Introducción
Aunque desde el porfiriato las autoridades del estado de Chiapas se habían guiado por las directrices federales en materia educativa, al menos en la reglamentación,1 las primeras acciones directas del centro político del país provinieron de los constitucionalistas, quienes impusieron al general Jesús Agustín Castro como gobernador del estado en 1914. Castro organizó el Primer Congreso Pedagógico, a partir del cual se intentó renovar el aparato educativo (Gobierno del Estado de Chiapas, 1916). Sin embargo, al retomar el poder las élites locales -entre cuyas reivindicaciones principales se encontraba el respeto a la soberanía estatal frente a las intervenciones federales-, la estructura carrancista sufrió serias afectaciones. El nuevo gobernador, Tiburcio Fernández Ruíz, eliminó la Dirección General de Instrucción Pública y suprimió el sistema de inspecciones escolares (Fernández, 1921: 20), lo cual pudo deberse a su falta de interés por el ramo, a la difícil situación fiscal o a su rechazo contra lo que consideraba una intromisión federal. Así las cosas, Ruiz no vio con buenos ojos la llegada de los primeros maestros federales (Lewis, 2015: 61), pero la situación fue cambiando durante las siguientes administraciones, como se verá más adelante.
Existen varios trabajos que se aproximan al tema que aquí se explora. Alberto Arnaut (1998) y Engracia Loyo (1999) han estudiado, de una manera muy general, la federalización de la educación en México y han mostrado que fue un proceso marcado por la negociación y el conflicto. A este respecto, la última autora señala que las estrategias de la SEP fueron variadas: desde la firma de convenios o acuerdos con los gobiernos estatales hasta la acción paralela e independiente. Por su parte, otros estudiosos y estudiosas han examinado las particularidades de dicho proceso en distintas regiones del país. Por mencionar algunos trabajos, podemos citar el de Elsie Rockwell (2007), en el que la autora observa la competencia entre los sistemas federal y estatal de educación en Tlaxcala y el desarrollo casi independiente de ambos durante las décadas de 1920 y 1930. Este fenómeno, como veremos más adelante, también ocurrió en Chiapas, aunque con particularidades.
Por su parte, Salvador Sigüenza (2015) señala que en la región mixe, en Oaxaca, las escuelas federales llegaron a cubrir un vacío ante el desinterés del gobierno del estado por la educación de aquellos pueblos. En contraste, Carlos Escalante (2015), si bien señala la rivalidad entre ambas instancias, pone de relieve el hecho de que la estructura educativa estatal facilitó la implantación de la escuela rural federal en el norte del Estado de México.
Para el caso chiapaneco, contamos con el libro La revolución ambivalente, en el que su autor, Stephen Lewis (2015), muestra cómo los maestros de la Secretaría de Educación Pública (SEP) se convirtieron en agentes encargados de echar a andar proyectos federales como el reparto agrario, el anticlericalismo y la campaña contra el alcoholismo, entre otros, por lo que trastocaron las estructuras de poder locales. Además, se puede mencionar el artículo «La federalización educativa, las misiones culturales y la escuela de la acción en Chiapas, 1921-1928», de Ana Camacho (2019), quien, de manera muy acertada, considera las misiones culturales y la nueva pedagogía que estas trataron de impulsar como uno de los pilares del proyecto federalizador-centralizador.
Todos los estudios mencionados se centran, de manera muy oportuna, en las zonas rurales, pues una de las prioridades de la SEP fue llevar la educación al campo. Sin embargo, las poblaciones urbanas o semiurbanas no pasaron del todo inadvertidas para esa dependencia, aunque sí captaron poca atención por parte de los estudiosos. Al mismo tiempo que la SEP mostraba sus primeros avances en el Chiapas rural, las escuelas federales hacían su aparición en las ciudades. El presente trabajo tiene como propósito analizar la interacción entre lo local y lo federal en las poblaciones de Comitán, San Cristóbal de Las Casas, Tuxtla Gutiérrez y Tapachula, lugares que, por su relevancia política y su notable tradición escolar, constituyen un mirador para entender dicho proceso.2
Cabe aclarar que esta investigación se basa, principalmente, en la documentación encontrada en los archivos locales, lo que me permitió entender no solo el desarrollo de las escuelas federales, sino también su relación con las autoridades y escuelas estatales. En dichos repositorios la documentación en materia educativa es abundante para la década de 1920, pero se va diluyendo en los años posteriores. Aún con esas limitantes, logré concluir el análisis hasta 1940, al complementar la, cada vez más difusa, información de las postrimerías de los treinta con algunos documentos localizados en el Archivo Histórico de la SEP.
El sistema de educación estatal-municipal
En 1917, de acuerdo con una disposición de Venustiano Carranza, las escuelas de enseñanza primaria -que desde 1896 estaban a cargo de los gobiernos estatales- quedaron bajo la responsabilidad de los ayuntamientos (Loyo, 2003: 113). Chiapas se anticipó a esta disposición federal y, a principios de 1916, se expidió un decreto que confirió a los municipios la responsabilidad sobre la instrucción primaria. De esa manera, los ayuntamientos se encargarían, entre otros aspectos, de cubrir el sueldo del profesorado, en tanto que el gobierno estatal solo se comprometía a apoyar financieramente en la medida de sus posibilidades y a proveer de mobiliario y material didáctico.3
Bajo esa administración se llevó a cabo el Primer Congreso Pedagógico del Estado, a partir del cual se emitió la Ley de Instrucción Pública de 1915 y, posteriormente, el Segundo Congreso Pedagógico, que dio lugar a la ley de 1918, la cual se mantuvo vigente durante la mayor parte del periodo que se analizará en estas páginas.
De acuerdo con dicha normatividad, el gobierno del estado se reservó la jurisdicción en materia pedagógica, como también ocurrió en otros estados (Loyo, 2003: 115); es decir, aunque las escuelas eran administradas por los ayuntamientos, aquel era el que decidía sobre los asuntos generales de la enseñanza: la vigilancia de las escuelas, la autorización de los libros de texto que debían usarse en las aulas y la incorporación de las escuelas particulares, entre otros aspectos. Para ello, echó mano de la Dirección General de Instrucción Pública, creada durante los años del porfiriato y ratificada en las leyes carrancistas.4
Aquella dirección fue suprimida en 1920 y sustituida por la Sección de Instrucción Pública, que continuó ejerciendo más o menos las mismas funciones, pero sin la relativa autonomía que gozaba la primera, pues ahora se encontraba dentro de la Secretaría General de Gobierno. Además, tenía mucho menor capacidad para inspeccionar los centros escolares, dado que ya no contaba con los inspectores escolares de zona. Según el gobernador Fernández Ruíz, únicamente se nombrarían uno o dos inspectores generales cuando fuera necesario (Fernández, 1921: 20).
En ese contexto, los ayuntamientos de Tapachula y San Cristóbal nombraron inspectores escolares municipales, quienes, entre otras funciones, debían formar el padrón de los niños y niñas en edad escolar y vigilar que los reconocimientos finales de fin de curso se llevaran a cabo en tiempo y forma. En el caso de San Cristóbal, la labor del inspector iba más allá de la mera vigilancia, pues incluso tenía atribuciones para incidir en la estructura educativa; en diciembre de 1921 observó que el presupuesto erogado por el ayuntamiento para sostener las 11 escuelas existentes no correspondía con su eficiencia, porque el número de alumnos y alumnas que asistía a ellas era muy reducido. Por ese motivo, propuso una reorganización que, según sus cuentas, le ahorraría al municipio 900 pesos mensuales. Este proyecto, por lo visto, fue aprobado y puesto en práctica el siguiente año.5
Dicho funcionario también se encargaba de examinar el desempeño del profesorado, lo que le valió la animadversión de ciertos sectores. Por ejemplo, en junio de 1924, junto con el regidor de Instrucción, informó sobre el bajo aprovechamiento de la Escuela Mixta de la Sección de San Ramón -actualmente uno de los barrios de la ciudad-. En respuesta, la directora lo acusó de que planeaba despojarla de su empleo para sustituirla por una amiga del propio inspector. Es difícil saber si realmente se estaba cometiendo una injusticia, pero el presidente municipal consideró agraviada «la dignidad» de sus funcionarios y cesó a la maestra.6
En relación con las otras ciudades, con excepción de Tapachula, no pude localizar documentación que dé cuenta de la existencia de inspectores municipales o de alguna comisión de instrucción pública, lo que no significa que no existieran.
Sin embargo, también es posible que en esos lugares la responsabilidad educativa recayera únicamente en los presidentes municipales. Solo se sabe que, en 1923, el gobierno estatal nombró a un inspector de escuelas para los distritos hacendarios de Tuxtla y Chiapa, quien, desde luego, tenía injerencia sobre la ciudad capital.
Ahora bien, en los artículos 15 y 51 de la Ley Orgánica de Instrucción Pública vigente se estableció que los ayuntamientos debían enviar a las inspecciones de zona los datos estadísticos escolares y toda la información relacionada con el profesorado, pero la desaparición de la Dirección de Instrucción trastocó el funcionamiento del sistema.7 De tal suerte, en 1923 el secretario general de Gobierno envió una circular a las autoridades municipales para recordarles su responsabilidad en ese sentido, pues «muchos municipios y agencias municipales han olvidado lo que mandan los precitados artículos». Ante la falta de los inspectores de zona, añadió, «todo lo correspondiente al Ramo de Educación debe tratarse directamente con este Gobierno».8
De acuerdo con la citada ley, los directores debían dar aviso al gobierno sobre el día en que iniciaran sus clases y sobre su personal, pero no siempre se respetaron los canales de comunicación establecidos. En Tapachula eran pocos los que cumplían con el requisito,9 mientras que en San Cristóbal los directores tenían mayor comunicación con el presidente municipal que con el gobierno del estado; es decir, el presidente municipal fungía como el intermediario de dicha información.10 En cambio, los directores de Tuxtla, quizá por tratarse de la capital, tenían más contacto con las autoridades estatales.11
Como ya se mencionó, entre las atribuciones de los ayuntamientos se encontraba la de nombrar y remover al personal docente, aunque el gobierno estatal podía intervenir en casos de controversia. Así ocurrió en junio de 1923, cuando un maestro de Tuxtla tuvo que recurrir al primer mandatario del estado debido a que, tras 13 años de servicios, el ayuntamiento lo cesó de sus funciones sin causa justificada. El caso fue turnado al jefe de la Sección de Instrucción Pública, quien señaló las inconsistencias en el proceso de despido y explicó que el profesor estaba siendo juzgado por una acusación de la que había sido absuelto años atrás.12
Por otra parte, todas las escuelas debían enviar al gobierno del estado las estadísticas que daban cuenta de su matrícula, de los índices de asistencia y de las deserciones. No obstante, cada ciudad tenía su propia dinámica de comunicación. Por ejemplo, los directores de Comitán enviaron la información directamente; los de Tapachula lo hicieron por medio de su inspector escolar y en San Cristóbal el ayuntamiento era el que se encargaba de reunir la documentación. Es posible que esas tendencias indiquen el grado de interés de los ediles. De ser así, Comitán sería la ciudad en la que el ayuntamiento estaba menos involucrado en la cuestión educativa, tema al que se volverá más adelante.
Por lo demás, el asunto de las estadísticas apunta hacia una creciente profesionalización del aparato burocrático en el ramo, en primer lugar por el interés de cuantificar la realidad educativa y, en segundo lugar, por la estandarización de los formatos que, aunque a veces eran elaborados a mano, ya guardaban cierta homogeneidad; años más tarde, el gobierno estatal o los municipios procuraron imprimir los formularios para que los directores únicamente los rellenaran.13 Siguiendo los razonamientos de Philip Corrigan y Derek Sayer (1985: 2), esos actos son una muestra de afirmación del Estado, como también lo eran las visitas de los inspectores escolares.
Gracias a dichas estadísticas podemos darnos una idea del panorama de la educación primaria en esas poblaciones. En términos absolutos -y probablemente también en relativos-, Comitán ocupaba en 1923 el último lugar entre las grandes ciudades en cuanto a los índices de escolaridad, con apenas 215 estudiantes inscritos en las escuelas oficiales, lo que apenas representaba el 20 % de la población susceptible de recibir enseñanza obligatoria, es decir, niños y niñas de 6 a 14 y personas analfabetas de 15 a 18 años.14
Por su parte, San Cristóbal registró 540 estudiantes en sus escuelas oficiales y, aunque no se encontró un censo de la población en edad escolar para ese año, en 1922 el inspector comunicó que el número de infantes que debían inscribirse en las escuelas oficiales era de 630, más quienes se matricularían en los establecimientos particulares.15 Esos datos sugieren que ahí no existía un desfase tan significativo entre la población que debía ir a la escuela y el número de matrículas, pero la información no se encuentra completa.16
En términos absolutos, Tuxtla y Tapachula tuvieron los índices de escolaridad más elevados; en 1923, la primera ciudad contaba con 540 estudiantes en sus escuelas oficiales y la segunda con 868, pero, desafortunadamente, no se localizó información que ayude a entender la proporción entre estos números y la población contemplada en el precepto de enseñanza obligatoria.17 Desde luego, las solas cifras no representan un retrato fidedigno de la realidad de las escuelas. Posteriormente veremos que la inasistencia y la deserción fueron los grandes rivales del personal docente y de las autoridades.
Por último, es pertinente apuntar que, al finalizar el año escolar, el profesorado, junto con un sínodo aprobado por el ayuntamiento, debía efectuar los exámenes de fin de curso en cada escuela. Todas las actas de reconocimiento de fin de curso analizadas, incluso las de zonas rurales o semiurbanas, aparecen con la calificación de grupo «buena» o «muy buena», pero es posible que ese aparente buen aprovechamiento generalizado residiera en algunos vicios que afectaban al sistema. Por lo que pude observar, al menos en el caso de San Cristóbal, los directores proponían quiénes serían los sinodales encargados de examinar a sus escolares, lo que podría comprometer la parcialidad de la evaluación, ya que estos podían ser amigos o conocidos.18 Además, es probable que los representantes de los ayuntamientos fueran flexibles para no afectar la imagen de la educación municipal frente al gobierno estatal.
Los municipios y la federación
A pesar de la reticencia del gobernador Tiburcio Fernández, la SEP comenzó a dar sus primeros pasos en Chiapas hacia 1922 (Lewis, 2015: 65-66). Como se ha mencionado, el impulso educativo federal en el campo pronto se acompañó con una labor en las poblaciones urbanas.19 De las ciudades que se estudian, Comitán fue una de las primeras en atestiguar la fundación de las escuelas de aquella dependencia, lo que probablemente respondió a que ahí el aparato educativo era más débil. En 1923 había tres escuelas federales en esa población; una de niñas, una de niños y otra para obreros, las cuales tenían una matrícula conjunta de 249 estudiantes, frente a los 215 inscritos en las cuatro escuelas oficiales municipales -dos de niños, una de niñas y una nocturna-.20
Es necesario aclarar que las escuelas de la SEP no siempre se creaban, en el término estricto de la palabra; es decir, llegó a ocurrir que algunas escuelas municipales se federalizaron, conservando a sus directores y a su personal. Ese fue el caso de la Escuela de Niñas número 2 de Comitán, la cual, a partir de marzo de 1923, figura como Escuela Primaria Federal de Niñas, dirigida por la misma profesora, Serafina Gordillo.21 Ese fenómeno, desde luego, no fue exclusivo de Chiapas, pues en el norte del Estado de México, por ejemplo, hacia 1927 varias escuelas estatales pasaron a formar parte de la SEP, con su respectivo personal docente (Escalante, 2015: 94-95).
La llegada de la SEP a Comitán representó un gran alivio para el ayuntamiento, que ya no podía o no quería cargar solo con tal responsabilidad. Como bien apunta Engracia Loyo, para varias presidencias municipales del país aquella secretaría se convirtió en una «tabla de salvación» (Loyo, 2003: 139). Así las cosas, en 1926 Comitán había dejado prácticamente en manos de la federación el ramo educativo; en este sentido, ante una circular del gobierno del estado, el presidente del consejo municipal respondió que:
Esta Corporación por falta absoluta de recursos, no ha podido establecer ni sostener ninguna escuela; pero en cambio ha tenido especial cuidado de dar su ayuda material y su apoyo moral a las dos escuelas primarias federales (una de niños y otra de niñas) que funcionan en esta cabecera y a las nueve escuelas rurales, también federales, establecidas en diversos puntos de esta municipalidad, con las cuales se atiende a la educación de esta región.22
El testimonio anterior es representativo del avance federalizador, tanto en las zonas rurales como en las urbanas. Sin embargo, también es necesario mencionar la debilidad presupuestaria del gobierno federal, pues en Comitán, como en otros lugares, el salario del profesorado -o de parte de él- era financiado por el ayuntamiento.23 En consecuencia, la marcha de los planteles de la SEP en esa ciudad fue penosa; la escuela de niños funcionaba en un edificio prestado que ni siquiera estaba terminado, además de que estaba alejado del centro de la población, por lo que sufrió de constantes robos.24 Por si fuera poco, las maestras de la escuela de niñas cubría el 50 % de la renta del local que ocupaba, pues el ayuntamiento solo apoyaba con la mitad de esos gastos.25
En San Cristóbal la SEP también hizo acto de presencia entre 1923 y 1924. A mediados del último de estos años existían tres escuelas federales; una para niños, una para niñas y otra para obreros -nocturna-, con una matrícula conjunta de 179 estudiantes.26 No logré conocer el número de matriculados que llegaron a reunir esos planteles durante los años subsecuentes, pero la tendencia fue al alza; en 1925, tan solo la escuela de niños contaba con 174 escolares.27
Para 1929, la Escuela Rural Federal de San Ramón había pasado a engrosar el padrón de planteles de la Secretaría de Educación Pública en la ciudad.28 Vale la pena hacer aquí una acotación. Actualmente San Ramón es uno de los barrios tradicionales y relativamente céntricos de San Cristóbal, no obstante, por aquel entonces no se encontraba totalmente integrado a la dinámica de la ciudad y se debatía entre lo rural y lo urbano, lo que también ocurrió con otros barrios que en ese entonces se consideraban periféricos.
Esa situación se reflejó en la calidad de las escuelas. Las que estableció el ayuntamiento en esos lugares muchas veces fueron mixtas y no eran consideradas como una opción educativa del todo adecuada; de hecho, en la Ley de Instrucción Pública vigente ni siquiera se mencionaban. Así las cosas, la SEP también tomó en cuenta el carácter liminar de San Ramón e instaló ahí una escuela rural, situación que se repitió años más tarde, cuando abrió la Escuela Rural de Cuxtitali, otro de los barrios alejados -para los términos de la época- del centro.29
Ahora bien, la SEP no llegó a San Cristóbal a llenar un espacio vacío, sino que se vio obligada a convivir con un sistema de educación municipal relativamente fuerte. En no pocas ocasiones, sus docentes tuvieron que desenvolverse en medio de la hostilidad o la indiferencia de las autoridades municipales, que no estaban dispuestas a ceder el control educativo a la federación. De ello dieron cuenta los profesores Carmen N. Castillo y Fausto E. Santiago, nombrados en 1923 como director y ayudante, respectivamente, de la primera escuela federal de la ciudad. En un escrito dirigido al gobernador expresaron que el ayuntamiento les había negado toda ayuda para la instalación de dicho centro escolar. El alcalde tenía sus razones, pues probablemente sentía que la SEP le estaba arrebatando incluso a sus propios docentes; como argumento, explicó que aquellos fungían como director y subdirector de una importante escuela municipal, motivo por el cual consideraba «que es obligación de ellos continuar en el establecimiento que hoy dirigen, hasta terminar el año escolar».30
En 1927 la situación empeoró para las escuelas federales porque, además de que competían contra siete escuelas municipales y seis particulares,31 tenían serias dificultades para mantener su matrícula, lo que respondió, en buena medida, al anticlericalismo promovido por el presidente Plutarco Elías Calles. En realidad, los gobiernos estatales de ese periodo fueron relativamente laxos con la aplicación de dicha política y el verdadero conflicto surgió varios años más tarde, durante la administración de Victórico Grajales. No obstante, los gobernadores Carlos A. Vidal (1925-1926) y Federico Martínez Rojas (interino de 1927 a 1928) dieron ciertas muestras de adhesión a esa tendencia (Lisbona, 2008: 69-73). Aunado a ello, las noticias que llegaban de otras latitudes de la república sobre la cruenta guerra derivada de la orientación callista causaron gran desconfianza entre la población sancristobalense, de raigambre profundamente católica.32
En ese contexto, las escuelas federales de San Cristóbal se convirtieron en blancos de ataque porque se consideraba que fomentaban un comportamiento antirreligioso. En una hoja impresa firmada por varias personas de la ciudad en el marco de la suspensión del culto en los templos, se le pedía a la población que observara varias «normas», entre las que se encontraba la siguiente: «los padres de familia y tutores cuidarán de no enviar a sus hijos o pupilos a establecimientos de instrucción en donde se enseñe algo contra la Religión Católica».33
También entre el profesorado local hubo quienes fomentaron el recelo hacia los maestros de la SEP, posiblemente debido a la competencia por los espacios y la matrícula escolar, o a un genuino descontento con el gobierno central. De esa forma, adquiere relevancia el escrito de la directora de la Escuela Primaria Federal de Niñas, quien se dirigió al gobernador para pedirle que pusiera a su disposición el local, el mobiliario y los útiles de la Escuela Municipal de Niñas, ya que el edificio que en ese momento ocupaba carecía de las condiciones adecuadas y de los muebles y útiles necesarios. Tal solicitud se fundamentaba en que «la escuela municipal no sirve más que para intensificar el boycot [sic] clerical que tanto ha perjudicado sobre todo a la educación popular de esta ciudad».34
Finalmente, el secretario general de gobierno le ordenó al presidente municipal que entregara el edificio aludido a la peticionaria, con todo y sus alumnas, y que comisionara a las profesoras municipales que ahí habían trabajado a las escuelas nocturnas o a las escuelas de los barrios; es decir, que la escuela municipal se federalizó por una orden estatal.35 Ese hecho, junto con otros constatados en los archivos consultados, es un claro indicio de que durante esos años la actitud del gobierno estatal frente a la SEP había cambiado y de que, en varios asuntos educativos de peso, el gobernador era quien tomaba la decisión final.
Con base en lo expuesto, es posible afirmar que la multicitada Secretaría de Educación Pública fue percibida por algunas autoridades y educadores de San Cristóbal como una molesta institución advenediza que alteraba la dinámica local e incluso se entrometía en asuntos religiosos, considerados exclusivos de la vida privada, por lo que el ayuntamiento le disputó ciertos espacios. Así lo expuso en 1929 la directora de la Escuela Rural Federal de San Ramón al propio presidente municipal, pues le reclamó que ella pagaba la renta de su local, que no se le había resuelto cuál sería la contribución del municipio en la construcción del teatro al aire libre y que se acababa de establecer, innecesariamente, en ese mismo lugar una escuela municipal.36
Los funcionarios y maestros federales mostraron cierta actitud de subordinación ante las autoridades locales. Por ejemplo, les enviaban sus datos estadísticos y las invitaban a presenciar los exámenes de fin de curso. No obstante, también llegaron a cuestionar duramente la eficiencia del sistema educativo municipal. A ese respecto se puede citar a los maestros de la Escuela Federal de Niños, quienes expusieron que los exámenes finales de la Escuela Municipal de Niños habían resultado un fracaso pese a que el director contaba con todo lo necesario respecto a útiles, profesorado y mobiliario.37
Esa alusión al gasto que realizaba el municipio frente a los escasos frutos que rendían sus planteles fue un argumento de peso para la federalización que, en el fondo, partía de la noción de que las escuelas de la SEP tenían un rango superior. De esa manera, el director federal de Educación Pública solicitó la fusión de varias escuelas municipales con las federales. En algunos casos, las peticiones fueron rechazadas, pero otras veces la estrategia surtió efecto.38
Para la década de 1930 el andar de la SEP en San Cristóbal continuó siendo penoso. Una constante fue el ausentismo escolar, que hacia 1935 empeoró debido a la «labor de zapa en contra de la Educación Socialista» promovida por varios grupos, especialmente religiosos, que la consideraban contraria a sus intereses e ideas. Es pertinente anotar aquí que, en otras geografías de la república, muchos maestros fueron perseguidos, agredidos o asesinados como resultado de la oposición a esa tendencia educativa o como reacción al activismo político de los maestros rurales de la SEP (Raby, 1968: 196-213). Por su parte, Stephen Lewis ha mostrado cómo, en el Chiapas rural, estos también fueron víctimas, algunas veces mortales, de la violencia ejercida por los grupos de poder locales, cuyos intereses eran trastocados por la reforma agraria, la campaña antialcohólica u otros aspectos promovidos por la Escuela Socialista (Lewis, 2015: 169-175).
Es necesario aclarar que el ausentismo y la deserción escolar no eran únicamente consecuencias del boicot contra las escuelas federales. De hecho, eran moneda corriente también en las escuelas municipales y respondían a factores sociales y económicos. Probablemente, muchos infantes eran llevados al campo para ayudar en las faenas agrícolas o se ocupaban en los talleres o comercios en donde trabajaban los padres, quienes tal vez no estaban del todo convencidos de que la escolaridad pudiera brindarles algún beneficio. Otros únicamente estaban interesados en que sus hijos aprendieran a leer, escribir y contar para que ingresaran lo antes posible a la vida laboral, por lo que los enviaban dos o tres años, como máximo. Muy pocos se preocupaban porque los escolares completaran la educación primaria superior.39 Como lo ha señalado Mary Kay Vaughan para otro contexto, se puede decir que «la gente local seleccionó del programa escolar el conocimiento y las destrezas que ellos deseaban y necesitaban» (Vaughan, 2002: 46).
El clima tampoco ayudaba; la ciudad de San Cristóbal se encuentra situada en un valle en el que las lluvias torrenciales son frecuentes y, en ocasiones, impiden que los niños y niñas acudan a clases. Además, en el periodo estudiado ocurrieron, por lo menos, dos graves inundaciones, una en 1922 y otra en 1932, que afectaron significativamente el desarrollo escolar. Por citar un caso, en 1932 el director y la directora de las escuelas primarias superiores -de niños y de niñas, respectivamente- informaron que la mayor parte del alumnado residía en los barrios que habían sufrido más estragos por las lluvias y que habían dejado de asistir a las escuelas, por lo que no se pudieron llevar a cabo en tiempo y forma los exámenes finales.40
Los reducidos índices de escolaridad preocuparon seriamente al ayuntamiento, que en enero de 1927 dispuso que los sueldos de los maestros municipales dependerían directamente del número de alumnos inscritos -es decir, a menor cantidad de alumnos, menor sería el salario-, con lo que pretendía elevar las inscripciones.41 Este hecho, como era de esperarse, generó un profundo descontento entre el magisterio local, ya que sus ingresos se verían precarizados. Desafortunadamente no logré identificar cuánto tiempo se mantuvo vigente el decreto o si llegó a aplicarse siquiera.
De cualquier forma, durante toda la década de 1930 el ausentismo, la deserción y la reticencia de muchos padres de familia a inscribir a sus hijos en las escuelas municipales y federales continuaron siendo el pan de cada día. No faltaron escuelas que tuvieron que cerrar sus puertas ante la escasa concurrencia de alumnos y alumnas.42 También abundaron las quejas de los directores por la frecuente inasistencia, lo que llevó a las autoridades edilicias a recurrir a la coacción mediante multas de tres pesos o dos días de arresto para los padres que se negaran a enviar a sus hijos a la escuela.
Si bien existen documentos que evidencian que esas multas, en efecto, se aplicaron, estos también sugieren que el problema estaba lejos de solucionarse en 1940.43 Sin duda, la década de 1930 fue particularmente difícil en ese sentido, en lo que posiblemente tuvo que ver la crisis económica de 1929, la cual tuvo serias repercusiones en la economía mexicana y en varias regiones elevó significativamente las tasas de desempleo (González, 1970).44
Ahora bien, en 1926 un funcionario de Tuxtla explicó que el ayuntamiento se encontraba suspendido y la ciudad dependía administrativamente del gobierno del estado.45 Pese a ello, logré identificar dos escuelas municipales: una elemental mixta y una elemental de niños con 116 estudiantes inscritos. Además, el gobierno del estado financiaba una primaria elemental y superior de niños y otra de niñas, con 350 escolares en conjunto.46
En este caso tampoco pude encontrar la cantidad de niños y niñas en edad escolar, pero por lo menos se conoce la situación demográfica general, de manera aproximada: la ciudad más poblada era San Cristóbal con 13 295 habitantes, seguida de Tuxtla, con 12 517 (INEGI, 2024). Con estos datos en cuenta, los índices de escolaridad de Tuxtla no eran muy alentadores si se comparan con los de San Cristóbal, cuya población no tenía un volumen tan diferente en esos mismos años. Asimismo, a diferencia de esta, Tuxtla no contaba con suficientes escuelas particulares para complementar su oferta educativa.
Además de llegar a cubrir una demanda no muy bien satisfecha, probablemente la presencia de las escuelas de la SEP en ese lugar fue estratégica y simbólica al tratarse de la capital. Así, en 1924 se instaló en Tuxtla una escuela federal para niños y otra para niñas, con la nada despreciable matrícula de 278 estudiantes, más del 79 % del número de educandos que las escuelas estatales y municipales reunirían tres años después.
No se hallaron indicios de que alguna escuela municipal se federalizara en Tuxtla, pero sí puede decirse que había una estrecha colaboración entre la SEP y el gobierno del estado, el cual a veces apoyaba con la compra de material escolar, pagaba la cantidad de 60 pesos mensuales por la renta de las instalaciones que ocupaba la Escuela Federal Tipo y cubría el salario de dos maestras de la escuela mixta.47 Tampoco se encontraron documentos en los que se mencione un conflicto entre ambos sistemas educativos, al menos no de uno tan enconado como en el caso de San Cristóbal.
Mientras tanto, la tercera ciudad de estudio más poblada según el censo de 1921, Tapachula, con 9 755 habitantes en ese año, era la que presentaba los índices más altos de escolarización. En 1926, 834 niños y niñas asistían a seis escuelas municipales, todas con una plantilla suficiente de docentes.48 Ello reflejaba el cuidado que el ayuntamiento ponía en la asignación del presupuesto para el sostenimiento de sus planteles. En ese sentido, tenía establecido que un 50 % de los impuestos municipales se destinaría al fomento de la instrucción pública.49
Si en el caso de Comitán la SEP aprovechó la debilidad del sistema educativo estatal-municipal para iniciar la federalización, en Tapachula ocurrió lo contrario. Ahí las escuelas municipales eran fuertes y, probablemente por eso, la federación no fundó en esta ciudad ninguna escuela durante la década de 1920. Dicha fortaleza se debía, al menos en buena medida, a la bonanza económica de la región del Soconusco -en la que se encontraba Tapachula-, basada en la producción y exportación de café. No es casualidad que durante los periodos revolucionario y posrevolucionario esa región fuera el principal pilar financiero de toda la entidad.50
En 1938 se fundó la primera escuela primaria federal en la ciudad, no por iniciativa de la SEP, sino de los habitantes de Barrio Nuevo, quienes solicitaron su creación con insistencia y tuvieron que demostrar que había 197 infantes en edad escolar que se encontraban «fuera de la jurisdicción» de los planteles municipales. Al parecer, se trataba de un barrio alejado del centro, formado principalmente por «agricultores, obreros y campesinos asalariados». Llama la atención el cambio en la actitud de los funcionarios de la SEP, quienes, en esa ocasión, no mostraron disposición para colaborar con las autoridades locales, sino que el convenio se llevó a cabo con los propios padres de familia, quienes se comprometieron a facilitar «asientos y mesas para sus niños y por cooperación reunieron la cantidad necesaria para mandar hacer un pizarrón de madera con base», mientras que el salón provisional fue cedido por una persona particular.51 Por lo visto, para ese momento la SEP ya seguía un camino independiente del que marcaba el gobierno estatal.
El gobierno del estado de nuevo en la escena educativa
El gobierno estatal brindaba apoyo a los ayuntamientos, aunque fuera mínimo, en la compra de materiales y, de vez en cuando, en los gastos de reparación de los locales escolares. Además, en 1926 sostenía por su cuenta las escuelas de párvulos -jardines de niños- de San Cristóbal y Tuxtla, así como la Escuela Preparatoria del Estado y la Normal Mixta, además de otras escuelas primarias distribuidas en la entidad.52
El jardín de niños de San Cristóbal es un ejemplo de que, en cuestiones educativas, no solo las relaciones entre el gobierno federal y los gobiernos locales podían ser conflictivas, sino también entre estos últimos y el gobierno del estado. En 1929 el presidente municipal solicitó al secretario general de Gobierno que se encargara del pago de los meses de la renta del edificio que ocupaba la escuela, que se adeudaban a un particular. Sin embargo, la lógica del Ejecutivo estatal era diferente; bajo el principio de reciprocidad, afirmó que «el pago de esta renta ha de hacerlo el municipio por convenio anterior, a causa de que, a su vez, dos escuelas municipales están instaladas en uno de los dos pabellones escolares que el estado posee en esa ciudad». Por lo visto, no se logró llegar a un acuerdo, ya que meses después se ordenó el traslado del centro escolar a un edificio que había servido como orfanato.53
Consciente de que la federación cada vez ganaba más influencia, el Ejecutivo estatal, en 1923, decretó un impuesto de 20 centavos a toda la ciudadanía de entre 18 y 60 años, el cual sería recaudado por los ayuntamientos con el fin de reforzar su presupuesto destinado a educación. Sin embargo, la realidad era que en casi en ningún lugar se hacía efectivo su cobro debido a la resistencia de la población. Así las cosas, en 1926 muchos municipios -la mayoría rurales o semiurbanos, tal vez los más pobres- declararon que era la SEP la que se hacía cargo de las escuelas.54
Todo apuntaba a que la participación del Ejecutivo estatal desaparecería por completo en pocos años. No obstante, bajo la gubernatura de Carlos A. Vidal (1925-1927) la situación comenzó a cambiar. Ese mandatario provenía de las filas del Partido Socialista de Chiapas y, con el apoyo de Plutarco Elías Calles e incluso de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), logró derrotar en las elecciones al grupo en el poder, encabezado por Tiburcio Fernández Ruiz, que había frenado toda reforma de la agenda revolucionaria en Chiapas (Osten, 2024: 246-263). Una de sus preocupaciones en el ámbito educativo fue procurar que los grandes finqueros cafeteros de las regiones de Soconusco y Mariscal establecieran escuelas para sus trabajadores. Esas regiones, dicho sea de paso, fueron la cuna del socialismo chiapaneco.
El nuevo gobernador no exigía más que el cumplimiento del artículo 123 constitucional, que obligaba a los patronos agrícolas e industriales a sostener escuelas para sus trabajadores y los hijos de estos.55 En ese contexto, nombró a Pompeyo Muñoz como inspector de la zona de Mariscal y Soconusco, quien constantemente enviaba informes al gobierno del estado, en los que quedó constancia del celo con el que exigía el cumplimiento del artículo mencionado.56 También, se crearon más escuelas estatales en algunos municipios, hasta el punto de que en 1926 el mandatario aseguró que su número se había elevado a 16, además de las 47 que ya financiaban los finqueros gracias a las gestiones de su inspector.
Al mismo tiempo, Vidal cultivó buenas relaciones con la SEP, fruto de las cuales se celebró un contrato para el establecimiento de una Escuela Industrial en la capital, cuyos avances se habían observado. También se acordó la creación de un Centro Nocturno federal que se encargaría de la formación de los maestros y maestras rurales, para lo cual el gobierno estatal se comprometió a proporcionar el local, el alumbrado y a apoyar con otros gastos (Vidal, 1926: 34-35).57
En 1927 el gobierno del estado autorizó que los inspectores instructores federales ejercieran vigilancia sobre las escuelas estatales, municipales y particulares, lo que parecía indicar que se dejaría en manos de la federación la dirección técnica de sus escuelas.58 Sorpresivamente, en 1928 -bajo la gubernatura de Amador Coutiño- reapareció la Dirección General de Educación Pública -estatal- y su cuerpo de inspectores de zona, quienes se encargaban, entre otros asuntos, de fomentar el establecimiento de escuelas municipales, organizar la distribución de los fondos recaudados por el impuesto para la instrucción pública y visitar las escuelas estatales y municipales.59
Dicho cuerpo de inspectores le fue de mucha utilidad al gobernador Victórico Grajales (1932-1936) en su campaña anticlerical, pues aquel se dedicó a vigilar y, en ocasiones, a clausurar las escuelas particulares que transgredían el precepto de laicidad, especialmente en San Cristóbal. Ese mandatario también reformó la ley educativa que estaba vigente, sin modificaciones desde 1918, para adecuarla al modelo de la educación socialista (Grajales, 1934: 43-50). De acuerdo con sus informes, a partir de ese momento las escuelas estatales adoptaron los programas y métodos de la SEP en aras de la unificación. Además, explicó, se trató de acercar a los maestros de ambos sistemas «a fin de que desaparezcan indebidos resquemores que antes parecían existir entre ellos» (Grajales, 1935: 42).
En ese y en otros aspectos, algunos de ellos superficiales, la política estatal confluyó con la federal, pero, por otro lado, Grajales no vio con buenos ojos que los maestros federales se involucraran en el sindicalismo o el reparto agrario, y utilizó el aparato educativo local para tratar de obstaculizar su labor (Lewis, 2015: 175-177). Quizá por esa razón, este gobernador decidió centralizar el ramo educativo, y en 1935 todas las escuelas municipales pasaron a depender nuevamente de la Dirección General de Educación Pública del Estado. El papel de los ayuntamientos se limitaría, entonces, a erogar un presupuesto para su sostenimiento.60
En los años subsiguientes, el gobernador cardenista Efraín Gutiérrez fortaleció aún más el sistema educativo y, acorde con su política agraria, impulsó las escuelas rurales estatales. En 1937 informó que, además de varias escuelas primarias de la capital y de otros puntos de la entidad -principalmente rurales-, su gobierno financiaba cuatro escuelas secundarias -establecidas en Tuxtla Gutiérrez, Tapachula, San Cristóbal y Comitán- y 19 jardines de niños, entre otros centros culturales y de estudios (Gutiérrez, 1937: 26). Posteriormente, en 1939, se ufanaba de haber creado 28 nuevas escuelas rurales, varias primarias y una escuela preparatoria en San Cristóbal (Gutiérrez, 1939: 11). Así, en 1940 la SEP continuaba compitiendo con la educación estatal; existían, por un lado, la Dirección Federal de Educación en el Estado y, por el otro, la Dirección General de Educación Pública del Estado, ambas con su propio cuerpo de inspectores.61 Lejos estaba de finalizar el proceso de federalización.
La cultura escolar
Hasta aquí se ha puesto énfasis en las implicaciones políticas del proceso educativo. Sin embargo, es necesario aproximarse a lo que Dominique Julia ha denominado «cultura escolar», es decir, un conjunto de normas y prácticas cuyo análisis no puede dejar fuera a los instructores, al profesorado y las culturas infantiles (Julia, 1995: 131). Respecto a este último aspecto, Engracia Loyo señala que: «Más allá de la historia oficial, de las leyes, planes, programas, reglamentos y estatutos hay otra historia, la de los protagonistas, la que cuentan los maestros y alumnos» (Loyo, 2003: 18). Bajo esas consideraciones, trataré de acercarme -aunque sea de manera muy general- a la vida dentro y alrededor de las escuelas, tomando en cuenta el papel activo del profesorado, el alumnado y los padres de familia.
Así, una de las primeras preguntas que surgen es la siguiente: ¿cómo eran los espacios escolares? Entre los problemas que enfrentaban a este respecto, uno de los más frecuentes era la inestabilidad, pues rara vez las escuelas contaban con locales propios, lo que propiciaba que tuvieran que cambiarse constantemente de edificios, en especial si el ayuntamiento no pagaba a tiempo los arrendamientos. Los constantes traslados de las escuelas contribuyeron a los graves problemas de la inasistencia y la deserción, ya que en algunos casos las nuevas ubicaciones de los planteles ya no eran convenientes para alumnos y alumnas. Por ejemplo, en marzo de 1924 el director del Colegio Municipal de Niños señaló que, además del deterioro del edificio, los alumnos dejarían de asistir -especialmente en tiempo de lluvias- porque este se encontraba lejos de sus domicilios.62
Otros planteles se ubicaban en edificios del gobierno estatal, pero la mayoría de ellos estaban muy deteriorados, hasta el punto de amenazar la seguridad de los educandos. Esto ocurrió en la Escuela Mixta de Cuxtitali, en San Cristóbal, cuya techumbre estaba a punto de derrumbarse a principios de 1931, lo que, en palabras del director, había provocado una mayor inasistencia.63 Problemas de tal naturaleza no eran ajenos a las escuelas federales, que también carecían de locales propios. En ese sentido, se puede citar el caso de la Escuela Federal Camilo Pintado de Tuxtla, cuyas vigas dañadas amenazaban la vida del estudiantado y cuyos techos «son verdaderas coladeras en el tiempo de lluvias».64 Como estos, hay más testimonios que dan cuenta de las difíciles condiciones que vivían en las aulas alumnos y docentes, quienes también tenían que soportar el frío y las fuertes lluvias en San Cristóbal y Comitán, y el intenso calor y la humedad en Tuxtla y Tapachula.65
Respecto a los materiales y el mobiliario, se puede afirmar que muchas escuelas trabajaban con lo básico: mesabancos, pizarrón, algunas pizarras individuales y un ábaco, la mayoría de las veces en regular o mal estado. Desde luego, la situación variaba según el tipo de escuela; había algunas que no contaban con mueble alguno y se veían obligadas a trabajar con mobiliario prestado, mientras que otras tenían hasta su propio piano.66 A ello hay que agregar que muchos padres de familia carecían absolutamente de los recursos para comprar los útiles, como lo evidencian las constantes solicitudes del profesorado para subsanar esas carencias. De ello dio cuenta la directora de la Escuela Mixta Municipal de San Cristóbal cuando le pidió al ayuntamiento que le proporcionara cuadernos y pizarras, pues sus estudiantes llegaban sin útiles y «quieren que el maestro lo dé todo».67 Mientras tanto, en Tuxtla las peticiones de esa índole eran tan recurrentes que el presidente municipal acudió al gobierno del estado para que le proporcionara 100 pizarras, 200 pizarrines y gises para los niños pobres.68
Era común que los profesores no contaran con todos los recursos didácticos que requerían dadas las limitadas capacidades financieras del gobierno del estado y, con mucha más razón, de los ayuntamientos, para cubrir adecuadamente sus necesidades educativas. Por citar solo un caso, en 1928 el director de la Escuela Juan Benavides de Tuxtla pidió un alfabeticón -alfabeto con caracteres móviles, generalmente de madera o de materiales rígidos-, que consideraba indispensable para el aprendizaje de las «letras impresas».69 Sin embargo, ya fuera por ignorar en qué consistía aquel objeto o por carecer de presupuesto para adquirirlo, el gobierno del estado únicamente autorizó la construcción de un pizarrón de madera. Así, los maestros se ingeniaban con lo que tenían y, en ocasiones, se veían en la necesidad de desembolsar parte de su exiguo salario para comprar algunos materiales.70
Aunque no es la intención abundar aquí sobre los métodos de enseñanza, vale la pena señalar algunos aspectos relevantes. En primer lugar, se puede afirmar que, a pesar de que desde el porfiriato la reglamentación educativa en Chiapas abogaba por métodos modernos, las viejas prácticas continuaron.71 Una de ellas fue el uso de castigos corporales contra el alumnado, los cuales fueron proscritos en múltiples leyes, incluida, por supuesto, la de 1918. La insistencia en la prohibición sugiere que el uso de la fuerza física en las aulas se encontraba muy extendido; además, existen documentos que muestran que varios docentes la consideraban necesaria. A este respecto, se puede mencionar la conferencia con la que el representante de San Cristóbal se presentó al Congreso Nacional de Maestros de 1922. El orador defendió la idea de que en Chiapas la mayoría de la población carecía de un grado suficiente de «cultura y civilización indispensables para llevar a buen término la aplicación de las sabias doctrinas prescritas por la pedagogía moderna». En contraste con lo que ocurría en otras sociedades, en las que «el arbolillo cuyo débil y tierno tallo fácilmente se endereza», en la chiapaneca se necesitaban correctivos vigorosos para erguir esos árboles pequeños, pero «de raíces gigantescas desarrolladas en el mal y en los vicios».72
Aunque en el discurso se mostraran de acuerdo con la pedagogía moderna, en el fondo gran parte del profesorado se resistía a los cambios. El hecho de que se continuara utilizando el método de fray Víctor María Flores es ilustrativo al respecto. Dicho método fue ampliamente utilizado durante el siglo XIX,73 pero en el Primer Congreso Pedagógico del Estado se desaconsejó su uso por considerarlo obsoleto, e incluso perjudicial (Gobierno del Estado de Chiapas, 1916). A pesar de ello, su uso era muy frecuente todavía hacia finales de los veinte.74
Mientras tanto, la SEP impulsaba la «pedagogía de la acción». De acuerdo con esa corriente, el nuevo plan de estudios fomentaba la libertad de docentes y alumnos, y basaba la enseñanza en la observación, la experiencia práctica, la cooperación y el trabajo; lo aprendido en la escuela debía ser de utilidad en la vida cotidiana y viceversa (Loyo, 2003: 147-150). En esa sintonía, en 1927 el gobierno del estado emitió los programas de la enseñanza primaria, con la advertencia de que no se trataba de un modelo estricto, sino de una guía, «pues es necesario tomar en consideración la iniciativa del niño». Además, se indicaba que el profesorado debía adaptar los contenidos al contexto en el que estuviera la escuela.75
Aquí vale la pena citar el caso de la Escuela Federal Camilo Pintado, ubicada en la capital chiapaneca, cuyo alumnado editaba un periódico llamado Floración, en el que se percibe una clara influencia de la «pedagogía de la acción». A manera de eslogan, en el encabezado de ese periódico se leen las siguientes frases: «En nuestra escuela no se preparan sabios, sino niños amantes del Trabajo» y «El trabajo dignifica: eduque a sus hijos por medio del Trabajo». Estas frases no se quedaron solamente en el papel; en las páginas de la publicación pueden encontrarse narraciones y fotografías de las excursiones escolares o de festivales y eventos deportivos, así como descripciones de sus prácticas de cultivo.76
Hay que resaltar que los maestros trabajaban por medio de proyectos que ayudarían a que los niños aprendieran a utilizar diferentes ramas del conocimiento en la resolución de un mismo problema, generalmente relacionado con la vida cotidiana. Uno de dichos proyectos, por mencionar solo uno, se titulaba «hacer duraznos en compota» y en su realización se aprendería: de lengua nacional, el dictado de la fórmula; de aritmética y geometría, el valor y el número de duraznos comprados; de química, la «transformación del azúcar sacarosa en glucosa»; de geografía, los lugares del país y del estado en los que se cultivaba el durazno, y de civismo, la manera de alimentarse sana y nutritivamente.77
Es inevitable no notar la similitud de esa tendencia educativa con algunos planteamientos actuales de la Nueva Escuela Mexicana contenidos en el plan de estudios 2022, sobre todo con la noción de interdisciplinariedad, mediante la cual se integra el currículo (SEP, 2024: 10) y que contempla la problematización de la realidad y el trabajo por proyectos.
Floración también ofrece ejemplos de las diferencias entre las escuelas federales y las estatales en cuestión de métodos educativos y de percepciones sobre el tema. En junio de 1927 los alumnos publicaron una «Aclaración» en respuesta a una nota del periódico de la Escuela Preparatoria que los acusaba de indisciplina por no haber marchado de manera tradicional en una manifestación escolar. A ese respecto, el director señaló que: «nos invitaron, pues, para una manifestación y no para un desfile militar…». Por su parte, los profesores opinaron lo siguiente: «nosotros, que hemos salido del despotismo de la escuela vieja, no permitiremos que se sacrifique la libertad de ustedes, por un simple capricho y sin resultado alguno».78
Si bien la pedagogía de la acción guiaba los programas de la SEP, es difícil saber hasta qué punto la aplicación de esa corriente se encontraba generalizada en las escuelas federales de la entidad y, particularmente, en las poblaciones estudiadas. Es probable que la falta de capacitación de muchos preceptores dificultara su aplicación tal y como estaba planeada. Hay que tomar en cuenta que algunos profesores federales, en realidad, habían sido estatales y tenían una formación más tradicionalista. La federalización de estos preceptores no significó, forzosamente, un cambio en las prácticas educativas, como lo apunta Escalante (2015: 93) para el caso mexiquense. Pero también es cierto que los cursos en los institutos de mejoramiento organizados por las misiones culturales pudieron ayudar, paulatinamente, a acercar a los maestros, ya fueran locales o federales, a las ideas y métodos adoptados por la SEP.79
Ahora bien, los padres de familia -a quienes la Ley de Instrucción Pública vigente en el estado relegaba a segundo plano, pues consideraba que su papel era únicamente velar porque sus hijos recibieran la educación obligatoria- desempeñaron un papel relevante en el proceso educativo. Como se ha mencionado, en muchas ocasiones echaron mano del boicot cuando vieron amenazados sus intereses o ideales, mientras que otras veces gestionaron la fundación de escuelas, especialmente federales, y participaron activamente en su organización. Sin embargo, es justo decirlo, los maestros de la SEP los involucraron cada vez más por medio de los consejos de padres de familia.
Desafortunadamente, no podemos saber lo que pensaban y sentían los y las alumnas, al menos no de manera directa. Sin embargo, hay documentos, aunque pocos, en los que se mencionan algunas de sus actitudes frente a la institución escolar. Probablemente para muchos niños y niñas la escuela no era un espacio muy agradable, con sus aulas en muchas ocasiones húmedas, frías, sucias e incluso semiderruidas. A ello hay que agregar la rígida disciplina casi militar que a menudo se les exigía, por no hablar de los castigos físicos y psicológicos. Así, los bajos índices de asistencia y la deserción no solo se debían a la posición de los padres de familia, sino también a la resistencia de los escolares. Por ejemplo, los miembros del consejo de padres de familia de una escuela federal de San Cristóbal le pidieron ayuda al presidente municipal, «pues hemos visto con suma pena que nuestros hijos se andan paseando en vías públicas jugando a las canicas sin quien los obligue concurrir a sus clases».80
La «indisciplina», una práctica frecuente dentro y fuera de las aulas, reflejaba el rechazo o la incomprensión de los educandos hacia lo que el profesorado esperaba de ellos. En 1923 las escuelas municipales de San Cristóbal reportaron las siguientes «faltas de educación, moralidad, etc.» entre sus alumnas y alumnos: «faltas de respeto al profesor», «injuriar a compañeros», «palabras obscenas», «desobediente», «irrespetuoso», «muy caprichosa», «muy pendenciero», entre otros. En la categoría de «vicios que deben corregirse», encontramos la «falta de aseo», «la indocilidad» y «el de engañar», principalmente en las escuelas de niñas, y «la riña» y «fugarse del colegio» en las de niños, por citar algunos ejemplos.81
Con base en lo anterior, se puede decir que las resistencias variaban de acuerdo con el sexo. Los niños eran quienes más se fugaban y mostraban más abiertamente sus impulsos, de lo que se quejó el jefe de la Sección de Instrucción Pública respecto a los alumnos de Tuxtla, a quienes «se les ve en las calles empujándose unos a otros, atropellando a los transeúntes, formando corrillos en la Alameda Central, y lo que es peor, expresándose en lenguaje indecente, plagado de palabras soeces e indecorosas».82 Las niñas, en cambio, expresaban su rechazo al modelo de comportamiento escolar de manera más sutil. Al mismo tiempo, los y las docentes reforzaban esas distinciones de género, pues esperaban que las niñas fueran aseadas, ordenadas y sumisas, en tanto que en los niños esos «vicios» eran más tolerados.
Consideraciones finales
La labor de la SEP no se limitó a las zonas rurales de Chiapas, sino que también se interesó por afianzar su posición en las ciudades. Pero la fundación de sus escuelas en los espacios estudiados no fue fortuita; los funcionarios de dicha dependencia supieron ver las debilidades del sistema educativo estatal-municipal, lo que explica que Comitán -en donde el ramo educativo estaba bastante desatendido- fuera la primera de las poblaciones estudiadas aquí en recibir los planteles federales, mientras que en Tapachula, con un aparato educativo sólido, la primera escuela federal llegó mucho más tarde, en 1938, y no por iniciativa de la propia secretaría, sino por las repetidas solicitudes de los habitantes de un barrio periférico.
San Cristóbal, en cambio, era una población que tenía relativamente bien atendida la enseñanza primaria. Sin embargo, era también el bastión del conservadurismo político en la entidad; ahí se encontraban la sede de los poderes eclesiásticos, los principales productores de aguardiente y los famosos «enganchadores» que reclutaban a indígenas para trabajar en las plantaciones de café del Soconusco. Estos grupos representaban elementos negativos a combatir por los gobiernos revolucionarios, a saber: la Iglesia, los vicios y la explotación del campesino. En efecto, en esa ciudad el camino de los maestros y maestras de la SEP fue tortuoso y se enfrentaron a la resistencia de las autoridades, del profesorado local y de los padres de familia, especialmente con motivo del anticlericalismo callista y, posteriormente, debido a la implantación de la Escuela Socialista.
De igual forma, la creación de las escuelas federales en Tuxtla Gutiérrez tuvo un componente político y simbólico porque, al tratarse de la capital estatal, podían servir como herramienta para reafirmar el poder federal. Aunque en esta ciudad la SEP no enfrentó tantas dificultades como en San Cristóbal, las diferencias en el modo de entender la educación no faltaron.
Hacia finales de la década de 1920 y principios de la siguiente el gobierno estatal revivió su moribundo aparato administrativo en el ramo y de nuevo asumió la responsabilidad educativa. Así, en 1940 seguían coexistiendo en esas ciudades dos sistemas de educación independientes que en ocasiones se trastocaban.
Por su parte, docentes, padres de familia y estudiantes fueron actores importantes que incidieron en el proceso descrito. En relación con los primeros -de los que han quedado muchos aspectos por explorar-, se sabe que contaban con cierta capacidad de negociación con los ayuntamientos, pero falta aclarar cuánto les benefició o les afectó el hecho de que las escuelas pasaran a manos del gobierno del estado en 1935. También se sabe que los maestros federales ganaban más que los municipales, pero el asunto es complejo porque, como se explicó, en ocasiones el gobierno del estado cubría parte de sus salarios. Una tarea pendiente es, precisamente, profundizar en este tema.