Introducción
La principal actividad de estos pueblos era la explotación forestal, por lo que empresarios madereros venidos de afuera instalan aserraderos y hornos de carbón. Los naturales del lugar, de la noche para la mañana se encuentran convertidos en peones de los turcos (sirio-libaneses). Este copeño, sometido al patrón turco, es el prototipo zonal del criollo argentino que quedó sometido al extranjero que llegó con aires de autosuficiencia arrollando, atropellando y esclavizando al criollo surgido durante la colonización española (siempre con el apoyo irrestricto de los gobiernos) … al encontrarse este hombre con el extranjero triunfante, se automargina y se siente frustrado, y esto lo ha marcado con tal complejo de inferioridad (Mansilla, 2013, p. 8).
En el curso de la última década, la categoría identitaria “criollo” comenzó a ser problematizada desde la historia y la antropología. Con ello se puso en discusión una identidad histórica fuertemente sedimentada, mediante la cual se representaba de modo unificado a múltiples y heterogéneos colectivos no blancos de origen rural. En antropología, la reemergencia (Rodríguez, 2017) de etnias que estaban consideradas como extintas en diferentes provincias argentinas avivó el interés por la composición histórica de sectores populares rurales en la larga duración (Islas, 2002) (Pizarro, 2006) (Rodríguez, 2008) (Escobar, 2007) (Rodríguez, 2017). Sin embargo, estos estudios etnográficos analizaron cómo actores subalternos de esas provincias declaradas “sin indios desde la colonia” fueron alternativamente blanqueados o marcados en sus diferencias “indias” mediante discursos que establecían discontinuidades o continuidades entre criollos” actuales y grupos étnicos precolombinos. En sintonía similar, producciones provenientes de la historiografía (Prieto, 2006) (Chamosa, 2012) (Adamovsky, 2012) aportaron desnaturalizando la idea -o ideología-, muy arraigada durante el siglo XX, de que la identidad “criolla” remitía en esencia a un sujeto verdaderamente argentino nacido del mestizaje colonial.1 Por el contrario, evidenciaron que se trataba de una invención discursiva contemporánea que proveyó de imaginarios ambiguos a distintos proyectos políticos durante el siglo anterior. Estas perspectivas historiográficas tuvieron la particularidad de que analizaron las dinámicas de producción, circulación y recepción de discursos “criollistas” desde fines del siglo XIX en Argentina y que introdujeron la cuestión de las marcas fenotípicas racializadas como variable interpretativa en un país que se percibía a sí mismo como no racista.
Considero que situarme en diálogo con ambas perspectivas puede ser útil para explorar a través de qué proceso “criollo” llegó a convertirse en un poderoso modo de autoadscripción en una región específica de la provincia argentina de Santiago del Estero, donde todavía se mantiene una presencia importante entre sectores populares rurales. Apoyado en la articulación etnográfica (Rockwell, 2009) de memorias y un corpus archivístico, el artículo analiza cómo se formó y reconfiguró la identidad “criolla” en un espacio social marginal como el extremo norte del Chaco santiagueño2 (Bilbao, 1964) en las primeras cuatro décadas del siglo XX,3 una región que en tan sólo cuatro décadas pasó de ser frontera indígena a fines del siglo XIX a convertirse en un espacio signado por la deforestación masiva de especies arbóreas locales y la sobreexplotación de poblaciones nativas como asalariados exiguamente remunerados en la -mal- denominada “industria obrajera”. Tal y como se observa en la Figura 1, el extremo norte del Chaco santiagueño comprende a los actuales departamentos de Copo y Alberdi:
En el artículo argumento que dicha etiqueta fue asignada por fuerzas estatales -como única forma posible de adscripción a la simbólica nacional- y apropiada por los subalternos de la zona en el contexto de un vertiginoso cambio de orden social, propiciado por la expansión capitalista, en el cual se generaron diferenciaciones respecto a una serie de otros que son partícipes necesarios en la configuración de una matriz o cartografía identitaria muy sedimentada en el sentido común local. Por una parte, el movimiento de alterización fue respecto a los “indios del Chaco”, con los cuales nuestros actores compartieron escenarios de lucha fronteriza, formas brutales de explotación capitalista y con quienes existió una frontera difusa tanto en prácticas culturales como en lo que respecta a marcas fenotípicas. Asimismo, los que fungieron de modo determinante en la afirmación “criolla” fueron aquellos migrantes ajenos a la región, codificados en el mundo local de la campaña en términos de “gringos” y “turcos”, quienes arribaron a la región en el marco del desarrollo del capital obrajero a comienzos del siglo XX en un contexto más amplio de recepción masiva de población migrante extranjera por parte de Argentina.
Algunas discusiones conceptuales
En las últimas décadas la categoría identitaria “criollo” comenzó a ser discutida en ciencias sociales desde disciplinas como la historia y la antropología. La producción historiográfica de Adamvosky (2012) retomó algunos lineamientos ya trazados por Prieto (2006) y Chamosa (2012) para sostener como tesis central que -si bien el criollismo fungió como poderoso discurso integrador frecuentemente solidario al proceso de blanqueamiento discursivo entre habitantes del país- también vehiculizó perspectivas alternativas respecto a la composición no blanca de sectores populares omnipresentes en la Argentina contemporánea. De este modo, contribuyó a minar sutilmente el relato hegemónico del “crisol de razas” que representaba a la “raza argentina” como resultado de una fusión histórica, cuyo corolario ulterior era una nación blanca y europea. Esta ambivalencia fue posible en tanto los múltiples discursos que evocaban al criollo aglutinaban confusamente narrativas hispanistas con otras que tematizaban el origen no blanco y no europeo de colectivos subalternos.
Como sostiene Adamovsky (2014), a través de la escuela y medios masivos de comunicación, sectores populares de origen rural se encontraron a principios de siglo codificados mediante una etiqueta de connotaciones ambiguas. Y, posiblemente, la confusión se convirtió en una poderosa arma que permitía disimular orígenes para quienes podían mimetizarse con prescripciones sociales, políticas, culturales y estéticas atribuidas al ser “criollo”. Al reconocerse y ser cooptados por esta identidad, ingresaban al panteón nacional por una especie de “puerta de servicio” que los acogía de forma marginal en el interior de un orden simbólico dominante, dotándolos de una membresía liminal, inestable y hasta provisoria en tanto que efectivamente se los percibía inferiores racial y moralmente respecto a extranjeros de origen europeo. De idéntica manera, en el plano material, fueron incorporados, de manera compulsiva, en las últimas capas de la sociedad salarial -cuando eran retribuidos- luego de que muchos de ellos fueran despojados de sus tierras en los lugares de origen. En definitiva, ser reconocido como “criollo” significaba, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, tener un estatus mayor que el indio, pero considerablemente inferior que el resto de los segmentos sociales del país.
Desde el punto de vista simbólico, la acogida del “criollo” fue creciendo en intensidad luego de que el movimiento folclórico (Chamosa, 2012) -desarrollado con la impronta de la generación del Centenario4- reivindicara su estatus como parte de un nacionalismo cultural conservador, convirtiéndolo en emblema y símbolo de autenticidad litúrgica. Este movimiento discursivo de amplio espectro, que en principio fue promovido y financiado por elites provinciales -en el marco de una disputa con las elites porteñas respecto a recursos estatales capaces de subvencionar distintos sectores de la economía nacional-, fue el puntapié para una inversión simbólica del estatus negativo que implicaba el mote “criollo”, lo que no significaba que en la práctica cotidiana mitigaran las formas racializadas de desprecio hacia los segmentos no blancos de la sociedad. En décadas posteriores también el peronismo abrevó de estas corrientes nacionalistas que idealizaban al “criollo” aunque tematizando de manera muy marginal las diferencias fenotípicas y acentuando las “espirituales”, dado que el movimiento aglutinaba sectores obreros de orígenes heterogéneos (Adamovsky, 2014).
Según Adamovsky (2014), a mediados del siglo XX, el criollismo y la identidad “criolla” se habían instalado de forma definitiva entre sectores populares, dotándoles de repertorios tópicos a través de los cuales podían imaginarse como parte de un pasado idílico anterior al arribo de los extranjeros, el cual añoraban y restauraban mediante distintas prácticas folclóricas. Esta afiliación a un discurso tan idealizado quizás permitía mitigar el hecho de membresías fácticas de baja intensidad basadas en aspectos culturales y fenotípicos muy racializados, a partir de los cuales los segmentos “criollos” eran aproximados a quienes, por cierto, conformaban el afuera constitutivo en un imaginario nacional blanco, europeo y civilizado, a saber, el “indio salvaje” de la frontera. Actores a los cuales el Estado argentino convirtió en enemigos por antonomasia desde el último cuarto de siglo XIX, cuando se iniciaron los procesos de conquista de los “desiertos” interiores del Chaco y la Patagonia.
De manera similar, los aportes de la historiografía de los sectores populares han señalado que la recepción de la categoría “criollo” se popularizó, a su vez, en el marco de oleadas migratorias de origen europeo en su mayoría y, en menor medida, del medio oriente, principalmente de Siria y Líbano (Aventura, trabajo y poder. Sirios y libaneses en Santiago del Estero, 1880-1980, de Alberto Tasso). En efecto, fue el vivo contraste fenotípico entre la población “nativa” y los “extranjeros”, en el marco de vertiginosas transformaciones del orden social y cultural, hacia fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, lo que vehiculizó la adopción de esta nueva categoría identitaria entre poblaciones considerablemente heterogéneas en su composición histórica, la cual fue utilizada como un emblema protector respecto de la percepción racializada de los migrantes provenientes de otras latitudes, quienes muchas veces veían “indios” entre esos segmentos que pugnaban por no ser percibidos como tales.
En la actualidad, el desarrollo de estas perspectivas críticas permite la relectura de las relaciones sociales tomando como variable de análisis la “raza” o más puntualmente los procesos de racialización a partir de coyunturas históricas particulares, evitando, de este modo, la adopción de lógicas históricas a priori. Como sostiene Hall (1980), entender este fenómeno consiste en comprender cuáles son las condiciones históricas a partir de las que las diferencias perceptuales entre grupos con diferentes características se tornan significantes socialmente activos en la construcción de desigualdades y qué intensidades adquieren en una determinada formación social. A continuación, analizó cómo se formó una matriz identitaria estereotipada y particularmente racializada en el marco de transformaciones históricas que propiciaron procesos de diferenciación y estratificación en el Chaco santiagueño.
Enfoque metodológico
A pesar de que los aportes antes mencionados son útiles como marcos conceptuales e históricos, considero necesario advertir que tanto la circulación como la recepción popular de los discursos criollos en distintos espacios sociales y contextos no pueden ser generalizadas o extrapoladas desde una mirada sin perspectiva geopolítica (Martinez, 2019). Como documentan distintas etnografías producidas in situ en las últimas décadas en Argentina (Villagrán, 2012) (Gordillo, 2010) (Escolar, 2007) (Gordillo, 2018), la acogida de significantes identitarios populares deben ser localizadas e indexadas a procesos multiescalares (Martinez, 2019). Esto implica relacionar experiencias históricas situadas con escalas de órdenes subprovinciales, provinciales, nacionales y globales, integrando, de este modo, dinámicas locales a órdenes hegemónicos que las afectan. En definitiva, el desafío metodológico en este texto consiste en mostrar cómo un orden hegemónico de escala nacional puede encontrarse distribuido y configurado en espacio social-particular y localizado.
Situado desde una perspectiva metodológica histórica y etnográfica (Rockwell, 2009) el escrito fue adquiriendo cuerpo en una reciprocidad entre trabajo de campo y formación de un corpus archivístico (Troulliot, 2017). Esto fue planteando la necesidad de una dialéctica interpretativa entre relatos relevados durante mi trabajo de campo -en el Chaco santiagueño entre 2014 y 2019, mediante técnicas de observación participante y entrevistas en profundidad- y un corpus compuesto por una serie de textos heterogéneos en los cuales estas diferencias identitarias eran evocadas. El archivo consta de una serie de escritos diversos cuyo patrón común es que refieren a la realidad del Chaco santiagueño y que fueron producidos por actores que formaron parte de ese espacio social en distintos momentos de su historia. Del mismo modo, esta reciprocidad entre campo y archivo es interpretada en función de un diálogo con producciones historiográficas que atienden a las transformaciones estructurales entre fines del XIX y comienzos del nuevo milenio.
Formación del extremo norte del Chaco santiagueño: dislocación migratoria, régimen obrajero y la invención estatal del “criollo”
El Bracho estaba formado por casas de palo a pique y barro […] no había casas de comercio, ni gringos, como ahora […]. El Fuerte se levantaba como a unos cien metros del cuartel y a otros cien de la capilla […]. El lugar de los fusilamientos quedaba como a unos trecientos metros de la capilla y la tierra estaba siempre con sangre fresca (El Liberal, 1910, p. 19).
Hasta entrado los primeros años del siglo XX, el Chaco santiagueño resultaba un sitio completamente desconocido para las elites estatales, una verdadera muralla de bosques representada cartográficamente como terrae incognitae en los mapas de la época. Sin embargo, desde las primeras décadas del siglo XX se produjeron una serie de reconfiguraciones vertiginosas que cambiaron de manera drástica los modos de sociabilidad en este confín fronterizo. Tres acontecimientos históricos confluyeron de manera determinante en este nuevo ordenamiento territorial a partir del cual esta región antes considerada un “desierto” devino en uno de los centros productivos más importantes de la provincia.
El primero de ellos ocurrió entre 1884 y 1904 (Tasso, 2007) y consistió en la anexión territorial a Santiago del Estero de lo que luego se conoció como Chaco santiagueño: casi un tercio del actual territorio provincial hacia el este del río Salado, un espacio que pertenecía hasta entonces al Territorio Nacional del Chaco en lo jurisdiccional, y se encontraba bajo control indígena hasta fines del siglo XIX. En efecto, la región en cuestión fungió como espacio social fronterizo hasta que las políticas militares, desplegadas por el naciente Estado argentino entre 1870 y 1885, consiguieron sofocar conflictos interétnicos al desplazar el límite fronterizo desde el río Salado al Bermejo (Spota, 2010). Y gran parte del nuevo territorio conquistado fue repartido como botín de guerra entre las provincias de Salta, Santiago y Santa Fe.
De manera simultánea a la anexión territorial, el segundo evento consistió en la migración de una masa heterogénea de actores fronterizos asentados históricamente en las proximidades del río Salado, los cuales se movilizaron hacia el interior de esta geografía recién expropiada a los grupos étnicos chaqueños (Bilbao, 1964). Por último, el tercer suceso determinante fue la expansión conjunta de establecimientos forestales y vías ferroviarias, lo cual permitió la incorporación de estos hinterland a la lógica de producción capitalista (Tasso, 2007). En el apartado comenzaremos por este último acontecimiento y después retornaremos al segundo.
Como afirma Tasso (2007), el arribo del capital obrajero fue un momento de inflexión que dio lugar a la conformación de un nuevo centro de gravedad geográfico, económico-productivo y cultural.5 Los complejos agroforestales u obrajes consistían en emplazamientos ubicados en la profundidad del bosque chaqueño, del cual se extraían principalmente madera de quebracho colorado para la obtención de distintos productos como durmientes, rollizos, postes, leña y carbón.6
Durante el proceso de desarrollo obrajero, las flamantes estaciones de ferrocarril fueron convirtiéndose en centros de referencia para el intercambio y la sociabilidad. En torno a ellas se desarrollaron pueblos nodales cada vez más numerosos en términos de densidad demográfica, aglutinando tras de sí flujos materiales y humanos de trabajadores que esperaban ser conchabados, capataces, contratistas, comerciantes extranjeros, autoridades obrajeras y ferroviarias, agentes estatales, etc. El extremo norte del Chaco santiagueño (Bilbao, 1964), conformado por los actuales departamentos de Alberdi y Copo, fue la última región de la provincia en ser “colonizada” y explotada por este régimen productivo, entre los años 1910 y 1935, aproximadamente. Los dos principales poblados de esta nueva subregión chacosantiagueña fueron Campo Gallo y Monte Quemado, pequeños centros que se convirtieron en las respectivas cabeceras departamentales de Alberdi y Copo.
Tanto la extracción, la producción, como el traslado de productos eran realizados por “paisanos” subalternos que hasta algunas décadas atrás oscilaban entre múltiples estrategias de subsistencia y oficios, desde caza/recolección, cría ganadera en pequeña escala, agricultura de bañado o secano, a conchabo en estancias locales y migraciones estacionales a otras regiones (Palomeque, 1993). Muchos de ellos también fueron forzados a ser milicianos en fuertes y fortines fronterizos a fin de evitar el avance de los grupos étnicos chaqueños (Rossi, 2004). Sin embargo, en este nuevo sistema social se veían reconvertidos en hacheros, carreros, rodeadores, recibidores y cargadores; trabajadores generalmente conchabados en cuadrillas o grupos, a los cuales la administración obrajera remuneraba a destajo -por unidad producida y no por tiempo de trabajo-, mediante el uso de “vales” en lugar de dinero real, conminándolos a adquirir bienes de consumo en la proveeduría del mismo obraje (Dargoltz, 1991) (Tasso, 2007), (Martinez, 2008).
El segundo acontecimiento a considerar en este apartado -ocurrido de modo solapado y relacionado al advenimiento de los obrajes-, fue que este espacio de bosque impenetrable, incorporado a la provincia entre 1884 y 1904 (Tasso, 2007), se pobló de numerosos contingentes de migrantes internos, los cuales, hasta entonces, habían habitado dispersos poblados ubicados en espacios casi siempre cercanos a los cauces de los ríos Salado, Ureña y Horcones, en los antiguos departamentos Copo 1° y Copo 2°.7
Este fenómeno migratorio, presente en el extremo norte chacosantiagueño desde 1910 en adelante, en realidad había comenzado a desarrollarse algunas décadas atrás a lo largo de los extremo sur y medio del Chaco santiagueño. Con dicho desplazamiento, los patrones dominantes de ocupación territorial forjados durante el periodo prehispánico y la frontera colonial se desgarraron por completo (Bilbao, 1964) (Concha Merlo, 2019). Dejando atrás una vida que giraba en torno a los cauces fluviales fueron incursionando en el interior del Chaco austral semiárido para poblar un espacio con nulos cauces fluviales superficiales. Algunos organizaron riesgosas expediciones que tenían como objetivo fundar parajes dispersos en lugares con mejores condiciones ecológicas para las múltiples actividades desarrolladas. Otros lo hicieron para “conchabarse” en los obrajes madereros que comenzaban a propagarse a partir de la construcción del ferrocarril.
¿Cómo podemos trazar el semblante sociológico de quienes fueron vehiculizados desde el Salado a las profundidades del impenetrable chaqueño? En una carta escrita por Antonino Taboada8 a su hermano, el ex jefe militar de la frontera, le aseguraba que había sido injustamente acusado por los levantamientos de montoneras en Los Copos. La razón aducida era que, tanto en esta región, como en muchos otros lugares de la campaña, los alzamientos no habían sido conducidos por sus aliados, “la gente importante de la campaña”, sino por un “paisanaje desesperado”, una “chusma descamisada de baja ralea” disgustada ante las persecuciones y violencias que se cometían contra ellos y sus familias (Carrizo, 2014). A partir de los datos disponibles en las cédulas censales de 1869 y 1895, podemos interpretar esta brecha entre “paisanaje” y “gente importante de la campaña” de la siguiente manera. Por un lado, los actores de mayor estatus en la zona del Salado eran aquellos que poseían ganado bovino en grandes cantidades como fuente de riqueza, dado que la propiedad nunca tuvo en este espacio fronterizo límites fijos ni un peso determinante; el monte fue un lugar de uso mancomún para distintas actividades. Dentro de cada población, quienes poseían mayor stock de “hacienda” eran denominados “principales” (Bilbao, 1964).9
En Argentina, el modelo agroexportador supuso el desarrollo productivo de una región particular del país como fue la pampeana, que se insertó en el mercado mundial como una de las principales exportadoras de materia prima, principalmente de carnes y granos desde fines del siglo XIX (Barsky & Gelman, 2009). La pampa húmeda se consolidó como la primera exportadora de carnes congeladas a nivel mundial al convertirse en el proveedor por antonomasia de los mercados europeos, en 1914 pasó a exportar 23 286 a 436 859 toneladas anuales. Según el Censo Ganadero de 1914, Argentina poseía en total 25 866 763 bovinos, de los cuales el 80% se encontraba concentrado en esta región: Buenos Aires (9 090 536), Santa Fe (3 179 260), Corrientes (3 543 395), Entre Ríos (2 334 372), Córdoba (2 540 313). Mientras que otras regiones donde la ganadería había tenido un peso importante durante el siglo XIX, quedaron relegadas del sistema y comenzaron a perder peso relativo, sin desaparecer. Un caso puntual del relegamiento lo fue la provincia de Santiago del Estero, cuya producción vacuna se siguió realizando de manera tradicional, sin mejoras tecnológicas, a campo abierto, y su comercialización se circunscribió a pequeñas redes de intercambio de alcance regional.
Si la provincia de Santiago del Estero tenía en total 757 352 cabezas en 1914, esta región fronteriza disponía 65 034 cabezas, con lo que alcanzaba casi un 9% del stock provincial total. Esos “principales” comercializaban su ganado en provincias vecinas y a Bolivia, a partir de redes de intercambio que se habían tejido durante el siglo XIX (Palomeque, 1993).
Gil Rojas, descendiente de una familia pudiente -luego devino maestro de escuela- de Los Copos, señalaba en El Ckaparilo (Gil Rojas, El Ckaparilo, 1954) que quienes dependían de “principales” le debían “sumisión de esclavos” (Bilbao, 1964), dando cuenta en su primer libro de un orden estructurado en torno a relaciones de deferencia y obligaciones entre subalternos y patrones. Con mayor o menor intensidad, dependiendo de la cantidad de vacunos que cada “principal” poseía, se configuraban en torno suyo redes compuestas por hijos, criados, entenados, agregados y peones que contribuían con su trabajo y eran retribuidos según obligaciones específicas para cada caso, estos últimos fueron remunerados con dinero de manera parcial (Bilbao, 1964). Por otro lado, en la sociedad copeña de fines del siglo XIX y comienzos del XX, a los subalternos dependientes de estas estancias, se sumaba el “paisanaje” de “baja ralea” cuyas estrategias de subsistencia y oficios fueron descriptos anteriormente.
En el libro Escuela y Patriotismo (1938), Medardo Moreno Saravia10, un inspector de escuela de origen copeño, se describía a sí mismo como “shalako”11 o “saladino”. Estas categorías con una fuerte carga negativa hacían referencia a una forma vida que oscilaba entre la agricultura de bañado en los márgenes del río Salado -sitio “lejano y agreste”- y la caza como medio de subsistencia (Moreno Saravia, 1938, p. 194). En calidad de inspector, Moreno Saravia advertía a las autoridades en discursos y notas periodísticas sobre las dificultades de civilizar a una población que se movilizaba estacionalmente de los parajes (donde estaban asentadas las escuelas) hacia los bañados (en los que se desarrollaban actividades centrales como la labranza y la cosecha). También alertaba cómo este tipo de circunstancias generaban el peligro de que “triunfase un autoctonismo atávico-indígena” (Moreno Saravia, 1938, p. 187). Del mismo modo, a través de distintos discursos proferidos en las flamantes escuelas de Los Copos (1° y 2°), se conminaba a la comunidad copeña para que alejara de sus vidas conductas salvajes ilustradas por lo general en relación con la imagen negativa del indio salvaje. Por ejemplo, durante la inauguración de una escuela en Copo 1º se dirigía del siguiente modo a los vecinos que habían asistido al acto:
La religión no basta, también es indispensable como instrumento un cerebro culto, sobre todo en los pueblos nuevos de origen latino o de injerto en tronco indígena […] ¡Ay de los ignaro que no aprovechen de la cultura! Como indios refractarios, serán al fin repelidos, hasta que mueran de ignominia, consumidos hasta por la misma materia que animaron; la envoltura se habrá tragado al alma, la vasija habrá absorbido el líquido (Moreno Saravia, 1937, p. 36).
Nótese que la dificultad para el desarrollo de un cerebro culto entre los pueblos nuevos como el argentino, podían basarse en su origen latino -implícitamente contrastado al anglosajón en esta visión sarmientina- o el hecho de que se injertase la cultura civilizada en cuerpos indígenas. “indios refractarios” eran quienes se dejaban consumir por los impulsos de un cuerpo peligrosamente disolvente de la civilización. De ahí que Moreno Saravia viera posible el triunfo de cierto autoctonismo atávico indígena sobre una población que durante el siglo XIX fue marcada como “india” por distintos viajeros que recorrieron la región.
A pesar de evidenciar un sentimiento de alteridad (Escolar, 2007), Moreno mismo se sentía un claro ejemplo de que esa pulsión disolvente podía ser vencida por medio de la instrucción escolar. Por dicho motivo, alentaba a la comunidad copeña marcándoles que “un criollo por mucha kishka (“espina” en quechua) indígena que hubiese heredado, puede convertirse en el más culto, poderoso, y sabio, y benéfico de los hombres” (Moreno Saravia, 1938, p. 187).
De este modo, “criollo”, una categoría identitaria que no formaba parte de la cartografía social del lugar, aparecía en escena vehiculizada por rituales de estado como los actos escolares, susceptibles de construir subjetividades, afectos e identidades12 ligados a la pertenencia a una nación (Blázquez, 2012). Para estos sujetos fronterizos, ser reconocidos como “criollos” simultáneamente posibilitaba construir vínculos simbólicos con la nación y desmarcarse de ese exterior constitutivo habitado por otros con los cuales podían ser confundidos con facilidad a simple vista por el hecho de que hablaban la quichua, cazaban, pescaban y recolectaban, practicaban agricultura de bañado y, además, mantenían características tegumentarias percibidas como indígenas.
Esta ortificación de lo indio, sin embargo, no sólo remite a imaginarios hegemónicos provistos por la escuela. En efecto, detrás de este proceso de alterización respecto al indio chaqueño se encuentran dos experiencias históricas a tener en cuenta. Las más remotas en cuanto a las memorias actuales, es que en muchos casos los antepasados de nuestros actores fueron reclutados como milicianos de los fuertes fronterizos durante las levas13 (Rossi, 2004). Menos lejanas en el tiempo, son las migraciones estacionales a los algodonales chaqueños donde la diferenciación entre “criollos” e “indios” era reforzada en la práctica a través de la asignación de jerarquías que impactaban en el modo en que ambos eran retribuidos en sus salarios (Gordillo, 2010).
Como veremos enseguida, la adopción de la identidad criolla se intensificó en las décadas subsiguientes como categoría que servía para contrastar entre “nativos” y “extranjeros” que arribaron al Chaco santiagueño entre fines del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX.
Los “gringos” entran al Chaco santiagueño
“Recuerdo como un sueño, que, entre los trabajadores, había un gringo, el primero que pisó aquellas zonas” (Gil Rojas, 1962, p. 129).
A partir de 1904 en adelante, los actuales departamentos de Alberdi y Copo conformaron una gran jurisdicción departamental conocida en ese entonces como departamento Copo. Copo, a pesar de tener una superficie aproximada de 26 000 km² en 1914 (Dirección General de Estadística , 1917), mantenía una reducida población de 5 200 habitantes, con una exigua densidad poblacional de 0.2 habitantes por km². Constituía una zona en su mayoría inexplorada, donde primaban actividades económicas descriptas en el apartado anterior. Ahora bien, en 1921 se sancionó la Ley provincial N° 782 que establecía la división del departamento Copo en dos departamentos de magnitudes espaciales similares: los actuales departamento Alberdi y departamento Copo.
Los asentamientos que dieron forma a la cabecera departamental de Alberdi, el poblado de Campo Gallo, responden al arribo del ferrocarril y el advenimiento de establecimientos obrajeros. Dos procesos desplegados de manera conjunta a partir de la compra masiva de estas tierras realizada por la compañía Quebrachales Tintina Sociedad Anónima, perteneciente a Juilius Hasse, de origen belga (Dargoltz, 1991). Como sostiene Dargoltz (1991), la empresa de Hasse fue sin lugar a dudas uno de los mayores latifundios extractivos que existió en la historia de la provincia. Constaba de múltiples establecimientos dispersos en la actual superficie del departamento Moreno y parte del departamento Alberdi, que para el año 1921 totalizaban 360 000 hectáreas aun cuando en esa fecha la empresa había enajenado parte de las tierras obtenidas en 1893 (González Trilla, 1921, p. 495). Posteriormente, las tierras ubicadas en Alberdi fueron adquiridas por la firma Cabezas y Cía. que, según memorias recogidas en el pueblo, pertenecían a Marino Cabezas, a quien mis interlocutores recordaban como un “gringo español”.
Hacia fines de la década de los treinta, Cabezas y Cía. concentraba un gran poderío económico y político a pesar de no ser la única empresa extractiva de Alberdi. Según pobladores locales, uno de los encargados de la compañía se convirtió en 1938 en el primer comisionado municipal de Campo Gallo por designación del gobierno provincial. Respecto a la organización política, diversos autores señalaron la existencia de un sistema de patronazgo (Tasso, 1988) o de redes clientelares (Martinez, 2008) en Santiago del Estero durante la primera mitad del siglo XX, en una etapa de Argentina en la cual los derechos al sufragio no regían en la práctica de modo universal. En este marco, los obrajes madereros mantenían un peso decisivo en las elecciones debido a que, al menos hasta la década de los cuarenta, el voto de los obreros forestales se encontraba plenamente subordinado a los intereses de propietarios de obrajes, a pesar de que estos establecimientos albergaban alrededor de 130 000 obreros en una provincia con aproximadamente 500 000 habitantes.
En este sentido, como señala Martínez (2008), el campo político y burocrático se encontraba en una relación de dependencia respecto a la burguesía de la industria forestal. Durante el trabajo de campo muchas personas aludieron al obraje Santa Felisa de la firma Cabezas como formando parte de una época dorada de la extracción maderera desarrollada entre 1925 y 1955, mientras que otras no dejaron de hacer notar experiencias de arbitrariedad, refiriendo, entre otras cosas, formas de explotación laboral extremas y castigos corporales de capataces y policías que respondían al poder de empresarios obrajeros. Desde el punto de vista social y cultural, el desarrollo de los obrajes transformó profundamente el mundo local. Las empresas obrajeras arrastraron consigo patrones, capataces y administrativos, comerciantes e incluso operarios ferroviarios, a éstos se sumaron representantes de agencias estatales como maestros, inspectores de escuelas, policías, etc. Entre el Tercer Censo Nacional realizado en 1914 (Dirección General de Estadística , 1917) y el Cuarto Censo Nacional de 1947 (Dirección Nacional de Investigaciones, Estadística y Censos, 1947) se pasó de 1 598 a 14 200 habitantes, que evidencian un crecimiento intercensal del 48%. Además, de la población censada en 1947, 1 710 (12%) eran personas nacidas fuera de la provincia, de las cuales 95 eran de origen europeo y 43 de éstas nacidas en el continente asiático.
Muchos de estos actores, que pasaron a ocupar lugares de prestigio en los nacientes poblados como Campo Gallo, traían consigo formas de sociabilidad urbanas y características fenotípicas que contrastaban notablemente con los habitantes del lugar. A pesar de las diferencias de origen de cada uno de estos actores recién llegados, en la perspectiva local fueron codificados bajo el significante “gringo”. Gil Rojas señalaba en la década de los sesenta la distinción entre los “gringus” y los “cara i gringu” (Gil Rojas, 1962, p. 46) que establecía una diferencia entre los que en efecto eran extranjeros y quienes actuaban como si lo fueran para dotarse de mayor estatus. En este sentido, la categoría era mucho más amplia que en otros espacios de la región como el Chaco santafesino, donde “gringo” implicaba un origen friulano además de diacríticos fenotípicos y clasistas.
La fotografía de 1919 captura el arribo de la primera maestra a Campo Gallo, Sofía Franzzini Bravo, nacida en Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires. Fue llevada por un “sabio del pueblo”14, Riso Patrón, quien desde algunos años atrás trabajaba en la reconstrucción de la historia de la cabecera departamental a través de la recolección de archivos y por medio de entrevistas a personas mayores. La primera impresión de la fotografía es el llamativo contraste de colectivos. A la izquierda y detrás de la maestra se concentran los “paisanos”, caracterizados por rasgos fenotípicos no blancos, los cuales se encuentran vestidos con sombreros artesanales, chiripas y descalzos. Del lado derecho se observan operarios del ferrocarril junto a una pareja de personas destacadas de Campo Gallo.
De modo inverso, algunos de estos “gringos” afincados en la región a comienzos de siglo veían “indios quechuas” en la mayoría de los pobladores provenientes del Salado, como lo hacía notar González Trilla, un intelectual de origen español asentado en Añatuya, que se desempeñaba como editor del periódico El Chaqueño15 (González Trilla, 1921). Lochel (El Liberal, 1910, p. 16) de procedencia francesa, marcaban diferencias entre el paisano quichuista y los indios de toldería, todavía en estado salvaje. Entre los oriundos de la capital santiagueña la cuestión estaba dividida, Ricardo Rojas (1907) establecía diferencias entre indios chaqueños -tobas, mocovíes, abipones- y el paisano santiagueño, lo cual restituye un antagonismo discursivo formado a fines del siglo XIX cuyo caso se ha trabajado en otros artículos (Concha Merlo, 2019).
Con la narrativa culturalista de Rojas se construía un imaginario mestizo que acabaría siendo hegemónico durante el siglo XX (Farberman, 2010), en el cual se representaba a los “paisanos” o “criollos” como emergente sui generis de la cruza colonial entre conquistadores y remanentes de la civilización inca; aborigen, es cierto, pero muy avanzada respecto al estado salvaje de los pueblos barbaros de origen chaqueño que habían devenido enemigos políticos del Estado argentino. Con esta visión, los rasgos fenotípicos, el predominio de la lengua quichua en la región y la vida montaraz de la región eran salvados de ser puestos en pie de igualdad con los grupos étnicos que Gancedo (1885) había considerado “animales bimanos”. En cambio, eran reconocidos como santiagueños a pesar de destacar en ellos una serie de debilidades morales intrínsecas a éstas como la “indolencia” o la pereza. Otros contemporáneos, cómo Gallo Schaefer (Gallo Schaefer, 1911), eran bastante más crudos en sus descripciones tanto de las poblaciones del lugar como de su destino en la comunidad santiagueña. En referencia con unos obrajes próximos al actual Campo Gallo, aseguraba:
Es muy curiosa la vida de los obrajeros en el monte. Viven en pequeñas chozas, fabricadas con sunchos y latas de keresene, en notable promiscuidad. La mayoría es gente indígena. Ama las pendencias y el alcohol. Los hombres, usan revolver y cuchillo. Y suelen ser frecuentes los hechos de sangre. Estos aborígenes constituyen la base de la mano de obra en las explotaciones forestales. Hablan la quichua, su lengua nativa […] Si las necesidades de esta raza fueran mayores o más difíciles de practicar, habría ya desaparecido […] pero escapan de esa suerte tanto porque su comida la constituye el maíz […] y cuando escasea el maíz, los montes brindan diferentes frutos y miel silvestre; huevos de aves del campo; y la tierra, por doquier, animales diversos. Esta raza, en humilde concepto del autor, pertenecerá a la historia […] asfixiada por la aglomeración de otras razas superiores que se arrebataran su dominio, cumpliéndose las leyes darwinianas de la lucha por la existencia y de la selección natural […] Sin embargo es obra del buen gobierno conservar y proteger esa raza que ya muere. Solo ella está hecha para las grandes fatigas en nuestro suelo (Gallo Schaefer, 1911, p. 32)
Desde la perspectiva de Carlos Gallo Schaefer (1911), “criollo” era un mote que cabía en quienes tenían una comprobada raigambre hispánica, mientras que los hacheros de los obrajes eran simplemente una raza “aborigen” inferior a la nueva población europea que arribaba al país en el contexto, cuya extinción no lograba consumarse todavía por el simple hecho de que podían subsistir con escasos recursos mediante la pequeña agricultura y la caza/recolección. Con todo, estos “aborígenes” en franca decadencia resultaban piezas irremplazables en la mecánica obrajera de comienzos de siglo, dado que constituían una fuerza de trabajo resistente al clima y el ambiente, capaces de tolerar formas voraces de explotación en contextos poco favorables, y por una retribución menor al común de los trabajadores, dado que el acceso a los recursos del monte posibilitaba adquirir los bienes de uso necesarios para complementar la reproducción doméstica.
Si resulta importante la visión de un intelectual santiagueño como Gallo Schaefer (1911) es porque la explicitación de su percepción evolucionista y racializada diverge de forma notoria respecto al sistema de clasificación movilizado por trabajos intelectuales consagrados como El país de la selva (Rojas, 1907). Si Rojas devuelve una imagen idealizada de los campesinos de la frontera al describirlos como producto de una síntesis sui generis entre altas civilizaciones como la española y la incaica (Farberman, 2010), Gallo Schaefer expresaba una mirada más cruda y llamativamente concordante con el régimen de trabajo forzado en el contexto de la expansión del capital obrajero en estos espacios fronterizos recién colonizados del Chaco austral.
El escalafón construido por los regímenes identitarios hegemónicos consolidados entre fines del siglo XIX y comienzos del XX (Briones, 1998) que diseminaron el imaginario de un sujeto nacional “bajado de los barcos”, contribuyó a que lo blanco/europeo deviniera un significante deseable mientras lo no blanco/no europeo se tornara signo de abyección, un espectro que generaba suficiente rechazo como para soñar su extinción en manos de las nuevas olas migrantes que arribaban al país durante la primera década del siglo XX. Como en muchos otros lugares del país, esta dinámica discursiva dotó de un marco general a partir del cual las personas codificadas como “gringos” -o al menos “cari i gringo”-, en su mayoría proveniente del mundo urbano, fueran posicionados simbólicamente por encima de la población lugareña. Ahora bien, la jerarquía no se estructuraba sólo en torno al capital simbólico otorgado por lo fenotípico. De hecho, la mayoría de estos forasteros arrastrados por la actividad obrajera ocupaban por lo regular posiciones de mayor jerarquía en estos espacios emergentes del capital, mientras a locales de origen subalterno les cabía ser trabajadores llanos del obraje.
Los “turcos” se vuelven patrones
Al turco los lugareños no le decían así, sino que con respeto lo llamaban “Patrón”; pues era el único comerciante grande del pueblo, quien les proveía de mercadería y todo cuanto necesitara la gente, en canje por sus productos regionales. Y su próspero negocio monopólico se hacía completando un circuito que iba desde la ciudad al monte (Mansilla, 2012, p. 143).
Así como el departamento Alberdi alcanzó un crecimiento intercensal del 48% en cuanto a su población, el departamento Copo lo secundaba en el podio provincial con un 35% (Dirección Nacional de Investigaciones, Estadística y Censos, 1947). En efecto, pasó de 3 692 a 13 619 habitantes entre los censos poblacionales de 1914 y 1947; se trata de 1 700 personas nacidas fuera de la provincia, de las cuales 102 eran europeas y 20 asiáticas. Monte Quemado se convirtió en la cabecera departamental en 1931 y desplazó a otras jurisdicciones históricas de la región en virtud de que se convirtió en la principal estación de ferrocarril de la línea chaqueña Metan-Barranqueras que unía las provincias de Salta y Santiago del Estero con el Territorio Nacional del Chaco. No obstante, el proceso de colonización del departamento Copo adquirió fuerza a mediados de la década de los treinta.
En efecto, la década de los treinta estuvo signada por una transformación importante en la forma de explotación de los bosques a nivel provincial y de los actores capitalistas que invirtieron en la industria forestal. Al respecto Mansilla (2013) señalaba que:
Los inmigrantes extranjeros que poblaron esta zona fueron mayormente los llamados turcos (sirios y libaneses) como, por ejemplo, los Auíl, Salomón, Auad, Hazam y Julian, entre otros. O los turcos (árabes) como los Aguel, Rufaíl o Ade. Los turcos, mayormente, se dedicaron a la explotación forestal […] A Monte Quemado vinieron muy pocos Gringos (p. 36)
Partiendo de la afirmación del historiador copeño, es necesario preguntarnos por qué razón la migración sirio-libanesa o árabe tuvo mayor relevancia en la historia del departamento Copo cuando las estadísticas hablan claramente de un predominio europeo entre los migrantes, y cómo se relaciona esta afirmación con las transformaciones en la economía obrajera.
La década de los treinta fue un punto de inflexión en la historia del régimen obrajero. Desde mediados de los treinta en adelante, cada vez con mayor celeridad, empezaron a aparecer nuevas formas de explotación con establecimientos medianos y pequeños tanto en el departamento Alberdi como en el del Copo (Martinez, 2008), una nueva modalidad de los obrajes fue posibilitada por reorganizaciones en las políticas estatales de acceso a la tierra. Y es que en esta nueva etapa, signada por la crisis global de 1929, se produce un cambio importante en el modo de adquisición de las explotaciones: si anteriormente predominaba un modo de adquisición basado en la compra de títulos a bajos costos, después de los treinta predominó el sistema de arriendo de tierras (Martinez, 2008). Esta transformación fue parte de una política orientada a incentivar el crecimiento de una actividad estancada y decreciente que constituía el principal renglón de ingreso de la provincia. En su mayoría, los inversionistas eran empresarios afincados en la provincia que habían logrado acumular suficiente capital en otras actividades como el comercio o la agricultura. Algunos de ellos, comerciantes de origen sirio o libanés a quienes apodaron con el mote de “turcos”16.
Tasso (1988) señaló que la mayoría de los sirios y libaneses, “turcos” para “criollos” y “gringos”, arribaron a la zona en calidad de vendedores ambulantes desde los primeros años del siglo XX. Distintos documentos y memorias referidas a las primeras décadas del siglo XX evidencian que el comercio en esta región posfronteriza no era un asunto fácil, de hecho, muestran cierta asiduidad en “hechos de sangre” que tenían como víctimas a “turcos” comerciantes. A veces con bandidos que atravesaban el Chaco huyendo de las autoridades, otras con familias locales poco dispuestas a pagar por los productos adquiridos, lo cierto es que fueron objeto recurrente de robos, asesinatos, malos tratos (Moreno Saravia, 1938). Gil Rojas, quien narra cómo un familiar suyo asesinó a un “turco” en un altercado del estilo, se lamentaba en la década de los cincuenta por la permanencia de estos “hábiles y calculadores” que entraban “como amigos” “donde veían vaquitas” y se presentaban a cobrar con “winchester en mano” (Gil Rojas, 1954, p. 104):
En aquellas lejanas épocas y lugares empezaron a penetrar los turcos mercachifles, primero con sus carguitas en burro, luego en jardineras, para seguir después en camiones como sucede en la actualidad, es decir, a medida que el criollo autóctono abría sendas para conducirse de un poblado a otro, a las lejanas estaciones del F.C., o penetrar el desierto, conquistarlo, avasallar su bravura, iba el turco entrando con su media lengua, pero con habilidad para embaucar a este criollo que hasta entonces permaneció sano de cuerpo y alma, respetuoso, unido y ordenado en medio de su crasa ignorancia (Gil Rojas, 1954, p. 103).
Respecto a este fragmento es necesario señalar dos elementos. El primero, relacionado a la autopercepción estereotipada de Gil Rojas como un “criollo autóctono” dedicado al trabajo en contraste al “turco” consagrado a acrecentar sus arcas en función del engaño comercial. Esta autoafirmación identitaria de Gil Rojas es solidaria con una representación idílica de un pasado anterior al arribo de los “turcos”-y todas las transformaciones implicadas en este proceso-, sin conflictos sociales en aquella configuración estanciera de características patriarcales donde las relaciones de respeto o deferencia hacia los “principales” era descripta, paradójicamente, como una “sumisión de esclavos” (Gil Rojas, 1962, p. 104). Es posible que esta perspectiva idealizada del pasado desarrollada por Gil Rojas se encuentre en vinculación directa con la pertenencia marginal del maestro copeño a círculos de intelectuales provinciales de corte folclórico como Di Lullo y Canal Feijóo. Esta hipótesis no sólo se apoya en las distintas referencias a los vínculos de amistad que lo unían con el primero y cierta correspondencia relevada con el segundo, sino también por el hecho de que sus dos libros se ofrecen explícitamente como materiales fidedignos destinados a los folcloristas interesados en conocer cómo transcurría la vida hasta comienzos del siglo XX.
En segundo lugar, el fragmento resume una trayectoria que Alberto Tasso también generaliza para los migrantes árabes. Estos comerciantes sirio-libaneses que habían arribado a la zona como mercaderes ambulantes -“mercachifles”, en palabras de Gil Rojas- a principios del siglo XX, en una lógica de ascenso paulatino que se repite en distintos espacios del mundo rural santiagueño, progresivamente fueron estableciendo sus comercios en pueblos y parajes. En estos “almacenes de ramos generales” solían recibir las producciones campesinas nativas a cambio de mercadería en trueques asimétricos, y fueron constituyendo pequeños monopolios zonales del comercio basados en el acceso a medios de transporte para movilizar productos hacia otros lugares. Además, desde la década de los treinta comenzaron a diversificarse hacia la extracción obrajera en función del capital acumulado en periodos anteriores (Martinez, 2008). Fue entonces cuando los “turcos” comenzaron a adquirir el estatus de patrones y se posicionaron también en el campo del poder local de modo permanente.
En efecto, Tasso (Tasso, 1988) sostuvo que desde los años treinta, la comunidad árabe comenzó a traducir su creciente poderío comercial en una influencia política concreta bajo el liderazgo de Rosendo Allub. Los sirios y libaneses establecieron no sólo una comunidad con rasgos corporativos hacia adentro sino también tejieron una compleja red de intercambios y alianzas, los cuales se mixturaron con las formas culturales de la vida rural local, y muchos de ellos se insertaron como patrones, a quienes se debía gestos de deferencia.
Durval Abdala, literato local de origen sirio-libanés, representaba en su novela Criado Braulio (Abdala, 1962) el estereotipo descarnado del “turco” Salomón, un avaro comerciante local, el más importante del pueblo, que en medio de una trifulca entre vecinos no dudaba en calificar a los nativos de “negros piojosos” (Abdala, 1962, p. 53). Esta apreciación de Abdala hace pensar no sólo en un desprecio de “turcos” a “criollos”, sino también en cierta incorporación del estereotipo de “turco” como comerciante despiadado por parte de los mismos sirios y libaneses. Otra voz oriental era la de Luciano Vitar, maestro de escuela que describía en Rincón de mi patria (Vitar, 1946) a las mujeres campesinas como “chinas” y a la gente “paisana” o “criolla” como “chalacos”17, una “raza sufrida”, “atenta y sumisa”. Además, decía respecto a la gente “nativa”:
No tiene nada de previsor, es un personaje completamente distinto al extranjero. Éste por lo general llega más pobre que nuestro nativo, pero con un espíritu rico en esperanzas y voluntad para trabajar, tiene ya ese don peculiar de ser previsor y es muy común ver al extranjero, con su almacén, otros con su finca o su pequeña granja, etc. Mientras que el criollo todavía no ha construido su rancho, el extranjero ha adquirido buenas posiciones y mantiene superioridad sobre el nativo; como conciencia inmediata de esta superioridad material viene la espiritual y nadie puede discutir que generalmente los extranjeros ocupan las funciones sociales o políticas más importantes en caso todas las poblaciones del interior de la provincia (Vitar, 1946, p. 21).
Durante los primeros años del peronismo, en la perspectiva de las personas de origen árabe, esta diferenciación entre “nativos” y “extranjeros” se constituía como una jerarquía en la cual se ponderaba a los últimos en un lugar de superioridad intelectual y moral, sobre un trasfondo de desigualdades económicas y políticas que parecían justificar tales asimetrías simbólicas. Pero Vitar no solamente encontraba moralidades indignas entre los “nativos”. De hecho, no dejaba de destacar gestos de atención y sumisión como parte del talante paisano, dando cuenta de que ese sentimiento de superioridad extranjera era correspondido a través de vínculos deferentes.
Un grupo importante de sirios y libaneses se consolidaron como empresarios en un contexto en el cual los réditos económicos del sistema obrajero habían descendido, lo cual generó un mayor ajuste sobre los peones. También se insertaron en un momento en el cual predominaba la extracción de carbón y leña que tenía serias consecuencias ecológicas y traía aparejada severas enfermedades pulmonares. Dado que desde los cuarenta los hacheros trabajan en el obraje sólo con la finalidad de obtener mercadería, mientras que migraban a otras provincias vecinas en busca de trabajo asalariado: la zafra en Tucumán y el algodón en Chaco (Bilbao, 1964).
Los “turcos” no fueron los únicos que ascendieron montando pequeños y voraces obrajes a partir del arrendamiento. Según datos de 1986, un momento álgido de crisis y migraciones masivas a centros urbanos, sólo el 42. 9% (45) de los grandes productores forestales eran de origen árabe -de los cuales 17 residían en la zona de Tintina (5), Campo Gallo (5) y Monte Quemado (7), contra 21 que no respondían a esta identificación y residían en la capital provincial (Tasso, 1988). Si bien no llegaban a ser la mitad de los grandes productores forestales en la región, la etiqueta de “turco” condensaba metonímicamente una transformación social de enormes características que, a su vez, catapultó y sostuvo a los sirios y libaneses en la cima del espacio social, lo cual generó entre los trabajadores enormes penurias.
Estas circunstancias se traducen en un desprecio generalizado entre bastidores desde “criollos” a “turcos” a quienes consideran culpables no sólo de la explotación laboral y de ser patrones voraces, sino también del deterioro ambiental. La razón del desprecio por parte de “criollos” también encuentra asidero en otra circunstancia cultural que nos remite a la primera mitad del siglo XX. En efecto, los sirio-libaneses no constituyeron jamás el modelo de inmigración deseado por las elites provinciales de familias tradicionales en la primera mitad del siglo, como lo eran los migrantes europeos. Por dicha razón, los nuevos ricos de origen asiático fueron significativamente estigmatizados, aun a pesar de haberse posicionado en términos de capital económico. Sin embargo, este rechazo entre bastidores, tuvo como reverso una deferencia en la escena pública; de ahí que, como versa en el epígrafe, los campesinos se refirieran a ellos como “turco” o como “patrón” dependiendo las circunstancias en las que se encontraban.
Conclusión
El artículo analizó el proceso por el cual la categoría “criollo” fue afirmándose como identidad social en los departamentos de Alberdi y Copo durante los primeros cuarenta años del siglo XX. Dicha investigación se realizó siguiendo un enfoque relacional que permitiera la articulación explicativa entre procesos hegemónicos a escala nacional y acontecimientos históricos regionales como los ocurridos en el extremo norte del Chaco santiagueño.
Lejos de ser una identidad tradicional y auténticamente argentina, nacida por una síntesis sui generis ocurrida en el contexto de la colonia, tal y como lo sostuvo el imaginario culturalista de la primera mitad del siglo XX, el criollismo fue una invención contemporánea con un gran poder de reclutamiento entre vastos y diversos sectores populares de origen rural a lo largo y lo ancho de Argentina. La cual operó como un poderoso dispositivo de blanqueamiento y homogeneización entre colectivos no blancos sumamente heterogéneos.
Las fuentes utilizadas evidencian que los principales mediadores entre estos movimientos culturales y los sectores populares del Chaco santiagueño fueron funcionarios estatales vinculados al sistema educativo, especialmente maestros e inspectores escolares, quienes operaron como reproductores de discursos culturalistas de las elites provinciales y nacionales, lo cual posibilitó la diseminación de la identidad criolla en espacios marginales.
Ahora bien, la recepción de un discurso capaz de arrogarse lo auténticamente argentino se dio en el marco de oleadas migratorias al país y fuertes transformaciones del modelo productivo, el orden social y cultural de la República Argentina. En este contexto fue que el Chaco santiagueño se convirtió en un espacio incorporado al sistema productivo por políticas estatales y capitales de diversa índole y origen que explotaron su biodiversidad de modo voraz a lo largo del siglo XX. En efecto, la “industria forestal” transfiguró en pocos años la región generando no sólo la incorporación masiva de poblaciones fronterizas como obreros forestales o hacheros, sino también propiciando el arribo de migrantes que contrastaban de manera significativa con la población nativa.
En este nuevo escenario, la identidad criolla fue apropiada por las poblaciones del Chaco santiagueño a partir del arribo de una serie de otros extranjeros o ajenos a la región, como “gringos” (o “cari gringu”) y “turcos”. Se trataba de un discurso que permitía reivindicar un lugar en el imaginario nacional como sujeto legítimamente argentino frente a migrantes advenedizos que en pocas décadas adquirieron mayor estatus en el mundo rural y se caracterizaron por estigmatizar rasgos fenotípicos no blancos y prácticas culturales nativas, además de ejercer formas cruentas de explotación laboral y despojo territorial.
Principalmente, los colectivos categorizados como “turcos” por los criollos ascendieron socialmente en un breve lapso de tiempo y llegaron a ocupar posiciones de mayor jerarquía en el espacio social. Ya sea como patrones de obrajes o estancias, comerciantes importantes o funcionarios públicos, pasaron a conformar una red que articulaba bajo la categoría étnica sirio-libaneses una red corporativa compuesta por actores importantes de la burguesía y pequeña burguesía rural. En este sentido, las identidades que conformaban esta matriz implicaban construcciones muy estereotipadas en tanto y en cuanto combinaron diacríticos étnicos, raciales o culturales legitimados o des/legitimado por discursos hegemónicos con la pertenencia a clases sociales desigualmente posicionadas en el espacio social rural.