El centro de la actividad cognoscitiva de los seres humanos son las hipótesis, y no los datos.
Los datos se acumulan para utilizarlos como evidencia en favor o en contra de hipótesis…
Introducción
A partir del encuentro con Occidente, en lo que ahora es México los pueblos indígenas han permanecido en un constante estado de vulnerabilidad y discriminación, y a merced de los poderes en turno, que en muchos casos tuvieron la idea de aniquilarlos o segregarlos.1 No obstante, y al no lograr tales propósitos, desarrollaron una serie de medidas que fueron desde el asimilacionismo o el integracionismo, hasta aceptar el multiculturalismo en tiempos recientes. Derivado de este choque de culturas, estos pueblos han venido luchando por el reconocimiento y la reivindicación de sus derechos de diferentes modos según la época, pues mientras en el siglo XIX lucharon con los grupos que pretendían la independencia, en el siglo XX se manifestaron acudiendo, debido a su auge, a recursos como el derecho internacional y los derechos humanos.
Una de las demandas de los pueblos indígenas tiene que ver con el reconocimiento a su derecho propio, o derecho indígena para efectos de este trabajo, el cual, si bien está señalado en algunos instrumentos internacionales como el Convenio 169 de la OIT de 1989, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas2 de 2007 y la propia Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo segundo3, en la realidad no se ha materializado una articulación entre este derecho y el derecho estatal. Teniendo como premisa lo anterior, cabría preguntarse cuáles han sido las razones por las que, pese al avance en el reconocimiento del derecho indígena en México, este no se ha concretado, pues el Estado no lo ha respetado ni ha llevado a cabo ningún intento de coordinación entre ambos sistemas jurídicos. Asimismo, este desencuentro también se ha debido en gran parte a la forma en que se ha entendido e interpretado el derecho, algo que históricamente se ha hecho a partir de las teorías tradicionales y contemporáneas, las cuales, de conformidad con sus tesis y postulados, no han significado hasta ahora una puerta de entrada hacia una coordinación o articulación entre los sistemas jurídicos indígenas y el del Estado.
Cabe señalar que, de conformidad con los objetivos y alcances planteados para este estudio, se aborda la temática básicamente desde una perspectiva teórico-jurídica, sin tomar en cuenta los estudios que sobre el tópico se han efectuado desde otras disciplinas, como la antropología, de tal modo que queda abierta la posibilidad de discutir en otros trabajos el marco del derecho en contextos de pluralidad como los que ofrecen los pueblos autóctonos.
Para Adorno, «la teoría tradicional está siempre concebida como producción del cientificismo positivista» (en Wolkmer, 2003: 23) al darse como válido algo que está sujeto a comprobación. Como consecuencia, el único conocimiento que se considera válido es el científico, y se deja fuera toda deducción de carácter abstracto, así como cualquier otra forma de conocimiento que no provenga de aspectos materiales de la realidad. Esta ideología positivista pasó a aplicarse en todo campo de conocimiento, incluido el derecho. El positivismo como corriente de pensamiento filosófico surgió en Europa en el siglo XIX, para consolidarse posteriormente en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, así como en Estados Unidos y América Latina. Su mayor exponente fue Augusto Compte, quien consideraba que el conocimiento científico solo debía atender a hechos o fenómenos observables y verificables, más allá de su esencia y causas reales. Por ello, el objetivo del quehacer científico no era conocer los fundamentos, sino crear leyes universales a las que estuviera sometida la realidad. Para Guamán Chacha et al., el positivismo «es una filosofía cuyo principio fundamental es la cosa en sí, es una concepción moderna del mundo» (2020: 266).
Así pues, podemos decir que las teorías tradicionales del derecho son aquellas posturas, paradigmas o enfoques jurídicos que han tenido fuerza y han influido en la determinación del derecho en un momento y espacio específicos. Para Bonetto y Piñero son «paradigmas predominantes en momentos históricos determinados» (1994: 63), mientras para Llano son «teorías del derecho predominantes» (2012: 194). Por su parte, López López las define como «visiones predominantes» (2018: 553). En ese orden de ideas, y a modo de comprobar o refutar nuestra respuesta tentativa, se consideró como objetivo examinar y verificar si tales corrientes de la teoría tradicional del derecho en efecto imposibilitan la coordinación entre el sistema jurídico del Estado y el derecho indígena o si, por el contrario, la permiten. Aun cuando existen otras teorías o corrientes clásicas, como el iusrealismo, el iussociologismo, el iusmarxismo y la filosofía analítica, entre otras más, nos enfocaremos en concreto en el iuspositivismo y en el iusnaturalismo.
A modo de partir de una base teórica que no pretende ser limitativa, sino más bien un punto de arranque, para efectos de este trabajo entendemos las teorías contemporáneas de derecho como un conjunto de proposiciones y enunciados enmarcados dentro del iuspositivismo que comparten una serie de elementos metodológico-conceptuales que pretender definir, describir, relacionar y explicar el fenómeno jurídico en nuestros días. En cuanto a estas vertientes, se abordarán el postpositivismo, el constitucionalismo, el neoconstitucionalismo y el «nuevo derecho» en el contexto del constitucionalismo multicultural.4 Como cierre de este trabajo se plantearán una serie de conclusiones sobre el papel o el estado del derecho indígena en el marco de estas teorías.
Iuspositivismo y derecho indígena
En el campo jurídico, la ideología positivista se asimiló en el sentido de considerar como único derecho válido aquel que provenía del Estado, y esta ideología dio paso al monismo jurídico, en contraposición con la idea del pluralismo jurídico. En ese sentido, se fue conformando el iuspositivismo, el cual con el paso del tiempo pasó a ser el paradigma imperante en la enseñanza, el alcance, la interpretación y la aplicación del derecho. De conformidad con esta postura, todo sistema jurídico estará validado y gozará de legitimidad a partir de su creación por parte del Estado. Para efectos de este trabajo, y sin pretender hacer un análisis de todas y cada una de las escuelas derivadas del positivismo, tomaremos como línea de pensamiento lo que al respecto señala Botero-Bernal (2015) por ser acorde con nuestro estudio. En primer lugar, para este autor hablar de iuspositivismo equivale a no decir nada, pues dado el número tan variado de movimientos en torno a él, no es posible hablar de un solo iuspositivismo. Sin embargo, este autor sostiene que, a pesar de su ambigüedad, es posible desprender algunos caracteres comunes a las variantes iuspositivistas:
i)el rechazo, por algunos, o la no consideración, por otros, de las teorías metafísicas dentro del discurso científico del derecho; ii) la opinión generalizada de que el derecho válido no está necesariamente relacionado con el derecho justo; iii) el énfasis en la consideración del Estado como única o principal, según el caso, fuente del derecho válido (aunque esta característica no aplique plenamente para el realismo sociológico); iv) la aceptación del monismo (solo un derecho válido) en vez del dualismo jurídico (un derecho positivo y otro natural, ambos con validez); y v) la reivindicación de la expresión lingüística determinable, en especial de la palabra escrita, como la forma propia del derecho, para así diferenciar lo jurídico de la moral, que no se agota en el lenguaje, y precisar los alcances de la norma (Botero-Bernal, 2015: 69).
A partir de esta serie de consideraciones haremos alusión al positivismo de corte tradicional, que sostiene que el Estado es la única fuente del derecho. Siguiendo el argumento de Lloredo Alix (2017: 251), el rechazo hacia este enfoque jurídico debe ser analizado cuidadosamente pues, según su perspectiva, en algunos contextos fue bien visto, e incluso se consideró necesario para contrarrestar regímenes autoritarios o que se basaban en tendencias iusnaturalistas de corte religioso, como en América Latina y en la España posfranquista. Con quien inició el debate sobre las diversas definiciones y alcances del iuspositivismo fue con Hart en 1958. Este autor clásico de la filosofía del derecho detectó cinco características del positivismo jurídico, no siempre compatibles entre sí: 1) se trata de un derecho compuesto por mandatos humanos, 2) muestra desconexión entre derecho y moral, 3) considera que los conceptos jurídicos son la tarea más importante de la teoría jurídica, 4) es un ordenamiento o sistema jurídico cerrado, y 5) es una teoría que no posibilita hacer juicios morales a través de pruebas empíricas o argumentaciones racionales (Hart, 1958: 601-602, en Lloredo Alix 2017: 252).
Falk y Shuman mencionan que en el Congreso sobre positivismo jurídico celebrado en Bellagio (Italia, 1960) organizado por Norberto Bobbio y Alessandro Passérin d’Entreves, el iuspositivismo se concibió hasta de ocho maneras: 1) como corriente que entiende que el derecho son reglas dictadas por el Estado, 2) como teoría que atribuye al Estado la exclusividad de la producción normativa, 3) como un conglomerado de diversas teorías, 4) como postura que engloba la teoría de Compte y las ideas del Círculo de Viena, 5) como teoría que considera el derecho como mandatos estructurados, 6) como corriente que centra su estudio en las normas jurídicas formales, 7) como doctrina que separa el derecho de la moral, y 8) como teoría formal (Falk y Shuman, en Lloredo Alix, 2017: 252). Por su parte, la obra de 1977 Giusnaturalismo e positivismo giuridico, de Bobbio, ha sido fundamental por la aproximación que este autor mostró al derecho desde la óptica de la formación profesional. En ella expuso que el derecho puede analizarse desde tres ángulos: como modo de aproximarse a su estudio, como teoría o concepción y, finalmente, como ideología de justicia. Años más tarde sostuvo que, más allá de que el iuspositivismo tenga un carácter descriptivo, lo que en realidad contiene son cuestiones prescriptivas sobre lo que se ha de observar y aplicar. Esta corriente ha considerado el derecho como un conjunto de normas integradas en un sistema jurídico que existen independientemente de la realidad que pretenden regular. Es decir, concibe el fenómeno jurídico desde una perspectiva estrictamente lógico-formal que descarta todo elemento fáctico o real.
Esta doctrina clásica, cuyo máximo exponente fue Hans Kelsen, quien concebía el derecho como el conjunto de normas vigentes en el cual quedaba excluida cualquier valoración sobre el contenido social o ético de las normas, se ha construido a partir de la idea de la separación del derecho de todo contenido axiológico, filosófico o religioso, bajo la premisa de que es una ciencia no de la naturaleza, sino de la voluntad y la razón humana, que se materializa en la ley fundamentalmente escrita y formalmente creada. Bajo esta lógica, si lo que está escrito constituye el verdadero y auténtico derecho, sea justo o no, o bien está acorde con la realidad, aquel construido a partir de una base consuetudinaria carecería de toda vigencia y validez, aun cuando exista como fenómeno jurídico.
A partir de este razonamiento, el iuspositivismo sostiene que no existe más norma que el derecho positivo. Como teoría científica, se «afirma que el Derecho es un conjunto de normas dictadas por los seres humanos, representados por un soberano -[el] Estado-» (Rengifo, Wong y Posada, 2013: 31); es decir, se considera que es resultado del estudio y análisis científico del derecho o, en otras palabras, que es una actividad que corresponde al jurista y al legislador, de ahí que en el proceso enseñanza-aprendizaje el derecho indígena se reduzca a ser tomado como usos y costumbres. El fin de esta teoría consiste en vislumbrar el derecho como es, y no como debería ser, al hacer una distinción entre validez y valor. Así, el iuspositivismo concibe el derecho desde una perspectiva unidimensional, considerando como único derecho válido -más no justo- el creado por el legislador, partiendo de la idea de que todo sistema normativo es justo por el simple hecho de ser positivo sin importar su contenido.
Con estas ideas generales es posible deducir que, al considerar el derecho estatal como único derecho, se dejan fuera otras expresiones normativas vigentes pues «se fundamenta en el pensamiento jurídico reducido a derecho estatal producto del legislador; de aquí deriva la común atribución al derecho, de aquellas características que son propias del derecho legislado del Estado moderno, generalidad, imperatividad, coacción, presunta plenitud» (Guamán Chacha et al., 2020: 267). En resumidas cuentas, esta teoría se ha encargado de minimizar o ignorar otros derechos y de crear en el imaginario colectivo lo que López Bárcenas (2007) denomina «ceguera jurídica», la cual consiste en no ver más allá del derecho creado por el Estado, lo que reduce el derecho indígena a una serie de actos reiterados y lo coloca en una categoría inferior. Por ello, dada esta visión reduccionista del derecho que ha servido como base teórico-filosófica en el aprendizaje del derecho, es fundamental, tomando en consideración la coyuntura global actual, cambiar de paradigmas y enfoques.
Con base en lo que hemos expuesto sobre iuspositivismo, para Cabedo Mallol, desde esta óptica estatocéntrica y reduccionista, «es imposible que existan diversos sistemas jurídicos en un mismo territorio. […Por lo tanto] es el Estado, a través de sus órganos, el único que puede crear normas jurídicas» (2019: 74). El iuspositivismo ha generado una jerarquía de normas en una suerte de pirámide en la cual estaría la Constitución en la cúspide, y por debajo el resto de normas creadas conforme a este ordenamiento sin contradecir lo señalado por aquélla, pues de hacerlo serían inconstitucionales. Por el contrario, toda la producción normativa emanada de otras fuentes o al margen de lo señalado en la Carta Magna no tendrá ninguna validez y, por ende, será desconocida por el Estado.
En México la concepción hegemónica del derecho estatal respecto al derecho indígena ha consistido en negar ya sea su existencia, ya sea su naturaleza jurídica, lo que deja entrever un tipo de intolerancia jurídica. Esto porque el derecho indígena, en contra de lo que comúnmente se piensa, no solo está basado en usos y costumbres, sino que está construido sobre una base de valores, principios, reglas e instituciones. En cuanto a la costumbre, el iuspositivismo le «reconoc[e] valor […] solo en la medida en que una ley la admitiese o autorizase, con lo cual, se le negó valor autónomo de fuente» (Figueroa Vargas, 2011: 70). Entonces, es considerada como una expresión meramente folclórica no porque así lo sea, sino porque el Estado así lo ha determinado. Cabedo Mallol señala en este sentido que:
[…] el problema en el reconocimiento del derecho indígena, su tolerancia, por parte de los positivistas, radica o se asocia al propio carácter consuetudinario del mismo. Para la ideología jurídica dominante, la de las facultades de derecho, la costumbre se sitúa en una posición desventajosa frente a la norma escrita, y queda convertida en una fuente de derecho que no puede ser contraria a la ley (escrita), contra legem (Cabedo Mallol en Hayes Michel, 2016: 164).
Esta idea se ha generalizado y normalizado no solo entre los estudiosos del derecho, sino en la colectividad, pues a los sistemas indígenas «así se les ha llamado para no reconocerlos como sistemas organizativos y de gobierno propios» (Aguilar Gil, 2018: s/p), y han sido situados en una posición normativamente inferior. Para Yrigoyen Fajardo:
en términos valorativos, por lo general, el uso del concepto ‘costumbre’ va asociado a una subvaloración de los indígenas, a los que se busca sujetar a tutela y control. En términos políticos, se propone la represión o criminalización de prácticas indígenas que están en contra de la ley (Yrigoyen Fajardo, 1999: 8).
Dado lo anterior, para el iuspositivismo más tradicional el derecho indígena no puede estar al mismo nivel que el derecho estatal, aunque cuente con elementos para considerarse así. En este sentido, el hecho de que el Estado no lo reconozca tiene su origen en el mismo acercamiento que tenemos al derecho, el cual parte de dos fases, a saber: la enseñanza y la aplicación. En la enseñanza, se considera la idea de que no existe otro derecho a la par del derecho estatal, pues el Estado, al ser soberano, no admite otros entes generadores de normas jurídicas. En este sentido, para Correas: «La educación que reciben […] los juristas constituyen, precisamente, uno de los elementos de la eficacia del sistema en su conjunto» (Correas, 1994: 102), mientras para Santos «el Estado para consolidarse requiere que haya una sola nación, una sola cultura, un único sistema educativo, un solo ejército, un único derecho» (2012:17). De ahí que la postura desde la cual se enseña el derecho sea de utilidad para los fines e intereses del Estado.
En segundo lugar, desde la aplicación del derecho, y como resultado de la educación, los operadores jurídicos generalmente argumentan en sus resoluciones que las demandas de los pueblos indígenas no son acreditadas o que sus razonamientos carecen de validez, sobre todo en lo que tiene que ver con su autodeterminación como pueblos, con lo cual se ignora la existencia del derecho indígena y se justifica el actuar del Estado. Por lo tanto, para producir un cambio en esta segunda faceta es imprescindible un cambio de la primera. En otras palabras, debemos transitar de una serie de corrientes que desconocen o minimizan otros sistemas normativos, a enfoques plurales de apertura al diálogo, en un escenario de respeto y aprendizaje mutuo que permita la articulación entre derecho estatal y derecho indígena.
Iusnaturalismo y derecho indígena
El iusnaturalismo como teoría clásica, aunque en menor medida, se ha mantenido vigente tanto en los debates teórico-jurídicos, como en la pragmática jurídica. Pese a que esta corriente no tiene la fuerza ni la hegemonía del iuspositivismo, es importante resaltar su influencia, así como el resurgimiento que a nivel internacional ha experimentado, en especial desde el término de la Segunda Guerra Mundial con el auge de los derechos humanos. Su consolidación y su predominio a nivel global se produjeron gracias a dos factores: por un lado, al «retorno» de los fundamentos del iusnaturalismo y, por otro, a la crisis del iuspositivismo. Para Velázquez Monsalve, los fundamentos filosófico-jurídicos de los derechos humanos, positivizados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se encuentran en esta corriente. En palabras de este autor, y pese al esfuerzo del compromiso multilateral que implicó, «todavía la Declaración, en muchos sentidos, parece letra muerta. En estas seis décadas la humanidad ha visto cómo se ha atropellado y violado la dignidad humana de todas las maneras imaginables y a través de todo tipo de instrumentos y situaciones» (Velázquez Monsalve, 2013: 740).
Fue precisamente tras el auge y la consolidación de los derechos humanos cuando los pueblos indígenas empezaron a tener injerencia en la vida pública no solo en sus propios Estados, sino a nivel internacional, pues encontraron en ellos una puerta de acceso al reconocimiento de sus derechos como minorías. Sin embargo, este avance significó una situación un tanto paradójica o contradictoria. El iusnaturalismo, cuya base es el derecho natural5, y el iuspositivismo constituyen lo que denominamos teorías clásicas del derecho, y ambas a lo largo de su existencia han tenido una serie de encuentros, pero mayormente desencuentros, en un afán por definir cuál es el derecho válido y vigente.
Aunque a lo largo de su historia el iusnaturalismo ha presentado diversas variantes6 que van desde la tendencia tradicional clásica, a la medieval y a la ilustrada, hasta llegar a la contemporánea, esta corriente ha mantenido constante la:
[…] creencia de que existe un conjunto de principios universalmente válidos que no se modifican a través del tiempo y del espacio, que son conformes a la naturaleza y que tienen una condición de superioridad respecto de otro sistema de principios denominado derecho positivo (Tosta, 1975: 106).
En ese sentido, el iusnaturalismo solo admite la coexistencia de dos preceptos: los derivados del derecho natural, por un lado, y del derecho positivo, por otro, y por tal motivo es posible deducir que «otros sistemas u órdenes normativos», aunque válidos y vigentes en un mismo espacio, como el derecho indígena en el caso de México, no están contemplados en esta corriente.
Desde esta tendencia se percibe el derecho como un conjunto de normas vigentes constituido por valores supremos, universales e independientes al derecho positivo y consuetudinario, los cuales, al estar insertos en el derecho natural, son concebidos como eternos e inmutables, y en su marco se privilegian aspectos axiológicos y éticos de las instituciones y normas jurídicas recurriendo a modelos epistemológicos. Para Carlos Nino esta doctrina se basa en dos razonamientos: el primero, en una tesis de «filosofía ética que sostiene que hay principios morales y de justicia universalmente válidos y asequibles a la razón humana» y, el segundo, como proposición que trata sobre la concepción del derecho al establecer que «un sistema normativo o una norma no pueden ser calificados de ‘jurídicos’ si contradicen aquellos principios morales o de justicia» (Nino en Suárez, 2020: 43).
Como consecuencia, el único derecho viable sería el natural, compuesto por reglas y principios absolutos e inalterables, que se sitúa por encima del derecho positivo, el cual, para poder ser considerado válido, es imprescindible que concuerde con los fundamentos del derecho natural. Para el iuspositivismo:
Esa universalización de una experiencia particular sirvió para consagrar un canon de lo que puede y no puede concebirse como derecho y, por extensión, terminó generando demarcaciones entre culturas superiores e inferiores. Se trata de una tendencia que sigue vigente en la actualidad, aunque evidentemente bajo diferentes ropajes (Lloredo Alix, 2017: 267).
Lo anterior es claro en el caso del derecho indígena en México, pues al no encuadrarse dentro de estos estándares, queda fuera de toda consideración como sistema jurídico legítimo. Para Twining, es necesario, entonces, que la teoría general del derecho sea más consciente de la heterogeneidad jurídica, máxime en tiempos de globalización y cuando están surgiendo en la escena nacional e internacional actores emergentes como los pueblos indígenas (Twining, 2009, en Lloredo Alix, 2017: 268).
Retomando a Ordóñez Cedeño (2014: 247), los postulados del iusnaturalismo se elaboraron a partir de dos premisas: la primera indica que fue «creado por circunstancias ajenas a la voluntad del hombre, derivadas de una voluntad suprema que dicta los parámetros jurídicos sin la posibilidad de que puedan ser cambiados por el propio ser humano», es decir, se considera la inmutabilidad del derecho natural, y la segunda premisa revela que es producido «por circunstancias muy propias del hombre en relación con su recta razón». Fue entonces, a partir de estas bases universales y válidas para toda la sociedad, sobre las cuales se fundamentó la creación de los derechos humanos, y es este el motivo por el que aseguramos que esta corriente y el subsecuente establecimiento de los derechos humanos representaron una situación paradójica para el derecho indígena.
Dicho en otras palabras, por un lado, los derechos humanos sirven a los pueblos indígenas como plataforma política para acceder y hacer valer su voz y sus demandas en relación con sus derechos, pero, por otro, esos derechos reconocidos tienen que estar sujetos a limitantes que los mismos postulados imponen porque no toman en cuenta aspectos que han determinado su vigencia y permanencia en el tiempo y en el espacio. Lo anterior ha llevado al derecho indígena en México a un callejón sin salida, pues no es posible hacerlo valer desde unas posturas encaminadas a alcanzar una homogeneidad jurídica que, al final, tiene al Estado como único productor de normas.
En relación con otros órdenes normativos coexistentes en un mismo espacio, el iusnaturalismo no considera su inclusión ni, por ende, la igualdad jurídica, y en su lugar señala el deber de entender el fenómeno jurídico conforme al derecho natural, y no a otros aspectos como la diversidad cultural, lingüística y normativa. En consecuencia, si el derecho positivo no se ajusta al derecho natural, no puede ser considerado un derecho justo. Los iusnaturalistas están de acuerdo en que por encima de las leyes humanas existe un derecho, el natural, sobre el cual debe basarse el derecho positivo para ser considerado como tal; este último, por su parte, reconoce como derecho únicamente al creado por el Estado, por lo que ambas corrientes dejan fuera la posibilidad de reconocimiento y articulación de otras expresiones normativas.
Zimerman señala que el iusnaturalismo es «un conjunto de principios morales y de justicia que son universales y asequibles a la razón humana. Al mismo tiempo, para esta tesis, ninguna norma puede ser reputada como jurídica si contradice aquellos principios» (2011: 426); de este modo, constituye en sí mismo un obstáculo o una limitante «para incluir la diversidad cultural porque plantean un esquema cerrado de verdad moral» (2011: 427), algo que ocurre en el caso del derecho indígena en México. Lo anterior se explica en función de que los valores y principios morales supremos de tendencia occidental se observan como únicos e intactos en cualquier tiempo y espacio, lo cual ha dado como resultado que se mantenga distante de la idea de que en un mismo contexto convivan dos o más sistemas normativos. En la filosofía del derecho, ya en tiempos de los racionalistas griegos se «considera[ba…] que existen unos derechos -normas o valores- absolutos que la razón extrae», lo cual implica, según Melgarito Rocha, que: «No hay[a] forma de entender el mundo moderno sin comprender la particular forma de pensar de los griegos» (2015: 13).
Con el paso del tiempo, y gracias a la conformación del Estado moderno, el pensamiento iusnaturalista evolucionó, pero sin perder su esencia en cuanto a la generalidad de sus valores y principios. A decir de Anaya, «se transformó en un régimen bicéfalo que comprendía los derechos naturales de los individuos y los derechos naturales de los Estados» (2005: 385). En ese sentido, y trayendo a colación nuestro objeto de estudio, al no ser considerados los pueblos indígenas como Estados o naciones de acuerdo con el estereotipo moderno, es fácil deducir que estos, y como consecuencia el derecho indígena, «quedaban reducidos a su individualidad personal y como colectividad sin derecho a la autonomía dado que sus estructuras políticas y sociales eran diferentes a las europeas» (2005: 385-386).
La postura iusnaturalista establece una serie de prerrogativas personalísimas, consideradas incluso previas a la constitución del orden público, por lo que, en consecuencia, la conformación del Estado implicaría la protección de esos derechos. Sin embargo, y volviendo a nuestro objeto de análisis, en cuanto a la posesión de sus tierras los pueblos indígenas por regla general no contaban con títulos de propiedad, pues se consideraban dueños originarios, sin embargo, con la Constitución mexicana de 1857 esta situación sufrió una serie de cambios importantes que afectaron su estabilidad como pueblos, pues se positivizaron las normas y se dio a las tierras un carácter individual o privado; es decir, en relación con la posesión de la tierra, tanto esa Constitución como la de 1917 se apoyaron en la ideología liberal-individualista basada en la propiedad privada en detrimento de la propiedad colectiva. Bajo esta forma de pensamiento, que posibilita argumentar la no titularidad si no se cuenta con documentos acreditativos, y estando enfocadas las normas en proteger la propiedad privada, los pueblos indígenas continúan siendo despojados de sus territorios hasta nuestros días.
Massimo La Torre realizó un estudio interesante sobre el iusnaturalismo incluyente y excluyente con el propósito de resaltar «las bondades del iusnaturalismo», en el que hizo una analogía entre este y el iuspositivismo incluyente y el excluyente. A primera vista parecería que la versión «incluyente» del iusnaturalismo podría dar cabida a otros sistemas jurídicos, sin embargo, no se refiere a la inclusión/exclusión en términos estrictos de otras formas de pensamiento jurídico, más bien hace referencia al aspecto según el cual «la validez de una norma jurídica puede determinarse por medio de criterios morales sustantivos» (La Torre, 2013: 10). Es decir, estas versiones se refieren a la relación del derecho con la moral y no a la capacidad de aceptar formas diferentes de expresión normativa. Con esto, es posible percibir que la relación entre derecho y moral continúa siendo un tema vigente en el debate de las teorías clásicas del derecho.
El iusnaturalismo clásico permite observar que la idea del derecho se asienta una serie de principios ideológicos que son necesariamente justos y otros no. En otras palabras, que todo lo que esté conforme a la razón o a la naturaleza humana por ese simple hecho tendrá la categoría de justo y, por el contrario, lo que se considere fuera de esos parámetros será injusto y, por ende, no tendrá ninguna validez. Es precisamente en este punto donde surgen ciertos problemas, por ejemplo, a la hora de establecer qué es o quién determina qué es lo justo y qué es lo injusto, o bien, quién determina qué valores deberán tenerse como universalmente válidos y aceptados. Para Marcone, aunque algunas vertientes del iusnaturalismo en ocasiones han estimulado o acelerado «la consecución de los ideales humanistas de autonomía, libertad o igualdad, […] otras veces han ayudado a mantener las injusticias del presente histórico convirtiendo ‘lo natural’ en cómplice de los intereses de los poderosos» (Marcone, 2005: 127).
Las diversas variantes del iusnaturalismo, a decir de Zimerman, «se presentan como teorías autoritarias e intolerantes que no pueden admitir diferentes formas de ver el mundo y valorarlo» (2011: 427), como es el caso del derecho indígena en México. Este autor afirma, incluso, que «sostener esta teoría es en cierta medida propiciar una forma de imperialismo cultural y, a la vez, negar toda forma de relativismo cultural» (2011: 427), pues el defender el iusnaturalismo implicaría mantener viva la idea de que no existen culturas superiores, sino que todas tienen el mismo valor. Finalmente, podemos concluir que el iusnaturalismo hasta hoy en día no ha representado una puerta de acceso para pensar en la justificación, la existencia y el reconocimiento del derecho indígena en México, por el contrario, ha representado una limitante porque se han considerado los principios, valores y criterios de justicia universalmente válidos.
Pospositivismo(s) y derecho indígena
Hoy en día existe una serie de corrientes o escuelas que se pueden enmarcar dentro del iuspositivismo. Para efectos de nuestro trabajo, y como hemos mencionado, resaltaremos cómo todas ellas tienden a reconocer al Estado como único ente productor de normas jurídicas. Así las cosas, como primer punto haremos un breve repaso sobre lo que es el pospositivismo sin entrar de lleno en cada una de sus variantes; más bien, resaltaremos cómo estas, a pesar de pretender una superación de iuspositivismo más tradicional, no contemplan otras formas de expresión normativa, sino únicamente las emanadas del Estado. Cabe señalar que, a pesar de la vasta bibliografía al respecto, no resulta tarea fácil señalar de manera uniforme qué se entiende por pospositivismo, pues este, más que pretender dejar sin validez al iuspositivismo tradicional, continúa con algunos de los postulados de esta última corriente, pues tiene como propósito valorar y analizar algunos de sus factores.
Calsamiglia considera que es preciso, en primer lugar, señalar lo que entendemos por positivismo y de ahí desentrañar lo concerniente al pospositivismo7. Para este autor, «es pospositivista toda aquella teoría que ataca las dos tesis más importantes del positivismo conceptual: las tesis de las fuentes sociales de derecho, y la no conexión necesaria entre el derecho y la moral» (Calsamiglia, 1998: 209). En lo que ponen el acento las corrientes pospositivistas es:
[…] en los problemas de la indeterminación del derecho y las relaciones entre el derecho, la moral y la política. Por supuesto que existen otros problemas importantes, como los que sugieren la aceptación del punto de vista interno y sus compromisos morales en su caso, o las concepciones que mantienen que la pretensión de rectitud forma parte del concepto del derecho (Casamiglia, 1998: 209).
Por lo tanto, es posible concluir desde ahora que contemplar otras fuentes normativas, como sería el derecho indígena en el caso de México, no es una preocupación del pospositivismo ni central, ni secundaria. Más que la superación del iuspositivismo, lo que realmente ocurre es una suerte de «cambio en la agenda» (Casamiglia, 1998: 210) de esa postura clásica, esto porque la mayor inquietud del pospositivismo gire en torno a la imprecisión o vaguedad del derecho y a su desplazamiento hacia los «casos difíciles», dejando de lado los catalogados como fáciles. Lo anterior lo lleva a cabo al plantarse qué hacer ante la presencia de un caso difícil en manos de un operador jurídico.
Los casos fáciles son aquellos en los que, al llevar a cabo los operadores jurídicos las funciones de identificación, interpretación y aplicación del derecho, no existe duda o controversia, mientras los casos difíciles, a contrario sensu, surgen cuando existen circunstancias o factores que impiden la aplicación del derecho de manera ordinaria. Cabe sostener que la facilidad o dificultad gira en torno a la interpretación de la ley, y no a factores o elementos externos8, o bien, a otras fuentes de producción jurídica. Las resoluciones ante casos en los que están involucrados pueblos indígenas no parecen ser encasilladas como difíciles, pues en general se aplica la norma estatal sin mayor dificultad, mientras se ignoran sus sistemas normativos propios. Esta situación se ha presentado en México en resoluciones en las que no se ha dado la razón a pueblos indígenas precisamente bajo el argumento de la no existencia del derecho indígena9.
Al igual que el positivismo, el pospositivismo presenta hasta nuestros días una serie de variantes que dificultan su definición. Lozada (2023: 273) propone, bajo la denominación de pospositivismo discursivo, que esta corriente contemporánea se encontraría enmarcada o en estrecha correlación con lo que se refiere al Estado constitucional, y a su vez dentro del constitucionalismo. El autor llega incluso a hablar de un pospositivismo o constitucionalismo argumentativo, a la vez que menciona que el pospositivismo discursivo tiene que ver tanto con la conexión que debe existir entre la argumentación jurídica y moral -lo relativo al objetivismo moral basado en derecho-, como con «la focalidad jurídico-moral de los derechos fundamentales» (Lozada, 2023: 273).
En ese sentido, este autor en primer lugar se acerca al constitucionalismo señalando que este «viene a ser una determinada arquitectura institucional […] Sus rasgos principales serían estos tres: la limitación del poder normativo del legislador democrático por los derechos fundamentales, la rigidez de la constitución y la justicia constitucional» (Lozada, 2023: 274-275)10. Por su parte Marquisio propone como modelos de pospositivismo jurídico el constitucionalista, el crítico y el normativo. El primer de ellos se «origina en la pretendida incompatibilidad del positivismo jurídico con la ‘nueva realidad del Estado constitucional’ y en tener un enfoque exclusivo del derecho como sistema, y no (también) como práctica social» (Marquisio, 2017: 871).
Una segunda rama del pospositivismo parte de una perspectiva crítica. Como todo enfoque crítico, se preocupa más por la práctica que por la teoría, sin dejar de señalar que el positivismo es un modelo agotado o en crisis y que no está a la altura de las expectativas actuales, pues solo toma en cuenta la cuestión normativa y deja de lado, a decir del autor, las implicaciones éticas y políticas. No obstante, no va más allá en cuanto a la posible articulación de otros derechos con el derecho estatal, y solo pretende tomar en cuenta factores que, a decir de los pospositivistas, el positivismo tradicional no considera. Por último, el pospositivismo normativo «toma como centro de sus indagaciones la articulación entre el carácter inherentemente institucional del fenómeno jurídico y la dimensión normativa que de modo inevitable conlleva (o al menos pretende)» (Marquisio, 2017: 878).
De lo expuesto se desprende que el derecho indígena en un país como México no se encuentra en la agenda de ninguna de las vertientes del pospositivismo. Podemos señalar así, de manera general, que al igual que el iuspositivismo, e incluso que el constitucionalismo y el neoconstitucionalismo, el pospositivismo centra sus puntos de debate en cuestiones que desacreditan o critican al iuspositivismo tradicional, pero no hace referencia a temas que tengan que ver con la pertinencia o inclusión de otras formas de crear derecho como el que surge de los pueblos indígenas. El derecho indígena, según lo brevemente analizado, es, entonces, el gran tema ausente en estas corrientes contemporáneas del derecho.
Constitucionalismo(s), neoconstitucionalismo(s) y derecho indígena
Para el desarrollo de este apartado inicialmente haré referencia al constitucionalismo y, posteriormente, al neoconstitucionalismo. En el caso de este último, pese a que desde la doctrina se han hecho esfuerzos por definir qué es, no se ha llegado a un consenso sobre su contenido, su alcance ni cuándo inició. En cuanto al constitucionalismo, tomando como referencia a Guastini (en Aguiló Regla, 2007: 666), este implica una serie de factores que se reúnen o combinan en un determinado sistema jurídico, los cuales se pueden resumir en siete11: 1) todo orden jurídico debe contar con una Constitución rígida compuesta de derechos fundamentales; 2) implica la existencia de una jerarquía normativa en la que la Constitución está en la cúspide; 3) lo establecido en la Constitución, más allá de su estructura o contenido, es obligatorio para todos; 4) se deja de lado la interpretación literal para ir hacia una de tipo extensivo; 5) las normas derivadas de la Constitución se pueden aplicar directamente; 6) la interpretación de las leyes debe estar acorde a la Constitución, es decir, no debe aplicarse lo que pueda estar en contra de la carta magna, y 7) existe una marcada influencia de la Constitución en el debate y los procesos políticos (Aguiló Regla, 2007: 667).
Comanducci (2002: 89) sostiene que tanto el constitucionalismo como el neoconstitucionalismo pueden considerarse como una serie de cambios en las estructuras del Estado, lo cual concuerda con lo que sostiene Guastini. Comanducci de cierta forma identifica ambos términos, pues afirma que «constitucionalismo» y «neoconstitucionalismo» designan un modelo constitucional, o sea, «el conjunto de mecanismos normativos e institucionales realizados en un sistema jurídico-político históricamente determinado que limita los poderes del Estado y/o protegen los derechos fundamentales» (Comanducci 2002: 89), con lo cual no habría diferencia entre ambos términos. No obstante, en lo tocante al constitucionalismo lleva a cabo una serie de clasificaciones que engloba en una vertiente moderna.
En primer lugar, Comanducci distingue entre constitucionalismo en sentido amplio y en sentido restringido, siendo el primero «la ideología que requiere la creación de una -cualquiera- constitución, a fin de limitar el poder y prevenir el despotismo», y el segundo «la ideología que requiere la creación de un específico tipo de constitución a fin de limitar el poder y de prevenir el despotismo».
En segundo lugar, este autor diferencia entre constitucionalismo débil y fuerte, siendo el primero «la ideología que requiere una constitución solamente para limitar el poder existente, sin prever una específica defensa de los derechos fundamentales», y el segundo la ideología que requiere una constitución para garantizar los derechos y las libertades fundamentales frente al poder estatal» (Comanducci 2002: 91).
En tercer lugar, este mismo autor hace referencia a un constitucionalismo de contrapoderes, que define como una ideología que limita el poder y garantiza los derechos fundamentales, y que «propone reconocer la prioridad cronológica y sobre todo axiológica de una esfera de libertades individuales respecto a la acción del Estado». Finalmente, menciona el constitucionalismo reformista, entendido como «la ideología que requiere al poder existente conceder, o pactar la promulgación de, una constitución», y el revolucionario, que define como «la ideología que propone destruir el poder existente y/o requiere al nuevo poder revolucionario otorgarse una constitución» (Comanducci, 2002: 91-92).
En cuanto al neoconstitucionalismo, lo divide en teórico, ideológico y metodológico, tomando como referencia lo que Bobbio señalaba en relación con el iuspositivismo. El primer tipo, parafraseando a Comanduci, sería aquel que aspira a llevar a cabo una descripción de los logros de la constitucionalización, y se presenta como alternativa al iuspositivismo tradicional; el ideológico, más que enumerar los logros del proceso de constitucionalización, valora, analiza y propone su defensa y ampliación, y finalmente, el metodológico identifica la relación entre derecho y moral (Comanducci, 2002: 99).
En términos generales, se acepta que el término neoconstitucionalismo lo utilizó por vez primera Sussana Pozzolo en 1997, en el XVIII Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social celebrado en Buenos Aires, «para indicar una serie de posiciones teóricas defendidas por algunos autores representativos de un cierto modo de enfocar el derecho que estaban delineándose y definiéndose» (Fabra Zamora y Núñez Vaquero, 2015: 363). A diferencia del constitucionalismo, que nació entre los siglos XVII y XVIII, y cuya forma de organización política se basó en la división de poderes y en la defensa de los derechos del «hombre», el neoconstitucionalismo, a decir de Gil Rendón:
[…] alude a una nueva visión del estado de derecho que parte del constitucionalismo, cuya característica primordial es la primacía de la constitución sobre las demás normas jurídicas y que vienen hacer la distinción entre reglas como normas legalistas y principios como normas constitucionales (Gil Rendón, 2011: 43).
Sussana Pozzolo concibe el neoconstitucionalismo como una teoría del derecho enmarcada dentro del Estado constitucional. Por otra parte, reconoce que entre los teóricos existen dudas sobre su construcción y que, si bien algunas veces puede contemplarse como un movimiento de contenido incierto, tiene características propias, siendo algunas de ellas: su carácter antipositivista, los principios como estructura de las normas jurídicas, la ponderación, balances y desacuerdos en los procesos de interpretación, la justicia, así como la interpretación moral de la Constitución. Manili, por su parte, en el trabajo «¿Existe el neoconstitucionalismo?», en referencia a los siete puntos de Guastini y sustentando lo que debe contener el constitucionalismo, refuta estas tesis cuando afirma que «ninguna de esas características es lo suficientemente nueva como para que dé lugar a la aplicación de una terminología semejante; cada una de ellas tiene varias décadas de existencia, y algunas hasta dos siglos» (Manili, 2023: 59). Por ende, desde su punto de vista no existe razón suficiente para justificar el nacimiento del neoconstitucionalismo.
Otro autor que de manera crítica se refiere al neoconstitucionalismo es Prieto Sanchís, quien considera que:
[…] neoconstitucionalismo, constitucionalismo contemporáneo o, a veces también, constitucionalismo a secas son expresiones o rúbricas de uso cada día más difundido y que se aplican de un modo un tanto confuso para aludir a distintos aspectos de una presuntamente nueva cultura jurídica (Prieto Sanchís, 2001: 201).
Lo que llama la atención es que, al igual que Manili, Prieto resalta que el neoconstitucionalismo, desde el punto desde el cual se quiera ver, es muy heterogéneo en lo que postula, además de que entre los principales problemas que enfrenta se encuentran la ambigüedad y la vaguedad, pues no cuenta con elementos y postulados claros establecidos. Por su parte, Sastre Ariza (en Manili, 2023), en el trabajo «La ciencia jurídica ante el neoconstitucionalismo», designa el neoconstitucionalismo como paradigma jurídico, aunque resulta un poco apresurado afirmar que sea tal cosa, pues para ello debe estar bien asentado como teoría.
Por nuestra parte, concordamos con lo que señala Manili (2023) en el sentido de que el neoconstitucionalismo como tal no existe. De conformidad con este autor, esta supuesta nueva corriente, al igual que el constitucionalismo, inició con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia, y continuó desarrollándose hasta 1917 cuando se reconocieron los derechos sociales en la Constitución en el caso de México. Por ello, señala que no es pertinente hablar de neoconstitucionalismo, sino simplemente de constitucionalismo. Por último, el neoconstitucionalismo, como hemos visto, intenta ir más allá y asentarse como ideología, metodología y teoría, y en ello coincide en aspectos con el iuspositivismo, a diferencia del constitucionalismo, que no intenta posicionarse como tal. Teniendo como punto de partida lo anterior podemos afirmar que, suponiendo la existencia tanto del constitucionalismo como del neoconstitucionalismo, estos dejan fueran toda posibilidad de inclusión de otros sistemas normativos que coexistan en un mismo espacio geocultural, como ocurre en el caso del multicitado derecho indígena en México, pues en general el objetivo de ambas posturas es situar la Constitución y los derechos individuales por encima de todo.
«Derecho nuevo», constitucionalismo multicultural y derecho indígena
En este apartado se procura indagar sobre cómo, a partir del acercamiento a los postulados del «nuevo derecho» y del constitucionalismo multicultural, sería dable hallar una virtual articulación entre derecho estatal y derecho indígena en México. En otras palabras, se trata de vislumbrar si las corrientes jurídicas propias del ámbito latinoamericano, y en concreto de México, pueden significar la puerta de entrada para el reconocimiento efectivo de este derecho o si, por el contrario, es necesario acudir a otros enfoques teórico-epistemológicos con visiones y alcances diferentes.
Así las cosas, analizaremos lo que en el escenario latinoamericano se ha dado en llamar constitucionalismo multicultural, a modo de indagar si es factible la coordinación entre el derecho del Estado y el creado por pueblos indígenas. Con base en los razonamientos de Noguera Fernández, es preciso preguntarnos si, como consecuencia de las reformas de las constituciones en algunos Estados de América Latina como Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela o México, es posible hablar de la creación de un nuevo Estado y, por ende, de un «derecho nuevo» en la región, o simplemente tales modificaciones obedecen a la coyuntura internacional, lo que se reflejaría en una «simple evolución, ampliación y especificación de los derechos liberales y, por tanto, ante un constitucionalismo liberal de tercera generación -constitucionalismo multicultural-» (Noguera Fernández, 2010: 87).
En otras palabras, lo que el autor intenta resolver es si esta nueva forma de percibir la realidad jurídica en América Latina, basada en reformas a las constituciones, implica una serie de cambios reales en las estructuras del Estado o se limita únicamente al reconocimiento o a la diversificación de una serie de derechos con tintes más de forma, que de fondo. Para arribar a posibles respuestas, Noguera Fernández comienza por señalar lo que debe entenderse por derecho nuevo, el cual define como «aquel sistema de normas que dejarían de actuar como mecanismo vertical de dominación para pasar a actuar como mecanismo horizontal de autoorganización ciudadana» (2010: 89)12.
Aunque el autor no lo señala abiertamente, en 1991 y 2002 se llevaron a cabo en México una serie de reformas constitucionales en el mismo sentido que en otros países de la región. El paradigma de esas reformas fue el multiculturalismo, y generaron una gran expectativa, pues su mayor logro fue el reconocimiento formal de la diversidad cultural sustentada en sus pueblos indígenas; sin embargo, no fueron más allá. Así las cosas, y aunque México se define como un país pluricultural, las reformas constitucionales únicamente se limitaron al reconocimiento oficial de estos pueblos, dejando clara la supremacía de la Constitución y suprimiendo toda posibilidad de ejercicio pleno del derecho indígena, es decir, de una jurisdicción indígena efectiva dentro de sus territorios13.
Por este motivo, Noguera Fernández señala que no es posible hasta ahora hablar de un derecho nuevo posliberal, sino que más bien estaríamos hablando de un «constitucionalismo liberal de tercera generación» (2010: 99) o de un constitucionalismo multicultural. Otro autor que aborda el multiculturalismo y el constitucionalismo es José Ramón Cossío, quien señala las dificultades de entender estos términos debido a su ambigüedad. En cuanto al constitucionalismo, expone que puede ser entendido de diversas formas, ya sea como un ideal o como una situación imperante, o bien como una ideología; es decir, puede tener «fines valorativos o descriptivos» (Cossío, 2000: 76). Llega al extremo, incluso, de cuestionarse, con base en los postulados tanto del constitucionalismo como del multiculturalismo, en qué medida se contraponen, y de ahí su compleja articulación.
Para responder esta disyuntiva, Cossío toma como base el constitucionalismo actual, y expone que, en relación con el multiculturalismo, no es posible hallar puentes de entendimiento entre ambos. En síntesis, sostiene que la incompatibilidad deviene de dicotomías tales como: comunidad/individualidad; heterogeneidad/homogeneidad social; reconocimiento de la diversidad versus regulación y aplicación uniformes; interpretación amplia frente a interpretación basada en un solo valor, y tomar en cuenta contenidos propios de cada cultura, contra la idea de un sistema único. Finalmente, el autor señala que:
[…] mientras el multiculturalismo exige admitir la fragmentación de la sociedad y, a partir de ahí, representarse a la Constitución como la expresión de esa fragmentación, el constitucionalismo demanda representársela como la expresión de una sociedad homogénea integrada por hombres libres e iguales (Cossío, 2000: 91).
Según lo expuesto por este autor, cabría hacer algunas precisiones al respecto.
En primer lugar, a excepción de la última incompatibilidad, a nuestro modo de ver parecería que las anteriores dicotomías se acercan más al enfoque o paradigma de la interculturalidad que al multiculturalismo en sí, pues este último solo favoreció la segregación, más que la interacción entre culturas. En segundo lugar, la cita expuesta en efecto está acorde con lo que señala el enfoque multicultural, pues este, en términos sencillos, es un modelo de gestión de la diversidad que tiene como objetivo únicamente el reconocimiento de las diferencias culturales, sin intentar crear un ambiente de diálogo, interacción positiva y enriquecimiento mutuo, características propias de la interculturalidad.
El multiculturalismo en relación con los pueblos indígenas en América Latina, entonces, se vio materializado en el simple reconocimiento «oficial» de la diversidad cultural, sin más. Es decir, después de una serie de luchas y reivindicaciones finalmente se reconoció en la Constitución mexicana, en la formalidad jurídica, la existencia de estos pueblos como sectores de la sociedad, pero no fue más allá de ese simple hecho y, si bien los contempla como pueblos, al mismo tiempo pone límites al ejercicio pleno de sus derechos. En resumidas cuentas, podemos señalar que lo que se ha denominado constitucionalismo multicultural (aunque para Cossio no es posible hablar de tal) como nueva forma de Estado, y por ende como derecho nuevo, partiendo de lo que señalan los autores citados puede concluirse que esta corriente, aun cuando reconoce la diferencia, está lejos de representar un modelo o enfoque que haga posible la articulación entre el derecho estatal y el derecho indígena en una relación de coordinación, más que de subordinación.
Consideraciones finales
Después de haber hecho un breve recorrido por las teorías clásicas y contemporáneas del derecho, en particular en relación con el estado que guarda el derecho indígena, y aplicadas a un escenario como el de México, es preciso mostrar, más que conclusiones, algunas reflexiones finales, pues el tema en sí no se agota con lo expuesto. Más bien se pretende que el análisis realizado sirva como punto de arranque para estudios posteriores a modo de avanzar en la ciencia y la teoría del derecho.
Como expusimos al inicio de este texto, los pueblos indígenas en México continúan hasta hoy en día en un estado de vulnerabilidad y discriminación, y sujetos a acciones del Estado que, entre otros resultados, han minimizado el alcance de sus derechos a simplemente reconocer sus usos y costumbres.
En ese sentido, encontramos que, pese a los esfuerzos de este sector de la sociedad, manifestados en luchas y movimientos de diversa índole con el propósito de reivindicar sus derechos como pueblos, y tomando en cuenta también el derecho internacional y el auge de los derechos humanos, el reconocimiento a su derecho propio, entendido como derecho indígena, no se ha hecho efectivo en su día a día. En lo que concierne tanto a las teorías que hemos dado en clasificar como clásicas, por un lado, y las contemporáneas, por otro -y sin pretender exhaustividad ni profundidad, sino más bien con base en puntos concretos de cada una de ellas-, se observa que ninguna de ellas tiene como punto de análisis o debate contemplar otras formas de producción normativa que no sea el Estado. Por decirlo de otro modo, sus preocupaciones están enfocadas dentro del margen del Estado como único ente encargado de producir de normas, de su aplicación, de su interpretación e incluso de su alcance y entendimiento, pero en ningún momento se permite o piensa en otras formas de crear derecho.
Con lo apuntado en el presente trabajo se pretende ofrece una serie de consideraciones teóricas para comprobar nuestra hipótesis, pues, en efecto, de lo hallado es posible deducir que, aún con los esfuerzos del Estado mexicano por reconocer y hacer efectivo el derecho al derecho propio de los pueblos indígenas, una de las posibles causas por las cuales no se ha llegado a este escenario de no reconocimiento es precisamente la forma en que nos acercamos o aproximamos al derecho, es decir, cómo lo aprendemos, creamos, interpretamos y, finalmente, lo aplicamos, pues todo esto se continúa haciendo desde las posturas clásicas y contemporáneas mencionadas, las cuales parten de un reconocimiento parcial de los pueblos indígenas y tienen al Estado como único ente capaz de producir normas jurídicas. Por lo tanto, y dado que desde las posturas analizadas en este trabajo no es viable o factible pensar en una coordinación entre derecho estatal y derecho indígena, es necesario desde la teoría del derecho voltear hacia otras teorías o corrientes jurídicas de pensamiento, así como hacia otros paradigmas, para alcanzar una real articulación entre estas dos vertientes.