A finales de 1880 se desarrolló una encendida discusión en la Cámara de Diputados mexicana con motivo de las pretensiones del explorador francés Désiré Charnay de extraer del país objetos arqueológicos. Más de un siglo después, se han analizado los contenidos de esa polémica para investigar diversos temas relacionados con el patrimonio nacional, especialmente el arqueológico. En estas indagaciones, el concepto de valoración es uno de los ejes para explicar los puntos de vista tan diferentes frente a la suerte que sufrirían los objetos motivo del debate. Se podría decir que la historicidad en la valoración de los documentos ha motivado el actuar de diversos sujetos en circunstancias distintas (Litvak y López 2013, 172-173).
Tomando como punto de partida dicha premisa, la hipótesis de este texto es que Désiré Charnay pudo realizar sus exploraciones y apropiarse de numerosas piezas arqueológicas, porque las elites mexicanas compartían con el viajero francés las mismas ideas acerca del uso al que se deberían destinar dichos objetos, esto es, promover el prestigio de la historia antigua mexicana. Los fines que se perseguían con este objetivo eran disímbolos, pues si bien, el propósito de las elites mexicanas, sobre todo las políticas, se centraba en utilizar la revaloración de la historia y sus vestigios como un elemento más en la construcción de la nación, en muchos casos, esa revaloración de los objetos sobrevivientes de la historia antigua mexicana servía también para favorecer propósitos puramente mercantiles, ya que al incrementarse el valor patrimonial de las piezas, aumentaba su valor económico, junto con el prestigio de los países, instituciones o personas que los poseían.
Por otro lado, cabe mencionar que, aunque en este trabajo se hace referencia a una idea genérica de las elites mexicanas, con ello no se pretende pasar por alto las diferencias entre sus diversos sectores y que, por ejemplo, dieron lugar al acalorado debate parlamentario de 1880. A lo largo del texto se mencionan algunos personajes que han sido reconocidos como representantes indiscutibles de diversos sectores de las elites nacionales, como el presidente Porfirio Díaz, el diputado Gumersindo Enriquez, el obispo Crescencio Carrillo y Ancona y el militar y empresario Pablo Barrón Escandón. Aun cuando estos hombres desarrollaron actividades disímbolas, y son totalmente distintos a los representantes de las elites locales, es claro que todos comparten una propuesta de construcción de la nación, acorde con los parámetros de las denominadas potencias "civilizadas" de la época, en la que las clases populares, y en especial los indígenas, no tenían injerencia ni participación.2 Para realizar esta tarea, las elites buscaron imponer al conjunto de la sociedad sus propuestas, que eran concebidas como las más adecuadas para alcanzar el progreso material.
Quienes han elegido como fuente primordial los debates parlamentarios para historiar la protección de los bienes culturales llegan a la conclusión de que, con la actuación del Legislativo de 1880, se avanzó en la defensa del patrimonio arqueológico nacional (Cottom 2008; Díaz 1990, Rico 2002). Sin embargo, dado que, a pesar de las decisiones gubernamentales, a lo largo del siglo XIX continuó la pérdida constante del patrimonio arqueológico (Palacios 2012; Sellen 2005), podría señalarse que existe una aparente contradicción entre ese quebranto de bienes culturales y las decisiones gubernamentales, en particular con lo aprobado contundentemente por la Cámara de Diputados en 1880. No obstante, al analizar tanto la valoración que se manifestó acerca de dichos objetos como el discurso construido sobre su utilidad social, se puede llegar a la conclusión de que no existió tal contradicción.
Este trabajo se inscribe en un interés particular que busca prestar atención a "las prácticas que llevaron a la constitución de la arqueología moderna" (Podgorny 2008), más que a los discursos formales de los actuantes. También se adscribe a propuestas recientes para analizar el trabajo de los exploradores decimonónicos, en especial el de Désiré Charnay. Para avanzar en el análisis se tomarán en consideración sobre todo dos temas que estuvieron discretamente presentes en la polémica de 1880: la propiedad de los objetos arqueológicos y los recursos con los que se materializaron las exploraciones para obtener esos objetos.
Dado que toda escritura de la historia parte de marcos interpretativos de quienes la llevamos a cabo y de la selección de información de los procesos que analizamos, el objetivo de este artículo es llamar la atención hacia información del debate parlamentario de 1880 que aún no ha sido apreciada, con el fin de generar explicaciones distintas sobre la valoración del patrimonio de esa época, así como para apuntalar una manera diferente de realizar las prácticas de protección de los bienes arqueológicos, en la que no se tome como punto de partida la exclusión de las poblaciones locales en la construcción de la historia y la preservación de la riqueza cultural.
La propiedad de las antigüedades
Claude Désiré Charnay desarrolló tres estancias de exploración en México entre 1857 y 1886. La primera tuvo lugar de noviembre de 1857 al 28 de diciembre de 1860; la segunda, entre marzo de 1880 y los primeros meses de 1881, con una interrupción en la que regresó a Francia, para continuar con sus indagaciones en nuestro país de octubre de 1881 a julio de 1882; en tanto que la tercera estancia ocurrió en el año de 1886 (Mongne 2001, 341 y 24, y Ochoa 1994, 15-16).
En 1880, al iniciar la segunda etapa de exploraciones, el prestigio de este explorador era mayúsculo, lo que resulta patente en la cobertura que la prensa le dio a lo que denominó como sus logros.3 Arropado por la fama de sabio que le precedía, Charnay firmó un acuerdo con el gobierno mexicano con el fin de que se le proporcionara apoyo, situación que finalmente quedó plasmada en un convenio emitido por la Secretaría de Instrucción Pública el 1 de julio de 1880 (Díaz 1990, 52). Meses después, cuando solicitó llevarse los objetos resultado de sus exploraciones, trascendió que era necesario enviar el proyecto de exportación de antigüedades a la Cámara de Diputados para que tuviera el rango de ley. Fue entonces cuando en el Congreso Nacional se generó el debate acerca del permiso para la exportación de varios cientos de piezas arqueológicas.
Para conocer los contenidos y posturas de los participantes en ese debate parlamentario, se remite al lector a la publicación que lo reseña con lujo de detalle (Díaz 1990). En este caso, se pretende analizar otros asuntos que se mencionaron además del tema de la exportación de los objetos en sí, pero que no fueron motivo de discusión; uno de ellos fue precisamente el de la propiedad de las antigüedades mexicanas. Existen dos posibilidades no excluyentes para explicar la ausencia de discusión acerca de este tema. La primera es que Gumersindo Enríquez, el personaje que expuso el tema más ampliamente, fallaba en la interpretación de las leyes vigentes; la segunda es que los diputados se rehusaron a discutir algo que iba en contra de lo que consideraban uno de los valores fundamentales de la nueva sociedad: el acceso libre a la propiedad privada.
Hacia 1880 la propiedad privada sobre las antigüedades mexicanas era totalmente legal, esto a pesar de que ya se habían expresado propuestas que demandaban la intervención estatal en el asunto, lo que iba erosionando la legitimidad de la posesión particular de estos artefactos. En los siguientes párrafos se recuperan testimonios emitidos en diversos textos de la época sobre las formas en que un particular podía ser propietario de objetos que formaban parte indiscutible de ese patrimonio, pues interesa conocer el punto de vista de las elites, para entender por qué, finalmente, pudo Charnay llevarse los objetos fuera de México.
En diversos relatos encontramos referencias a que en el siglo XIX había sitios donde los objetos de la antigüedad mexicana se encontraban esparcidos al ras del suelo, de tal suerte que los viajeros solamente tenían que recogerlos para que fueran suyos. También se registraron casos en los que habitantes de distinta con dición social los incorporaban a sus viviendas (por ejemplo, los que anota Charnay 1884, 302, de Teotihuacán). Y, si bien en ciertos espacios, como en Oaxaca, algunos pobladores se negaban a entregar estos objetos, existen evidencias de que muchos otros hicieron de la venta de estas antigüedades una forma de aumentar sus ingresos.
Escribe Désiré Charnay al arribar a la isla de Jaina para iniciar sus exploraciones: "Don Andrés me presentó como dueño de la habitación, a quien durante mi estancia debería cada uno obediencia absoluta como a él mismo, y eso sin remuneración alguna". Más adelante el dueño de la isla le dice "todos esos hom bres estarán a su disposición para las excavaciones que va a emprender" (Charnay 1978, 46). Pero después de una temporada feliz en la que los lugareños cumplieron las tareas que ordenaba, se le ocurrió pedirles que rompieran "una pirámide y ese fue el fin de mi reinado" (50). Sin embargo, como buen representante de un país civilizado, sabía que lo importante no era el método sino el objetivo; por ello hizo un cambio revolucionario y pasó de su sueño feudal a las efectivas relaciones capitalistas avanzadas, pues si al principio pensó contratar trabajadores por un salario, después solamente pagó por objetos arqueológicos entregados. "En adelante por cada vaso, hacha, estatua u otro objeto que me trajeran, pagaría como prima de uno a cuatro reales, según la importancia del hallazgo" (52), con lo que obtuvo una respuesta positiva de los lugareños.
Por esta razón, además de las exploraciones arqueológicas en forma, un mecanismo para construir las colecciones de antigüedades fue la compra. Y al afirmar esto, se debe decir que el precio de estas mercancías podía subir hasta alcanzar cifras estratosféricas, pues no es lo mismo erogar los 12.5 centavos y hasta 50 centavos, producto de la generosidad de Charnay, a los cientos de pesos que se pedían por algunas piezas en un mercado más especializado (Sellen 2005, 157).
No había inconveniente en la compraventa de piezas arqueológicas. Al referir el comportamiento de estos exploradores, se ha llegado a la conclusión de que "las ruinas -como toda mercancía- adquirieron un precio fijado por la oferta y la demanda". (Podgorny 2008, 578). De esta situación da cuenta el periódico La Libertad el 18 de mayo de 1880 para referir que "en Jalapa hay una señora que hace magníficos negocios comprando a vil precio de manos de los indios, verdaderas curiosidades"; el problema era que después las vendía "a precio de oro a una casa de Hamburgo" (Díaz 1990, 12).
A la autoridad no le inquietaba saber cómo se extraían los objetos. Las denuncias y la persecución empezaron cuando los representantes de la nación se dieron cuenta de que los indios lo adoptaron como una fuente de ingresos y, además de acumular originales para la venta, también los fabricaban, seguros de que los visitantes de Chicago los comprarían ("Diario... " 1990, 80). Charnay dedicó varias páginas a denunciar que esas copias se encontraban ya en museos y colecciones,4 y comunicó a los interesados una conclusión derivada de su experiencia en México: era más barato comprar "los verdaderos originales" (Charnay 1884, 272).
Este explorador, al escribir sobre su viaje a Yucatán en 1886, nos muestra las distintas formas de hacerse propietario de las antigüedades mexicanas. En unas ocasiones no explica cómo llegaron los objetos a sus manos, pues solo anota frases como "tengo la fortuna de poseer una estatua de tierra cocida"; en otras, su sola presencia en diversas localidades ocasionaba que los lugareños le regalaran este tipo de objetos. De esta forma, Charnay anota que en Mérida le "presentan" un vaso antiguo que no pudo llevarse intacto. Aunque lo más común en sus escritos era indicar que era propietario de las piezas por el trabajo de exploración que realizaba: "encontré en el mar la mayor parte de mis antigüedades" (Charnay 1978, 36, 43 y 48).
Es interesante que, cuando se le presentó la oportunidad de comprar Chichen Itzá (o un predio cercano a la zona), no lo hizo con el pretexto de que era muy pobre para costear esa operación (Charnay 1994, 173). Dicha actitud, que contrasta con la de los estadounidenses de años posteriores, debe ser interpretada como un cálculo errado en el explorador, pues seguramente pensaba que no había necesidad de comprar el predio para extraer las piezas arqueológicas, ya que siempre estarían ahí esperándolo. En ese sentido se debe entender la actitud que tuvo al volver en su segundo viaje al cementerio en el Popocatépetl y exclamar "¡me han burlado!" (Charnay 1884, 284), con la certeza de que, por haber explorado el cementerio en su primer viaje, este ya le pertenecía y nadie se atrevería a hacer lo que él hacía: extraer las antigüedades y apropiarse de ellas.
La diferencia entre los saqueadores-vendedores del patrimonio y los sabios-exploradores no estribaba en los métodos y técnicas de excavación, puesto que los destrozos que ocasionaban ambos para hacerse de objetos eran similares, sino en contar con permisos del gobierno, ser parte del gobierno o actuar en su nombre. Lo importante, lo esencial, era tener la patente respectiva. No contar con estos permisos podría ocasionar problemas incluso a extranjeros, con mayor razón si no eran discretos en sus planes de exportar los objetos que "encontraban" en sus correrías. Entonces las autoridades sentenciaban que no se creyeran con la autorización "para hacer excavaciones y extraer monumentos con pretensiones de propiedad sobre ellos".5
En documentos de la época se puede leer que los funcionarios mexicanos y la elite en general tenían como buena práctica regalar antigüedades, incluso a sabiendas de que saldrían del país.6 En una de las comedidas recepciones que tuvo Charnay en Yucatán, refiere gratitud por los servicios que los propietarios locales, especialmente el obispo Crescencio Carrillo, prestan a los hombres de ciencia. En el brindis central que se celebró en aquella ocasión, Charnay expresó: "el museo del Trocadero es deudor al excelente canónigo de un maravilloso cetro de obsidiana que recordará en París el nombre del donador" (Charnay 1884, 358).
En otras ocasiones, los funcionarios obsequiaban ese tipo de objetos a las instituciones culturales nacionales y tenían además la gentileza de indicar el lugar de donde lo habían extraído: "Tuve el gusto de regalar al Museo una diosa del agua Chalchiuhtlicue que estaba colocada en un teocalli adelante de Chalco", nos informa orgulloso Alfredo Chavero. Mientras que un colega suyo anotó que el hermano de un cura le regaló una piedra "que se encontró debajo del altar mayor de la Parroquia de Quauhtitlán" (Chavero 1880, 104, y Anales del Museo Nacional, 1 de enero de 1882).
A partir de lo señalado hasta aquí, se podría concluir que la propiedad sobre los objetos arqueológicos se adquiría mediante tres vías: la exploración, los obsequios y la compra.
Estas formas de apropiación ocurrían a pesar de que desde 1868 la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística ya había realizado un estudio acerca de las consideraciones legales que tenían otros países respecto al estatus de propiedad de las antigüedades, con el que descubrió que en todo el mundo ese patrimonio pertenecía a la nación. México constituía la excepción (Cottom 2008, 95-96), por lo que es posible concluir que la tolerancia a que los objetos arqueológicos fueran propiedad privada era una consigna mexicana, resultante de las reformas liberales vigentes.
Al revisar el "Diario de los Debates de la Cámara de Diputados. Décima Legislación Constitucional de la Unión. Año de 1880", se puede constatar que uno de los principales detractores de la petición de exportación de antigüedades realizada por Charnay fue el diputado Gumersindo Enríquez, quien abordó explícitamente el tema del patrimonio: "los objetos arqueológicos pertenecen a la Nación y desde el momento que pertenecen a la Nación, no corresponde al Poder Ejecutivo disponer de ellos arbitrariamente" ("Diario... " 1990, 66). Sin embargo, a decir de los especialistas en la materia (Cottom 2008, 95-96 y Rico 2002, 19), en esa época prevalecía la definición de las antigüedades como propiedad particular, por lo que Gumersindo Enríquez fallaba en la interpretación de las leyes.
Este diputado también tenía una posición errada en cuanto a las obligaciones del gobierno al conocer el descubrimiento de antigüedades. En el debate, Enríquez hizo referencia explícita al Código Civil y afirmó que el ejecutivo "tenía obligación precisa e indeclinable de hacer una compra de todos los objetos arqueológicos que descubriera Charnay" ("Diario... " 1990, 66-67).
Ambos elementos -la propiedad de los objetos y la obligación del gobierno para adquirirlos como bienes patrimoniales- se han considerado como muestras de patriotismo y defensa de la nación, pero en ninguno de los dos casos el diputado contaba con fundamentos legales adecuados. Quienes han publicado los ordenamientos emitidos en el siglo XIX señalan que en 1880 persistía la consideración de que esos objetos eran propiedad particular y que, en la circular de 1868, solamente se indicaba que "el gobierno se reservaba el derecho de adquirir" las antigüedades, pero que eso no constituía ninguna obligación (Cottom 2008, 97).
Por esa razón la Secretaría de Instrucción Pública reconocía la propiedad que ya tenía Désiré Charnay sobre los objetos arqueológicos, lo que se indicaba con precisión en la cláusula 16a del documento emitido por esa dependencia. En ese contrato, y en los acuerdos de la Cámara de Diputados, se consentía la propiedad de los objetos arqueológicos, pero no su exportación. Incluso se contemplaba el caso de que el Museo Nacional pudiera adquirirlos "indemnizando previamente a Mr. Charnay" ("Diario..." 1990, 63-66).
A pesar de este reconocimiento de la propiedad privada y del privilegio que tenían algunos exploradores para apropiarse de los objetos arqueológicos con la autorización del gobierno mexicano, también hubo ocasiones en que a los extranjeros se les impidió no solamente la exportación, sino incluso la propiedad de las antigüedades (Díaz 1990, 14; Sellen 2005).
Lo que hicieron entonces los historiadores mexicanos de la época, tal vez para justificar que el Museo Nacional se quedara con las piezas, fue expresar observaciones críticas al proceder de algunos exploradores, como se puede constatar en los juicios expresados por Alfredo Chavero en torno a la pieza denominada Chac-Mool, en los que comentó con sorna las ideas de Augustus Le Plongeon sobre el personaje representado: "uno de los tres reyes hermanos de la época de la Atlántida, y grandes y temibles generales de que se ocupó Platón". Sin embargo, se puede afirmar que los fundamentos que otorgaban legitimidad a la propiedad no eran necesariamente científicos ni académicos, pues algunas exploraciones que "encontraban" lo perdido las realizaban también miembros de las elites que no tenían mayor pretensión en el tema, y a quienes no se les presentaron inconve nientes por la posesión de los objetos que adquirían. De esta forma, al propio tiempo que Chavero descalificaba a Le Plongeon, anotó sin la menor preocupa ción que una escultura similar al Chac-Mool "exista en Tacubaya, en la casa de la familia Barrón" (Chavero 1880, 97), sin intentar que el Museo Nacional la adquiriera.
En el mismo sentido, es fácil observar que el uso y apropiación de las antigüedades tenía (tiene) tintes clasistas y racistas. Algunos extranjeros, funcionarios o ricos hombres del país podían poseer antigüedades; en cambio, cuando los habitantes de lugares donde había este tipo de vestigios los usaban, se negaban a entregarlos, o no aceptaban "cooperar" con los sabios nacionales o extranjeros, se les tachaba de ignorantes y supersticiosos (Charnay 1994, 117, 121 y 125).
De esta forma, con el fin de atajar el uso y la extracción de objetos de la zona por parte de los lugareños, el presidente de la República dispuso que fuerzas rurales "expedicionen por San Juan Teotihuacán". En esa orden también se estipuló que con una comisión adecuada inquiriera "qué objetos han sido extraídos de las pirámides y los recoja si es posible o manifieste los inconvenientes que hubiese para ello".7 Un par de años después, Désiré Charnay hizo destrozos en la zona y se llevó las piezas arqueológicas con la venia y ayuda del gobierno.
Los usos y la valoración del patrimonio
En las tres estancias de exploración que llevó a cabo Désiré Charnay en México, además de tomar fotografías, efectuó una sistemática labor de recolección y sustracción de objetos sobre la que no existe un inventario preciso. Si bien la mayoría de las referencias a este tema se basan en el escándalo producido en 1880 por el debate en la Cámara de Diputados, no se tiene más que información dispersa acerca de la extracción de objetos arqueológicos como una de las actividades primordiales de sus expediciones.8 Como se ha señalado en otros trabajos, una explicación acerca de por qué no se ha puesto atención a estos temas reside en la forma como se ha recuperado la obra de Charnay, ya que las investigaciones sobre sus actividades se han construido, en la mayoría de los casos, a partir de lo señalado en los textos escritos por el propio explorador, aceptando sin cortapisas la forma en que Charnay presentó sus acciones. De tal suerte que, si bien hay investigadores que han mencionado algunos de los destrozos que perpetró en sus exploraciones y su pretensión sobre los 900 objetos motivo del debate parlamentario, no se ha realizado ningún proyecto sistemático para aclarar cuántas y cuáles piezas se llevó en sus viajes; en cambio, se cita (Esmeraldo, 2007, 86 y Mongne 2001, 18) el relato en que el aventurero refiere cómo en su primer viaje fue despojado de sus propiedades y la situación de descontrol del gobierno mexicano que le ocasionó pérdidas (Charnay 1994, 125).
En 1880, gracias al apoyo gubernamental, al cabo de unos cuantos meses Charnay acumuló una gran cantidad de objetos extraídos en las rápidas excavaciones que realizó.9 Ya con los objetos en cajas y con la decisión de cómo se repartirían entre instituciones de México, Francia y los Estados Unidos, el 13 de octubre de ese año Charnay logró también que representantes del gobierno mexicano redactaran un proyecto de ley por el que se le autorizaba la exportación de objetos arqueológicos que hubiese adquirido durante sus expediciones.
Fue ese proyecto el que generó el debate en el Congreso Nacional del que se han recuperado sobre todo los gestos heroicos: "Yo amo la ciencia, pero del patriotismo tengo una idea salvaje. Prefiero el incendio antes que la dominación del extranjero", expresó Vicente Rivapalacio en ese entonces ("Diario..." 1990, 83). Esta postura resultó efectiva en el debate, pues la instancia legislativa revocó el proyecto de ley, con lo que supuestamente se impedía la exportación de los objetos arqueológicos.
La decisión de la Cámara de Diputados y el dominio discursivo de quienes la ganaron forjaron la idea de que "prevaleció la voz de ese nacionalismo de buen cuño, por la identidad nacional fincada en la cultura y fortificada en una de nuestras raíces: el indígena" (Díaz 1990, 44). También se ha rescatado ese debate como un antecedente importante en la defensa del patrimonio y en la elaboración de la primera Ley Federal sobre Monumentos Arqueológicos de 1897 (Cottom 2008, 110).
Más recientemente se han realizado investigaciones sobre el comportamiento gubernamental en materia arqueológica en esa época, lo que ha posibilitado que algunos autores manifiesten que ha existido un manejo patrimonial de esos objetos pertenecientes a este ramo al más puro estilo colonial, en tanto que otros plantean que el tema de las llamadas antigüedades históricas ha sido usado por las autoridades como mecanismo de presión en las relaciones internacionales.10 De acuerdo con esta última postura, no se produce una defensa del patrimonio arqueológico, sino que se percibe un proceder gubernamental que manejó estos bienes de acuerdo con intereses precisos.
Frente a las cinco cajas con 900 objetos que fueron motivo del debate en el caso Charnay, en otras ocasiones se había autorizado la exportación de este tipo de materiales sin necesidad de solicitar una ley; por ejemplo, en 1878 el señor Julio A Skilton solicitó "exportar seis cajas conteniendo antigüedades mexicanas", y no se recurrió al Congreso Nacional para autorizar la exportación. El presidente simplemente dispuso que el director del Museo Nacional pasara "a examinar las referidas antigüedades e informe si puede permitirse la exportación sin que esto implique una pérdida para la arqueología mexicana".11 Esta es una muestra de que una tarea pendiente para analizar el tema de lo arqueológico es recurrir a otro tipo de fuentes y a contextos más generales que nos ayuden a entender las ideas y los mecanismos que siguieron los actores involucrados en estos procesos.
Además, es preciso poner atención a otras evidencias que revelan la magnitud de los procesos de apropiación. No habían pasado meses del debate cuando diversos medios denunciaban que el acuerdo tomado en el Congreso no había tenido el menor de los efectos. El periódico La Voz de México (24 de junio de 1881) daba por sentado que Charnay había saqueado los objetos y había incumplido con los acuerdos. Como afirmó el político y escritor yucateco Eligio Ancona, desde 1880 ya había una decisión sobre el contrato de exportación de los objetos arqueológicos, pues, aunque el Congreso de la Unión había negado que Charnay se llevara las piezas al extranjero, esto era "pecata minuta para ciertos emprendedores, los cuales saben que entre nosotros las vías de hecho son la suprema ley" (Díaz 1990, 53).
Un par de años después, Désiré Charnay (1883) editó un catálogo con la relación de 102 piezas exhibidas en el palacio del Trocadero, producto -parcial, se entiende- de su expedición en México entre 1880 y 1882. Y al año siguiente, el periódico El Siglo XIX (2 de septiembre de 1884) publicó un texto con un tono "nacionalista" para refutar afirmaciones que había realizado un articulista del periódico Le Voltaire de París. El Siglo XIX reprodujo completo el artículo por considerarlo de interés. En ese texto el periódico Le Voltaire reseña una visita al museo del Trocadero, en la que Désiré Charnay hace de guía al autor del artículo, el señor Joe Brescou. El arqueólogo condujo al periodista a la sala donde se exponían las piezas mexicanas, le explicó el significado de los objetos mostrados y finalizó con el reproche de que existirían más piezas en ese recinto, pero que el gobierno mexicano le había confiscado "novecientos objetos", por lo que había "entablado una reclamación diplomática para hacerlos restituir a la Francia".
El periódico El Siglo XIX impugnó esa afirmación aclarando que no existía reclamación diplomática alguna,12 y señaló que el gobierno mexicano no era severo en este asunto, prueba de ello era que ya había permitido la exportación de "una parte de las antigüedades que encontrase; la exportación total de ella habría sido contraria a las leyes de la materia". Los objetos expuestos en el Trocadero eran los objetos arqueológicos que se habían sacado con la venia del gobierno, pero ¿qué proporción del total era la que ya estaba en Francia?, ¿las dos terceras partes que mencionaba el convenio?13 Estos temas no se aclaran en el texto, pero el artículo cierra su defensa del gobierno consolando a los franceses -y a quienes quieran enterarse- anunciando que el caso todavía no estaba decidido, afirmando que, "en virtud de leyes vigentes, las antigüedades que se encuentren en toda la República pertenecían al Gobierno General" (El Siglo XIX, 2 de septiembre de 1884). Por ello tenía la facultad de autorizar la exportación.
Con todo ello, resulta claro que, a pesar de la decisión del Congreso en 1880, Désiré Charnay continuó enviando objetos arqueológicos al extranjero sin contratiempos y sin pudor al tiempo que realizaba destrozos en Tula y Teotihuacán.14 Dice el historiador Guillermo Palacios: "En un libro publicado en inglés en 1887, Charnay había advertido que la extracción y exportación de piezas arqueológicas tenían que ser realizadas en silencio". Es evidente que la recomendación de Charnay "fue leída con atención, pues una revista la reseñó con entusiasmo" y fue seguida puntualmente para la extracción de objetos arqueológicos que ingleses y estadounidenses sacaron de la zona maya (Palacios 2012, 157). Estos son algunos ejemplos que muestran la distancia entre discursos-ordenamientos y la práctica de la preservación del patrimonio en México por parte de sus autoridades de primer nivel.
Puestas así las cosas, la cantidad de objetos que diversos sujetos o "instituciones académicas" se llevaron al extranjero, o la devastación que hicieron en las zonas arqueológicas, no tiene que ver con la existencia de leyes, sino con los recursos y la infraestructura con la que contaban,15 como con el apoyo que obtuvieron de sus respectivos gobiernos y las relaciones que establecieron con las autoridades y las elites mexicanas.
Si los objetos arqueológicos eran una mercancía (Podgorny 2008), o un objeto que los gobernantes usaban a conveniencia ¿dónde queda la supuesta valoración que se tenía de ellos como portadores de información y conocimiento? Para tener un punto de vista al respecto, debemos alejarnos de los discursos del "nacionalismo salvaje", para entrar en las prácticas cotidianas de las elites.
No solamente en el caso de Charnay, sino en todo lo concerniente a las antigüedades prehispánicas, las elites tenían un conflicto no resuelto. Si bien reconocían que había objetos considerados parte del patrimonio nacional, no los valoraban en toda su dimensión. Aspiraban a ser y vivir como los europeos; además querían tener o construirse imágenes del pasado "nacional" similares a las europeas; véase si no lo realizado en pintura y escultura en la época. Por esa razón, las "piedras del teocali sangriento", como denominaron un pequeño monumento construido con vestigios de la antigüedad frente a la Catedral Metropolitana, les resultaban totalmente ajenas. Además, confiaban por completo en que eran los sabios europeos, como Charnay, quienes al llevarse los objetos arqueológicos las estudiarían y difundirían y con ello se lograría el propósito de "servir al progreso de la ciencia" (El Siglo XIX, 2 de septiembre de 1884). Incluso es probable que muchos miembros de las elites, como Justo Sierra en 1880, consideraran que eran los sabios europeos los únicos que podrían hacer ese tipo de investigaciones. "Estos resultados, si los hay, nos han venido de Europa, nos los ha dado el extranjero, las publicaciones si existen se deben a la esplendidez de algún inglés. Esta es la verdad" ("Diario..." 1990, 81-82). Con esta valoración de las elites acerca del patrimonio, Désiré Charnay tenía allanada buena parte del camino para emprender sus exploraciones y sacar del país las antigüedades mexicanas. Como se sabe, además de lo que Charnay se llevó en sus viajes, por decreto expedido el 16 de diciembre de 1899 (Cottom 2008, 129), el presidente Porfirio Díaz también concedió que el aventurero se llevara los 900 objetos que fueron motivo de la discusión en 1880.
Trabajadores y recursos
En el debate que tuvo lugar en la Cámara de Diputados en 1880, el diputado Gumersindo Enríquez también expresó: "Charnay no viene aquí erogando gastos de su bolsillo, él viene representando a una sociedad científica europea; y el gobierno del país donde existe esa sociedad, es quien eroga estos gastos" (Díaz 1990, 69). Su intervención tuvo el propósito de refutar la afirmación de que el explorador era quien había realizado los gastos, pero ¿con qué recursos se llevaban a cabo las exploraciones arqueológicas?, ¿eran solamente los extranjeros en lo individual o sus instituciones quienes aportaban los recursos?.
Se ha documentado que, en su segundo viaje a nuestro país, Désiré Charnay fue patrocinado por el Ministerio de Instrucción Pública francés, el Smithsonian Institution de Washington, y que contó con el apoyo financiero de Pierre Lorillard, banquero franco-estadounidense con intereses de anticuario (Díaz 1990, 9). También se ha dicho que antes de iniciar las exploraciones, todos los participantes en la aventura ya habían decidido cómo dividirse las piezas arqueológicas (Palacios 2012, 136). Este texto pretende rescatar algunas evidencias para resaltar que una buena parte de esos "recursos" fue proporcionada por el gobierno mexicano, o fueron arrebatados por Charnay a la población local, sin que esas circunstancias fueran motivo de controversia en la época.
En la cláusula 13° del convenio celebrado entre el gobierno mexicano y Désiré Charnay se puede leer:
El Ministerio dará conocimiento de este contrato a los gobernadores de los Estados, excitándolos a que dicten las medidas convenientes, no sólo para que no se pongan obstáculos a míster Charnay en la ejecución de sus trabajos, sino para que se le presten toda clase de auxilios por las autoridades locales, con el fin de que le faciliten sus operaciones, y de que se le dé sobre todo plena seguridad, para lo cual se le proporcionarán, gratuitamente, escoltas cuando las pidiere y fueran necesarias ("Diario..." 1990, 64-65).
Si bien, como lo reconoce Charnay (1884, 379), las facilidades que proporcionaron las autoridades locales tenían, aparentemente, como único propósito procurar protección al viajero, al revisar los informes de actividades y los propios textos de Charnay podemos ver que con esas disposiciones gubernamentales se abría la puerta para que los poderes locales le brindaran recursos y trabajadores a fin de que realizara sus actividades, además de escoltas como protección.
Inclusive desde su primer viaje, y aunque no hay evidencias de un contrato formal establecido con cualquiera de los bandos en pugna durante la llamada guerra de Tres Años, existen referencias a la protección de las autoridades y al trabajo que realizaban los lugareños, en ocasiones presionados por los mandos locales (Charnay 1994, 167). Además, en las contadas ocasiones en que abandona la escritura en primera persona, revela quiénes eran los encargados de realizar el trabajo pesado. En 1860: "don Agustín había enviado doce indios a mi servicio a las ruinas para cortar el bosque y limpiar los palacios; el trabajo debía encontrarse ya avanzado y fui a reunirme con ellos" (Charnay 1994, 213-214). Y en 1886: "Los indios nos abren paso con sus machetes." (Charnay 1978, 19). Sin embargo, dilucidar la cantidad y tipo de actividades que llevaban a cabo los lugareños no siempre es fácil, pues Charnay escribió sus textos como si únicamente fuera él quien realizara los trabajos, dada la ignorancia y desidia de los mexicanos.16
En su segundo viaje la opinión sobre los indios no fue mejor. Además de las muchas muestras de racismo, critica particularmente a las 45 personas que se encargaban del trabajo pesado de transportar su equipo y hacer labores de desmonte para sacar a la luz los vestigios arqueológicos (Charnay 1884, 299); también se queja de que cuando solicitaba cargadores y trabajadores le pedían "doble paga y aunque se les requiere oficialmente, se hacen los sordos" (Charnay 1884, 378).
Podría suponerse que eso fue antes de que el nacionalismo de los liberales pusiera coto a los despropósitos de este explorador. Sin embargo, el texto acerca de su viaje a Yucatán en 1886 puede constatar que sus métodos no cambiaron en lo más mínimo, pues en él se pueden reconstruir los lazos que tejía entre los miembros de las elites para facilitar su trabajo. Charnay afirmó que las más altas autoridades se habían puesto a sus órdenes, lo cual no se debe interpretar simplemente como un gesto de cortesía, ya que algunos miembros de las elites le proporcionaron recursos y ayudas diversas con lo que hacían efectivo el apoyo a sus actividades. (Charnay 1978, 28). En esa tercera temporada de exploraciones, Charnay relata que en Izamal "el jefe político o prefecto había tenido la amabilidad de poner algunos indios a mi disposición y hacia fines de enero tenía yo trabajando unos veinte hombres" (Charnay 1978, 13). Es probable, aunque no seguro, que en estas relaciones entre el prefecto y los indios hubiera un pago realizado por Charnay, pero, si existió, seguramente fue limitado e influido por la autoridad política (Charnay 1978, 34).
En ese sentido se puede decir que, aunque también tenía personal al que pagaba un estipendio, el francés aprovechaba las relaciones de dominación establecidas, puesto que, de acuerdo con lo que escribió, a Charnay no le importaba que los indios yucatecos se redujeran a la condición de esclavos, tomando como pretexto los actos de guerra en su contra. (Charnay 1994, 149-154 y Charnay 1978, 31).
En los relatos que hizo de sus distintos viajes, se puede comprobar que el aventurero contó con el apoyo de las elites para extraer las piezas arqueológicas. Fue este apoyo, y la tolerancia de los habitantes de las poblaciones por las que pasó, lo que le permitió sobrevivir y realizar sus exploraciones.17
Aunque los pobladores no quisieran cooperar con él, las amenazas y la fuerza de las autoridades permitieron tanta tropelía (Charnay 1994, 237), o bien la ausencia de estas ocasionaban que Charnay ejerciera la violencia hacía los pobladores para satisfacer sus necesidades, escribiendo sin pudor: "recuerdo que un día me vi obligado a sacar el revólver para procurarme al menos un poco de agua que un indio me rehusaba". Ante lo que califica de "hostilidad por parte de los habitantes del pueblo", se muestra tranquilo con armas en las manos (139). Por ello podemos suponer que una buena cantidad de las personas que estuvieron a su servicio lo estaban de manera coaccionada.
Si bien es un tema todavía por desarrollar, es posible que hayan sido los distintos niveles del gobierno -aunque especialmente el federal- los que proporcionaron la fuerza necesaria para que Charnay concretara sus exploraciones. En la cláusula 2a del proyecto celebrado entre la Secretaría de Instrucción Pública y Désiré Charnay el 1 de julio de 1880, se menciona que durante las expediciones el aventurero costearía los gastos de viaje y los de alimentación personal de un inspector asignado por el gobierno. El aventurero minimiza la importancia de este personaje y lo menciona como uno de sus "compañeros de viaje". "Lorenzo Pérez Castro, a quien el gobierno mexicano había tenido a bien designar para presenciar mis descubrimientos y asociarse a mis trabajos" (Charnay 1884, 279). Pero en ese mismo convenio se establece que el "inspector, por su parte, auxiliará a Mr. Charnay en sus operaciones, en cuanto fuere posible, y no contraríe el ejercicio de sus propias funciones de inspección" (El convenio en "Diario... " 1990, 63-66).
Con ese tipo de decisiones y convenios, se daba carta blanca para que Charnay y otros exploradores aprovecharan los recursos gubernamentales. Adam Sellen ha cotejado los informes del ingeniero militar Lorenzo Pérez Castro y lo escrito por Charnay para demostrar, entre otras cosas, que cuando el explorador escribía que había realizado excavaciones, eran los apoyos del gobierno y sus propios ayudantes los que hacían el trabajo (Sellen 2017).
Se debe decir que los diversos modos de explotación y dominación de los que Charnay se sirvió, no son diferentes de los que empleaban las elites y el gobierno mexicano para la realización de las llamadas mejoras materiales o actividades que llevaban adelante particulares con apoyo gubernamental. En diversos trabajos se ha señalado que las reformas liberales proporcionaron capital y liberaron fuerza de trabajo para el desarrollo de nuevas actividades, pero hace falta recuperar más insistentemente las diversas formas que adoptó el uso del trabajo forzado para la concentración de recursos en manos de las elites porfirianas y sus invitados de honor.
En el caso de la arqueología, probablemente las secciones de zapadores y sus ingenieros profesionales fueron los cuerpos más activos en estas labores, aunque no siempre sean reconocidos los trabajos que efectuaron.18 El uso de trabajo forzado y de empleados del gobierno para la realización de exploraciones arqueológicas oficiales continuó en el siglo XIX, con la publicación de informes escritos y fotografías de esta labor, lo que ya ha sido objeto de reflexión en otros textos (Vázquez 2003, 109).
Una conclusión a la que se puede llegar es que el trabajo de muchas personas se logró debido a la fuerza ejercida por las elites locales (el sacerdote católico, la autoridad civil local, el hacendado o la combinación de varios de ellos) sobre los pobladores que eran motivo de su sujeción, como sucedió cuando Désiré Charnay quiso trasladarse de Cancuc a Tenejapa, donde un sacerdote católico "siempre amable y bondadoso," puso a disposición del aventurero a cuatro indios para que por turnos lo llevaran cargando sobre sus espaldas (Charnay 1994, 251), suceso que dio origen a la imagen "Pasaje de la cordillera".
Armando Bartra señala que utilizar a personas como montura era "una modalidad, entre otras, del sometimiento de las razas de color a los hombres de razón". No era el peor trabajo que los habitantes sometidos a las elites locales debían realizar, pero es seguro que se puede considerar como el emblema de la ignominia (Bartra 2011). Ese "perverso cabalgar" nos muestra una faceta poco recobrada en la construcción de las disciplinas antropológicas en nuestro país y puede ser alegoría del pensamiento con el que se llevó a cabo por ciertos sectores de notables personajes de la época.
Désiré Charnay afirmó que usó ese "transporte" porque era normal en la zona y porque "su montura" estaba acostumbrada a ello. Lo que sí le pareció imperdonable fue el abandono de diversas zonas de Yucatán debido a los indios sublevados, pues las ruinas estaban "degradándose cada día" (Charnay 1994, 173). Es decir, para las elites mexicanas y los exploradores europeos, los indios solamente eran bestias de trabajo y tenían la obligación de reprimir cualquier intento de apropiarse de terreno ricos en yacimientos científicos.
A manera de conclusión: una relación distinta con el patrimonio, una revaloración distinta de los procesos históricos
Por lo dicho anteriormente, el debate de 1880 y sus resultados no son una evidencia de la conciencia sobre el valor de las antigüedades indianas "para la historia de la nación mexicana" (Cottom 2008, 130; y Díaz 1990, 12). Es importante que para quienes así lo pensaron, la figura de Désiré de Charnay resulta contradictoria, pues si bien se reconoció que "perjudicó al país, varias veces con la complacencia del gobierno mexicano", siempre se acaba por magnificar lo que se denominan sus aportaciones a la arqueología mexicana (Cottom 2008, 110). Más recientemente se han buscado nuevas explicaciones partiendo de que existía voluntad y beneplácito del gobierno mexicano al autorizar la salida del país de las llamadas antigüedades indianas, aunque estas posturas tienen diferencias importantes entre sí, como ya se ha mencionado en páginas anteriores. Sin embargo, para avanzar en esclarecer este tema, es preciso cambiar el paradigma en el que nos hemos estancado. Para finalizar este artículo, se mencionan algunas coordenadas a fin de continuar con la investigación.
En los últimos veinte años del siglo XIX las leyes mexicanas protegieron la propiedad privada sobre las antigüedades muebles e inmuebles. La recomendación de que el Museo Nacional adquiriera las piezas que considerara importantes fue atendida débilmente y persistió entre las elites la extendida convicción de que las instituciones y los exploradores extranjeros eran quienes podrían aprovechar las antigüedades para producir conocimientos.
Asimismo, se adujo el bien de la nación al apropiarse de los recursos, la fuerza de trabajo y la tierra de las poblaciones locales, con el fin de realizar exploraciones arqueológicas. A lo largo del siglo XIX, al aplicar la fuerza pública contra los pobladores indígenas que tuvieran o usaran las antigüedades, se esgrimió la bandera de que los objetos arqueológicos, independientemente del espacio donde se encontraran, eran propiedad de la nación, a pesar de que esa prescripción no fue efectiva legalmente sino hasta 1897.
Aunque hubo diferencias entre las elites académicas europeas, estadounidenses y mexicanas al considerar la temporalidad de las civilizaciones prehispánicas o su originalidad versus su desarrollo a partir de un antecedente proveniente de otra parte del mundo, coincidían con las elites económicas y políticas en que había una ruptura entre aquellas civilizaciones y lo que Charnay llamó "la miseria moral" de la mayoría de las poblaciones indígenas.19 Por eso, los locales solo podrían ser vistos como fuerza de trabajo empleada en las actividades de los sabios exploradores.
A lo largo del siglo XX se crearon leyes, instituciones y nuevas ideas para analizar y preservar los vestigios de las sociedades prehispánicas, definidos claramente como propiedad de la nación. También se crearon leyes, instituciones y nuevas ideas para analizar cómo integrar a la población indígena al progreso adoptado por la nación mexicana. De manera mayoritaria, se mantuvo la creencia de que el objetivo era que todos accediéramos a los niveles alcanzados por las sociedades occidentales. Dicho de manera muy simplista, la idea era que los indios abandonaran su idiosincrasia y se integraran a la sociedad moderna, al tiempo que los especialistas académicos rescataban y preservaban el patrimonio arqueológico y las tradiciones culturales de los pueblos. En estos procesos, la recuperación de la obra y figura de personajes como Désiré Charnay fue importante porque sus trabajos se consideran claves para la arqueología, especialmente por el papel que tuvo en la aplicación de la fotografía y las exploraciones arqueológicas (Litvak y López 2013, 182).
Sin embargo, aunque siempre hubo voces que disentían de las posturas oficiales y académicas acerca de cómo concebir el patrimonio e identificar su papel en la construcción de las sociedades, no fue sino hasta fines del siglo XX que esas propuestas se dotaron de bases legales para plantear una nueva relación en la que se pusiera en el centro el respeto a las comunidades originarias. Estas nuevas propuestas, esta nueva valoración del patrimonio y su uso, como ha sucedido a lo largo de los siglos, trae consigo una manera diferente de considerar los logros en la materia.
Dicho rápidamente, se ha puesto en tela de juicio la creencia de que las sociedades occidentales sean el destino obligado de todo el mundo y se ha desechado la tesis del integracionismo cultural y social. Además, en contraposición a lo que pensaban las elites en el siglo XIX, se ha reformado el Artículo 2° de la Constitución nacional para definir la composición de la nación mexicana como pluricultural, "sustentada originalmente en sus pueblos indígenas". Con esta disposición se reconoce una continuidad histórica entre los pueblos indígenas actuales con las sociedades anteriores a la irrupción europea y su derecho a disponer de la tierra y los recursos necesarios para la reproducción de su cultura, para su propio desarrollo y para llevar a cabo sus planes de vida (Derechos 2010, 2).
Otra vez, como en 1880, en el papel y en el discurso todo suena de maravilla, no hace falta argüir aquí que las prácticas muestran gran distancia con esos ordenamientos. Lo que se quiere resaltar es que se sabotea "el derecho al uso y disfrute de los recursos naturales de sus territorios" de los pueblos, con el argumento de que existen "áreas estratégicas y recursos cuyo dominio pertenece en forma exclusiva a la Nación". Como en el siglo XIX, se afirma que hay especialistas formados en la academia que pueden explicar la importancia de esas áreas y recursos de mejor manera que sus habitantes, y que, al hacerlo, la nación tiene un mayor progreso. Sin embargo, ¿no será momento de que los "especialistas" desarrollen otra forma de construir una patria verdaderamente pluricultural, en lugar de proseguir con sus esquemas para imponer las ideas de las elites a las comunidades, argumentando el bien de la nación? Probemos revalorar de otra forma los procesos históricos partiendo de que los valores decimonónicos no son los que requerimos para ese proyecto.