INTRODUCCIÓN
El conjunto conventual de San Francisco Tzintzuntzan tiene sus antecedentes en la capilla y convento de Santa Ana, fundados por fray Martín de Jesús en las laderas del cerro Tariácuri a finales de 1525. Luego, alrededor de 1537, los franciscanos decidieron reconstruirlo en el valle donde ahora se encuentra. Desde entonces, y en distintos momentos del periodo virreinal, se construyeron, reconstruyeron, ampliaron, repararon o demolieron sus edificios y elementos arquitectónicos que lo componían (fig. 1).2 Algunos de ellos sucumbieron con el paso de los años, desapareciendo por completo o dejando pocos vestigios; otros cambiaron su uso en menor o mayor proporción, incorporando elementos que les permitió adaptarse a nuevas circunstancias y dinámicas sociales. La historia del conjunto conventual de Tzintzuntzan durante el virreinato, es una historia de larga duración tan inalterable como cambiante, que ofrece una ventana a las dinámicas socioculturales, económicas y políticas de la comunidad, y a la estrecha relación de esta con los frailes mendicantes.
No obstante, a pesar del interés que reviste la historia de un complejo arquitectónico de tal naturaleza, las investigaciones al respecto son escasas o le dedican poco espacio.3 La mayoría de estudios relacionados con Tzintzuntzan se han enfocado más a la llegada de los españoles y a los primeros años de la evangelización, incluyendo lo relacionado con el cambio de la diócesis de este lugar hacia Pátzcuaro, promovido por el obispo Vasco de Quiroga.4 Otras investigaciones se han centrado más en el Tzintzuntzan prehispánico,5 en estudiar la Relación de Michoacán, o en estudios de corte antropológico y de temporalidad más reciente,6 igualmente útiles para entender determinados procesos relacionados con nuestro tema de interés, pero sin abocarse al conjunto conventual. En los últimos años se han presentado investigaciones que revelan otra parte de la historia de la antigua capital tarasca durante la época virreinal, como los de Felipe Castro7 y Nicolás Paniagua,8 que si bien no colocan a los franciscanos como los protagonistas de su discurso ni al conjunto conventual como escenario principal, sí los integran a su narrativa como parte de la historia tan compleja, como es la de Tzintzuntzan.
Los objetivos de este trabajo son presentar un esbozo del papel que tuvo el conjunto conventual en la provincia de Michoacán; la importancia de los frailes en la doctrina que atendían y los usos de cada uno de los espacios que componían dicho conjunto conventual.9 El estudio se deriva de la tesis doctoral titulada: El conjunto conventual de San Francisco, Tzintzuntzan, en la época virreinal (1525-1766),10 cuya metodología está apoyada en la historia social, la historia cultural y la historia de la arquitectura, misma que cobra cuerpo a partir del análisis e interpretación de la información obtenida de fuentes bibliográficas, documentos manuscritos, cartografía de la cuenca lacustre de Pátzcuaro y la provincia franciscana, así como en el estudio de los vestigios del conjunto conventual en cuestión. En efecto, parte importante de este trabajo está sustentado en la lectura de los vestigios materiales y espaciales, como documento por sí mismos.
EL CONJUNTO CONVENTUAL Y LA PROVINCIA DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Para explicar la importancia de la labor de los franciscanos y del conjunto conventual como institución en la doctrina de Tzintzuntzan y en la provincia de Michoacán, consideramos necesario remontarnos a la génesis de la conquista militar y espiritual de estas tierras. Como antecedente, debe recordarse que después de la conquista de México-Tenochtitlán, la ocupación de Tzintzuntzan fue un objetivo a seguir por parte de los españoles, ya que al ser la cabecera religiosa, política y económica del señorío tarasco, su control permitiría el aprovechamiento de los recursos naturales y humanos de un amplio territorio, así como la avanzada hacia el occidente novohispano y una salida hacia el océano pacífico. Pero lograr el control militar, habría sido mucho más complicado sin la labor de los misioneros mendicantes, quienes a través de la evangelización y adoctrinamiento, apoyados por indios de origen tarasco ya adoctrinados, apaciguaron a los naturales de numerosos pueblos, contribuyeron a su conversión cristiana y a integrarse a nuevas formas de vida basadas en normas europeas pero con remanentes prehispánicos.11
En cuanto a la importancia del conjunto conventual, se puede destacar que desde que los frailes levantaron la primera capilla católica en la antigua capital tarasca, a finales de 1525, como visita de la recién creada Custodia del Santo Evangelio de México, esta se convirtió en el centro de operaciones para la difusión de la religión católica en el occidente novohispano. A partir de este establecimiento, un pequeño grupo de religiosos se organizaban para salir a evangelizar y administrar los sacramentos en numerosos pueblos de indios, primero alrededor de la laguna de Tzintzuntzan (lago de Pátzcuaro), como Cocupao, Santa Fe, Purenchécuaro, San Jerónimo, Erongarícuaro y Pátzcuaro, y después hacia todas direcciones, como Uruapan, Zacapu, Acámbaro, Zinapécuaro, Ucareo, Etzatlán y Zapotlán, entre otros, a pesar de que no contaban con los medios ni recursos necesarios para que su actividad misional fuera constante y tuviera un impacto a corto plazo.12 Con el pasar de los años, sin embargo, fueron llegando a Michoacán varios grupos de religiosos europeos para apoyar la labor evangelizadora en el territorio franciscano, logrando en las siguientes décadas la fundación de una veintena de conventos y capillas de visita en toda la sierra central de Michoacán y Jalisco, suficientes para que se formara en 1536 la Custodia de los Santos Apóstoles de San Pedro y San Pablo de Michoacán y Jalisco, con una extensión que abarcaba cerca de la mitad de la actual República Mexicana.13
Es conocido que en ese año se le confirió a don Vasco de Quiroga el cargo de obispo de la diócesis de Michoacán, quien recibió la bula en México a principios de 1537 e hizo formalmente la toma de posesión el 6 de agosto de 1538 —dice Martínez Baracs— en la capilla de Santa Ana que los franciscanos habían abandonado.14 A la llegada de Quiroga a Tzintzuntzan, la gente del lugar y los frailes fueron testigos de la toma de posesión.15 Dice Warren que al día siguiente todo el grupo del obispo electo, los sacerdotes y las autoridades civiles ya se habían pasado a Pátzcuaro,16 donde se llevaría a cabo la nueva fundación. No así Quiroga, quien siguió residiendo en Tzintzuntzan por un tiempo, como lo aseguró un testigo al decir que “el obispo tomó posesión y que le ve ir cada día a ver cómo hacer la dicha iglesia y sus aposentos en Pasquaro.”17 De cualquier manera, Tzintzuntzan fue sede del obispado por poco tiempo, a pesar de las súplicas de los indios para que no se trasladase la cabecera diocesana a Pátzcuaro.18
Entre los años 1526 y 1565, mientras el convento franciscano de Tzintzuntzan era el más importante del occidente novohispano, residieron en él religiosos tan notables como fray Martín de Jesús, fray Antonio Ortiz, fray Jerónimo de Alcalá, fray Miguel de Bolonia, fray Ángel de Valencia, fray Jacobo Daciano, fray Maturino Gilberti, fray Diego Muñoz y otros que se dedicaron a la nada fácil tarea de evangelizar un amplio territorio, establecer las bases para el funcionamiento de la provincia franciscana y coadyuvar a la pacificación de los territorios conquistados por la corona española. Además, estos defendieron a los indios de las injusticias de las autoridades españolas, promovieron la fundación de conventos, templos, hospitales, capillas y cofradías, participaron en la congregación y fundación de pueblos, y tuvieron voto en la toma de decisiones más importantes de las comunidades, por lo que fueron autoridades respetadas por los naturales.19
Ya más consolidada la Custodia de Michoacán, mediante un acuerdo firmado en 1565, en el Capítulo General de Valladolid, España, se instauró la provincia de Michoacán y Jalisco. En esta reunión se decretó que la custodia de Michoacán y Jalisco se hicieran una provincia, la cual en adelante se llamaría provincia de los Santos Apóstoles de San Pedro y San Pablo de Michoacán y Jalisco, cuya sede pasaría al convento de San Buenaventura de Valladolid de Michoacán.20 Para entonces se habían levantado conventos alrededor del lago de Pátzcuaro y por casi toda la sierra central de Michoacán y Jalisco, sumando 45: de los cuales correspondían 22 a la parte de Jalisco y 23 a Michoacán; con un total de 125 frailes: 78 de ellos se encontraban en tierras michoacanas y 57 en la parte de Jalisco.21 Por ello se reconocía como la provincia franciscana más numerosa en conventos y en religiosos regulares de los territorios sujetos a España, después de la del Santo Evangelio.22 Tiempo después se construyeron otros conventos al norte del río Lerma, mientras que muchos de los primitivos edificios se reconstruyeron, ampliaron o se consolidaron.
Aunque el convento de Tzintzuntzan había dejado de ser la cabecera del territorio franciscano que atendía el occidente de la Nueva España, seguía siendo una de las guardianías más importantes de la provincia, conservando su voz y voto en las reuniones capitulares, así como su estatus simbólico por haber sido el primero de Michoacán, donde se depositaron los restos de venerables frailes y donde ocurrieron, según los franciscanos, notables milagros.23 Incluso en la mayoría de reuniones capitulares que se efectuaron durante todo el periodo virreinal, la representación de Tzintzuntzan aparecía en las actas como el segundo o el tercero, después de la sede de la reunión y de la cabeza de la provincia.24 No obstante, a partir de 1626, cuando se determinó que su noviciado debería pasar a Valladolid, el convento de Tzintzuntzan fue quedando relegado por las autoridades franciscanas, al igual que el resto de los conventos que se ubicaban en los pueblos de la sierra central de Michoacán.25
Durante todo el siglo XVII los frailes siguieron desempeñando un papel muy importante, no solo en la formación religiosa de los pueblos bajo su doctrina, sino en el mantenimiento de su cohesión e identidad.26 En el caso de la labor evangélica y la actividad constructiva de los franciscanos de la provincia de Michoacán, cambió de un sistema de penetración y fundación básica hacia distintas direcciones, a una actividad administrativa en los lugares donde ya se encontraban establecidos, teniendo especial atención en las misiones del Río Verde, pero sobre todo en las doctrinas de la cuenca del río Lerma, donde se encontraban los centros mineros, estancias de ganado y pueblos de frontera.27 Tanto las autoridades virreinales, como las instituciones religiosas, incluida la orden franciscana, pusieron mayor interés en ciudades y villas de españoles, como Valladolid, Querétaro, Celaya, Acámbaro y San Miguel, de donde se obtuvieron importantes recursos económicos y humanos que permitieron la fundación y sostenimiento de cofradías, colegios, seminarios, y conventos. El convento de Tzintzuntzan era uno más de los que administraban los franciscanos, pero ya no tenía el protagonismo que había tenido tiempo atrás dentro de la Provincia.28
Con el siglo XVIII llegaron las reformas implementadas por los borbones de España, que buscaban controlar de manera estrecha las instituciones novohispanas, incluyendo la iglesia. A raíz de estas reformas, el clero regular, donde se encontraban los franciscanos de la provincia de Michoacán, experimentó una afrenta debido a la imposición de un incisivo programa de secularización que cambió el rumbo de la administración religiosa de manera determinante. Mediante dos cédulas, emitidas en 1749 y 1753, respectivamente, se ordenó que todos los conventos, capillas y doctrinas administrados por las órdenes mendicantes de ultramar debían ser entregados al clero secular.29 Según David Brading, lo que realmente molestaba a las autoridades reales era que los frailes tenían gran influencia en los distintos ámbitos de la sociedad novohispana, además de que las doctrinas controladas por los frailes no contribuían a las cajas reales, por lo cual era primordial tener su control.30
Después de unos años, los franciscanos de Michoacán pudieron conservar algunos de sus conventos y doctrinas y recuperar otros que habían sido recogidos, pero muchos pasaron a manos del clero secular, entre los que se encontraba el de Tzintzuntzan, desde 1766.31 Para mediados del siglo XVIII, los franciscanos mantenían en la Provincia de San Pedro y San Pablo 42 conventos, entre guardianías y vicarías, así como una custodia. Al finalizar la secularización les quedaron 12 guardianías, 10 vicarías y una custodia.32 Después de más de dos siglos bajo la tutela de los hermanos menores de San Francisco, con la nueva administración secular muchos pueblos, como Tzintzuntzan, comenzaron una nueva etapa en su dinámica social.
EL CONJUNTO CONVENTUAL EN SU DOCTRINA
Respecto a lo que significó la presencia franciscana en la doctrina de Tzintzuntzan, hay razones para creer que los franciscanos se convirtieron rápidamente en autoridades dignas de confianza y respeto para los indios, pues además de su labor pastoral, en muchas ocasiones los defendieron de abusos de encomenderos, conquistadores, autoridades civiles y miembros del clero secular;33 fomentaron la construcción de edificios y capillas, fundación de hospitales y cofradías, a la vez que procuraron su conservación y supervisaron sus finanzas.34
Fray Maturino Gilberti, quien residió en el convento de Tzintzuntzan a mediados del siglo XVI, es un claro ejemplo de cómo los religiosos apoyaron las causas de los indios. A él le tocó estar en medio del conflicto que tenían los indígenas del lugar y otros franciscanos con el obispo Vasco de Quiroga, porque los naturales aún tenían el resentimiento de haber sido despojados del título de ciudad que les había concedido la corona, y porque estaban inconformes de ser obligados a cooperar en la construcción de la catedral de Pátzcuaro. Al respecto, Gilberti defendía a los naturales por considerar que la carga tributaria que les imponía Quiroga era excesiva y se quejaba de las vejaciones que sufrían los indios, asegurando que muchos habían muerto en la obra o estaban en la cárcel por negarse a colaborar.35
Otro claro ejemplo del apoyo que los frailes dieron a Tzintzuntzan fue el de fray Pedro de Pila, quien a finales del siglo XVI se ocupó de la reconstrucción de su “suntuoso” convento y templo (fig. 2), intervino en la congregación de los pueblos de su jurisdicción, en la fundación de cofradías y la formación de un coro. Asimismo, hizo gestiones en España para que el pueblo recuperara su título de ciudad y escudo de armas, que probablemente fueron decisivas para que la corona decidiera otorgarlo en 1593. Este religioso se había formado en el noviciado de Tzintzuntzan, teniendo como compañero a Diego Muñoz y como profesores a religiosos como fray Maturino Gilberti y a Jacobo Daciano.36
Pero cuando el futuro de la antigua capital de los purépechas y de su conjunto conventual lucía prometedor, en pocas décadas comenzó a desvanecerse. Si bien Tzintzuntzan ejercía los privilegios que le confería ser ciudad, como era el derecho a portar pendón, elegir sus propios gobernadores, alcaldes, regidores, mayordomos, alguaciles y oficiales de república, así como tener su propia organización para cobrar el tributo real, resintió los estragos de las constantes epidemias, migraciones hacia Valladolid y a los pueblos del Bajío novohispano, sin contar que muchas de las familias campesinas de los pueblos congregados habían tenido que adoptar nuevas actividades productivas, mientras las tierras desamparadas eran adquiridas por criollos y peninsulares.37 En la década de 1630 la población había quedado en un estado de franca pobreza; abandonada tanto por las autoridades virreinales como religiosas, quienes tenían puesto su interés en las prósperas poblaciones ubicadas al norte del Lerma. En palabras de Ernesto Lemoine, Tzintzuntzan se había convertido en un miserable pueblo de indios de segunda importancia.38
Por otro lado, debido al clima húmedo y frío de la ribera del lago, que deterioran fácilmente la madera y piedra, el templo y el convento de Tzintzuntzan requerían de constantes reparaciones, pero ni el pueblo ni los franciscanos contaban con suficientes recursos económicos para darles el mantenimiento requerido.39 El poco apoyo que habían tenido por parte de la orden para el funcionamiento del noviciado ya había sido retirado. Por esta situación, era necesario que los hombres colaboraran con mano de obra y que los guardianes en turno solicitaran constantemente al virrey que se reservaran los indios que eran enviados a Guanajuato, porque el convento y templo tenían gran necesidad de ser reparados o corrían el riesgo de perderse irremediablemente si no se atendían a la brevedad.40
Para mediados del siglo XVII, el hospital de indios instaurado un siglo antes, seguía en funcionamiento; de hecho, la capilla de la Concepción había sido reconstruida en 1619, bajo el auspicio de la república de indios. El hospital de la Concepción, fue trascendental para la sociedad indígena, ya que además de seguir dando socorro a los necesitados y afectados por las recurrentes epidemias, y coadyuvar en la educación y doctrina de quien lo requería, estaba organizada para trabajar tierras comunales y criar ganado, con el fin de tener un ingreso que les permitía llevar a cabo las principales fiestas religiosas y tener provisiones para enfrentar tiempos de crisis.41
Las cofradías fundadas en el siglo XVII, como la del Santo Entierro, al igual que la de La Soledad y Ánimas del Purgatorio, habían sido fundadas para venerar a un santo patrono, llevar a cabo obras piadosas, ayudar al necesitado, a los miembros de las mismas congregaciones y a sus familias, pero también contribuyeron a la conservación de la religión cristiana, al financiamiento y a la realización de las celebraciones patronales.42 No obstante, los libros de cuentas presentados por los mayordomos de estas organizaciones, incluyendo la del hospital, revelaban que muchas veces los gastos eran iguales o superiores a los ingresos, por lo que no siempre tenían la posibilidad de apoyar económicamente a las obras materiales como las que constantemente requería el convento y templo.43 No hay evidencias de que las cofradías ocultaran los verdaderos ingresos o que alteraran las cuentas, pero no sería raro pensar que así fue. Lo cierto es que los miembros de estas, sobre todo los españoles, se habían hecho de grandes fortunas al poseer haciendas agrícolas, molinos y estancias de animales en los alrededores de Tzintzuntzan, en tierras que habían pertenecido a la nobleza indígena y que eran las más productivas de la región, como las de Chapultepec, San Nicolás Itziparamuco, Atzimbo, Tziranga y Sanabria.44
De la poca información que se conoce sobre la relación que tenían los frailes con los españoles radicados en Tzintzuntzan, se puede entender que esta era estrecha, pues los primeros habían apoyado la fundación de sus cofradías y los habían administrado religiosamente igual que a los indios; mientras que los segundos contribuyeron grandemente a la conservación de la devoción católica, al sostenimiento de la iglesia y a la ejecución de obras materiales.45
A mediados de este siglo, se ve reflejado en obras materiales un auge económico en la ciudad. El bienestar financiero de las haciendas de la región y el comercio en la segunda mitad del mismo siglo, manejado en gran parte por el crecido vecindario de españoles, permitió que por primera vez, después de más de un siglo —desde 1619 a 1750—, los miembros de las cofradías como la de San Nicolás, el Divinísimo y la Tercera Orden —fundadas en 1714 y en 1725, respectivamente—, en colaboración con el pueblo y el cabildo, pudieran llevar a cabo obras materiales de importancia, como la construcción de la capilla de Guadalupe en las afueras de la ciudad, la ampliación del hospital de indios, la reconstrucción de las casas reales, la reparación del convento, el templo y las capillas de los barrios, y más tarde la reconstrucción de la capilla de La Soledad.46 Es decir, ni la ciudad de Tzintzuntzan ni el convento franciscano tenían la misma importancia del siglo XVI, pero esto no evitó que cuando tuvieron los recursos económicos suficientes y un gobernador decidido como lo fue don Ramón Flamenco de la Peña, llevaran a cabo obras públicas relevantes, dentro y fuera del conjunto conventual.47
La relación entre frailes y feligreses había sido tan estrecha durante más de dos siglos y medio, que no es de extrañar que el desalojo de los religiosos con motivo de la secularización del convento y doctrina entre 1762 y 1766, haya sido un duro golpe para los pueblos adoctrinados, por lo que indios y españoles hicieron todo lo humanamente posible, incluyendo manifestaciones populares, para que los frailes pudieran conservarla. Pero solo después de ver perdida la causa tuvieron que resignarse a perder a los hermanos de San Francisco y reconocer la tutoría del clero secular.48 A partir de entonces el convento comenzó a ser subutilizado y a deteriorarse sin que se hicieran mayores reparaciones, más que lo suficiente para tener de pie los espacios que servían para casa parroquial, notaria y sacristía. Lo mismo sucedió con el hospital, que quedó en desuso y parte de su construcción se vino abajo. Una descripción somera pero de gran interés es la que hace el Bachiller Jerónimo Sandi en 1789, cuando dice que el hospital, como espacio para curar enfermos y otras actividades, ya no estaba en funcionamiento: “La capilla del hospital es menos aseada y capaz, las ruinas a ella vecinas, manifiestan hubo en otro tiempo formales enfermerías y demás piezas conducentes a la curación de los enfermos, de las que hoy solo queda una ruin casa con nombre de Semanería”.49
VIDA COTIDIANA EN EL CONJUNTO CONVENTUAL
Respecto a los espacios que tuvo el conjunto conventual durante el tiempo que estuvieron los franciscanos a cargo de la doctrina de Tzintzuntzan, se puede identificar de manera general tres tipos, de acuerdo a su grado de restricción. A saber: espacios públicos, espacios semipúblicos y espacios privados.
Entre los espacios públicos, destacan el atrio, el templo, las capillas abiertas y el hospital de indios. El atrio fue probablemente desde sus orígenes, uno de los más grandes de la Provincia de Michoacán —de casi 15 500 metros cuadrados—,50 concebido de estas dimensiones con la idea de que, además de servir a una numerosa población, tuviera una jerarquía que correspondiera a una ciudad de importancia, como de hecho lo fue por un tiempo en el siglo XVI. En este espacio, que también tuvo un uso de cementerio, las multitudes indígenas, acostumbradas a realizar muchas de sus actividades rituales al exterior, se congregaban para oír misas al aire libre, aprender la doctrina cristiana y llevar a cabo las celebraciones y fiestas más importantes,51 entre las que destacaban la Semana Santa, el Corpus Christi, la Pascua, el Pentecostés y la Navidad, además de las fiestas de San Francisco, los Santos Reyes, la Santa Cruz, el Carnaval, Santa Ana, San Antonio, San Pedro y San Pablo, San Nicolás, Todos Santos, La Purísima Concepción, Nuestra Señora de La Soledad y El Señor del Rescate. En el atrio también se efectuaban representaciones teatrales, intercambio de alimentos y productos artesanales en la fiesta del Corpus, se tocaban numerosos instrumentos musicales, se danzaba y se realizaban generosas verbenas populares; para lo cual previamente se adornaba el templo y las capillas, incluyendo la cruz atrial y las capillas posas que se ubicaban en las esquinas, al tiempo que se montaban arcos triunfales y diversos arreglos.52
El templo de San Francisco era de considerable tamaño para los usos religiosos para y los cuales había sido levantado entre 1580 y 1601, esta tenía un cañón de “sesenta varas de largo, catorce de ancho y quince de alto. Toda es de cal y piedra, muy bien proporcionada, con sus puertas de coginillo, con sus correspondientes herrajes y llaves, así la principal como la del bautisterio y la de la sacristía […] Su pavimento está muy bien encuartonado.”53 En cuanto al uso simbólico, el templo fue siempre un referente que inspiraba respeto, que daba identidad y cohesión social; el lugar apropiado para orar, meditar, participar del culto católico y recibir los sagrados sacramentos. Regularmente, en lugares donde había vecindad española y de distintas castas, como Tzintzuntzan, los peninsulares y criollos ocupaban los primeros asientos de la nave, mientras que el resto del pueblo se acomodaba en la parte de atrás del templo.
Por su lado, la capilla abierta de San Francisco y la capilla abierta del hospital, eran usadas durante el siglo XVI y parte del XVII para efectuar misas masivas, como eran las costumbres ancestrales.54 El uso de este elemento arquitectónico reemplazaba el presbiterio del templo convencional; se extendía hacia el atrio y tenía la capacidad de servir como caja de resonancia, para que la voz del celebrante llegara a las numerosas personas que en domingos y días festivos acudían de todos los barrios vecinos para asistir a las misas y a las festividades religiosas.55
Los espacios del hospital, además de utilizados como enfermería y como alojamiento para los peregrinos, viudas, huérfanos y necesitados, se empleaban como punto de reunión para que los indios trataran los asuntos de relevancia para la vida del pueblo, como lo relacionado con sus bienes comunales, elección de cargueros y planeación de las fiestas patronales. Como institución, el hospital fortalecía la identidad y la unión del pueblo, que les permitía organizarse para llevar a cabo actividades productivas, obras materiales, espirituales y sociales, sin contar que a los que tomaban un cargo anual les confería prestigio social.56
Entre los espacios semipúblicos del conjunto conventual se puede considerar básicamente a las capillas cerradas, la semanería y al claustro bajo del convento. Para el siglo XVIII, las capillas abiertas habían perdido su función al aire libre y se convirtieron en capillas cerradas para albergar a las cofradías de San Nicolás y Nuestra Señora de la Concepción. En este siglo también se levantó la capilla de los hermanos de la Tercera Orden y se reconstruyó la capilla de La Soledad. Estos recintos además de tener un uso ritual, es decir, utilizarse para orar y venerar a sus santos patronos, seocupaban para llevar a cabo las reuniones de los miembros de las distintas cofradías.57
El claustro bajo del convento era regularmente un espacio privado para los religiosos, pero los sábados y días festivos las cofradías de Ánimas y del Santo Entierro hacían procesiones alrededor de este, donde estaban representas la vida de San Francisco de Asís (fig. 3). En los cruceros del claustro, que servían de estaciones durante las procesiones, los devotos se detenían por un momento y hacían sus plegarias. Ahí se encontraban “cuatro hermosísimos lienzos romanos de la Oración del Huerto, el Señor de la Columna, el Ecce Homo y la Crucifixión, todos cuatro con sus marcos de madera pintados de negro”.58 Los ángulos esquineros de los techos del claustro bajo de Tzintzuntzan tenían una decoración de lacería de madera y piñas, ya que “se recurrió a la herencia mudéjar de armaduras decoradas con geométricos lazos a fin de proveer la necesaria aura y significación demandada por la hostia”.59 El último espacio considerado semipúblico era la semanería. Se trataba de un aposento cercano a la enfermería, donde los semaneros, voluntarios que se alternaban semanalmente para auxiliar a los enfermos del hospital, ocupaban este espacio para alojarse, por lo que durante este tiempo solo las personas autorizadas podían hacer uso de él.
Los espacios privados, por su lado, eran la mayoría de los que conformaban el convento; es decir, noviciado, portal de sacramentos, portería, sacristía, sala de profundis, sala capitular, refectorio, cocina, claustro alto, celdas principales y secundarias, antecoro, biblioteca, aula de estudios, almacén, dispensario, huerto mayor, huerto menor, patios, aljibe y piezas que debieron utilizarse como oficinas, dispensario, bodega, caballerizas, así como áreas destinadas para lavaderos, letrinas y corrales para aves.
El noviciado debió funcionar inicialmente dentro del convento, pero a finales del siglo XVI fue reconstruido en un edificio aparte, aunque a unos pasos al suroeste del edificio principal del convento. El noviciado primitivo fue el primero de Michoacán, donde algunos conquistadores pudieron tomar sus hábitos.60 Fue ahí donde Pedro de Pila y Diego Muñoz iniciaran su apostolado a mediados del siglo XVI,61 al igual que Alonso Ortiz, Juan de Serpa, Cristóbal Martínez y Miguel de Estivales, entre muchos otros.62 La vida de los religiosos, ya fueran novicios o frailes consagrados, se desarrollaba la mayor parte del tiempo al interior del convento. Su estilo de vida era austero, disciplinado, dedicado a la oración, a la lectura, la penitencia, la celebración de misas y participación en ceremonias litúrgicas, así como al adoctrinamiento de la población, la enseñanza o aprendizaje en el noviciado y las actividades domésticas cotidianas. En teoría, los religiosos debían respetar los estatutos de su regla, constituciones y decretos surgidos de los capítulos provinciales y congregaciones intermedias, y la mayoría lo hacía, aunque se conocen numerosos casos, sobre todo del siglo XVII y XVIII, donde los religiosos de la provincia habían relajado la disciplina y se les acusaba de distintas faltas.63
En las celdas del primitivo convento, en los recintos más privados de todo el complejo arquitectónico, frailes como Juan Bautista Lagunas, Juan Focher y Maturino Gilberti escribieron cartillas, doctrinas, diccionarios y documentos de importancia.64 En el caso de Gilberti no se conoce con precisión cuál o cuáles textos escribió en su celda; en cuanto a Juan Bautista Lagunas se piensa que su Arte y Dictionario fue escrita en esta ciudad. Se tiene más certeza de que Juan Focher, estando en Tzintzuntzan entre 1544 y 1545, escribió dos tratados de bautismo y matrimonio: Echiridion baptismi adultorum et matrimonii baptizandorum (Manual del bautismo de adultos y el matrimonio de los bautizados), y Tractus Bautismo el matrimonio noviter conserxorun ad fide (Tratado del bautismo y el matrimonio de los recién convertidos a la fe).
REFLEXIÓN FINAL
El tiempo en el que los franciscanos atendían la doctrina de Tzintzuntzan y estaban al tanto de la vida de pueblo quedó muy atrás. De los edificios levantados en aquel periodo han llegado algunos vestigios hasta nuestro tiempo, pero otros se perdieron cuando dejaron de ser útiles o no se tuvieron los recursos para mantenerlos en pie. A raíz de las leyes de Reforma, la mayor parte del conjunto conventual quedó en franco estado de abandono y destrucción, y aunque se hicieron reparaciones emergentes que permitieron a los párrocos utilizar algunos espacios, lo cierto es que las intervenciones siempre fueron parciales e insuficientes. En varias ocasiones se llevaron a cabo gracias a aportaciones de la gente del lugar, a través del párroco o por medio de diferentes dependencias de gobierno, pero desgraciadamente los esfuerzos y recursos fueron insuficientes para las dimensiones y necesidades que el inmueble tenía (fig. 4). Por otro lado, una serie de conflictos entre la comunidad y autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia, provocaron un recelo por parte de los primeros para con su patrimonio, que solo retrasó una posible intervención completa de lo que fue el suntuoso convento.65
Gracias a las gestiones que realizó la asociación civil Adopte una Obra de Arte, A. C., durante los primeros años del presente siglo, se logró el interés, el apoyo económico y los recursos humanos de la comunidad de Tzintzuntzan, instancias de gobierno municipal, estatal y federal, así como de instituciones privadas, nacionales e internacionales, para participar en una importante intervención del inmueble. En enero de 2004 se inició un proyecto de restauración del convento, que duró varios años y que se extendió a otros edificios, espacios, retablos, muebles, imaginería de pasta de caña y pintura mural del conjunto conventual. En la intervención de la primera etapa, tuve la fortuna de participar como coordinador de monitores, lo que me permitió obtener valiosa información de campo.
Actualmente el conjunto conventual se encuentra en buenas condiciones y el convento ya restaurado funciona como museo, administrado por la propia comunidad, donde se exhiben objetos prehispánicos y coloniales, entre los que se encuentran varios que fueron utilizados en el mismo edificio. La museografía relata parte de la historia de Tzintzuntzan, pero el mismo edificio es un objeto didáctico para los visitantes.
Si bien dentro del conjunto conventual hay construcciones en desuso y en ruinas, la mayor parte sigue teniendo gran vitalidad y muchas de las prácticas han tenido una continuidad a través del tiempo, como se dijo, de manera natural con ciertos cambios. En el atrio, por ejemplo, se siguen llevando a cabo durante todo el año fiestas y celebraciones litúrgicas tradicionales, se hace oración y penitencia, se cantan alabanzas, se celebra y conmemora, se camina en procesión, se danza, se come y se bebe. También es un área de recreación, de descanso, de convivencia social, a través del cual se transita diariamente y coinciden los amigos, parejas y grupos sociales para llevar a cabo distintas prácticas.66 Todo lo cual refuerza la idea de que la materialidad es más efímera que las prácticas, y que la historia debe concebirse en su larga duración.67
Sobre esta historia inconclusa no queda más que esperar que lo presentado sirva para abrir la puerta a discusiones, a posibilidades no exploradas y a que surjan nuevas aportaciones. Queda de manifiesto que un trabajo como el propuesto aquí es una invitación a sumarse desde distintas disciplinas para enriquecer la narrativa del pasado.