Introducción
En el Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal de Las Casas (ahdsc), Chiapas, está resguardado un peculiar documento referente a los conflictos territoriales en la región.1 Se trata de una breve carta en la cual se vislumbra la larga historia de disputa de Zinacantán por el territorio ubicado estratégicamente en el paso entre las Tierras Altas y la Depresión Central chiapaneca. La carta fue escrita en 1848 por el párroco Patricio Correa, quien relató las pugnas por la tierra en el contexto de la anexión de Chiapas a México. En efecto, afloraron distintos problemas para la incipiente nación mexicana luego de la invasión estadounidense de 1846-1848. Asimismo, durante aquel periodo, los inicios de la llamada Guerra de Castas en Yucatán eran considerados una amenaza potencial por los ladinos en Chiapas, quienes temían alguna sublevación de los indígenas de la comarca.
El documento refiere un viejo conflicto presentado ante las autoridades de la Audiencia de Guatemala durante el siglo xvi, en el cual litigaban Chiapa y Acala, por una parte, y por la otra Zinacantán, San Felipe e Ixtapa. A través de las palabras del párroco de Zinacantán, podemos entender que, para el siglo xix, este territorio particular continuaba siendo escenario de conflictos agrarios.
La región que nos ocupa es el área intermedia que une los Altos y la Depresión Central de Chiapas (ver Mapa 1), espacio de articulación histórica entre dos paisajes humanos complementarios que ha cambiado al ritmo de los proyectos humanos que se han desarrollado ahí desde la época prehispánica hasta bien entrado el siglo xix. Durante la Colonia, la Depresión Central y el valle del Río Grande (Grijalva) se caracterizaban por tener las mejores tierras agrícolas de la provincia, algunas de regadío, y varios de los productos con un alto valor comercial (oro y algodón) cuya circulación era facilitada por la presencia del Camino Real. Ahí se extendieron actividades especializadas como la minería, los ingenios de azúcar y las estancias de ganado. Antes de su paulatina decadencia, Chiapa de los Indios fue el asentamiento más rico de la provincia. En cambio, las tierras frías de los Altos eran menos productivas, con terrenos poco fértiles, aunque el crecimiento demográfico de la población indígena desde las últimas décadas del siglo xvii proporcionó un recurso de primer orden: la mano de obra de sus habitantes (Obara-Saeki y Viqueira, 2017; Viqueira, 1997).
Dicha región plasma los intereses de momentos clave, tanto en el siglo xvi como en el xix, épocas de profundas transformaciones en las entidades políticas, lo cual se expresó en cambios en la configuración territorial de los pueblos de la zona al paso del tiempo. Al respecto, la propia ordenación del territorio de Zinacantán, tanto durante la época prehispánica como moderna, ha sido tema de discusión entre los arqueólogos, historiadores y antropólogos (McVicker, 1969; Viqueira, 1999; Wasserstrom, 1983).
Los conflictos por el territorio y la documentación que se produjo en torno a ellos pueden ayudar a interpretar antiguos patrones de organización en relación con la gestión de la tierra. Esta es, para los indígenas, un importante medio de reproducción simbólica, social y económica, así como «una fuente de derechos políticos y de libertades colectivas frente al Estado» (Ruiz Medrano et al., 2012:43). El proceso rápido de congregación en el siglo xvi fue de la mano con un proceso lento de regularización de las formas de tenencia de la tierra que buscaba dotar a cada pueblo de derechos agrarios. Para el siglo xix el acceso a la tierra constituyó un ámbito de alta conflictividad.
Las fuentes muestran que los indios de la provincia se involucraron en procesos judiciales desde etapas tempranas, tal como se observa en el litigio que Zinacantán y Chiapa presentaron ante la Audiencia de Guatemala. Dicho pleito fue analizado con anterioridad por los autores de este trabajo con un enfoque puesto en la conformación de los expedientes legales y su relevancia para los estudios históricos y arqueológicos (Annereau-Fulbert y Flores Hernández, 2021).2 Grande fue la sorpresa al descubrir la carta del párroco de Zinacantán, que volvía a aquel viejo litigio, en busca de encontrar la documentación para dirimir las pugnas del siglo xix. Ante este panorama, surgieron dudas sobre las razones por las cuales seguía latente dicha problemática: ¿qué relación existía entre los conflictos del siglo xvi y los del siglo xix además del escenario geográfico? ¿Qué tiene de particular este espacio que se ha mantenido en tensión por la tierra durante siglos?
Dada la peculiar configuración histórica, geográfica, étnica y cultural de la región (Annereau-Fulbert y Flores Hernández, 2021), no es de extrañar que existieran litigios que se pudieran remontar hasta antes de la conquista, los cuales, entonces, se caracterizarían por ser bastante persistentes en el tiempo, de tal manera que los pobladores aprovecharon las visitas de distintas autoridades españolas para presentar sus causas. Incluso, se vislumbra una serie de negociaciones a lo largo de la época colonial entre los mismos pueblos en materia de la tierra, como procesos de compra-venta o de arrendamiento y otros mecanismos que de manera común se suelen fechar para épocas posteriores (Kourí, 2017).
Literatura reciente ilustra cómo ocurrió el diálogo entre los pueblos indios y la justicia colonial (Ruiz Medrano et al., 2012; Yannakakis et al., 2019). Es en este contexto en el que debemos entender las distintas estrategias que tomaron los pueblos en los casos documentados en Chiapas. Es necesario, asimismo, dialogar desde otra perspectiva con los estudios sobre el Chiapas del siglo xix, enfocados en las transiciones de las sociedades indígenas desde el Antiguo Régimen (Ortiz Herrera, 2011, 2019; Palomo Infante, 2007, 2018; Torres Freyermuth, 2010, 2015, 2017), ya que el decimonónico fue un siglo de transformaciones complejas, con una fuerte impronta del pasado colonial. Finalmente, relevantes para nuestro argumento son los análisis recientes sobre las modalidades de la tenencia comunal de la tierra en distintas regiones de México (Arrioja Virruel, 2010, 2014; Kourí, 2017). De ahí, este trabajo tiene como objetivo reflexionar sobre la configuración territorial, los conflictos agrarios en Chiapas y su largo aliento.3
Antecedentes del siglo xvi: el conflicto territorial entre Chiapa y Zinacantán
En 1571 el pueblo de Chiapa presentó ante el juez de comisión Juan Álvarez de Soria una demanda de apelación contra Zinacantán, San Felipe e Ixtapa, por el derecho a tierras ubicadas en la ribera del Río Grande. Los chiapanecas argumentaban haber tenido la jurisdicción de ellas desde tiempos inmemoriales, aunque reconocían que donaron una porción de ese territorio a San Felipe, cuyos moradores habrían desviado, según la versión de los chiapanecas, el cauce del río que servía como lindero para apropiarse de manera ilegítima de aquellas parcelas.4 A su vez, los vecinos de la parte zinacanteca argüían que los chiapanecas eran advenedizos en aquellos parajes, pues ese territorio se encontraba bajo su jurisdicción desde tiempos inmemoriales.
Como se ha señalado, este conflicto dejó una importante huella documental que ya ha sido analizada (Annereau-Fulbert y Flores Hernández, 2021); baste aquí decir que los expedientes corresponden a los decretos y autos elaborados por distintas autoridades españolas, las cuales en diversos momentos trataron de resolver el conflicto y delimitar las tierras de cada pueblo.
De acuerdo con lo asentado en los documentos, el pleito se originó como consecuencia de la guerra de conquista en la región, ya que los chiapanecas sostenían que debido al conflicto con los españoles ellos se refugiaron en «los peñoles»:
lo que pasaba era que podía haber treinta y ocho años, poco más o menos, que era poco después de la venida de los españoles al descubrimiento de la dicha provincia, el dicho pueblo de Chiapa se había alzado contra los españoles y se habían recogido todos en un cuerpo a un peñón que está abajo del dicho pueblo de Chiapa, dentro el río, donde habían estado cuatro años en guerra, y que así habían dejado las dichas tierras solas y desamparadas, y que en esta razón viendo los indios de los pueblos de Zinacantán y San Felipe y otros comarcanos que las dichas tierras estaban desamparadas de los chiapanecos, sin otro título ni razón que hubiesen tenido, se habían entrado y tomado las dichas tierras y en ellas habían empezado hacer sus labranzas.5
A lo dicho por los chiapanecas, la parte de Zinacantán respondió:
Y como los dichos chiapanecos en tiempo de su infidelidad eran gente tiránica y extranjera y vivían tiranizando y robado las tierras que estaban junto a ellos sin derecho ni título alguno, y que los dichos pueblos de Zinacantán y San Felipe de su antigüedad estaban junto con las tierras sobre que se litigaban tenían sus zacualpas, que eran asientos viejos que despoblaban en su gentilidad, y que bajo de las dichas tierras había tenido Chiapa un asiento que se decía Suchitlan, y más abajo habían al propio pueblo de Chiapa tenían otro que se decía Momostenango, junto a las vegas de Chiapa tenían otro asiento que se decía Tetitlan, y otro más adelante que decía Tlanchinola, y otro más adelante que se dice Tamagastepeque junto a las vegas de Chiapa, y otro asiento que se decía Aguatenango y adelante otro que se decía Coquetalpa, el cual estaba a una legua del dicho pueblo de Chiapa, por donde contaba ser claro de las dichas sus partes y propias suyas por ser como eran naturales de la tierra y los dichos chiapanecos extranjeros de ella.6
Aunque verificar si este conflicto tiene raíces en la época previa al contacto con los españoles es una tarea pendiente, los documentos del litigio relatan que, en al menos un par de ocasiones, alrededor de 1534, primero, el alcalde de Ciudad Real, Pedro de Solórzano, y posteriormente en 1549, Gonzalo Hidalgo de Montemayor,7 visitador general de la provincia de Chiapa, emitieron resoluciones al conflicto sin que sus sentencias hubiesen proporcionado conformidad a las partes.
Los movimientos en los pueblos y los conflictos por la tierra se debieron menos a la guerra de conquista que a la política de las congregaciones de indios, la cual fue implementada por el presidente de la Audiencia de Guatemala, Juan Martínez de Landecho, en el distrito bajo su jurisdicción a mediados de la década de 1560 (Lenkersdorf, 2010:103). Ello conllevó una serie de reacomodos territoriales, en los que los vecinos de algunos pueblos se aliaron con los encomenderos españoles en defensa de intereses conjuntos, tal como se puede apreciar en este pleito, en el cual Zinacantán contó con el apoyo del encomendero del pueblo en la defensa de las que consideraban sus tierras.
Esta disputa fue abordada por Heinrich Berlin (1958) , Carlos Navarrete (1966) y Jan de Vos (1985), quienes lo mencionaron en diferentes estudios que realizaron sobre los chiapanecas y la arqueología del área, donde también se ocuparon de los documentos en que se hallaba la información referente al litigio. Esos expedientes se encuentran resguardados hoy en día en el Archivo General de Centro América (agca), en Guatemala. Se trata de documentos que nos permiten conocer la singularidad que pueden tener los papeles legales en el transcurrir del tiempo, pues en términos generales estos no solo sirven como fuente de información, sino que por sí mismos son un importante vestigio histórico de la política territorial de diferentes épocas.
El más conocido de los documentos sobre el litigio entre Zinacantán y Chiapa es una transcripción realizada en la segunda mitad del siglo xix, en la que se copió parte de un expediente de 1571-1572, el cual contiene los argumentos tanto de chiapanecas, como de zinacantecas, sobre las tierras en disputa ubicadas al margen del Río Grande.8 Este documento fue denominado Título de Chiapa en estudios anteriores (Navarrete, 1966; Arriola y Linares, 2011), nomenclatura que no resulta tan precisa dado el contenido y las características formales del mismo, pues en realidad se trata de la presentación de las partes en el litigio. Por otro lado, archivadas en un legajo diferente9 se encuentran las respuestas a los interrogatorios realizados por los funcionarios de la Audiencia de Guatemala a los vecinos de pueblos aledaños a la región en disputa. Aunque originalmente los expedientes debieron estar juntos, con el paso de los siglos se diseminaron en diferentes repositorios y secciones del agca.
En 1843, fray Víctor María Flores, prior del convento de Santo Domingo de Guzmán en la ciudad de Chiapa, transcribió algunas fojas de las respuestas de los interrogatorios que se encontraban en riesgo de perderse ante el deteriorado estado de conservación de los papeles,10 al tiempo que se ocupó del resguardo de los manuscritos del siglo xvi, algunos de los cuales estaban escritos en idioma chiapaneca. En estos expedientes se ve reflejada la complejidad de la cadena burocrática, tal como lo muestra la necesaria autentificación de los documentos por parte de las autoridades guatemaltecas aún pasado algún tiempo de la anexión de la provincia de Chiapa a México.
Estudiar casos específicos como este litigio nos permite apreciar en lo particular las consecuencias que tuvo la implementación de la legislación indiana sobre la configuración del territorio de los pueblos durante el siglo xvi. Esas políticas reales dejaron huella en los pliegos que hoy se conservan en distintos repositorios. Analizar con detenimiento la historia propia de dichos documentos nos abre la posibilidad de comprender las razones por las cuales las disputas territoriales en Zinacantán han sido un conflicto de larga duración.
La carta del párroco Patricio Correa y su contexto: la legislación agraria en las décadas de 1820-1840
¿De qué trata la carta redactada por Patricio Correa el 11 de noviembre de 1848? Conservada en el Archivo Histórico Diocesano de San Cristóbal de Las Casas (ahdsc) con la signatura 3 650.34 (ver Anexo), fue escrita por el cura párroco Patricio Correa del pueblo de Zinacantán y dirigida al provisor y gobernador del obispado de Chiapas11 con la finalidad de informar sobre la situación agraria de Zinacantán, así como de proponer algunas alternativas para evitar cualquier tipo de sublevación.12
En efecto, Marc Antone (2018:35-36) restituye, en su tesis doctoral, el contexto político caótico de Chiapas a finales de la década de 1840, época en la que tuvieron lugar la denominada Guerra de Castas en Yucatán, las invasiones norteamericanas en Tabasco y movimientos separatistas que amenazaban la estabilidad de la frontera sur en el Soconusco, además de que soldados indígenas y rebeldes ubicados a lo largo de la frontera recibían apoyo del general Rafael Carrera, presidente de Guatemala. Todo ello creó un clima, tanto de sospecha, como de inestabilidad política.
La carta del párroco resulta interesante por contextualizarse en el marco de las sucesivas leyes agrarias posteriores a la Independencia que afectaron de distintas maneras a los pueblos indígenas de la comarca, tal como ocurrió en el caso particular de Zinacantán. Más interesante aún porque se refiere al antiguo pleito de tierra entre este pueblo y Chiapa. La coyuntura a la que remite el documento ilustra un proceso que inició a partir de la segunda mitad del siglo xix, momento de profunda transformación de las incipientes naciones hispanoamericanas, con la promulgación de leyes de desamortización que tenían como finalidad hacer prosperar la economía agrícola, pasando de la propiedad comunal de la tierra a la propiedad privada.
Los cambios en la tenencia de la tierra no eran totalmente novedosos, pues se trataron de impulsar desde finales del siglo xviii. Por ejemplo, en el caso del obispado de Michoacán, «Manuel Abad y Queipo expuso que los naturales se encontraban en la ‘ignorancia’ y ‘miseria’ producto de las Leyes de Indias» y que, para remediarlo y deslindarlos del fundo legal, había que propiciar el provecho individual de los terrenos (Cortés Máximo, 2013:264). El fundo fue una figura legal que amparaba las tierras de los pueblos de indios (leyes amortizadoras) en el transcurso de la época colonial. Cada pueblo fue dotado de un fundo legal, pero también de tierras de común repartimiento, montes y ejidos y los propios, aunque no siempre dichas dotaciones fueron legalmente ratificadas por medio de títulos.
Siguiendo a Emilio Kourí (2017:1939), en el contexto de la Ley Lerdo el ejido fue definido como la «porción de tierras no agrícolas y de montes destinada al pastoreo, al corte de madera y a la recolección de leña y de diversos productos silvestres». Los ejidos en principio tenían una ubicación geográficamente clave: vegas de ríos, regadillos o abrevaderos, «con respicencia a la mayor utilidad de los pueblos principalmente conciliando las labores y crianzas».13 Ilustraban derechos de uso más equitativos, pero no de propiedad en principio, que en el caso de las tierras de repartimiento. Estas últimas estaban destinadas para el cultivo en usufructo entre los individuos y las familias de la comunidad. Además, se podían heredar. Pareciera que, en este último caso, cada parcela tuvo un dueño particular de facto (Kourí, 2017).
Como veremos más adelante, fue sobre las tierras de repartimiento donde se cristalizaron los conflictos a mediados del siglo xix. Dichas tierras no han sido objeto de estudio por la historiografía agraria, tal como indica Luis Alberto Arrioja Viruell para el caso de Oaxaca, quien relaciona este hecho con las dificultades para identificarlas adecuadamente en las fuentes y distinguirlas de manera fehaciente en la estructura agraria general (2014:47). El repartimiento colonial, supuestamente equitativo, de parcelas entre los indios tributarios dependía de varios factores: «la disponibilidad de tierras cultivables, la presión ejercida por la población indígena sobre los recursos agrarios y el potencial agrícola de los terrenos» (2014:48). Asimismo, trabajar dichos terrenos reafirmaba los derechos de adscripción del tributario a su pueblo de origen y las obligaciones que tenía que cumplir para con sus autoridades. Luego, las leyes de residencia dieron la oportunidad a los indios para deshacerse del peso de la «comunidad» (Ruz, 1992). Todos ellos son factores que hay que tomar en cuenta en el presente estudio, ya que se trató de un periodo convulso en varios sentidos.
Si bien la legislación agraria de los años 1826 y 1827 se mostraba protectora de los ejidos de las comunidades, no fue el caso durante los años 40 en adelante, cuando se observa una tendencia hacia su acaparamiento y la denuncia de tierras baldías, tal como lo especificaba el cura de Zinacantán en su carta:
[…] en consecuencias de ellas [las leyes de tierras] comenzaron a hacerse denuncias de terrenos y enteros anticipados por cuenta de sus valores y que desde entonces comenzó a resentirse un mal que si pesaba sobre particulares por querellas que suscitaban, más ruinoso y trascendental lo ha sido en los pueblos […].14
Entre 1826 y 1847, el Estado implementó una serie de medidas para simplificar el proceso de denuncia de las tierras baldías por particulares. Las leyes agrarias estatales de 1826 y 1827 tuvieron por objetivo crear pequeños propietarios y, por medio de la denuncia/venta de terrenos baldíos y nacionales, alimentar la hacienda pública. La ley, en un principio, incluía también los propios terrenos de los ayuntamientos, pero no tocaba los ejidos necesarios de los pueblos. Falta por documentar las implicaciones y consecuencias de los sucesivos decretos en materia agraria para los pueblos indígenas antes de la Ley Lerdo.15 Mencionaremos algunos aspectos que bien hubieran podido crear las condiciones de conflictividad en relación con la integridad de las tierras y del territorio de Zinacantán.
Sin duda, surgieron problemas a raíz del proceso de repartición de tierras estipulado por la ley de 1826. Por ende, más adelante, en 1827, se acordó que, antes de cualquier proceso de denuncia, los ayuntamientos debían llevar a cabo la demarcación y medición de los ejidos de sus respectivos pueblos según el número de sus habitantes. A los pueblos de hasta 1 000 almas, se le otorgaba media legua de ejidos; los que excedían 6 000 almas tenían derecho a dos leguas.16 Los ejidos se podían dividir en dos porciones para que incluyeran vegas de ríos, regadillos o abrevaderos considerados como necesarios para sus actividades. Asimismo, no podían comprender «propiedad legítima y legalmente adquirida» (Torres Freyermuth, 2010:138), sin que se aclarara el estatus de dichas propiedades.
Algunos aspectos fueron revisados en decretos posteriores de 1832, tratando de dejar un margen de maniobra menor a los ayuntamientos. Se estipuló que los ejidos de los pueblos no podían incluir más terrenos que los inmediatos a los asentamientos, en igual proporción al número de habitantes descrita más arriba, pero privilegiando la demanda de los pueblos con respecto a la de los particulares para la compra de terrenos contiguos a sus ejidos.
Es relevante subrayar el decreto de 1833 relativo a las «tierras comunitarias» con el caso específico de la villa de San Bartolomé, pero que se podía replicar a los demás pueblos. Les permitía «tomar sus ejidos en el lugar o paraje que más convenga a sus usos comunes; sean en tierras baldías o de propios, si tuviere» (citado en Torres Freyermuth, 2017:465). Esto pudo provocar pugnas luego de la publicación de la ley agraria de 1844 que estipulaba que, si un particular había hecho la denuncia de un terreno antes de 1830 y podía comprobar su posesión desde hacía 30 años, podría legalizar la propiedad mediante un pago al Estado. Ahora bien, si el terreno era reclamado como parte del ejido de un pueblo, luego de las averiguaciones necesarias, le correspondía al ejido una tercera parte del terreno.
Todo terreno nacional poseído se debía medir y titular en ese mismo año de 1844 y, si no se efectuaba, se perdían los derechos de posesión sobre él. Para conservar sus tierras, los indígenas tuvieron que instalarse en ellas con el fin de probar su «posesión efectiva». Sin embargo, tres años después, un decreto exhortaba a la congregación de los indígenas en los mismos pueblos, dejando vía libre a los propietarios para hacerse de los terrenos considerados como vacantes, aunque estuviesen ocupados, lo que generó sin duda conflictos como veremos más adelante.
Finalmente, por un decreto de 1847 se definió que a los pueblos que no tuvieran los terrenos necesarios, por estar cercados de propiedades particulares, se les debían asignar ejidos en otra jurisdicción o en terrenos nacionales sin perjudicar a otros pueblos. Incluso, se permitió, «siendo los pueblos susceptibles de progreso», que los ayuntamientos destinaran una parte de los ejidos para considerar el crecimiento de la población.17 El propio ayuntamiento debía de proceder a su repartimiento, dando a cada habitante una porción suficiente. Tal como podemos apreciar, en el transcurso de estos primeros años de legislación en materia agraria, el gobierno otorgaba todavía prerrogativas importantes a los ayuntamientos en relación con la gestión de la propiedad ejidal.
Las primeras leyes agrarias y el caso de Zinacantán
En el caso de Zinacantán, en conformidad con la ley agraria del Estado, en 1844 se le designó su ejido -se midió el antiguo ejido- y, según la carta del cura, por un decreto posterior se le otorgó otra porción de terrenos. Sin embargo, dicha situación «preparó un motivo para quejarse de faltas de terrenos para sus trabajos, pues que en seguida vieron que los [terrenos] que ellos poseían pacíficamente se medían y vendían a particulares ladinos». El cura, al parecer, no hacía distinción entre los ejidos y otros tipos de terrenos «comunales» pero de carácter agrícola.
En este caso, la mensura y desamortización de las tierras de repartimiento, o bien de tierras legalmente adquiridas, provocó un ámbito de alta conflictividad y dejó huellas en la documentación de archivo. El Prontuario del inventario del ramo de Tierras del Archivo de la Secretaría General de Gobierno,18 que ilustra los procesos de denuncias, mensuras, litigios y reclamos por tierras supuestamente baldías,19 nos da alguna idea de la extensión de la documentación producida durante la época: una coyuntura particular de los años cuarenta en la cual los pueblos tenían cierto tiempo para presentar sus probanzas o pruebas y escrituras de que las tierras eran suyas. En caso contrario, las tierras se regresaban al dominio del Estado.20
El Prontuario enlista una serie de denuncias de 1842, 1843 y 1845 de terrenos por parte de particulares y probablemente reclamados por los de Zinacantán. Es el caso, por ejemplo, del terreno Agil denunciado por Ramón Suárez en 1842 (existe otra solicitud de 1845 sin mayor precisión de los lugares), de terrenos como Casate, denunciado por Leandro Robles (solicitud de 1843 y declaración de 1845), y de otras solicitudes de 1844 sobre la propiedad de Santa Bárbara, y de 1845 y 1846 sin mayor precisión.21
El cura Correa precisa en su carta que los zinacantecos poseían una extensión grande de terrenos con títulos de propiedad, resultado del fallo a su favor en el litigio de largo aliento ya referido («un ruidoso pleito», en palabras del sacerdote) con los pueblos de Chiapa, Ixtapa, San Lucas, Totolapa, Chiapilla y Acala. Dichos terrenos, entonces, si damos crédito a la versión del cura y al proceso judicial mencionado, deben de ubicarse al pie de los Altos, en la Depresión Central, alrededor de San Lucas y en los confines de los ejidos de Acala y Chiapilla.
Henri Favre menciona que los zinacantecos, en una época posterior, se habían abierto derechos agrarios en esta zona sin precisar la documentación o dato que pudo haber tenido a su alcance para hacer tal afirmación (1981:141). Sin embargo, cierta documentación alude a que el pueblo de Zinacantán poseía tierras en la Depresión desde, por lo menos, finales del siglo xviii. En 1778, se mencionan perjuicios que padecían los indios en sus tierras que colindaban con la hacienda de Nandamuchi de don Pedro Murga. Pudiera corresponder a una hacienda cerca del río Nandayuci (Nandayusii, «río amargo» en Aguilar Penagos, 1992:416) que desciende de los Altos para desembocar en el río Grijalva hacia el poniente de Acala.22
Es de recalcar que en la documentación del siglo xvi no se encuentra la resolución final del pleito entre Zinacantán y Chiapa. Sin embargo, la lectura que nos proporciona la carta de 1848 indicaría que el veredicto fue favorable a Zinacantán y que se pronunciaron al respecto tanto la Audiencia de Guatemala como la de México, quizás en distintas fechas. El cura prosigue diciendo no haber podido averiguar más sobre tal asunto ya que todos los documentos se encontraban en la capital de Guatemala y que el apoderado comisionado por los de Zinacantán no tuvo mejor suerte:
[...] y desde aquella fecha que es de tiempo muy atrás se mandó ponerlos en quieta y pacífica posesión y ésta la mantuvieron hasta que se dictó la Ley agraria del Estado: No pudiendo yo analizar más este negocio por que los títulos y documentos existen en esta Capital y quien está mejor instruido en el particular lo es el apoderado de este pueblo que no ha podido alcanzar ni una sola providencia a favor de sus comitentes.23
Debemos entender, a través de la voz del cura, que los zinacantecos sabían de la existencia de una documentación antigua que bien pudiera haber sido relevante, según su juicio, para responder a las múltiples denuncias de terrenos, y en particular de tierras con sus títulos, en el marco de la legislación agraria de la década de 1840.24
Hay que precisar, como ya lo mencionamos, que algunos de los expedientes del pleito entre Chiapa y Zinacantán fueron copiados en 1843 por fray Víctor María Flores, lo que nos deja ver que los representantes de la Iglesia tenían todavía un papel preponderante en la vida política de los pueblos.25 En aquel entonces existía en Chiapa un ayuntamiento constitucional y paralelamente a él funcionaba un cabildo indígena que atendía «los asuntos de la ya para entonces minoritaria población india» (Ortiz Herrera, 1997:46), como probablemente los asuntos y litigios de tierras.26 Es importante subrayarlo cuando, comúnmente, se asocia el ayuntamiento constitucional con los procesos de ladinización de los pueblos.27 El cabildo continuó funcionando hasta 1846, por lo menos, ya que se documenta la renovación de sus representantes (1997:47).
En efecto, tal situación se enmarca en un contexto político inestable, y de dificultades económicas y luchas endémicas entre el centralismo y el federalismo. Finalmente, el gobierno optó en 1846 por la continuidad de los antiguos cabildos y de sus atribuciones, como el importante cobro del impuesto de capitación (Palomo Infante, 2018:71).28 Incluso hizo volver, o hacer más visible, una figura imprescindible de los pueblos indios del Antiguo Régimen: los ancianos y principales. Todo ello nos lleva a formular la hipótesis de que posiblemente el cabildo indígena de Chiapa estuviese detrás de la iniciativa de la presentación y reproducción de los papeles del siglo xvi, incluyendo los expedientes en idioma chiapaneca, para resolver litigios de tierras ante la demanda de los zinacantecos.29 Tal hipótesis necesita indudablemente del respaldo de los expedientes resguardados en los archivos para poder ligar mejor esta cadena documental.
El camino hacia la privatización de las tierras «comunitarias» fue largo y seguramente la aplicación de las primeras leyes agrarias fue un proceso delicado de ajustes y negociaciones con la historia agraria de cada comunidad indígena y sus autoridades locales. En efecto, existían una serie de estrategias por parte de los pueblos como el arrendamiento o la venta y compra de tierra nominalmente comunal hasta la propia denuncia, entre otras modalidades, que han sido documentadas para otras áreas (Kourí, 2017; Palomo Infante, 2007; Torres Freyermuth, 2017). ¿Qué tanto sabemos de la situación territorial de Zinacantán en vísperas de la emisión de estas primeras leyes agrarias?, en particular en este territorio que charnela con la Depresión Central, donde se ha podido documentar la presencia zinacanteca incluso antes de las migraciones hacia las tierras bajas (Wasserstrom, 1983:119), tal y como lo estipula asimismo la propia carta de 1848. El contexto agrario en la región fue intrincado, como lo ilustra la situación a finales de la primera década del siglo xix que se describe a continuación.
La configuración territorial de Zinacantán antes de las primeras leyes agrarias
Desde una perspectiva demográfica, el periodo entre 1776 y 1817 marca un crecimiento generalizado de la población en Chiapas, en particular en los pueblos de las Montañas Mayas, a pesar de episodios de epidemias (Obara-Saeki y Viqueira, 2017:598-612). Dicha dinámica se acompañó de una mayor presión sobre la tierra y de la colonización por parte de hacendados ladinos y campesinos indios de los terrenos que, en los valles de la Depresión Central, habían quedado vacíos luego de las mortíferas epidemias de los siglos xvi, xvii y gran parte del xviii, las cuales provocaron la desaparición de varios pueblos ubicados en el Camino Real, así como el descenso y la dispersión de la población india en Chiapa.
Esta situación definió la reorientación de la provincia de Chiapa, desde el último tercio del siglo xvii (Obara-Saeki y Viqueira, 2017:569-570), de la Depresión Central hacia las regiones montañosas. Tadashi Obara-Saeki y Juan Pedro Viqueira (2017:630) resaltan que este desequilibrio entre «un Chiapas densamente habitado, pero con escasos recursos, y un Chiapas despoblado, con suelos aptos para la agricultura y la ganadería, que observamos a fines del periodo colonial tenía necesariamente que atenuarse».
En relación con esta falta de tierra y de tierras fértiles en los Altos, los zinacantecos se trasladaban a otras áreas para trabajar como «mozos» o «baldíos» en las haciendas y ranchos que se multiplicaban en la zona, o bien cultivaban tierras más abajo, en los confines de los ejidos de Acala en 1819 (Reyes García, 1962), dejando en ambos casos su mismo pueblo vacío. En el segundo caso, se desconoce si tenían asimismo algún derecho agrario sobre estas tierras o si las rentaban a algún vecino de Acala. La carta de 1848 bien nos podría dar algunos indicios al respecto. El hecho es que fundaron varias colonias agrarias que unían las comunidades de altura con los asentamientos de sus miembros en el piedemonte. Estas dinámicas muestran una territorialidad indígena «basada en una geografía relacional y no en la continuidad espacial» (Gallini, 2008:xxix; Zamora, 1985).
En realidad, desde principios del siglo xix (incluso probablemente desde el último tercio del siglo xviii) muchos zinacantecos ya radicaban en ranchos «montuosos e inaccesibles» cerca de sus milpas en la vertiente que desciende hacia las vegas del Río Grande, en la zona que se considera en la historiografía como parte del «señorío prehispánico» de Zinacantán o del «corredor zinacanteco», como lo denominó Juan Pedro Viqueira (1997:233) . Dicho proceso de dispersión de la población era considerado de suma gravedad por las autoridades ya que no solo se trataba de Zinacantán, como nos lo indica un informe del obispo Salvador San Martín y Cuevas con respecto a la visita de su obispado, sino de varios otros pueblos de la comarca como Chamula, San Andrés, Tila y Tumbalá.30
Es útil, entonces, hacer una digresión sobre la situación de Zinacantán antes de la segunda mitad del xix. Los documentos depositados en el ahdsc contienen información valiosa sobre la dispersión de su población y los padrones parroquiales que dan cuenta de la localización de dichos parajes y tierras, ya que varios todavía existen hoy en día. Los expedientes muestran que la política de la época consistía en reducir a la población a asentamientos para el correcto control de los tributos. Para ello los funcionarios en sus misivas y autos referían cédulas reales de la época colonial, las cuales trataban acerca de los indios que vivían esparcidos en las montañas. Los manuscritos también muestran la idea de asignar un sitio a los indios trasladados y, sobre todo, terreno para sembrar, principal causa por la que dichos pobladores habían salido de su pueblo. Resta indagar cómo se llevaba a cabo el acceso y la distribución de tierras de «repartimiento», sobre todo en un contexto de presión demográfica en la región, pues ello generó transformaciones en las estrategias de subsistencia de los grupos sociales, tal como ocurrió con las familias nucleares de los parajes descritos a continuación.
El padre cura de Acala, don Manuel Marcelino Cárdenas, en su informe a su jerarquía mandó una lista de los habitantes del paraje de Nandapungo, que le respondieron: «[…] que no milpeaban más que cada año en dicho paraje y que siempre asistían a su pueblo de Zinacantán».31 La situación era de tal gravedad que las autoridades mandaron hacer un padrón circunstanciado de cada paraje
[…] de sus hijos y familias que tengan […] si están radicados en ranchos formales, si tienen allí el ajuar que acostumbran usar, sus animales y siembras […] si llevan a la parroquia de Acala sus hijos a bautizar y a donde ocurren para contraer matrimonio y dar sepultura a los cadáveres de los que fallecen.32
En la información recabada por el cura vemos que, más que tratarse de asentamientos temporales en tiempos de cultivo de la milpa, estaban totalmente formalizados. Y no fue el único. Describió, asimismo, Oja Blanca, que distaba del anterior media legua, y luego se dirigió a Ocotales, que también distaba del anterior media legua. Desde este paraje, señaló que a media legua se percibían otras casas, pero que no pudo ir ya que las dos secciones estaban divididas por un barranco, aunque ambas pertenecían al mismo Ocotales. Todos los parajes se ubican en el piedemonte que desciende hacia las vegas del Río Grande (ver Mapa 1 con ubicación hipotética para algunos lugares).
Por esta razón, las autoridades eclesiásticas exhortaron al padre cura de Zinacantán, Manuel Ignacio Aguilar y Escarra, a elaborar listas de sus feligreses dispersos:
especificando sus lugares, sus distancias desde la parroquia y los medios de que se valen para poder instruirlos [a los indios] en la Doctrina Christiana, para que oigan misa y la palabra de Dios en los días festivos, y para administrarlos los santos sacramentos […] para que no perezcan eternamente estas almas redimidas con el precio infinito de la Sangre de Jesuchristo, sobre que nos hará terrible cargo en el día último de la cuenta.33
El cura mencionó los parajes de Oja Blanca (Hoja Blanca), Ocotales, pero también a Nachig, Xucum (Shucún), Qux, Lagchaguo (¿Gechvo?), Potogtic (Potobtic), Jocchanon (Jobchenón), Jopolguo (¿Bochojbo?), Muctajoc (Multajó, Muctajó), Campana Nichim, Jitojtic (Jechtojtik), Jipuyun, Ycalum y Apas (ver Mapa 1).34 Anotó, por ejemplo, que en el lugar de las salinas «viven los que milpean en el paraje de Muctajoc haciendo sal continuamente», y que pasó únicamente lista de los de Muctajoc porque vivían en ese paraje la mayor parte del tiempo y eran más que en las salinas. Es relevante precisar que para cada paraje tenemos información de sus pobladores. El documento se complementa con los datos de un manuscrito incluido en otra carpeta que por alguna razón fue disociado del primero.35
Otra razón que alegó el cura Aguilar y Escarra para explicar la dispersión de los zinacantecos fue la presencia de las haciendas de ganado y labranza, como las de Nandamujú, San Isidro, San Antonio y San Pedro, y el interés de sus dueños por tener mozos y baldíos que vivían «esclavizados y despatriados», adeudados así «para eternisarlos en sus posesiones».36 En consecuencia, muchos se escondían en dichos lugares apartados para evitar a sus acreedores: «he aquí la perdición de los zinacantecos viviendo dispersos por el mundo, y su pueblo asolado cada día».37 Las deudas se debían también a los gastos que adquirían quienes ocupaban los cargos de alférez o de mayordomo en las fiestas de los pueblos, principalmente por el gasto en aguardiente, que además dejaba muchos estragos entre sus habitantes.
No sabemos a ciencia cierta sobre la situación de la tenencia de dichos terrenos y parajes en relación con el pueblo de Zinacantán. Sin embargo, gracias al Prontuario38 conocemos el ejemplo del terreno de Oja Blanca en el municipio de Acala (Departamento de Chiapa), que fue denunciado en 1842 por Clara González. Como vimos en el apartado anterior, en 1819 ese terreno estaba ocupado por zinacantecos que los párrocos, tanto de Acala como de Zinacantán, intentaban regresar a los pueblos. Probablemente fue también el caso de Muctajó (Muctajoc en el documento de 1819) en el municipio de Ixtapa (Departamento de Chiapa), que en el Prontuario se refiere como Escopetazo Muctajo y que fue objeto de una denuncia en 1844 por parte de Juan María Robles.39
El caso de Apas es singular ya que no parece ser objeto de conflictos, pero es relevante precisar que su existencia se remonta hacia finales del siglo xvi. En efecto, fue un terreno disputado, junto con los de Nabenchauc (Navenchauc) y Quezaltenango, por el indio alcalde Cristóbal Arias frente al común del pueblo de Zinacantán en 1599. En esta fecha, los naturales del pueblo tenían en esos lugares sus milpas de maíz, ají y frijoles a cierta distancia del pueblo de congregación.40 Lo anterior deja entrever también distintos mecanismos de acceso y posesión de tierras a lo largo del tiempo que amerita mayor estudio.
La vigorosa actividad comercial agrícola en las tierras bajas marcó el auge de las fincas y haciendas, y sin duda fue el catalizador de varias tensiones políticas y de competencia por el control de la mano de obra indígena, principal recurso de los Altos de Chiapas. La alta densidad de su población, la mayor presión sobre las tierras y las tierras fértiles y su depredación por distintos sectores de la sociedad de la época, constituyeron factores que pueden explicar en parte la inconformidad de los propios zinacantecos con relación a la propiedad de sus tierras que fraccionaron en los tiempos álgidos de mitad del siglo xix, tal como señaló el cura Patricio Correa:
El disgusto, las quejas y sentimiento lo despechan frecuentemente los de este pueblo, en todas las ocasiones que hay que hacerles algún reclamo sobre el cumplimiento de sus deberes, escudándose con su pobreza que es notoria, y apelando luego al asunto de tierras como por única causa de la infelicidad en que se hallan.41
De la alta conflictividad en la década de 1840 quedan como ejemplo otros pleitos.42 En 1846, la familia Larráinzar logró denunciar las tierras baldías que pertenecían al «ejido» de la comunidad de Chamula, lo que obligó a gran parte de sus habitantes a trabajar como «siervos» en las mismas tierras que ocupaban desde generaciones atrás (Rus, 1995:149). Este caso nos recuerda los argumentos presentados por los zinacantecos una década después, en 1859, a raíz de la aplicación de la Ley Lerdo.
Amanda Úrsula Torres Freyermuth (2017:473) menciona un interesante documento hallado en el Archivo Judicial de la Región Altos de Chiapas en el que los «principales» lamentaban la situación de miseria en la cual se encontraba el pueblo y que, si bien «se les había concedido permiso para comprar un sitio para la comunidad, ya se habían concedido a particulares los terrenos Xucum y Mutajó, que eran los que deseaban adquirir». Las autoridades argumentaron que «nunca se les explicó que con la promulgación de las leyes agrarias debían medir y titular» sus terrenos (Torres Freyermuth, 2017:473). Despojados, quedaron reducidos a la calidad de «siervos» en sus propias tierras. Xucum y Mutajó son, como lo vimos anteriormente, dos parajes asentados en terrenos ocupados por los zinacantecos en 1819. Mutajó había sido objeto de una denuncia en 1844 y no tenemos información acerca del primer paraje, conocido hoy como Guadalupe Shucum (municipio de Zinacantán).
Regresando a la carta de Correa, el cura vislumbró dos propuestas que el provisor del obispado debería recomendar al supremo gobierno del estado para evitar cualquier posible insurrección: primero, el mejor seguimiento de las quejas ante la justicia, subrayando el papel de los apoderados; segundo, que se le otorgara al pueblo de Zinacantán, por vía de ejido, una nueva porción de terrenos. Serían sus propios habitantes los encargados de elegir los terrenos, siempre y cuando se tratase de tierras baldías y nacionales, por lo que el cura o el común del pueblo interpretaban de una manera muy particular el tenor de la ley agraria. Sin embargo, como hemos visto, el decreto de 1833 permitía tal elección.
No hay que olvidar tampoco que entre enero y mayo de 1847 «estalló» la llamada Guerra de Castas en Yucatán. Ante la preocupación de las élites en Chiapas, se difundieron circulares en el transcurso del año 1848, por parte del gobierno civil y eclesiástico, con destino a los curatos del estado para que los párrocos remitieran informes sobre la situación social de sus pueblos: «[…] si en el curato que cada uno tiene a su cargo se advierta o note en los indígenas conatos, deseos o disposiciones de quererse alzar contra los demás que no son indios, expresando las causas de que provengan los disgustos de ellos […]».43
En junio de 1848, unos meses antes de la elaboración de la carta objeto del presente estudio, el párroco de Zinacantán ya había mandado un primer informe en respuesta a la circular antes mencionada en el cual proponía una serie de medidas que reiteró en su carta de noviembre de 1848.44 Debido a las reformas agrarias, también se sintió un malestar en diferentes pueblos del norte y occidente de Chiapas, lo que generó temor entre las autoridades sobre posibles revueltas.45 Este contexto responde más al miedo ladino, alimentado por los gobiernos de la época, que a la realidad de los pueblos indígenas.46 Sin embargo, tal «ansiedad étnica» (Antone, 2018:171) indudablemente condujo a crear parte de los antecedentes de un conflicto mal denominado «guerra de castas» a partir de los años 1861 (Rus, 1995).
Consideraciones finales
Pese a la brevedad de la carta del párroco Patricio Correa, resulta relevante en varios sentidos. En primer lugar, nos ayuda a entender mejor los conflictos por la configuración territorial en el marco de sucesivas reformas agrarias. De igual manera, pone en el centro de atención dos regiones geográficas (los Altos y la Depresión Central) que se articulan en un espacio estratégico que fue concebido de diferente manera según los proyectos humanos que se desarrollaron en el área a través del tiempo. Por otra parte, ilustra la problemática del acceso a la tierra, lo cual dio lugar a una alta conflictividad en el siglo xix, aunque esos conflictos hunden sus raíces, por lo menos, en el siglo xvi. Los documentos y testimonios que pudimos consultar dan cuenta de una situación territorial compleja y de estrategias singulares por parte de los habitantes de Zinacantán para tratar de preservar la integridad de su territorio. Se ilustra en los parajes de zinacantecos que pudimos rastrear desde antes de la emisión de las leyes agrarias.
La carta deja entrever la amplitud de los litigios por la tierra y la manera cómo los indígenas y sus agentes se apropiaron de la legislación estatal en defensa de sus intereses, lo cual se puede comparar, por ejemplo, con la re-producción de títulos durante la segunda mitad del siglo xix (Ruiz Medrano et al., 2012). Asimismo, la misiva nos permite interrogarnos acerca del papel que tuvieron las autoridades locales, con poder de acción y agencia, en los conflictos por la tierra en una época de profunda transformación política: la transición de los cabildos a los ayuntamientos en los pueblos de población mayoritariamente indígena.
El caso de Chiapa es bastante singular y amerita mayor estudio a futuro. Habría que profundizar acerca del papel de actores como fray Victor María Flores en el origen de varias transcripciones de documentos históricos del pueblo de Chiapa porque, aunque emitimos una hipótesis al respecto, desconocemos las razones de tales transcripciones. Sería interesante averiguar su posible intervención como «articulador»47 de los procesos judiciales, porque tenía a la mano documentos antiguos y, dado el caso, los traducía, lo cual significa una relación privilegiada con el cabildo indígena.
Al estudiar estos manuscritos podemos conocer, por otro lado, la historia de cómo se fueron constituyendo al paso de los años, así como las modificaciones que tuvieron e, incluso, cómo llegaron a su actual condición de resguardo. En cada uno de esos momentos queda la huella de los personajes que intervinieron en la constitución de los documentos. La conformación de esta documentación es entonces compleja y debería llamar la atención no solo de los historiadores, sino también de los arqueólogos cuando se asoman a su estudio. Es decir, es necesario no solo considerarla como fuente de información, sino revisar el sentido que han cobrado los documentos a través del tiempo.
Respecto al diálogo entre la historia y la arqueología, el fenómeno de migración del Altiplano hacia las tierras bajas de la Depresión y las vegas del Río Grande ha presentado retos para su estudio, aunque se cuenta con avances documentados para el caso de los zinacantecos antes del siglo xx. Coincidimos con Óscar Barrera-Aguilera (2019:420) en que este fenómeno se puede explicar en parte por los pleitos de principios del siglo xvi: a saber, la ocupación estacional, de común acuerdo o no (eso nos lo da a entender el documento de 1571) de tierras de la Depresión por habitantes de los Altos, práctica que tal vez podamos remontar hasta la época prehispánica, sobre todo al Posclásico Tardío, pero que en términos arqueológicos ha presentado dificultades para su estudio. En el caso de los asentamientos perennes, otro reto que se presenta a la arqueología es poder vincular su cultura material con la de los Altos centrales.
En todo caso, los «nuevos paisajes» socioeconómicos dibujados por los programas políticos de la época colonial e independiente se conformaron sobre antiguos espacios, lo que nos habla de territorialidades específicas y de redes sociales entre diversos espacios complementarios (Gallini, 2008). Reiteramos el valor de la documentación, pues permite vislumbrar posibles respuestas a dichas preguntas realizadas desde la arqueología.
En conclusión, la carta posibilita apreciar fenómenos de larga duración, en este caso el de la composición de la territorialidad de Zinacantán. De igual manera, subraya la necesidad de acudir a la documentación antigua, la cual puede alcanzar nuevos sentidos a través de sus copias del siglo xix. Es un transitar en el tiempo que nos invita a profundizar en los estudios de la región durante los siglos xvii y xviii, para los cuales existe una documentación fragmentaria y dispersa, pero relevante sobre los procesos históricos, sociales y económicos de los pueblos indígenas de Chiapas.