[L]os pequeños sacrilegios se castigan, los grandes se ensalzan como triunfos.
Lucio Anneo Séneca. Filósofo romano, siglo I d. C.
Introducción
En la Antigua Roma la costumbre de recibir con ofrendas y júbilo a los ejércitos conquistadores era todo un rito devocional, y especial importancia tenía la entrada a la ciudad del emperador, la cual era efectuada entre aplausos, pétalos de rosas, aclamaciones e implicaba varios días de fiesta. Las ceremonias públicas con el fin de celebrar los triunfos en el campo de batalla tienen su origen en la antigüedad, pero durante la modernidad europea de los siglos XVII y XVIII fueron retomadas con las particularidades propias de cada monarquía. Así, el ritual bélico se constituyó en el mundo hispano como un elemento para reafirmar la fidelidad del pueblo con el monarca y sirvió también para establecer alianzas con el poder militar y el clero; no en vano los Te Deum o «acción de gracias» en los templos eran acompañados de paseos liderados por militares, religiosos y autoridades civiles (González, 2007: 231-232).
La presencia militar en las ceremonias públicas y en los paseos cívicos no fue una dinámica extraña durante la independencia en Centroamérica, por el contrario, desde varias décadas atrás los miembros del ejército habían ganado protagonismo en el ritual político. Por un lado, las destrezas en armas legitimaban el poderío armado del Imperio español, mientras que, por otro lado, los oficiales habían demostrado su fidelidad al régimen a través de la administración del poder, pues desde las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII habían desempeñado cargos políticos, como lo demostraron Arguedas (2003a, 2003b, 2006) y Claro (2011).
Las fiestas reales en honor a las victorias militares se presentaban al público como «sucesos favorables» que la «Suprema Divinidad concedía a las Reales Armas», como muestra de que los monarcas gobernaban por derecho divino (González, 2007: 233). Estas festividades eran incentivadas a través de las reales cédulas que la Corona giraba a sus representantes por todos los rincones del Imperio con el fin de que la mayor cantidad de súbditos participasen en los ceremoniales y en las actividades de júbilo.
Los rituales públicos también servían para esclarecer aquellas incertidumbres entre las colonias, principalmente en los momentos de transición política, y de esa manera se promovía la unión al reino español, tratando que las colonias asumieran como propias las victorias militares ocurridas en Europa y asimilaran los intereses comunes del mundo hispano (González, 2000: 29). Las ceremonias, a la vez que legitimaban el poder, también eran utilizadas para mantener el orden político y social a través de la participación de los súbditos dentro de su respectivo estamento o corporación; es decir, en ellas se reproducía el orden social a través del ritual político.
En el tránsito de la monarquía a la formación de las repúblicas hispanoamericanas se consolidó la hegemonía militar, que se proyectó sobre la mayoría de las articulaciones políticas por el hecho de haberse logrado como consecuencia de encarnizadas guerras. Más allá de los espacios simbólicos y de las representaciones sociales sobre el papel de lo castrense en el prestigio individual o en las liturgias públicas, el despliegue de uniformes, armas y sangre cristalizó un modelo de vida, de valores y de presencias públicas que se mantendría por largas décadas en la historia de América Latina (Valenzuela, 2011: 186).
El estallido de las guerras de independencia implicó que la posición de los militares se alterara radicalmente y que su influencia se expandiera en forma proporcional a la naturaleza de los conflictos que revolucionaban a las colonias, lo que no solo definió el rumbo de las campañas militares, sino también el destino político y administrativo de las provincias (Andújar, 1991: 175). Las victorias en defensa del territorio otorgaron prestigio a los militares y, por tanto, al ser garantes de la defensa y seguridad de los pueblos, ello conllevó su legitimidad para regir como administradores del poder, lo que transformó notoriamente su estatus en la vida social y política.
En el Reino de Guatemala la independencia se firmó sin que sus provincias tuvieran que hacer mayores esfuerzos militares. Fue entonces cuando, durante los primeros años de vida independiente, con la instauración de nuevos proyectos políticos -como la monarquía constitucional propuesta por México y la república federal respalda por la elite liberal centroamericana-, las campañas militares se hicieron recurrentes en todo el istmo. También entonces surgieron los caudillos militares, personajes que, basándose en luchas de facciones y alianzas, tenían acceso a las altas magistraturas del poder político. Para ello era necesario justificar el papel del gremio castrense como regente del poder y protector de la nación. Las ceremonias en honor de las victorias militares empezaron entonces a jugar un papel protagónico, en tanto que servían como elementos de legitimación ritual y reproducción de un orden social basado en los valores marciales.
Los estudios sobre rituales políticos en Centroamérica han sido abordados desde el enfoque de la construcción del Estado-nación y en ellos se ha dado prioridad a la segunda etapa liberal que va de finales del siglo XIX a la primera mitad del XX.1 Sin embargo, no se ha profundizado en el período de transición que refiere al paso del Antiguo Régimen a la era independiente.
Entre algunas excepciones encontramos los trabajos de Sajid Herrera, quien ha examinado la teatralidad, los símbolos y sus significados en los rituales del final de la era colonial. Este autor apunta la participación de las corporaciones coloniales durante las ceremonias de juramento al rey -ayuntamientos, milicias, vecinos distinguidos, indios como representantes de sus pueblos, órdenes religiosas, etc.-, que mostraban la jerarquía del régimen; es decir, el ceremonial expresaba el lugar que cada quien ocupaba en el orden social (Herrera, 2013: 102). Además, analiza el retrato del rey como parte de la propaganda política empleada para dar legitimidad al monarca y cómo dicha práctica fue retomada por los mandatarios salvadoreños del siglo XIX (Herrera, 2022: 280).
Jordana Dym y Alexander Sánchez Mora, desde la óptica de la construcción de comunidades políticas, analizan los ceremoniales de juramentación a Fernando VII en el Reino de Guatemala, entre 1808 y 1810, partiendo del folleto Guatemala por Fernando VII, de 1810, de Antonio Juarros. Los primeros autores señalan que los tablados, procesiones y ceremonias religiosas permitieron a los asistentes participar en la construcción de una comunidad política, definida y coordinada por el ayuntamiento de la Ciudad de Guatemala (Dym, 2008: 73-99; Sánchez, 2017: 155-182).
Xiomara Avendaño, por su parte, aborda los ceremoniales de juramentación durante los dos períodos de la Constitución de Cádiz -1812-1814 y 1820-1823-, así como la proclamación de independencia y el juramento de fidelidad al Imperio mexicano. Destaca el protagonismo del cabildo y del clero, que eran pilares institucionales de la monarquía, encargados de la organización y planificación previa del ceremonial (Avendaño, 2018: 61). Sin embargo, los trabajos citados no profundizan en la participación del sector militar en los ceremoniales y en la política centroamericana, ni abordan cómo las dinámicas de guerra generaron una cultura política que legitimaba la violencia.
Este trabajo pretende aportar a la compresión de los siguientes fenómenos: ¿cómo el estamento militar se consolidó en las ceremonias de legitimación ritual del poder?, ¿de qué forma el culto a la personalidad y la apología a la violencia fueron parte de estas ceremonias? y ¿cómo la participación de los militares en la política permite explicar los orígenes del presidencialismo castrense que caracterizó a Centroamérica durante la época federal? Específicamente se abordan las dinámicas acontecidas en los Estados de El Salvador y Guatemala; este último gozó de mayor protagonismo durante los ceremoniales por ser la capital política y económica del istmo.
El texto se articula en dos partes: en la primera se tratan la herencia monárquica y los rituales políticos en los años inmediatos a la independencia, cuando tuvo gran protagonismo el brigadier Vicente Filísola como jefe político de Centroamérica y comandante de la División Auxiliar del Ejército Imperial Mexicano, encargado de someter a los rebeldes de la provincia de San Salvador, y en la segunda se analiza cómo los caudillos militares personificaron el poder; en este sentido, personajes como Manuel José Arce, Francisco Morazán y Rafael Carrera dan cuenta de la parafernalia y teatralidad que rodeaban tanto el culto al presidente, como sus prácticas de violencia política y centralización en la toma de decisiones.
Para este fin echamos mano de fuentes documentales del Archivo General de Centroamérica (AGCA) y del Archivo General de la Nación de El Salvador (AGN), en las que se describen las celebraciones y aniversarios de las batallas, los conflictos políticos y los actos de juramentación. También utilizamos legislaciones relacionadas con la centralidad del poder y periódicos donde se encuentran referencias a las guerras y a las acciones de violencia política.
Celebración de victorias militares: ceremonias monárquicas y gobiernos republicanos
La invasión de Napoleón Bonaparte a la península ibérica produjo una crisis de gran magnitud en los dos hemisferios del Imperio español, y el monarca Fernando VII fue obligado a depositar el poder en José I, hermano de Bonaparte. Esta crisis no tenía precedentes, pues no solo desplazaba a la familia real del poder, sino que cuestionaba la legitimidad de las monarquías absolutas. Las Cortes de Cádiz de 1810 se llevaron a cabo en medio de la invasión francesa al territorio peninsular como respuesta liberal para llenar el vacío de poder en ausencia del monarca. Simultáneamente, se hicieron también urgentes mecanismos de propaganda y legitimación de las nuevas autoridades en los pueblos de la América española (Sánchez-González, 2018: 80).
Ante este escenario, en el Reino de Guatemala se produjo una eclosión de lealtades encontradas, simuladas declaraciones de fidelidad y revueltas protagonizadas por diversos sectores sociales; este fue el caso de los conatos de violencia en San Salvador entre 1811 y 1814 (Payne, 1999; Turcios, 2011; López, 2017). Ni todos estaban seguros de vitorear al rey, como quizá lo hubieran hecho décadas atrás, ni tampoco de adherirse a las transformaciones institucionales que estaban ocurriendo bajo el régimen liberal hispano a través de las Cortes y la Constitución de 1812. De hecho, en el momento de la crisis algunos ayuntamientos consideraron que estaban en posición de determinar a quién le jurarían fidelidad en la medida en que podían reclamar «cuotas de soberanía», pues en tiempos adversos la soberanía recaía en las poblaciones del Imperio, tal como rezaba la carta gaditana (Dym, 2005: 309; Herrera, 2013: 102).
Las elites de la capital guatemalteca se mantuvieron fieles al «rey legítimo» Fernando VII, y para mantener viva la legitimidad del monarca y promover la unidad del territorio fueron construidos tablados desde donde se hacían los respectivos juramentos de lealtad (Dym, 2008: 73-99; Sánchez, 2017: 155-182). Estos actos eran manifestaciones de oposición al emperador José I, hermano de Napoleón Bonaparte y considerado un «monarca impostor». De igual modo, las manifestaciones de júbilo estaban en consonancia con el desarrollo de los conflictos bélicos y las victorias obtenidas en el Viejo Continente, que resonaban en América a través de las ceremonias públicas.
A inicios de 1813 llegó a Ciudad de Guatemala la noticia del triunfo de Rusia sobre las tropas francesas comandadas por el emperador Bonaparte, las cuales, víctimas del hambre y del frío, se habían retirado de Moscú. Ante tal novedad se mandó que los ediles de los pueblos cercanos a Ciudad de Guatemala realizaran tres días de iluminación, salvas de artillería frente a los templos y sostenidos repiques de campanas. Este júbilo comenzó por una solemne misa de acción de gracias, con presencia de todas las autoridades civiles, religiosas y militares, además de los representantes de otras corporaciones. Las principales celebraciones se realizaron en la capital guatemalteca y en las ciudades cabeceras de las intendencias, como San Salvador.2
Durante el breve período absolutista de Fernando VII -1814-1820-, la Corona trató de promover la unidad de sus territorios a través de ceremoniales en los que los reales ejércitos tenían un papel protagónico puesto que los militares encarnaban los valores promovidos por los borbones -obediencia, lealtad y disciplina-, esto con el fin de crear lealtades en ambos lados del Atlántico. Aparejado a ello se desarrollaba la campaña militar de reconquista de los territorios, pero los sueños del monarca se vieron frustrados porque la rebelión de Rafael Riego puso fin al absolutismo en 1820 (Costeloe, 2010: 110).
En Centroamérica, con la declaración de independencia llegó también el proyecto de anexión al Imperio mexicano propuesto por Agustín de Iturbide, lo que generó una división de intereses en la región, pues la capital guatemalteca aceptaba la anexión mientras que la ciudad de San Salvador la rechazaba; esta última apostaba por un gobierno republicano y representativo en lugar de por una monarquía constitucional.
Este conflicto de intereses provinciales condujo a una guerra entre ciudades a inicios de 1822. Las tropas de San Salvador resistieron por algunos meses el asedio de las guatemaltecas, y en este marco el emperador Iturbide envió al brigadier Vicente Filísola como nuevo jefe político de Centroamérica. El 9 de febrero de 1823, Filísola, al frente de una división del Ejército Imperial Mexicano, sitió San Salvador y tomó la ciudad por la fuerza (Vázquez, 2009: 239). Sin embargo, a mediados de marzo en México ocurrió una rebelión que depuso al emperador Iturbide, por lo que Filísola se vio obligado a regresar a Ciudad de Guatemala.
Ante la noticia de la victoria militar de Filísola sobre los rebeldes de San Salvador, el ayuntamiento de Guatemala encomendó a José María Castilla y a Mariano Aycinena, miembros prominentes de la elite de aquella capital, que organizaran una ceremonia para recibir al brigadier, con un acto propio de un conquistador.
Según el informe de los gastos realizados para el ceremonial de recibimiento a Filísola, el acto tuvo lugar la primera semana de marzo de 1823 y se encargó la impresión de 750 papeletas de combites para ser entregadas a las principales familias y corporaciones de artesanos, así como a miembros del clero, escuelas, comunidades indígenas de la capital, etc., para que enviaran a sus representantes al acto que tendría lugar en la plaza central y en los salones del ayuntamiento. Además, se construyó un tablado en el que trabajaron durante dos días 16 indígenas que recibieron dos reales y medio cada uno. El tablado estaba engalanado con luces y símbolos de la monarquía mexicana.3
Los miembros del cabildo, junto con los religiosos y representantes de las corporaciones, salieron en comisión para recibir en la entrada de la ciudad al ejército imperial y a su comandante, se ordenó que se pusieran colgaduras y luces en las casas por donde pasarían las tropas y, una vez en la plaza, tomaron asiento las autoridades para presenciar un espectáculo «propio del día»: las milicias de Guatemala hicieron honores a los oficiales del ejército imperial. Posteriormente, el banquete tuvo lugar en la casa capitular -ayuntamiento-.4
El éxito del ejército mexicano sobre las tropas de San Salvador convirtió a Filísola en un personaje útil a los intereses de la elite guatemalteca porque garantizaba el orden político y militar para que la Ciudad de Guatemala continuara dominando la región sobre aquellas elites provinciales. En ese contexto de disputas entre facciones políticas, las ceremonias públicas servían para dar legitimidad a los diferentes proyectos gubernativos, en este caso a la monarquía constitucional que defendían los guatemaltecos.
Pero esta no fue la única victoria militar que se celebró en la capital de Centroamérica pues, luego de recibir noticias del sur que informaban del triunfo de Simón Bolívar sobre las tropas realistas, el 18 de noviembre de 1824 se realizaron salvas de artillería y sostenidos repiques de campanas.5 De igual modo, a finales de diciembre del mismo año se celebró la batalla de Ayacucho del 9 de diciembre, en la cual las tropas al mando del mariscal Antonio de Sucre derrotaron a los últimos reductos de los ejércitos españoles, evento que consolidó la independencia de las provincias de Suramérica.6
Algo similar ocurrió en 1825 cuando, en su correspondencia del 2 de enero, el ministro de relaciones centroamericano radicado en México informó al jefe de Estado de Guatemala que en el castillo de San Juan de Ulua, Veracruz, las tropas mexicanas habían derrotado a los reductos de los ejércitos realistas y que, por tal victoria, en solemnidad Centroamérica debía mandar hacer manifestaciones de júbilo y declarar tres días de fiesta.7
Días más tarde, el 6 de febrero, el Congreso federal de Centroamérica instalado en esa misma fecha (Montúfar, 1934: 78) acordó realizar una ceremonia cívica para reconocer la independencia del Perú, en la que se rindieron honores a las figuras de Sucre y al ya para entonces llamado «libertador», Simón Bolívar.8
No cabe duda de que el proceso de independencia fortaleció la figura de los caudillos en la América hispana. Estos eran personajes que encarnaban una mezcla de popularidad y de personalidad autoritaria y que poseían gran magnetismo y capacidad de retórica, así como bravura y audacia; sus seguidores los apoyaban, pero a la vez les temían porque a veces demostraban benevolencia, pero en otras ocasiones manifestaban una violencia radical (Lynch, 1993: 22; Safford, 1991: 72). Por otro lado, el caudillismo como fenómeno de la cultura política hispanoamericana conectaba el accionar político de individuos con el de grupos sociales, lo que manifestaba la rebeldía popular y atribuía capacidad de negociación política a ciertos actores para poner límites a sus líderes como administradores del poder, además de que les ofrecía la posibilidad de concretar agendas políticas acordes con intereses comunes (Fradkin, 2006: 187).
El gobierno republicano retomó el modelo de propaganda y de legitimación política utilizado por la monarquía española, por lo que daba continuidad a una estructura social de corte estamental que se contradecía con las nuevas legislaciones en las que se hablaba de la igualdad jurídica de la ciudadanía. Así como en el pasado colonial las salvas de artillería y los honores realizados por los reales ejércitos demostraban el poderío armado del Imperio español y daban legitimidad al monarca, en los primeros años de la era independiente, en medio de ese tránsito entre el Antiguo Régimen y la modernidad, las armas continuaron figurando como una manifestación del poder político y de la legitimidad de las nuevas autoridades, lo que queda reflejado en el juramento a la Constitución del Estado del Salvador de 1824.
Dicha Constitución se promulgó el 12 de junio y el 4 de julio fue juramentada. En el ceremonial, que tuvo lugar en la plaza de armas de San Salvador, se hicieron presentes los cuerpos militares del Estado, que en número de mil hombres formaron e hicieron salvas de artillería, mientras que el saludo y los honores estuvieron a cargo del Batallón de Infantería, el Escuadrón de Dragones y la Milicia Cívica de San Salvador. Al salir de la misa en la iglesia principal de San Salvador, los miembros del Congreso estatal fueron custodiados por una escolta militar hasta que tomaron asiento en el tablado de la plaza, donde se llevó a cabo la juramentación a la carta magna. Las milicias cívicas rindieron formación y honores a la bandera estatal, hasta que terminó el acto y acompañaron a los miembros del Congreso en su retirada.9 De esta forma se tejía y consolidaba el vínculo entre la instauración del poder político y la legitimidad que daban las milicias al sistema republicano. Los militares en los ceremoniales de este tipo tenían un papel protagónico y sus comandantes ganaban poder en la palestra política al ser considerados garantes de la seguridad y promotores de disciplina y patriotismo.
En esos primeros años de vida republicana algunos militares aprovecharon su condición para buscar llegar a altos cargos por la vía de las armas. Ese fue el caso del sargento Ariza y Torres, capitán de granaderos del Batallón Fijo de la Ciudad de Guatemala, quien en dicha capital en septiembre de 1823 lideró una rebelión con el objetivo de ser reconocido como comandante general de armas. Luego de varios hechos de violencia en los cuales murieron los diputados de la Asamblea Andrés Córdova y Miguel Prado, las autoridades, con el fin de evitar más derramamiento de sangre, decidieron acceder a los deseos de Ariza, y este fue juramentado como comandante general, cargo en el que permaneció poco tiempo. En vista de que las tropas bajo su mando desertaban y que batallones de las demás provincias iban en auxilio de la Asamblea, tanto Ariza como sus cómplices solicitaron ser retirados de sus cargos y huyeron para salvar la vida (Marure, 1877: 99-109).
No obstante, pese a la funesta imagen que dejó la facción de Ariza, el ambiente de guerra demandaba seguridades en la población, lo que llevó a que otros militares fueran electos como administradores del poder. En la mayoría de las ocasiones este fenómeno se explica como una estrategia para garantizar seguridad ante determinada facción política.
En diversos testimonios -incluyendo el del coronel Manuel Montúfar, que era amigo cercano de Vicente Filísola- se afirma que varios miembros de la Asamblea Nacional Constituyente de Centroamérica pertenecientes a la facción llamada «moderados», se esforzaron por incluir al brigadier mexicano en el poder ejecutivo de Centroamérica. Ante tal iniciativa la otra facción, los «fiebres», reaccionaron de manera contundente, y en la sesión secreta del 7 de julio de 1823 impusieron el criterio de que los aspirantes a la primera magistratura debían haber nacido y «tener residencia de siete años en el territorio que comprende el Reyno de Guatemala», así como gozar del «concepto público» y haber acreditado su adhesión «al sistema de verdadera libertad y su amor al país» (Montúfar, 1934: 62). Días después Filísola pidió ser relevado como jefe político y el 3 de agosto partió hacia México en compañía de las tropas imperiales (Vázquez, 2009: 264).
Por su parte, Manuel José Arce, quien fue líder de la resistencia armada de San Salvador contra la anexión a México, fue elegido miembro de los dos triunviratos que se hicieron cargo del poder ejecutivo de Centroamérica. El primer triunvirato se designó en julio de 1823, y en él Arce estaba acompañado por el médico guatemalteco Pedro Molina Mazariegos y un comerciante de San Vicente llamado Juan Vicente Villacorta Díaz (Bonilla, 1999: 219-221; 2021: 200). El segundo fue electo el 4 de octubre y estaba integrado por Arce, José Cecilio del Valle y Tomás O’Horán; no obstante, Arce y Valle, por encontrarse fuera de suelo centroamericano, fueron sustituidos por José Santiago Milla y José Francisco Barrundia (Montúfar, 1934: 65).
En abril de 1825 hubo una reñida elección presidencial entre Arce y José Cecilio del Valle. El voto popular se decantó por Valle, pero este no alcanzó la mayoría absoluta, además de que algunos votos no fueron aceptados. Dado que se necesitaba una mayoría del número total de votos, la elección pasó al Congreso federal, el cual se inclinó por Arce, en un proceso en el que se ha señalado la influencia de su tío, José Matías Delgado, y de otros políticos de San Salvador (Pinto, 1987: 66; Bonilla, 2000: 82). La presidencia de la federación fue asumida por Arce, quien al mismo tiempo ocupó la comandancia del ejército federal.10
De esta forma, los militares no solo gozaron de protagonismo en los ceremoniales políticos, sino que lograron acceder a las altas magistraturas del poder como consecuencia de las redes clientelares, de las luchas de facciones políticas y del ambiente de guerra; este último punto lo evidencia la guerra civil que se desarrolló en Nicaragua en 1825. Como apunta Charles Tilly, el conflicto social generó un contexto que demandaba garantizar la protección de los intereses de las elites y la seguridad del territorio, dinámica en la cual los militares se convirtieron en regentes del poder (Tilly, 2007: 5). Por su parte, John Lynch afirma que, ante la ausencia de un monarca, los nacientes Estados latinoamericanos encontraron en los caudillos militares las figuras políticas para forjar las nuevas repúblicas (Lynch, 1993: 23). Pero estos liderazgos no deben considerarse como fenómenos individuales, sino como procesos sociales. Al respecto, Raúl Fradkin señala que por debajo de un caudillo había toda una estructura de mediadores y emisarios que reclutaban seguidores y que hacían posible su liderazgo, en una dinámica social que no solo contemplaba exigencias y mandatos de arriba hacia abajo, sino también planes, aspiraciones y expectativas de abajo hacia arriba (Fradkin, 2005: 184).
La personificación del poder: culto al presidente y legitimación del vencedor
Los ceremoniales también fueron escenario de conflictos derivados de las rivalidades entre facciones políticas. Existían principalmente dos corrientes en disputa cuya principal diferencia radicaba en la forma de entender y aplicar el liberalismo. Por un lado, se encontraban los «moderados», que defendían transformaciones liberales pacíficas, ordenadas y profundas, siempre respetuosos de las libertades ciudadanas y, por otro lado, los llamados «fiebres», que pretendían un cambio acelerado hacia el progreso, a veces con tendencias absolutistas que centralizaban el poder y sacrificaban las libertades en aras de consolidar las reformas liberales (Bonilla, 2000: 85; Alda, 2001: 119).
Dichos conflictos tuvieron como actores a los encargados del poder ejecutivo, quienes buscaban el protagonismo para sí. Cada 24 de junio se realizaba una función cívica en Ciudad de Guatemala para conmemorar la formación de la Asamblea Nacional Constituyente de 1823. Para el segundo aniversario, en 1825, el gobierno federal envió invitaciones para que asistieran a una solemne misa de acción de gracias en la catedral a todas las autoridades civiles, eclesiásticas y militares de la capital incluyendo al jefe de Estado de Guatemala, Francisco Barrundia, y a su subalterno, el jefe político departamental Gregorio Salazar. Barrundia, de acuerdo con la Asamblea estatal, mandó a Salazar que desobedeciera las órdenes de Arce y que los empleados del Estado celebrasen su función cívica por separado en la iglesia de Santo Domingo. En respuesta, el Congreso federal exhortó a Arce que hiciese cumplir la ley. Hubo quienes argumentaron que había desacuerdo por la disposición jerárquica de las personas en el interior de la iglesia, donde se dio excesivo protagonismo al poder federal, lo cual solo fue un pretexto para manifestar la oposición a Arce (Marure, 1877: 218).
El presidente federal tomó la actitud de las autoridades estatales como un ataque personal e hizo intervenir al ejército, que envió piquetes de tropa para obligar a los funcionarios a asistir. Hubo varios arrestos y actos de violencia, por lo que desde entonces las ceremonias se volvieron tensas, de tal modo que durante el resto de la administración de Arce el poder federal y los gobiernos estatales realizaban sus ceremonias por separado (Marure, 1877: 219). Más tarde Arce emprendió medidas para centralizar la toma de decisiones y reducir las facultades de los Estados.
En la elección legislativa de 1826 la facción opuesta a Arce ganó la mayoría de los diputados del Congreso federal, lo que llevó a constantes roces porque el poder legislativo se resistía a aprobar las solicitudes del ejecutivo. En octubre de ese año, Arce emitió un decreto ejecutivo por medio del cual disolvió tanto el Congreso, como el Senado, y convocó a un nuevo Congreso federal para reunirse en Cojutepeque (Monterrey, 1996: 157). Con esa decisión Arce violaba el orden constitucional y buscaba establecer un parlamento acorde a sus intereses para crear un sistema centralizado que redujera la autonomía de los Estados.
Políticos guatemaltecos como Mariano Gálvez y Juan Francisco Barrundia se opusieron a esa medida. Los gobiernos de El Salvador y Honduras también rechazaron el decreto y se situaron en contra del gobierno federal, al grado de declararle la guerra a Arce y buscar deponerlo de la presidencia. Así, la violación al pacto federal que Arce llevó a cabo fue una de las causas que llevaron a la guerra federal en 1826. Otras motivaciones de la contienda fueron la lucha por los recursos fiscales, el desorden institucional provocado por el faccionalismo político y la hegemonía de Guatemala sobre los demás Estados (Taracena, 2015: 144).
A pesar del ambiente de conflicto, las estrategias de legitimación y las ceremonias continuaron siendo parte de la política centroamericana. En abril de 1829 la rebelión encabezada por Francisco Morazán depuso al gobierno de Arce, pero el caudillo hondureño, al asumir el poder por la vía armada, necesitaba urgentemente mecanismos para legitimarse, por lo que sin pérdida de tiempo mandó conmemorar sus victorias militares, en las que se justificaba la guerra como violencia legítima, necesaria para restablecer el orden constitucional. Dicha violencia legítima debe ser entendida como la forma institucionalizada del poder que reclama para sí el monopolio de la fuerza y la coacción (Bobbio, 1982: 199; Gallego, 2003: 84). Esta estrategia de propaganda del poder fue acompañada de elecciones, tras las cuales Morazán fue nombrado presidente de forma constitucional.
El 4 de julio de 1829 el poder federal dio instrucciones al jefe político de Guatemala para que el día 6 del mismo mes se conmemorara la batalla de Gualcho, ocurrida en 1828 en el oriente salvadoreño. Desde muy temprano iniciaron los festejos con salvas de artillería, sostenidos repiques de campas y un solemne Te Deum en la catedral, además de banquetes y otras diversiones.11 En 1830 se realizó un acto similar en conmemoración de la toma de la plaza de Guatemala, ocurrida 12 de abril del año anterior, por parte de las tropas del Ejército Aliado Protector de la Ley. En esa oportunidad se mandaron invitaciones para que asistieran al evento todas las corporaciones de la ciudad, además de los religiosos y representantes de las comunidades indígenas cercanas a la capital.12
Morazán retomó con mayor ímpetu que su antecesor el culto personalista que en tiempos coloniales se rendía al rey, esto a pesar de que la Asamblea Nacional Constituyente de 1823 eliminó los honores y pleitesías, pues el Reglamento Provisional de la Fuerza Cívica rezaba «los militares no harán guardia de honor a ninguna persona, por distinguida que fuera, y solo recibirán órdenes del jefe de dicho cuerpo militar, siempre que éste se hallase en servicio, los honores se reservaban a la Majestad Divina».13
Sin embargo, en la práctica el ritual monárquico que se realizaba para los representantes del rey se transformó en un protocolo para legitimar a la cabeza del poder político, principalmente al presidente de la federación, quien también ejercía como comandante del ejército federal. Pruebas de esta dinámica fueron los actos de recibimiento cuando entraba a las ciudades.
La municipalidad de Guatemala para solemnizar la llegada a esta capital del Benemérito Libertador Francisco Morazán, electo presidente de la República ha dispuesto hacerle un recibimiento de música, y cuyo gasto según el presupuesto formal podrá importar 500 pesos […] la municipalidad no tiene más objeto que dar pruebas de reconocimiento de parte del pueblo de Guatemala, al caudillo que supo sacarlo de la opresión en que vivía.14
El documento en el que se encuentra la cita previa fue firmado por las autoridades de la municipalidad de Ciudad de Guatemala -José Antonio Aragón, Claudio Garrido y el administrador Juan Matheu-, quienes pedían al Supremo Gobierno Estatal autorización para utilizar los fondos mencionados. Detallaban que la municipalidad no poseía en sus arcas dicha cantidad, para lo cual solicitaban que el Consejo Representativo del Estado de Guatemala -poder legislativo- erogara los fondos. Con ello se demuestra que estas ceremonias eran una prioridad y que no se limitaban los gastos para rendir honores al presidente.
El Consejo Representativo cree que este gasto lo dicta el merecido reconcomiendo y gratitud, que tan justamente se le debe a este Benemérito Libertador. En este concepto tuvo a bien acordar: Que el Supremo Gobierno pueda dar su aprobación para que se haga el indicado gasto.15
Existió un intento de construcción semántica por parte de los seguidores de Morazán para promover su figura como un héroe, para lo cual justificaban sus abusos de poder y las prácticas de irrespeto a la Constitución federal. Por ejemplo, utilizar un lenguaje honorífico con palabras como «benemérito» y «libertador» para denominar a Morazán sirvió para dar legitimidad a las acciones que este emprendió durante la rebelión que depuso el gobierno de Arce. Así se justificaban las acciones violentas contra sus enemigos políticos y religiosos, considerando que algunos de ellos murieron en la contienda bélica y que otros fueron exiliados y se les confiscaron propiedades, las cuales luego fueron subastadas (Arce, 1830: 309; Chamorro, 1951: 267).
Durante el acto de recibimiento que tuvo lugar el 20 de septiembre de 1830 en Ciudad de Guatemala, la entrada de Morazán fue acompañada por carruajes y corceles engalanados con adornos, colores y emblemas alusivos a la república federal; además, el paseo contó con música de orquesta. Para ese ceremonial se mandó confeccionar una alfombra de terciopelo, de 12 varas y media de largo, que se colocó en la entrada del salón principal de la municipalidad, así como 34 cortinas que sirvieron para adornar las ventanas del salón donde tuvo lugar el baile. Colgaduras y listones celestes engalanaron el recinto. También, se imprimieron 200 convites para el baile y 300 carteles que se colocaron en los alrededores de la ciudad para anunciar el recibimiento del presidente.16
En cuanto al banquete, se compraron dos cajas de vino «Burdeus» y dos de «Champagne» para el brindis en honor del presidente. La fiesta tuvo como principal atracción el baile en el salón principal de la municipalidad, donde una orquesta interpretó melodías durante la noche y se disfrutó de un espectáculo de fuegos artificiales. El informe de gastos señala que se contrató a varios indios, los cuales trabajaron siete días limpiando y adornando los dos salones de la municipalidad donde tuvieron lugar el baile y el banquete.17
En esa época todavía se deja ver la influencia barroca en los ceremoniales, que tenían elementos propios de la cultura colonial de las elites criollas y peninsulares, como la estética caracterizada por su elegancia y extravagancia (Martin, 1991: 123). Si bien en el Antiguo Régimen existían tres tipos de fiestas cívicas -celebraciones de la muerte de los monarcas, celebraciones eclesiásticas y celebraciones de lealtad (Valenzuela, 2011: 180)-, las últimas fueron, por mucho, las que mayor continuidad tuvieron en la época independiente, pues se trasformaron en ceremonias de lealtad a la nación mediante la conmemoración de fechas fundacionales como la independencia. Conviene señalar que durante la primera mitad del siglo XIX no existía una división clara entre el ámbito religioso y el civil, por lo cual ambas esferas fueron agentes protagónicos de las fiestas cívicas.
El poder político en manos de los criollos hizo que rápidamente se retomaran las ceremonias de fidelidad como estrategias propagandísticas para proclamar el apoyo a las autoridades y al proyecto político en marcha y para que los ciudadanos se identificaran con sus líderes, quienes eran considerados gobernantes legítimos y en algunos casos se les llegaba a llamar héroes. Para Voisenat, una figura se denomina heroica si sus acciones y principios encarnan los ideales de una comunidad (Centlivres, Fabre y Zonabend, 1999: 9), en este caso los intereses de determinada elite política y económica. Por tanto, la figura del héroe se comienza a construir a través de la mirada de los espectadores como una figura central del imaginario que tiende a abolir la frontera entre la realidad y la ficción (Lacaze, 2018: 35).
En 1832, el conflicto entre el poder federal y el Estado salvadoreño por diferencias en cuanto a las facultades de cada poder y al respeto a la autonomía estatal llevó a que Morazán decidiera invadir militarmente El Salvador; sostuvo así una guerra que dio como resultado la deposición del jefe de Estado José María Cornejo (Montúfar, 1878: 342; Chamorro, 1951: 337). Para Woodward, las guerras federales no dieron lugar a Estados fuertes, sino a jefes militares autoritarios que controlaban ciertas regiones, zonas con precariedad económica y altos niveles de conflictividad social como resultado de la militarización de la sociedad (Woodward, 2002: 286).
Luego de derrotar a Cornejo, Morazán retornó a Ciudad de Guatemala, donde fue recibido como un conquistador. La narración del evento demuestra que el teatro del poder continuó siendo un instrumento utilizado para justificar entre la población las acciones de violencia y represión ejercidas por el presidente federal contra quienes eran considerados enemigos de la nación centroamericana.
Según la descripción del ceremonial, la garita de San José Pínula, por donde entró el ejército federal, fue adornada con cortinas y ramajes. Llegaron a dicha garita un representante del Senado, otro de la Corte de Justicia y el comandante e inspector del ejército, además de autoridades del Estado de Guatemala. Asimismo, se enviaron invitaciones a los líderes de las corporaciones para que asistieran a caballo y formaran parte de la comitiva que recibiría al presidente.
Las guarniciones tanto del ejército estatal como del federal se formaron en la calle principal haciendo una valla que terminaba en el palacio de gobierno. En el momento que se vio a Morazán y a sus tropas aproximarse por el horizonte inició un sostenido repique de campanas en la iglesia del Calvario, seguido por salvas de la artillería que estaba ubicada en la plaza central de la ciudad. En la calle llamada El Tránsito, que conduce desde la iglesia del Calvario hasta el palacio de gobierno, se colocaron adornos, colgaduras y arcos triunfales «como muestra de gratitud y reconocimiento de la población capitalina». Por medio del ministro de relaciones y del jefe político departamental se enviaron convites a las municipalidades y a las autoridades de justicia cercanas a la capital para que concurrieran con sus atabales y participaran en el acto en honor al presidente.18
En el palacio de gobierno se adornó el salón principal, donde se colocaron los asientos según «la jerarquía de costumbre». En el dosel se encontraba el vicepresidente, que ejercía como máxima autoridad política en funciones,19 a la derecha estaba el presidente recién llegado, a la izquierda el ministro mexicano y a la derecha del presidente el secretario de Relaciones. Los demás asientos fueron ocupados por el secretario de la legación mexicana y los jefes de sección del gobierno. Entre estos últimos había asientos destinados al jefe de Estado de Guatemala y a miembros del Senado y de la Suprema Corte de Justicia, quienes habían acompañado al presidente desde su recibimiento en la garita. Según la narración del acto, luego de que todos tomaran asiento el secretario del Estado y los jefes de sección «felicitaron al ciudadano presidente por la felicidad y buen éxito de la campaña que tantos resultados gloriosos y útiles deberán traer».20
Posteriormente, las autoridades se dirigieron en comitiva a la catedral para presenciar un Te Deum o «acción de gracias». Las tropas se formaron desde el palacio hasta la catedral rindiendo honores a las autoridades. Finalizada la participación del clero, las autoridades retornaron al palacio, donde el secretario de Estado pronunció las siguientes palabras: «De orden del Gobierno Nacional de Centroamérica ós anuncio la Paz, recobrada por el patriotismo y el esforzado brazo del General Presidente»; luego se tocó una campanilla, que anunciaba la conclusión del acto. Al día siguiente hubo un banquete en honor del presidente y se distribuyó una suma de dinero entre los jefes de los cuerpos militares para que colocaran adornos e iluminaciones en los cuarteles, donde la población de cada localidad haría banquetes y bailes para los soldados del ejército federal.21
Las actividades de este tipo en el marco de los ceremoniales inciden en la política moderna, puesto que hacen concordar los placeres con el adoctrinamiento, además de que son el vehículo ideal para la dramatización de los mitos y símbolos del poder. Asimismo, marcan las transiciones en la jerarquía política, difunden las creencias de la legitimidad, estructuran las identidades colectivas y legitiman el uso de nuevos lenguajes políticos y títulos honoríficos (López, 2005: 65).
Los nombramientos y distinciones a los mandatarios fueron otra forma de dar legitimidad a un modo de gobierno de corte autocrático y presidencialista, como lo deja ver la administración de Morazán. Luego de derrocar al gobierno de Arce, el 21 de abril de 1829 la Asamblea del Estado de Guatemala mandó que se le condecorara con una medalla, siendo presidente de dicho cuerpo el general Nicolás Espinoza, amigo cercano de Morazán. Según el decreto, su nombre debía aparecer precedido del título de «Benemérito». Algunos autores señalan que Morazán declinó los honores que le confirió el Estado de Guatemala (Calix, 2022).
El 7 de junio del mismo año fue condecorado por el Congreso federal, que era presidido por José Antonio Alcayaga, otro liberal cercano a Morazán. Además tuvo reconocimientos de otras autoridades guatemaltecas, primero de Juan Barrundia, jefe de Estado de Guatemala, y luego de su sucesor, Mariano Gálvez.
Asimismo, el 11 de octubre de 1834 la Asamblea Ordinaria del Estado de El Salvador concedió al «ciudadano Francisco Morazán el título de General del Ejército y el de Benemérito de la Patria». La Asamblea Legislativa del mismo Estado, el 29 de mayo de 1839 «da al Benemérito de la Patria, General Ciudadano Francisco Morazán, las más expresivas gracias por sus heroicos esfuerzos y servicios tan positivos en las acciones de Las Lomas y de El Espíritu Santo». Pese a que el proyecto federal fracasó de manera definitiva en 1839, Morazán continuó gozando de cierto protagonismo. El 15 de julio de 1842, tras derrocar al jefe de Estado costarricense, Braulio Carrillo, la Asamblea Constituyente de ese Estado declaró a Morazán «Libertador de Costa Rica» y el 3 de agosto se imprimió y publicó el decreto en el que constaba esa designación para conocimiento del pueblo (Calix, 2022).
Previamente el gobierno republicano había promulgado la igualdad jurídica entre sus habitantes, y la Asamblea Nacional Constituyente de Centroamérica del 23 de julio de 1823 había abolido todos los tratamientos de majestad, alteza, excelencia, señoría, etc., además de la distinción de «don», de tal modo que en adelante las autoridades, corporaciones y empleados públicos debían ser nombrados únicamente con el título que les diera la ley o el empleo que ejercieran. Fue por eso por lo que los nombramientos y distinciones de «benemérito» y «libertador» suponían el establecimiento de una nueva jerarquía política y social (Menéndez, 1856: 116).
Por otro lado, los ceremoniales y la forma de rendir honores no cambiaron mucho entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Aunque hubo un intento de las elites gubernativas por imponer las normas neoclásicas del «buen gusto» y una mayor sobriedad, tanto en la arquitectura de los edificios públicos como en las manifestaciones de los cultos religiosos y políticos, en la práctica la mayoría de las capitales latinoamericanas conservaron su aspecto de ciudades barrocas hasta la segunda mitad del siglo XIX. La sociedad urbana siguió participando de toda una serie de dinámicas corporativas que incluían numerosas actividades culturales, y se llevaban a cabo en todo el espacio ciudadano una profusión de fiestas y procesiones sobrecargadas de símbolos, alegorías e imágenes que tenían como fin legitimar el poder y el nuevo orden social (Costeloe, 1975: 18-33). Las fiestas se continuaron desarrollando principalmente en los grandes centros urbanos, es decir, en las cabeceras de las provincias (Marchena, 2005: 109).
Conviene tener claro que las manifestaciones de júbilo para dar legitimidad al gobierno federal no significaban que dicho modelo de gobierno se fuera consolidando; por el contrario, en 1840 el proyecto federal era inexistente y la capital, Ciudad de Guatemala, se encontraba en crisis a causa de las constantes campañas militares. El rechazo popular a las reformas liberales abrió las puertas a una facción moderada, con tendencia a establecer alianzas con la elite conservadora y el clero, la cual estaba encabezada por Rafael Carrera y su ejército (Connaughton, 2021: 585). En un último intento por reactivar la fallida federación, Morazán pretendió invadir Guatemala en marzo de 1840, pero el 19 del mismo mes fue derrotado por el ejército de Carrera, que lo obligó a regresar a El Salvador, donde días más tarde se embarcó hacia el exilio.
Carrera, como hijo de su tiempo, había aprendido la importancia de las funciones cívicas para crear lealtad en un conglomerado, así que sin demora hizo que la municipalidad de Ciudad de Guatemala mandara invitaciones para que el 22 de marzo por la mañana se presentaran en la catedral todos los funcionarios públicos, artesanos, religiosos, militares y miembros de otras corporaciones para participar en una «misa de acción de gracias por la protección que la Divina Providencia dispensó al Estado los días 18 y 19 recién pasados, en que fueron repelidos los ejércitos dirigidos por el Gral. Francisco Morazán».22 Posteriormente hubo una ceremonia en la plaza principal para homenajear al general Rafael Carrera y a las tropas que participaron en la defensa de la ciudad.
La derrota de Morazán se convirtió en una celebración anual que el gobierno de Carrera se encargó de perpetuar. Dicha ceremonia sirvió como estrategia ritual, pues la victoria militar se presentaba como muestra de que la Divina Providencia favorecía la administración de Carrera como gobierno legítimo, es decir, implicaba la legitimación del vencedor.
Para el primer aniversario, en 1841, la ceremonia se llevó a cabo el 19 de marzo. Se construyeron varios arcos triunfales en las entradas de la ciudad y frente al cabildo, por donde pasaría el ejército estatal, y además se pusieron varios faroles en las calles principales para iluminarlas por las noches. Frente al cabildo hubo quema de fuegos artificiales para entretenimiento de la concurrencia, y se imprimieron 200 papeletas para invitar al acto solemne y al banquete. Asimismo, el cabildo se encargó de mandar mozos a caldear los portales y las fachadas de los edificios públicos para engalanar la ceremonia, y varios mozos y carpinteros trabajaron desde el día 16 para construir y adornar carruajes y portales.23
En 1842, dicha fiesta en honor al triunfo de Carrera sobre Morazán se pasó del 19 de marzo al 7 abril, ya que la primera fecha coincidía con la visita general a las cárceles que realizaban anualmente las autoridades políticas y el clero.24 Para 1843, la celebración se hizo oficial y se extendió a todo el Estado, y en un decreto legislativo se señaló que todas las autoridades civiles y militares de la capital debían presentarse en la catedral para la misa solemne, mientras que en las cabeceras de los departamentos la misa tendría lugar en las iglesias principales y las municipalidades eran las encargadas del protocolo, de hacer las demostraciones de júbilo y también de organizar las diversiones:25 «La corporación municipal se encargará de los regocijos y demostraciones del caso, que son debidos al pueblo en semejantes ocasiones, especialmente en esta capital, que en virtud de dicho suceso fue librada de su ruina y destrucción».26
Las estrategias de Carrera y de Morazán de recordar a través de ceremonias anuales sus triunfos militares no eran nada nuevo, sino parte de la herencia del Antiguo Régimen, cuando las fiestas en honor de los ejércitos españoles y sus victorias daban legitimidad al monarca y se asumía sin más que dichas victorias eran muestra de que contaba con el favor divino para gobernar. En la misma lógica, estos mandatarios decimonónicos pretendían legitimar su régimen. Por ello, el tránsito entre el Antiguo Régimen y la modernidad fue constantemente matizado con readecuaciones y nuevos significados de las prácticas heredadas.
Para Annick Lempérière, en la primera mitad del siglo XIX existió un antagonismo entre dos proyectos: una «República barroca» y una «Nación moderna». El término «barroco» no solo sirve para calificar las formas híbridas que revistieron las instituciones políticas y la actuación de los gobernantes, quienes trataban de conciliar los requisitos de la organización del Estado liberal con las resistencias de una sociedad todavía corporativa; también se emplea para subrayar la permanencia y el vigor de toda una herencia monárquica y católica en las primeras décadas de vida independiente (Lempérière, 2005), es por eso que persiste el uso de la fe cristiana para legitimar al poder político. Todo el conjunto de prácticas culturales y valores políticos, asociados a creencias y lealtades antiguas que habían sido las de la América hispana en los afanes modernizadores del reformismo borbón, fueron transformados de acuerdo con los intereses de los líderes que defendían proyectos republicanos y gobiernos autocráticos.
Consideraciones finales
La legitimidad de un sistema político no descansa solo en la justificación racional de su estructura de gobierno o en un sistema de elecciones, sino que requiere también de la producción de imágenes, de la manipulación de símbolos y de su ordenamiento en un calendario ceremonial (Balandier, 1994: 18). Por tanto, el ritual político echa mano de montajes escenográficos, del despliegue de rituales públicos para expresar las posiciones políticas, así como de los valores morales y cívicos propios de la elite gubernativa.
En Centroamérica el ritual político ha estado presente en los procesos de transición, en los que se buscaba dar legitimidad a una nueva jerarquía social y política; en concreto, los rituales políticos fueron elementos cruciales durante la transición entre legitimar al Imperio español y a un gobierno republicano, este último con fuertes tendencias centralistas.
La urdimbre de símbolos y rituales que se propagaron en la esfera pública sirvió para moldear los imaginarios colectivos con el objeto de transformar las opiniones y los sentimientos de los espectadores, así como para construir representaciones de su presente, de su pasado y de su futuro a través de la fiesta y la solemnidad (López, 2005: 62).
Todos los sistemas políticos por los que transitó Centroamérica -monarquía absoluta o constitucional, república federal o centralista- se componían de una esfera simbólica en la que era promovida la integración social, la cual se lograba a través de la exaltación de los valores y las normas que correspondían a los ideales de la elite en el poder; por eso, no resultó extraño que allegados a Arce, Morazán y Carrera promovieran acciones propagandísticas en las que exaltaban la participación militar de sus líderes para justificar sus acciones, las cuales muchas veces iban en contra del orden constitucional. En ese sentido, los rituales sirvieron para crear representaciones sociales de lo que era justo, del bien común, de los elementos que representaban la nación, del uso de la violencia y de lo que era un gobierno legítimo.
Las victorias militares eran, por mucho, las celebraciones que mayor impacto causaban entre las poblaciones. Las elites se encargaron de hacer que esas ceremonias tuvieran como protagonistas a los gobernantes de turno. Estas consistían en fiestas de difusión de valores marciales como el patriotismo y la lealtad, donde el mandatario se presentaba como el único garante de la seguridad de todo un conjunto de personas y del territorio. Celebrar las victorias logradas en el campo de batalla servía para extirpar todas las inseguridades que surgían entre la población en momentos de guerra, al tiempo que dotaban de esperanzas y consuelo ante un posible desenlace satisfactorio (González, 2007: 243). Este fue el caso de la celebración de las victorias militares de Morazán, puesto que, aparejado al júbilo, también se imponían empréstitos forzados a las poblaciones.
Las batallas se celebraban para despejar cualquier duda sobre el triunfo, ya que en ocasiones la cantidad de bajas o la crisis desatada por la guerra podía hacer suponer una derrota. Ese fue el caso de la invasión a Guatemala en 1829, cuando el Estado salvadoreño para sostener a su ejército impuso un empréstito obligatorio de 18 000 pesos a los ciudadanos, lo que afectó la ya debilitada economía estatal.27 Por otro lado, la cantidad de bajas era alarmante; tan solo en la batalla del Espíritu Santo de 1839 las muertes ascendieron a más de 227 soldados.28 En ese sentido, las manifestaciones de júbilo afirmaban que la victoria era absoluta y se rendía homenaje a los vencedores como héroes, mientras que se enfatizaba que las crisis y otras problemáticas eran resultado de los enemigos de la nación, a quienes se señalaba como contrarios a las libertades ciudadanas.29
Esta práctica de legitimar a un protector y jurar fidelidad a un régimen en medio de guerras y crisis no era nada extraña para las poblaciones americanas, pues fue común durante la época colonial, cuando el monarca español demandaba constates ceremonias de lealtad por su cumpleaños, fechas de coronación o conmemoración de victorias de los reales ejércitos (Herrera, 2022: 281). Partiendo de la evidencia expuesta es posible afirmar la existencia de una continuidad en el ritual propagandístico de lo bélico para legitimar a los caudillos de las primeras décadas de la época independiente.
La novedad se encuentra en que la vigencia del culto a la personalidad política se combinó con la arbitrariedad en la administración del poder, pues aunque los ideólogos del sistema republicano planteaban que las naciones de la América hispana entrarían a la modernidad en la medida en que consolidaran un sistema de gobierno representativo y la división de poderes (Rodríguez, 2005: 79), en la práctica fue la violencia política la que marcó el ritmo de las transiciones de los gobiernos.
Personajes ligados al proyecto federal, como Morazán y el jefe de Estado guatemalteco Rafael Carrera, muestran la aspiración por un sistema de gobierno centralizado en su propia figura, aunque el control efectivo dentro de los Estados continuaba basándose en redes clientelares. En ese sentido, la violencia era lícita cuando se ejercía sobre los considerados «enemigos de la nación» (Herrera, 2011: 138). En esa dinámica las facultades extraordinarias del poder ejecutivo iban acompañadas de rituales festivos, como entradas a las ciudades y aniversarios de batallas, para legitimar la centralidad en la toma de decisiones.
Tales rituales de culto a la personalidad sirvieron para que gobiernos posteriores retomaran a esos personajes como héroes, los convirtieran en figuras idealizadas y los utilizaran para justificar diferentes proyectos políticos. Este fue el caso de Morazán, que décadas después se convirtió en el símbolo de los intentos por revivir la fallida república federal.
En este esfuerzo por establecer un diálogo entre el ritual del poder y la acción política, la noción de violencia legítima en el imaginario de los mandatarios condicionó los procesos sociales y políticos, que llevaron a consolidar regímenes presidencialistas de corte castrense durante la época federal en Centroamérica, en un intento por restablecer el orden e imponer su autoridad por medio de la fuerza. Las ceremonias públicas son reflejo de la contradicción entre el ideal de un proyecto republicano respetuoso por los derechos civiles y la consolidación de la violencia como mecanismo para dirimir las disputas entre facciones políticas. Queda por investigar cómo con la separación de Centroamérica en cinco pequeñas republicas los caudillos militares lograron armonizar la violencia política con las estrategias de legitimidad.