Sumario:
1. Introducción: una historia bilateral plagada de tensiones / 2. Siglo XXI: nuevos desafíos para la relación Argentina-Estados Unidos / 3. El intento de Estados Unidos por reposicionarse en América durante el primer mandato de Obama / 4. La apuesta por el reposicionamiento en América Latina y el Caribe, durante el segundo mandato de Obama / 5. El giro en política exterior con Macri y la visita de Obama / 6. Reflexiones finales
1. Introducción: una historia bilateral plagada de tensiones
Argentina y Estados Unidos comparten un pasado común: fueron colonias. La independencia lograda por las posesiones inglesas en Norteamérica, en 1776, fue un faro para los revolucionarios del Río de la Plata. Sin embargo, ese origen compartido no se tradujo en una relación estrecha entre Washington y Buenos Aires ni en una solidaridad durante las luchas anti-coloniales. La Casa Blanca demoró el reconocimiento de las independencias latinoamericanas y tempranamente, en 1823, planteó la Doctrina Monroe, fuente de esperanzas, recelos y equívocos al sur del río Bravo. La creencia en el destino manifiesto y un temprano expansionismo anexionista fueron convirtiendo a Estados Unidos en una potencia continental, primero, y mundial, después. El apetito por ampliar su territorio, a costa de guerras y conquistas, y consolidar lo que consideraban su patio trasero, produjo un divorcio con las clases dirigentes latinoamericanas, temerosas pero cada vez más dependientes del gigante del norte.
Argentina, desde sus orígenes, miró más hacia Londres y París que hacia Nueva York o Washington. La clase dominante criolla, europeísta, fue tejiendo lazos económicos, políticos, sociales y culturales con el Viejo Continente. Desde finales del siglo XIX, cuando Estados Unidos pretendió erigir una unión aduanera continental, los gobernantes del régimen oligárquico (1880-1916) dificultaron todo lo posible la organización panamericana. Aunque el escepticismo por Bolívar y el proyecto de una patria grande estuvo siempre a la orden del día, no fue por un afán latinoamericanista, sino porque eran temerosos de malquistar a los gobernantes de los países europeos, quienes proveían capitales, préstamos y mercados para las exportaciones agropecuarias.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, hubo idas y vueltas en el vínculo bilateral, limitado por el carácter no complementario de ambas economías y por las trabas estadounidenses a las compras de lanas, carnes y granos argentinos. Desde 1941, la tenaz neutralidad de la Casa Rosada pasó a ser eje de conflicto, luego potenciado por el ascenso de Juan Domingo Perón.
El planteo de la tercera posición y sus políticas nacionalistas y reformistas fueron un desafío para los planes hegemónicos del Departamento de Estado, aunque no al nivel de impedir la creación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) o la aprobación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), dos objetivos estratégicos para Washington.1
En los años cincuenta, la guerra Fría se trasladó al continente americano. Primero, con el golpe contra Jacobo Arbenz en Guatemala y luego, se estableció tras el triunfo de la Revolución cubana. El peligro rojo se había instalado en el “patio trasero”. La respuesta de la Casa Blanca fue una nueva combinación de “garrotes y zanahorias”, o sea agresiones militares y promesas de concesiones económicas. Las relaciones interamericanas volvieron a crujir. Era la hora de la Alianza para el Progreso, la Doctrina de Seguridad Nacional y los golpes de Estado en todo el continente, impulsados por militares entrenados en la Escuela de las Américas.
Arturo Frondizi, a su manera, intentó sacar provecho de la situación, alentando negociaciones con la Casa Blanca, pero su gobierno sucumbió ante los militares. La sucesión de dictaduras en Argentina no allanó la relación con Washington. Complejas alianzas internacionales, apertura al Este mediante diferencias económicas -potenciadas por la crisis de los años setenta-, choques vinculados a la violación de los derechos humanos y, finalmente, la guerra de Malvinas dificultaron mucho más de lo predecible el vínculo bilateral.
La vuelta de la democracia se dio junto con profundas crisis económicas. La elevadísima y fraudulenta deuda externa operó como un elemento disciplinador. En consecuencia, con Raúl Alfonsín, hubo un rápido abandono de tenues posiciones heterodoxas iniciales, en función de un giro realista en la relación con Washington. La confluencia con Ronald Reagan no tardó en llegar. Años después, la dependencia financiera se profundizó, derrota popular mediante, y las relaciones pasaron a ser “carnales”, como nunca antes. Tras el Consenso de Washington (1989), se teorizaba, era necesario asumir el realismo periférico y no confrontar con la principal potencia mundial en un mundo pretendidamente unipolar.2
2. Siglo XXI: nuevos desafíos para la relación Argentina-Estados Unidos
El estallido del 2001, en el marco de un movimiento popular que se vio replicado en buena parte de América Latina, obligó a repensar el vínculo bilateral.
El proyecto estadounidense del Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), que parecía inexorable, fue derrotado hacia 2005, en Mar del Plata. Con límites y contradicciones, emergió un inédito horizonte de integración latinoamericana, por fuera del mandato de Washington.
En América Latina, por esos años, se sucedieron levantamientos populares y derrotas electorales de los gobiernos neoliberales. La Casa Blanca, en consecuencia, debió soportar resistencias en la región, incluyendo las de la Casa Rosada, con la cual tuvo un vínculo ambivalente en la primera década del siglo XXI.
El kirchnerismo (2003-2015) tuvo una relación tirante con Estados Unidos, en particular luego de la visita de Bush a Mar del Plata, cuando se coronó la derrota del proyecto del ALCA. Por su parte, la relación entre Obama y Cristina Kirchner mostró en los últimos años marcadas oscilaciones. La mandataria argentina elogió a su par estadounidense cuando asumió su cargo en 2009. Sin embargo, a fines del 2010, cuando se filtraron los cables de Wikileaks -de los cuales dos mil quinientos referían a la Argentina- emergieron cortocircuitos con la embajada estadounidense en Buenos Aires.
En febrero de 2011, el incidente del avión militar requisado en Ezeiza por el canciller Héctor Timerman profundizó los recelos de la Casa Blanca y pospuso los intentos de acercamiento. La Administración Obama, presionada por la American Task Force Argentina -influyente grupo que defiende a los especuladores y hace lobby en favor de los fondos buitre-, votó en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial en contra del otorgamiento de créditos a la Argentina. En aquel año electoral, el kirchnerismo profundizó su retórica nacionalista y latinoamericanista y las relaciones atravesaron el peor momento. Tras la reelección de Cristina, hubo un tenue acercamiento en la reunión que mantuvo con Obama durante la cumbre del G-20, en Cannes, pero a principios de 2012 reaparecieron las tensiones y se mantuvieron hasta el final de 2015.
3. El intento de Estados Unidos por reposicionarse en América durante el primer mandato de Obama
Menos de tres meses después de su llegada a la Casa Blanca, Obama se encontró con los mandatarios de la región en la V Cumbre de las Américas, la cual se realizó en Puerto España, Trinidad y Tobago, entre los días 17 y 19 de abril de 2009. En su intervención, el flamante mandatario estadounidense realizó un primer intento por afianzar los lazos interamericanos, después del traspié de Bush en Mar del Plata. Intentó también disipar los temores derivados de las agresivas políticas militaristas de su antecesor. Recién asumido, señaló que pretendía relacionarse con la región en otros términos, estableciendo una “alianza entre iguales”.
La reunión en Puerto España revistió una gran importancia, siendo la primera luego del rechazo al alca, con Obama como presidente. Todos los mandatarios buscaban la foto con el primer presidente estadounidense afrodescendiente. Hasta Hugo Chávez tuvo su encuentro cara a cara y aprovechó para regalarle un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, el célebre libro del uruguayo Eduardo Galeano.
Aunque se preveían chispazos entre los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA)3 y el nuevo ocupante de la Casa Blanca, la cumbre mostró un inusual escenario distendido con elogios cruzados y un ambiente de cuidada fraternidad. Sin embargo, no hubo avances concretos y no se firmó una declaración final. Entre otros motivos, esto se debió a diferencias en relación a la exclusión de Cuba a las políticas sobre biocombustibles, y a las acciones frente a la crisis económica mundial.
La Casa Blanca logró inicialmente relajar las relaciones interamericanas y planteó la importancia de la región para la política exterior de Washington. El encuentro personal de Obama con Chávez significó, para muchos, el reconocimiento del liderazgo de su par latinoamericano y una clara muestra del intento de dar una vuelta de página frente a la prepotencia de su antecesor. También hubo un saludo cordial con Evo Morales y Daniel Ortega, dos críticos del imperialismo estadounidense en la región.
Más allá de los gestos, Obama debió enfrentar la posición cada vez más uniforme del resto de los países de la región en cuanto al rechazo a la exclusión de Cuba del sistema interamericano. El gobierno de Raúl Castro obtuvo una gran solidaridad de muchos mandatarios en Trinidad y Tobago.
Como señal de distensión hacia Caracas, Obama anunció el nombramiento de un nuevo embajador en Venezuela, a la vez que Chávez manifestó que nombraría a Roy Chaderton, ex ministro de Relaciones Exteriores y por entonces embajador venezolano ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), como representante en Washington. Esta nueva política regional, o más bien su escenificación en esta reunión cumbre, fue criticada por los sectores conservadores estadounidenses, que demonizan a líderes caracterizados como izquierdistas y populistas y defienden una línea intervencionista sin demasiados reparos. Muchos mandatarios latinoamericanos mostraron en la V Cumbre su confianza y expectativas hacia el nuevo presidente estadounidense, a quien consideraban capaz de revertir las políticas de su antecesor.
Los países de la región, y en especial el eje bolivariano, mostraron que no estaban dispuestos a que Estados Unidos siguiera marcando la agenda. No alcanzaba con la derrota del alca. El tema de la exclusión de Cuba volvía a ser uno de los ejes. En la sesión de clausura de la Cumbre, el entonces canciller brasilero, Celso Amorim, sostuvo que Lula juzgaba “muy difícil que tenga lugar una nueva Cumbre de las Américas sin la presencia de Cuba”.4 Este tema obstaculizó la rúbrica conjunta de una declaración final:
De hecho, no ha habido consenso alguno sobre el documento final de la Cumbre de las Américas -la ‘Declaración de Compromiso de Port-of-Spain’- ya que los miembros del Alba, con el apoyo unánime del conjunto de los países latinoamericanos y del Caribe, se negaron a avalar un texto que no pedía el levantamiento del embargo impuesto a Cuba. Los presidentes anularon la ceremonia de firma de la declaración final y para salvar las apariencias el texto sólo fue rubricado por Patrick Manning, primer ministro del país de acogida y, a ese título, presidente de la Cumbre.5
También hubo divergencias en cuanto a cómo debía enfrentarse la crisis global iniciada en 2008. Asimismo, hubo críticas a la decisión de circunscribir al G-20 el ámbito para debatir cómo salir de la misma.
En los meses siguientes, las expectativas que había generado el ascenso de Obama se transformaron rápidamente en decepción. La continuidad de la IV Flota del Comando Sur -reinstalada por Bush en 2008, luego de cincuenta años, para patrullar las aguas del Atlántico Sur-;6 la ratificación del bloqueo económico a Cuba; el mantenimiento de la cárcel de Guantánamo -a pesar de que Obama se comprometió a desmantelarla ni bien asumió-; la ausencia de progresos en cuestiones migratorias y la no ratificación -al menos durante varios meses- de tratados de libre comercio bilaterales ya firmados, por ejemplo con Colombia, que entró en vigencia recién hacia 2012, provocaron decepción en muchos gobiernos.
Tres años más tarde, Obama debió encontrarse nuevamente con sus pares continentales, en la VI Cumbre de las Américas, que se realizó en Cartagena, Colombia, los días 14 y 15 de abril de 2012. Para el Gobierno estadounidense, la reunión de Cartagena era estratégica porque necesitaba relanzar las relaciones con América Latina. En los últimos años, los países del Sur mostraron un creciente rechazo a los mandatos de Washington. Ya fuera por su responsabilidad en la crisis financiera desde 2008; la persistencia de las sanciones contra Cuba; las políticas duras contra los inmigrantes latinos, como el muro en la frontera con México; las restricciones al ingreso de las exportaciones latinoamericanas (vía subsidios y otros mecanismos para arancelarios), o el histórico intervencionismo, actualizado tras el golpe de Honduras a mediados de 2009, persistía un generalizado sentimiento anti-yanqui que había alcanzado su auge durante la presidencia de George W. Bush, pero que no desaparecía.7
En su intervención en la Cumbre de 2009, Obama había realizado un primer intento por afianzar los lazos interamericanos después del traspié de Bush en Mar del Plata y ahuyentar los temores derivados de las agresivas políticas militaristas de su antecesor. El segundo intento se produjo en la gira presidencial, en marzo de 2011, por Brasil, Chile y El Salvador. Pero allí sólo hubo anuncios acotados, relativos a intercambios académicos, y no hubo ninguna mención sobre las concesiones comerciales reclamadas, por ejemplo, por Brasil.
El tercer intento del líder demócrata fue precisamente en el cónclave de Cartagena. Esta reunión crucial se dio en el contexto de un constante retroceso del comercio entre Estados Unidos y sus vecinos del Sur, pues las importaciones de origen latinoamericano disminuyeron de 51 a 33%, entre 2000 y 2011.8 La contracara era el avance de China, constituido como un socio comercial fundamental para los principales países de la región, además de un creciente inversor. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAl) calcula que, para 2020, 20% de las exportaciones latinoamericanas se dirigirán hacia el gigante asiático. Esto ha producido cambios significativos en la relación de Estados Unidos con lo que históricamente consideró su “patio trasero”.
¿Cuáles eran las necesidades geoestratégicas del Departamento de Estado para la reunión de Cartagena? Alentar la balcanización latinoamericana, ninguneando organismos como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) para reposicionar a la OEA. Asimismo, el Departamento buscaba morigerar el avance chino, ruso, indio e iraní, pues el énfasis estaba puesto en los crecientes vínculos del por entonces presidente iraní Mahmud Ahmadineyad con Venezuela, Cuba, Nicaragua y Ecuador.
Además, la estrategia de la Casa Blanca para debilitar al eje bolivariano incluía una aproximación a Brasil y Argentina, con el fin de contener la influencia de Chávez en la región.9 Pero también existían necesidades económicas, potenciadas por la crisis estadounidense que llevó al desempleo a 9%. Como señaló Obama en reiteradas oportunidades, un objetivo de su política exterior era exportarle más a América Latina, para ayudar a equilibrar la cada vez más deficitaria balanza comercial estadounidense.10
Por razones electorales, el líder demócrata necesitaba volver a enfocar su atención en el Sur: sus aspiraciones reeleccionistas lo obligaban a pelear por el voto latino. Sin embargo, el electorado de ese origen no es uniforme. Obama debió transitar, en consecuencia, un equilibrio poco coherente. Por un lado sobreactuaba las políticas duras hacia Cuba y Venezuela (para generar simpatías, por ejemplo, en el electorado anticastrista de Miami); por otro, pretendía mostrarse en sintonía con los demás países de la región, que desplegaron una activa campaña en contra del bloqueo a Cuba y de su exclusión de las cumbres interamericanas.
Como la población latina crece incesantemente en Estados Unidos, se transforma en un claro objetivo de demócratas y republicanos. Estos últimos criticaban a Obama por haber descuidado la región, mostrarse demasiado blando con los Castro y Chávez, y haber permitido el avance del eje bolivariano. El presidente tenía pocos éxitos para mostrar en su relación con la región. Por eso, era clave la cumbre de Cartagena, que se realizó apenas seis meses antes de las elecciones presidenciales.
Del lado latinoamericano, la antesala de la cumbre mostró las contradicciones existentes entre los países de la región. Por un lado, se encontraban los gobiernos más afines a Washington (México, Honduras, Colombia, Chile y Costa Rica), los cuales dependen más de Estados Unidos. Sus gobiernos, con matices, despliegan políticas económicas neoliberales; quieren ampliar el comercio con Estados Unidos a través del Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica, e impulsan la Alianza del Pacífico, un engendro neoliberal aplaudido por Estados Unidos. Pero la sujeción a Washington es más sutil y matizada que hace una década.
En las antípodas, se ubica el eje bolivariano impulsado por Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua. Los países del Alba plantearon impostergable la inclusión de Cuba y pugnaron, junto a aliados clave como Brasil y Argentina, para que en Cartagena se debatiese sobre el bloqueo estadounidense a la isla, así como sobre la cuestión de las islas Malvinas, consideradas como un resabio colonial inaceptable en América Latina.
Los países del Mercado Común del Sur (Mercosur), con Brasil a la cabeza, conformaban un tercer grupo. Éstos apuestan por la integración, a través de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), pero no confrontan abiertamente a Estados Unidos. Asumen una posición distinta a la de los dos primeros grupos: los gobiernos de estos países tienen acuerdos y tensiones con Estados Unidos; no se sumaron al reclamo explícito del Alba, de incluir a Cuba en Cartagena. Pero, a la vez, participaron en distintas instancias de integración regional con el Gobierno de La Habana y se unieron, ya en Cartagena, al reclamo general para terminar con el aislamiento del régimen castrista. Su intervención en esta cumbre fue clave para dirimir el rumbo de la misma. Un dato fundamental es que ésta fue la primera Cumbre de las Américas que se realizó tras el establecimiento efectivo de la Unasur y de la CELAC. Muchos países de la región, que no atravesaban las crisis económicas y políticas de Europa y Estados Unidos, pretendieron -y en parte lograron- que se manifestase en la reunión esta nueva correlación de fuerzas continental.
La cubanización previa a la Cumbre trastocó los planes de Estados Unidos y del país anfitrión, Colombia. Los países del Alba plantearon al Gobierno colombiano, el 7 de febrero, que debía invitar a Cuba. Aunque La Habana sostiene desde 2009 que no volverá a la OEA, declaró que pretendía participar en las Cumbres de las Américas. El Departamento de Estado insistió en que Cuba debía realizar reformas democráticas antes de reincorporarse. Fundamentó la negativa a incluir a Cuba en una cláusula democrática aprobada en la III Cumbre, en 2001. La líder ultraconservadora Ileana Ros-Lehtinen, senadora por Florida y presidenta del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara Alta, exigió a Obama que boicoteara la Cumbre en caso de que Colombia optara por invitar a Cuba.11
Santos, por su parte, resolvió viajar a la isla el 7 de marzo, para entrevistarse con Raúl Castro y con Chávez, en vistas de hallar una solución que evitara el naufragio de la reunión. Allí, anunció que Cuba no participaría, pero que se entablarían negociaciones para garantizar su presencia en la siguiente Cumbre (Panamá, 2015). A poco de iniciarse el cónclave, sin la asistencia de Castro, el Departamento de Estado y la Cancillería colombiana temían que el caso Cuba acaparase toda la atención, como en buena medida ya había ocurrido en Trinidad y Tobago en 2009. Aunque en esa oportunidad Obama acababa de asumir y todavía había esperanzas en algunos gobiernos de la región de que flexibilizara su política hacia La Habana. Ello operó como fuga de las tensiones interamericanas.
Más allá de la resolución final, el eje bolivariano se anotó un triunfo de entrada. Al cubanizar todos los debates previos a la Cumbre, logró justo lo contrario de lo que Estados Unidos necesitaba. El bloqueo, la base en Guantánamo y la exclusión de la Isla del sistema interamericano son temas que necesariamente alejan a Washington de los países latinoamericanos.
El temario formal de la reunión abarcaba los siguientes puntos: seguridad; acceso y utilización de tecnologías; desastres naturales; reducción de la pobreza y las inequidades; cooperación solidaria e integración física de las Américas. En su convocatoria, la Cancillería colombiana insistió en que el objetivo era arribar a resultados tangibles y concretos. Este énfasis tenía que ver con una apreciación bastante generalizada, incluso al interior de los cuerpos diplomáticos, de lo infructíferas que son estas reuniones en cuestiones de integración, infraestructura, desarrollo tecnológico conjunto y comercio. Hasta ahora, las Cumbres constituyen más bien debate político.
Estaba prevista la realización de cuatro foros, entre el 9 y el 13 de abril, sobre jóvenes emprendedores, pueblos indígenas y afrocolombianos, sector laboral y sector civil, y diversos foros preparatorios de actores sociales. Sin embargo, la atención general estuvo centrada en los debates presidenciales que se realizaron el 14 y 15 de abril. El último día, los mandatarios tuvieron una extensa reunión confidencial a agenda abierta.
Además del bloqueo económico y la exclusión de Cuba del sistema interamericano, los préstamos, las restricciones comerciales y el reclamo argentino por Malvinas, la cuestión del narcotráfico se planteó como una problemática central. En las semanas previas a la Cumbre, los Gobiernos colombiano y guatemalteco plantearon la necesidad de legalizar y regular el comercio de algunas drogas.
El fracaso de la guerra contra las drogas, impulsada por Estados Unidos desde el gobierno de Nixon, llevó a los países de la región a proponer un cambio de paradigma. La Unasur anunció que en la reunión ministerial que realizaría al mes siguiente, en mayo, discutiría alternativas para abordar la problemática. El Departamento de Estado debió resignarse a aceptar la inclusión de este debate en Cartagena, aunque su vocero, Michael Hammer, declaró que la despenalización es un camino al que Washington se opone.12 Entre el 12 y el 14 de abril, se llevó a cabo la Cumbre de los Pueblos, una reunión alternativa organizada por diversos movimientos sociales, la cual desarrolló una agenda totalmente distinta a la del encuentro oficial. Sin el despliegue que tuvo la contra cumbre de Mar del Plata, en 2005, esta reunión profundizó los debates sobre la otra integración posible.13
¿Cuál fue el saldo de la Cumbre de Cartagena? Por tercera vez consecutiva no hubo consenso para firmar la declaración final. Fue el cónclave al que más jefes de Estado faltaron (Correa, Chávez, Ortega y Martelly). Quedó claro que Washington ya no domina como antes: los tres temas principales de debate fueron planteados por los países latinoamericanos, a pesar de los deseos de la Casa Blanca. Hubo consenso de 32 países en dos temas prioritarios: Cuba y Malvinas.
Mientras los mandatarios latinoamericanos se pronunciaron por el fin del bloqueo y la exclusión de Cuba y por los reclamos argentinos de soberanía sobre las Islas, Estados Unidos y Canadá boicotearon la inclusión de estos tópicos en la declaración final. Se debatieron otros temas polémicos: lucha contra el narcotráfico (se planteó el fracaso de la guerra a las drogas impulsada hace cuatro décadas por Washington), políticas migratorias (se criticaron las duras políticas estadounidenses para combatir la inmigración latina), proteccionismo (barreras arancelarias y no arancelarias, como las que Estados Unidos utiliza para limitar algunas exportaciones agropecuarias de los países latinoamericanos).
El presidente colombiano Santos, el anfitrión, se distanció de su antecesor Uribe y se ofreció como un mediador en el tema de Cuba, intentando emular a Frondizi, quien pretendió mediar entre Kennedy y Castro antes de la expulsión de La Habana del sistema interamericano, en enero de 1962.14 En forma paralela, y aprovechando la visita de Obama, los Gobiernos de Estados Unidos y Colombia anunciaron la implementación de un tratado de libre comercio bilateral (negociado en 2008 por Uribe y Bush), siendo éste uno de los pocos logros concretos que Washington obtuvo en Cartagena, aunque fue al margen de la Cumbre.
En síntesis, los esfuerzos de la administración Obama para revertir la decepción latinoamericana por sus políticas hacia la región resultaron infructuosos. Ni siquiera el presidente colombiano, aliado estratégico en América del Sur, respondió a las expectativas de la Casa Blanca: en su discurso de apertura, le señaló a su par estadounidense que eran anacrónicos el bloqueo y la exclusión de Cuba de estas reuniones.
En Cartagena, en definitiva, se puso de manifiesto la relativa pérdida de influencia estadounidense, tanto desde el punto de vista económico como político. Tras la reunión de Trinidad y Tobago, en 2009, se profundizó una integración latinoamericana alternativa, en torno al Alba, y una creciente coordinación y concertación política, alrededor de la Unasur y la CELAC, una suerte de OEA sin Estados Unidos. Allí, los 33 países de América Latina y el Caribe dieron algunos pasos hacia la construcción de la ansiada integración regional15 y empezaron a desarrollar una agenda propia.
Si en 2005 se dijo que Mar del Plata había sido la tumba del alca, parecía que Cartagena iba a ser la tumba de las Cumbres de las Américas. Los países del Alba ya habían dicho explícitamente en 2012 que si Cuba no era invitada, no volverían a participar en este tipo de encuentros. Argentina y Brasil también se habían expresado en un sentido similar. Sin embargo, el anuncio conjunto entre Obama y Castro, en diciembre de 2014, del inicio de las relaciones bilaterales y la invitación que el Gobierno panameño extendió al de la isla para participar en la Cumbre, cambiaron el escenario del siguiente encuentro continental.
4. La apuesta por el reposicionamiento en América Latina y el Caribe, durante el segundo mandato de Obama
El miércoles 17 de diciembre de 2014, el presidente estadounidense anunció, casi a la par de Raúl Castro, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas bilaterales. La explicación de este cambio en la política del Departamento de Estado no es unívoca sino que responde a la convergencia de una serie de factores, siendo el más importante el geopolítico.16 Con esta audaz jugada, el gobierno de Washington pretende recuperar su histórica posición hegemónica en América Latina y el Caribe y eliminar lo que Cuba representaba: el mayor foco de resistencia antiestadounidense en el continente, inspirador de múltiples movimientos revolucionarios y de liberación nacional.
A lo largo del siglo XXI, Nuestra América avanzó como nunca antes en un proceso de integración regional, fuera de la órbita de Washington. La Unasur y la CELAC, como instancias de coordinación política, por un lado, y el proyecto de integración alternativa del Alba-TPC, por otro, fueron iniciativas que horadaron el histórico poder de Estados Unidos.
Luego del fracaso que resultó para Washington la Cumbre de las Américas realizada en Cartagena, Obama pretendió recuperar la iniciativa en las relaciones interamericanas, detener el avance de potencias extra regionales (fundamentalmente China) y limitar las aspiraciones de Dilma Rousseff de transformarse en vocera de América del Sur vía el Mercosur o la Unasur.
Por eso, la Alianza del Pacífico es fundamental para el reposicionamiento de Washington en la región. A través de la misma, se pretende atraer a los países disconformes con el Mercosur, como Uruguay y Paraguay, y reintroducir políticas neoliberales que tanta resistencia popular generaron en las últimas dos décadas.
El anuncio de la distensión con Cuba debe entenderse en ese contexto, ya que podría eliminar una de las principales causas de fricción con los países de la región. La Cumbre de Panamá, realizada el 10 y 11 de abril de 2015, fue un escenario interesante para medir hacia dónde van las relaciones interamericanas y cuál es el margen que mantienen los países bolivarianos para seguir impugnando la política de Estados Unidos en la región, a partir de la distensión entre los Gobiernos de Washington y La Habana y de la invitación del Gobierno anfitrión a Raúl Castro para participar en este encuentro.
La foto del cónclave de Panamá fue la del histórico encuentro entre Obama y Castro. Los grandes medios de comunicación y la derecha continental destacaron el supuesto triunfo diplomático de Estados Unidos, quien habría desbaratado los argumentos antiimperialistas del eje bolivariano y la izquierda latinoamericana. La activa diplomacia del Departamento de Estado desactivó los dos temas más ríspidos. Por una parte, prometió a Cuba revisar su inclusión en la lista de supuestos patrocinadores del terrorismo, de modo que el 14 de abril Obama presentó ante el Congreso esa solicitud. Por otra parte, Estados Unidos envió a Thomas Shannon a Caracas para iniciar conversaciones con el Gobierno de Nicolás Maduro, tras las tensiones generadas a partir de la orden ejecutiva del 9 de marzo, en la cual declaró a Venezuela como una “amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional estadounidense”.
Obama visitó Jamaica antes de arribar a la Cumbre, y allí se reunió con los países de la Comunidad del Caribe (Caricom), para intentar alejarlos de la influencia venezolana a través del Alba y Petrocaribe. Estos analistas se ilusionan con el agotamiento de las experiencias “populistas” y auguran la ampliación de la Alianza del Pacífico. Destacan que Obama impuso su agenda a favor de la democracia y los derechos humanos. Éste no se privó de reunirse con representantes de la “sociedad civil” cubana, o sea, con reconocidos disidentes, y participó en reuniones con los grandes empresarios de la región. Además, recibió la felicitación de todos los mandatarios, quienes elogiaron su apertura hacia Cuba, lo contrario que había ocurrido en la Cumbre de Cartagena, tres años atrás.
Obama logró neutralizar a Brasil. Incluso se anunció una visita de Dilma Rousseff a Washington para junio, cerrándose así el incidente derivado del espionaje que se conoció en 2013. Sólo tuvo que soportar las “críticas anacrónicas” de los “populistas más recalcitrantes”: Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega, Cristina Kirchner y Nicolás Maduro, aunque este último hizo un llamamiento al diálogo y tuvo un encuentro bilateral con Obama. Sin embargo, ese balance expresa más los deseos de la derecha continental que la realidad.
Lo cierto es que en la Cumbre, una vez más, se expresaron las tensiones que atraviesan el sistema interamericano y la relativa pérdida de hegemonía de Estados Unidos en la región. El 3 de abril, apenas una semana antes de la Cumbre, la propia subsecretaria de Estado Roberta Jacobson, en una conferencia de prensa, debió admitir su “decepción” por el rechazo continental a la acción de su gobierno contra Venezuela. Fue la primera vez en la que participaron los 33 países de Nuestra América, incluida Cuba, lo cual forzó a Estados Unidos a reconocer el fracaso de sus agresivas políticas contra la isla y a negociar con el gobierno revolucionario. Este giro no respondió a la voluntad de Obama, sino a la lucha del pueblo cubano y a la solidaridad del resto del continente. La persistente demanda de la Unasur, la CELAC y el Alba cosechó sus frutos en Panamá.
Estados Unidos debió ceder ante La Habana, que no apuró la apertura de las embajadas. Raúl Castro mantuvo sus banderas en alto, solidarizándose con el Gobierno de Venezuela. Obama no logró imponer una declaración final consensuada y los mandatarios reclamaron la derogación de la orden ejecutiva contra Venezuela. El presidente estadounidense no solamente fue criticado, como era previsible, por sus pares del eje bolivariano, sino también por la mandataria argentina.
Cristina Kirchner habló en el plenario del 11 de abril, luego del esperado discurso de Castro, y se quejó cuando Obama abandonó la sala de reuniones, para no escuchar sus críticas: “No importa, alguien se lo contará”, ironizó. Declaró que era ridículo considerar que Venezuela pudiera ser una amenaza para Estados Unidos, con las diferencias abismales entre sus presupuestos militares, y lo comparó con el absurdo de Gran Bretaña de justificar la creciente militarización del Atlántico Sur, por la supuesta amenaza argentina.
Kirchner habló del narcotráfico, señalando que debían hacerse cargo los países consumidores y los que posibilitaban el financiamiento y el lavado del narcodinero a través de los paraísos fiscales, en una alusión directa a Estados Unidos. Destacó la histórica presencia de Cuba, explicando que era un triunfo de la Revolución cubana, distanciándose de quienes felicitaron a Obama como si fuera su iniciativa. También criticó directamente al mandatario estadounidense por haber dicho que no quería quedar encerrado en las disputas del pasado, tras lo cual repasó la historia de las intervenciones, invasiones y golpes de Estado en la región, refiriéndose a las nuevas modalidades de injerencia imperial. Reclamó por la soberanía de las Malvinas, exigió la salida al mar de Bolivia, la independencia de Puerto Rico, el retiro de las bases militares de Estados Unidos esparcidas por toda la región, la indemnización a Panamá por la invasión de 1989 y criticó las políticas económicas neoliberales que siembran el hambre, la pobreza y el atraso en todo el continente.
Si desde los anuncios de diciembre de la distensión con Cuba se pensaba que esta Cumbre escenificaría la pérdida total de la influencia bolivariana y la aclamación de Obama como el gran pacificador de la región, en marzo, la situación cambió. La torpe ofensiva contra Venezuela generó una amplia oposición continental y obligó a Obama a operar para desactivar la tensión regional. El mandatario estadounidense fue a Panamá en busca del reposicionamiento del sistema interamericano -en torno a la OEA y las Cumbres de las Américas-, como forma de debilitar la integración de Nuestra América, con organismos como el Alba, la Unasur y la CELAC, en los cuales no participa Washington.
5. El giro en política exterior con Macri y la visita de Obama
La visita de Obama el 23 y 24 de marzo de 2016, respondió a distintos objetivos; el principal, de carácter geoestratégico. La Casa Blanca apostaba por reposicionarse en la región, después de una década del relativo relajamiento de su hegemonía. Estados Unidos procuraba debilitar a los países bolivarianos y también limar las iniciativas autónomas que impulsó el eje Brasil-Argentina. Buscaba un realineamiento del continente y debilitar las iniciativas de coordinación y cooperación política, como la Unasur y la CELAC, reposicionando a la OEA, cuya sede, desde 1948, está en Washington, a escasos metros de la Casa Blanca.
El triunfo de Macri impulsó una restauración conversadora en Nuestra América, que continuó con la derrota del chavismo en las elecciones legislativas en Venezuela, la ofensiva destituyente contra el gobierno de Dilma Rousseff en Brasil y la derrota de Evo Morales en su intento de habilitar una nueva reelección en Bolivia. Hasta ahora la derecha solo logró recapturar mediante elecciones un gobierno, en la Argentina, y Obama buscaba impulsar a Macri como un líder que terminara de inclinar el tablero político regional, atacando a los adversarios de Washington. Ejemplo de ello fue que el presidente argentino, en la Cumbre del Mercosur, acusó a Venezuela de no respetar los derechos humanos.
La gira procuró también atraer el crucial voto latino en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. El partido demócrata pretendía volver a generar entusiasmo en el cada vez más numeroso y decisivo electorado latino. Mostrarse interesado por la región podía motorizar el apoyo de millones de hispanos a la candidatura de Hillary Clinton, en detrimento del xenófobo e hispanofóbico Donald Trump. Además, Obama logró contrarrestar las críticas ultraconservadoras que cuestionaban su viaje a Cuba. La derecha lo cuestionó por legitimar lo que ellos llaman la dictadura castrista y, por eso, Obama pretendió licuar esas críticas incluyendo en la gira la visita a Macri, el líder de la nueva derecha regional.
Obama también vino a impulsar el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés). Si bien la Argentina no es uno de los doce signatarios originales de este acuerdo, firmado en febrero de 2016, la expectativa, tal como declararon Macri y la canciller Susana Malcorra, es que se aproxime a la Alianza del Pacífico y, eventualmente, se incorpore al TPP. Esa suerte de nuevo alca, con el que Estados Unidos procuraba horadar la expansión económica y comercial china, implicaría una mayor apertura económica y una disminución aún mayor del alicaído mercado interno argentino, en beneficio de las grandes trasnacionales estadounidenses y en perjuicio de las empresas locales y de los trabajadores en general. Implicaría, además, un golpe fuerte al propio Mercosur.
Obama también vino a promover las inversiones estadounidenses y los intereses comerciales de sus empresas. Su gobierno criticó fuertemente a los Kirchner por el supuesto proteccionismo que limitaba las importaciones, pero en realidad Estados Unidos goza de un amplio superávit comercial con la Argentina y protege a sus productores agropecuarios con medidas paraarancelarias, provocando pérdidas millonarias para nuestro país, que hace tres años debió recurrir a la Organización Mundial del Comercio (OMC) para frenar esas arbitrariedades.
Como es habitual, el presidente estadounidense hizo lobby para que las empresas de su país -muchas de las cuales dependen de acuerdos con el Estado, como el caso de la petrolera Chevron- obtengan tratos preferenciales por parte del Gobierno argentino. Con este objetivo, la Cámara de Comercio de Estados Unidos en la Argentina organizó una gran actividad, en las imponentes instalaciones de la Sociedad Rural Argentina, a la cual finalmente Obama y Macri no asistieron para evitar la movilización de agrupaciones populares de izquierda que marcharon allí para repudiarlos.
La visita pretendió, además, que dependencias del Gobierno de Estados Unidos, como el Pentágono o la Administración para el Control de Drogas (DEA por sus siglas en inglés), recuperen posiciones y puedan tener una injerencia mayor en temas internos muy sensibles, como el de la seguridad. Con la excusa del narcotráfico y el terrorismo, Estados Unidos desplegó decenas de bases militares por toda Nuestra América.
En la mayoría de los países de la región se cuestiona este intervencionismo estadounidense y se plantea el fracaso de la “guerra contra las drogas” promovida desde el gobierno de Nixon, en los años setenta. Se cuestionan también las instituciones heredadas de la Guerra Fría como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y se impulsa su reemplazo por otras nuevas, como el Consejo Suramericano de Defensa.
A contramano de esa tendencia, desde el macrismo, se explora un nuevo alineamiento. La ministra de seguridad Patricia Bullrich viajó a Washington en febrero, para reunirse con funcionarios de la DEA y del FBI, en función de profundizar la “cooperación”. Parte de los acuerdos bilaterales firmados durante la visita de Obama tienen que ver con avanzar en esa línea.
6. Reflexiones finales
Con la visita de Obama, la Casa Blanca procuraba transformar a la Argentina -que tantas veces dificultó sus proyectos hegemónicos a nivel continental- en el nuevo aliado que legitimara el avance de las derechas en la región. El mandatario estadounidense lo repitió varias veces en Buenos Aires: Macri es el líder de la nueva era, el ejemplo a imitar. ¿Marcha la Argentina hacia un realineamiento con Estados Unidos? ¿Empujará en ese sentido a los demás países de América Latina y el Caribe? Todavía es prematuro vaticinar este giro pero, sin duda, a eso apunta Estados Unidos, y ese es el motivo principal por el cual pretende estrechar lazos con el nuevo Gobierno argentino.
El gobierno de Macri instrumenta una nueva política exterior, profundizando el alineamiento con Estados Unidos y Europa. Pretende aprobar este año un tratado Mercosur-Unión Europea, avanzó en la liberalización del comercio con Estados Unidos, tras la visita de Obama, y no descarta sumarse al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), firmado en febrero por doce países. En junio se aprobó el ingreso de Argentina como observadora en la Alianza del Pacífico y Macri participó, el 1 de julio, en la Cumbre de presidentes de esa asociación. Allí retomó la idea de avanzar hacia mecanismos de integración que promuevan el libre comercio y que atraigan inversiones extranjeras.
América Latina asiste a una ofensiva restauradora, impulsada por Estados Unidos y las derechas vernáculas, que pretenden retomar la iniciativa, después del auge del llamado “ciclo progresista”. Como señalamos más arriba, la asunción de Macri, el triunfo electoral de la oposición en las legislativas en Venezuela en diciembre, la derrota de Evo Morales en el referéndum de febrero y el proceso de destitución de Dilma Rousseff son los exponentes más salientes del cambio político a nivel regional.
Ahora Estados Unidos y sus aliados intentan desplazar al gobierno chavista de Nicolás Maduro -en agosto, Brasil, Paraguay y Argentina bloquearon su asunción a la presidencia pro tempore del Mercosur-, para clausurar el desafío que supo enarbolar el eje bolivariano. La crisis económica que asola a los países de la región tras la caída del precio de las materias primas genera condiciones propicias para este reposicionamiento del país del norte.
La virtual parálisis del Mercosur, la Unión de Naciones Sudamericanas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños lleva a la Casa Blanca a intentar reposicionar a la Alianza del Pacífico y a la Organización de Estados Americanos, que en los últimos años había sido opacada por los mecanismos de coordinación y cooperación política exclusivamente latinoamericanos.
Estados Unidos logró, en febrero, que tres países latinoamericanos (México, Perú y Chile) firmaran el TPP, cuyo objetivo geoestratégico es frenar el avance económico chino. La canciller argentina, Susana Malcorra, declaró en diciembre que el alca no era más una mala palabra para Argentina. Macri impulsa una rápida concreción de un acuerdo comercial con la Unión Europea, liberaliza el comercio bilateral con Estados Unidos -aunque se siguen posponiendo el ingreso de limones y carnes argentinos al mercado del norte, pese a las resoluciones de la OMC y las sucesivas promesas de la Casa Blanca- y se muestra a favor de una convergencia con la Alianza del Pacífico. Además de los ya citados, Estados Unidos impulsa el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) y uno sobre servicios (TISA), todos en el mayor de los secretos, a espaldas de las sociedades que se verían afectadas.
En este crítico contexto, y como ya ocurrió una década atrás, empieza a organizarse en la región y en la Argentina una resistencia contra esta ofensiva en pos de la firma de tratados de libre comercio. En los próximos meses, el avance o freno de estas iniciativas estará entre los principales temas de la agenda bilateral entre Argentina y Estados Unidos y será uno de los ejes de debate en el sistema interamericano en su conjunto.