La experiencia es un proceso abierto que ha de ser comenzado siempre de nuevo.
Karlheinz Stierle
SILVIO ZAVALA, HISTORIADOR SERENO
Si bien la obra de Silvio Zavala ha significado para mí una fuente constante de inspiración, alguna vez me permití evocar la imagen del historiador finalmente “positivista” que don Silvio exhibía al sostener, en la década de 1980, que la labor de los jóvenes practicantes de la profesión se veía limitada por la fuerza del mundo actual, del que sería mejor “desprenderse” para abordar los hechos del pasado.1 Como si no supiera Silvio Zavala, decía yo entonces, que no es el pasado el que llama a su estudio, sino el presente; como si el apartamiento del mundo fuera condición para poder escuchar la voz de los documentos, ya que la historia —según habría dicho Michelet— “habla” por medio de las crónicas y de los archivos. Hay en esta apreciación algo de inexactitud, justificable tal vez en un contexto historiográfico acostumbrado a clasificar de manera sencilla la obra de este autor, aunque nunca se le haya leído.2
Durante mis años universitarios, el encuentro con el historiador positivista ocurrió con la lectura de Los intereses particulares en la conquista de la Nueva España (1933), volumen en el que se exploraban los móviles personales que impulsaron la colonización en Mesoamérica, para lo cual el autor había procedido con el mismo método que Ranke en Alemania: “Yo trato únicamente de decir, con apoyo en datos histórico-jurídicos, lo que hubo realmente. Por eso acudo al estudio objetivo de hechos”, sostenía Zavala.3 Otras evidencias continuaron apareciendo durante la lectura entusiasta que emprendí más tarde de sus obras posteriores. En Las instituciones jurídicas en la conquista de América (1935), me parecía revelador el aplomo con el que Zavala asentaba que el conocido pleito homenaje que Moctezuma rindió ante Cortés “existió realmente”, como podía constatarse en la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo.4 A sus de por sí voluminosas obras, por otra parte, don Silvio gustaba de hacer múltiples adiciones documentales,5 en una práctica que el historicismo acusaría de un total sinsentido.
Una tesis sostiene que con la negativa de Silvio Zavala a debatir públicamente con Edmundo O’Gorman, el representante de la “nueva historia” en el México de la década de 1940, habría quedado patente la cerrazón del positivismo ante los nuevos aires historiográficos.6Lo que la crítica no dice es que el joven O’Gorman que se había atrevido a cuestionar el canon, disputándole así el “monopolio” del discurso histórico, lo habría hecho con una arrogancia7 que ni al propio Marc Bloch veremos sostener, en la Francia de Annales, contra Langlois y Seignobos.8 En todo caso, algunas evidencias nos muestran que el “recalcitrante” positivista no lo era tanto y habría podido reconocer —con esa cordura y serenidad reflexiva que Alfonso Reyes encontró en él— que el historiador de los años juveniles estaba equivocado al pensar que los documentos hablaban por sí solos, y que la madurez, por el contrario, le había enseñado que la escritura histórica se circunscribe a un lugar de producción.9
Por otro lado, positivista o no, la obra de Silvio Zavala poco o nada hasido explorada para reconocer, no ya sus “deficiencias” metodológicas, comosu significado y originalidad en el drama de la cultura nacional.10 Conviene traer aquí la apreciación que al respecto esbozó Jorge Alberto Lozoya en1984: “En un país donde una novela hace fama de por vida, Zavala hadesenterrado, desempolvado y colocado en nítidas tarjetitas de 7 por 12varios siglos de la historia de México”. A través de esta “gigantesca labor”, eldestacado historiador traía “nuevas y más fidedignas interpretaciones de larealidad mexicana”; volviendo a las crónicas y a los documentos coloniales,Zavala había “equilibra[do] en una fina balanza los troncos del mestizajemexicano”. El mestizaje descubierto por este historiador —reflexionabaLozoya— estaba comprobado “a partir de hechos contundentes”, de losintercambios culturales que indios y españoles protagonizaron en el día adía, es decir, este mestizaje no era “mera anécdota” ni folclorismo fácil.11
Desterrarse un poco en una forma conventual, para oír la voz de los documentos: ¡ah, qué positivismo, este¡, pero, lo que no es menos cierto, los documentos del periodo colonial nunca habían sido trabajados para confrontar al mexicano con la realidad que la demagogia posrevolucionaria imaginaba estática y cruel.12 Desprenderse un instante de la ciudad y sus imaginarios dañinos: del “smog”, las “prisas urbanas” y los “charros jinetes y las mujercitas modosas del cine” de esa “nación en fuga” de la que daba cuenta Luis González y González, precisamente en un homenaje a Silvio Zavala,13 así como del cuadro fatalista que Diego Rivera había pintado en Palacio Nacional (1951), o del indígena inocente y pueril que daba vida Pedro Infante en Tizoc (1957) o Dolores del Río en María Candelaria (1944).14 En efecto, decir verdad en esta época era oponer a la caricatura oficial una imagen más verosímil del ser nacional. Fincado en esta esperanza, hacia la década de 1970 un joven tesista del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México —la casa de Silvio Zavala— defenderá la necesidad de acabar con la imagen oscura que en el país se hacía de los conquistadores españoles: contra los estereotipos maniqueos, la “revisión objetiva” de los documentos.15
En definitiva, el carácter positivista de la visión histórica de Silvio Zavala no invalida de ninguna manera la originalidad de su trabajo. Evaluado en su historicidad o su espacio cultural de producción, el trabajo del autor es original en la medida en que contribuye a la construcción de la identidad y la memoria nacionales desde la investigación profesional, vale decir, sobre la base de una labor metódica y que rehúye a la fantasía desconcertada. Así también, hoy día el suyo continúa siendo un trabajo original toda vez que despejó ese misterio que en historia política siempre nos despierta el pequeño número, es decir, que con la revisión de las crónicas y los archivos descubrió de manera pionera la fina arquitectura ideológica e institucional que permitía que un poder como el colonial fuera obedecido.
Esta arquitectura debe tenerse presente siempre que leamos, como en este caso, las relaciones de la conquista,16 para no pensar que este tipo de documentos fueron elaborados con una total libertad autoral, con una pluma que añade, recorta o suprime algunos hechos al arbitrio y creatividad del cronista, en un grado tal que sus “mentiras” y “artimañas” nos llevarían a restarle credibilidad a su testimonio sobre la conquista. En más de una ocasión, se tiene una idea fácil de la cronística colonial. En paralelo, la monarquía, destinataria de la falsa retórica, comúnmente se antoja ingenua y uniforme en el tiempo y el espacio.17 En un contexto similar, las Cartas de relación llegan a la Corte con falsas postales que permitirían al Rey afirmarse como legítimo señor del Nuevo Mundo. En las referencias que ahí se hace en torno al Moctezuma “tirano”, encontraríamos a un Cortés que se compara a un Mio Cid, liberador de pueblos oprimidos; en el pleito homenaje del tlatoani que asimismo relata el capitán, el “guiño” de un acto legal aún más importante: la traslación del poder imperial mexica, reconocida en las partidas de Alfonso el Sabio y tan practicada en el medievo.18
Sin negar la influencia que los conquistadores ejercieron sobre las decisiones del Estado español,19 tendremos que insistir que la colonización —para retomar a Silvio Zavala— no quedó bajo los dictados del caudillo, sino que dependió de las reglas del sistema jurídico implantado por el poder regio. A la afirmación de Zavala de que no todos los hechos que protagonizaron los conquistadores eran arbitrarios y carentes de apoyos jurídicos,20 añadimos que incluso la prosa de las relaciones de la conquista refleja puntualmente los deseos de las teorías y las leyes de la monarquía, difíciles de asumir estáticas. En este sentido, cuando decimos que Hernán Cortés o Bernal Díaz del Castillo escriben, antes que historia, probanzas de méritos y servicios con los que lucharían por ganarse el favor del Estado español, ¿qué estamos entendiendo por Estado y en qué manera este podía sentirse complacido?
LA PROSA DEL MUNDO MEDIEVAL
En forma, tanto las Cartas de relación (1519-1526) de Hernán Cortés como la Verdadera relación de Francisco de Xerez (1534), testimonios prístinos sobre la conquista de México y el Perú, sugieren una importante línea de continuidad con la historiografía del medievo.21 En una lectura un poco más precisa, las crónicas de Cortés y Xerez se corresponden, más bien, con la historiografía medieval que un estudioso define como vernacular, la que en el siglo XIII se expande especialmente en Francia y España. En dicho siglo, quien escribe historia siente más atracción por
[…] el hombre como ser político y social, menos [por] el hombre que dialoga solo con Dios. Comparándolos con sus predecesores, los historiadores del siglo XIII se sienten más atraídos por la superficie del acontecer, por los hechos y personas individuales, que por conflictos profundos de ideología, como el del Imperio y el Papado en los siglos XI y XII. 22
En este sentido, las Cartas de relación y la Verdadera relación han querido competir, e.g., con las autobiografías que confeccionaron Jaime I y Pedro IV, reyes de Aragón, para relatar sus conquistas. Tanto el Llibre dels feyts (c.1274) del primero como la Crònica (c.1382) del segundo rememoran ni más ni menos que la primera gran empresa bélica de su reinado, la conquista de Mallorca,23 en ese Mediterráneo convertido entonces —como habría dicho Henri Pirenne— en un lago musulmán. Resalta asimismo el hecho de que en ambas crónicas los reyes adopten el papel de héroes bendecidos por la Providencia.24
La Crònica de Bernat Desclot, crónica oficial de la Corona de Aragón elaborada entre 1285 y 1288 en honor a Pedro III el Grande, en esta misma dirección ilustra con elocuencia la ideología en torno a la guerra justa imperante en la España cristiana del siglo XIII. 25 En esta Crònica, ningún empacho se tiene al sostener que la movilización de los ejércitos de Jaime I estaba justificada como una guerra santa en contra de los “enemigos” de la Cristiandad, como una tarea del buen cristiano en “honor” y “servicio” de Dios.26 En el contexto de esta ordalía de la era de las Cruzadas, los generales de la empresa de conquista de Jaime I —recordaba Desclot— requerían a los soldados “estar muy alegres” y “animosos” por el servicio religioso que prestaban. Amparado en este legítimo argumento, Dios no podía sino estar con el invasor.27 Así, en su Verdadera relación Francisco de Xerez se refería con énfasis a los “infieles” ganados para la “gloria de Dios”, a los paganos sujetados con su “divina mano”. En las batallas, “para los animar”, Francisco Pizarro les aseguraba a sus soldados que “Dios pelearía por ellos”. En Cajamarca, la refriega en la que Atahualpa fue hecho prisionero habría iniciado al grito de “Santiago”.28 Las Cartas de relación de Hernán Cortés, por su parte, rememoran que la guerra en México había sido “en servicio de Dios”, que cada una de las batallas en suelo mesoamericano fueron ganadas “más por voluntad de Dios” —que es “sobre natura”— que por las fuerzas del ejército español. En Tlaxcala, más de una vez Cortés habría arengado a los desertores de la tropa a hacer “lo que como cristianos éramos obligados, en pugnar contra los enemigos de nuestra fe”.29 Tras la caída del imperio mexica, el 13 de agosto de 1521, con la captura de Cuauhtémoc, el último tlatoani, la tropa cortesiana habría completado el rito cruzado “dando gracias a nuestro Señor por tan señalada merced”.30
Un aspecto que, hasta donde sé, no había sido señalado en la lectura de estos documentos es la llamada “paz del miles Christi” que refiere Alvira Cabrer. Se trata del descanso que sigue al combate religioso, como recompensa al caballero cristiano. La crónica de Bernat Desclot lo ilustra de esta manera: “Y así aquella noche reposaron alegremente y en paz; y lo habían ganado bien, que mucho habían trabajado aquella jornada”.31 No hallo ejemplo más elocuente como el que registra Francisco de Xerez en su Verdadera relación. En el contexto de la captura de Atahualpa, Francisco Pizarro
[…] dijo con mucha alegría: “Doy gracias a nuestro Señor, y todos, señores, las debemos dar, por tan milagroso como en este día por nosotros ha fecho; y verdaderamente podemos creer que sin especial socorro suyo no fuéramos parte para entrar en esta tierra; cuanto más vencer una tan grande hueste. Plega a Dios, por su misericordia, que pues tiene por bien de no hacer tantas mercedes […]. Y porque, señores, verneis fatigados, váyase cada uno a reposar a su posada”.32
En definitiva, es imposible negar el horizonte bélico —censurable para nuestros ojos “democráticos”— en el que se producen estos testimonios. Una lectura todavía más minuciosa, sin embargo, nos ayudará a percatarnos del tiempo social complejo que explica la no menos compleja prosa de la conquista que se encuentra en las crónicas coloniales. Para mi gusto, conformarnos con los cuadros toscos, como el que acabamos de esbozar, implicaría caer en la trampa de una historia pensada en blanco y negro, dividida entre los malos y los inocentes. Una lectura siempre renovada, por el contrario, habrá de recoger “la verdad en todas sus direcciones”.33
LA PROSA DE LA GUERRA SANTA
Ni Hernán Cortés en México ni Francisco Pizarro en Perú se preocuparon por definir, hasta donde han querido dejar constancia las primeras crónicas coloniales,34 una teoría de la penetración española en América distinta a la que había sido formulada en la Corte desde la época del viaje colombino. Tanto en las Cartas de relación como en la Verdadera relación se exaltan, por el contrario, las acciones bélicas ejercidas sobre la tierra, los cuerpos y las propiedades indígenas, todo bajo el ardor feudal de la guerra santa.
En la Europa feudal, la guerra —y con mayor razón la que tendría el carácter de santa— remite al ejercicio de una actividad reservada a un estamento social, esto es, el militar, de cuyas hazañas caballerescas darían cuenta los romans de Chrétien de Troyes o el poema de Mio Cid. Como toda representación histórica, tiene un origen, y se remonta a Johan Huizinga, que en El otoño de la Edad Media (1927) hablaba acerca del espíritu caballeresco, la religiosidad y el orden jerárquico en las postrimerías del medievo en Francia y los Países Bajos. Respecto al tercer tópico, Huizinga se refería en especial a un mundo conformado por hombres nacidos para labrar los campos —esto es, el “pueblo bajo”— y otros más —en realidad, los menos— para ejercer los ministerios de la fe —el clero— y gobernar o hacer la guerra —la nobleza—.35 Más adelante, en Los tres órdenes (1978), Georges Duby asentaría esta visión de la sociedad medieval dividida entre los que cultivan, los que rezan y los que combaten.36 Pero ya Marc Bloch mostraba, como hoy Adeline Rucquoi, cierta reticencia hacia esta visión homogeneizante del feudalismo. Respecto de los vínculos de dependencia observados en la Europa feudal “clásica”, esto es, en el corazón del otrora Estado carolingio, las sociedades de la península ibérica revelan —decía Bloch— una estructura “nada más que original”. Vasallos, feudos, criados, homenaje: absoluta “influencia de los feudalismos de más allá de los Pirineos”, los había, pero nunca la España medieval se comportó como ese mundo caracterizado por la disgregación del poder regio:
[…] estas prácticas nunca dieron origen, como en Francia, a una red poderosa, invasora y bien ordenada, de dependencias de vasallaje y feudales […]; si el fiel armado era el combatiente por excelencia, no era el único en luchar ni tampoco el único en ir montado al combate. Junto a la caballería de los criados, existía una “caballería villana”, compuesta por los más ricos entre los cam pesinos libres. Por otra parte, el poder del rey, jefe de la guerra, era mucho más eficaz que el que tenían los soberanos al norte de los Pirineos.37
Rucquoi considera asimismo que “no parece que la autoridad real [hispánica] haya sido mediatizada por una red de dependencia estructurada como en el norte de Europa”.38
A propósito de las crónicas coloniales, este tipo de visiones más justas con las realidades del medievo claramente nos hacen ver en las Cartas de relación de Hernán Cortés, v.g., el testimonio de guerra que el caudillo español envía a ese “jefe” mayestático del que hablan Marc Bloch y Adeline Rucquoi. Así pues, la relectura de las crónicas del Perú y de Nueva España invita a explorar, en un espacio y un tiempo definidos, la manera en la que operaba esa práctica del poder donde el emperador define la fe de sus gobernados, “convirtiéndola por tanto en ley”; en definitiva, en la que el soberano “es a la vez un rex y un sacerdos”.39 Esta perspectiva nos permitirá huir de las visiones generalizantes y fantasiosas que creen descubrir aquí y allá formas de pensar y de sentir “medievales” en los relatos de la conquista. Si en estos casos el uso artificial del adjetivo “medieval” es insalvable, por lo menos tendríamos que exigirnos pensarlo en el campo de las posibilidades conceptuales de la sociedad objeto de estudio.
En esta dirección, lo que los hechos incontestables y objetivos de la colonización nos dicen —esto es, los de la esfera de la política y la diplomacia, por retomar a Silvio Zavala— es que el conquistador requería del permiso imperial para poder zarpar al Nuevo Mundo, y para ello firmaba con la Corona las capitulaciones o asientos. 40 Pero también aquellos nos dicen, por otro lado, que la actuación del conquistador debía apegarse a lo prescrito en el codex que había sido elaborado en el seno del Concilium —tan caro a los reyes españoles desde Teodosio en el 438— convocado por su Majestad y difundido en calidad de ley por todos sus “reynos”.
Cristóbal Colón, en octubre de 1492, ha tomado posesión del Nuevo Mundo amparado en el título romano del derecho de primera ocupación codificado en Las Siete Partidas de Alfonso el Sabio. 41 En apego a los fueros reales que se depositan en este cuerpo normativo medieval, que autorizaba a ejercer dominio sobre la porción terrestre ignota, Colón alardeaba del resultado exitoso de su primer viaje en estos términos: “fallé muy muchas yslas pobladas con gente sinnúmero, y dellas todas he tomado possession por sus Altezas”.42 A este primer título se agrega, en abril de 1493, con la primer bula Inter Caetera entregada a los Reyes por Alejandro VI, el de la donación pontificia. Contra la carrera desafiante de Portugal sobre el Nuevo Mundo, en efecto, la Corona española ha tenido que recurrir a Roma en busca de los diplomas que “confirmen” el derecho de España sobre las Indias.43 Silvio Zavala insistió en apreciar el sentido de las bulas otorgadas por el Papado. Pese a que estas tienen el carácter de una “donación, concesión, asignación e investidura” por parte de la “omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción” pontificia,44 no debe perderse de vista que los Reyes no recurren a Alejandro VI como juez que según su arbitrio resolviera sobre los derechos de las partes, sino como tribunal de la Cristiandad al cual recurren los señores del mundo para solicitar, afirmados en sus derechos, el documento que le otorgaba a estos “solemnidad” y “autenticación”.45
Elaboradas para sancionar entre las altas esferas del poder los derechos que la Corona española creía tener sobre las nuevas tierras, las bulas se convirtieron, después de la Junta de Valladolid de 1513 convocada por orden de Fernando II, en el título fundamental para el dominio de las Indias, tal como se consignó en el Requerimiento de Juan López de Palacios Rubios.46 Manzano recurría al Memorial de Fernández de Enciso (1525) para conocer las que debieron ser, en Valladolid, unas deliberaciones “largas y no muy tranquilas”.47 El bachiller así describía la conclusión de la Junta:
E despues de mucho haber altercado sobre ello, todos los maestros teólogos que halli se hallaron, e el confesor del Rey Católico con ellos, declararon que el Papa habia podido dar aquella tierra al Rey Católico, e que el Rey les podia enviar a requerir que se la diesen, e que si no se la quisiesen dar, les podia hacer la guerra e tomarsela por fuerza e matarlos e prenderlos sobre ello, e que a los que fuesen presos los podia dar por esclavos, e determinaron que si algunos les quisiesen entregar la tierra e vivirse en ella que eran obligados a le servir como a sus vasallos e quel Rey podia hacer merced deste servicio los que alli fuesen a ganar aquella tierra e a la poblar, lo cual enviaron a Su Alteza firmado […], e ordenaron por escrito el requerimiento que a los indios se habia de hacer.48
Inspirado en la doctrina medieval de Enrique de Segusa, cardenalobispo de Ostia en el siglo XIII, el Requerimiento al que dará forma Palacios Rubios, Consejero de los Reyes Católicos y miembro de la Junta vallisoletana, registra a todas luces una teoría de la penetración no menos impositiva que la precedente. Al indígena, que nada sabía de reyes y papas, se le solicitaba la sumisión más inicua: al Pontífice, “cabeza de todo el linage umano”, que como señor universal hizo “donación” del Nuevo Mundo a España; a sus Altezas, “como a superiores e señores y rreyes”. El acatamiento aseguraría a los vencidos el “amor” y la “caridad” regia, y la desobediencia, por el contrario, la guerra cruenta, la servidumbre, la esclavitud y aun la muerte, “como a vassallos que no obedecen ni quieren rrecibir a su señor”.49 Como ha dicho Silvio Zavala, estos títulos primitivos para la ocupación de América exhiben múltiples defectos morales y jurídicos, “una excesiva afirmación de los valores del invasor y poco o ningún respeto a los derechos de los invadidos”.50
Este es el imaginario jurídico medieval sobre el que se construye la prosa de la conquista en las crónicas coloniales tempranas. Léase a Francisco de Xerez o a Hernán Cortés, cuyos relatos son una loa confesa a la superioridad de la civilización europea y de su soberano. Con aplomo, ambos comunican a su jefe que han procedido en las nuevas tierras según el riguroso sistema de conquista despachado en la Corte: imponiendo el poder real sobre los indígenas. En el Nuevo Mundo, estos cruzados no vienen a reconquistar ni a combatir a los seguidores del Islam, pero, fincados en el ardor de su guerra justa o de implantación de la “verdadera” fe, no han dejado de comparar al indígena con el infiel vencido en Granada. Cortés encuentra “mezquitas” a su paso por Mesoamérica.51 Lo propio hace Francisco Pizarro en la tierra del inca.52 En el español actual, mezquita es un “templo musulmán”,53 en tanto que en la época de los imperialismos designará el lugar “donde los Mahometanos hacen las ceremonias de su secta”.54 Tal vez por eso Cortes se refiera al “rito”, las “ceremonias” y la “secta” de los indígenas de México.55
En la guerra recreada por ambos cronistas, todo era válido. En rigor, ella tiene a la violencia como su principal sello. Cortés, apenas comenzaba la campaña de conquista, le prometía a la Corona ir a la “demanda” de Moctezuma, “a doquiera que estuviese”, para ofrecérselo “preso o muerto, o súbdito”.56 A los mensajeros del imperio que van al encuentro de la tropa, para persuadirla de viajar a México-Tenochtitlan, Cortés les habría ocultado —con un preclaro espíritu maquiavélico— sus verdaderos fines, diciéndoles en cambio que Moctezuma “tuviere por bien [su ida], porque de ella a su persona ni tierra ningún daño, antes pro, se le había de seguir”.57 En las Cartas de relación, Cortés suscribe la imagen de un imperio atomizado y tambaleante, lo que favorecía una feliz invasión: “Vista la discordia y desconformidad de los unos y de los otros, no hube poco placer, porque me pareció hacer mucho a mi propósito, y que podría tener manera de más aína sojuzgarlos”.58 Del mismo modo, la confusión religiosa con Quetzalcóatl, que habría hecho que Moctezuma —siempre según Cortés— hiciera entrega del imperio al “señor natural” que retornaba, en una ceremonia que recuerda al pleito homenaje hispánico, es descrita en las Cartas de relación como un recurso ad hoc: “Yo le respondí [al tlatoani] a todo lo que me dijo, satisfaciendo a aquello que me pareció que convenía, en especial en hacerle creer que vuestra majestad era a quien ellos esperaban”.59 Como discurso retórico, efectivamente el relato del europeo ha querido pensar la conquista con el molde heroico y épico de la traslatio imperii, 60 tan caro a los poderosos que se abren paso en las planicies mediterráneas: en la escena de la civilización, de los feudalismos y de los imperios, pero es dudable que fuera visto como el símbolo fundante del dominio sobre el pagano en Mesoamérica.61 La legalidad del mando que el invasor se adjudica descansa, antes bien, en un instrumento anterior a la realidad legendaria: la guerra justa.
Una vez “entregado” el realengo, Cortés solo se limitó a confirmar a Moctezuma como a un vasallo más de la Corona, obligado a obedecer y tributar,62 en un procedimiento que se habría repetido con los otros pueblos y señores sometidos, a la fuerza o por su voluntad, a la tropa.63 Un pasaje como este resulta revelador: “siempre publiqué y dije a todos los naturales de la tierra […] que vuestra majestad era servido que el dicho Mutezuma se estuviese en su señorío, reconociendo el que vuestra alteza sobre él tenía, y que servirían mucho a vuestra alteza en le obedecer y tener por señor, como antes que yo a la tierra viniese le tenían”.64 Aquí, indudablemente Cortés le informa a su soberano que había encontrado a un pueblo infiel que no le opone “resistencia” y le rinde más bien pleitesía, como se leería en el Requerimiento, y que la tropa, en correspondencia, procede según lo prevenido también por la pluma de Palacios Rubios: recibiéndolo “con todo amor y caridad”, así como respetando a su gentes y sus bienes, esto es, manteniendo el statu quo. 65 La presión y la violencia cortesianas, en efecto, no surgen de la nada, encuentran su fundamento legal en el texto hostil signado en Valladolid en 1513. Según Cortés, apoyado en las “lenguas” o “farautes”, en cada uno de sus encuentros con el infiel dio lectura al Requerimiento.66 Así, al cacique de Caltanmí, en Zautla, Puebla, le requirió entregarse por vasallo del monarca español: “porque siéndolo, sería muy honrado y favorecido, y por el contrario, no queriendo obedecer, sería punido”.67
En su gesta por el Perú, Francisco Pizarro no habría ocultado, según su propio secretario, estos principios de una guerra infame, pero santa al fin. Al igual que Cortés con Moctezuma, Pizarro “acordó de partir en busca de Atabaliba por traerlo al servicio de su majestad”.68 En el ínterin, los soldados no habrían escatimado en la violencia: obligan a los indígenas de Chuchama, en Panamá, a huir de su pueblo, que ven desaparecer por el fuego;69 el pueblo de Coaque, en Ecuador, fue salteado “porque no se alzase como los otros […], y allí tomaron quince mil pesos de oro y mil quinientos marcos de plata y muchas piedras de esmeraldas”;70 el cacique de Puná (también en Ecuador) fue apresado por confabular contra la hueste, y la casa del rebelde “y otras algunas fueron metidas a saco, y en ellas se halló algún oro y plata y mucha ropa”, en tanto que los indígenas principales que habían incitado a la insubordinación fueron quemados y decapitados;71 en Chira, Perú, varios principales también fueron quemados porque “tenían concertado de matar a los cristianos”, solo su cacique escapó a la justicia de Pizarro “porque pareció no tener tanta culpa”.72
Esta era una guerra santa, pues llevaba, según Xerez, la “buena intención de atraer a aquellos infieles al conoscimiento de la verdad” que los sacaría de la “bestialidad” y el paganismo; si en ella se había ejercido toda clase de violencia, esta —como se leería en el Requerimiento— no era atribuible a la maldad del invasor sino a la obstinación de los indígenas rebeldes a los que debía castigarse “hasta destruirlos”.73 En definitiva, en el relato prístino de la conquista de México y del Perú ha querido dejarse constancia de las acciones del caudillo en el que ya había pensado Silvio Zavala: “que no iba a crear el derecho de la sujeción cristiana y política de los indios —que preexistía—, sino a exigir su cumplimiento”.74
LA PROSA DE LA GUERRA ROMANESCA
Tendremos que dirigirnos tanto a la Historia verdadera (1550-1568) de Bernal Díaz del Castillo como a la Relación (1571) de Pedro Pizarro para descubrir una prosa sobre la conquista verdaderamente particularizada. Si bien ninguno de ellos prescinde de su arrogante eurocentrismo ni deja de alabar la labor cristianísima del Imperio,75 su relato nos recuerda más bien a las hazañas de un Cid quebrantador de entuertos, pero sobre todo al Alfonso el Emperador bueno y sabio de la Primera crónica general de España (siglo XIII): príncipe “muy iusticiero”, que “uedaua los furtos et los males en su tierra”.76
En el primer capítulo de su crónica, el soldado de Medina del Campo da una pista del rumbo que llevará su relato:
Y como se avía ya pasado años, ansí en lo que estuvimos en Tierra Firme e isla de Cuba, y no avíamos hecho cosa ninguna que de contar sea, acordamos de nos juntar çiento y diez conpañeros de los que avíamos venido de Tierra Firme y de los que en la isla de Cuba no tenían indios; y conçertamos con un hidalgo que se dezía Françisco Hernández de Córdova, […] para que fuese nuestro capitán […] para ir a nuestra aventura a buscar y descobrir tierras nuevas para en ellas enplear nuestras personas. Y para aquel efeto conpramos tres navíos, los dos de buen porte, y el otro hera un barco que ovimos del mesmo governador Diego Velasquez, fiado, con condiçión que primero que nos lo diese, nos avíamos de obligar que avíamos ir con aquellos tres navíos a unas isletas que estavan entre la isla de Cuba y Honduras, que agora se llaman islas de los Guanaxes. Y que avíamos de ir de dar guerra, y cargar los navíos de indios de aquellas islas para pagar con indios el barco, para servirse dellos por esclavos. Y desque vimos los soldados que aquello que nos pedía el Diego Velásquez no hera justo, le respondimos, que lo que dezía no lo manda Dios ni el Rey, que hiziésemos a los libres, esclavos.77
Aunque en el título y en las páginas de su Historia verdadera Bernal Díaz del Castillo se refiera a la conquista —como también ocurre con la Relación de Pedro Pizarro—, todo sugiere, en efecto, que nuestro cronista tuvo cierta reticencia para pensar la colonización en los términos en que lo hizo su capitán. En la Historia verdadera, Cortés tiene cuidado de no ejercer ni permitir ningún tipo de coacción sobre los indígenas. Así, en Yucatán, lo vemos reprimiendo a sus soldados-bandidos: “Y desque bio el pueblo [en Cozumel] sin gente y supo cómo Pedro de Alvarado avía ido al otro pueblo e que les avía tomado gallinas, y paramentos y otras cosillas de poco valor de los ídolos, y el oro medio cobre, mostró tener mucho enojo dello […]. Y reprendióle gravemente”.78 Lo mismo hizo con un tal Hulano de Mora, en Cingapacinga, Veracruz, por haber tomado también estas aves domésticas a los indios: “Cortés que lo açertó a ver ovo tanto enojo de lo que delante d’él se hizo por aquel soldado […], que luego le mandó echar una soga a la garganta”.79 Y de esta justicia alfonsina no habrían escapado los propios soldados indígenas, como en los de Cempoala por sus tropelías en Cingapacinga:
[…] por presto que fuimos a detenellos ya estavan robando en las estançias; de lo qual ovo Cortés grande enojo. […] Y con palabras de muy enojado, y de grandes amenazas, les dixo que luego le truxesen los indios e indias, y mantas y gallinas que an robado […] y que no entre ninguno dellos en aquel pueblo […] y que nuestro rey y señor […] no nos enbió a estas partes y tierras para que hiziesen aquellas maldades; y que abriesen bien los ojos, no les acontesçiese otra como aquella, porque no quedaría hombre dellos con vida. […] Y luego los caciques y capitanes de Çenpoal truxeron a Cortés todo lo que avían robado, así indios como indias, y gallinas, y se les entregó a los dueños cuyo era. Y con senblante muy furioso les tornó a mandar que se saliesen a dormir al canpo, y ansí lo hizieron.80
En la Historia verdadera, Bernal Díaz del Castillo ha desaparecido el Requerimiento hostil. En esta crónica, la conquista tiene una imagen distinta a la soñada por Cortés: se habla de Dios, el “verdadero”; del Rey, poderoso, pero magnánimo y cristiano; de la hueste cortesiana, embajadora de la fe que envía el señor español a diseminar, así como de los indígenas, que ante todo deben ser tratados con “paz” y “como a hermanos” que eventualmente podían conocer a Dios y su bondad: la sumisión, libre y espontánea, habría de ocurrir después. Asimismo, cuando Bernal Díaz del Castillo habla de la guerra habla de un recurso de defensa empleado legítimamente contra la animosidad indígena.81 Así, Cortés les “parló” a los indígenas de Cholula acerca de su rey y sus “grandes poderes”, el cual los había enviado a “les notificar y mandar que no adoren ídolos ni sacrifiquen honbres, ni coman de sus carnes ni hagan sodomías ni otras torpedades […] y tanbién para tenelles por hermanos”, siempre invitándolos, claro está, a rendir “la obidiençia a Su Magestad”.82 La misma prosa revela el “razonamiento” dado a Moctezuma en su Corte:
E Cortés les començo a hazer un razonamiento con nuestras lenguas doña Marina e Aguilar, e dixo que agora que abía venido a ver e hablar a un tan gran señor como hera estava descansado y todos nosotros, pues a cunplido el viaje e mandado que nuestro gran rey y señor le mandó. E a lo que más le viene a dezir de parte de Nuestro Señor Dios es que […] héramos cristianos e adoramos a un solo Dios verdadero, que se dize Jesucristo, el qual padesçió muerte y pasión por nos salvar; y les diximos que una cruz, que nos preguntaron por qué la adorávamos, que fue señal de otra donde Nuestro Señor Dios fue cruçificado por nuestra salvaçion. E que aquesta muerte y pasión que premitió que ansí fuese por salvar por ella todo el linaxe umano, qu’estava perdido, y que aqueste nuestro Dios resuçito al terçero día y está en los çielos, y es el que hizo el çielo y tierra y la mar y arenas e crió todas las cosas que ay en el mundo y da las aguas y roçíos, y ninguna cosa se haze en el mundo sin su santa voluntad, y que en Él crehemos e adoramos. E que aquellos que ellos tienen por dioses que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas; y quales tienen las figuras que peores tienen los fechos. […] Y luego le dixo […] de la creaçión del mundo e cómo todos somos hermanos, hijos de un padre e de una madre que se dezían Adán y Eva, e cómo a tal hermano, nuestro gran enperador, doliéndose de la perdiçión de las ánimas, que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno donde arden a bivas llamas, nos enbió para qu’esto que aya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos.83
En la Historia verdadera, la conquista tiene, en principio, una misión evangelizadora. Pero pronto la tropa tuvo conocimiento de la tiranía imperial, solo que en la crónica de nuestro Bernal la noticia no es motivo de ningún “placer”, según vimos al propio Cortés decir en susCartas de relación. Por el contrario, el Cortés de la Historia verdadera se adjudica el deber de un campeador, que rompe, en este caso, la opresión de los indígenas. Mientras Cortés hablaba en sus Cartas de relación de una oportunidad política —inesperada y siempre subordinada— para mejor dominar las nuevas tierras, Bernal Díaz del Castillo plantea un poderoso argumento más para la conquista originalmente espiritual, pero ahora también política.
En este sentido, la Historia verdadera es rica en simbolismos. En ella, el cacique de Cempoala (Veracruz) evoca la imagen más conmovedora: entre “sospiros” se quejaba de Moctezuma, “que de pocos tienpos acá le avía sojuzgado, y que le a llebado todas sus joyas de oro y les tiene tan apremiados, que no osan hazer sino lo que les manda, porqu’es señor de grandes çibdades, y tierras, y vasallos, y exérçitos de guerra”.84 En esta crónica, el poder del tlatoani se siente verdaderamente insoportable: cada año debían alimentar la servidumbre de sus casas y sementeras, y “les tomavan sus mugeres e hijas, si eran hermosas, y las forçavan”. Cortés no podía hacer algo mejor que quitar estos “robos y agravios”, pues para eso había sido enviado.85 Para coronar este cuadro romanesco, la pluma del medinés recuerda el episodio que la tropa atestiguó en Quiahuiztlán (Veracruz), en el que arribaron — “con tanta contenençia e presunción”— recaudadores del tributo del pérfido imperio del Anáhuac. Apenas los oyeron, los indígenas perdieron “la color y tenblavan de miedo”.86 Solo después de esta escena, con gran número de indígenas rebelados contra Moctezuma y convertidos en vasallos de la Corona, por voluntad propia y sinceramente, la hueste emprenderá su viaje a México-Tenochtitlan, en busca del soberano injusto y pagano:87 “a mandar a Montezuma que no robe ni sacrifique”.88
La Historia verdadera tiene una pluma peculiar, tiene la forma de los anales de la incorporación consensuada y pacífica del indígena a la Cristiandad. No esconde el uso de la violencia, pero tampoco ve en ella un vehículo natural. Refiere también la pleitesía que Moctezuma habría rendido, en un acto que sometía al tlatoani al imperio español en calidad de vasallo.89 Bernal Díaz del Castillo nos dice que, poco antes del acto de homenaje, vieron en Moctezuma a un señor pagano más, como a los taifas de la península ibérica que entregaban tributo a la Corona: “pues que ya avía entendido el gran poder de nuestro rey e señor e que de muchas tierras le dan parias e tributos y le son subjetos muy grandes reyes, que será bien qu’el y todos sus vasallos le den la obidiençia, porque ansí se tiene por costunbre, que primero se da la obidiençia que dan las parias e tributos”.90 Más tarde, a Cuauhtémoc se le prometió que él mandaría en el imperio “como de antes”.91
Esta imagen menos oscura de la conquista se explicaría a la luz de un contexto jurídico que ha condenado la vía que siguió la colonización de América en sus primeros años. Redactadas hacia la segunda mitad del siglo XVI, la Historia verdadera y la Relación se incorporan a la corriente de pensamiento pactista que tiene entre sus autores clásicos a Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas.92 La voz de estos personajes, que condenaban toda forma de imposición sobre los indígenas, parece ser escuchada en 1542 con las Leyes Nuevas en las que la Corona efectuaba importantes prohibiciones: a no esclavizar a los indígenas; a no extraerlos de sus poblaciones, ni por compra como esclavos ni por voluntad de los propios indígenas, y a no tomar de sus bienes contra su voluntad. Esta justicia con los indígenas adquiere más forma con las instrucciones de descubrimiento suscritas por la Corona para el proyectado viaje de Zumárraga y Las Casas a tierras asiáticas. En esas instrucciones, los españoles ya no se presentan como conquistadores que se dirigen a hacer efectivos los derechos políticos de la Corona, sino como sus embajadores, enviados únicamente para la evangelización de los indígenas y para allanar su ulterior sumisión a la Corona. Nuevos aires se vislumbran en el documento, como bien señala Manzano:
Nada de sujeción previa al Rey castellano, ninguna coacción por parte de los expedicionarios para obligar a los indios a reconocer contra su voluntad la soberanía de un príncipe extraño. Solo en el caso de que estos, convencidos de la “suave y cristiana y perfecta manera de gobernar” de los príncipes católicos de España, quisieran voluntariamente acogerse a su amparo y protección, se admitía la posibilidad de formalizar un contrato político o pacto de vasallaje con los nuevos súbditos.93
Es interesante que las instrucciones se hayan esforzado por insistir en que el encuentro entre los españoles y los indígenas habría de ser, acorde con la voluntad de Dios, como el que se tiene entre “hermanos”.94 Este espíritu pactista y evangelizador, finalmente, quedó de manifiesto en las Ordenanzas de Nuevos Descubrimientos y Poblaciones de 1573 de Felipe II, en las que la palabra conquista es sustituida por la de pacificación; la guerra contra el indígena, entonces, quedaba únicamente como medio de defensa.95 La imagen “suave” de la conquista que hemos encontrado en la Historia verdadera tendría que explicarse en este horizonte.
Lo mismo ocurre con la Relación de Pedro Pizarro. Como en la Historia verdadera, en esta Relación la conquista es menos una empresa punitiva y de imposición de un nuevo poder, que el encuentro dramático con una sociedad dividida por las disputas palaciegas y el dominio despótico de un rey pagano, es decir, Atahualpa, “muy temido de los suyos”.96 En esencia, en 1571, en Arequipa, Pedro Pizarro ha querido competir con Bernal Díaz del Castillo en la construcción de un bello romance en torno a una tropa que llega al Perú a desfacer entuertos. Debe decirse que ya Francisco de Xerez había mostrado la imagen de un Atahualpa cruel, “muy temido y obedecido”, “que por muy pequeña causa asolaba un pueblo”.97 Pero lo cierto es que, para entonces, Francisco Pizarro no habría visto en esta actitud un hecho aborrecible per se; al igual que el Hernán Cortés de las Cartas de relación, habría visto más bien una actitud ad hoc a su empresa de conquista: su voluntad era coligarse con el tirano de Cajamarca, el “mayor señor” del Perú, para “favorecerlo” y “ayudarle” en sus conquistas.98 El Francisco Pizarro de la Relación, por el contrario, ya se ha percatado de que el “señor natural”, Huáscar, tiene su Corte en Cuzco, el cual “iba de caída” por el hermano bastardo que “hízose alzar por señor”.99 Por eso, cuando marcha rumbo a Cajamarca el conquistador iba “publicando entre los naturales [que] iba a favorecer y ayudar a Guáscar”.100 Aquí, como en la Historia verdadera, encontramos un claro eco a los pronunciamientos de Vitoria sobre las “razones de amistad y alianza” que otorgan licitud al dominio del indígena por el español: “a veces los bárbaros guerrean entre sí legítimamente, y la parte que ha recibido injuria tiene derecho a declarar la guerra y puede pedir auxilio a los españoles”.101
Pedro Pizarro tiene cuidado de expurgar la violencia sancionada por el Requerimiento de Palacios Rubios. Su Relación no alcanza el impresionismo de la Historia verdadera; su pluma es escueta, pero no cabe duda de que hasta el más breve pasaje pretende comunicar a la Corte que en la conquista del Perú no se ha conocido la crueldad. De la violencia inicua ejercida contra el indígena, según la habría retratado Francisco de Xerez, el autor de la Relación solo da cuenta de los nobles de Chira condenados por Pizarro al garrote y la hoguera, porque “se halló ser cierto querer matar a los españoles”.102 Pero sí inserta, en cambio, esta postal que se antoja bastante bernaldiana: “el pueblo que de paz venía ningún español era osado a entrar en casa de indio a tomarles nada […], so pena de ser afrentado el que lo hacía, y el que no era para esto, le desterraban o mataran”.103
CONCLUSIONES
No quisiera terminar con la presentación de estos hallazgos concluyendo ni aun sugiriendo que las crónicas coloniales son poco menos que un romance, una prueba de la detestada maldad de los conquistadores que escriben la historia según el cuadro moralista que más les apetece. Sin caer en la importuna alabanza ni en la simple denuncia, el artículo comparte más bien una perspectiva de análisis que no quiere hacer justicia ni al vencido ni al vencedor, sino asimilarlos en el proceso dinámico de construcción de su realidad, en el que cabe señalar todas las acciones, todas las situaciones, todas las atrocidades y todas las esperanzas, así del primero como del segundo. Quizás en este sentido un ejemplo sugestivo para abordar el pasado más allá de los nacionalismos caducos y del discurso políticamente correcto, muchas veces hueco y ocioso, lo hallemos en Marc Bloch, ese historiador al que Silvio Zavala honraba por una obra tan talentosa y seminal.104 Respecto al dramático encuentro entre los “paganos del Norte” y la Europa cristiana, Bloch proponía una mirada comprensiva: “Los saqueos y conquistas nos interesan aquí solo como uno de los fermentos de la sociedad feudal”.105
Puede sostenerse sin duda que los conquistadores-cronistas recurren a múltiples triquiñuelas con tal de asegurar las anheladas mercedes reales, pero no es menos cierto que los artilugios que emplean para ello no son planos ni están apoyados en la mera fantasía o su libre arbitrio. El relato de la conquista de las Cartas de relación de Hernán Cortés no es el mismo que Bernal Díaz del Castillo construye en la Historia verdadera, como tampoco el de la Verdadera relación de Francisco de Xerez frente al de la Relación de Pedro Pizarro, y esto se entiende a la luz de una realidad jurídica e institucional que tampoco ha sido plana ni estática. Se olvida precisamente que, desde los escenarios de esta última, la que se pretende una voz omnipresente había sido cuestionada con dureza y aun aplastada. Ahí tenemos a Vitoria, que en 1534 acusa a los “peruleros” de hacer una conquista inaceptable y aún sostiene que rechazaría el arzobispado de Toledo si para obtener la mitra tiene que excusarlos de sus errores: “Primum omnium, yo no entiendo la justicia de aquella guerra […], nunca Tabalipa ni los suyos habian hecho ningund agravio a los cristianos, ni cosa por donde los debiesen hacer la guerra. […] No sé por dónde puedan robar y despojar a los tristes de los vencidos”.106
En la España moderna, dice Fernand Braudel, el Estado desplaza una y otra vez al funcionario, así este proviniera del estrato bajo o del alto. A estos servidores “se les paga poco y mal, moviéndolos a cada paso, como peones, por el vasto tablero del Imperio español, donde los vemos como a gentes desarraigadas y cortadas de sus amarras locales”. Pero esto era todavía más grave con los militares al servicio del rey.107 Hasta tal punto esto era cierto que en la conquista de América no había sido el rey el que combatiera lanza en ristre, pero sabemos cuántos memoriales escribieron sus caudillos para implorar al soberano alguna ayuda en sus apuros financieros. En la escritura de las crónicas coloniales, la creatividad no era ilimitada, tuvo, por el contrario, la necesidad de remitirse a la retórica y el imaginario jurídico del Imperio, los cuales no funcionan según nuestro sentido común ni pueden suponerse planos ni estáticos. Las Cartas de relación de Cortés (1519-1526) y la Verdadera relación de Xerez (1534) se corresponden fielmente con la representación del rey-emperador Carlos V (1516-1556), como soldado y adalid combatiente en la guerra contra el Islam y la disidencia protestante.108 Similar actitud revela la pluma de Bernal Díaz del Castillo y Pedro Pizarro, porque la Historia verdadera (1550-1568) y la Relación (1571) refrendan la naturaleza pactista, corporativa y de proteccionismo jurídico hacia el indígena que fue intensificando la monarquía en la época de Felipe II (1556-1598).109