención al otro como un llamado que debe ser atendido, que nos exige a responsabilizarnos de manera particular ante él. Que no se deja apresar por categorías clínicas pre-definidas. Que se aventura como una visión atenta o como decíamos como expresión de sí.
Lo que cabría señalar también, es que estaríamos confundidos en situar cualquier asunto concerniente al vínculo, a saber, a la relación como una suerte de posesión triunfal de algo. La seguridad que solemos tener respecto de la experiencia del otro, en el ámbito clínico, es la de pensar que podemos tematizarla bajo ciertos modelos estandarizados y que, con eso, sería suficiente para entablar cualquier encuentro o para llegar a cualquier verdad certera respecto del otro. El riesgo de lo anterior es que una mirada tal llevaría asumir muy rápidamente un modo de comprensión de la situación clínica, algo así, como si fuera posible protocolizar la atención al otro. Situarnos en un ámbito tan particular como el de la salud ha sido sólo para reivindicar un asunto que concierne al existir y que se volvió patente en un escenario cambiante como lo fue hace unos años. La incertidumbre producida por el SARS-CoV-2 ha vuelto a hacer evidente lo inminente del otro y, más aún, nos ha advertido algo que ya la discusión filosófica ha vislumbrado, es decir, que la comprensión que hacemos de lo social o lo individual no puede quedar remitido a exámenes pre-categoriales. La existencia opera por y para sí misma y eso la vuelve particular en cierto sentido.
Lo que ha valido la pena interrogar es el fenómeno de la presencia para comprender cómo se descubre la relación. Estamos apuntando a esos sentidos originales que hacen posible orientarnos unos con otros, más, de cómo nos co-constituirmos entre nosotros a modo de afección. Sin duda, para algunos sería injusto negar el alcance del pensamiento moderno, sobre todo para la explicación de ciertas enfermedades, como para asuntos referidos a lo social. La cuestión es la siguiente. Cuando nos dirigimos apresuradamente a interpretar a la experiencia como algo inmediato, podemos incurrir en equívocos que tenderían a llevar a nuestra muestra mirada a cuestiones que operan fuera de la relación con el otro. O que intentarían abarcar la experiencia humana como una suerte de efecto de una causa, posible a ser estandarizada.
El riesgo de confiar en una comprensión que sitúe a la experiencia como “algo” inmediato, es que solemos obviar que todo conocimiento sólo se vuelve práctico en la medida que reconozcamos que es “siempre, también, elección y decisión entre posibilidades. Siempre guarda una relación con el ‘ser’ del hombre” (Gadamer, 2001, p. 16). No hay una separación entre el yo y lo que conoce, menos entre el yo y el otro que conoce. Hay implicancias teóricas y prácticas de tratar al otro como “algo” que puede ser reducible en su totalidad y, sin duda, tiene consecuencias para la discusión científica actual. Por lo pronto, lo que hemos intentado dilucidar es que la fuerza que tiene presencia del otro para la atención y de cómo ésta puede darnos de qué hablar. Es una indicación ontológica la que estamos relevando aquí. De un modo de existir con y por el otro, que es lo que funda todo encuentro social.
Dicho esto, entonces, esa preocupación de si, efectivamente, enfrentamos una nueva época para la educación en salud como lo interroga João Costa y Carvalho-Filho (2020) viene a quedar tensionada de entrada si reconocemos que nos encontramos ante un asunto concerniente al existir propiamente tal. Claro, que uno podría pensar que el surgimiento de un nuevo patógeno, del cual nada o poco sabíamos pueda tensionar el quehacer de los contextos clínicos, así como de la sociedad en general. Sin embargo, lo que realmente cabe relevar es el alcance y el límite que tiene esa necesidad imperiosa de interpretar al otro a partir de categorías pre-definidas y cómo nos enfrentamos a nuevos modos de acceder al otro en salud. El recorrido que hemos cursado junto a Husserl y Lévinas nos ha permitido demostrar, precisamente, que la relación se despliega según ciertos momentos co-constitutivos, que puedan abordarse como empatía o alteridad. Y este despliegue se hace evidente a partir de los sentidos que se advienen ante la presencia del otro, que opera como una esfera constitutiva de la experiencia, que tensiona toda trama lógica del ser que distancie al sujeto de lo vivido en cuanto tal o que suponga al otro como un objeto más en el mundo.
Lo que cabría destacar, es la importancia de profundizar sobre dos niveles de concreción de la presencia del otro. El primer nivel, que nos ha permitido mostrar que la empatía sostiene el campo intersubjetivo entre el yo y el otro. Y esto, nada tiene que ver con dos subjetividades que se unen en un momento y llegan a una suerte de consenso sobre la realidad, o bien, que negocian algo así como lo que sería el estado de salud de uno y del otro. La empatía se despliega como un sentido propio del existir, del sujeto que vive en situación en relación con el otro. Todo saber, toda pretensión de alcanzar la verdad del otro deviene con y por el otro. Es en el vínculo donde reside toda certeza sobre el conocimiento, sobre el estado del otro. Por ende, cuando aludimos a un principio tan puro como es el “ponerse en el lugar del otro”, no estamos refiriéndonos a una decisión personal de querer o no querer mirar al otro. Estamos enfatizando que sólo así es posible un conocimiento verdadero, al alero de un vínculo que nace como fidelidad.
Luego, un segundo nivel de concreción es el que devendría como una responsabilidad, como una ética primera. Cuando atendemos a la presencia desde el plano de la conciencia, debemos asumir que la pregunta deviene como una respuesta anticipada. Esa afección que nos obliga a atender la maravilla de la extrañeza asume lo infinito del otro, no como un otro cualquiera. El otro se asemeja al maestro que instruye, que rompe toda tranquilidad y que vuelve el tiempo de comunión, en un tiempo inaprehensible al modo tradicional. Pareciera no haber reparos ya en el modo en que lo otro se manifiesta y se revela contra la lógica formal de la ontología del ser. Esa lógica formal que sitúa al ser humano exclusivamente desde la vida de la conciencia y que supone un resguardo de la propia interioridad. En el fondo, ¿no se vería tensionada cuando el mandamiento viene desde afuera? ¿No quedaría desbaratada de recursos cuando la exigencia no requiere una respuesta en el plano de lo inteligible?
Reconocer al otro en su expresión requiere superar el plano del conocer como único modo de producir una verdad. En el cara a cara no sólo se abre la posibilidad de una relación ética, sino que a su vez nos muestra que el yo no tiene una posición privilegiada de un sujeto capaz de clausurar la experiencia. Una relación que atienda a la alteridad se constituye no sólo a partir de un acto de dar generoso, sino que requiere, a su vez, hacer una renuncia a la posición egoísta de la relación discursiva. Dicha tendencia que ha tenido el logos de posicionarse originariamente en la experiencia humana ha situado un ser del ente que estaría en comunión con la cosa sentida, siempre en el plano de la conciencia. Un plano de afectividad que termina por ser reducido en una idea como: “tu dolor es también mi dolor” “tu perdida, se convierte en mi perdida”. Iniciar una trama del ser desde la expresión, en cambio, dibuja otra estructura esencial que renuncia a la posibilidad de que las cosas sean sentidas de modo inteligible. La atención que respeta el cara a cara reconoce al otro como aquel que no puede ser objetivado y que, por lo tanto, su experiencia no puede ser reducida a un mero “punto de vista”. La exterioridad a partir de la cual nos relacionamos nos abre a una relación irreducible y nos invita a situarnos en un pluralismo humano. Aquel pluralismo que respeta a la interioridad de cada parte, que nos convoca a revindicar el carácter fundante de la presencia y que requería ser iluminada como tal, puesto que es su propia distinción la que nos llevará aclarar el sentido de la atención y sólo a partir de ella podremos construir puentes que nos permitirán comprender cómo la relación se vuelve relación.