INTRODUCCIÓN
En distintos ámbitos de Hispanoamérica, la imagen del indio albergando un odio criminal manifiesto en las “guerras de razas”, o de exterminio de blancos y mestizos, fue un artefacto propagandístico que movilizó los miedos interiorizados con fines de unidad étnica frente a la amenaza indígena. Así en Bolivia, el fugaz levantamiento de los aymaras en 1899 produjo la invención de una “guerra de razas” con el propósito de deslegitimar la participación de los indios en la esfera pública, perpetuar la tutela y evitar involucrarlos en los conflictos civiles de las fracciones hegemónicas.1 En el caso que nos ocupa, la rebelión indígena de Yucatán de 1847 ha sido tema de numerosos estudios que abordan, desde diferentes perspectivas, sus “orígenes” y narran el devenir durante su prolongada resistencia. Dichas causas han oscilado desde el odio guardado contra los blancos combinado con demandas fiscales,2 la expansión de la agricultura comercial y la privatización de los montes,3 o bien, se atribuye a los cambios e inestabilidad en la tradicional forma de gobierno indígena y sus privilegios debido al estatus de ciudadano.4
A pesar de las explicaciones variables de aquel conflicto con sus crueldades y asesinatos inhumanos entre las partes beligerantes, el neologismo “Guerra de Castas” ha tenido una amplia duración como concepto que encierra la experiencia histórica de la sublevación hasta su conclusión en 1901. En opinión de algunos escritores, los criollos la llamaron de ese modo porque incluso antes de que estallara la rebelión, vieron “una guerra de los indios contra los blancos y mestizos, una guerra de castas y así la bautizaron”.5 ¿Cómo llegaron los criollos a designarla con ese neologismo, cuando en los inicios del conflicto la representación más común fue la de una guerra entre “la civilización blanca y la barbarie indígena”?6 La perdurabilidad de la expresión “Guerra de Castas”, así como de su vocabulario conexo (raza, bárbaro y salvaje, entre otras), producen la ilusión de ser lo suficientemente inteligibles, que no requieren mayor análisis, como si sus significados también permanecieran inmutables, o lo suficientemente estables desde la Colonia.
El presente ensayo aborda la invención de la “Guerra de Castas” como un neologismo que supone la capacidad de elaborar discursos acerca de una realidad con sus significados, mitos y ficciones. Los productores de aquellos textos pertenecían a la clase cultural cercanos al poder o con intereses políticos, pero con intenciones de legitimar acciones al servicio del grupo dominante y con capacidad de penetrar en el tejido social, crear símbolos, prácticas y ritos.7 La invención no es un acto de ficción arbitrario, ya que selecciona y redimensiona eventos específicos como la matanza de Mohoza en Bolivia o, en Yucatán,8 los asesinatos de Tepich en julio de 1847 y los subsecuentes de la una de las guerras más cruentas del siglo XIX mexicano.
La hipótesis de trabajo propone que el surgimiento de la sublevación indígena en el escenario regional constituyó una crisis lo suficientemente profunda, capaz de poner en jaque toda expectativa de futuro significado bajo diferentes conceptos de mejoras o progreso. La civilización y el progreso parecen esfumarse ante la rebelión indígena, incluso la existencia social misma bajo los términos conocidos, abriendo una etapa de invenciones modificando conceptos preexistentes, creando neologismos y generando un nuevo lenguaje de dominio.9 En este contexto, el objetivo del presente ensayo consiste en analizar las invenciones elaboradas por distintos artífices, desde historiadores, periodistas, literatos y escritores en un largo periodo, con el propósito de imponer una visión de los acontecimientos y con diferentes fines, desde el inicio del conflicto bélico en 1847 hasta la elaboración de un discurso ultramontano en 1927.10
INVENTANDO UNA GUERRA DE EXTERMINIO
El 18 de julio de 1847, Miguel Gerónimo Rivero, dueño de la hacienda Acambalam, informó a Eulogio Rosado, jefe político de Valladolid, que entre los indios de su finca escuchó planes de “una gran conspiración contra la raza blanca”. Ese mismo día, Rosado también recibió de Antonio Rajón, juez de paz del pueblo de Tepich, la noticia de haber tomado una carta a Manuel Antonio Ay, cacique de Chichimilá, cuando se encontraba bebiendo aguardiente en su tienda. La misiva estaba firmada por Cecilio Chi,11 cacique de Tepich, consultando al anterior si era mejor su estrategia de “atracar a Tihosuco para que tengamos toda provisión”.12
Apenas recibió la carta decomisada al cacique, Rosado informó a Domingo Barret, gobernador del estado, que esas “noticias pueden ser exageradas”, pero no despreciables por las continuas maquinaciones de los indios y sus “cabecillas que los comprometen a tomar las armas para trastornar el sosiego público, entregarse al robo, al asesinato y a la desolación bajo el pretexto de reducir la contribución indígena a un real.”13 Para mover la sumaria, Rosado dijo saber de la existencia de una “conspiración contra el orden y la tranquilidad pública”, pero sin poder calcular “hasta dónde llevarán los bárbaros indios sus proyectos”, instruyendo al comandante local para descubrir y castigar “los abusos y frecuentes amenazas de la parte indígena contra los blancos” de ese distrito.14
En el proceso sumario, el cacique Ay confirmó que el levantamiento tenía el objetivo de reducir a un real la contribución indígena. Lo que se cuenta después es una conveniente “tradición” oral, de lo que predicó a su hijo confesando el estallido de una guerra “contra la raza blanca”. Pero la sentencia de muerte emitida por Rosado fue por estar “confeso y convicto […] de ser uno de los cabecillas de la insurrección de la clase indígena contra las presentes instituciones.”15 Y ¿cuáles eran estas? El gobierno de Barret y el orden establecido por el pronunciamiento neutralista de Campeche del 6 de diciembre de 1846, que derrocó a Miguel Barbachano, quien había restablecido la unión de Yucatán a México con miras a combatir a los invasores norteamericanos.16
Mientras Rosado dirigía la sumaria contra el cacique, Antonio Trujeque, vecino de Tihosuco, fracasaba en su misión de llevar a declarar tanto a Jacinto Pat, cacique de ese pueblo, como a Cecilio Chi, señalados de estar implicados en la rebelión indígena. Trujeque había sido miembro del partido centralista en Tihosuco y guardaba rencillas con aquellas autoridades indígenas, quienes habían apoyado a Barbachano.17 En efecto, la rebelión de los caciques, de acuerdo con la información de Rosado era “contra las instituciones” y de índole fiscal, no un alzamiento genocida, y se encontraba articulado al pronunciamiento de José Dolores Cetina,18 caudillo militar del exgobernador Barbachano, y asilado en Cuba. ¿Por qué la rebelión de Ay, Pat y Chi estallaría en julio de 1847 y no en otro momento? El levantamiento de Cetina con sus aliados indígenas, seducidos por la oferta de abolir sus contribuciones, fue programado en respuesta a las elecciones organizadas por Barret para designar nuevos poderes, a celebrarse el tercer domingo de julio, precisamente el día 18. Las votaciones legitimaron el pronunciamiento neutralista de Campeche y a su nuevo gobernador Santiago Méndez. Aunque la fecha prevista para el inicio de la rebelión fue establecida para el 15 de agosto, el hecho fue que se adelantó y se desarticuló al quedar descubierta.
El domingo 25 de julio, Ay fue fusilado; el 27 Cetina estalló su pronunciamiento en Tizimín;19 el 29 Trujeque pasó por las armas a cinco indígenas de Ekpedz, entre ellos al alcalde Justo Ic.20 De nuevo, las declaraciones divulgadas de cuatro de los cinco fusilados acerca de una guerra de exterminio racial son de muy dudosa certeza por la extrema coincidencia en los detalles,21 del mismo modo que la acusación de Rivero. Ya en la mira del gobierno, en la madrugada del 30 de julio de 1847, Chi encabezó la toma de Tepich atacando las casas de los vecinos blancos, mestizos y mulatos mientras dormían. En el asalto fueron masacrados hombres y mujeres, incluyendo la violación de algunas de ellas. Ese trágico episodio detonó la propaganda de la existencia de un levantamiento generalizado de exterminio de la población blanca y de los no indígenas.
Con cierta demora, el 5 de agosto, el gobernador provisional Barret publicó una proclama anunciando que el pronunciamiento de Cetina en favor de Barbachano, fue un distractor aprovechado por los indios de Tepich para dar el “grito de muerte contra los blancos”. Aquellos eran “unos bárbaros que sin sentimientos de piedad ni conocimiento de virtud alguna social, degüellan indistinta y brutalmente a hombres inermes y niños inocentes de la raza blanca.”22 Aunque ese lenguaje y su vocabulario fue un lugar común, la identificación del grupo en rebelión fue por lo menos escurridiza. En el juicio contra Francisco Uc, cacique del barrio de Santiago de Mérida, y sus “cómplices”, el fiscal Juan José Villanueva concluyó haber revelado el “proyecto exterminador de toda raza distinta de la indígena”,23 o sea, “contra las demás razas”.24
De acuerdo con la información hasta aquí expuesta, ¿se trató de una conspiración puramente indígena “contra los blancos”? El juego de las identidades coloniales y la abolición de esas etiquetas en el Yucatán independiente dificultan una respuesta contundente,25 sin embargo, existen indicios de la mayor trascendencia. Una de las revelaciones más significativas fue la participación de un hombre blanco en aquellas reuniones de caciques previas a la rebelión,26 y que se trataría de un intermediario de los jefes militares de Cetina. Incluso a principios de 1848, en la prensa se lanzaron diatribas en contra de “los indios sublevados y los blancos que los dirigen”27 y de los “no pocos blancos” adheridos a la “causa de los indios”.28 La presencia afrodescendiente fue importante también entre los rebeldes. El prófugo por sus crímenes, Bonifacio Novelo,29 mulato y de oficio carnicero de Valladolid, dotó de misticismo mariano a la insurrección,30 y el mulato Crescencio Poot fue líder cruzoob.
Algunos sectores políticos y periodísticos daban por hecho la participación de “blancos o vecinos” en la sublevación “indígena”, así como de mestizos, aunque fue más dificultoso visibilizar a los afrodescendientes. En 1851, el gobernador Barbachano estableció una comisión negociadora con instrucciones para lograr la pacificación “de los indios sublevados”. Pero esa designación era ambigua ya que los acuerdos comprendía a otros grupos étnicos, así el artículo primero establecía: “Que se pongan todos los indios sublevados y los de las demás clases que se hallan entre ellos con todas sus armas a disposición del gobierno […]”.31 Más aún, el artículo noveno extendía las mismas garantías otorgadas a los indígenas, a todos los “blancos o vecinos que hayan tomado parte en la sublevación y existan actualmente entre los indios sustraídos de la obediencia del gobierno”, por lo que podrían “con entera libertad volver a radicarse en sus antiguos pueblos”.32
Pero en aquellos momentos críticos de 1847, con las deserciones de “no pocos blancos” militares para unirse a los indios ya que “estaban por la causa o partido” de Barbachano, algunos articulistas no alcanzaban a imponer la idea de la existencia de una guerra “de exterminio de todas las demás razas”,33 y que no se trataba de otra cosa.34 La finalidad de fijar el levantamiento como una “guerra de razas” obedecía a la urgencia del gobierno de Barret por legitimar el neutralismo y de “callar el grito de las facciones”,35 es decir, forzar la unión de las fracciones blancas, explotando el miedo al exterminio y mantener la imagen de tranquilidad civil. Condición impuesta por los Estados Unidos para negociar la neutralidad de Yucatán durante la invasión a México y su situación en la posguerra. Bajo ese imperativo, el gobierno de Barret propagó la existencia de una “conflagración general” de la raza indígena.
Esa finalidad política impuso eliminar los términos “revolución” y pronunciamiento del vocabulario público ya que evidenciaban la guerra civil. Así que, en vez reconocer un frente opositor multiétnico, la publicidad oficial y oficialista se desgarró en persuadir la existencia de una guerra generalizada de exterminio en contra de las “otras razas”. Solo así se podría explicar la nota extraña publicada por el periódico oficial El Siglo Diez y Nueve donde relataba que el 7 de agosto, las tropas oficiales habían atacado el pueblo de Tepich, donde se encontraban atrincherados entre 400 y 500 “indios de los que se han sublevado, jurando el exterminio de las otras castas” (negritas mías), justificando la represión ahí ocurrida como estrategia del terror para contener a “esos bárbaros semi-salvajes”.36 Ese fue uno de los primeros usos del anacrónico término “casta”, que estudiaremos más adelante.
¿De qué forma las autoridades judiciales arrancaron las confesiones a los caciques y principales apresados? El proceso y ejecución de “Pancho” Uc generó más dudas que certeza en los cargos imputados a un hombre enriquecido por el comercio, “querido y distinguido por los blancos”.37 En otro caso, Feliciano Pech, cacique de Ixil, declaró haber recibido una carta de manos de un desconocido, firmada por una persona de Chikindzonot, invitándole a levantar a los indígenas “para matar a los vecinos” el 15 de agosto. Esa confesión poco clara y vaga fue conseguida bajo el terror infundido por las golpizas a las que estaban siendo sometidos los procesados.38 Alejandro Dzab, viejo cacique de Tixpehual, fue apresado cuando se encontraba con el alcalde Francisco Bastarrachea acordando la forma en que recibirían a las tropas del gobierno. En las cárceles de Tixkokob fue testigo de los azotes, los lamentos y el “lago de sangre” formado por la indígena derramada. Por orden del alcalde Antonio Moguel, a la una de la mañana, Dzab fue sometido a tortura: “le suspendieron por las orejas, le colgaron de un hamaquero, le ataron las manos”, y recibió 25 latigazos; después lo volvieron a interrogar, pero sin nada qué declarar, volvieron los azotes sin recibir protección de sus conocidos: el propio alcalde y el cura del pueblo.39
Los editores de El Amigo del Pueblo cuestionaron el alcance del término “conflagración general” de “la clase indígena”, sin negar la rebelión de una fracción de aquella “clase” y sus “bárbaras tendencias”. De hecho, las denuncias de los propios hidalgos y caciques conducidos a las prisiones de Campeche,40 abrieron la posibilidad de que todas las imputaciones no eran más que “cierta charlatanería impertinente, que nunca ha faltado entre los indios”,
[…] pero ahora parece que algunos ven un conspirador en cada indio borracho: un alzado en cada meyah [trabajo] que dijo una sandez a su mayoral, y de otros hechos comunes e insignificantes se saca por consecuencia inexacta la sublevación general […]. ¿Y las circulares [cartas]? ¿Posible es que de tantas que se han expedido y esparcido por todo el país no se hubiese logrado aprehender alguna?41
BÁRBAROS Y SALVAJES: LOS REBELDES IMAGINADOS
Desde inicios de la rebelión indígena, en el lenguaje movilizado destaca la representación de una guerra de indios bárbaros o semi-salvajes en contra de la civilización. ¿Cuáles eran los alcances semánticos de aquellos conceptos usados para imaginar a los protagonistas? A principios del siglo XVII, el Tesoro de la lengua de Covarrubias establece tres connotaciones de largo alcance: 1) “a todos los que hablan con tosquedad, y grosería, llamamos bárbaros: y a los que son ignorantes sin letras”, 2) “a los de malas costumbres, y mal morigerados, a los esquivos que no admiten comunicación de los demás hombres de razón, que viven sin ella, llevados de sus apetitos” y 3) “a los que son despiadados, y crueles”.42
A principios del siglo XVIII, el Diccionario de autoridades confirmó las nociones de Covarrubias, con un nuevo concepto de incultura a la que se pueden agrupar las dos primeras,43 como “modo de vivir” sin policía y tosquedad. En el primer caso se asocia al término salvaje, “sin cultivo”, pero en vez de rústico, se usa silvestre quien vive o se ha criado en los bosques o selvas entre los animales “enteramente desnudo” o vestido con algunas pieles, barbado y cabellos largos; con un uso despreciativo o despectivo para referirse a necio, terco, zafio o tonto.44 El concepto de bárbaro —inculto— no parece denotar una etapa de evolución de la sociedad, ni siquiera aparece el término civilización como etapa superior, sino de diferenciación de comportamiento social. Así, por civil se entendía lo que tocaba a la ciudad, y a las cualidades de sociable, urbano (urbanidad), cortés y político, virtudes propias del ciudadano.45 Por lo antes expuesto, el indio no es contramodelo de civil(izado); el bárbaro o salvaje distinguía un “modo de vida” tosco, inculto y huraño en el trato con los otros, en particular respecto a los blancos.
En los años previos al estallido del conflicto étnico, la intelectualidad criolla tenía una opinión crítica hacia la teoría de Robertson sobre la “incapacidad” de los indios americanos para “formar ideas generales y abstractas”, toda vez que establecían “alguna [relación] de sociedad”.46 El estado salvaje o estado de naturaleza era entendido como un mundo sin capacidad de discurso y reflexión, es decir sin razón. De manera que, si en el planeta existían naciones salvajes y otras separadas de las civilizadas por accidentes geográficos, las diferencias consistían en el color de la piel, y la “porción más o menos perfecta de sus miembros (individuos)” por efectos del medio ambiente, la calidad de los alimentos, y el “modo de vivir”, pero todas como especie humana poseían las mismas facultades intelectuales.47
El eurocentrismo del concepto de civilización impedía mirar otras realidades como las hispanoamericanas.48 Sin embargo, los intelectuales yucatecos reprodujeron esos prejuicios en su propio entorno. La dicotomía cercanía/lejanía fue un marcador para explicar los grados de civilización entre los mayas coetáneos; de ese modo, los criollos podían formular la idea de que “el roce” de los indígenas con “los blancos [de las ciudades] los ha civilizado en alguna manera”; pero fuera de esos espacios de contacto, “es seguro encontrarles en la misma brutalidad que los halló el Adelantado Montejo”.49 En particular, Juan José Hernández advertía que en la región oriental de Yucatán podían encontrarse gentes con signos de la dominación española, pelo hasta las orejas, conocido como melena, y uso del uit. 50
De los distintos modos de vivir de los pueblos indígenas, los cazadores eran considerados “verdaderos salvajes” por su aislamiento “de toda sociedad, aún de la de sus hijos, que no falta ni a los brutos”.51 El indio “enemigo natural de la sociedad” estaba dado por el aislamiento y la autosuficiencia,52 que impedían “mejorar su condición” y los convertía en “enemigos de la sociedad”. A diferencia del fusil, arma del cazador, el hacha y el machete eran valorados como instrumentos del agricultor, un modo de existencia de “hombres más sociables” y costumbres dulcificadas: “El paso de la caza al de la agricultura, es ya un paso dado para la civilización.”53 En este caso encontramos la idea de progreso en el paso de las sociedades cazadoras a las sedentarias agrícolas, caracterizadas por ser sociables y abandonar la belicosidad. Por lo anterior, los discursos agónicos de los blancos demandaban restringir la adquisición y uso de las armas de fuego entre la población indígena, dejándoles el hacha y el machete. Pero en otro sentido, la publicidad y la literatura de la guerra resignificaron esas herramientas de trabajo agrícola como símbolos unívocos del indio sanguinario.
Pues bien, una de las primeras notas periodísticas sobre la sublevación de 1847 establecía con precisión que la guerra era sostenida en contra de “esos bárbaros semi-salvajes, por sus hechos sangrientos, que “horrorizan la humanidad entera”.54 Pero ese concepto era problemático ya que no etiquetaba exclusivamente a los indios rebeldes. Las voces en favor de los “sagrados” “derechos de la humanidad” exigían garantizar procesos judiciales imparciales y proceder con circunspección sin atentar “la inocencia”.55 De otro modo, como estaba ocurriendo, calificar de bárbaros exclusivamente a los rebeldes era cuestionable: ya que, la represión de los blancos, los dudosos juicios sumarios de los indígenas y los atropellos cometidos en contra de sus bienes, “mujeres e hijas”, obligaban a redirigir el concepto de barbarie hacia los blancos: “¿cómo se llama esto? ¿No tiene algo de la barbaridad que les echamos a ellos en cara?”56
Esas denuncias fueron opacadas por los llamados de aniquilación de los bárbaros, acompañados de sensacionalistas descripciones privadas como la de Manuel Meza Vales, cura de Kancabchén, apresado por una partida de rebeldes a principio de 1848.57 Durante su cautiverio dijo haber encontrado entre sus captores “la maldad posesionada en su corazón [por] aquellos espectáculos de muerte, aquellos asesinatos cometidos en el blanco”.58 La invención del indio bárbaro, que en la guerra no se regía por el derecho de gentes de las naciones civilizadas,59 sirvió para justificar que los “soldados de la civilización” mataran con crueldad, fusilaran en el acto, respetando solo a mujeres y niños, aterrorizaran con incendios y aplicaran la Ley del Talión.60 Estos actos constituían la barbarie de los civilizados blancos.
El uso de bárbaro destinado a trazar la otredad a partir del ejercicio de una “superioridad de raza” fue claramente expuesto en 1849 por Justo Sierra O’Reilly,61 cuando describió el desplazamiento de su uso entre griegos y romanos para designar a los extranjeros; en otra época, los hunos, godos y lombardos en su paso conquistador creyeron dominar a “razas viles y degradadas”, finalmente, en su momento, también los ingleses así trataron a los pueblos de la India.62 Pero la aplicación etnográfica del término bárbaro, con el propósito de caracterizar a los grupos indígenas de la frontera norte de México, semi-nómadas y cazadores, problematizó su uso para describir a los campesinos mayas. El Fénix fue el primero en enfrentar ese equívoco, no por un aspecto de purismo idiomático,63 sino por lo que implicaba el peligro que correría una minoría blanca a merced de una mayoría fuera del control poseída de odio compartido. Años más tarde, en 1873 los diputados yucatecos en el Congreso de la Unión tuvieron que insistir en la diferencia del indígena de la “guerra de castas” respecto a las “hordas” del norte del territorio nacional, que cometieron “actos verdaderamente salvajes”.64
EL NEOLOGISMO “GUERRA DE CASTAS”
El levantamiento pluriétnico del Oriente y Sur de la península de Yucatán en julio de 1847 fue un fenómeno adjetivado como guerra de exterminio, guerra de razas y guerra de bárbaros. Durante la escalada indígena, los periódicos establecieron columnas o notas informativas denominadas “Bárbaros”, como la de El Amigo del Pueblo, la Revista Yucateca y La Unión, o en su caso, El Fénix contó con la “Guerra de los bárbaros” o “Guerra contra los bárbaros”. Pero el neologismo “Guerra de Castas”, como representación de los res gestae, tuvo un origen foráneo. Este apareció en un opúsculo publicado en los Estados Unidos y reproducido en El Fénix de Sierra en noviembre de 1849, con la función de conceptualizar el conflicto bélico “entre la raza española que llevó a aquel país [México] la civilización y el cristianismo, y la raza india, cuya propensión a la idolatría y a la barbarie es irresistible.”65 ¿Cómo se extendió y popularizó su uso sobre otros?
Iniciamos explorando los periódicos como medios de creación ideológica, mediante la difusión de noticias, editoriales y otras contribuciones de mayor calado. En 1848 Tomás Aznar Barbachano en sus “Consideraciones sobre el alzamiento de los indios”, propuso como “causa primordial del alzamiento” la heterogeneidad de razas, en consecuencia, existían dos alternativas para destruir esa causa: la mezcla voluntaria o, en caso de resistencia, y como último recurso “hacer desaparecer de la tierra esa raza maldita que no sabe más que vegetar y destruir, o lo que es menos duro, hacerle doblar la cerviz bajo la coyunda de la esclavitud”.66
En noviembre de 1848, Sierra empezó a publicar sus “Consideraciones sobre el origen, causas y tendencias de la sublevación de los indígenas, sus probables resultados y su posible remedio”,67 con el propósito de sustentar que la sublevación de 1847 no tuvo origen y objetivo políticos, sino el de exterminar a la raza blanca. Como miembro destacado de la fracción neutralista y su emisario cerca del norteamericano para negociar la neutralidad y posteriormente la anexión de Yucatán a los Estados Unidos, requería hacer descansar el origen del levantamiento en el odio del indio hacia el blanco y la fatídica práctica de convocarlos en las guerras civiles.
En 1857 el autor reunió sus artículos en una obra inconclusa que tituló “Los indios de Yucatán. Consideraciones históricas sobre la influencia del elemento indígena en la organización social del país”. Desde las primeras líneas de la “Introducción (1857)” establece que al conflicto se le designaba como “guerra salvaje” en función de la saña en los asesinatos de mujeres, ancianos y niños, conjugando la destrucción de “los monumentos de la civilización”. Además, dividía a la especie humana en “razas heterogéneas” que habitaban distintas porciones de la tierra y el problema que para la convivencia representaba “la diversidad del color de la piel”.68 El concepto de “raza” cubría tres dimensiones: pureza de sangre, rasgos físicos (color de piel y facciones) y atributos morales (hábitos, usos y costumbres), que configuran su mirada hacia los indígenas como raza ruda o bárbara, incapaz de perfeccionarse en pos de civilizarse. De la experiencia de las razas guerreras que a lo largo de la historia mediterránea y europea impusieron su dominio sobre otras, naturalizó la creencia española de “superioridad de su raza” sobre la indígena bárbara.69
Por la lectura que Sierra había realizado de Adolphe Thiers (1797-1877) y su Histoire de la Révolution Française, conocía bien que las diferencias de clases sociales originaban las modernas revoluciones como la de Francia.70 De modo que, en el caso de su tierra, no se trataba de una revolución, ni de un pronunciamiento, o guerra civil, por lo antes explicado. Pero en vez de usar la terminología de guerra de razas o de castas,71 Sierra usó la expresión “Guerra Social” para designar el conflicto cuyo origen encuentra en las barreras sancionadas por el ordenamiento legal y religioso, que sancionó el prejuicio hacia los matrimonios mixtos. Esas prácticas formaron una nobleza ufana de “no tener mezcla alguna de la raza india”. En opinión de Sierra, sobre esa imaginada pureza se fundó el dominio de una raza sobre la otra que se extiende a los mestizos, y “uno de los gérmenes fecundos de la presente guerra social”.72
De hecho, el neologismo “Guerra de Castas” no fue de uso extendido en la época mediata del conflicto. La expresión aparecerá más tarde en la prensa, por ejemplo, en el encabezado de una columna del Boletín Oficial del Gobierno de Yucatán en 1853,73 así como en algunos artículos oficiales de 1855 para significar la “lucha mortal entre las razas bárbaras y civilizadas”.74 Es decir, se popularizó con fines políticos en la coyuntura del gobierno dictatorial de Antonio López de Santa Anna (1853-1855). Los redactores del periódico oficial de Yucatán pretendieron contener a quienes pensaran “en revolucionar”, advirtiendo la amenaza latente de los ataques oportunistas de los indígenas rebeldes. Pero tales llamados fueron poco efectivos. El involucramiento de los cantones de la línea defensiva en las contiendas civiles dio lugar a la infiltración de los cruzoob en diversas poblaciones fronterizas, en abril de 1856 y la infausta toma de Tekax en septiembre de 1857.
En el contexto del Segundo Imperio, Serapio Baqueiro publicó en diciembre de 1864 su artículo “Los indios bárbaros” con el siguiente párrafo: “La guerra de castas existe y no solamente puede imponer al país, al menos si no se toman las precauciones necesarias, sino que puede hacerla con más ventajas, con un orden más regularizado, y con más valor que en el año de 1848.”75 De etiquetar una columna, un artículo o figurar como término identificador del conflicto bélico y sus promotores, “la guerra de castas promovida por los bárbaros alzados”,76 pasó a la marquesina de un periódico titulado: La Guerra de Castas; impreso en 1866 por Fabián Carrillo Suaste y J. Antonio Esquivel con el propósito de incitar la campaña imperial sobre Chan Santa Cruz, manteniendo el mismo prejuicio y rencor que el primero externó en sus artículos de 1848.77
De nombre de un periódico pasó a titular una obra manuscrita: Guerra de Castas en Yucatán. Su origen, sus consecuencias y su estado actual, de 1866. Aunque el texto quedó inédito, representa un buen indicador del arraigo de un concepto entre los grupos conservadores en el poder. El autor anónimo, el general Severo del Castillo, mantuvo un concepto popularizado de indio en “estado de incivilización y de ignorancia” y renuente a recibir la civilización europea. Asimismo, radicalizó la observación etnográfica de Sierra sobre el dominio de la cultura maya sobre los conquistadores cuando concluyó que: “Más parecían los españoles conquistados que los conquistadores.”78 La Guerra de Castas enfatizó que los descendientes de la raza blanca y los mestizos padecían aún la “dominación moral” (cultural), por el uso de la lengua maya, “el gusto” por el hipil y el consumo de alimentos indígenas.
Es evidente que el concepto de raza con su ambigüedad se deslizó por el texto anterior como linaje y grupo humano con sus propias características morales (usos y costumbres), su odio y ferocidad, sin dar tanto peso a la pigmentación, sino a la brecha entre los adelantos de los blancos y la “profunda ignorancia” de los indígenas.79 Pero desde esa perspectiva, Del Castillo cuestionó la idea de superioridad de los blancos yucatecos como una raza civilizadora.80
La expresión más clara del concepto raza durante el régimen monarquista fue registrada en la obra de Apolinar García García titulada: Historia de la Guerra de Castas de Yucatán, que quedó inconclusa. En ella, el concepto “raza” reunía aspectos de fenotipo y rasgos etnográficos: medio de sustento, costumbres domésticas y públicas, religión, gobierno y cultura o ilustración. De ese modo, el autor agrupó a los habitantes de Yucatán en tres razas: blanca pura, indígena pura y mestiza (mezcla de las dos primeras) por lo tanto también pura.81
Razas o partes de un todo denominado “pueblo yucateco” | Ilustración |
Blanca pura | “Elevado grado de ilustración” por su formación educativa. Raza civilizada. |
Mestiza | Población “mucho mayor que la blanca pura”, hablante imperfecto de castellano, escribe con una ortografía defectuosa, pero demuestra una tendencia a la perfección. “Apetece la sociedad con la raza blanca pura y en el día le vemos tomar una parte directa en los regocijos públicos.” |
India pura | Raza en degradación posee “profunda aversión a las otras razas” y mantiene “sus antiguas costumbres y creencias”. |
Fuente: GARCÍA GARCÍA, Apolinar, Historia de la guerra de castas de Yucatán, Mérida, Imprenta de Manuel Aldana Rivas, 1865-1866, pp. LXIII, LXIV-LXVII.
Si el concepto de raza adquirió centralidad en el discurso del conflicto en curso desde 1847, la pregunta es obvia, ¿por qué no se registró como Guerra de Razas? Cuando en 1850 un periódico oficial abordó el trillado tema de los males padecidos a raíz del levantamiento, aplicó “guerra de razas” con el propósito de diferenciar su naturaleza de otras de carácter nacional, civil o religiosa con tal de atinar su remedio. Definir el tipo de guerra no era un asunto teórico, sino práctico, así los redactores afirmarían que “una clasificación equívoca o inexacta en este caso afectaría a toda la sociedad”.82 Si se encontraba en circulación esa terminología para diferenciar el tipo de conflicto armado, ¿por qué la expresión guerra de razas no tuvo el éxito para encapsular los acontecimientos históricos (res gestae), como si lo tuvo la “Guerra de Castas”?
El problema que estamos sacando a la luz es que el concepto de casta de herencia colonial no fue usado para identificar a grupos étnicos de la sociedad fragmentada por la guerra de 1847, ni fue sustituido por otro término con el mismo antiguo significado. Fue desplazado por el concepto de raza como grupo diferenciado por su color de piel asociado a un grado o estado de cultura o civilización (ver cuadro 1), y sin embargo no hubo una historia de la Guerra de Razas, aunque no se desconocía la expresión.
García ofrece una pista sólida acerca del concepto de casta a partir de reproducir el “Aviso (1770)” que recomendaba a los párrocos asentar en libros las partidas de indios, españoles, y otras castas, pues era “preciso” saber la “calidad”, ya que las dos primeras, los mestizos (hijos de español e india) y los castizos eran tenidos por “limpios”, no así los negros y sus descendientes.83 La administración colonial (civil y eclesiástica) clasificaba “castas” en censos y padrones: europeos y españoles (criollos), mestizos (descendiente de blanco y de indígena), negros, pardos (afrodescendientes) e indígenas. A pesar de esa práctica de distinción por castas, que a fines de la Colonia demostró ser problemática por el mestizaje,84 la calidad no la casta jugó un papel fundamental en la movilidad y los privilegios.85
La distinción por castas fue eliminada bajo el régimen liberal español y en la etapa independiente, pero en la segunda mitad del siglo XIX, Antonio García Rejón, secretario de Gobierno de Yucatán, contribuyó a reconceptualizar por razas a la población. Su informe de 1862 estableció la existencia de 248,156 habitantes: “88,020 de la raza blanca y 160,136 de la indígena”,86 pero hubo una omisión notable: la “raza” mestiza. ¿Cómo explicar que García Rejón dividiera a la población en dos razas: blancos e indios y García distinguiera en la mestiza una tercera raza? La respuesta se encuentra en el uso regional del término blanco y su alcance semántico: “se da en Yucatán el nombre de blancos, no solamente a los que conservan pura en sus venas la sangre europea, sino hasta a aquellos que la llevan mezclada en cualquiera cantidad con la indígena”.87 De modo que el término raza sin perder del todo su connotación fenotípica aludía fundamentalmente a un grado de civilización, entendida como “adelanto” en las capacidades intelectuales de las personas que integran un pueblo; cuyo paradigma fue la civilización francesa.88
Si la “raza” designaba segmentos de población con ciertas características etnográficas y culturales, ¿por qué la popularización del neologismo “Guerra de Castas”? Su éxito radicó por identificar a los actores imaginados y construidos por las prácticas de segregación y los prejuicios raciales, así como por el atribuido odio de los mayas en contra de los blancos (ver cuadro 1). El resultado de ambas circunstancias fue obstaculizar la anhelada miscegenación para la desaparición acelerada de los indígenas. Pero la semántica fue cambiando de acuerdo con los nuevos tiempos políticos. Un ejemplo de ello fue el discurso de Baqueiro. En diciembre de 1864 aseguró la existencia de la “guerra de castas” para negociar la alianza con el Imperio para terminar con la amenaza. Cuando en 1865 inició su obra Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán, estableció que de la “guerra social” brotó de la guerra civil,89 refiriéndose al conflicto que enfrentaba a los “aborígenes” rebeldes contra los descendientes de los “castellanos”, finalmente, a fines del siglo XIX, Baqueiro negó la existencia de la guerra de razas, ya que “realmente lo que los indios de entonces se proponían, era secundar el pronunciamiento de Tizimín”.90
LUCHA DE CONCEPTOS: “GUERRA SOCIAL” O “GUERRA DE CASTAS”
En la década de 1869, los intelectuales, periodistas y “gente de razón” tenían un consenso en distinguir la guerra de castas (razas) como la “lucha devastadora entre la civilización y barbarie” y la guerra civil en el sentido de un conflicto fratricida.91 También era común usar “Guerra de Castas” y “Guerra Social” como sinonímicos en artículos y otras producciones impresas,92 pero después de enterrado el Segundo Imperio, emergen controversias acerca de la semántica del conflicto. Así, “el título de guerra de castas [sic]” era imputable como patente de corso a la “horda maldita de rebeldes” que emprendía la guerra contra los civilizados yucatecos.93
Los antiguos términos con sus alcances parecían alejarse de la existencia de la guerra como un “problema social” y su remedio. Nadie mejor que Ildefonso de Estrada y Zenea, director, redactor y propietario, del periódico mercantil El Iris para manifestar esa tensión del lenguaje:
Dejemos a un lado las cuestiones de interés particular, y aún aquellas que habiendo sido hasta ahora importantes, tienen ya que dejar de serlo y acaso desaparecer del todo en presencia de la gravedad que nos ocupa. Esta [guerra] ni es solo del día, ni afecta formas políticas, ni es cuestión de opiniones, que se ventilan a fuerza de pura palabrería y con alternativas que son consiguientes.
Trátese de una guerra de castas: trátese de una cuestión de exterminio: trátese en fin, de resolver un problema social, que es mengua ya que subsista en este territorio, donde se hace imposible el adelanto de la industria, la prosperidad del comercio, el fomento de la agricultura, el cultivo de las letras, ni nada en fin de cuánto necesita paz, orden, tranquilidad y garantías.94
No obstante, Estrada y Zenea no escapaba de esa lucha por determinar el neologismo adecuado para entender el fenómeno histórico de la guerra y su alcance pragmático. Así, cuando el periodista publicó una carta del oficial José María Iturralde, vecino de Valladolid, en la que manifestaba su queja por “el abandono” de la región desde 1847, en la nota introductoria, el editor comentó haber recibido una misiva “respecto a la guerra de castas”.95 Nótese las cursivas como una forma de destacar que ese lenguaje era exclusivo de Iturralde. En cambio, el propietario y redactor de El Iris, en otra carta suscrita por el coronel Matías J. Cámara, planteaba que la respuesta al padecimiento de las poblaciones recientemente arrasadas por los cruzoob se trataba “de una cuestión social”. La carta de Cámara agradecía al periodista su generosa recepción de los asuntos de Yucatán, “mucho más cuando se ha ocupado de las desgracias que sufrimos por la guerra social que nos aflige”.96 Bien se entiende, que el entramado de voces nuevas, cuestión social y problema social, posibilitó reposicionar el neologismo “Guerra Social”.
Ahora regresemos a la historiografía, Sierra y Baqueiro encapsularon el fenómeno de la rebelión de 1847 y sus secuelas como “Guerra Social”, sin dar mayores argumentos. Pero en la obra más acabada del liberalismo, la Historia de Yucatán de Eligio Ancona, su tomo cuarto apareció en 1880 y fue dedicado a narrar la historia de la insurrección de los indígenas. Al iniciar su narración define que “Se ha dado por nombre de guerra social, en Yucatán, a la que iniciaron los descendientes de los mayas en el año de 1847, con el objeto de exterminar las demás razas que habitan la Península, y que aún eran entonces, por desgracia, las únicas depositarias de la civilización”.97
Aún con esa precisión, Ancona llega a decir que: “La guerra de castas siempre hubiera estallado en una época más o menos lejana, si se hubiese mantenido en pie el mismo sistema [“de aislar a los mayas de las demás razas” y dominación] que acabamos de describir.”98 Nótese cómo sustituyó castas por razas, pero en su conceptualización abrevó en las causas del conflicto establecidas por Sierra.99 Aunque prevaleció el concepto de raza, incluso en el sentido de pueblo como tal, logró destapar que esa “denominación” de españoles, naturales, e indios fue “inventado” por los colonizadores.100
La novedad del historiador Ancona radicó en su nota a pie de página que desentraña el misterio de la denominación Guerra Social y la continuidad del término raza. Luego de aclarar cómo se entiende regionalmente el término de blancos e indios, prosigue:
Por esta razón, especialmente cuando se habla de la guerra social, nuestra población se considera dividida en dos grandes secciones: los indios y los blancos. Los primeros son los descendientes de los mayas que no han mezclado su sangre con ninguna otra, y los segundos, los individuos de todas las demás razas que habitan la península. Cualquiera que sea la impropiedad de esta denominación, nosotros hemos creído conveniente emplearla en este volumen.101
De manera que Ancona no podía usar el término guerra de razas en su sentido puramente biologicista, ni “Guerra de Castas” de prosapia conservadora, pero bien pudo haber dicho que la “Guerra Social” era otra invención fundada sobre la base de construir identidades raciales donde no existían: blancos/indígenas, raza civilizada/raza bárbara. De ese modo, Ancona intentó deslindar su vocabulario de la terminología colonial y de la usada por los intelectuales que colaboraron con el Segundo Imperio. Sin embargo, a pesar de su lenguaje, el término casta se les escapa de su vigilancia ideológica.
El uso de uno u otro neologismo pudo desesperar a más de un escritor o político como un prurito intelectual por distractor de acción bélica. Pero en la década de 1880 puede encontrarse en la prensa artículos o columnas con el título de “Guerra Social”,102 y una tendencia a usar indistintamente “Guerra de Castas”,103 sin preocupaciones lógicas “Desde el aciago año de 1847, la guerra social, la guerra de castas [sic], la lucha de la barbarie contra la civilización, ha sido siempre entre nosotros un asunto del día, la cuestión palpitante, objeto predilecto de la prensa periódica y tema nunca agotado de las conversaciones de los hombres que piensan en la patria”. 104
De hecho, el conflicto étnico ya no era un producto de la distinción y prejuicios coloniales con sus efectos de aislar a las razas, sino que en el cuerpo social existía un “cáncer”, un problema social por sus causas y efectos, que urgía la solución militar,105 legitimada por el futuro progreso de la sociedad yucateca.
Por último, ambos neologismos fueron monumentalizados durante la época del Porfiriato. La estatua a la “Libertad” erigida en el parque “Eulogio Rosado” en 1884, fue dedicada “A los Héroes de la Guerra de Castas”. Y en la década de 1890 ganó terreno la concepción social en los procedimientos de reconocimientos de los veteranos,106 hasta que en 1892 se establece la “Gran Junta Permanente de Veteranos de la Guerra Social”107 y en 1898 la “Junta Calificadora de Veteranos de la Guerra Social”, cuyas manifestaciones públicas de conmemoración y enaltecimiento fueron etiquetadas bajo ese mismo neologismo. Las biografías de “prominentes héroes” de las “guerras civiles y de razas” publicadas por Felipe Pérez Alcalá a partir de 1879 fueron recogidas en 1914 por su autor bajo el título de “Guerra Social de Yucatán. Ensayos Biográficos”.108 Así como también una pieza poética de Rodolfo Menéndez fue titulada: “30 de julio. Homenaje a los héroes de la Guerra Social” de 1908.109
En 1879, cuando anunciaba su tarea de biógrafo, Pérez Alcalá propuso algunas líneas para elaborar una historia de la guerra social:
No pretenderé seguir a esos valientes en aquel laberinto sangriento, en ese poema homérico, en esa inmensa hecatombe que se llama campañas de [18]48 y [18]49, ni en la multitud de incursiones a las guaridas mismas del bárbaro, en que cada día y con frecuencia cada hora era un combate, y cada soldado un héroe. Sería eso escribir la historia de la guerra social.110
Pero nadie se ocupó de escribir una obra de la guerra social, ya que todas las narraciones quedaron inmersas en otras obras mayores, como el Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán de Baqueiro o la Historia de Yucatán de Ancona.
La popularización del concepto social de la guerra alcanza la representación de la Sociedad Patriótica Yucateca dirigida en 1887 al presidente Porfirio Díaz con el propósito de denunciar la participación de Belice, como proveedor de armas para los cruzoob y demandar una expedición de “asalto y destrucción” de Chan Santa Cruz. Así la Sociedad Patriótica Yucateca al señalar retóricamente que los sucesos de la guerra “se saben por todo el mundo y están consignados en la historia”,111 o en caso contrario: “aun cuando la historia no conservase la descripción y recuerdo de los estragos de esta guerra social, allí están las ruinas de tantos pueblos y establecimientos antes florecientes con la agricultura, la industria y el comercio, y ahora reducidos a la soledad y al silencio de los cementerios […].”112 Por último, aunque en esa época porfirista, el uso del neologismo “Guerra de Castas” no fue del todo abandonado, la definición del conflicto descansaba en lo social por sus causas y los daños materiales y humanos que frenaban el Progreso.
EPÍLOGO: LOS DESPLAZAMIENTOS DEL RACISMO
La guerra de razas, de exterminio o de bárbaros en contra de los civilizados yucatecos fue una invención de los neutralistas con la finalidad de propagar una imagen de estabilidad y propiciar la unión de las fracciones en pugna para combatir a los indígenas rebeldes. El levantamiento de julio de 1847 tuvo un carácter pluriétnico, con una mayoritaria participación indígena, pero la ferocidad de la reacción de los rebeldes a la represión del gobierno neutralista, aunado a una sicosis por la propagación de un exterminio inminente de la población no indígenas, sirvió para confirmar la existencia de la guerra de razas, reinstalar las antiguas repúblicas de indios para el gobierno de los pacíficos y legitimar las campañas de represión militar sobre los rebeldes.
Aunque, hubo dos formas de conceptualizar el mismo hecho histórico, “Guerra de Castas” y “Guerra Social”, una u otra construcción ideológica tenía una base común de significado: guerra de razas o de exterminio de los blancos. Sin embargo, se advierte una preferencia de los intelectuales liberales por calificar la guerra de “social” y los conservadores “de castas”. La permanencia en el lenguaje del neologismo “Guerra de Castas” puede explicarse por la carga emocional adherida y por significar a las “razas” en guerra como grupos reacios a la miscegenación. Durante el Porfiriato, el concepto “Guerra Social” cobró nuevo aliento en la medida que se consolidó una visión positivista del futuro, con nuevo utillaje intelectual de pensar los problemas que urgían solución para alcanzarlo: “cuestión social” o “problema social”.
Por largo tiempo las representaciones de la historia político-militar del levantamiento pluriétnico de julio de 1847 y su devenir fluctuaron entre aquellos neologismos, pero en 1927 el historiador ultramontano Juan Francisco Molina Solís realizó un cambio conceptual de lo más retorcido. Abandonó el uso de aquellas concepciones por los términos más “neutros” de “insurrección” y “sublevación de una parte de los mayas”. Pero Molina Solís atribuyó anacrónicamente el racismo de contenido biológico de fines del siglo XIX a los mayas. Sostuvo que la conspiración indígena de 1847 fue motivada por el racismo indígena con fines de “superioridad” racial: “El objeto de la conjuración era racial, no político”, “contra todos los que no aceptasen el predominio de la raza maya sobre todas las demás razas.”113 Este giro racista desplazó las concepciones de Sierra y Ancona del odio indígena y su repudio a la civilización a causa del dominio colonial, el sistema de castas-calidades y los prejuicios de razas (color de piel y cultura). Por más impropia y extemporánea que fuera la categoría “Guerra de Castas”, forjada por los imperialistas en sus artículos periodísticos e historiográficos, ha prevalecido en títulos de obras académicas, literarias y de divulgación, que a pesar de los cambios de enfoques y herramientas teóricas de abordaje de los res gestae, no se desprende del todo de la trayectoria de su invención.