INTRODUCCIÓN
Los reglamentos escolares, en palabras de Lucía Litichever, “permiten analizar las representaciones vigentes acerca de los jóvenes que asisten a las escuelas”.1 Dichas representaciones, como se intentará mostrar en las siguientes líneas, estuvieron vinculadas, principalmente, a valores morales que eran la expresión tanto del joven bien educado como de la educación recibida en el Colegio y, por tanto, de este. El principal argumento que se expone en este artículo es que los reglamentos del Colegio de San Nicolás, al intentar normar las prácticas y dinámicas internas, también marcaron pautas de comportamiento fuera del establecimiento, guiando las interacciones en el espacio social.2
Desde finales del siglo XVIII, con el pensamiento ilustrado que inició un proceso de secularización, la instrucción comenzó a transformarse en un asunto de interés público. Con ello, una nueva visión del papel de la familia, la escuela, la Iglesia y el Estado se haría presente modificando las relaciones e intercambios entre los distintos actores. Si antes de ello la educación recaía sobre los padres y la Iglesia, vinculando la identidad del alumno a su identidad previa de hijo, a partir de estos procesos de cambio los hijos lo serán también de la patria, pues eran las simientes de la futura sociedad civil. Así, el tema de la educación se convirtió en una responsabilidad del Estado, quien a su vez se encargó de fomentar nuevos valores como la moral, la urbanidad y la decencia, mismos que se esperaba se promovieran desde el hogar; se pretendía formar futuros ciudadanos, futuros trabajadores y hombres morales.3 En esta tarea, normas y valores jugaron un papel central.
Este cambio fue patente en el Colegio de San Nicolás a partir de su reapertura en 1847.4 El Colegio fue fundado en 1540 por Vasco de Quiroga con la finalidad de formar eclesiásticos que pudieran asistir, de manera inmediata, las tareas de la Iglesia. Después de la Independencia, los distintos gobiernos mexicanos buscaron rearticular los espacios educativos. Fue en 1842 cuando se presentó un proyecto que buscó consolidar un sistema nacional de enseñanza, cuyas bases se plasmaron en un primer Plan General de Estudios obligatorio para todos los departamentos y aplicable en todos sus ramos y grados. Siguiendo esta iniciativa, todos los establecimientos de enseñanza secundaria fueron declarados nacionales.5 El cierre del Colegio coincidió con la guerra de Independencia y después de largos litigios entre el Cabildo Eclesiástico y el Civil, a instancias de la Junta Subdirectora de Estudios, el Colegio de San Nicolás reabrió sus puertas en 1847 como colegio civil y nacional.
Al respecto, la Junta Subdirectora señalaba, en la presentación al reglamento que conformó para el año de 1846, que “el edificio [había sido] reedificado solamente en su fábrica material [y que con] esperanzas las más lisonjeras al porvenir de Michoacán, y a la felicidad de la patria”, el Colegio únicamente esperaba el “soplo benéfico del Gobierno” para infundirle vida.6 Los dos compromisos sociales del Colegio quedaban expuestos: la educación y la formación de ciudadanos. Sobre ellos, las representaciones sociales en torno Colegio tuvieron un peso importante a la hora de opinar y valorar su función y lugar social. Así mismo, la Subdirección enfatizó la continuidad de la historia y memoria del plantel. Esta carga simbólica fue, justamente, uno de los elementos a los que se apeló para delinear los comportamientos, expectativas y representaciones de San Nicolás durante la segunda mitad del siglo XIX.
DE LOS REGLAMENTOS A LAS REPRESENTACIONES SOCIALES
En términos generales, los reglamentos del Colegio señalaban funciones, indicaban las obligaciones y categorías de los alumnos, enmarcaban una jerarquía interna que debía hacerse valer aún fuera del plantel, organizaban el tiempo y su distribución, regulaban los exámenes, la admisión de los alumnos, los sueldos y el otorgamiento de premios y castigos. Puesto que el ámbito educativo era regido por
[…] normas construidas por los actores de la vida escolar […] el examen de los reglamentos permite identificar el ritmo de su vida cotidiana, ya que su contenido alude tanto a su régimen de vida interior como a las formas de relacionarse con el contexto del que surge y al que pertenece. Son, en suma, el dispositivo cultural que configura a la institución escolar.7
Se pretendía, por tanto, normalizar ciertos valores y regulaciones en las dinámicas sociales cotidianas. El Manual de urbanidad y buenas costumbres de Manuel Carreño (1875) aducía que los hábitos en sociedad serían siempre los que se aprendieran en la vida doméstica.8 Cosa que bien podría aplicarse al espacio educativo.
Las expectativas propiciadas por los reglamentos también fomentaron representaciones específicas sobre los nicolaitas, mismas que sus cualidades morales delinearon en gran medida. En este sentido, la noción de representación, como la propone Bourdieu, es doble. Por un lado, puede ser mental, cuando involucra actos de percepción, apreciación, conocimiento y reconocimiento. Por otro, objetable, donde cosas o actos remiten al ámbito de lo simbólico, que “buscan determinar la representación (mental) que los otros pueden hacerse de sus propiedades y de sus portadores”.9 Las reglamentaciones pueden pensarse como un buen ejemplo de ello, pues en su conformación y cumplimiento se ponían en marcha una serie de presupuestos culturales y de intereses varios.
En estos términos, podríamos hablar de la homogeneidad que busca proyectar un reglamento, entendido como el conjunto de normas que regulan ciertos valores, y que promueven o prohíben otros. Vale la pena parafrasear esa pregunta que se hace Padilla Arroyo al hablar de las posibilidades de análisis de los documentos oficiales y, específicamente, de aquellos de carácter normativo, para un análisis de la vida cotidiana escolar, ¿hasta dónde el deber ser, esas representaciones idealizadas, influyen las prácticas, los valores y los comportamientos?10 Como señalaría Dominique Julia, las normativas siempre deben remitir a las prácticas.11 Por esta razón, el texto que presentamos es un intento por contrastar las expectativas contenidas en las reglas con los casos cotidianos.
Así, por ejemplo, encontramos la norma de cerrar el establecimiento al anochecer y no abrirlo “hasta que sea día claro”; la que obligaba a los alumnos a salir acompañados, “nunca solos”, y la de “que se expulse del Colegio al que salga por la noche sin licencia superior”.12 Para redondear esta imagen de correcta moralidad baste señalar la atención que se prestaba a los horarios de apertura y cierre de la puerta y ventanas del Colegio. Un establecimiento decente debía regirse por un horario determinado. Situación que parece definida con la necesidad de contar con un portero encargado de controlar la entrada y la salida. Incluso durante las vacaciones, cuando el colegio permanecía cerrado estando fuera todos los superiores y alumnos, debía de “procurarse siempre que en esta [casa] quede alguna persona respetable para que cuide del buen orden interior que aún entonces deberá guardarse”.13
Otro ejemplo es la norma que señala que los alumnos expulsados de otros colegios no podrían ser admitidos en el de San Nicolás ni aquellos de reconocida inmoralidad,14 así como aquella que señala como obligación de los profesores:
[…] cuidar que los alumnos que por su incapacidad no sean a propósito para la carrera de las letras, no pierdan el tiempo a cuyo efecto el profesor respectivo calificará en unión del regente la ineptitud del individuo. Si de esta calificación resultare que no puede continuar en la carrera, el regente lo avisará al padre o tutor del alumno para que lo dedique a otra profesión o ejercicio.15
Esto resulta interesante por la imagen que puede presentar del Colegio como uno de exigencia académica, además de dejar en claro su función y compromiso social, enfatizando que las prácticas en su interior correspondían enteramente a ese objetivo. Tanto así, que si los jóvenes no tenían las aptitudes para ello era preferible que se dedicaran a algo más.
Un punto reglamentario común a todos los colegios fue la distribución del tiempo tanto académico como del ocio. Es decir, la “temporación” de las actividades humanas, en términos de Norbert Elias, que busca “marcar puntos de referencia temporales comunes para aquello que hacen”.16 Así mismo, el uso de los relojes marcó una nueva forma de concebir el tiempo, que a su vez y de la mano de las burguesías europeas del siglo XIX, se vinculó a nuevos valores como la puntualidad o la contabilidad de las horas. Este se transformó en una unidad de organización, pero también de vigilancia en distintos espacios como en las escuelas y colegios.17 En ellos, se establecieron horarios para las cátedras, para los exámenes, para los castigos, para los descansos y para la toma de los alimentos. Al mismo tiempo, estuvo presente al momento de los descuentos salariales entre los empleados de los establecimientos, ya fuese por impuntualidad o inasistencias. No solo se trataba del uso del tiempo, sino de hacer un efectivo y provechoso uso de este y controlar las pautas entre lo socialmente aceptado y lo que no lo era.
En los reglamentos del Colegio existe un apartado especial sobre la distribución del tiempo. El que los alumnos tuvieran una hora estipulada de salida y entrada al plantel y que tuvieran que hacerlo en grupos pequeños o acompañados de alguna figura de autoridad y respetabilidad,18 tiene que ver con esta noción de ordenamiento horario donde hay tiempos específicos para el estudio, y tiempos para el ocio, pero también con una representación del tiempo que designa horas decentes para esparcirse, y otras que no lo son. De esta forma, el comportamiento individual representaba la respetabilidad de la institución. Por ello, podemos entender que las normas internas del plantel no solo normaban las prácticas y dinámicas al interior de la institución, sino también fuera de ella. Como señala Maroñas, “la gestión del tiempo se traduce en una herramienta poderosa que influye directamente en la construcción de las normas y los valores sociales y que se convierte en un instrumento de control social de gran calado al manifestarse como una realidad natural y objetiva”.19
En el artículo 90 del reglamento de 1880 se señala como castigo a las indisciplinas de los alumnos el aislamiento en aposentos adecuados para que el alumno “no esté ocioso, sino ocupado en aprender alguna lección en leer algún libro instructivo”.20 Parece entonces existir una diferenciación entre el ocio, entendido como el descanso necesario, y el adjetivo ocioso, de connotación negativa. Así, por ejemplo, en el reglamento de 1846 se señalaba que se quitaron “las salidas e innecesarios descansos de los jóvenes, y otros muchos días que se pierden en los demás colegios”.21 En este mismo documento se menciona que se habían “restringido y reglamentado las salidas a la calle, siempre peligrosas para la juventud; y por eso se toman providencias para que las salidas no sean ocasión para que se disipen los colegiales con detrimento de la moral y el decoro del establecimiento”.22 Por ello, las salidas por la noche fueron restringidas a la noche del Jueves Santo, el 16 y 27 de septiembre, el día de Todos los Santos y en grupos no menores a 8 colegiales y cuidados siempre “por una persona respetable del Colegio o fuera de él”,23 debiendo regresar a más tardar a las 10 de la noche. El cumplimiento de esta norma, como veremos más adelante, era de suma importancia, pues no solo se trataba de la puntualidad, sino de la observancia de la decencia, cuyo incumplimiento no pasaba desapercibido. Visión que se reafirma con el artículo 91 del mismo reglamento en el que se señala que “las faltas que en este colegio no deben quedar sin castigo son, sobre todo, las de moralidad y educación”.24 Por ello, las representaciones del regente, de los catedráticos y de los alumnos fueron las que estuvieron más presentes en la imagen del plantel, notoriedad que les exigía determinado comportamiento.
LA FIGURA DE LOS NICOLAITAS
En el documento que se redactó para conformar el primer reglamento del Colegio de San Nicolás, tras su reapertura, los miembros de la Junta Subdirectora de Estudios enfatizaron la intención de conservar, en la medida de lo posible, la voluntad y las principales disposiciones de su fundador, Vasco de Quiroga, como una muestra de gratitud y de reconocimiento. Y, al mismo tiempo, buscaron que las normas tuvieran como principal referencia la experiencia y las condiciones al momento de la reapertura. En él se detallaba el lugar y las funciones de cada uno de los sus miembros, desde el portero hasta el regente, dejando ver una jerarquía interna perfectamente delimitada (ver Gráfico 1). Si las representaciones sociales orientan “las actitudes, comportamientos y prácticas, y permiten asimismo a los sujetos, una justificación a posteriori de tomas de posición y comportamientos adoptados en la institución”,25 las jerarquías internas, además de designar las funciones de los distintos actores y grupos, aluden también a las formas de interacción entre ellos.
En primera instancia, el catedrático era el agente punitivo de las conductas inadecuadas de los alumnos y según escalaba el nivel de la falta, podía llegar al regente o incluso al gobierno del estado, a quién los alumnos identificaban plenamente como la instancia primera y última en la resolución de conflictos. Así lo dejan ver, por ejemplo, los alumnos que solicitaron la remoción del regente Jacobo Ramírez en 1884.26 Para evitar este tipo de manifestaciones, de acuerdo con el reglamento de 1880, “los profesores dedicarán una vez a la semana el tiempo que crean conveniente para encarecer a los alumnos la importancia de conducirse con moralidad y urbanidad”.27
Muy variadas y amplias eran las obligaciones de los distintos miembros del Colegio, especialmente aquellas que tenían que ver con su dirección, organización y vigilancia, por lo que las figuras del regente y profesores eran centrales en estas tareas. En la Tabla 1 se han recuperado las funciones y atribuciones que tienen que ver con la forma y valores que aparecen indispensables a los miembros de la institución y cuya práctica se extiende fuera de sus muros, propiciando así una imagen ideal de San Nicolás. Se han considerado los reglamentos de 1847, 1856 y 1880 en los que puede apreciarse una insistencia, en términos generales, sobre la disciplina, la puntualidad, la aplicación, la moralidad y la urbanidad. Y, sobre los alumnos, particularmente, en la moderación, el aseo y la obediencia.
Fuente: Elaboración propia con base en AHUM, Fondo Gobierno, Sección Instrucción Pública, Serie Colegio de San Nicolás, Subserie Reglamento del Colegio, c. 19, exp. 2, ff. 1- 24, año 1880.
Si observamos la Tabla 1 y el Gráfico 1, se advierte que, en términos generales, las funciones de los empleados del Colegio se mantuvieron constantes. Lo mismo se puede apreciar con relación a las jerarquías internas. Más que con ninguna otra figura, las especificaciones reglamentarias con relación a las cualidades y aptitudes que debía poseer el regente fueron más explícitas, lo que resulta comprensible al ser este la figura referencial del establecimiento en tanto que en él recaía su orden interno. No obstante, es la figura del alumno la que está más regulada y de la que se tienen más expectativas. Como se indica, las aptitudes y valores esperados en los nicolaitas fueron de dos naturalezas. Una de carácter académico (la aplicación), y por tanto más público, por decirlo de algún modo. Y otra ligada al ámbito más interno, personal, al de la moralidad y urbanidad. Estos dos espacios, como se ha argumentado, constituyeron instancias inseparables donde el actor se asimilaba al Colegio, pero donde el Colegio no siempre los representó a todos. Es decir que, ante las disputas, sus miembros no siempre fueron respaldados poniendo en entredicho su cohesión, misma que fue utilizada, al menos discursivamente, sobre todo por las autoridades.
Figura | Obligaciones | Prohibiciones | Expectativas de conducta | |
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Reglamento de 1846 | ||||
Regente | Gobierno económico interior del Colegio, vigilar la conducta, el desempeño, corregir las faltas. Presidir al establecimiento en las asistencias públicas | Vivir fuera del Colegio | «Aptitud y dotes necesarios», no se precisan | |
Vice regente | Presidir y velar todas las distribuciones comunes, conceder las licencias para salir a la calle, hacer las veces del regente | Vivir fuera del Colegio | No se menciona | |
Profesores | Puntualidad, llevar un registro de los alumnos de su cátedra computando el tiempo que deba cursarla | Ausentarse sin previo aviso | Moralidad, buena urbanidad | |
Alumnos | Puntualidad, asistencia a las funciones literarias, aplicación | Salir solos, jugar juegos de pelota, suerte, naipes y dados | Buena moral, religiosidad y buena conducta civil, obediencia | |
Reglamento de 1856 | ||||
Regente | Vigilar la conducta y desempeño de los demás empleados. Autorizar las admisiones de alumnos, rendir informes mensuales de su movimiento, así como conceder salidas extraordinarias necesarias en el edificio. Presidir las asistencias públicas del colegio y firmar las comunicaciones oficiales Disponer que se hagan las composturas. Vivir indispensablemente dentro del Colegio. Hacer cumplir el reglamento | Dejar sus funciones sin previa licencia de la Junta Directora | Tener una carrera literaria, buena reputación, no haber cometido delitos ni malversado fondos públicos Moralidad y buena urbanidad | |
Vice regente | Cuidar del buen orden interior del Colegio (asistencias, faltas, salidas ordinarias, desempeño de los profesores, rendir informes). Hará las veces del regente si fuera necesario. Concurrir a las asistencias públicas. Vivir indispensablemente dentro del Colegio | Eximirse de desempeñar sus funciones en persona | No se menciona | |
Maestro de aposentos | En términos generales, cuidar del orden, limpieza y puntualidad interior del Colegio. Vivir dentro del establecimiento | No se menciona | No se menciona | |
Profesores | Prescribir la urbanidad en las palabras, acciones y aseo en los alumnos. Cuidar que cumplan con sus deberes literarios y religiosos. Vivir dentro del Colegio | Ausentarse sin permiso del regente | Puntualidad, moralidad y buena urbanidad | |
Presidentes de cátedra | Suplir faltas de profesores, informar si los alumnos estudian con cuidado y atención | Gozarán de la prerrogativa de salir solosa | No se menciona | |
Alumnos | Cumplir con sus deberes literarios y religiosos, aplicación al estudio | Portar armas, jugar naipes o dados ni otros de suerte o azar, salir solos | Comportarse con urbanidad, moderación y decencia, puntualidad, aplicación, limpieza, obediencia | |
Reglamento de 1880 | ||||
Regente | Regular la conducta y puntual desempeño de los empleados, cuidar y valorar la pertinencia de los castigos. Presidir el colegio en las asistencias públicas. Hacer efectivo el cumplimiento del reglamento. Cuidar que «se logre el mayor adelanto de los alumnos» | Separarse del cargo sin licencia | Conducta intachable, prudencia, energía, «disfrutar de aceptación y representación social» | |
Prefecto de estudios | Celar las horas de estudio y cátedras, imponer penas por las faltas que hubiere, anotar las inasistencias, vigilar la conducta del portero y demás sirvientes, vivir en el colegio | No se menciona | No se menciona | |
Sub prefecto de estudios | Cuidar del buen orden interior del colegio, vivir en él | No se menciona | No se menciona | |
Profesores | Puntualidad. Cuidar el cumplimiento de las tareas literarias, castigar las faltas, prescribirles urbanidad en palabras y acciones y el aseo, concurrir a todas las asistencias dentro y fuera del Colegio | Ausentarse sin permiso del regente | Puntualidad, respetabilidad, moralidad | |
Alumnos | Asistir a las clases, distribuciones y funciones literarias, conducirse con moderación y decencia y presentarse con el debido aseo, aplicación | Portar armas, portar sombrero, jugar juegos de azar, salir solos | Puntualidad, urbanidad, obediencia |
Fuente: Elaboración propia con base en el modelo que ofrece LÓPEZ PÉREZ, Oresta, Educación, lectura y construcción de género en la Academia de Niñas de Morelia (1886-1915), México, Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de San Luis, 2016, p. 57. Así como en los Reglamentos del Colegio. AHUM, Fondo Gobierno del Estado, Sección Instrucción Pública, Serie Colegio de San Nicolás, Subserie Reglamento del Colegio, c. 7, exp. 8, año 1846; c. 5, exp. 6, año 1856; y c. 19, exp. 2, año 1880.Sólo se incluyen las obligaciones y funciones relacionadas con los temas de comportamiento, prácticas y relaciones de convivencia entre los distintos actores.
LA FIGURA DEL REGENTE
De un regente de San Nicolás se esperaba que tuviera una carrera literaria, que fuera puntual, que contara con buena reputación, prudencia, energía; en suma, que disfrutara “de aceptación y representación social” (ver Tabla 1). Al tratarse de la figura referente de la institución, su imagen era un asunto de autoridad. Para explicar estas expectativas sobre su figura, así como su jerarquía, hemos optado por presentar el expediente judicial formado a partir de la petición de algunos alumnos con relación a la destitución del regente Jacobo Ramírez, en 1884. Los alumnos expusieron al gobernador su petición en los siguientes argumentos:
La juventud nicolaita […] tiempo hace que nota, un vacío un malestar que la persigue y que se opone como un obstáculo para el progreso del estudio y de consiguiente el de la ciencia […] En el Colegio reina el mayor disgusto […] todos desean una garantía que asegure la tranquilidad tan necesaria para el estudio […] no procedemos con otras miras que las justas, no somos afectos a introducir el desorden […] los mismos hechos nos precipitan [a implorar] su protección. [El regente] se opone a la marcha de la juventud […] pues no ha sabido coactarse [sic] las simpatías de sus alumnos, tanto por la falta de medios, como por las miras que lo llevaron a desempeñar el puesto que ocupa. De todos los nicolaitas es sabido que este Señor más que el amor al adelanto, lo ha guiado la mira de reparar errores pasados.28
Siguiendo el argumento, para un grupo de nicolaitas, Ramírez había traicionado sus ideales liberales: la libertad de pensamiento, la tolerancia de creencias y la fe en la prensa como medio para combatir la tiranía; y ahora los veía como errores. Aquí, es interesante observar que cuando se trata de las autoridades, además de las cualidades académicas y morales, se alude también a ciertos rasgos personales.29 Pues, como puede leerse, los alumnos argumentaron también una suerte de antipatía por parte del regente. Por su parte, para el Gobierno, los jóvenes habían mostrado una conducta inconveniente y representaba “una verdadera falta de subordinación y de respeto a ese Establecimiento, a la Regencia y al Gobierno”.30
Después de estudiar el caso, el Ejecutivo encontró infundadas las apreciaciones de los firmantes, arguyendo que la buena conducción del regente era conocida por el Gobierno, profesores y sinodales. Así, sus meritorios servicios a la sociedad se hacían presentes por medio de la función que como regente desempeñaba, ratificándolo en el cargo. En cuanto a los alumnos, se resolvió que fuesen expulsados, con base en el artículo 92 del reglamento de 1880, en el que expresamente se apuntaba la insubordinación grave como motivo de expulsión. Este artículo resulta por demás ilustrativo de al menos dos nociones y representaciones del plantel. Por un lado, la exigencia académica, y por otro, la del orden. No obstante, después de varios alegatos y disculpas ofrecidas por muchos de los alumnos involucrados y por sus padres, se reconsideró su estancia en el Colegio bajo la condición de guardar “las consideraciones y los respetos y miramientos que el señor Licenciado Ramírez justamente se merece y que a un superior están obligados a tener jóvenes que reciben tanto en el hogar doméstico como en el plantel mencionado, los más finos ejemplos de urbanidad y educación”.31 Lo cierto es, decía la Junta del Colegio, “que para ricos y para pobres, la pena de expulsión lleva consigo un estigma de vilipendia y de vergüenza que impreso en la frente del penado se señala por todas partes a la sospecha, a la desconfianza, al desvío y hasta al desprecio de la gente honrada”.32 Para evitar esta situación, se aceptó el arrepentimiento y reincorporación de los jóvenes.
En el juicio se enfatizan los valores morales, tanto positivos como negativos. Por un lado, se resaltan todas las cualidades morales y el comportamiento sin mancha representado por la figura del regente, y por el otro, los defectos morales representados por los alumnos. Lo interesante es mencionar que, en la presentación y resolución del juicio, además de las funciones, digamos de la parte más institucional, se alude también a los valores morales personales. Claro ejemplo de cómo ambas instancias, el espacio personal y el público, se imbricaban constantemente.
LA FIGURA DE LOS CATEDRÁTICOS
Los catedráticos cumplían varios roles sociales. Eran un referente de conocimiento, de conducta y de moral. En ellos, “la formalidad actuaba como un regulador de la figura de los profesores hacia la sociedad, pero también como un elemento simbólico de autoafirmación”.33 Además, tenían una gran responsabilidad en sus manos. Como menciona Lourdes Herrera, “debían de estar advertidos de que la sociedad ha depositado en ellos, con toda confianza, la porción más apreciable de la juventud y que, por lo mismo, tenían el deber de procurar asociar en sus educandos la sana moral y las buenas maneras”.34 Por ello, cuando en 1873 llegó a oídos de la regencia que uno de los catedráticos del plantel descalificaba la moralidad del Colegio, se formó un expediente judicial cuestionando la manera de conducirse del catedrático e incluso su lealtad a la institución.
El 6 de enero 1873, se siguió un juicio al catedrático de etimología latina, el licenciado Zeferino Páramo, por desaconsejar al señor Don Albino Pérez del propósito de inscribir a sus hijos en el Colegio de San Nicolás, pues argüía que ni la instrucción ni la moralidad eran las deseables de un establecimiento como ese. Pascual Ortiz de Ayala, regente del Colegio, pidió integrar informes entre los profesores involucrados: Cayetano Silva y Gerardo Chávez. Chávez mencionó que cuando llegó a una fonda de la ciudad, Silva conversaba con el señor Albino Pérez, quién decía a Silva que,
[…] dos jóvenes que estaban presentes iban a seguir su carrera literaria y que si bien pretendía y había sido su intención ponerlos en el Colegio de San Nicolás había cambiado ya de parecer en virtud de que había recibido malos informes del referido Colegio […] que en [él] se toleraban muchas cosas que perjudicaban a la juventud.35
En el relato de Chávez, el catedrático Silva desmintió tal opinión. Por su parte, Silva dijo que al intentar persuadir al señor Pérez de los malos comentarios, Pérez le contestó que eran de peso, puesto que venían de un catedrático del propio Colegio quien “se expresaba mal de este y además sabía que a sus hijos los tenía en el Seminario por lo que aseguraba que aquél tendría fundados motivos”.36 Además, Silva refiere que varios presentes escucharon la conversación y que algunos, como Ramón Loza, tomaron partido defendiendo a San Nicolás. Fue este tercero quién finalmente develó las razones que le confesó el señor Pérez. Según informes del profesor Zeferino Páramo, en el Colegio se permitía que los jóvenes bebieran, jugaran y se enamoraran.
En la carta que el profesor de etimología dirige al regente del Colegio, señala que no le sorprendían las calumnias, sino el hecho de que eso hubiere dado lugar a la formación de un expediente judicial. Al señalar su compromiso con el Estado, apelaba a sus 24 años de experiencia en distintos cargos, siendo que jamás había recibido tachadura alguna por la instancia jurídica en que se hubiera puesto en duda su conducta, pues,
[…] siempre he procurado llevar mis deberes, correspondiendo a la confianza que se ha depositado en mí y jamás he dado lugar a la más leve censura […] Cinco años hace que sirvo al Colegio y me conoce tiempo há y está al tanto de mi conducta pública y privada y francamente Señor Regente, me siento lastimado con solo el hecho de que se haya dado asenso al testimonio de tres personas de oídas a otra que ni han declarado ante Usted, ni Usted conoce.37
Lo que nos gustaría resaltar de la comunicación es que, para defender su causa, Páramo llama la atención sobre la reputación que le precede como hombre público, pero también como persona, que es, justamente, lo que parece haberle herido, pues pese a que el regente lo conoce y sabe de su desempeño, cuestiona su compromiso con el plantel.
De un estudiante de San Nicolás y de sus empleados, sobre todo de la cabeza y catedráticos, se esperaba moralidad y buena urbanidad. Por ello, no resulta exagerada la preocupación por los supuestos comentarios vertidos por Zeferino Páramo. Se trataba, ante todo, de un asunto de confianza. Si la institución no contaba con las bases necesarias como para que sus profesores inscribieran a sus propios hijos al Colegio, ¿cómo podría otro padre de familia depositar su confianza en el personal de San Nicolás para guiar la educación de su hijo?38
Otra llamada similar hacía el Arnero de Tío Juan en 1878. De acuerdo con la publicación, luego de que algunos estudiantes de San Nicolás se pusieran en huelga exigiendo la destitución de uno de sus profesores, las autoridades del plantel dejaron impune ese acto.
Eso de introducir la desmoralización en el establecimiento por quíteme allá esas pajas y sublevarse por tonterías de muchachos, no es honroso para sus autores no para el colegio donde, según parece, reciben mala educación. Buen cuidado tendrán los padres de familia, de no llevar a sus hijos a un colegio donde se desatiende tanto a la juventud, y lo peor, donde no se castigan sus descarríos.39
Lo que la publicación discute no es si los alumnos tenían o no razones para manifestarse, sino la forma de hacerlo, poniendo en entredicho la moralidad del Colegio al alentar prácticas subversivas. Los reglamentos escolares, como aluden Ochoa y Diez, pueden ser entendidos como vehículos de transmisión de valores y “concretan además la concepción o los supuestos acerca de los alumnos y alumnas y de la disciplina dentro de la escuela”.40 Por esta razón, mantener una imagen acorde a esta expectativa era indispensable, pues al cuestionar dichos supuestos se cuestionaba también la pertinencia del Colegio.
LA FIGURA DE LOS ALUMNOS
De acuerdo con Linares, “asumir el papel de alumno significaba dejar de lado un conjunto de formas de proceder, de hablar, de vincularse, y asumir otras formas propias de esa condición”.41 En ello, los reglamentos jugaron un papel preponderante al indicar a cada uno sus obligaciones, su forma de hablar y de actuar, su forma de conducirse ante determinadas personas y situaciones, pues en ellos se plasmaron también los ideales de la época. En este sentido, hay dos aspectos fundamentales que dan cuenta del cambio de una educación más individualizada a una que propugna la colectividad. Por un lado, se establece una relación directa con el profesor, y por otro, dicha relación se establece también con la institución.42 Para el caso del Colegio, esta relación puede advertirse si consideramos la jerarquía interna del establecimiento, véase el Gráfico 1, donde el superior inmediato del alumno es el catedrático, pero aún más, es el referente del saber. Lo segundo queda evidenciado a partir de los distintos rituales académicos, prácticas y dinámicas que posibilitaron un sentido de comunidad e identidad. Piénsese, por ejemplo, en la vestimenta de los alumnos de San Nicolás, la presencia de símbolos, las normas que regulan las prácticas y relaciones sociales, debiendo “guardar aún fuera del establecimiento las consideraciones debidas a los superiores de la casa”.43 El reglamento de 1856 señalaba que todos los alumnos, tanto internos como externos (recordemos que el internado fue suprimido hacia el año de 1875):
[…] reconocerán por sus superiores al regente, vice, maestro de aposentos, capellán, profesores y a sus respectivos presidentes, guardándoles las consideraciones debidas y tratándolos con la urbanidad y decencia de jóvenes bien educados: los obedecerán prontamente […] y si algo tienen que presentar, lo harán después de haber obedecido, exponiendo sus razones con la moderación debida: manifestarán su buena educación, tratándose mutuamente con urbanidad y decencia, sin deslizarse en palabras ni modales impropios de una buena crianza, persuadiéndose que la familiaridad que debe reinar entre compañeros, no se opone a la atención y decoro que debe caracterizar el trato de un joven bien educado: no se tendrán jamás llanezas con sus inferiores ni tampoco los tratarán con altivez y aspereza, sino de modo que a su mismo tiempo se concilien su respeto y estimación.44
Como se advierte, la idea de regular el carácter alude a una contención de las emociones, pues “toda desmesura es moralmente condenable”.45 Otro ejemplo lo tenemos en el artículo 100 del reglamento de 1880, aunque también presente en el de 1846 y 1856, que dice a la letra:
Cuando enfermare de gravedad alguno de los superiores del Establecimiento, el regente, o si este fuere el enfermo, el catedrático que haga las veces nombrará una o dos personas para que lo visiten y se informen de las necesidades, a fin de proporcionarle los auxilios que se pudieren. Si falleciera, asistirán a los funerales los demás superiores, así como los alumnos, cesando en ese día los trabajos literarios.46
O el artículo 101, que señala que “en caso de fallecimiento de algún alumno, el catedrático respectivo dispondrá que asistan a su inhumación los demás alumnos de la cátedra”.47 Todos ellos encaminados a un autorreconocimiento como parte de y a la identificación de los pares, a propiciar un sentimiento de comunidad. Dándose a la vez un doble proceso, de diferenciación e identificación y a la vez.
El artículo 54 del reglamento de 1856 es claro ejemplo de lo que intentamos mostrar, pues señalaba que en todos los espacios del Colegio debían entrar y salir “con orden y regularidad, observando en ellos la quietud, atención y moderación correspondiente y cuando salgan a la calle se conducirán igualmente con la debida decencia”.48 La imagen que debían dar fuera del establecimiento era un asunto sobre el que los reglamentos llamaron la atención. Es el caso del artículo 12 del reglamento de 1880 que señala que en caso de que los profesores dieran cátedra fuera del establecimiento, previa autorización directamente del Gobierno, serían vigilados por el regente.49 Los alumnos debían conducirse en las clases con moderación y decencia, además de presentarse aseados. El ya citado manual de Carreño menciona en su apartado sobre cómo conducirse en las casas de educación, que era necesario observar “una conducta circunspecta, sin levantar jamás en ella la voz, sin entregarnos a otros pasatiempos que los que nos sean expresamente permitidos, y sin incurrir, en suma, en ninguna falta que pueda hacer recaer sobre nosotros la fea nota de irrespetuosos y descorteses”.50
En un informe rendido por el vice regente de San Nicolás en 1847, y del que se hablará en el siguiente apartado, este decía al señalar las medidas que tomaba antes de salir del plantel para dar sus paseos cotidianos, que dejaba de encargado del Colegio “al cursante jurista don Atenójenes Álvarez, joven muy recomendable por su aplicación y modelo perfecto de todas las virtudes civiles y religiosas”.51 Dando así un ejemplo de las expectativas en las prácticas de un alumno nicolaita.
LA PRESENCIA SOCIAL. EXPECTATIVAS DE CONDUCTA Y PRÁCTICAS COTIDIANAS
El comportamiento público, era una representación del orden interno del Colegio y de las aspiraciones sociales de comportamiento. Por ello, lo que era considerado como una falta, fue muchas veces duramente cuestionado en el espacio social, tal como veremos en algunas comunicaciones.
Por ejemplo, en 1847, recién abierto el Colegio, la Junta Subdirectora de Estudios solicitó al vice regente contestar a una serie de cargos y faltas.52 Si bien las quejas aluden a algunos alumnos, en el informe rendido puede percibirse que lo que se cuestiona es la figura del vice regente, pues se infiere que dichas situaciones se ocasionaron por faltar a sus funciones. Seis eran los cargos que se le imputaban: que los estudiantes paseaban por la azotea del plantel incomodando a los vecinos, que las puertas del Colegio se mantenían abiertas después de las 10.30 de la noche, las frecuentes salidas de su persona, el descuido de este durante las distribuciones de la mañana en el plantel, la asistencia de algunos alumnos a las casas de juego y la salida sin uniforme de algunos colegiales. El personaje en cuestión, Anselmo Argueta, redactó un informe detallado en el que uno a uno explicó los puntos que se le cuestionaban.53
Lo interesante de esta comunicación es que permite identificar las expectativas de comportamiento, que como veremos, en más de algún caso llegaron a chocar con la realidad. Respecto al primer punto, Argueta intenta demostrar que tales faltas no eran cotidianas y que mucho menos se trataba de una desatención de su parte, sino que, por el contrario, en el cumplimiento, justamente, de sus varias funciones y obligaciones, no había podido prever los acontecimientos. Es de resaltar que en repetidas ocasiones señala que su superior ya sabía del mal comportamiento del niño en cuestión como intentando mostrar que, siguiendo la jerarquía para atender esos asuntos y en cumplimiento de sus funciones (ver Gráfico 1), ya había dado los respectivos avisos. Finalmente arguye:
¿De que el niño Villegas haya falseado la puerta de la azotea se infiere, señor, que yo no cuidé del Colegio? ¿Podría yo ver lo que hacía este niño, estando él en su reclusión y yo en mi cuarto? ¿De que los niños Sotos y Parras hayan hecho lo que referí, se infiere que yo no cumpla con mis obligaciones? Creo que no, señor, porque para impedir esto, habría sido necesario que yo me hubiera hallado custodiando de pie la puerta primera que abrieron ¿De que el señor Patiño se haya pasado a otra azotea a saludar a su hermana, se deduce que yo sea culpable, cuando me quedé con los otros niños, y cuando los que subieron tenían a su favor la presunción de un buen manejo tanto por su edad como por la jerarquía de la cátedra que cursan? ¿Podría yo haber hecho otra cosa que reprender y castigar?54
Con respecto al segundo punto, Argueta argumenta que si bien es cierto que antes de la orden de que se cerrase el establecimiento a la hora señalada muchas veces se cerraban sus puertas después de ella, una vez recibida la orden se cumplió con puntualidad. Hay que añadir que Argueta pide que se cuestione al resto de los empleados del plantel, quienes pueden secundar su declaración, pues al compartir el mismo espacio, conocen las prácticas y las distribuciones del día. Así mismo apunta: “Está bien, señor, que se combatan y ataquen a las personas y a los establecimientos […] pero que se ataquen de un modo noble, que se ataquen con las armas de la verdad, y no con suposiciones gratuitas, con mentiras groseras y calumnias injuriosas”.55 Lo que puede inferirse de esta explicación es la conciencia de que el comportamiento de la institución, y de sus miembros, está bajo observación y juicio público, que hay una expectativa de conducta. Sin embargo, considera injurioso el que ese juicio se emita con ligereza.
Al tercer punto, que atañe de manera más explícita a su persona, Argueta se defiende expresando con claridad los horarios en que sale del Colegio y las medidas que toma para poder hacerlo. De acuerdo con lo que menciona, su tiempo de salida no excedía las tres horas diarias y las distribuía en distintos momentos del día. Lo más interesante sobre su explicación es que no solo apela al propio reglamento para decir que en él no se le prohíben las salidas, sino que también justifica su práctica aludiendo a lo que considera una práctica común y aceptada en otros establecimientos literarios y, añade que “ni en el Seminario, en que son más rígidos y en que hay vice y maestro de aposentos, se prohíbe nombrar algunos celadores de entre los mismos colegiales, quienes hacen las veces de aquellos cuando faltan”.56 Lo que podemos añadir es que parece que Argueta admite que existía un control mucho más estricto sobre las prácticas, y quizás sobre las normas, en otros establecimientos, en especial en el Seminario. Como veremos, no será la única referencia a esta institución que hará a lo largo de su informe.
Con respecto al punto número cuatro, simplemente responde que ya era del conocimiento de su superior que el frío agravaba una afección de salud suya que le imposibilitaba atender sus deberes muy temprano por la mañana, encargándose de ello el citado alumno Álvarez que hacía las veces de vice regente.
Cuando le imputan que algunos alumnos concurren a las casas de sociedad y al villar, Argueta alude que lo ha prohibido reiteradamente a todos los alumnos en general y a los alumnos Caballero y Nava en particular y que puede preguntarles a los alumnos para validarlo. Y vuelve a preguntarse si acaso “¿Puedo yo hacer otra cosa que mandar y castigar al que quebranta el mandamiento?”,57 tal como lo hizo en la defensa del primer cargo imputado. Esto nos permite sugerir que los castigos de aislamiento, la reprimenda y la recomendación no parecen haber disuadido del todo a los alumnos más inquietos. Este es un buen ejemplo para advertir que, dada la jerarquía disciplinaria del plantel, el vice regente quizás habría podido pensar que la corrección de tales faltas y alguna medida más fuerte, como la suspensión o la expulsión, no estaban del todo dentro de sus atribuciones.
El último cuestionamiento que se le hace es el de que los alumnos solían andar fuera del Colegio sin uniformes, a lo que el vice regente contesta que lo han hecho en algunas ocasiones con causas justificadas, y en alguna de ellas incluso ha sido el superior quien ha otorgado el permiso. Por ejemplo, cuando menciona que cuando “pidió el señor Patiño licencia de salir de capa para ir a ver a unos paisanos suyos, licencia que yo negué por no parecerme buena la causa […] fue concedida por Vuestra Superioridad, recordando este hecho, para que se vea que no soy tan liberal en la concesión de estas salidas”.58 Así mismo, aduce que de ver salido con uniforme en cada una de estas ocasiones, “llamarían mucho la atención del público pues que las salidas eran en días de trabajo”.59 Ante este comentario podemos sugerir que, por tratarse de asuntos personales y delicados, era mejor que acudiesen solos y sin representar al Colegio, lo que habrían hecho desde luego si hubiesen portado el uniforme. Al mismo tiempo, parece que el vice regente quisiera evitarse un conflicto posterior, tal cual ocurrió, al cuestionarle por qué los alumnos andaban fuera en grupos cuando debían estar en clase. Podemos notar que Argueta justifica su actuar mediante una actitud precavida. Finalmente, este concluye su contestación de la manera siguiente:
Ha sido tan grande la sorpresa que me ha causado la nota que Vuestra Superioridad me transcribe, tan acres los reproches que en ella se me hacen y tan crítica mi situación que no he podio menos que hacer una relación bastante prolija de todo lo relativo a los puntos que envuelve la nota de la Dirección. […] mi reputación ultrajada y mi honor ofendido harán que no se me tache de difuso, y que se me oiga con benignidad. […] las razones que he vertido en mi defensa me parecen tan fuertes […] que creo que los enemigos que tengo desde que hice la profesión pública y solemne de mi fe política se avergonzarán de juzgar con ligereza y de calumniar groseramente.
Argueta pide a la Junta, que se considere un cambio de puesto y se le remueva del cargo añadiendo que “el grandísimo interés que tanto U.S. como la muy Ilustre Junta tienen en el buen nombre y prosperidad de este establecimiento, me hacen confiar que se examinará con detención mi carácter y el de dicho señor catedrático, para que se vea de qué modo resulta más bien servido este Colegio”.60 No se encontró la contestación a este informe, sin embargo, al parecer su petición de remoción fue aceptada, pues al año siguiente, en 1848, aparece ya como catedrático de etimología latina.61
Discursivamente, las referencias al buen nombre y reputación, tanto de los nicolaitas como del Colegio, fueron una preocupación constante, tanto así que el propio increpado reconoce la necesidad de que la decisión que se tome se dirija a ese propósito.
CONCLUSIONES
Las normativas internas también marcaron pautas en las formas de relacionarse y desenvolverse en el entorno social, estableciendo así un vínculo entre la vida escolar y la vida social. Esas formas de relacionarse con el otro al interior del Colegio, se pretendía que fueran comportamientos que se replicaran en el exterior, pues la preocupación por el buen nombre del establecimiento, a partir del propio de sus miembros, fue una constante.
Con ello pretendemos señalar que las expectativas influenciaron la forma en que el Colegio era percibido por la sociedad, construyendo ciertas representaciones vinculadas con la instrucción y urbanidad, pero también con la herencia histórica y moral del plantel, con su lugar social. Estas representaciones (mentales), como las pensaría Bourdieu, son “donde los agentes colocan sus intereses y sus presupuestos”.62
Intentamos mostrar que los reglamentos articularon pautas dobles de comportamiento, por un lado, entre pares, y por otro, con la sociedad. Desde luego, habría que señalar que los reglamentos, al igual que otro tipo de documentación, son producto de su tiempo. De modo que si bien son muestras de las conductas y dinámicas deseables dentro de la institución son, al mismo tiempo, reflejo de las idealizaciones de comportamiento producto de las circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales de la época. Es decir, que ambas instancias se imbricaron constantemente. Como se vio en algunos de los documentos analizados, ante el cuestionamiento del comportamiento, se apeló a la práctica común para respaldar acciones individuales y/o colectivas. Este paralelismo para validar determinadas acciones nos permite, a la vez, reparar en las representaciones sociales que sobre determinadas instituciones se construyeron y reprodujeron en diversos niveles de lo cotidiano.
En síntesis, quisimos insistir, en uno de los planteamientos de Dominique Julia con relación al estudio de la cultura escolar, aquél mediante el cual entiende “los textos normativos como indicadores de las prácticas”.63