INTRODUCCIÓN
Hace doscientos años, en febrero de 1821, fue ratificado por Estados Unidos el Tratado de límites con el reino de España, también conocido como tratado transcontinental o, simplemente, tratado Adams-Onís. Dicho Tratado suponía la cesión de las Floridas a Estados Unidos y la extensión del territorio americano hasta el Pacífico a cambio de la cancelación de las deudas contraídas por España con los ciudadanos angloamericanos desde comienzos del siglo XIX y el reconocimiento de Texas como parte del virreinato de Nueva España. Aunque el reino de España no había conseguido restablecer los límites en una frontera natural como era el río Misisipi, denunciando la cesión por Napoleón de la Luisiana a Estados Unidos en 1803, la conservación de Texas era un gran logro para la monarquía pues los angloamericanos habían pretendido llevar los límites hasta el río Bravo, actual frontera con México. Las Floridas estaban prácticamente pérdidas para España desde la guerra entre Inglaterra y Estados Unidos de 1812- 1814, sufriendo conquistas del posterior presidente americano Andrew Jackson en 1815 y 1818, y la dominación española de Texas había sufrido la insurgencia mexicana en 1813 y expediciones francesas y estadounidenses en 1818 y 1820, acaudilladas por los generales Lallemand y Long.
El Tratado había sido firmado inicialmente por Luis de Onís en febrero de 1819, siendo postergada su ratificación por Fernando VII, alegando atentados americanos contra su soberanía y la necesidad de reconocimiento de concesiones territoriales a miembros de su Corte. El parlamento español lo había ratificado en octubre de 1820 sin mucha discusión, salvo por los recelos de diputados cubanos y mexicanos, entre ellos el influyente Ramos Arizpe, que veían que no se aseguraba la frontera norte del Virreinato y que Cuba se veía amenazada con la cesión de las Floridas.
En este contexto, es importante mencionar que el presente artículo se basa en documentación del Archivo Histórico Nacional y del Archivo General de Indias, así como en fuentes primarias impresas o digitalizadas, como una selección de documentación familiar de los Onís (archivo OnísWefers), panfletos bajo la firma con el pseudónimo Verus y misivas con los mandatarios norteamericanos recogidas en la Memoria que publicó en 1820 para las Cortes de Madrid del trienio liberal.1 Recientemente, Eduardo Flores ha publicado un libro que recoge algunas cartas entre el virrey Apodaca y Onís de 1816 y 1817, depositadas en el Archivo General de la Nación de México.2
El personaje cuenta con un estudio biográfico de Ángel del Río sobre su misión en Estados Unidos, defendida como tesis doctoral en la Universidad Complutense en 1947, publicada parcialmente por su viuda en Barcelona en 1981; y breves semblanzas a cargo de su nieto Federico y de Pablo Beltrán, Manuel Ortuño y Beatriz Badorrey.3 Sin embargo, no existe una investigación sistemática sobre su dilatada trayectoria diplomática, más allá de la tesis del filólogo Ángel del Río sobre su misión americana, elaborada durante los años treinta del siglo pasado.
El Tratado Adam-Onís fue criticado por muchos de los coetáneos españoles, aunque las primeras valoraciones posteriores fueron más comprensivas. Algunos de sus gestores como el ministro Pizarro o Narciso Heredia, conde de Ofalia, justificaron el Tratado en sus memorias y escritos. Destaca, por ejemplo, el libro del diplomático y escritor Mariano Torrente, Política ultramarina de 1854, que consideraba que Onís había hecho lo que pudo en las circunstancias de debilidad extrema del reinado de Fernando VII, si bien defendía que España debía haber tenido una política más beligerante. En el caso de México, el político e historiador liberal conservador, Lucas Alamán, en su Historia de México (1849-1852) valoró el Tratado de forma positiva, gestionando una nueva ratificación del México independiente, intentando poblar Texas, y llegando, incluso, a proponer el reconocimiento de su independencia con la condición de no ser anexionada por Estados Unidos. El escritor José Fuentes Mares publicó un estudio en 1980 sobre el expansionismo norteamericano en el que combinó los despachos del diplomático con la prensa estadounidense, destacando la tozudez del ministro español y sus logros como negociador.4 Por lado norteamericano, la valoración de Adams en sus memorias sobre el Tratado que, en realidad, eran sobre todo diarios, fue extremadamente positiva, considerándolo su aportación política más importante, por mucho que hubo detractores que creían que Texas valía treinta veces más que las Floridas. La historiografía más reciente, entre la que cabe destacar la obra de John Stagg, considera que la preservación de Texas por parte española fue un logro, teniendo en cuenta que las Floridas estaban prácticamente perdidas. En cualquier caso, el conflicto, con amenaza de guerra, entre España y Estados Unidos, que se arrastraba durante veinte años, fue contenido en un momento muy delicado para el reino español, si bien, fueron ilusorias las esperanzas de que no fueran reconocidas las nuevas naciones americanas y veinticinco años después la guerra finalmente le estalló a la república sucesora mexicana, perdiendo la mitad de su territorio.
Además de la problemática sobre la adaptación de las élites del Antiguo Régimen a la época liberal,5 desarrolló brevemente la visión del diplomático sobre la pérdida del imperio y el expansionismo angloamericano, desde su posición de testigo privilegiado durante su misión en Estados Unidos entre 1809 y 1819 y en Londres en 1821 y 1822.
El veterano diplomático, que había empezado su servicio con Carlos III en 1780, una era ilustrada, pero preliberal, alcanzó sus más relevantes destinos con ocasión de la invasión napoleónica y los procesos de independencia en Iberoamérica, tratando de contener el expansionismo angloamericano y coordinar la defensa de Nueva España y el Caribe. Cabe preguntarse si su evolución político-ideológica fue una adaptación a la nueva época o una tardía “conversión” liberal, que le condujo a expatriarse entre 1823 y 1826 tras el retorno al absolutismo de Fernando VII.
El artículo contiene secciones en las que se expone la evolución y adaptación a los nuevos tiempos de una familia de diplomáticos y los principales elementos de la biografía de Luis de Onís, analizando en otras su obsesión ante la amenaza napoleónica en América, el expansionismo estadounidense, su gestión ante la insurgencia y visión del derrumbe del imperio hispánico.
UNA FAMILIA DE DIPLOMÁTICOS
Luis de Onís formó parte de una “dinastía” de diplomáticos de origen hidalgo que ejercieron el servicio durante un siglo, entre 1754 y 1855.6La trayectoria de los Onís representa un claro ejemplo de la adaptación de la élite del Antiguo Régimen a la revolución liberal, llegando uno de ellos, Mauricio Carlos de Onís, a desempeñar la secretaría de Estado, es decir, el Ministerio de Exteriores, en 1840 y la presidencia del Senado, mientras otros fueron afrancesados o realistas moderados.
José de Onís había acompañado al conde de Aranda en 1760 a Varsovia, quedando como encargado de negocios en 1762, pasando a la corte sajona después de la intervención rusa. Entre 1767 y 1784 residió en Dresde, donde inició Luis de Onís su carrera con su tío, quedando como encargado de negocios a la partida de aquel hacia Rusia.7 Onís permaneció en Dresde hasta 1798, después de casarse con la alemana, Federica von Mercklein, y obtener la cruz de Carlos III. Para ello, su padre emprendió por poderes un pleito para el reconocimiento de su condición noble en 1792, ya que sus antecesores habían sido regidores por el estamento nobiliario en Cantalapiedra (Salamanca) durante el siglo XVIII. Recogió testimonios y documentos de cuatro generaciones que atestiguaban que sus antepasados eran “limpios cristianos viejos sin raza ni mezcla de indio, moro o converso […] que no habían ejercido por sí mismos oficios viles o mecánicos”.8
Onís contribuyó a la distribución de la vacuna de la viruela, inoculando a su hija para demostrar su validez a la corte española, donde una hija del rey Carlos IV había muerto de la enfermedad. También, pudo exportar procedimientos y técnicos mineros de Sajonia gracias a sus relaciones con la familia ducal. Quizá su primera intervención política importante fue el informe sobre la conferencia austro-prusiana en Pillnitz en agosto de 1791, valorada como una tibia declaración aliada contra la Francia revolucionaria.
Desde 1798 Luis de Onís fue destinado a la secretaría de Estado en Madrid, ocupándose del negociado de la Francia revolucionaria, aliada de la monarquía española desde 1796. Se desplazó con las tropas españolas a la “guerra de las naranjas” contra Portugal y acudió a las bodas reales en Barcelona en 1802 de doble enlace con los Borbones napolitanos. Asimismo, tuvo parte en la negociación del infame Tratado de Fontainebleau de 1807, que pretendía el reparto de Portugal tras la entrada de tropas francesas en España, recibiendo sus dos hijas una pensión vitalicia como recompensa.9 Acompañó a Fernando VII a Bayona, recomendando que no renunciara a sus derechos, huyendo a España donde se puso a las órdenes de la Junta Central que resistía a Napoleón. En efecto, el 14 de mayo se le ordenó regresar a España para ocuparse de los negocios que tenía encomendados como oficial de la secretaría del Despacho de Estado. Huyó con su familia de Madrid en diciembre de 1808, ayudando a la reunión de la Junta Central Gubernativa en Trujillo y, en enero de 1809, ascendió a oficial mayor primero, un puesto que le situaba en puertas de una posible ascensión a ministro de Estado.10 Onís era un protegido del presidente de la Junta Central, el conde de Floridablanca, quien ya quiso nombrarle encargado de negocios en Estados Unidos en 1792, poco antes de su caída. El 29 de enero de 1809 Onís fue nombrado secretario de la Orden de Carlos III.
A finales de junio abandonó la Secretaría al ser designado ministro en Estados Unidos, llegando a Nueva York el 4 de octubre de 1809. Allí permanecería hasta mayo de 1819. En realidad, el puesto no respondía a sus expectativas en el Ministerio de Exteriores y otros posibles destinos europeos, considerados más importantes. A finales de 1808 había conseguido que su hijo fuera enviado en misión a Londres con el que sería el último virrey de México, Juan Ruíz de Apodaca. Su hijo, Mauricio Carlos, llegó a ser secretario de Estado (1840) y presidente del Senado (1843), vinculándose a los liberales progresistas.
En la trayectoria de los Onís encontramos a personajes afrancesados, a masones,11 a realistas moderados y, finalmente, a un prohombre del partido liberal progresista. Es un claro ejemplo de la adaptación de las elites españolas, en este caso de una familia hidalga castellana, en la larga transición desde el Antiguo Régimen a la época liberal entre 1789 y 1840.
Onís recibió el puesto de regidor perpetuo por el estado noble de Salamanca y de secretario del rey para decretos y fue también nombrado embajador ante Rusia en 1819, sin llegar a tomar posesión del puesto. Todavía en 1818 escribía a su hijo considerando que Fernando VII era el “mejor soberano que Dios ha dado a los mortales”.12 En febrero de 1820, en vísperas del triunfo del pronunciamiento de Riego, fue recibido por Fernando VII en su calidad de regidor perpetuo de Salamanca, manifestando que “antes faltara el último de sus habitantes, que este pueblo fiel consienta el más leve menoscabo de los derechos transmitidos a Vuestra Majestad por sus augustos progenitores”.13 No obstante, sus principales puestos diplomáticos los obtuvo de la Junta Central y durante el Trienio Liberal, jurando la Constitución en 1812 con el personal de la legación en Filadelfia. Por ello, la Memoria justificativa del Tratado transcontinental dirigida a las Cortes liberales de Madrid la inició reconociendo que “habiendo llegado ya la era feliz de nuestra restauración política, y debiendo concurrir al bienestar y prosperidad del Estado el Monarca en unión con su pueblo”.14
En julio de 1820, su llegada a la embajada en Nápoles coincidió con el triunfo de la revolución liberal con la proclamación de la Constitución española, recibiendo el reconocimiento de la población y de los parlamentarios. Aunque el embajador portugués atribuyó a un tal “Oniz” parte del mérito en el triunfo de la revolución napolitana y el gobierno de la Dos Sicilias retrasó su llegada a la embajada desde Roma no parece verosímil dicha implicación.15 En efecto, el enviado diplomático portugués en España, António de Saldanha da Gama, el 6 de julio de 1820 alertaba a sus superiores que “el mismo club que instituyó Mr. de Oniz para revolucionar el reino de Nápoles fue el que instituyó el señor Pando para revolucionar el reino de Portugal […] La intención de este país es la intención actual de estos reformadores, dividirlo en siete repúblicas”.16
Tras la intervención austriaca, protegió a muchos liberales napolitanos otorgándoles pasaportes para España, aunque, posteriormente, ya en Londres, el propio gobierno liberal español le recomendó rechazar nuevos pasaportes a exiliados italianos con el objeto de no enemistarse más con las potencias de la Santa Alianza.17
Discrepó de la política americana del liberal doceañista Martínez de la Rosa y, desde luego, con el exaltado San Miguel en el verano de 1822, pidiendo una licencia y terminando expatriado en Montauban junto a su hermano afrancesado e hijo liberal entre 1824 y septiembre de 1826. No obstante, pese a ser un expatriado con nombramientos durante el Trienio liberal, al regresar a Madrid fue restablecido en el puesto de secretario de Fernando VII para decretos, con los gajes concedidos por haber ejercido para el contrato matrimonial del rey con la princesa sajona Amalia en 1819, beneficio económico que al morir al poco tiempo en 1827 fue transferido a su hijo, seguramente gracias a la intercesión de su cuñado Salmón, secretario interino de Estado.18
CONTRA NAPOLEÓN DESDE AMÉRICA
La misión de Onís en Estados Unidos en 1809 fue revestida con honores importantes, trasladándose en una fragata española. El mantenimiento de la Legación española en Filadelfia dependía de los fondos del virreinato de Nueva España, y la administración del presidente Madison optó por no reconocer ni a la Junta Central y a la Regencia ni al rey José I Bonaparte, manifestando una neutralidad benévola hacia los gobiernos insurgentes hispanoamericanos, considerando que esos territorios estaban en guerra civil.19 Para el español, el presidente “Madison es el mayor enemigo que tenemos y el más fervoroso apoyo malvado de su oráculo Bonaparte”.20 De hecho, Onís tuvo que ejercer como embajador oficioso durante seis años hasta finales de 1815, apoyándose en los cónsules y en una serie de agentes españoles. Entre ellos, terminó reclutando, en muchos casos reconciliándoles con la Monarquía, a una serie de variopintos personajes, como el fraile y espía Antonio Sedella en Nueva Orleans, el madeirense liberal Miguel Cabral de Noroña,21 el intelectual revolucionario Mariano Picornell o el diputado e insurgente cubano, José Álvarez de Toledo, efímero presidente de la república de Texas de 1813. Cabral de Noroña se ocupó de las traducciones y de la elaboración del panfleto firmado como Verus,22 aunque Onís prefirió apartarle de las negociaciones del Tratado, apoyándose en el embajador francés.
Onís observó los primeros momentos de la insurgencia, por ejemplo, en Venezuela, y del expansionismo americano hacia las fronteras del imperio hispánico con Estados Unidos en las Floridas y Texas. Intentó cultivar relaciones con el antiguo presidente Jefferson y el partido federal en la oposición, gracias a la recomendación de un amigo común. Onís le remitió la Constitución, que el exmandatario consideró que atentaba contra la libertad religiosa, aunque alababa otros aspectos. Para Onís, “este gobierno es una condena (puede decirse de anarquía) cuyos eslabones están asidos por el populacho”.23 Consideraba que la república americana estaba amenazada por la disgregación, ya que:
[…] la misma Constitución de que ellos se glorían, encierra los elementos de su discordia y de su disolución. Una república federativa, donde los intereses de cada Estado se chocan, y donde las pasiones y los vicios lo arrastran todo en pos de sí, sería un fenómeno único en la historia de los establecimientos humanos, si durase mucho tiempo.24
Al principio de su misión, estuvo más preocupado por la acción de los emisarios de Napoleón en América que por la propia insurgencia. Este miedo, que llegó a ser obsesivo para Onís hasta el final de su misión, resultó contraproducente para los territorios hispánicos, provocando medidas exageradas de censura y represión contra naturales franceses y simpatizantes hispanoamericanos de la república y el imperio franceses.25 Como decía en abril de 1812 al virrey de Nueva España “no hay paraje quizá en nuestras Américas, en donde no haya emisarios napoleónicos y de este gobierno: estos se unen en todas partes para fomentar la guerra civil y la independencia”.26
No obstante, Onís no apoyó la estrambótica y costosa misión del militar Diego Correa, enviado a Estados Unidos por Bardají en 1810 con el objetivo de pasar luego a Francia para asesinar a Napoleón.27 Correa se envanecía de su propósito sin discreción por lo que Onís le desenmascaró, mientras que Pizarro le mandó de regreso a Europa. Liberal, pero al mismo tiempo anti insurgente, participó en la guerra de propaganda entablada con Noroña y Álvarez de Toledo, que el embajador trataría de silenciar, temiendo que afectara su misión en Estados Unidos.
Conociendo las simpatías hacia la Europa napoleónica de Estados Unidos y su guerra con Inglaterra entre 1812 y finales de 1814, Onís estuvo muy aislado hasta 1815, al carecer de reconocimiento oficial. Su posición empeoró al interceptarse su correspondencia con el capitán general en Caracas en la que despreciaba a Estados Unidos, vaticinando la disgregación de la república en varios estados.
Además, en el sexenio inicial de su misión, Estados Unidos absorbió Florida Occidental (Baton Rouge en 1810 y primera ocupación de Pensacola en 1814) y favorecieron el corso y piratería insurgente.28 También, toleraron la colaboración de militares estadounidenses con la primera y efímera república texana de 1813 encabezada por Gutiérrez de Lara y Álvarez de Toledo. Los agentes de Onís entorpecieron la acción del secretario de Exteriores mexicano, José Manuel Herrera,29 en Nueva Orleans y la base en el puerto de Boquilla de Piedra. Para el embajador, ya en 1812, el expansionismo angloamericano no solo agredía los territorios fronterizos, sino que amenazaba al virreinato de Nueva España y la misma isla de Cuba:
[…] este gobierno no se ha propuesto nada menos que el de fijar sus límites en la embocadura del río Norte o Bravo, siguiendo su curso hasta el grado 31 y desde allí tirando una línea recta hasta el mar Pacífico, tomándose por consiguiente las provincias de Texas, Nuevo Santander, Coahuila, Nuevo México y parte de la Provincia de Nueva Vizcaya y la Sonora. Parecerá un delirio este proyecto a toda persona sensata, pero no es menos seguro que el proyecto existe, y que se ha levantado un plan expresamente de estas provincias por orden del gobierno, incluyendo también en dichos límites la isla de Cuba, como una pertenencia natural de esta República.30
A pesar de la escasez de medios y relativo aislamiento, el enérgico diplomático actuó para impedir agresiones o invasiones por ciudadanos de Estados Unidos contra los intereses españoles, denunciando la acción de corsarios o de “rebeldes y traidores” ante las autoridades y tratando de adelantarse a los planes de todos ellos.
AMENAZA DE GUERRA CON ESTADOS UNIDOS
A partir de 1816, Onís consiguió renovar sus poderes de ministro plenipotenciario, siendo finalmente reconocido por la administración estadounidense, pese a manifestar sus recelos. Durante algo más de tres años negoció el Tratado de límites, pese a su deseo de obtener una licencia de un año y de que la negociación se trasladara a Madrid ante la escasez de medios de los que disponía en América, la falta de instrucciones precisas, y la errática, pasiva y poco realista política americana del sexenio absolutista.31 La negociación se vio presionada por la amenaza de que Estados Unidos reconociera a los gobiernos insurgentes y por agresiones directas contra Florida y Texas a cargo del general Jackson y militares franceses y americanos en 1817 y 1818.
El miedo a una guerra declarada con Estados Unidos y a posibles conspiraciones napoleónicas estuvo siempre presente. De hecho, en ese momento Onís recelaba de una posible operación de los generales napoleónicos expatriados en Estados Unidos para coronar a José Bonaparte emperador de Nueva España, tentativa que asociaba con el proyecto de colonización del general Lallemand en Texas.32 Dio pasaporte exclusivamente para Veracruz al general francés con intención de neutralizar la invasión, coordinándose con el virrey de México y el cónsul en Nueva Orleans, Felipe Fatio, que se entrevistó con el francés y fue enviado en misión de información a Tampico.33 El ejército real conminó a la dispersión de la colonia francesa en Texas, mientras que una flotilla enviada por el virrey a Galveston se limitó al bloqueo de la base naval de la piratería de los hermanos Laffite, evitando crear un conflicto adicional con Estados Unidos. Onís creía que el virrey, pese a presumir de unas fuerzas de 80 mil hombres, pecó de debilidad al no exterminar a los aventureros y piratas por miedo a la reacción de Estados Unidos.34
El caballero Onís mantuvo una estrecha relación con Juan Ruíz de Apodaca desde 1809, al estar su hijo con él de asistente en Londres, para ser desde 1812 capitán general en Cuba y a partir de 1816 virrey en Nueva España. Se puede decir que entre ambos coordinaron el operativo español en toda la América septentrional y el Caribe durante la mayor parte de la segunda década del siglo XIX. 35
Además, en 1817 el antiguo guerrillero navarro, Javier Mina, realizó una incursión desde Estados Unidos a México, que tardó meses en ser neutralizada por las tropas reales del virreinato.36 Onís y sus agentes consiguieron desarticular parte de los medios de los que dispuso Mina antes de su partida desde Estados Unidos.
El ministro plenipotenciario rechazó denunciar el tratado de cesión de la Luisiana de 1803 como le reclamaban de Madrid, pero intentó restablecer la frontera en el Misisipi a cambio de la cesión de las Floridas a Estados Unidos e incluso la guinda de alguna isla caribeña como Santo Domingo o Puerto Rico. Onís advertía contra la propaganda americana en Cuba, a la que consideraba la posesión más preciosa de la Monarquía, señalando que “el gobierno de Estados Unidos mantiene inteligencias en la Isla y seduce a los habitantes con la idea de lo que ganarían admitiendo la Constitución, sin que calculen los inmensos vicios de que adolece”.37
Onís presentó un memorial, junto a Álvarez de Toledo en 1817, que consideraba que la Monarquía debía reconocer, como había hecho en Cádiz, a los territorios americanos como parte integrante de la nación en igualdad de derechos sin rebajarlos a la condición colonial, aunque en 1810 se había referido a ellas como “colonias del rey”. Creía que debía enviarse algún infante español con doce mil hombres o, en último extremo, crear varios reinos con miembros de la familia real. Incluso, en privado a su hijo, propuso la creación de un reino borbónico para Texas y otros territorios de Norteamérica (California, Nuevo México). Onís proponía que las cesiones territoriales de la monarquía hispánica le permitieran redondearse en América o en Europa. Por ejemplo, proponía la cesión del virreinato de La Plata a la monarquía portuguesa en Brasil, que ya tenía ocupado Montevideo, a cambio del territorio peninsular: “como Portugal se uniera a España podría cederse el reino de Buenos-Aires al rey de Portugal”.38
Estas pretensiones expansionistas hacia Portugal estaban presentes en la coyuntura de 1817 bajo el gobierno del ministro Pizarro, y revelaban la permanencia de afanes territoriales de la época preliberal de Carlos IV bajo el protectorado napoleónico en el pensamiento del diplomático. Como legado de su pasado en la época de Manuel Godoy, Onís y el secretario de Estado Pizarro creían factible “redondearse” con el Portugal metropolitano a cambio de cederle el virreinato de La Plata, pues ya el rey portugués, casado con la hermana de Fernando VII, Carlota Joaquina, había ocupado Montevideo, más que implantar nuevas monarquías borbónicas como proyectaban Francia o algunos proyectos de los dirigentes independentistas argentinos.
Pese a las victorias de las armas reales en Venezuela y México en 1816 y la alianza con los británicos, Onís creía que las perspectivas españolas eran nada halagüeñas: “todas las naciones nos dejarán solas en esta crisis melancólica, porque a todas interesa el que se emancipe nuestra América”.39
Creía que la amenaza estadounidense sobre el virreinato de Nueva España y Cuba era tal que el único modo de preservarlos era recuperar la frontera del Misisipi, cediendo las Floridas a los ingleses o buscando el apoyo de Francia, advirtiendo que “si su Majestad quiere conservar el reino de México es indispensable que trate de poner por frontera el río Misisipi y ceder las Floridas a otra potencia que ayudase en caso de presión en el Misisipi”, y concluía que la “guerra es inevitable a partir de diciembre si no tenemos a nadie que nos sostenga, y si no accedemos a la cesión o venta de las Floridas”.40
En efecto, los estadounidenses tomaron de nuevo Pensacola en 1818, pero prefirieron un acuerdo formal de cesión a la declaración de guerra por temor a la reacción de las potencias europeas, considerando segura la incorporación de las Floridas y el objetivo de ampliar Luisiana hasta llegar al Pacífico. Los mandatarios americanos, según Onís, habían afirmado que las “Floridas es menester tomarlas pacíficamente si se puede, o por la guerra si no queda otro remedio”.41 En febrero de 1819, Onís firmó el Tratado consiguiendo preservar Texas y las llamadas “provincias internas” (Nuevo México y California) frente a la pretensión americana de llevar la frontera hasta el río Bravo, estableciendo el límite en el río Rojo y en torno al río Arkansas.
Aunque Onís fue muy criticado en España por miembros de la Corte y de la camarilla real debido a la no legitimación de unas concesiones tardías de tierras en Florida a miembros de la aristocracia, la firma del Tratado transcontinental fue un logro considerable para la diplomacia española.42
LA PÉRDIDA DE “NUESTRA AMÉRICA”
A pesar de este triunfo, Onís ya consideraba que la pérdida de América era inevitable, confesándoselo en privado a su hijo. No obstante, creía que se debía renunciar al virreinato de La Plata, preservando Perú, Colombia, Cuba y México como parte integral de la nación.43 Un medio para lograr ese objetivo era ceder a los ingleses Santo Domingo o “la porción de lo que crea más conveniente de nuestra América”,44 implicando a la mayor potencia mundial en el sostenimiento del imperio hispánico.
En diciembre de 1819, el presidente Monroe anunciaba al Congreso la demora de la ratificación española del Tratado, alegando ataques a intereses españoles en Texas y el no respeto de las concesiones reales en Florida, así como ofreciendo el envío de un nuevo comisionado a Estados Unidos. Monroe consideraba que la conducta del gobierno de España no había sido sostenida por ninguna potencia europea, reiterando la neutralidad americana en lo que consideraba una guerra civil en Iberoamérica, pero, al mismo tiempo, manifestando simpatía y sensibilidad hacia los vecinos del sur.45
A pesar de las críticas y la caída de los ministerios de Pizarro y del marqués de Casa Irujo, Onís fue bien recibido por Fernando VII, llamándole para la nueva boda real y otorgándole la embajada en Rusia. El triunfo del pronunciamiento, devenido en revolución liberal, en marzo de 1820 supuso que Onís fuera destinado como embajador al reino de las Dos Sicilias, demorando su incorporación hasta el mes de julio tras el triunfo allí de otro pronunciamiento liberal.
1821, el año por antonomasia del hundimiento de la América española, le dio a Onís al menos la satisfacción de presenciar la ratificación del Tratado transcontinental y la muerte de Napoleón, cabeza del “linaje infernal”, que había sido la pesadilla del embajador desde el comienzo del siglo XIX.
La política del Trienio liberal hacia las posesiones americanas continuó siendo igual de imperialista y errática que en la etapa de las Cortes de Cádiz y del absolutismo.46 Los liberales creyeron que el mero restablecimiento de la Constitución cortaría la insurgencia en las provincias rebeldes. En los territorios pacificados se celebraron elecciones, aunque la representación americana continuó estando infrarrepresentada y los diputados suplentes de las provincias insurgentes terminaron siendo excluidos, y se establecieron más diputaciones provinciales, sobre todo en México.47
Los diputados novohispanos presentaron un plan de confederación hispánica bajo la monarquía borbónica que, aunque fue objeto de discusiones parlamentarias en la primera mitad de 1821, fue vetado finalmente por Fernando VII. No obstante, se acordaron algunos armisticios temporales en Venezuela y Perú, mientras el nuevo jefe político de Nueva España, Juan O´Donojú firmó los Tratados de Córdoba en agosto de 1821 que suponían la aceptación del Plan de Iguala del general realista Iturbide y la creación del imperio mexicano.48 Además de en México, hubo planes para establecer monarquías de los Borbones en Argentina,49 Perú con José de San Martín, e incluso una confederación hispánica a cargo del vicepresidente colombiano, Francisco Antonio Zea.50 Las Cortes enviaron plenipotenciarios para la reconciliación con las provincias insurgentes, ampliando la libertad de comercio, pero sin poderes para reconocer en ningún caso la independencia.
Luis de Onís desde Londres era un observador privilegiado de la política europea hacia la América española, recibiendo noticias sobre la evolución de los acontecimientos con anterioridad a lo conocido por el gobierno liberal en Madrid. Al inicio su misión en Londres, en julio de 1821 recibía noticias de la caída de Caracas y de los sucesos de México, creyendo “urgente el arreglo o transacción que las Cortes están tratando con los disidentes de aquellas posesiones trasatlánticas”.51 Aunque el secretario de Estado, Bardají, todavía le tranquilizaba sobre los acontecimientos americanos, Onís recibía en agosto vía Jamaica nuevas malas noticias de México y Venezuela. Bardají, desde La Granja, todavía el 11 de septiembre de 1821, creía que las noticias de México “no dan cuidado”, cuando a los pocos días entraban las tropas de Iturbide en la capital de Nueva España.52 Al comienzo de octubre, Onís transmitía la noticia del golpe de Francisco Novella, que había depuesto al virrey Apodaca, mientras que días después conocía la toma de Lima por San Martín. En los últimos días del año, con una demora de tres meses, recibía una gaceta de Charleston con la noticia de la caída de México y Veracruz, noticia que acababa de conocerse en Madrid.53
A finales de 1821, Guatemala, Panamá y Santo Domingo se declararon independientes, vinculándose temporalmente al imperio mexicano o la república de la Gran Colombia. Onís transmitía la llegada del capitán general de Santo Domingo a Londres y la proclama de Panamá, una vez salidas las tropas del nuevo virrey Juan de la Cruz Mourgeon hacia Ecuador, junto a algunos efectivos procedentes de la evacuación de Florida en julio de 1821 y de la tropa realista en Puerto Cabello. A comienzos de 1822, el gobierno liberal rechazaba el Tratado de Córdoba de México, decidiendo enviar nuevos comisionados a los países disidentes.
A ello se sumó, en abril de 1822, la declaración del presidente Monroe ante el Congreso manifestando su propósito de reconocer a las nuevas naciones americanas, un año después de la ratificación del Tratado de límites. Para entonces, la monarquía portuguesa también había reconocido a Argentina, manteniendo la ocupación de Uruguay. La respuesta inglesa ante la declaración de Monroe no se hizo esperar. El 13 de mayo el poderoso ministro Londonderry, arquitecto del orden europeo de la Restauración tras el Congreso de Viena, comunicó a Onís que la opinión pública obligaba al gobierno a hacer exploraciones en las provincias de América, aunque no se precipitaría a reconocerlas, pero se veía obligado a hacer declaración en el Parlamento sobre que sería lícita la entrada de buques de disidentes o de otras potencias con bienes de disidentes. No se oponía a que España tuviera ventajas comerciales y afirmaba que no enviaría agentes diplomáticos, pero que todo era provisional para dar tiempo a España para que reflexionase o llegase a un acuerdo. Castelreagh,54 reconocido entonces como lord Londonderry, se mostraba dispuesto a una mediación y a discutir con Onís si recibía instrucciones del gobierno liberal, aunque pensaba enviar a Madrid al embajador en el reino de las Dos Sicilias.55
El diplomático español trató de ganar tiempo señalando que esperaba recibir instrucciones muy pronto, pero que era difícil hasta saber el resultado de las negociaciones de los comisionados a América. Pidió a Londonderry que contuviera el reconocimiento al resto de las potencias. Londonderry estuvo de acuerdo, manifestando, no obstante, que no estaba seguro de poder contenerlas y que eso supondría que Londres haría lo mismo. Onís comunicaba al nuevo ministro, Martínez de la Rosa, que estaría orgulloso de llevar esas posibles negociaciones en Londres, pero que creía más fácil por cercanía a las Cortes hacerlas en Madrid.
A finales de mayo de 1822, tras un nuevo encuentro con Londonderry, Onís consideraba que, aunque el reconocimiento de Estados Unidos a las nuevas naciones todavía no era oficial, el envío de comisionados a América era inútil. Proponía, en cambio, el desarrollo de conversaciones directas en una convención con los diputados americanos en Madrid o si no fuera posible en Londres, bajo la mediación británica. España debía reconocer la independencia, preservando las mejores relaciones comerciales con puntos de soberanía en la costa, al modo de Gibraltar. De hecho, hasta el inicio de 1826 se mantuvieron bases militares en Veracruz (San Juan de Ulúa hasta diciembre de 1825), Puerto Cabello en Venezuela (1823), Chiloé en Chile y El Callao en Perú. Onís creía posible todavía el establecimiento de nuevas monarquías y explorar una posible confederación hispánica, como defendía el colombiano Zea, agasajado, por entonces, en Londres.56
En suma, Onís proponía el reconocimiento más o menos amplio de la independencia. Con la mediación inglesa creía factible la recuperación de algunas provincias americanas, la preservación de Cuba, el establecimiento de una alianza al menos defensiva y mejoras mercantiles, la fijación de puntos de depósito e incluso algún subsidio anual por años, o una cantidad fija para la exhausta hacienda de la monarquía.
La respuesta del gobierno liberal a las propuestas del embajador fue una especie de reprobación por excederse respecto a las instrucciones recibidas. El gobierno había elaborado un Manifiesto, que pretendía contener el reconocimiento de las independencias americanas apelando a la legitimidad del dominio de la monarquía española y apenas concediendo ventajas al libre comercio. El Manifiesto se hizo público, imprimiéndose un folleto desde la embajada en París a cargo del realista marqués de Casa Irujo, que había sido embajador en Estados Unidos hasta 1809 y secretario de Estado en el momento de la firma del Tratado en 1819. Onís consideró contraproducente la divulgación del Manifiesto ante la opinión pública, dada la delicadeza de las negociaciones diplomáticas con Gran Bretaña y la Santa Alianza.57
El 4 de junio, Onís visitaba de nuevo a Londonderry para ver el efecto del Manifiesto y de su nota ampliatoria. Para el ministro inglés, ambos documentos contenían sentencias vagas, esperando la resolución de Cortes españolas. Creía que el envío de comisarios solo pretendía lisonjear a las potencias y naciones disidentes y ganar tiempo o perderlo porque con mucho menos en el pasado se habría obtenido más. No veía clara la concesión de libertad absoluta de comercio, señalando que las potencias y las naciones disidentes tampoco estarían dispuestas. Londonderry creía que tal vez no sería impracticable el verificar la independencia sin completa desmembración de España, pero esta consideración, a juicio de Onís, la hacía en términos muy cautelosos. Creía que, si bien era posible que se expulsase a San Martín de Lima, sin nuevos envíos de tropas y buques veía poco probable extender la dominación española. Finalmente, consideraba que ni en España ni América se podría negociar por lo que estaba abierto a una posible mediación inglesa.58
Finalmente, el 28 de junio el ministro del imperio británico contestó por escrito en los siguientes términos:
Su Majestad Católica debe saber que grandes porciones del mundo no pueden sin olvidar fundamentalmente las mutuas comunicaciones de la sociedad civilizada, continuar largo tiempo sin algunas relaciones reconocidas establecidas, que el Estado no puede, ni por sus consejos ni por su normas, defender con éxito sus propios derechos sobre sus dominios, de tal modo que los obligue a la obediencia y haciéndose así responsable del mantenimiento de sus relaciones amistosas con otras potencias, debe estar preparado para reconocer tarde o temprano a ver establecerse por sí mismas aquellas relaciones, bajo cualesquiera otra forma por la necesidad imperiosa del caso […] El gobierno de Su Majestad Británica se reserva el derecho de seguir en las circunstancias delicadas y difíciles del negocio, el curso que pueda parecerle mejor para cumplir con todos sus deberes.59
Era una declaración de que el tiempo para la mediación se acababa y que el imperio británico no dilataría mucho tiempo el establecimiento al menos de relaciones oficiosas con las naciones americanas.60
Onís entristecido por la reprobación de Madrid, respondía que la misma era “una amarga e inesperada censura”. Vaticinaba “mucho mal es la segura consecuencia del medio que imaginó el marqués de Casa Irujo. Esperaba que no sea un mal agüero y un tristísimo consuelo a mi alma eminentemente patriota”. Creía que “los pasos que había dado y que Su Majestad no aprueba no han dañado las negociaciones y sin ellas el lenguaje de Londonderry habría sido más espeso”.61
Para el verano de 1822 Onís se encontraba muy aislado del mundo político y diplomático presente en Londres, sufriendo la enemiga, además, del absolutista marqués de Casa Irujo, embajador en París, que controlaba su correspondencia.
El diplomático remitía informes de la pérdida de Ecuador y de Venezuela, sufriendo el homenaje que diversas personalidades británicas habían dado al vicepresidente colombiano Zea y los empréstitos conseguidos, señalando que “por colmo de la fatalidad, la razón y el interés material conspiran también, fundándose en argumentos de hecho, a consumar nuestro desamparo en punto a la cuestión de América”, concluyendo con la pregunta “¿Y qué responderemos ya a los que nos acusan de necios y obstinados en disputar de palabra lo que en realidad hemos perdido para siempre?”62
CONCLUSIÓN. ¿DE ABSOLUTISTA A LIBERAL?
En agosto de 1822, tras 42 años de servicio diplomático, el veterano Onís, recién cumplidos los 60 años, manifestaba hacer uso de su licencia ya concedida en primavera, motivado también por el creciente desacuerdo con el rumbo radical del Trienio Liberal y la inminente intervención francesa en España.63 Su carrera había culminado con el derrumbe del imperio en América, si bien fueron preservadas durante el resto del siglo las islas caribeñas y Filipinas, como había insistido a lo largo de los últimos años.64 En noviembre de 1822, después de ver ampliada su licencia con una exoneración de su misión en Londres, resistió a regresar a España, pese a la reclamación del gobierno de San Miguel,65 retornando a Londres hasta 1824 y permaneciendo expatriado en Montauban durante dos años y medio hasta septiembre de 1826, cuando recibió el permiso de Fernando VII para su vuelta.
Luis de Onís tuvo un afán de ennoblecimiento, típico de los diplomáticos del Antiguo Régimen tras la firma de algún tratado, proponiendo el título de marqués de Torre Onís de Nueva España o marqués de Rayaces, de la que era señor y propietario. Además, tras su reconocimiento de su condición noble, fue acumulando desde comienzos del siglo XIX una serie de gracias y gajes para él y sus descendientes por su actividad diplomática.
Puede decirse que fue un realista moderado, que evolucionó a posiciones parecidas a la mayoría de los llamados liberales “doceañistas” salvo en la “cuestión americana”, pues, aunque había desarrollado su carrera en el Antiguo Régimen como miembro de un estamento privilegiado, tuvo que adaptarse a la naciente época liberal. Es cierto que algunos liberales, como Gabriel Císcar, Alcalá Galiano, Cabrera de Nevares o Flores de Estrada compartieron algunos de los medios propuestos por Onís para la pacificación de América o defendieron la aceptación de su emancipación, pero la postura mayoritaria tanto de absolutistas como de liberales estuvo alejada de ese reconocimiento.
Puede decirse que fue un realista moderado, que evolucionó a posiciones parecidas a la mayoría de los llamados liberales “doceañistas” salvo en la “cuestión americana”, pues, aunque había desarrollado su carrera en el Antiguo Régimen como miembro de un estamento privilegiado, tuvo que adaptarse a la naciente época liberal. Es cierto que algunos liberales, como Gabriel Císcar, Alcalá Galiano, Cabrera de Nevares o Flores de Estrada compartieron algunos de los medios propuestos por Onís para la pacificación de América o defendieron la aceptación de su emancipación, pero la postura mayoritaria tanto de absolutistas como de liberales estuvo alejada de ese reconocimiento.
Fue testigo excepcional de los inicios del expansionismo imperialista de Estados Unidos, pese a la ayuda de la monarquía española a su independencia, el Tratado de San Ildefonso de 1795 que permitía la navegación común del Misisipi y cedía los establecimientos españoles de su margen izquierda al norte del paralelo 31 en la Florida Occidental, y la irregular cesión del enorme territorio de La Luisiana en 1803. La insurgencia y ocupación de Baton Rouge en 1810, sin declaración de guerra, fue una de las primeras agresiones al imperio hispánico. En una fecha tan temprana como 1812 observó el peligro que corría el virreinato de Nueva España ante las pretensiones estadounidenses no solo respecto a Texas sino al resto de los territorios hasta el Pacífico.
Su acendrado patriotismo no le impidió entender los vientos de cambio de su época, proponiendo algunos medios para preservar al menos una parte de los dominios de la monarquía en América. Onís no concebía a la monarquía española sin América, considerando indispensable preservar al menos Cuba como parte integral de la misma, ya que sin ella España dejaría de ser una potencia, rebajándose al nivel de, por ejemplo, Dinamarca. En la segunda década del siglo XIX, creía que, aunque se cedieran o perdieran los territorios del Cono Sur o Florida, el establecimiento, junto a la Península, de una especie de nación imperial de México al Perú era suficiente para que la Monarquía continuara dando “ley al mundo”
Resulta difícil encasillar a Luis de Onís como realista moderado o liberal doceañista, pues a lo largo de su dilatada carrera al servicio del Estado tuvo que adaptarse a los cambios políticos de la naciente época liberal, encontrando en su círculo familiar personas con diferentes posturas más marcadas.
Se le ha vinculado a veces con la masonería e, incluso, se le atribuye el folleto titulado Contrarrevolución en Nápoles. No obstante, aunque su hermano afrancesado y su sobrino lo fueran, Onís había denunciado a las autoridades españolas en 1811 que una sociedad, relacionada con insurgentes de Caracas, era de francmasones, según relató el independentista mexicano Teresa de Mier ante los inquisidores.66 Aunque mantuvo relaciones con masones notorios, como el expresidente Jefferson, y alguno de sus colaboradores seguramente lo fue, no parece que tuviera especial amistad o relación con políticos españoles masones y liberales, pues sus más cercanos Pizarro, Heredia o Salmón no lo fueron.67 Es posible que, tras la publicación de su Memoria en 1820, su nombramiento de Embajador y el reconocimiento del Tratado de 1819 por el parlamento del Trienio Liberal, y la proclamación de la Constitución española en Nápoles, Onís se sintiera especialmente gratificado con los comienzos de la nueva etapa constitucional. El 27 de febrero de 1821, Onís advertía al antiguo bonapartista o muratiano y general carbonario Guglielmo Pepe, al que consideraba un exaltado, sobre la invasión austriaca que “el objeto del enemigo será destruir a Vuestra Excelencia como el único y el principal obstáculo para destruir la libertad”.68
Hasta este momento, esta referencia a la “libertad” fue excepcional, utilizada en el contexto de una invasión extranjera. El embajador siempre se refirió a “nuestra Monarquía”, concibiendo a los territorios americanos como parte integral de la misma, utilizando excepcionalmente el término “nación” y refiriéndose a los liberales como “constitucionales” y a los insurgentes americanos como disidentes o “traidores”. Sin embargo, con ocasión de su último destino en Londres en el bienio 1821-1822, parece que completó una cierta evolución hacia el liberalismo, al ver amenazada España por una intervención absolutista de la Santa Alianza. En julio de 1822, esperaba ver la “ruina de los enemigos de nuestra libertad y el triunfo de nuestras logradas instituciones”.69 En vísperas de la proclamación de la constitución portuguesa y de la independencia de Brasil, el ministro plenipotenciario creía que las naciones española y portuguesa podrían aliarse para defender “sus principios de libertad”. El veterano diplomático que, desde la época de Godoy, había defendido que la Monarquía hispánica se redondease con Portugal, ahora llamaba a una alianza defensiva de las dos amenazadas potencias constitucionales ibéricas.
Con la intervención francesa en 1823, fue denunciado por la prensa absolutista como “liberal”,70 posiblemente alentada por aristócratas de la camarilla real enemistados con Onís por las pérdidas de gracias territoriales en Florida y su misión en el Nápoles carbonario, lo que le condujo a evitar el retorno a España hasta 1826, al obtener el perdón y rehabilitación por Fernando VII. A pesar de ello, resulta exagerado considerarlo un exiliado liberal, pues, por mucho que fuera adaptándose a los nuevos tiempos, su red principal de relaciones y su cultura política fue realista moderada.