INTRODUCCIÓN
La institucionalización psiquiátrica en una entidad tan alejada del centro político e intelectual de la República mexicana como Baja California resulta problemática en parte por su ubicación geográfica, pero más importante aun debido a lo reciente que ha sido en la península la formación de médicas y médicos especialistas en la psique. Más allá de mencionar que desde finales del siglo XIX los psiquiatras mexicanos se entrenaron en manicomios, hospitales públicos y privados de la Ciudad de México, fue hasta 1951 que la enseñanza psiquiátrica formó parte del currículo de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).1 Este artículo busca observar un proceso particular: la historia de cómo se desarrolló la disciplina en una zona fronteriza, en la entidad federativa conocida como Baja California, cuyas redes institucionales y profesionales se remitían a diversos puntos de la geografía mexicana. Como veremos a continuación, inferimos que los primeros psiquiatras que pisaron suelo bajacaliforniano fueron aquellos que estudiaron fuera de la entidad y cuya trayectoria ubicaremos a partir de la década de 1970 —o poco antes— y a través de fuentes escasas e indirectas.
La cuantificación de profesionistas que presentaron los doctores Ramón de la Fuente Muñiz y Carlos Campillo señaló, en el paper antes citado, que “la distribución de los psiquiatras en el territorio nacional es muy desigual”, pues con 507 especialistas en todo el país, 71.8 % residían en la Ciudad de México, mientras que el 28.2 % restante vivía y trabajaba en “el interior de la República”.2 Ambos autores, artífices de la investigación científica y contemporánea de salud mental, pensaron las diferencias numéricas y las disparidades regionales de la psiquiatría mexicana en función de un carácter global y, mucho antes que discutir la hiperconcentración educativa y asistencial del centro del país, citaron las recomendaciones de “la Organización Mundial de la Salud, de [que hubiera] cinco [psiquiatras] por cada 100 000 habitantes”; así, los 507 especialistas contabilizados por De la Fuente y Campillo, permitieron estimar que en 1976 la República mexicana contaba con un psiquiatra por cada 100 000 habitantes.3
La perspectiva de De la Fuente y Campillo estuvo tan centrada en Ciudad de México que, como si se tratara de un mismo estado, unificaron el número de psiquiatras de Baja California y Baja California Sur, cuando más de mil kilómetros de distancia y diferentes grados de desarrollo social y económico separan a ambas entidades. Al igual que en gran parte de las capitales del territorio nacional, en La Paz, por ejemplo, había únicamente un psiquiatra. Aunque Tijuana y Mexicali no tenían los altos porcentajes de psiquiatras de Nuevo León o Jalisco (que sumaban en conjunto el 10.6 % nacional, o sea, 54 psiquiatras entre ambos estados), en Baja California hubo —según De La Fuente y Campillo— siete especialistas en dicha rama del saber repartidos entre Mexicali y Tijuana que, sumados, representaban el 1.2 % del nacional (equivalente al 4.7 % de psiquiatras en “provincia”).
El objetivo del presente artículo consiste en observar cómo un problema de orden práctico, como la etapa iniciática de la psiquiatría bajacaliforniana, se vio entorpecida por una serie de factores complejos ligados tanto a las instituciones como a la formación académica de los psiquiatras, pero como parte del énfasis de nuestro análisis histórico-regional, también hubo cuestiones de orden político y geográfico que definieron la vocación psiquiátrica fronteriza por los problemas relativos a la ahora llamada drogadicción. Los cinco apartados que componen este artículo analizarán, hasta dónde las fuentes históricas lo permitan, cómo la dependencia física y psíquica a sustancias legales e ilegales se convirtieron en un problema teórico y práctico para la psiquiatría inscrita en la frontera entre México y Estados Unidos. En cuanto a la metodología empleada, debe señalarse que se realizó una lectura crítica y profunda de contextos médicos y gubernamentales en Baja California —destacando las historias de Mexicali y Tijuana como porciones de una misma región—, contemplando así un periodo incipiente en que apenas iban abriéndose las facultades de medicina en las universidades públicas. Con base en lo anterior, nuestra hipótesis consiste en afirmar que existió una debilidad institucional en el temprano ejercicio psiquiátrico en Baja California y, por ello, hubo una propensión a seguir las demandas gubernamentales de atender y de explicar las causas y las consecuencias del consumo ilegal de sustancias.
La indagación aquí expuesta sobre quiénes eran, a finales de la década de 1970, los psiquiatras que hubo en Baja California y que solamente fueron enumerados por De la Fuente y Campillo, no tuvo otra orientación metodológica más que las herramientas y los abordajes de la historia regional.4 Ello supone que documentaremos hasta donde los informantes y las fuentes nos lo permitieron, como hubo una narrativa institucional sobre cómo y cuándo llegaban los psiquiatras a Mexicali o Tijuana. Esto último derivó de la realización de un par de entrevistas: la primera a uno de los primeros psiquiatras que laboró en Baja California, el psiquiatra Ignacio Contreras Cárdenas; mientras que la segunda, fue al historiador de la educación superior David Pinera. Ambos comentaron algo del contexto inicial de las instituciones de salud mental en Mexicali, información que sirvió para ilustrar mucho de lo que habíamos descubierto en archivos municipales y estatales, en publicaciones locales, así como revistas científicas de alcance nacional. Las publicaciones sobre los orígenes de la Facultad de Medicina también nos permitieron reconstruir dicha narrativa. Dicho esto, la formulación de inquietudes consistió en indagar problemas comunes a los psiquiatras e instituciones psiquiátricas en Tijuana y Mexicali.
Nuestro hallazgo es que no hay manera de desmentir el conteo de De la Fuente y Campillo: a finales de la década de 1970, hubo siete psiquiatras en Baja California; sin embargo, el presente artículo profundiza en dos trayectorias específicas, debido, en gran parte, a la insuficiente cantidad de referencias sobre las cinco restantes. Debido a la aridez documental de Baja California, solo logramos profundizar en el trabajo y pensamiento de Guillermo Figueroa Velázquez y de Enrique Suárez y Toriello, médicos con cierto entrenamiento psiquiátrico que, no obstante, tuvieron un papel formativo en el gremio profesional que comenzaba a formarse en la Universidad Autónoma de Baja California e instituciones ligadas al gobierno estatal y federal.
La justificación de presentar en este artículo una historia regional de la salud mental, se debe a que las conexiones lógicas de los temas aquí abordados dependen del contexto nacional e internacional, más que de la capacidad de “agencia” de la psiquiatría en sí. Tanto en México como en Estados Unidos, la incorporación de la psicofarmacología y la crisis del modelo asistencial de los manicomios, redefinieron objetivos y funciones de esta rama de la medicina desde afuera de su práctica. El cambio paradigmático de una arquitectura dispuesta para vigilar “locos” (en los manicomios) dio paso a la intimidad del consultorio privado, pero ello “no mejoró en forma apreciable los beneficios de la comunidad”.5 En México, los trabajos de Andrés Ríos Molina, Cristina Sacristán y Daniel Vicencio, cuya producción historiográfica citamos in extenso, ubica un antes y un después del Manicomio de La Castañeda, pues al cerrarse en 1968, surgieron otras instituciones en la Ciudad de México que fueron atendidas por estudiantes y profesores de la UNAM.
En cuanto a Estados Unidos, la historiografía más reciente acerca de la “post-desinstitucionalización” de los manicomios, ha mostrado la complejidad de estudiar el ejercicio de la psiquiatría para la segunda mitad del siglo XX, por lo que articular una narrativa lineal entre las décadas de 1950 y 1970, podría simplificar innecesariamente el problema, ya que se requiere “una nueva historia institucional” que vincule la historia de la psiquiatría “con un examen riguroso de la política social”.6 A partir de 1950, tanto en nuestro país como en Estados Unidos, los discursos médicos y psiquiátricos cambiaron su enfoque, de la higiene mental a la salud mental; de un “modelo preventivo” a uno centrado en el “ámbito de las neurociencias”.7
El reconocido historiador británico de la medicina, Roy Porter, mencionó en su reconocida síntesis sobre el fenómeno de la locura que el desarrollo de medicamentos antipsicóticos y antidepresivos despertó una confianza ciega en la psicofarmacología al grado que hubo especialistas que predecían “que para el año 2000, los nuevos psicotrópicos erradicarían las enfermedades mentales”.8 Desde luego, eso no ocurrió. A continuación, ordenaremos algunos de los términos y premisas de carácter teórico de la narrativa que construiremos para afinar nuestra interpretación.
DEPENDENCIA COMO “ENFERMEDAD MENTAL”
Desde finales del siglo XIX, se practicó en la psiquiatría mexicana cierto estilo de entrevistas e historias clínicas para fundamentar la atribución de un diagnóstico psiquiátrico,9 pero las cosas cambiaron casi cien años después, con la llamada post-desinstitucionalización del modelo manicomial y con el establecimiento de un nuevo campo profesional descentralizado de la psiquiatría. Conforme iba concluyendo el siglo XX, los diagnósticos psiquiátricos fueron volviéndose más inestables, pues comenzó a imperar una estrategia de personificación (impersonation, en inglés) de los problemas conductuales en la que ciertos consumidores de drogas encajaban bien. La invención de la “enfermedad mental” como mito que devino en realidad, según lo dicho por el psiquiatra hungaro Thomas Szasz, mucho tuvo que ver con la adquisición de un rol: el del enfermo o adicto a las drogas y de su contraparte, el médico psiquiátrico adscrito a instituciones públicas o privadas. “Los psiquiatras y psicoanalistas han fallado sistemáticamente en distinguir entre personificación, que es una clasificación general”, o lo que es lo mismo, una abstracción “e imposición, que es una forma particular de personificación”, adjudicada concretamente a pacientes e individuos.10
A principios del siglo XX, “ningún psiquiatra [mexicano] publicó artículo o libro alguno en el que esbozara un esquema para clasificar las psicopatías” y, por ello, el sistema en sí se basó en diagnósticos fundados en la observación e interacción directa en los pabellones, imperando “imágenes borrosas del verdadero estado mental del paciente”.11 El hábito de que los psiquiatras brindaran un diagnóstico, o una serie de ellos, como algo unívoco, no persistió para la segunda mitad del siglo XX, convirtiéndose en criterios disciplinarios caracterizados por su inestabilidad semántica. La conducta desviada encontró un potente estímulo en el consumo de sustancias para explicar el cuerpo y el sistema nervioso como efectos interiores a la psique.
“Cualquier droga que produce placer, sensaciones positivas, produce dependencia [física y psíquica]”, anotó el psiquiatra Robert L. Dupont, egresado de Harvard y responsable de inventar la idea de las “drogas de entrada” (gateway drugs, en inglés). Por ello, médicos y padres de familia debían tener en mente los perfiles clínicos y el ambiente de consumo de aquellos que presentaron problemas mentales y conductuales relacionados con la ingesta de sustancias como alcohol, marihuana, barbitúricos, cocaína u otras drogas más severas.12 La explicación de la conducta sobre la cual se personificó la enfermedad se ubicó en el cerebro. “En todas las edades, tan pronto como se ha establecido la dependencia, los usuarios siguen tomándola aun cuando se les amenace con la cárcel, la pérdida del empleo y la expulsión de la vida familiar”; la imagen que externaron de la vida cerebral de los enfermos fue de una que, lidiando con intenso dolor crónico, buscaba suprimirlo ingiriendo más drogas a pesar del deterioro mental.13
Durante la mayor parte del siglo XX, la disciplina psiquiátrica, en México, Estados Unidos, o incluso en Francia, no contempló la cronicidad de las enfermedades mentales. Los “casos agudos” se convirtieron en los favoritos del quehacer clínico y su respectiva divulgación a través de escritos médicos, pues tales casos posibilitaban una “curación de la locura”. Fue hasta el último tercio del siglo XX, a partir de la obra del psiquiatra francés Georges Lantéri-Laura, que “se fue imponiendo la idea de que algunas patologías mentales evolucionaban hacia la cronicidad de manera irreversible”.14 Los pacientes crónicos fueron, para el paradigma manicomial, suprimidos internacionalmente a mediados de ese siglo; pacientes costosos a las instituciones, pues debido a su malestar, su estancia habría de prolongarse indefinidamente. Esto, en parte, provocó la llamada “crisis asilar” que será revisada en el próximo apartado. Es interesante ver cómo los psiquiatras y otros profesionistas promovieron que pacientes y consumidores asumieran su propia incurabilidad, de tal suerte que introyectarían su padecimiento. El surgimiento de agrupaciones como Alcohólicos Anónimos (1935) y Narcóticos Anónimos (1953) en Los Ángeles, California, o el Centro de Integración Juvenil (1969) en México, no se explican sin la supervisión psiquiátrica.
La razón por la cual hemos homologado los problemas de drogadicción con los de orden psiquiátrico, es para atender una característica del contexto regional estudiado y, por lo mismo, no nos limitamos a hospitales e incluimos cárceles y clínicas de desintoxicación. La historiografía estadounidense que ha venido lidiando en los últimos años con temas como el “encarcelamiento masivo”, ha establecido la línea de continuidad entre la cárcel y el hospital psiquiátrico, ya que “ambas son estrategias estatales de confinamiento”.15 Nuestra interpretación es que dicho sistema de encierro también involucró estrategias profesionales de personificación. El llamado “síndrome de Ganser”, como parte de los llamados trastornos disociativos de conversión, supondría que quienes son encerrados suelen introyectar la idea de que son “enfermos”, aunque no exista evidencia orgánica para demostrarlo.16 Así, los efectos individuales e institucionales de la salud mental quedarían completos: con personificación y confinamiento se pudo convertir “pacientes” en “enfermos mentales”.
La explicación de los párrafos anteriores tuvo por sentido calibrar algunas de las siguientes interpretaciones, sobre todo, aquellas que mostrarán cómo el campo psiquiátrico en Tijuana o Mexicali incluyó cárceles, hospitales y pequeñas clínicas. El modelo de Centros de Integración Juvenil (en adelante, CIJ) incumbe a nuestra historia, puesto que respondió a intereses gubernamentales y de ciertas asociaciones civiles que, sin proponérselo, ya no reprodujeron instituciones y tratamientos de carácter centralista. A nuestro juicio, la introducción del paradigma de “comunidad terapéutica” tuvo un alto costo, ya que se comprometió la autonomía del campo disciplinar al centrarse (casi exclusivamente) a estudiar y atender la salud mental de los consumidores de drogas y sustancias ilegales,17 situación de la que muy difícilmente —aún en el siglo XXI— han podido desligarse los psiquiatras de Baja California.
Para las décadas de 1960 y 1970, resultó claro que no era posible construir nuevos manicomios y que la sociedad comenzaba a necesitar clínicas más pequeñas y no siempre tuteladas por el estado, por ello comenzó a hablarse de una “crisis asilar” en psiquiatría, y es que hubo casos de esquizofrénicos, ancianos con problemas “cerebrales orgánicos”, dipsómanos y un extendido consumo de sustancias ilegales —que en lenguaje de la época se conoció como “farmacodependencia”— que eran fino recordatorio de que “el hospital psiquiátrico debía cambiar”.18 Ahora bien, sí desde la ciudad capital se apreciaban las limitaciones y los alcances de esta disciplina, ¿de qué modo fueron asimilados estos cambios en Baja California?
CRISIS ASILAR EN BAJA CALIFORNIA
La creación de nuevas instalaciones carcelarias en Mexicali al comenzar la década de 1960, fue la oportunidad para que las autoridades municipales elevaran al gobierno del estado una de las preocupaciones constantes del sistema penitenciario. La mudanza de los reos de una cárcel vieja a una nueva, evidenciaba que “personas dementes que se encuentran recluidas” tendrían que trasladarse a un lugar adecuado. Sin premeditar en el problema que acarrearía, en octubre de 1964, el gobernador Eligio Esquivel Méndez (1959-1964), ordenó a la máxima autoridad médica de la entidad el inmediato traslado de cinco mujeres y nueve hombres a la granja de recuperación de San Pedro del Monte en León, Guanajuato.19 Los datos generales de los 14 individuos en cuestión, revelan que llevaban entre 28 y 49 meses recluidos en la cárcel municipal.20 No sería la primera ocasión que autoridades de Baja California se comunicaron sin éxito con directivos de los centros de salud mental del centro del país para trasladar a pacientes de Tijuana o Mexicali. Como veremos a continuación, las granjas de recuperación que fueron creadas en diferentes regiones del país con el propósito de desinstitucionalizar los hospitales psiquiátricos de Ciudad de México, solían reservarse el derecho de recibir pacientes de otras entidades, incluidas, desde luego, Baja California. Bajo ideas de terapia ocupacional y separación de sexos, espacios como San Pedro del Monte fueron diseñados con el propósito de recibir pacientes crónicos y sin episodios violentos.21
Salvo por una única ocasión que fueron remitidos directamente por directivos del Manicomio General de La Castañeda, enfermos mentales provenientes de Baja California ingresaron a San Pedro del Monte. Por lo regular, las autoridades en Mexicali recibieron una respuesta negativa por parte del doctor Ángel Ortiz Escudero, máxima autoridad psiquiátrica en la granja guanajuatense, sobre la posibilidad de remitir a los enfermos.22 Sin precisar el número de enfermos mentales, el alcaide de la cárcel municipal de Ensenada expresó, en diciembre de 1965, la gravedad y el peligro al que se exponían los reos “al no tener nosotros un centro adecuado para su internación y tratamiento” y, por ello, solicitó ayuda para “resolver este problema”.23 Para gobiernos municipales o para el gobierno estatal quedó claro desde el cierre del Hospital de La Rumorosa que Baja California requería centralizar en otro espacio de reclusión servicios médicos psiquiátricos para enfermos crónicos, fuesen “tranquilos” o “agresivos”.
Durante el primer trimestre de 1966, las críticas y protestas públicas sobre dicha situación suponían ya un cambio en la manera de referirse al asunto: ante la incertidumbre del padecimiento psiquiátrico real de aquellas y aquellos identificados como “dementes”, el alcaide de Mexicali y autor de libros de crónica municipal, Antonio Gastelum Gámez, mencionó que dentro o fuera de las celdas, en la vía pública, los “perturbados mentales” andaban libres y representaban un peligro “para su propia seguridad y la de las personas que transitan por las calles”.24 Pareciera que, de boca en boca, se iba corriendo la voz, dentro y fuera de las instituciones encargadas de recluirlos o atenderlos, que hubo locos sueltos y otros encerrados junto a los reos de las cárceles municipales.
Al igual que ocurrió en la década de 1930, cuando hubo una especie de “policía médica” que andaba por las localidades urbanas y rurales del Territorio Norte de la Baja California en busca de prospectos para internarlos en el Hospital de La Rumorosa, la detención de enfermos mentales en la década de 1960 planteaba —por fin— a las autoridades “un serio problema, porque esos enfermos no pueden ser recluidos en la cárcel como generalmente se quiere hacer, por múltiples razones de tipo legal, humano y de seguridad”.25 El modo en que a partir de ese momento trascendieron las denuncias carcelarias y municipales a peldaños más altos de gobierno, consistió en agrupar uno o varios testimonios de las dependencias gubernamentales quejosas para así buscar una solución conjunta. Por ejemplo, el presidente municipal mexicalense, José María Rodríguez Mérida, se sirvió de transcripciones de las quejas del alcaide Gastelum Gámez y del director de Asistencia Pública del gobierno estatal, epidemiólogo Buenaventura Aranda Reyes, para transmitirlas al gobernador Esquivel Méndez. Cuidándose de reiterar los consabidos peligros, el alcalde Rodríguez Mérida —sobrino del famoso revolucionario sonorense, Abelardo L. Rodríguez— externó un argumento de alto sentido común mediante el cual buscaba detener la práctica indebida del encarcelamiento: los “perturbados mentales” no eran “delincuentes” ni “sujetos a ningún proceso penal”, por lo que continuar sería un abuso de autoridad.26
El psiquiatra que comenzó a ordenar la dinámica intergubernamental y a brindar atención profesional a los enfermos mentales de Baja California fue Guillermo Figueroa Velázquez, de cuya vida tenemos más que datos escuetos, salvo que falleció en 2012.27 Dentro del conjunto de evidencias aquí reunidas, la primera mención encontrada de este médico es del mes de agosto de 1966, cuando el alcaide de Mexicali, Gastelum Gámez, comentó que Figueroa Velázquez atribuyó demencia a un reo y sugirió fuera alojado temporalmente en la enfermería de la prisión. Dicho enfermo había destruido su celda, “lavabo, el colchón y una tapadera del depósito del agua del sanitario, así como también destruyó una cama”.28
Si bien las quejas no desaparecieron en el sentido de que siguieron internando enfermos en las cárceles de Tijuana, Ensenada y Mexicali, la presencia de Figueroa Velázquez modificó los procedimientos de cómo lidiar con ellos dentro de las prisiones: a propósito del demente que destruyó cama y lavabo, el psiquiatra entró en contacto con sus familiares para entregárselo. Como parte del informe de tales destrozos e individuos, el alcaide Gastelum Gámez aclaró que los 14 enfermos que el gobernador Esquivel deseaba trasladar a San Pedro del Monte en octubre de 1964, seguían encerrados y atacando con “piedras u objetos que encuentran, y en cualquier momento podemos lamentar un incidente de fatales consecuencias, ya que atacan tanto a reos como a guardias”.29
La presencia de Figueroa Velázquez marcó un antes y un después en Baja California, especialmente en lo concerniente al tratamiento de la enfermedad mental. A partir de entonces, comenzó a cobrar sentido entre autoridades y familiares que la atención de los enfermos competía a la Secretaría de Asistencia Pública, en sus capítulos federal y estatal. Aun así, dicha dependencia no pudo intervenir de buenas a primeras en un espacio como el carcelario, pues ello suponía actuar sobre los márgenes de otra dependencia de gobierno. La permanencia de enfermos mentales en el establecimiento penal más grande de la entidad, la Penitenciaria de la delegación de La Mesa, en Tijuana, por ejemplo, representó enormes dificultades “en virtud de que carece de las seguridades que son indispensables”. En La Mesa la “vigilancia [era] insuficiente”, ya que solo contaba con dos veladores que cubrían los turnos matutino y vespertino.30
Una de las razones por las cuales no se trasladaron a los 14 enfermos mentales, previa orden de Esquivel Méndez, se debió a que fueron revisados y descartados por Figueroa Velázquez. Conocedor de la red nacional de instituciones psiquiátricas, decidió que no podrían ser trasladados a León, Guanajuato, ya que ninguno de los enfermos varones era “pacífico”, por no hablar que dicha institución admitía exclusivamente a varones; por ello, se pensó en solicitar “su internamiento en La Castañeda de la Ciudad de México, sin que nos sea posible de momento asegurar esa posibilidad”.31 Capaz de contravenir al deseo de un gobernante iracundo como Esquivel Méndez, Figueroa Velázquez también atendió a los enfermos que, por una razón u otra, cayeron en los hospitales civiles, siendo un “crítico problema” en Mexicali “la presencia de enfermos mentales en el hospital [civil] al grado de poderse suscitar una tragedia”, por lo que debía buscarse la manera de recluirlos en otro espacio. El punto es que, incluso en una institución como un hospital general, reos y enfermos mentales se personificaron de acuerdo al lugar, ya que “en la misma sala se encuentran pacientes que nos envían de la cárcel pública por ameritar hospitalización”.32
A diferencia de las prisiones, en el Hospital Civil de Mexicali existía un pabellón específico para albergar a los enfermos mentales de Baja California, el cual tuvo la designación poco profesional de “La Reja” y estuvo en funcionamiento por lo menos durante diez años, misma cantidad de tiempo que le llevó a Figueroa Velázquez consolidar una clínica y un primer círculo de colaboradores. En espera del visto bueno de la tesorería del gobierno estatal, el neumólogo y secretario de Asistencia Pública, Manuel Muñiz Duarte, entró en contacto con el jefe de servicio de neuropsiquiatría a nivel nacional, el doctor Manuel Velasco Suárez, con el objetivo de remitir a La Castañeda a los enfermos encerrados en cárceles u hospitales municipales. Mientras tanto, “los pacientes [seguían] internados en el departamento denominado ‘Reja’ del Hospital Civil de Mexicali, tienen el diagnóstico de enfermos mentales”, elaborado desde luego por Figueroa Velázquez.33
La enorme distancia geográfica entre Baja California y la Ciudad de México, además del carácter marginal de la práctica psiquiátrica en Mexicali, impidió que las autoridades tuvieran presente que, a tres meses de asumir las riendas del país Gustavo Díaz Ordaz, había ordenado el paulatino desmantelamiento de La Castañeda. En efecto, desde marzo de 1965, Díaz Ordaz “ordenó la sustitución del manicomio por instituciones alternas, cuatro denominadas hospitales campestres (que eran sitios similares a las granjas) y dos hospitales psiquiátricos (para pacientes agudos de corta recuperación)”, ese conjunto de instituciones asilares tendría el propósito de acoger a los pacientes de La Castañeda.34
Al respecto, cabría añadir una perspectiva histórica regional y crítica del modelo centralista de atención médica-psiquiátrica: originalmente, en las primeras décadas del siglo XX, el manicomio de La Castañeda fue construido en una antigua hacienda de Mixcoac, al sur de la Ciudad de México. Se pensó que ahí las internas e internos iban a encontrarse lo suficientemente alejados del bullicio citadino y ello contribuiría a su recuperación.35 Para la década de 1960, autoridades y psiquiatras consideraban que la incorporación de Mixcoac a las porciones recientemente urbanizadas, ameritaba la creación de nuevos espacios, encabezados por el imponente edificio de diez pisos del Hospital “Fray Bernardino Álvarez”.36 Irónicamente, los lugares elegidos para construir la nueva red fueron Tlalpan y Tláhuac, ¡a 15 y 30 kilómetros respectivamente de Mixcoac!
A más de 2 000 kilómetros de la capital nacional, en Mexicali corrió rápido la noticia de que, en Hermosillo, Sonora, la Secretaría de Salubridad y Asistencia preparaba la construcción de un hospital psiquiátrico que, con el nombre Cruz del Norte, daría cobertura al noroeste mexicano. Por ello, y ante tantos rechazos de San Pedro del Monte, se pensó en la posibilidad de trasladar a los enfermos mentales a Hermosillo, una ciudad del noroeste a poco menos de 700 kilómetros de Mexicali. En la solicitud formal, se rogaba que fueran “aceptados en el lugar correspondiente […] en virtud de que en diversos hospitales de provincia no han sido admitidos por falta de cupo”.37
Cruz del Norte, proyecto pionero de lo que sería posteriormente la “Operación Castañeda” orquestada por el doctor Velasco Suárez y el psiquiatra Guillermo Calderón Narváez, no fue el primer establecimiento asilar en Sonora. En 1936 se inauguró dentro de la penitenciaria del Estado, un pabellón de “higiene mental” a cargo del médico militar Carlos Nava Muñoz, 12 años después se fundó “el Manicomio del Estado de Sonora […] Bajo la dirección del doctor Nava Muñoz, el nuevo centro tenía camas para 120 varones y 120 mujeres”.38 La granja de recuperación fue inaugurada en noviembre de 1964, por lo que tiene sentido que entre las autoridades de Baja California hubiera incertidumbre acerca de cuál habría de ser “el lugar correspondiente” en Hermosillo: el manicomio estatal o la nueva granja. Los doctores Velasco Suárez y Calderón Narváez idearon que Cruz del Norte diera cobertura a las entidades norteñas, de manera que la granja Cruz del Sur atendería en Oaxaca de Juárez a los estados del suroeste. Cabe agregar que, en Hermosillo, el nuevo director de Cruz del Norte, el médico Armando Grajales Arrazate (quien había defendido en la UNAM una tesis acerca de un padecimiento neurológico, digestivo y respiratorio como la brucelosis) recibió “cuarenta hombres y cuarenta mujeres, seleccionados […] del Manicomio del Estado, debido a que ofrecían un mejor pronóstico”.39
Al convertirse todo este problema de las políticas de salud mental en un asunto de cooperación entre las entidades (acentuado por un trabajo de regionalización según norte, centro y sur), se evidenció un impasse: en Baja California se necesitaba confinar a “enfermos agresivos”, mientras que en Cruz del Norte solo admitirían casos con expectativas mínimas de recuperación. Ignoramos qué ocurrió con los 14 enfermos que llevaban casi tres años en espera de salir de la cárcel para recibir un tratamiento adecuado, lo cierto es que la primera petición del gobierno estatal a la dirección de Cruz del Norte mencionaba que:
Tenemos el problema del reo sentenciado a seis años, tres meses de prisión, por los delitos de VIOLACIÓN y LESIONES y además de procedimiento judicial suspendido en un juicio por homicidio […] que, según dictamen médicolegal, padece ESQUIZOFRENIA EN SU FASE CATATÓNICA y no contando en este estado con centro de salud para esta clase de enfermos, deseamos saber la posibilidad de ser recibido y atendido en ese centro.40
Aunque el oficio no mencionó algo más de la revisión médico-legista, para fines del artículo destacaríamos el hecho de que más allá de solicitar la internación del individuo en cuestión —e insistimos, debido al carácter anónimo de la información, desconocemos si perteneció a los 14 enfermos antes mencionados—, lo importante es observar que Baja California no contaba con un espacio semejante, o lo que era lo mismo: la “Operación Castañeda” no contempló construir y habilitar una granja en la península. Por eso, lamentándose de no contar con un sitio adecuado para encerrar a los “individuos excitados”, el secretario de Salubridad y Asistencia Pública, Aranda Reyes, suplicó a los directores de los penales municipales se sirvieran cooperar con el gobierno estatal de Baja California, “manteniéndolos provisionalmente en la cárcel pública mientras se llevan a cabo los estudios de los mismos enfermos y se gestiona el traslado de los que sí lo ameritan”, a San Pedro del Monte o Cruz del Norte.41
Una de las medidas paliativas para remediar la cohabitación de enfermos mentales con reos y delincuentes del fuero común, fue la visita periódica de Figueroa Velázquez a la cárcel municipal, por lo menos, a la de Mexicali. Para la segunda quincena de septiembre, examinó a tres mujeres y tres hombres: una de ellas “presentaba delirio producido al parecer por un proceso infeccioso” (tuberculosis); otra, “cuadros delirantes por alcoholismo”, y la tercera, con “impotencia funcional de miembros derechos” y “coeficiente intelectual sub-normal”, seguramente se trató de meningitis infantil, según especuló la fuente consultada. Finalmente, uno de los varones pudo entregarse a su familia y los dos últimos quedaron “sometidos a una semana de observación para su dictamen posterior”.42 En resumen, no hubo elementos para la personificación demencial de los pacientes, tanto en pabellones de hospitales como en las prisiones.
Al finalizar la década de 1960, quedó claro que hubo enfermos remitidos de Baja California que ingresaron a Cruz del Norte. Los directivos de esta institución seguían un protocolo estricto de coordinación con las entidades, al grado de que al comunicarse autoridades municipales de Mexicali, se respondía en Hermosillo que para programar el traslado de pacientes era necesario remitir a Salubridad y Asistencia Pública del gobierno federal, un detallado oficio con nombres y apellidos de pacientes y del personal encargado de trasladarlos.43 Para junio de 1969, Figueroa Velázquez aún no formaba parte del gobierno estatal, pues despachaba en los servicios médicos municipales, dependencia a la que se encargó comisionar a dos policías municipales para vigilar a 12 “enfermos enviados” a la capital sonorense. El 22 de junio se emprendió el viaje por tierra y 72 horas después estuvo de regreso en Mexicali la camioneta oficial.44
La cooperación entre Baja California y Sonora en materia de salud mental, dependió de que el gobierno estatal cubriera las cuotas anuales de manutención de los pacientes en Cruz del Norte, cosa que se realizó con relativa regularidad. Pero en general, la granja psiquiátrica sonorense estuvo para recibir enfermos, pues pronto, al ir surgiendo las facultades de medicina en Baja California, las y los estudiantes de medicina viajaban a Cruz del Norte para cursar el contenido teórico-práctico de la clínica psiquiátrica. “La buena imagen y prestigio ganado por la Facultad de Medicina”, del campus tijuanense de la Universidad Autónoma de Baja California, propició que el Hospital Civil de Hermosillo también solicitara jóvenes estudiantes bajacalifornianos “para el internado”.45 A partir de la dirección del doctor Eduardo Gosset Osuna (1978-1983), comenzaron a impartirse materias sobre salud mental sin la necesidad de salir de Tijuana; el director Gosset Osuna “logró que el Centro de Integración Juvenil fuera el campo clínico para las prácticas de psiquiatría con lo que [terminaron] las estancias en Hermosillo”.46
DROGAS ILEGALES Y PSIQUIATRÍA
Desde finales del siglo XIX, el alcoholismo y el consumo de sustancias prescritas por el Estado, o en su defecto controladas por profesionales de la salud, fueron un problema de conocimiento y también de orden práctico.47 Por ejemplo, en Ciudad de México, “el 3.3 % de la población que ingresó al Manicomio La Castañeda durante sus 58 años de funcionamiento fue diagnosticado como toxicómano”, de tal suerte que el número fluctuante de internados en Mixcoac, con perfiles de usuarios de heroína, morfina u otro opiáceo —o en su defecto, marihuana o cocaína—, permitieron a psiquiatras y estudiantes tratar a los enfermos mentales que a su vez eran adictos a las drogas.48
El conocimiento práctico acerca de cómo lidiar con las y los usuarios de drogas fue posible gracias a que desde las décadas de 1920 y 1930, hubo una serie de instituciones públicas y privadas que, complementando labores de La Castañeda, trataron la morfinomanía u otras formas crónicas de intoxicación. Sin embargo, durante el sexenio presidencial del general Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940), la creación de leyes e instituciones que combatieron la toxicomanía (mediante la administración gratuita de sucedáneos) llegó a un punto alto, gracias al reclutamiento del psiquiatra Leopoldo Salazar Viniegra. Al despachar en La Castañeda y en el Hospital de Toxicómanos, Salazar Viniegra emprendió una serie de tratamientos que cautivaron a la opinión pública capitalina y nacional. Sus veredictos e intervenciones escritas acerca de la planta de cannabis sativa, por ejemplo, siempre combatieron su criminalización.49
Más allá de los consumidores de alucinógenos, la interacción entre enfermeras y psiquiatras con los pacientes habituados a los opiáceos y sus derivados, condicionaron las formas de tratamiento y de conocimiento de las enfermedades mentales, identificando así umbrales de tolerancia y abstinencia de síntomas psicosomáticos y otras respuestas emocionales y de su personificación. Tanto en La Castañeda como en el Hospital de los Toxicómanos, hubo que recurrir a herramientas distintas a la medicina, como la persuasión y manipulación personal para lidiar con “mentiras, súplicas y simulaciones de los asilados” que hicieron cualquier cosa para huir del internamiento, cuestión que contradijo el tratamiento de deshabituación y de retención de “un tiempo más o menos largo, para que cuando salieran no cayeran nuevamente en el hábito”.50
Con tales antecedentes, a mediados del siglo XX la psiquiatría se convirtió en una disciplina que aspiraba al control de sustancias (legales e ilegales, prescritas y proscritas, etcétera), convirtiendo un asunto práctico en un problema de conocimiento. Coincidencia extraña y curiosa, pues solo hasta la irrupción de medicamentos antipsicóticos y el abandono del concepto de toxicomanía, se asumió que la farmacodependencia era un problema susceptible de orientar una vocación científica. Pronto, la presión política y gubernamental en torno a la “guerra contra las drogas” de Estados Unidos sobre México,51 influyó en el sentido de nuestros programas psiquiátricos. “Como en toda epidemia, existe un agente agresor que en este caso son las drogas”, mencionó el psiquiatra Héctor Sánchez, sin reparar en los efectos metafóricos de su discurso, “como existe también una población receptiva compuesta por jóvenes, sin excluir a los adultos y los niños”.52 Por ello, hubo una respuesta institucional motivada por la presidencia de la República y bajo el liderazgo del “cacique de la psiquiatría”, en alusión al doctor De la Fuente Muñiz.53
A propósito, habría que rastrear las transformaciones que en materia de dependencias gubernamentales se dieron con el propósito de articular los servicios generales de salud mental y el combate a las drogas. El surgimiento en 1971 del Consejo de Problemas de Farmacodependencia por iniciativa del presidente Luis Echeverría Álvarez y, dos años después del Centro Mexicano de Estudios en Salud Mental (por sus siglas, CEMESAM), redundó en una serie de investigaciones que por sus alcances nacionales incluirían, tarde o temprano, a Mexicali y a Baja California. La relevancia clínica, política y preventiva del CEMESAM se mantuvo a lo largo de la década, de tal suerte que el financiamiento a través de la Secretaría de Salubridad y Asistencia aumentaría, otorgándole nuevas funciones y responsabilidades al convertirla, en diciembre 1979, en el Instituto Mexicano de Psiquiatría (IMP). Creado como organismo público descentralizado por decreto del presidente José López Portillo, conservó un rasgo similar al CEMESAM: el trabajo multidisciplinario de psicólogos, trabajadores sociales y enfermeros, siempre bajo la directriz psiquiátrica y neurológica. Por ello, a dos años de su inauguración, el doctor De la Fuente Muñiz se jactaba de que, al ingresar al IMP, cada paciente sería “incluido en uno o más protocolos de investigación” de índole clínica, bio-médica o psicofarmacológica.54
Dentro del formato de entrevista psiquiátrica que comenzó, más o menos, a estandarizarse por los profesionales de la salud mental, las preguntas básicas acerca de los hábitos de consumo de alcohol, drogas u otros fármacos fueron junto a las de hábitos de sueño y vida sexual susceptibles de generalizarse, todo gracias al dominio estadístico y técnico de muestreo.55 Las labores e investigaciones del CEMESAM significaron, para fines prácticos, una extrapolación de tales preguntas de índole personal, hechas por lo regular dentro de hospitales, clínicas y consultorios. Sin muchos problemas, tales interrogantes fueron replicadas más allá, en el “interior de la República”. Ejemplo de esto fue la encuesta de 1977 que la psicóloga Graciela Terroba y la psiquiatra María Elena Medina Mora aplicaron a 684 personas “mayores de 14 años” en Mexicali. Tratándose de un estudio mucho más general que contemplaba a las principales localidades urbanas del país, la publicación por separado de los resultados y hallazgos, además de no descuidar su base comparativa con otras ciudades, incluyó una hipótesis derivada de la situación fronteriza de Baja California. Luego de contratar a encuestadores y sin siquiera viajar a la península, Terroba y Medina Mora probaron el supuesto de que “la disponibilidad para usar drogas no médicas [era] mayor que en otras regiones de la República”.56
Una de las explicaciones más convencionales sobre automedicación y consumo de drogas ilegales, correspondió al doctor Rafael Velasco Fernández, para quien existían “características de personalidad” y “patologías subyacentes” que predisponían a la farmacodependencia. Antes de migrar a los conceptos contemporáneos de adicción y drogadicción, los especialistas en salud mental identificaron y crearon estereotipos de los consumidores de drogas. Por lo regular, quiénes fumaban diariamente marihuana, según la opinión del doctor Velasco Fernández, eran “jóvenes y adultos esnobistas, superficiales y excéntricos, que discuten sin muchas bases sobre temas intrascendentes que a ellos les parecen profundos”.57 Así, el cuestionario de Terroba y Medina Mora dio cuenta de “que el porcentaje de personas que reportan consumo de drogas de uso médico” (ansiolíticos, anfetaminas, analgésicos y barbitúricos, en suma 21.5 %), “alcanza mayores proporciones que el consumo de drogas no médicas, a excepción de la marihuana”, equivalente al 6.6.58
Carente del esnobismo advertido por el distinguido psiquiatra Rafael Velasco Fernández, especialista en depresión y adicciones, la droga más consumida en Mexicali fue la marihuana, por encima de la cocaína o la heroína. Dos años antes que el CEMESAM, Guillermo Figueroa Velázquez —en uno de los pocos papers de su autoría que hemos encontrado— publicó una investigación cuyo diseño metodológico fue diferente al de Terroba y Medina Mora. Ceñido al estudio de los “enfermos adictos a la marihuana” y presentándolos como parte de un “método longitudinal”, el texto de Figueroa Velázquez constituye una fuente del estado que guardó la práctica psiquiátrica local. Luego de años de observaciones, tanto en el Hospital Civil de Mexicali como en el “Centro Psiquiátrico Comunitario de Mexicali, dependiente de la Subdirección de Salud Mental y Psiquiatría Comunitaria del Estado de Baja California”, el médico descartó más de 100 casos para concentrar su explicación en 56 pacientes atendidos entre 1973 y 1974, de los cuales, “36 expedientes se estudiaron en forma global y en 20 se hicieron estudios socioeconómicos y psicológicos”.59 Todos ellos, de hecho, fueron lo opuesto a esnobs.
Poco más del 86 % de los jóvenes que recibieron atención psiquiátrica debido a su consumo de marihuana, “truncaron sus estudios”; 61% padecieron síntomas de “astenia”; 52.6 % manifestaron pérdida de “memoria y poder de concentración disminuidos y lentitud de pensamiento”; lo alarmante de todo el cuadro fue lo prematuro del consumo de la sustancia, ya que 60 % comenzaron a ingerirla antes de los 15 años.60 Desprovisto de algún anclaje experimental u otra prueba de laboratorio, el trabajo psiquiátrico de Figueroa Velázquez se limitó a aplicar test psicológicos de inteligencia. Mediante las pruebas desarrolladas por los psicólogos Lauretta Bender y John C. Raven, concluyó que más del 80 % de los consumidores tenían un “cociente intelectual” inferior a la media y que 90 % de ellos tuvieron trastornos “de coordinación visomotora”, por lo que no cabía la menor duda que los alucinógenos causaron estragos educativos y emocionales, detectando además que “95 % de los enfermos tienen un mecanismo de defensa de expertos en excusas”, por lo que atribuyeron sus males a todo, menos a la droga.61
Las investigaciones recientes del historiador estadounidense Isaac Campos sobre la historia de la marihuana en México y, por ende, en Estados Unidos, han cuestionado que los efectos contemporáneos de la intoxicación cannábica fueron los mismos a finales del siglo XIX y principios del XX a los experimentados en la actualidad. Entre los argumentos de Campos, se sugiere que más allá del hecho de que el tetrahidrocannabinol —la propiedad psicoactiva de la hierba— fuera descubierto en la década de 1960, hubo cierto ingrediente conductual que acentuó las representaciones dominantes acerca de consumirlo.62 Tras revisar exhaustivamente desde las prohibiciones inquisitoriales del siglo XVII hasta las producciones literarias del Porfiriato a finales del XIX, Campos escribió su historia bajo la premisa que hay una “incógnita psicoactiva” en el sentido de que los efectos de la droga preceden al consumo. Aunque no habló específicamente del tema de este artículo, citamos el trabajo de Isaac Campos como parte del contexto general, pues, evidentemente, Figueroa Velázquez estaba muy alejado de estos planteamientos, aunque respondía a intereses políticos y gubernamentales en los que hubo escasa tolerancia o comprensión sobre los medios culturales que predispusieron al efecto de sentirse “drogado”.63
La importancia de publicar un artículo sobre “enfermos adictos a la marihuana” en una plataforma editorial como Salud Pública en México, radicó en algo más que emitir un discurso científico. Nuestra interpretación es que el texto de Figueroa Velázquez divulgaba y anunciaba al sector salud que en Baja California se contaba con un dispensario destinado a los enfermos mentales. En el siguiente apartado revisaremos los escasos indicios acerca de la formación del “Centro Psiquiátrico Comunitario de Mexicali”. Tampoco dejaremos de mencionar que, en el artículo citado, Figueroa Velázquez acreditaba y agradecía a sus “colaboradores”, pero ¿Cuántos y quiénes eran ellos?
LA SUBDIRECCIÓN DE SALUD MENTAL EN MEXICALI
Uno de los indicadores del carácter asistencial de la psiquiatría, que también lo es para cualquier otra actividad médica u hospitalaria, fue el número de camas disponibles para el internamiento de pacientes. El repaso que el doctor Guillermo Calderón Narváez hizo a la aplicación del modelo comunitario (basado en la idea de comunidades terapéuticas con apertura y cercanía a los centros de población) que ayudó a implementar desde la Subdirección de Salud Mental de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, le condujo a observar las labores en “las ciudades del interior”, entre ellas, Mexicali. En la capital de Baja California, “gracias a los esfuerzos del doctor Guillermo Figueroa, se encontraba [para 1974] funcionando el anexo psiquiátrico del Hospital Civil contando con 10 camas”.64 Convendría precaver y premeditar sobre el significado de esto último. En entrevista con uno de los colaboradores de Figueroa Velázquez se mencionó que, en realidad, había más de 20 camas para enfermos mentales. Lo que sucedió es que el doctor Calderón Narváez jamás se trasladó a Baja California para cerciorarse de primera mano de esta información.65
Tal y como venía haciéndolo desde mediados de la década de 1960, Figueroa Velázquez continuaba en noviembre de 1973 acudiendo a la cárcel pública municipal para revisar a las y los sospechosos de enfermedad mental detenidos por las autoridades. Por lo menos, un par de veces a la semana él y sus colaboradores visitaron las instalaciones penitenciarias, en el entendido de que su margen de acción se encontraba limitado por las jurisdicciones de diferentes niveles de gobierno y funciones administrativas incompatibles. Escribió Figueroa Velázquez:
El Centro Psiquiátrico Comunitario es un centro de consulta externa y de internamiento. El único lugar de internamiento para enfermos mentales es el Pabellón Psiquiátrico del Hospital General de la SSA, el cual no puede absorber a los mencionados 19 pacientes por encontrarse trabajando por encima de su capacidad, por lo que como es de su conocimiento, periódicamente, cuando las condiciones así lo permiten, los enfermos de la cárcel en el número de acuerdo a nuestra capacidad, son trasladados al citado pabellón cuando los médicos de ese servicio así lo consideran.66
El pabellón en cuestión, al que aludía el doctor Calderón Narváez, no fue otro sitio sino “La Reja”, cuya existencia discutimos en la “crisis asilar”. Habría que considerar que la distancia física entre el Centro Psiquiátrico Comunitario (tutelado por el gobierno estatal) y el Pabellón Psiquiátrico del Hospital General (con tutelaje de la federación y local) era de escasas dos cuadras, poco menos de 100 metros. La Subdirección de Salud Mental que, desde luego, estuvo a cargo de Figueroa Velázquez, estaba abierta de lunes a viernes para consulta al público en general. En cambio, los pacientes con tratamiento ambulatorio eran recibidos las 24 horas del día, los siete días de la semana. Mencionar esta disponibilidad es importante pues, tal y como sugirieron Doroshow, Gambino y Raz, el vistazo a la vida cotidiana de los centros de reclusión e internamiento psiquiátrico, ayuda a entender el tipo de “micro-experimentos que se pensaba ayudarían a los pacientes a adaptarse a las demandas de la sociedad”.67
Entre su apretada agenda de trabajo, Figueroa Velázquez impartía clases a sus colaboradores más cercanos. Dentro de las facilidades de la institución, se contaba con un taller gráfico en el que se formaban e imprimían carteles informativos, folletería general, publicaciones académicas y la revista Informental, de la que aún no encontramos ejemplares. Nuestra única prueba sobre dicho taller es un boletín del mes de noviembre de 1978, cuyo contenido pone en contexto las reflexiones sobre drogas entre los psiquiatras de México y Estados Unidos.68 Uno de los dictaminadores anónimos de este artículo cuestionó la relevancia de este último dato, pero nuestra respuesta sería que parece ignorar cómo se escribe la historia: con base en evidencia e información encontrada. En la historia psiquiátrica, los hallazgos documentales abren la posibilidad de conocer actores e instituciones.
Antes de discutir los pormenores de dicha fuente, es necesario mencionar que el boletín incluyó un listado de los colaboradores de Figueroa Velázquez: se trató de cuatro psiquiatras de nombres Gloria Aguilera Espinoza, Jesús Bermeo, Antonio Magaña Ceja y, nuestro entrevistado, Ignacio Contreras Cárdenas. Asimismo, había un trabajador y tres trabajadoras sociales, dos psicólogas y un profesor normalista encargado del taller gráfico. Todos ellos trabajaron en el Centro Psiquiátrico Comunitario. Además de cubrir la nómina de todas estas personas, el gobierno estatal evitó que el pabellón o el centro psiquiátrico llegaran a la sobreocupación. Para ello, la oficina del gobernador en turno invirtió en transportación, localización y traslado (por vía terrestre) del grupo más numeroso y problemático después de los farmacodependientes: deportados y repatriados de Estados Unidos que deambulaban por Mexicali, la mayoría en pleno episodio psicótico. El gobierno estatal se cercioraba que los deportados regresaran a sus lugares de origen gracias a las trabajadoras sociales de la subdirección, quienes además de realizar estudios socioeconómicos para fijar cuotas de recuperación, localizaban familiares. Así probamos el supuesto de cómo el contexto importa para la historia psiquiátrica: el carácter fronterizo de Baja California impuso a la disciplina preocupaciones de política migratoria.
El carácter asistencial también se manifestó a través de la proveeduría de vales de medicamentos. Semanalmente, los psiquiatras de la subdirección recibieron talones para intercambiar medicamentos psiquiátricos en las principales farmacias de la ciudad. De este modo, pacientes de escasos recursos, deportados o en situación de indigencia, accedieron gratuitamente a sustancias controladas. En una entrevista concedida como parte de este artículo, Ignacio Contreras Cárdenas recordó que dicho sistema facilitaba el trabajo y funcionó durante tres periodos de gobierno: Milton Castellanos (1971-1977), Roberto de la Madrid (1977-1983), y Xicoténcatl Leyva Mortera (1983-1988).69 Aunque dijimos antes que la psiquiatría encontró su verdadera vocación (el control de sustancias) al crearse la psicofarmacología contemporánea, queda claro que dicho papel jamás lo habrían asumido los gremios psiquiátricos sin la transferencia de cierto poder proveniente del Estado.70
A diferencia del artículo de Salud Pública de México, en el boletín antes citado, Figueroa Velázquez abrió un mayor espacio para opiniones y expresiones personales. La característica esencial de las tres páginas que escribió, es que ampliaba el contexto más allá de Mexicali y comenzó a discutir los desafíos profesionales e institucionales que representaba Tijuana para el modelo de atención que él encabezaba. En su opinión, Baja California era una “entidad pobre en desarrollo” cuyo problema esencial fue haber sido “atacada por el problema de la inmigración”, sobre todo, en los asentamientos periféricos y espontáneos de las ciudades. Los habitantes de esos lugares eran, según sus observaciones, “gente que trabaja doce horas o más al día, empleando el resto de su tiempo para embrutecerse con el alcohol o el uso de drogas”.71 Incrédulo sobre la política educativa del momento, reconoció que muy poco podía hacerse por ellos, salvo llevarles tratamiento psiquiátrico. Sin embargo, en cualquier escenario, las enfermedades mentales afectaban por igual.
La metodología empleada por Figueroa Velázquez revela que sus investigaciones eran de gabinete y observaciones directas en pabellón y consultorio. Cual burócrata, llegado el momento de presentar un informe ante colegas o autoridades, metía orden en sus papeles y expedientes, para después escribir al respecto, eso sí, de modo sistemático. “Oficialmente solo el Departamento de Salud Mental cuenta con datos estadísticos que permiten observar la prevalencia de las drogas”, anotó en relación a un contexto particular: en Tijuana no había una clínica psiquiátrica más que la del CIJ a cargo de José Enrique Suárez y Toriello, contexto que abordaremos al finalizar este artículo. Preocupado por las consecuencias sobre el sistema nervioso central tras años de consumo y tolerancia, la farmacodependencia se convirtió en el principal problema que aquejaba a los estratos más jóvenes de población en Baja California.
Con miras a precisar tal incidencia, Figueroa Velázquez ofreció los números absolutos de los casos que entre 1973 y 1978 fueron atendidos en el Departamento de Salud Mental —antes Subdirección de Salud Mental— en las dos instituciones que atendieron: 3 897 pacientes, “de los cuales el 40% correspondió a problemas psicóticos” en el Pabellón Psiquiátrico del Hospital General; 2 386 en el Centro Comunitario Psiquiátrico, de los cuales 472 fueron “internados agudos” de planta, entre reingresos y primeros ingresos. Los poco menos de 6 500 individuos atendidos por Figueroa Velázquez y su equipo en cinco años de servicio, ofrecieron una perspectiva sobre la salud mental en la entidad:
El 80 % de las personas revisadas se diagnosticaron con intoxicación bajo estas sustancias. La marihuana y el cemento continúan teniendo un alto índice de utilización. Actualmente los alucinógenos se encuentran entre las drogas más populares consumidas por los jóvenes resultando difícil el diagnóstico y detección de estos. El problema de la heroína [al menos en Mexicali] ha disminuido de manera importante hace aproximadamente año y medio.72
Los datos íntegros fueron originalmente compartidos en un evento organizado por la Asociación Fronteriza México Estadounidense (AFMES), en Texas, con representantes de Sonora y Chihuahua. En el marco de la “guerra contra las drogas”, los profesionales de la salud mental fueron los interlocutores escogidos por las autoridades mexicanas para rendirles cuentas a sus homólogos estadounidenses. Habría que recordar que existía una distribución desigual en el número de psiquiatras que trabajaban en el país; nos queda claro que la relación entre el gremio de profesionistas y la estructura gubernamental dependía de la cercanía física y de la armonía entre los estados en cuestión y la Ciudad de México.
Así, mientras en Tlalpan pudo establecerse un proyecto psiquiátrico como la Clínica San Rafael que explícitamente “buscaba trabajar sin solicitar un subsidio económico fijo para su sostenimiento”, en esquema mixto de gobierno, empresas y universidades,73 Figueroa Velázquez concluía su discurso reconociendo que sin apoyo del gobierno estatal ningún programa de salud mental sería posible.74 Pero cabría agregar que al interior de Baja California también hubo relaciones “desiguales”: la ciudad de Tijuana no contaba con una institución de atención psiquiátrica financiada por recursos públicos, en principio, pues tales servicios se encontraban a poco menos de 180 kilómetros en Mexicali. Sin embargo, desde finales de la década de 1960, el gobierno federal contempló que en materia de drogas tendría que existir una política compensatoria que, sin la dificultad de crear y mantener mayores plazas burocráticas, afianzaba otros espacios que vincularan los esfuerzos de la sociedad organizada, sobre todo, de los familiares afectados por la farmacodependencia. Por ello, precisamente, se constituyó una amplia red de CIJ.
EL CIJ-TIJUANA Y LA DESINTOXICACIÓN DE HEROÍNA
En marzo de 1977, tuvo lugar en la Ciudad de México la segunda reunión nacional de los CIJ. Según una nota de prensa, los psiquiatras asistentes utilizaron una figura geométrica para explicar un patrón de distribución regional que caracterizaba un alto patrón de usuarios de drogas por encima del resto de entidades federativas. En concreto, hablando del incremento en el consumo de heroína, entre las entidades de Jalisco, Coahuila y Baja California, se formaba un “triángulo”, de tal suerte que en Tijuana y Culiacán el 85 % de personas que eran atendidas en los respectivos CIJ eran usuarias del opioide.75 A la reunión, además de Figueroa Velázquez, asistió como parte de los delegados de Baja California, el psiquiatra José Enrique Suárez y Toriello, del CIJ de Tijuana. La reunión fue presidida por el psicoanalista Mario Campuzano, a la sazón director técnico de los centros.
Fundados en 1969 con el nombre de Centro de Trabajo Juvenil, los CIJ tuvieron como misión enfocarse en el consumo de drogas entre los jóvenes mexicanos. En torno a dicho problema, resuenan los ecos de los movimientos estudiantiles como parte de una cultura global que incluía la moda de hippies, psicodelia y sustancias psicotrópicas. María Eugenia “Kena” Moreno, editora de una revista femenina y un grupo de la iniciativa privada, las “Damas publicistas de México” (bajo asesoría psiquiátrica de Ernesto Lamoglia), consolidaron el proyecto de los CIJ, mismo que a partir de 1973 comenzó a recibir del gobierno federal 100 mil pesos mensuales para gastos operativos. En el inter, desde luego, recibieron apoyo científico del CEMESAM.76 No debemos concebir la empresa de los CIJ como netamente conservadora, pues entre los diferentes participantes del proyecto hubo al interior, además de diferentes corrientes políticas, psicoanalistas y médicos que hicieron parte de técnicas terapéuticas básicas y farmacéuticas, basados en discursos de “autoayuda” más que en la expresión de una disciplina científica o entendimiento del contexto social detrás de las enfermedades. La postulación de “Kena” Moreno a una diputación federal a principios de la década de 1980, motivó la formación sindical de los trabajadores que rechazaron el uso político dado a la institución.77
El establecimiento del modelo de CIJ fue posible en Tijuana gracias a la aportación “con un valor de más de un millón de pesos” de un club de Rotarios.78 El 16 de agosto de 1981, ingresó el primer farmacodependiente a la unidad de internación del CIJ procedente de una consulta en el Hospital General de Tijuana. Sin utilizar un sustituto igualmente opiáceo como la metadona para la desintoxicación de heroína, el paciente fue sometido a un tratamiento compuesto por ansiolíticos, neurolépticos y analgésicos opioides. Antes de que arribara José Enrique Suárez y Toriello, lo único que se buscaba en el CIJ tijuanense era sedar “a los heroinómanos” durante los 21 o 28 días que permanecían. Antes de administrar diversos sedantes, los pacientes eran internados en abstinencia absoluta —bajo el método conocido como cold turkey, en relación a escalofríos similares a los de la piel de dicha ave de corral—, después se les iba dosificando los narcóticos.79 Desesperados, algunos de ellos destruyeron los botiquines con el propósito de aumentar las dosis, especialmente de clonidixina, que se convirtió en opción barata para tratar el síndrome de abstinencia.
Al igual que con Figueroa Velázquez, sobre Suárez y Toriello contamos con datos biográficos y curriculares escuetos, sabemos, por ejemplo, que egresó en 1971 de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Tuvo gran dominio de la literatura especializada, pues en sus escritos desplegaba conocimientos históricos sobre los tipos de tratamientos aplicados a heroinómanos y morfinómanos.80 El énfasis endógeno de sus explicaciones en las que recurría a términos y descripciones químicas, neurológicas y farmacológicas, contrasta un poco con la rigidez de su postura, ya que, en su opinión, lo ideal era suprimir por completo el consumo de drogas durante la desintoxicación y la recuperación en general. Detrás de la idea de la “abstinencia total”, existía una creencia que posteriormente el psiquiatra pudo explicar mejor: para él, los adictos exageraban y distorsionaban “las manifestaciones clínicas”, de tal suerte que “encarcelar a quienes fuman marihuana o se aplican heroína […] es una dislocación de la justicia” y, como parte de esa misma reflexión ética, pareciera que coincidió con ciertos planteamientos críticos al expresar —como si fuera lector de Szasz— que “convencer a los adictos de que padecen un mítico trastorno metabólico por el cual deben de depender de un veneno potencial, en lugar de instarlos a esforzarse por lograr su liberación, es un acto de conspiración”.81 Obviamente estaba hablando de las empresas farmacéuticas.
Con cierta sensibilidad de científico social, Suárez y Toriello reprodujo las palabras empleadas por los usuarios de heroína para referirse a las diversas fases del consumo: desde las “huellas de venopuntura” (“marcas o trakes”), al síndrome de abstinencia (“malilla”), hasta la sensación óptima de euforia (“andar high”).82 La detallada exposición de toda la sintomatología de la “malilla”, por ejemplo, da a imaginar que en pasillos y cuartos del CIJ, enfermeras y empleados de limpieza solían limpiar sangre, vómito, excrementos, sudor y semen. Entre 1971 y 1975, fueron descubiertos los receptores para opiáceos que existían de manera natural en ciertos organismos, convertidos a los ojos de la investigación biomédica en “la morfina propia del cuerpo”, que según la fuente se llamarían “encefalinas”, u otras fuentes “endorfinas, a manera de nombres genéricos para los factores opiáceos endógenos”, mismos que para Suárez y Toriello eran susceptibles de estimularse mediante terapéuticas francamente en desuso.83
El confort y la relajación que produjo el neurotone entre los pacientes del CIJ-Tijuana, fue juzgado como uno de los medios más exitosos para modular dolencias y paliar los efectos más negativos de la ansiedad, al suministrar a intervalos regulares determinada cantidad de corriente eléctrica en ciertas áreas localizadas del cerebro. No cabe la menor duda que dicho aparato formaba parte de las terapias de choque del siglo XIX en el Reino Unido,84 por lo que la cultura psiquiátrica de Suárez y Toriello nos resulta más que inquietante, en el sentido de que raras veces la historia de la medicina recurre con tanto énfasis a un aspecto instrumental de la práctica psiquiátrica.
Al finalizar la década de 1980, la psiquiatría y la farmacodependencia comenzaron a generar las explicaciones sobre la drogadicción. Lo cierto es que en Tijuana la preocupación por los efectos neurológicos y psiquiátricos sobre el consumo de drogas, pasaron a segundo término ante la inminencia de un mal mayor: los primeros casos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida en la frontera México Estados Unidos.85 La colaboración de alguien como el doctor José de Jesús Curiel Figueroa con académicos del condado de San Diego, resultó esencial para estudiar las consecuencias del uso de jeringas para inyectarse sustancias, por ejemplo, la transmisión viral por el torrente sanguíneo. A diferencia de psiquiatras como Suárez y Toriello o Figueroa Velázquez, Curiel Figueroa fue perteneciente a otra generación de especialistas en la psique que impartió clases en la UABC. De hecho, fue el vínculo que permitió a las y los estudiantes tijuanenses de medicina, realizar prácticas dentro del CIJ-Tijuana. La historia de cómo la ciudad se hizo (y deshizo) de su primer pabellón financiado con recursos públicos, requiere un abordaje que por motivos de extensión aquí no podríamos satisfacer.
CONCLUSIONES
Hay un contraste riquísimo con el cual quisiéramos cerrar el artículo. Dicho contraste es relevante en la medida en que nos informa del desarrollo de la disciplina psiquiátrica en Baja California. Así, mientras Guillermo Figueroa Velázquez aplicaba test de inteligencia a fumadores de marihuana, José Enrique Suárez y Toriello aplicaba corriente eléctrica al cerebro de heroinómanos. Uno en Mexicali, el otro en Tijuana: no fueron los únicos psiquiatras, pero sí los que transmitieron con fuerza —y, sobre todo, por escrito— su pensamiento y procedimientos dentro de la disciplina científica que les ocupaba. Convendría entonces rechazar (o confirmar) el dato aportado por De la Fuente Muñiz y Campillo de que en Baja California hubo siete psiquiatras. Nuestra certidumbre en torno a ese número se ubicaría a principios de la década de 1980, y basándonos exclusivamente en las evidencias compiladas en este artículo, podemos afirmar que en Baja California hubo siete psiquiatras.86 Tampoco dejaremos de admitir que nos basamos en fuentes gubernamentales, por lo que se nos escapan algunas experiencias históricas. Una sensata reflexión final sugiere que afinar los criterios de búsqueda más allá de archivos, bibliotecas y repositorios oficiales, resultaría bastante útil para incorporar las experiencias y saberes de los médicos que no detentaron algún cargo público.
Sobre la institucionalización de la psiquiatría para el sistema regional aquí estudiado, conviene destacar la importancia que tuvo el estado de Sonora y Cruz del Norte, pero el éxito dependió de la capacidad para personificar a enfermos agresivos o adictos a sustancias en pacientes aptos para el traslado. La integración de los subsistemas Mexicali o Tijuana, mostró debilidades y fortalezas en la práctica psiquiátrica: recurrir a herramientas psicológicas o de experimentación neurológica anticiparon el desarrollo interdisciplinario que tuvo el campo profesional de la salud mental, pero según documentamos, la principal dificultad fue para homologar experiencias y saberes en el terreno de lo institucional.
Escribir la historia de la psiquiatría en Baja California no tendría que ser muy diferente a la de otros países o entidades federativas. Más que plantearnos deficiencias sobre la información disponible, la mayor dificultad de convertir al gremio psiquiátrico en sujeto/objeto de estudio, radica en la resistencia que ofrecen a ser observados. Siendo individuos acostumbrados a plantear preguntas, les exaspera ser interpelados por observadores ajenos a la medicina: se resisten tanto a ser retratados por la historia, que algunos escribirán historias gremiales y de la locura. Nuestra mayor dificultad radicó precisamente en que en Baja California existen psiquiatras que se rehúsan a pensarse como parte de la historia regional. Da igual si esto último se debe a pereza intelectual, modestia profesional o a la circunspección de aquellos que limitan su trabajo a recetar pastillas.