INTRODUCCIÓN
Miles de niños afrodescendientes en la jurisdicción de Charcas colonial vivieron bajo el estigma de la esclavitud. Paralelamente, otros tantos de orígenes diversos, principalmente chiriguanos cautivos, estuvieron expuestos a situaciones serviles con mecanismos coactivos similares a los de la esclavitud legal. Prácticamente nada se ha dicho de su experiencia en las casas, calles y chacras donde trabajaron. ¿Son comparables estas experiencias?, y de serlo, ¿por qué la historiografía no las ha analizado en simultáneo? Estas páginas buscan contribuir a llenar ese vacío y así tener una visión más cabal de los alcances de la mentalidad que guiaba las prácticas de uso y abuso de la mano de obra desde la etapa más vulnerable de la vida.
El estudio propone que los parámetros esclavitud-libertad, son reductores e insuficientes para analizar un contexto mucho más complejo de relaciones laborales, propio de sociedades patriarcales de corte servil como las charqueñas en el que estuvo inmersa la infancia cautiva. Sostiene que las experiencias de los niños chiriguanos, reflejan relaciones laborales no poco ambiguas, en las que las categorías normadas se muestran ambivalentes, moldeables y se yuxtaponen en sus usos cotidianos. En este proceso influyeron los prejuicios de la época en torno a la calidad personal, pero además, la posibilidad que abría la vulnerabilidad de los menores, para quienes querían aprovecharse de su trabajo.
En un primer momento, el artículo presenta datos inéditos del cautiverio y trata de menores chiriguanos rumbo a las ciudades coloniales para satisfacer necesidades de servidumbre. Enseguida, se detiene en los mecanismos de coerción a que estuvieron expuestos y las reacciones que esto pudo generar en casos de flagrante ilegalidad. La última parte reflexiona sobre la experiencia de aquellos que cayeron en orfandad y en el efecto que pudo tener el padrinazgo en sus vidas. Metodológicamente, el análisis no se encapsula en la teoría normativa o en el estudio de casos concretos; se sitúa, más bien, en la dinámica articulada entre ambos, enfrentando su complejidad, contradicciones y paradojas a la luz de la evidencia. Sin desvirtuar lo que cada situación pudo tener de particular, el estudio permite detectar tendencias y conexiones veladas en los mundos del trabajo infantil no-libre en Charcas.
CHIRIGUANITA: EVIDENCIAS DEL CAUTIVERIO Y DE LA TRATA
El 5 de diciembre de 1749, María Dominga del Rosario, chiriguanita de nueve o diez años de edad, fue vendida en 90 pesos corrientes de a ocho reales. La compró doña Gerónima Ocampo -con la venia de su marido- a Tomás Paniagua, vecino del pueblo de Jesús del Valle Grande, en la gobernación de Santa Cruz de la Sierra dentro de la jurisdicción de la Real Audiencia de Charcas.1 Para mayor solemnidad en la transacción, firmaron un acta ante escribano público en la ciudad de Cochabamba:
[Félix de León] Garavito = En la Villa de Oropeza Valle de Cochabamba en cinco días del mes de diciembre de mil setecientos cuarenta y nueve años, ante mí el escribano público de cabildo y guerras, propietarios de esta villa y su provincia, y testigos de juro, paresció presente [compareció] Tomás Paniagua vecino del pueblo de Jesús del Valle Grande, Gobernación de Santa Cruz de la Sierra, a quien doy fe que conozco, y dijo queda en venta por juro de heredad para en todos tiempos, y siempre jamás, una chiriguanita suya nombrada María del Rosario de edad de nueve a diez años poco más o menos, que por ser costumbre la rescató en el lugar nombrado Charagua del Capitán Yaguarambé, es a saber doña Gerónima Ocampo en la cantidad de noventa pesos corrientes de a ocho reales, que antes de venir al otorgamiento de este instrumento recurrió a toda su entera satisfacción, y sobre que renunciando el error de cuenta y engaño, aseguró que en estos tiempos y siempre jamás será cierta, segura y de paz esta venta, y que a la dicha chiriguanita, ni parte de ella se le pondrá pleito, ni mala voz por persona alguna diciendo pertenecerle […].2
Los participantes de esta operación se desenvuelven con tal naturalidad que difícilmente se podría sospechar que se trataba de un acto ilegal, como de hecho lo era. Lejano estuvo durante aquellos años el debate en torno a la condición legal del indio que había ocupado a los pensadores del siglo XVI y a la Monarquía Católica.3 Las Leyes Nuevas de 1542, en cuya redacción y promulgación influyó la vehemencia de la postura lascasiana, dejaron estipulado que los indios no podían ser esclavizados ni sometidos a servicios personales.4 Del mismo tenor era el contenido de la cédula real otorgada el dos de mayo de aquel año, que en el siglo XVII pasaría a formar parte de la Recopilación de Leyes de Indias.5 Todos los indios eran reconocidos súbditos libres del rey, incluso aquellos estereotipados como bárbaros e insumisos. Los chiriguanos de las tierras bajas surorientales de Charcas, entraban en este grupo.
El término “chiriguano” designó a diversos grupos poblacionales de culturas amazónicas que se resistieron a la dominación incaica primero y española después, a la vez que mantuvieron contacto con ella. A pesar de no haber sido colonizados en el sentido estricto de la palabra, fueron indianizados desde la perspectiva dominante y pasaron a ser tenidos por “indios chiriguanos”.6 Ante el ímpetu de su resistencia, en 1568 Felipe II decidió declararles guerra abierta.7 La Audiencia de Charcas acató la disposición real en presencia del virrey Francisco de Toledo y, años después, la ratificó validando su cautiverio y esclavitud.8 Esta determinación no tardó en ser derogada ya que ponía en riesgo los llamados Justos Títulos que el papa Alejandro VI había otorgado a la Corona sobre América y sus habitantes.
A pesar de las prohibiciones, el cautiverio y la compra-venta de chiriguanos estuvo a la orden del día durante todo el período colonial. El caso mencionado es paradigmático ya que sus participantes llegan al extremo de celebrar un acta notarial, cuando la mayor parte de las veces quedaba solo en un acuerdo verbal. No se tendría noticia de ella de no ser porque quince años después, doña Gerónima la presentó como prueba de su supuesto derecho de propiedad sobre María del Rosario. Al conocerla, y dada su flagrante ilegalidad, las autoridades ordenaron su anulación.
Según prescrito, para que el cautiverio estuviera justificado jurídicamente, era necesario que la captura se diese en pleno conflicto.9 Por otro lado, quedaba terminantemente prohibido que este involucrara a mujeres y a niños.10 Sin embargo, hasta donde la documentación charqueña permite ver, estas disposiciones no fueron acatadas. Es frecuente tener noticia de personas que se trasladan a los límites de la jurisdicción de Charcas con la llamada Cordillera chiriguana, para traer indígenas cautivos sin que necesariamente mediase enfrentamiento. Los captores suelen ser soldados, funcionarios seculares, sacerdotes y comerciantes que antes de partir o de paso por las urbes en medio de sus trajines, anotaban pedidos de toda suerte de mercancía, incluida la humana, que se comprometían a entregar poco tiempo después.11
Lo lucrativo de la actividad movió a personas de diverso origen y situación a ser parte del negocio, en ocasiones actuando a través de intermediarios. Se trató de iniciativas privadas, generalmente autofinanciadas. Así, en 1602 la Audiencia reprobaba la conducta del capitán don Martín de Almendras Holguín, vecino de La Plata, por entrar a tierras chiriguanas a “explotar y hacer cautivos a los indios” bajo el pretexto de ir a rescatar españoles cautivos.12 La cédula real del 9 de julio de 1679, da cuenta del intercambio de niños por algunos objetos, así como de su cautiverio forzado a pesar de las varias prohibiciones.13 En el siglo XVIII, siguen apareciendo casos de raptos de niños de tierras bajas. En 1749 Nicolás Melgar pedía a la justicia -con mucha soltura-, que se le devolviera una chiriguanita que refería haber traído de la Cordillera junto a Isidro de Borja, ambos residentes en Santa Cruz.14 La Audiencia aclaró en su sentencia que la niña no era un bien comerciable. Lo cierto es que las autoridades locales fueron poco efectivas a la hora de contrarrestar la trata de niños indios de tierras bajas que, como refiere la escritura arriba transcrita, “por ser costumbre” seguía practicándose en sociedades fuertemente consumidoras de sirvientes.15
El término chiriguano llegó a usarse casi como sinónimo de indígena bajo situación de servidumbre coercitiva. Los indígenas raptados eran llamados “piezas de indios” o “piezas de servicio”, lo que indica que este término no fue usado solo para referir a la población africana esclavizada. El uso de estas expresiones fue internalizado por la población indígena “porque siendo así que somos piezas sueltas como llaman en la dicha provincia”, como dice, por ejemplo, Diego Águila sobre su persona y compañeros de labor en Santa Cruz hacia 1743, en un proceso en el que paradójicamente defendían su derecho a escoger a quien servir.16 La terminología delata el interés comercial sobre sus personas. En una minuta de 1685 al gobernador de Santa Cruz, Pedro de Cárdenas, el Consejo de Indias refiere tener noticia de que los vecinos de la ciudad se habían acostumbrado a comprar “pieças de servicio / servidumbre”. Añade que esto había motivado incluso a que algunos indígenas “tengan guerra unos con otros, por apresarse y venderse a los nuestros”.17 Corroborando esta afirmación, queda documentado que en el siglo XVI los chiriguanos solían intercambiar cautivos de origen chané por mercancías de distinta índole. El texto de la cédula real de 1596, indica que los sacaban de sus pueblos para servirse de ellos o llevarlos a las fronteras con Charcas y entregarlos “trocándolos por algunas cosas de vestir que les daban de buena gana”.18 Los chané no fueron los únicos afectados.
El citado Tomás Paniagua explicaba al vender a María Dominga, que esta le había sido entregada por el capitán Yaguarambé en Charagua. Se desconoce el origen preciso de la niña, quien posteriormente fue asimilada a la categoría homogenizadora: chiriguano, referente vinculado, como se dijo, al de la servidumbre enajenable. Esto explica que Juan de Somosa, vecino de la Frontera de Tomina, acusara en 1645 a Juan de Olmedo de vender indios “como si fueran chiriguanos”, añadiendo que Olmedo “había vendido en Vallegrande [Santa Cruz] una india diciendo que era chiriguana”.19 Esto pasaba con total naturalidad a pesar de que desde hacía casi cien años atrás, en 1550, la Corona había pedido se guardara la ley que prohibía esclavizar indígenas “por ninguna causa de guerra ni otra alguna”.20 Es decir, las dinámicas esclavistas no solo involucraron a población africana en Charcas, sino que se instalaron como un negocio regular de magnitud apenas sospechada, dependiendo de la demanda de inversores privados, comerciantes o compradores, entre otros actores sociales que regularon el comercio interno.
La trata de niños de tierras bajas tuvo lugar en paralelo al de compra- venta de niños africanos, cuyos precios eran más elevados según se ha podido comprobar. En ambos casos, cuando se trataba de un menor de tres años que implicaba más gastos de manutención y cuidado que beneficios en el corto plazo, este solía ser vendido con su madre.21 Hasta los 11 años, cuando ya estaban habilitados para desempeñarse en algunas tareas agrícolas, artesanales o domésticas, los chiriguanos eran comprados entre 90 y 120 pesos corrientes, mientras que un africano de la misma edad podía costar entre 250 y 300 pesos en la ciudad de La Plata. Entre los 12 y 18 años los africanos podían llegar a los 700 pesos.22 Las niñas eran usualmente más costosas porque eran requeridas para ser instruidas como servicio doméstico y como compañía de señoritas y señoras.23 Los chiriguanos podían ser entre tres y cinco veces más económicos. Así, por ejemplo, en 1593 dos muchachos de 16 y 18 años fueron vendidos en 162 pesos cada uno.24 Aun así, para los comerciantes, la trata de niños de la Cordillera resultaba más beneficiosa, pues no debían pagar un monto inicial como con los esclavos africanos, o al menos no uno tan elevado. Su traslado era más sencillo dada la menor distancia que debían recorrer con los cautivos hasta llegar a los mercados urbanos. Se sumaba la alta vulnerabilidad de los secuestrados dada su corta edad, la que movía a una menor resistencia al traslado.25
¿Por qué el interés en adquirir niños chiriguanos que muchas veces, por su corta edad, no estaban en posibilidad de trabajar? Se trataba de una inversión a futuro en servidumbre para quienes querían tener una “casa poblada” más productiva. A mayor número de dependientes, más posibilidad de ostentar estatus social. Se añade que, a diferencia de un indígena de comunidad o de repartimiento, el niño chiriguano cautivo compartía con el africano de primera generación, la realidad del desarraigo de su lugar y cultura de origen. Muchas veces, además, la de sus vínculos más cercanos, lo que permitía a sus señores tenerlos más firmemente condicionados a diferentes formas de servidumbre.
La noticia de población chiriguana cautiva es mayor en ciudades próximas al límite con el pie de monte como San Bernardo de la Frontera (Tarija), Santa Cruz de la Sierra y La Plata, esta última, sede de la Audiencia y asiento administrativo de las riquezas potosinas de Charcas.26 Si bien no hay manera de tener cifras exactas sobre este fenómeno, la noticia en expedientes judiciales y, sobre todo, algunos datos valiosos de fondos parroquiales, permiten hacerse una idea del peso de la práctica en la cotidianidad. Han quedado relativamente pocos volúmenes de la parroquia de Santo Domingo en La Plata.27 En ellos quedan sistematizadas un total de 1328 actas de bautizo entre 1566 y 1670.28 Si bien su aparición no es regular, las menciones a chiriguanos van en aumento hasta alcanzar su mayor proporción en la primera década del siglo XVII.29 Se trata de una pequeña pero muy significativa muestra para el estudio por la información cualitativa que arroja. Metodológicamente es importante recordar que esta proviene de la pluma de agentes del poder eclesiástico, sacerdotes que iban inscribiendo lo que los fieles les decían y lo que ellos mismos deducían. La edad de los niños bautizados es variable y no siempre aparece registrada. Términos homogeneizadores como “chiriguano” o “gentil”, así como los nombres católicos con que fueron bautizados, dificulta mucho la identificación puntual de su origen. Del conjunto de población indígena que recibe este sacramento (284 casos), 104 (35 hombres y 69 mujeres) fueron registrados como chiriguanos y chané. Aparece también la mención a una que otra mataca, como Gracia, “india que se sacó de la gente de Guerra”, de 13 años en 1627.30
Un dato que deja ver inmediatamente la lectura de estas fuentes, es la presencia de bebés y niños de menos de tres años. Sus madres, y no así los padres que son los grandes ausentes, acuden con frecuencia a bautizarlos como hacían también las africanas esclavizadas, buscando una mejor inserción social de los niños.31 Eso sí, existen algunos casos de padres afrodescendientes y madres chiriguanas, lo que da cuenta de la fluidez del contacto. La fuerte presencia de mujeres de tierras bajas de primera y segunda generación, y de sus hijos pequeños en La Plata, es un indicador de la amplitud del cautiverio de esta parte de la población para su introducción en el servicio doméstico.
Un importante 30 % del total de la muestra de bautizos de chiriguanos y chané (104 casos), no registran ni padre ni madre, dejando ver la violencia del cautiverio, comercio y desarraigo de niños y niñas que crecieron en hogares ajenos y sujetos a distintas formas laborales coercitivas.32 Es el caso, por ejemplo, de Gonzalo, chiriguanito de siete años y criado de Catalina Soliz en La Plata, de cuyos padres quedó inscrito que estaban “en su tierra”.33 A su turno, la chiriguana Ana fue bautizada en 1567 a los 13 años, sin padres y como propiedad de doña Isabel Bocanegra.34 Este tipo de casos permiten visibilizar además la esclavización de que eran objeto los menores. Sin ir muy lejos, la mencionada Gracia es presentada como esclava de Leonis Farfán.35 Gran parte de la sociedad propiciaba esta práctica, es así como en 1602 el cacique Juan Aymoro hizo bautizar a Mateo, chiriguano huérfano de diez años que encargó y compró para su servicio.36 Muchos de estos bautizos (49 casos) adscriben a la persona a la categoría de criados, como si la tuvieran por su origen, aunque fueran reconocidos como legalmente libres.
Antes de terminar este apartado, es importante señalar que los niños de tierras bajas no fueron los únicos afectados. El fenómeno de comercio interno de niños indígenas de diferentes orígenes para nutrir el mercado charqueño de servidumbre coercitiva, ha sido muy poco explorado por la historiografía. Esta es, no obstante, una realidad que debe ser estudiada y cotejada con la de africanos y chiriguanos. Juana Feliciana Yapura, por ejemplo, de origen yampara, fue hurtada de su familia a sus siete años y alejada para ser vendida en una chacra de Aiquile por doña Francisca Medinilla.37 El tío de Francisquilla contaría años más tarde, cómo su padre partió en su búsqueda hasta las fronteras de Tomina. Su empresa no tuvo éxito y falleció sin encontrarla. Si sabemos de este caso así como el de María Dominga, presentado al inicio, es porque quince a veinte años después, ya jóvenes, sentaron demanda ante la Audiencia. Defendían una libertad que sabían su derecho, que habían sido atropelladas siendo niñas y de la que claramente no gozaban décadas después.
NIÑEZ INDÍGENA Y SERVIDUMBRE COERCITIVA
Las experiencias cotidianas de la niñez chiriguana cautiva son tan diversas como las personas que las vivieron, pero todas tienen algo en común, la situación de servidumbre coercitiva en la que estuvieron inmersos desde la tierna edad. Estos niños se desempeñaron en diferentes tareas domésticas, en la urbe y en sus alrededores, según las necesidades del señor bajo cuyo techo pasaron a residir. En ocasiones, cuando las autoridades reparaban en la ilegalidad de su cautiverio, solo atinaban a retirarlos del poder del infractor que los había encargado o comprado, y los ponían en depósito temporal en casa de otro vecino, bajo el argumento de que no podían ser devueltos a su tierra de origen.38 Se esconde aquí la lógica paternalista del “rescate”, mecanismo jurídico no poco perverso con el que vendedores y compradores de chiriguanos buscaban justificar su conducta. Según este, el cautiverio era una forma de salvamento, mediando el alejamiento del indígena irredento de un escenario en que era pasible a ser esclavizado.
Es paradójico que indígenas estereotipados como “bestias bárbaras y fieras”, cuyos asaltos provocaban terror entre la población, hayan sido encargados para entrar al servicio doméstico colonial. Yacía el fuerte prejuicio, pero también el deseo y la posibilidad de hacerse de mano de obra servil. Es así que, resultaba muy apropiado para los compradores reconocer la humanidad de los “rescatados” y, bajo el supuesto de que carecían de policía, posicionarse ante la sociedad como agentes civilizadores. Esto facilitaba a su vez el proceso de integración de los cautivos en calidad de servidumbre.39 Con el tiempo, pasarían a ser llamados “infieles pacificados” y luego simplemente “indios”, dentro de un proceso de asimilación política altamente beneficiosa al proyecto colonial. El pacto en esta relación asimétrica de dependencia implicaba que el señor de la casa, debía darles techo y comida mientras los adoctrinaba y educaba, a cambio de su servicio en diferentes tareas domésticas, incluidas las jornaleras en las calles de la urbe.40 Se quiso así validar el trabajo no-libre de indígenas legalmente libres.41
Al pertenecer a una “casa y solar conocido”, los dependientes podían contar con un núcleo familiar de referencia y de eventual auxilio. Esto era particularmente importante para los cautivos africanos y chiriguanos que no tenían otro lazo comunitario, salvo el que iban construyendo. Recibir protección a cambio de trabajo era juzgado equivalente, por lo que la lógica del pacto no era cuestionada. Su ruptura era más bien considerada un atentado a las políticas de control de la casa y de la buena administración de la servidumbre, una que perturbaba el orden establecido en un sentido más amplio, ya que cada casa de familia debía reproducir los vínculos de dependencia personal con que se organizaba la sociedad en su conjunto bajo la autoridad real.42
Los mecanismos de sometimiento aplicados con la servidumbre en La Plata, no pueden ser cabalmente comprendidos sin considerar la lógica del sistema patriarcal sobre la que reposaban las relaciones sociales de la época.43 Tanto la Corona como la Iglesia validaban la idea de que el señor, a la vez padre de familia, era detentor de autoridad y dominio incuestionable sobre su esposa, hijos, parientes, inquilinos y servidumbre bajo su dependencia; en pocas palabras, sobre todos quienes residían bajo su techo. Pesaba sobre los dependientes la mirada que tendía a su inferiorización por género en el caso de las mujeres, por edad en el caso de los hijos, por dependencia económica en el de algunos parientes y allegados, a lo cual se unía la fuerte tensión étnica en la servidumbre afrodescendiente e indígena.44
Como se ha dicho antes, el cautiverio y caída en servidumbre no solo tocó a niños de tierras bajas. Menores de edad de distinto origen fueron secuestrados de sus comunidades bajo el argumento de su rescate para su civilización y adoctrinamiento. Esta realidad fue más frecuente de lo que se pueda pensar y no es exclusiva de Charcas. La cédula real del 8 de julio de 1577 para la Audiencia de Quito es elocuente. Ordena se provea lo que mejor convenga para evitar que los encomenderos sigan sustrayendo niños de los pueblos de indios para el servicio de sus casas, “y que aunque dan a entender los llevan para que aprendan y tengan policía y serían mejor doctrinados y enseñados, el fin con que lo hacen es solo de tenerlos como esclavos y servirse de ellos y después dejarlos perdidos”.45 Esto habría llevado incluso a que los caciques y padres escondieran a los niños en vez de llevarlos a misa. En 1573, llegó al tribunal de Charcas el caso de Manuel, indio de 15 años natural del Río de La Plata que refería que hacía años, un español de nombre Bartolomé Cuenca, lo había sacado de su tierra para luego venderlo como si fuera esclavo en Portugal, de donde pasó a España y fue nuevamente vendido, esta vez a un hombre de ocupación batanero. Como tantos otros menores en situación de desarraigo, Manuel no recordaba el nombre de sus padres por haber sido secuestrado a muy tierna edad.46
Teóricamente, el rescate de chiriguanos implicaba un depósito temporal, hasta que pudiesen vivir solos en mayor libertad.47 No obstante, lo más usual en el caso de los niños fue que crecieran en casa de los señores junto a sus padres o solos, como criados, en situaciones de servidumbre que podían durar indefinidamente. Es lo que le sucedió a Pedro, chiriguano que en 1642 refirió que venía trabajando desde niño y por más de veinte años en la chacra del presbítero Francisco de Maturana.48 Algunos no abandonaron la casa donde estaban porque no tenían recursos para vivir solos, un oficio aprendido, ahorros, o a donde más ir. Pesaba también el tema de la gratitud hacia el señor. Este es un fenómeno similar al de libertos afrodescendientes que, a lo largo del periodo colonial, declaran ante la justicia charqueña estar trabajando ocasionalmente en casa de sus antiguos amos, a modo de agradecimiento por haberlos apoyado en el proceso de manumisión.
Sin negar los afectos que pudieron haberse generado fruto de la crianza y la convivencia, no cabe duda que esta situación expuso a cientos de personas en su edad más vulnerable a situaciones de evidente abuso y explotación laboral.49 Muchos esperaron décadas hasta poder sacar a luz ante los tribunales la ilegalidad de su sometimiento bajo argumentos de rescate, como ocurrió con la mencionada María Dominga. Sin disimulo, su señora alegaba que la razón principal de la compra de la niña había sido poder educarla en la fe católica, y que sus intentos de huida le habían significado “mucha más plata que la principal de su costo”.50 La joven refería estar cansada porque “en el dilatado tiempo que he estado sirviéndola se me ha hecho sucesivos maltratos en darme palos, azotes, y demásmartirios”.51 Estas acusaciones revelan los excesos a los que estuvieron expuestos los rescatados. Las relaciones laborales conocieron mecanismos de coacción y punitivos similares a los de la esclavitud legal a la que estuvo expuesta la población africana y afrodescendiente.52
Cuando los niños entraban al servicio junto a sus madres, nada garantizaba que fueran a permanecer juntos. A pesar de que, como en el caso de los esclavos africanos, la Iglesia y la Monarquía abogaban por mantenerlos unidos en su más tierna edad, muchos fueron separados, e incluso vendidos a otros vecinos dentro o fuera de la ciudad, cuando el señor lo consideró pertinente. Así, María Dominga pedía que su señora “sin la menor demora, omisión, ni excusa me devuelva la criatura de pechos que me tiene quitada con el supuesto de que es su esclavo”.53 Alrededor de veinte años antes, Ambrosio y Manuela de 11 y 12 años respectivamente, habían sido sustraídos de su madre, la chiriguana Paula Carvajal, residente en Vallegrande bajo el techo de Bernardo de Carvajal.54 Dicho esto, hay que aclarar que la trata no fue un hecho puntual en la vida de los esclavizados. Las reventas eran un riesgo latente al que estuvieron muy expuestos los niños según con quien residieran.
La vulnerabilidad de los llamados “indiecitos de servicio” en Charcas, provocaba que fueran mirados como fuente de explotación laboral. Ante el deseo de sacar el mayor beneficio posible de su servidumbre, hubo quien intentó cambiarles la adscripción para poder venderlos como esclavos. Como advierte Rachel O'Toole, más allá de las definiciones legales de cada categoría socio-fiscal, tanto las autoridades como los súbditos las fueron moldeando y resignificando.55 Esto le ocurrió a Juana Feliciana, de origen yampara y de quien su señora refería que era en realidad “mulata esclava, de color lora, de pelo lacio, que parece india”.56 Un día de 1705, sus hijos fueron vendidos junto a ella en 200 pesos como “tres crías mulatillos […] uno llamado Mateo de 8 a 9 años, Clemente de 5 años y Petrona de 2 años, muy blancos”.57 Su madre intentó sin éxito demostrar su origen indígena, y es que si en el futuro los niños recordaban su ascendencia, podrían intentar retomar la causa judicial. Se desconoce si lo hicieron.
Podía ser vital tener memoria de dónde se venía, del origen de los padres, para poder reivindicarlo en algún momento en defensa de la libertad personal.58 Dentro del contexto de la época, y para gran parte de la población, esto significaba poder desplazarse sin censura y escoger a quien servir para ganar el sustento diario.59 Claro, esto no era sencillo cuando se era descendiente de cautivos. De cualquier manera, los hijos y nietos de chiriguanos, como a su turno los de africanos esclavizados, hicieron prueba de mucho valor y habilidad en defensa de sus derechos postergados. Ahora bien, su mejor inserción social dependía de las habilidades que iban adquiriendo y de los lazos que sus padres, o ellos mismos, pudieron ir tejiendo con personas fuera de la casa de su señor.
NIÑEZ TRABAJADORA, ORFANDAD Y PADRINAZGO
Las actividades laborales en que estuvieron inmersos los menores en situación de servidumbre en Charcas fueron muy variables. Estas tenían que ver con la función y el papel que la sociedad les asignaba y con los códigos y valores que regían a la comunidad.60 En la época, la minoría de edad legal se extendía hasta los 25 años. La niñez, etapa amplia que media entre el nacimiento y la adolescencia -alrededor de los 14 años-, era diferenciada de la infancia, lapso antes de que el niño aprendiera a hablar.61 Esta mirada era heredera de la tradición medieval europea conjugada con ciertas concepciones y prácticas de raigambre prehispánica. Ni bien el niño mostraba que podía valerse por sí mismo, y ya entraba a formar parte de la fuerza laboral activa. Guamán Poma de Ayala cuenta que entre los incas, servían en diferentes tareas domésticas desde los cinco años. Las actividades iban adquiriendo mayor complejidad desde los nueve años, combinando el servicio a la familia con el de la comunidad y el Inca, al que sus ocupaciones se volcaban después de los 12 años.62
Por disposición de la Corona, los indígenas menores de 18 años no debían ser obligados a trabajar ni a pagar tributo.63 No obstante, mediando autorización de sus padres podían ser compelidos a ciertas ocupaciones, caso en el que además de asegurarles ropa y comida, se les debía pagar un jornal. El texto de la ley disponía “y si de su voluntad y con la de sus padres, quisiere algún muchacho ser pastor, se le den cada semana dos reales y medio […] y más la comida, y vestido”.64 Los hijos de personas en situación de servidumbre solían ser destinados por sus padres desde los seis a siete años al aprendizaje de diferentes oficios y tareas, incluido el servicio doméstico.65 Los niños devenían así en aprendices, pupilos o criados en talleres, tiendas y casas de particulares entre las que circulaban. Mientras los esclavizados debían entregar el jornal ganado a sus amos, los libres lo hacían a sus tutores más cercanos. En ocasiones, la necesidad era apremiante. Jane Mangan refiere que tras la decadencia minera de la primera mitad del siglo XVII en Potosí, muchos indígenas pusieron a sus hijos al servicio de otros en la ciudad.66 Existe información incluso más alarmante de este periodo. En 1633 la Corona se dirige al arzobispo de Charcas indicándole tener noticia de que “los de la mita venden ellos mismos a sus mujeres e hijos a diferentes casas y personas”.67
Los niños dedicados a cumplir tareas domésticas solían residir con su núcleo familiar en la casa del señor para el que trabajaban. Cuando se mudaban solos, acostumbraban a mediar un asiento de servicio temporal gestionado con sus familiares. En estos casos, el tiempo con sus señores era mayor que el compartido con su parentela.68 Su experiencia y desenvolvimiento dependía en gran medida del tipo de relación que lograban tejer con los adultos a quienes servían. Esta situación era socialmente aceptada, e incluso deseada por los padres. Según Pedro Ramírez del Águila, “los caciques dan a sus hijos a españoles para que les sirvan porque les enseñen a hablar en español, leer y escribir a que son aficionadísimos”.69
Entrar a un aprendizaje era además tener la posibilidad de aprender una labor concreta, e incluso adquirir un oficio del que vivir a futuro. No obstante, nada asegura que se haya respetado la prescripción de que mediase la voluntad del niño o joven. Esta estuvo frecuentemente supeditada a los intereses de los padres, familiares cercanos o del señor contratante. ¿Acaso pudieron los menores resistirse? Difícil de saber. Lo que no se puede negar, es que esto condujo a que muchos se vean expuestos a diferentes formas de abuso y explotación. La documentación charqueña revela que el riesgo podía ser mayor para las niñas que trabajaban como sirvientas.70 Las denuncias reiteradas llevaron al cabildo eclesiástico a prohibir que las imillas (del quechua 'niñas') y muchachas que sirvieran en casa de clérigos, residiesen en ellas. Así también, aclaraba: “prohibimos que no las puedan mandar ir a trabajar en otras casas particulares aunque sean de parientes o deudos suyos”, lo que se hacía usualmente.71
De cualquier modo, la necesidad y pocas perspectivas de algunas familias para asegurar la subsistencia de los hijos resultó un fuerte condicionante a la hora de tomar la decisión de entregarlos al servicio de terceros. En La Plata, esta realidad llevó a que en 1788 los padres de Antonia, indígena de diez años, la colocaran al servicio de doña Ana María Villarminas, bajo el acuerdo de que a cambio le brindaría techo, comida y educación.72 Cabe destacar que la legislación real y la propia Iglesia, autorizaban la entrega de los hijos para que los criaran otros, bajos los argumentos de la caridad y la salvaguarda de su integridad y honra.73 Una delgada línea separa aquí las buenas intenciones de la realidad de explotación a la que los menores estuvieron expuestos en no pocas ocasiones. Los maltratos constantes que sufría Antonia la llevaron a huir de casa de su señora. El mulato libre José Caro, residente en Siccha, Yamparáez, la encontraría en su camino a una hacienda, llevándosela con él “porque ella le suplicó la llevase a su casa sin permitir volver a la dicha ciudad por el mal trato que le daba su señora”.74 Dos meses después, el alcalde Siprián Capac se la arrebataría para entregarla a la esposa de un sirviente de la Audiencia, justificando el gesto en la prohibición para “negros y mulatos” de tener indios en su servicio.75 Casos como estos en los que los niños pasaron de un lugar y de un tutelaje a otro, abundan en la documentación colonial charqueña.
Un caso particularmente evocador sobre los excesos que podía esconder la crianza “civilizadora”, es el del chiriguano Joseph Suárez, ahijado del capitán Christóbal Suárez, vecino de Córdoba. Según refirió, Suárez “me crio desde mi primera edad y en su poder llegué a hablar la lengua castellana y me enseñó a rezar y confesarme y demás cosas que deben saber los cristianos, y como agradecido le he servido hasta la edad que tengo”.76 Este lo habría mandado a La Plata a servir a casa de doña Catalina de Castro su sobrina y de Domingo de Mendiburu su marido, quien a pesar de haberle dicho a Suárez que reconocía su libertad, lo vendió en 100 pesos a don Francisco Garay, que quiso llevarlo como esclavo a Potosí. Joseph no dudó en acudir a la justicia alegando “por mi naturaleza libre me volví de la mitad del camino para presentarme a Vuestra Superioridad, para que me defendiese como a indio pobre y miserable”.77 El 6 de noviembre de 1749, la Audiencia sentenció a su favor: “debe ser puesto en libertad para que a su arbitrio elija la persona a quien quisiera servir”.78
No cabe duda que los menores que caían en situación de servidumbre, ya sea porque sus padres los habían entregado o porque quedaron huérfanos, estaban expuestos a toda suerte de abusos, aunque no todos los hayan experimentado. ¿Por qué las familias los entregaban a pesar de los riesgos? Hay que considerar la confianza que la población depositaba en instituciones como el padrinazgo y el compadrazgo en la época. Ramírez del Águila, afincado en La Plata en la primera mitad del siglo XVII, refiere que no era de sorprender que algunos indígenas hicieran amistad con españoles para devenir compadres y entregarles a sus hijos como ahijados “y les dan sus hijos para que les sirvan”.79 Asignar padrinos era, y es, tejer relaciones sociales estratégicas. No obstante, el dato de Ramírez del Águila hace explícito que la sociedad validaba algo más, y era que el compadrazgo podía ser la puerta de entrada en servidumbre de los niños-ahijados bajo la idea de que serían protegidos, mantenidos y educados en casa de un señor con más posibilidades económicas que su familia.80 Como institución articulada en torno al niño, el compadrazgo pudo significar una relación de reciprocidad eficaz, capaz asegurar la supervivencia y generar oportunidades para los hijos.81 Sin embargo, también pudo desembocar en situaciones de trabajo coactivo violento que podía prolongarse de por vida.
El análisis pormenorizado de las partidas bautismales de Santo Domingo de La Plata, y concretamente la aproximación al fenómeno del padrinazgo vinculado a población afrodescendiente e indígena (incluida chiriguana), permite entender mejor la complejidad del relacionamiento interétnico en que se movían toda suerte de afectos, intereses y solidaridades entre personas de distinta condición y calidad.82
Padrinos esclavos | Padrinos libres | Madrinas esclavas | Madrinas libres | |
De hijos de afrodescendientes esclavos | 72 | 70 | 71 | 55 |
De hijos de afrodescendientes libres | 13 | 149 | 16 | 150 |
De hijos de padres de condición mixta | 16 | 34 | 13 | 29 |
De hijos de padres afro-indígenas | 12 ch: 1 | 21 ch: 3 | 9 | 3 |
De hijos de indígenas | 56 ch: 5 | 42 ch: 9 | 57 ch: 3 | 40 ch: 8 |
De hijos de padres afro-españoles | 3 | 3 | ||
De huérfanos o padres ausentes | 53 afr: 39 ind: 14 (ch: 6) | 204 afr: 190 ind: 9 (ch: 3) | 43 afr: 39 ind: 10 (ch: 3) | 189 afr: 175 ind: 6 (ch: 4) |
Total: | 222 | 523 | 212 | 466 |
Fuente: ABAS, Santo Domingo, bautizos vols. 1-7 (1566-1650). Entiéndase por ch: “chiriguanos”; afr: “afrodescendientes”; ind: “indígenas”.
Como se puede ver en la Tabla 1, padrinos y madrinas afrodescendien- tes libres participan en bautizos de uniones afro-indígenas, sobre todo como padrinos, y en mayor cantidad de aquellos frutos de uniones indígenas entre las que hay varios chiriguanos. Los “morenos” Diego y Juana fueron, por ejemplo, padrinos del bautizo de Catalina, indígena de tres meses hija de la chiriguana Leonor y del indio Francisco, ambos criados de doña Constanza.83 Los padrinos y madrinas de origen indígena son menos como se ve en la Tabla 2. Predomina su participación en bautizos de hijos de afrodescendientes esclavos y libres, pero también de hijos de padres afro-indígenas y de chiriguanos. La participación de españoles es mucho menos pronunciada en los apadrinamientos: 49 padrinos y solo 11 madrinas que se reparten entre bautizos de esclavos y libres de los diversos orígenes parentales referidos.
Padrinos indígenas | Madrinas indígenas | |
De hijos de afrodescendientes esclavos | 11 | 24 |
De hijos de afrodescendientes libres | 18 | 26 |
De hijos de parejas de condición mixta | 8 | 10 |
De hijos de chiriguanos | 8 | 17 |
De hijos de padres afro-indígenas | 8 | 19 (ch: 1) |
De hijos de padres afro-españoles | 1 | 2 |
De huérfanos o padres ausentes | 17 (afr: 3; ch: 14) | 20 (afr: 2; ch: 16) |
Total: | 71 | 118 |
Fuente: ABAS, Santo Domingo, bautizos vols. 1-7 (1566-1650). Entiéndase por ch: “chiriguanos”; afr: “afrodescendientes”; ind: “indígenas”.
La documentación muestra que el padrinazgo jugó un papel importante en la vida de los niños que quedaban en estado de orfandad, a veces, por haber sido alejados de sus padres al ser secuestrados en la Cordillera y otras porque estos fallecieron dejándolos solos. Las partidas bautismales revelan que huérfanos de afrodescendientes e indígenas -entre ellos varios de la Cordillera-, fueron asumidos como ahijados por afrodescendientes libres pero sobre todo por esclavos. Pudo haber influido la decisión del amo o señor a la hora de formalizar el sacramento. Y es que en ocasiones, los señores ordenaban a sus sirvientes hacer de padrinos de otros dependientes. También es notoria la alta proporción de padrinazgo indígena a niños huérfanos, y en este caso, en su amplia mayoría cautivos chiriguanos. Esto puede deberse también al pedido del señor de la casa para la que trabajaban, o al deseo de los padrinos de consolidar un vínculo de protección a cambio de servicio. Eso sí, dentro de este total (32 casos), es amplio el número de padrinos españoles de niños huérfanos, en su mayoría de origen chiriguano (28 casos), realidad que hace referencia al cautiverio infantil de indígenas del área suroriental de Charcas en La Plata. Sobra decir que por un tema práctico, figuran muchas veces como padrinos del bautizo los propios captores, comerciantes y señores que habían encargado su “rescate”.
Como ha afirmado Luis Miguel Glave, al depositar huérfanos en casas de vecinos y otros pobladores, la sociedad colonial garantizaba la reproducción de la servidumbre doméstica desarraigada.84 Toda la sociedad participaba de esta dinámica. Así, Esperanza de Robles, morena libre, contaba hacia 1580 con el servicio de una niña indígena huérfana de nombre Yulsita.85 Su madre se la había dejado a los seis meses de nacida. Esperanza dispuso que tras su muerte, la niña debía pasar a residir con sus hijos para servirles mientras vivan. Un caso mucho más violento es el de los mulatos Lázaro, Francisco y Juana Torres, que quedaron huérfanos siendo pequeños. Pedro Miranda los hizo trabajar en su chacra del valle de Taraya mientras estuvo vivo y, más adelante, su hijo intentó venderlos como esclavos.86 Es revelador también el caso de don Marcelo López Guarita, indígena principal de Challapata en Paria, cuya comadre, la negra Gerónima, le dejó encomendado antes de fallecer a su hijo “entregándome a la criatura mi ahijado para que se lo criase en fuerza de la confianza que de mí tenía de ser padrino de ella”.87 El fraile Miguel de Miranda intentaría quitárselo a modo de pago por el entierro de la madre, y es que “[…] por esta causa acostumbran lo curas quitar los hijos para servirse de ellos”, alegó López Guarita en la querella que inició ante el tribunal eclesiástico. La Audiencia sacó sentencia a su favor: “que dicho huérfano quede en poder de este indio […] notificará al cura coadjutor del beneficio de Poopó no pretenda derecho al negro ni perturbe ni inquiete al referido don Marcelo sobre este asunto”.88 Otros niños no corrieron con la misma suerte.
Un fenómeno indirectamente vinculado al de los menores en estado de orfandad, es el de los hijos fruto de relaciones tenidas por ilícitas entre el señor y sus sirvientes. Mancillados como espurios (del latín spurius 'bastardo', 'falso'), adulterinos, incestuosos y de sacrílegos -en caso de tratarse de hijos de un cura con los votos ya hechos-, lejos de ser reconocidos, solían ser criados en la casa de sus padres como expósitos y huérfanos recogidos. Su realidad podía ser no muy distinta de la de un criado.89 De ser reconocidos y amparados por el padre, nada impedía que algún pariente intentara aprovecharse de la vulnerabilidad en la que los sumía un origen socialmente estigmatizado. Así, en 1684 el joven mulato Miguel Cabello se quejaba ante el tribunal en La Plata de que a pesar de ser hijo reconocido del español Pedro Cabello con su esclava Ana Paisana, a la muerte de este, sus parientes habían intentado someterlo, e incluso enajenarlo en Mizque. En su defensa alegó que la última voluntad de su padre había sido que lo dejasen estar libremente arrimado al amparo y abrigo del heredero que le pareciere, y por el que probase más afecto “con la mira de que no anduviese descarriado de casa en casa y que siempre tuviese la suya y la de sus herederos por mía”.90 Miguel logró hacer valer su argumento. Sus parientes negaron las acusaciones, pero la libertad le fue reconocida y garantizada por escrito. El joven evitó así cualquier ambigüedad que pudiera dejarlo caer en servidumbre indefinida, una con la que tuvieron que aprender a lidiar y vivir miles de menores de diferente origen en Charcas.
CONCLUSIONES
El análisis presentado ha permitido reflexionar sobre la experiencia -entiéndase en plural- de la niñez chiriguana cautiva en las ciudades coloniales charqueñas, cotejándola con la de indígenas de otros orígenes y con los afrodescendientes esclavizados.
Como se ha podido demostrar, los chiriguanitos fueron comerciados y esclavizados a pesar de las prohibiciones, dada su condición libre reconocida. Además, estuvieron expuestos a situaciones laborales de tipo esclavista validadas en el tiempo y por la costumbre de una sociedad consu- midora de sirvientes. Para reconocerlas, ha sido de utilidad abrir el lente de análisis a situaciones posibles más allá de la esclavitud y la libertad como conceptos normados, insuficientes para entender ciertas sutilezas y ambigüe- dades del contexto de uso y abuso de mano de obra en Charcas colonial.
El sentido dado a conceptos jurídicos como rescate, y a otros de corte paternalista como civilización y adoctrinamiento, llevó a validar una serie de conductas no poco cuestionables con los menores cautivos. En algunos casos, los señores intentaron el cambio de adscripción étnico-fiscal de sus sirvientes para hacerlos pasar por esclavos. El objetivo era asegurar una relación asimétrica de dependencia en servidumbre por tiempo indefinido.
La orfandad sumada al origen incierto o ilegítimo, solo aumentó la vulnerabilidad de los menores. El apadrinamiento y amadrinamiento en ciudades como La Plata revela una innegable dinámica interétnica. Esta práctica fue en ocasiones una apuesta de los padres y parientes cercanos para una mejor inserción social de los menores. Sin embargo, no fue garantía de que no permanecieran o cayeran en diversas situaciones laborales no-libres, de hecho, muchas veces los padrinos eran los captores o tratantes.
Los mecanismos de trabajo coactivo desplegados con niños chiriguanos, pero también indígenas de otros orígenes en servidumbre, les hicieron conocer una violencia similar a la de la esclavitud legal. La documentación revela que gran parte de la población participó de la captura, comercio y aprovechamiento de mano de obra infantil cautiva. Influyeron en esta conducta los prejuicios de la mentalidad colonial patriarcal de tipo señorial, pero además la posibilidad concreta de unos por someter a otros, independientemente de la condición o calidad de las personas. Lejos de quedar pasivos ante esta situación, los menores reaccionaron en su defensa cuando tuvieron la oportunidad, años e incluso décadas después, ya que siendo jóvenes, iniciaron demandas por su libertad ante la justicia charqueña. No habría sido posible escribir hoy este texto sin la huella de sus pronunciamientos.