Introducción
En el presente artículo1 busco perfilar la figura del paciente, concebida como parte de la identidad personal que una asume, más que solo un rol social en el encuentro paciente-médico. En un primer paso explico cómo tanto el advenimiento como, más ampliamente, la vivencia de la enfermedad constituyen un evento importante para la constitución de la identidad personal, apoyándome en la fenomenología de Simone de Beauvoir. Detecto dos momentos definitorios de la condición de paciente: el primero, la relación existencial con la propia enfermedad (el padecimiento) y el segundo, la relación asimétrica con el médico, para quien el paciente es el que no es “agente” de su propio tratamiento y pasivo en la toma de las decisiones. La descripción del primero de los puntos me lleva a considerar toda una serie de planteamientos fenomenológicos que describen la transformación personal que opera en la vivencia de la enfermedad en términos de una ruptura o pérdida. Para llevarlo a cabo me apoyo fundamentalmente en Carel, Toombs, Svenaeus y Leder. La descripción de la relación médico-paciente se centra en la asunción implícita sobre el rol determinante y, en ocasiones paternalista, del profesional de la salud en la elección del tratamiento. Sin llegar a cuestionar la autoridad médica, el artículo repasa, no obstante, algunos puntos problemáticos de la idea acerca de la “pasividad del paciente” como incapacidad de la toma de decisiones sobre la propia salud y cuidado.
La tercera parte del trabajo propone articular de forma distinta los factores que determinan la experiencia de la enfermedad. Así, a la noción del paciente se le opone la condición del “impaciente”, en un esfuerzo de concebir otra forma de ser en el mundo en general, y de relacionarse con los profesionales médicos, en particular. En primer lugar, la relación existencial “impaciente” con la enfermedad la encuentro en el mundo de enfermedades crónicas congénitas con escasos episodios agudos que disponen de detección precoz y tratamiento. Aunque en estas condiciones no se consigue eliminar todos los síntomas y cabría hablar de un “padecimiento”, la vivencia de una enfermedad innata, cronificada y controlada no puede concebirse en términos de una pérdida. Con esto en mente, procuro describir la experiencia del paciente crónico como marcado por la gestión y “negociación” del mundo. Estas consisten en un esfuerzo por encontrarse “en casa” u “orientado”. Las razones de la “desorientación” del paciente crónico son diversas. No sólo radican en el estigma, exclusión o inadaptabilidad de los espacios, como indicadores de vulnerabilidad social. Más bien, se constituyen ya a nivel vivido en la tensión entre la “transparencia de la salud” observada en los demás y la “negociación” de la misma en el caso de los pacientes crónicos. Más que los que padecen, los “impacientes” crónicos los que pro-curan activamente el mantenimiento de sí en el mundo. La actividad “impaciente” abarcaría tanto la gestión del tiempo, espacio y cuerpo como aspectos más estrictamente sociales, como accesibilidad de espacios, adaptabilidad de condiciones laborales, apoyo a la educación etc. En segundo lugar, la segunda consideración del impaciente se centra en el encuentro médico-paciente, en cuyo marco el término de “negociación” (tomado de Baszanger2) fue usado originalmente. Esta negociación ha de entenderse en términos positivos, como búsqueda común del cuidado óptimo.
Consideraciones previas
El título del presente artículo evoca el lema de beauvoiriano: “uno no nace, sino llega a ser...”3 alguien. El empleo de esta expresión es intencionado y requiere de matizaciones, pues constituirá el hilo conductor de la comprensión de la figura del paciente.
De Beauvoir emplea esta perífrasis sobre todo en dos obras suyas: El segundo sexo y La vejez para explicar el sentido existencial de ciertos fenómenos vitales, como el género o la edad. El alcance de esta expresión va, se defiende en este artículo, más allá de la afirmación de la mera historicidad del sujeto. De ser así, esta constatación se limitaría a sancionar una banalidad del tipo “para convertirse en una mujer, una tiene que pasar por distintas etapas del desarrollo” o “solo se es viejo a partir de una cierta edad”. No obstante, “llegar a ser” puede interpretarse como dialéctica propia de la formación de la identidad y, en este caso, algo más que la constatación de la temporalidad en torno a la que se articula nuestro ser.
El proceso de convertirse en alguien es, según De Beauvoir, un proceso de confrontación tensa y marcada por una ambigüedad que evade las posiciones extremas acerca de la fuente de la identidad personal. Por un lado, apoya decisivamente la idea de que ciertos caracteres de la identidad -como el género o la edad- no son algo constituido subjetivamente. No me convierto en una persona mayor porque un día me despierto y, sin más, lo constato. Más bien, es algo que descubro y que descubro a través de la mirada de los demás posada en mí. “En mí, el otro es el que tiene edad, es decir que soy para los otros; y ese otro soy yo”.4 De alguna forma, la realización de la edad supone un distanciamiento respecto de sí mismo y mirarse, por un momento, como un objeto expuesto a la vista de los demás. “Llegar a ser” significa, por tanto, asumir -es la parte subjetiva de la cuestión- el hallazgo acerca de nosotros mismos, hallazgo del que los demás son conscientes antes que yo y que de alguna forma me determina.
Por el otro lado, y en coherencia con la ambigüedad del planteamiento de la filósofa francesa, el “llegar a ser” nunca se realiza propiamente: nunca terminamos por comprender qué significa “ser mayores” “o ser mujer”. Y es que no podemos apropiarnos plenamente del sentido de estas condiciones, porque parte de ello está constituido por los demás, los que nos rodean y todo el bagaje cultural que se concentra en torno a estas cuestiones. Nuestra experiencia nunca abarcará la totalidad de las dimensiones del fenómeno, lo que piensan los demás, lo que se ha pensado tradicionalmente de ello. Por esa razón, ciertas atribuciones o rasgos identitarios son, para De Beauvoir, ideas que operan detrás de nosotros, pero son irrealizables experiencialmente. Solo podemos vivirlas hasta cierto punto, pero por otra parte, estas nociones también operan en nosotros, predelineando nuestras elecciones. En este gesto de asumir llegar a ser algo o alguien que ni siquiera se comprende del todo y que nos determina reside el carácter situado del sujeto humano. Para De Beauvoir, todo irrealizable es una noción densa, no del todo intuida por nosotros, que nos precede y que nos sitúa en el mundo de una forma determinada:
Es que la vejez pertenece a esa categoría que Sartre ha llamado los irrealizables. Su número es infinito puesto que representan el reverso de nuestra situación. Lo que somos para los demás nos es imposible vivirlo a la manera del para sí. Lo irrealizable es “mi ser a distancia que limita todas mis elecciones y constituye su reverso”.5
Ejemplos de tales signos identitarios densos serían justamente fenómenos como la edad, la nacionalidad o el género. Nos determinan sin que podamos hacer gran cosa con ello; pero tampoco nos aprisionan irremediablemente. En lo que sigue, asumiré que “ser paciente”, relacionarse con una enfermedad advenida, es también una noción densa.
Podría objetarse que la figura del paciente es más un rol -un rol en el que entramos en el despacho del profesional médico- que un rasgo identitario.6 En un intento de mostrar que se trata de un fenómeno existencial más englobante, recorreré los testimonios de filósofas y filósofos que en su reflexión sobre el sentido filosófico de la enfermedad se identificaron como pacientes. En estos testimonios se hacen patentes las ambigüedades indicadas por De Beauvoir: el padecimiento es algo que se vive en primera persona pero que también exhibe momentos de constitución intersubjetiva, a través de la mirada de los demás, sean amigos, sean profesionales de la salud, sean los resultados de las pruebas. La enfermedad condiciona y ser paciente es algo nunca del todo comprensible: un irrealizable que solo podemos asumir.
Finalmente, cabe destacar que el proceder de Simone de Beauvoir no está exento de polémica. Cuando la filósofa francesa analiza la condición femenina o la edad, constituye estos fenómenos a través de miradas que enjuician y atributos que, en ocasiones, cuestionan la autonomía o el carácter de sujeto. La mujer y el anciano serán ambas figuras de la otredad. Esto no quiere decir que la filosofía de beauvoiriana se resigne a sancionar esta exclusión; más bien la desafía.7 Las minuciosas descripciones del estado actual de la cuestión permiten abrir, una vez denunciada la exclusión, otros y mejores modos de constituir la identidad personal y vías de trasgresión. No sería adecuado, por tanto, asumir que la descripción de una determinada realidad (la femenina, de las personas mayores o de los pacientes) sea esecial y que no quepa otra forma de situarse. Más bien, es una invitación a cambiar las cosas.
Siguiendo a la pensadora francesa también en este aspecto, el presente artículo busca trazar distintas formas de asumirse paciente como eje en el que la identidad humana pueda constituirse de diversas maneras.
Dos aspectos de “ser paciente”
En este apartado abordo dos sentidos en los que la noción del paciente se puede concebir como una situación existencial y no como rol social. La primera acepción es más amplia, en tanto que permea la totalidad de la vida del paciente, hasta el punto de convertirse - a juicio de algunos autores- en “evento transformador”.8 Aquí argumentaré que lo esencial de reconocerse paciente en este sentido amplio tiene que ver con una forma de vivir la enfermedad: esto es, padecerla. La segunda noción, por el contrario, hará referencia a ciertos fenómenos vividos en el contexto estrecho del encuentro médico-paciente. En este sentido, podría asemejarse a un rol social.
Ambos aspectos se constituyen según el esquema “llegar a ser” de De Beauvoir. En el momento de descubrirse paciente convergen tanto elementos vividos -sentidos corporalmente- como aspectos instituidos por la mirada del otro. Entre estos últimos figurarían convicciones sobre la capacidad o incapacidad, expectativas acerca del comportamiento, atribución de roles sociales.
El paciente como el que padece
El primer aspecto de “ser paciente” o “convertirse en el paciente” tiene que ver con la relación de la persona con la enfermedad. La fenomenología concibe la enfermedad en términos del sentido que esta tiene en la vida de un sujeto: lo que implica a nivel corporal, personal, biográfico, a nivel de relación con el mundo y con los demás. En la literatura sobre el tema abundan las descripciones de la enfermedad concebidas como “pérdida”. Los sujetos sanos, que caen enfermos, no gozan ya más de lo que “se daba por hecho”9: las capacidades corporales, las relaciones afectivas, las costumbres, las posibilidades de interacción, los objetivos y los valores vitales, etc. En última instancia, se trataría de una pérdida fundamental del estar en el mundo de una determinada forma. Ante el mal advenido, la enfermedad que nos afecta, que nos priva de nuestras facultades, nos vemos indefensos, fuera de control, nos sentimos incompletos, despojados de nuestra familiaridad habitual con el cuerpo y con el mundo. Dudamos de todo ello.10 El sufrimiento, sea dolor percibido en el cuerpo, sea sufrimiento existencial,11 permea esta concepción de la enfermedad y caracterizará la vida del que la sufre.12
Este será el primer sentido que se quiere dar aquí a la noción del paciente. Nombrar a alguien “paciente”, más allá de “enfermo”, tiene por finalidad subrayar, en esta primera acepción, la dimensión pática de la relación con la enfermedad. Y es que todas las personas con una enfermedad “padecen” de algo, algo que los condiciona como el irrealizable de Simone de Beauvoir. En este sentido son pacientes. A la inversa, cabría preguntarse si todas las personas con una enfermedad -notablemente las que conviven con una enfermedad crónica- se definirían como enfermas. En este sentido, argumento que “ser paciente” es una categoría apropiada para dar cuenta de diversas dimensiones de la vida personal -en esta sección, concebidas en clave de una pérdida- y como tal, ha de entenderse como algo más robusto que un rol social.
En lo que sigue, destacaré algunas dimensiones de esta vivencia, atendiendo a diversas descripciones fenomenológicas encontradas en la literatura sobre el tema.
Relación específica con la corporalidad propia
En la relación específica con la corporalidad propia el cuerpo se torna “ajeno” a la agencia del sujeto. Esto bien porque no obedece a la voluntad - se pierden capacidades-, bien porque parece dotado de una agencia propia, extraña e involuntaria. Esta relación ha sido denominada en la literatura como la duda corporal [bodily doubt],13 como el cuerpo inhóspito [body uncanny]14 o, como relación de ambigüedad entre el sentido de pertenencia (“estos movimientos que hago son míos en algún sentido”) y el sentido de agencia (“soy yo el que ejecuta estos movimientos”)15 o, en cierto sentido, ambigüedad entre el sujeto y la enfermedad.16
El sujeto padece en tanto que ya no puede hacer lo que hacía antes, es limitado, por un lado, y, por otra parte, tampoco es dueño total de sus propias acciones. Más bien, algo le es infligido, aunque paradójicamente, provenga “de él”. En cuanto a la primera cuestión, por ejemplo, Leder compara la enfermedad con tocar el violín al que de repente se la ha roto la cuerda17. El estudio se centra en la imposibilidad -corporal y personal- de hacer ciertas cosas. Es como si se hubiera roto una cuerda del violín y no nos quedara más remedio que tocar con lo que queda, aunque el instrumento haya sufrido un daño.
En cuanto a la segunda cuestión, el mismo autor apunta en su libro The Absent Body a que la experiencia del cuerpo exhibe también movimientos y “actividades” involuntarios, propios de una profunda vida visceral, que Leder describe de la siguiente forma: “poderes viscerales o nutritivos que se despliegan en un estilo autónomoy como procesos que “exhiben una ‘miídad ajena’ mientras al yo se le aparecen como lo otro y, sin embargo, parte integral de la existencia del yo”. 18 Es algo que no pertenece al sujeto, que “otorga la vida de una forma nunca totalmente querida o comprendida por mí”19. La idea de la “míidad ajena” permite explicar cómo en ciertas enfermedades el cuerpo florece como dotado de agencia que reconocemos como perteneciente a nuestro yo y, sin embargo, no originada por él. Gallagher trabaja sobre todo en el ámbito de las llamadas enfermedades mentales, pero la idea de pérdida de agencia en la enfermedad a favor de lo que el cuerpo “hace” podría extenderse a fenómenos como fiebre, tics, fatiga, y toda una serie de enfermedades, en principio relacionadas con lo corporal y no con lo mental.
Relación específica con la temporalidad
En su autoetnografía de ser diagnosticada con la linfangioleiomiomatosis (LAM), Carel analiza el modo de relacionarse con el tiempo en el momento del diagnóstico:
Esto fue cosa de fábulas o de mitos. Allí estaba yo, leyendo un libro que me relataba mi propia inminente muerte. El manual de diagnóstico era mi personal libro de profecías. Me iba a ser revelado mi propio final. La rareza de aquello me chocó. El futuro me ha sido desvelado con una claridad nauseabunda por ese mismo libro y el diagnóstico que contenía.20
La particular relación con el futuro, que en este momento lo ve con tanta claridad, se cristaliza para Carel en la noción de anticipación. Los pacientes anticipan el curso de su enfermedad, aguardan los siguientes acontecimientos, adivinan resultados de las pruebas. En este sentido, se modifica la estructura temporal en la que preferentemente vivimos. Con Husserl, la estructura de la conciencia prioriza el presente; este naturalmente no es instantáneo, sino que es una duración robusta, impregnada todavía del pasado que se desvanece y abierta hacia el futuro, que igualmente orienta las acciones y valoraciones. Vivir en anticipación significa secuestrar parte presente de la vida, subyugar los valores y los acontecimientos del ahora ante la incertidumbre del futuro y empequeñecer los horizontes del mundo que se despliega en función de lo que está por venir. La incertidumbre oscilará entre la esperanza de la cura y la previsión de cierre de posibilidades, fragilidad y también muerte, en caso de las enfermedades de curso fatal.21 De esta forma lo refiere también Ramos dos Reis cuando atribuye la ansiedad del paciente oncopediátrico ante la muerte a “una dinámica de experiencia de posibilidades”,22 relacionada con la pérdida del futuro.
Lo suyo cabe decir de la temporalidad propia de enfermedades no fatales que encuentran bien cura o sanación, bien adaptación. Leder23 lo denomina una “re-posibilitación del mundo”: el momento de caer enfermo y experimentar la imposibilidad, para pasar a descubirr el momento I’m-possibility en el que se descubre la posibilidad de re-habituar el cuerpo.24 Finalmente, sea por la cura o por un proceso de adaptación, se llega a “I am” Possibility, en el que se consuma el retorno a una normalidad y a la salud.
La temporalidad específica del paciente, según está acepción, sería la de una pérdida y de una búsqueda de nuevas posibilidades de plenitud o resignación ante la imposibilidad de la sanación.
Cambio de relación con el mundo
Toombs, una de las pioneras de la fenomenología de la enfermedad, concebía su condición -esclérosis múltiple- como evento que transforma la totalidad de las relaciones con el mundo: “La enfermedad representa un modo distinto de ser en el mundo: un modo caracterizado no simplemente por una disfunción corporal sino por una disrupción concurrente del yo [self] y el mundo circundante”.25 Las experiencias que ella y Carel relatan permiten ver los aspectos involucrados en esta transformación.
La transformación lo es en el sentido radical porque, en primer lugar, lo “dado por hecho” se desvanece ante la nueva y hostil cotidianidad. Carel observa, como cambia la relación con los objetos: “El mundo se achica y empieza a ser hostil. El sentido de la posibilidad que acompaña a los objetos desaparece. Una bicicleta ya no es invitación para pasar la tarde de aire fresco y libertad. Es una reliquia de los días pasados”.26 De la misma forma, cambia relación con los planes y objetivos que el paciente puede emprender. Asegura Toombs que “elegir hacer un proyecto supone, en efecto, asegurar que no tendré suficiente energía para embarcarme en otro”.27 La frustración de las posibilidades prácticas de interacción con el mundo afecta, finalmente, la relación con los demás. Carel es la que desarrolla el tema de la siguiente manera: “El cuerpo se experimenta como una carga, un problema, pero estos sentimientos son a menudo exacerbados por la experiencia social de mi cuerpo como aberración, una afrenta hacia los demás”.28 Ante una enfermedad, la persona paciente puede perder su condición de participación plena en las actividades, sentirse una carga -cuando ante la disminución de capacidades motoras hay que esperarla- excluida o avergonzada.
Tales serían, en resumen, las experiencias de la enfermedad comprendidas como una pérdida. Destaca el carácter disruptivo que desestabiliza la vida y organiza distintas facetas de la vida en torno al cuerpo que padecece y precisa de cuidados.
Para comprender este asunto a la beauvoiriana, hay que comprender que las dimensiones involucradas en el percatarse de la propia condición se exhiben en una tensión entre el yo y lo que constituye su reverso. Por un lado, es la agencia de la corporalidad que subyuga y hace que el paciente padezca. Por el otro lado, las experiencias de la pérdida no son solo convicciones personales sino que de hecho son implicadas en la mirada de los demás, en el juicio acerca de las capacidades o discapacidades del que padece.
En el despacho: el paciente como el no-agente
En segundo lugar, el nombre de “paciente” denota, efectivamente, un rol en la relación entre el médico y el enfermo. Aquí han de distinguirse varios aspectos. En primer lugar, el momento de constatación de esta realidad. Carel describe su realización de “llegar a ser paciente” de la siguiente manera:
Ahora me doy cuenta que me convertí en “paciente”. Objeto de investigación médica, pero también un objeto: una entidad física con ciertos rasgos y patologías que pueden ser comprendida vía procesos moleculares, vías de señalización, síntomas. Mis palabras se convertirán en “el informe de paciente”. Seré un nombre en la lista en espera, una carpeta en el carrito. Y finalmente, un cuerpo en la cama hospitalaria.
Esta reducción fue instantánea y dinámica.29
Según el testimonio de Carel la condición del paciente en el trato con el médico supone una reducción. Reducción de la persona, mujer, con planes y proyectos a un objeto que se presenta al profesional de la salud como constelación de síntomas fisiológicos y un cuerpo sobre el que intervenir, pero no tanto cuerpo como portador de una vida independiente y consciente y su implicación en contextos, funciones y objetivos de la más diversa índole.30
De esta forma, ser objeto de la investigación médica constituye para Carel una puerta hacia una injusticia epistémica, en tanto que el profesional, más centrado en la aplicación de intervenciones y medicamentos que en la historia y necesidades personales, no reconoce el tipo del conocimiento y experiencia que puede aportar el paciente. Por un lado, podría hablarse de injusticia testimonial: ésta consiste en no otorgar a la persona paciente la capacidad de relatar lo que está pasando de forma suficientemente imparcial, sea porque se cree demasiado emocional o incapaz de comprender su condición. Por el otro lado, la injusticia epistémica es también cuestión de injusticia hermenéutica, dada la dificultad general de referirse a cierta clase de eventos.31
Desde esta perspectiva, lo que expresa la segunda acepción del paciente es la convicción general acerca de su pasividad ante la toma de las decisiones médicas. Posiblemente, se objetará que se trate de una atribución un tanto exagerada, ya que los avances en el campo de asistencia sanitaria, sean desde la enfermería o desde los cuidados paliativos, por un lado, y el ideario investigativo de la medicina traslacional,32 por el otro, parecen apreciar el rol y la experiencia del paciente. ¿No obstante, hasta qué punto? El trabajo de Annemarie Mol33 incide en cómo se concibe al paciente en el encuentro médico. Para la investigadora holandesa el modelo de la lógica de la elección es un paradigma en el que el médico le presenta al paciente -desconocedor, por lo general, de los avances terapéuticos en materia de su propia enfermedad y de los fundamentos de la medicina- el mejor curso de tratamiento. La capacidad de asumirlo o no, el deseo de adherirse a él, son cuestiones secundarias ante la implacable lógica de “esto es la mejor medicina para ti”. Dentro de este paradigma, la decisión del paciente solo es racional si confía en el juicio médico y se adhiere a lo que se le propone. Si el paciente no elige lo mejor para él/ella, se le atribuye la falta de conocimientos o irracionalidad (histeria, sentimentalismo). Es una concepción de la pasividad del paciente ante la autoridad médica. Ser paciente significa ser incapaz de tomar la decisión sobre sí mismo. En el paradigma de la lógica de la elección, la autonomía y la “elección correcta” son lo único que importa en el encuentro médico. Como se verá, hay otras formas de concebir este momento.
Hay que advertir que oponerse a la lógica de la elección no significa despreciar el saber que posee el médico. No se trata de poner en cuestión la autoridad médica, aunque sí el modo de ejercerla. Tampoco hay que perder de vista lo que Svenaeus denomina la finalidad del encuentro médico: “la finalidad del encuentro médico es facilitar la salud: un ser-en-el-mundo como en casa”.34 Parte de este proceso consiste en sanar a través de la intervención médica; no obstante, como se ha intentado poner de relieve, en la vida de una persona paciente confluyen otros factores, como una determinada concepción de la corporalidad, de la temporalidad, de la vida, con sus respectivos objetivos y valores. Esto se traduce en determinadas prácticas, un estilo vital. Por eso, el reclamo de un trato “humanizado” ha de tener en cuenta que el paciente no solo es objeto sobre el cuál se interviene, sino también un complejo de hábitos y prácticas que determinan su mundo circundante y que pueden constituir, como tales, el valor que se quiere preservar.
Llegar a ser im-paciente
La ambigüedad de llegar a ser alguien en el planteamiento de De Beauvoir resulta atractiva metodológicamente. Hasta ahora la exposición del sentido de ser paciente se ha centrado en una situación determinada: experiencia de la enfermedad como pérdida y la asunción del rol pasivo en el encuentro médico. La ventaja de la fenomenología de la filósofa francesa consiste en que -como han observado varias especialistas35- sus descripciones concretas (en De Beauvoir, en la descripción del género femenino o en la vejez, por ejemplo) permiten vislumbrar no sólo el modo concreto en el que el fenómeno se instancia en un individuo o en una época determinados, sino que apuntan a categorías o ejes más amplios en los que la vivencia puede articularse de otra forma. Se afirma por tanto que los dos aspectos de “ser paciente”: la relación con la enfermedad y la relación con el sistema de cuidado institucional, pueden considerarse como planos o ejes generales en los que pensar diversas formas de asumir la enfermedad.36 Frente a la noción antes esbozada del paciente, se propone aquí -de forma un tanto provocativa- una reivindicación de otro estilo de vivir (con) la enfermedad: el del impaciente.
Merece la pena mencionar que la noción misma proviene del movimiento asociativo de pacientes y familiares. La primera vez que escuché la expresión fue en el congreso de la Plataforma Malalties Minoritàries,37en una conferencia de un miembro de Fundación Dravet sobre el rol del paciente con una enfermedad rara38 en la investigación y ensayos clínicos. La propia noción forma parte de la misión, visión y valores de este organismo:
En la Fundación Síndrome de Dravet creemos en el poder de las organizaciones de pacientes para cambiar el mundo. Somos “pacientes impacientes”, y estamos orgullosos de representar este movimiento. […] Como organización de pacientes tenemos mucho más que aportar a la investigación que simplemente conseguir fondos y participar como voluntarios en ensayos clínicos. Nosotros optamos por convertirnos en miembros integrales de la comunidad de investigadores y socios clave en el desarrollo de nuevos
Desde el primer día, nuestros objetivos son (1) mejorar el diagnóstico, (2) encontrar fármacos y terapias eficaces en el menor tiempo posible, y (3) buscar la cura del síndrome de Dravet.39
Los pacientes-impacientes reclaman su rol activo en la relación específica con el mundo de la investigación clínica; el conocimiento acumulado que poseen las familias, al convivir con la enfermedad a diario y al entrar en contacto con otras familias, los convierte en -según lo afirmado- interlocutores válidos en el proceso de construcción traslacional del conocimiento. Abordaré este punto en el siguiente apartado. Por el momento, quisiera ampliar la noción del impaciente al mundo existencial de la persona que padece una enfermedad para problematizar las descripciones anteriores.
El mundo del impaciente: un mundo negociado.
El síndrome de Dravet no es el mejor candidato para ilustrar el primer aspecto de la consideración del (im)paciente.40 El otro extremo de la noción existencial del paciente, tal y como se presentó anteriormente, estaría aquí representado por las enfermedades congénitas de carácter crónico (con o sin episodios agudos esporádicos), con diagnóstico precoz y tratamiento, pero sin cura. Ciertamente, podría objetarse que tomar por modelo este tipo de enfermedades no le hace justicia a lo que significa propiamente “padecer” o “sufrir una dolencia”; por ejemplo, Leder observa que ciertas condiciones o discapacidades como ceguera y sordera, “que desplazan la corporalidad fuera del mainstream no deben igualarse con enfermedades”.41 ¿Serían ciertas enfermedades crónicas expresiones de “corporalidad no mainstream”? En este artículo, aunque se reconoce el impacto de la construcción social de los padecimientos, sí se trata de enfermedades, y se defiende la tesis de que es necesario comprender la situación existencial de quien padece una enfermedad crónica -por muy controlada que esté la enfermedad- más allá de la condición de estigma que naturalmente podemos y debemos mantener con Leder. Y es que en el mundo actual, con sus grandes avances en la investigación clínica, la cronificación de enfermedades antes no tratables, fatales o discapacitantes constituye no solo una realidad sino también un reto para la salud pública.42 Los primeros estudios fenomenológicos de la condición crónica empiezan a llevarse a cabo.43 Naturalmente, no se puede establecer sin más que las enfermedades agudas o degenerativas se caracterizan por la pérdida, mientras que el no degenerativo, congénito y crónico tiene otros rasgos. Más bien, tanto la carencia como mera “diferencia” constituyen dos extremos en un eje en el que transcurre la vida del paciente. De hecho, se torna necesario reflexionar sobre el “estilo” propio de cada una de las enfermedades.
En lo que sigue, ilustraré la parte “impaciente” de la enfermedad con el ejemplo de la fenilcetonuria (PKU, por sus siglas en inglés), un trastorno metabólico congénito hereditario,44 que padezco; en otras ocasiones, haré referencia a otras enfermedades para ilustrar el punto de vista.
El mundo del paciente crónico se presentará aquí como el “orden negociado”. En su contexto original, la expresión de Baszanger45 se emplea para describir la relación entre el paciente crónico y su médico, pero también hace referencia a otros niveles de la experiencia, notablemente el social. El orden negociado, tomado como un modelo sociológico aplicable a distintos fenómenos, supone pensar que los individuos pertenecientes a distintos grupos u organizaciones tienen un rol activo y consciente en la misma formación de este orden. Sus interacciones, acuerdos, rechazos temporales son lo que constituyen el tejido de su vida, frente a una visión estática del mundo social46. La negociación refiere pues a una formación activa del mundo, pero también al constante esfuerzo que esto conlleva. Este esfuerzo, argumentaré, es lo que caracterizará el quehacer del paciente y lo distinguirá de las personas sanas cuya salud no requiere mayor consideración.
El siguiente apartado hará, en este sentido, justicia a la intuición de la socióloga francesa. Pero la negociación permite referirse a una situación mundanovital más amplia que el relativo a la relación con el experto; por eso, en este apartado, se ofrecerá un esbozo de lo que se entiende por el orden y mundo negociado.47
La negociación de la existencia
En cierto sentido, la experiencia misma de un padecimiento como crónico es fruto de una negociación. El paciente jamás lo negoció; pero lo cierto es que existieron facilitadores históricos y tecnológicos que hicieron posible que su enfermedad no fuera mortal o conlleve una discapacidad y disautonomía graves y que esté teniendo esta experiencia comunicable.
La idea del facilitador está presente en Binnie, McGuire y Carel48 como un dispositivo tecnológico que constituye un “medio para una creativa confección del yo y de la relación con el mundo”.49 La tecnología constituye un importante apoyo en todo tipo de enfermedades, condiciones y discapacidades; aquí me interesa destacar que ciertos dispositivos tecnológico-médicos, como insulina inyectable,50 permiten que los pacientes vivan y contribuyen a que la enfermedad se cronifique, no conlleve degeneración tan desmesurada como antes y que cambie, en consecuencia, la situación del sujeto quien la padece en relación con la enfermedad.
Wolf-Meyer, por su parte, es más radical en su noción de facilitador y la extiende a un plan onto-histórico de la constitución del sujeto de experiencia. En su libro Unraveling sugiere que nuestra idea de la subjetividad se identifica con una capacidad simbólica de comunicar sus experiencias. Tanto es así que podría hablarse de una problemática falacia en nuestro reconocimiento del otro: si una persona no es capaz de comunicar sus diversas experiencias -como las personas no verbales con autismo, por ejemplo- somos propensos a desacreditar sus experiencias e incluso llegar a negar que tengan algo así como “subjetividad”.
La imagen simbólica de la subjetividad, argumenta el autor, descansa sobre serie de facilitadores cuyo rol artificial hemos olvidado y que ahora constituyen la esencia de lo que significa ser sujeto: estar interconectado.51 El lenguaje sería uno de estos facilitadores arcaicos, hoy considerado algo “natural” y “humano”; pero existe otra serie de técnicas, objetos y estrategias que igualmente pueden “facilitar la libertad y llegar a ser mundano”52 de personas que de otra forma quedarían excluidas del mundo intersubjetivo. Los ejemplos del libro son formas de comunicación como aparatos auditivos, prácticas propias de algunas familias que consiguen comunicarse con sus miembros autistas a través de re-actuación de las películas de Disney, una persona que “transcribe” experiencias de otra persona con dificultades comunicativas etc. Estos dispositivos, sean tecnológicos, sociales o personas, facilitan a ciertos sujetos a la vida en comunidad.
Esta fuerte tesis onto-histórica de cómo nos convertimos en sujetos puede inspirarnos para afirmar algo más problemático aún: la negociación del mundo del paciente crónico empieza antes que él mismo. Empieza con los que persiguieron a los facilitadores que contribuyeron a que su condición se presente de una determinada forma y que el sujeto sea capaz de comunicar su experiencia.53 En este sentido, que los pacientes con fenilcetonuria sean capaces de desarrollar habilidades cognitivas suficientes para poder tener un mundo intersubjetivo se debe no solo a los sucesivos descubrimientos: el del mecanismo de la enfermedad (en 1934)54 por A. Følling, el del tratamiento en 1951-1952 por H. Bickel55 o el de la llamada “prueba del talón” por R. Guthrie, lo cual permitió que la enfermedad sea detectable antes de la aparición de los síntomas. También se debe a las facilitadoras del tipo social, por llamarlas de alguna forma: las madres de los pacientes con diagnóstico de incapacidad intelectual o imbecilidad (por usar palabra de la época) que intentaban facilitar el mundo para sus hijos y que acababan facilitándoselo a las generaciones enteras de pacientes con PKU que ahora viven la enfermedad de forma totalmente distinta. Fue su insistencia la que propició el momento del descubrimiento de la enfermedad como del tratamiento dietoterápico.
Følling, el hijo del descubridor de la fenilcetonuria, recuerda así a la persona que vino en busca del tratamiento de sus hijos que presentaban un retraso en el desarrollo: “Una madre de dos niños con retraso mental severo vino a ver a mi padre y a pedir su opinión. Como suele ocurrir en estos casos ella les había pedido ayuda a muchos doctores, pero nadie pudo proporcionársela. Pero esta mujer fue inusualmente persistente y no aceptaba la situación sin una explicación”.56 Esta perseverancia contribuyó a que Asbjørn Følling continuara sus estudios con muestras de orina y consiguiera relacionar el exceso de un metabolito con el retraso del desarrollo de los hijos de esta madre y de otros pacientes infantiles en semejante situación.
De la misma forma, un par de décadas más tarde, Mary Jones insistió en que se encontrara una forma de aliviar el padecimiento de su hija Sheila. Recuerda H. Bickel:
La madre estaba desesperada y no podía compartir nuestro entusiasmo sobre el diagnóstico raro ni tampoco nuestro interés en la fuente marcha de fenilalanina en el cromatograma. En vez de ello, me estaba esperando pacientemente todas las mañanas ante las puertas del laboratorio, dando a entender claramente que lo que esperaba para su hija era el tratamiento y no investigaciones de moda. No aceptaba que no hubiera terapia para esta condición. La perseverancia de la madre no me permitió dormir en los laureles de un diagnóstico brillante.57
Difícil creer que la espera de Mary Jones fuera precisamente paciente. Su insistencia apremió al investigador, quien consiguió evidencia de la mejora comportamental del paciente con fenilcetonuria si su dieta es pobre en fenilalanina.
El ejemplo de estas familias sugiere que la facilitación para el mundo y la “negociación” del mismo, comienza mucho antes que la experiencia personal del paciente y coincide con la historia -no natural- de la enfermedad, de su descubrimiento y las posibilidades que aparecieron en un determinado contexto social. Mientras que estas no forman parte propiamente de lo que el paciente experimenta, sí han de ser tomadas en cuenta en tanto que su experiencia es, en múltiples sentidos, facilitada por el desarrollo de la medicina y por estos pequeños y significativos momentos de negociación social previos.
Negociación con el cuerpo propio
El paciente crónico con una enfermedad congénita que controla su padecimiento no tiene por qué, si esta no es fulminantemente degenerativa, concebir su cuerpo en términos de una pérdida, pues no conoció otra forma de experimentarlo. Su cuerpo se comporta de cierta forma. Esto no quiere decir que su cuerpo exhiba una transparencia, que no sea objeto de la atención pues también en este contexto puede aparecer la dualidad yo-enfermedad ya antes referida. Así, en el contexto de la fenilcetonuria, uno de los síntomas experimentado por los pacientes es la llamada “niebla mental”,58 efecto de niveles elevados, bien por la falta de adherencia al tratamiento, bien por otras causas; esta se relaciona con “la incapacidad para pensar”, irritabilidad, incomodidad. Es una situación en la que el cuerpo se siente agitado (sin que yo tenga control sobre ello), tiembla, se siente nervioso, no controla lo que dice, está en una situación en la que la conciencia de alguna forma se desvanece ante la actividad ansiosa del cuerpo.
Estos episodios son, en el caso de fenilcetonuria tratada, solo una pequeña -si aparecen en absoluto- parte de la vida del paciente. Pero constituyen un punto de referencia; aunque algunos afectados por la PKU no reflexionan mucho sobre el tema, cuando llega el momento a menudo deciden cómo comportarse. Esto significa o bien resolver darle rienda suelta a las señales del cuerpo o, por el contrario, intentar controlarlas hasta el último momento pues “yo no me comporto así, esa no soy yo” podrían ejemplificar esta negociación con el cuerpo. De forma similar, podríamos observar momentos de negociación con el cuerpo ante los apetitos -tengo hambre pero no voy a comer lo que no puedo comer- ante la fatiga o convulsiones que también se reportan en los casos de la falta de adherencia.
La relación con el cuerpo no tiene por qué ser pensada como la relación con “algo roto” que antes estaba funcionando correctamente, pues no hay tal punto de referencia. Más bien, las rutinas diarias de pacientes crónicos se centran en la gestión y negociación activa de las señales corporales que pueden advenir como expresión particular de su estilo de existencia.
Negociación con el mundo
Es ampliamente reconocido que los pacientes crónicos tienen que enfrentarse con distintas barreras en virtud de su condición. Si bien parecería que es un tema de políticas públicas, realmente la cuestión parece tener su suelo mundanovital. Las enfermedades para las que existe el tratamiento, pero no cura, rigen en buena medida el modo en el que el sujeto-paciente se relaciona con el mundo. Una vez más, no se trata de recuperar una normalidad perdida, sino de integrar el propio estilo vital en un contexto intersubjetivo más amplio.
En este sentido, podríamos caracterizar la negociación con el mundo en el doble eje: la familiaridad-no familiaridad y orientación-desorientación. En la fenomenología, la familiaridad [Vertrautheit] hace referencia a la relación tácita, ya sedimentada y habituada, con el mundo. Esto quiere decir que en nuestra experiencia cotidiana estamos ya siempre de alguna forma acostumbrados al mundo. Esto se observa al analizar distintos actos que constituyen nuestra experiencia, desde lo más básico. En lo más hondo, es la certeza implícita de que el mundo existe. ¿Por qué? Porque los objetos son precisamente objetos, no explotan en haces de sensaciones incoherentes; forman un todo que podemos identificar como herramienta, como obra arte o como una cosa física sin más. El aura de lo afectivo también es importante para nuestro comercio con el mundo: las cosas nos atraen o no. En el mundo distinguimos, sin ninguna operación intelectual específica, a las personas de los objetos. La familiaridad, en suma, es un rasgo epistémico que refiere a un determinado estilo de nuestra experiencia. También es un modo de estar en el mundo: es facilidad con la que nos relacionamos con cosas, personas, tareas y valores que ya conocemos. Es la memoria corporal que hace que no tengamos que pensar en cómo mover el brazo cada vez que lo hacemos. Naturalmente, este espacio de familiaridad admite posibilidades de ruptura y es precisamente esta característica la que nos permitirá dimensionar propiamente lo no-familiar, hostil, siniestro o inquietante como acontecimiento que permea todas las facetas de la vida humana.59
La orientación, por otra parte, engloba esta relación familiar con el mundo. El análisis de la orientación surge del libro de Ahmed, Queer Phenomenology, centrado en la cuestión de orientación sexual. No obstante, se trata de un concepto que con provecho puede usarse en otros ámbitos. En primer lugar, la orientación hace referencia al “alineamiento del cuerpo y del espacio”60 En segundo lugar, la orientación comprende el elemento de habitar, con toda la carga afectiva que implica “estar en casa”. De esta relación práctica es de donde surge la familiaridad en los términos antes señalados. Es interesante que Ahmed comprenda este habitar en términos de “negocio” entre lo que es conocido y lo que no lo es. Pero no es solo “sentirse como en casa” lo que caracteriza la orientación. En igual manera, se trata de “encontrar el camino”.61 Nuestras orientaciones mundanas son, luego, expresiones de la familiaridad con el mundo en un estilo personal, corporal, afectivo y social claramente marcado. Es a partir de esta relación densa y confiada desde donde podemos tener hábitos, planes, preferencias, objetivos y sueños: nuestro camino. Finalmente, la intersubjetividad y el mundo social normativizan ciertas orientaciones frente a otras, sea en el ámbito que sea. La orientación, que es una cuestión individual, entra en contacto con la normatividad. Ciertas preferencias, objetivos y sueños son considerados “normales”, frente a otros, desviados. La familiaridad con el mundo y las distintas prácticas y preferencias pueden verse sancionadas. Ahmed sugiere que estas normas son instituidas intersubjetivamente, y que pueden llegar a convertirse en una herramienta de estigmatización o de opresión. A propósito de la condición sexual, la autora analiza la idea de lo “recto” o “derecho” [straight] y lo “raro”, “desviado” [queer].62 Así,
La dimensión normativa puede ser re-descrita en términos del cuerpo “recto”, un cuerpo que parece “alineado”. Las cosas parecen “rectas” (en el eje vertical) cuando se encuentran “alineadas”, lo cual significa, unidas a otras líneas (...) Las líneas desaparecen en el proceso de alineación, así que incluso cuando una sola cosa se “sale de la línea” respecto a otra cosa el “efecto general” es “curvo” o incluso “desviado” [queer].63
La idea de la negociación del mundo que se quiere sugerir aquí descansaría sobre la suposición de que, en virtud del padecimiento de los pacientes, la familiaridad y orientación propias de cada uno se ven en peligro (bien por el carácter de la propia enfermedad, bien por la exclusión social) de forma significativa y que buena parte de la vida está dedicada a negociar las condiciones de familiaridad y esfuerzo por orientar su vida. De esta forma, no tanto el sufrimiento, sino este esfuerzo negociativo sería distintivo del mundo de la vida del paciente crónico. Este esfuerzo, si bien implica padecer ciertas situaciones, es una actividad continua, y esto constituye el rasgo impaciente que se pretende destacar.
En este sentido, lo particular de la familiaridad del mundo del paciente crónico se caracteriza por una determinada gestión de su cuidado, involucra modos específicos de cuidar del cuerpo, de gestionar el tiempo, de explorar el mundo y relacionarse con los demás. La tensión dentro de la propia vida, así como la “desviación” del ritmo y de las expectativas de la sociedad son momentos de desorientación y de la no-familiaridad. En consecuencia, estas pueden incidir negativamente en diferentes facetas de la vida, pues exigen negociación constante bien para volver a sentirse en casa, bien para adaptarse socialmente. Estas “gestiones” pueden llegar a afectar las prácticas relacionadas con el tratamiento, como por ejemplo mermar la capacidad de adherencia.
En el caso de fenilcetonuria, preocupa que el régimen terapéutico se vea relajado con el tiempo. Una de las causas de este estado de cosas parece tener que ver con la carga de tiempo y costo del tratamiento. Así, estudios sugieren que la cantidad de tiempo invertida en la gestión de la dieta (compra de la alimentación para uso médico -de difícil acceso- para lo cual hay que desplazarse a veces lejos, preparación de comidas adaptadas, desplazamientos para citas médicas) es una de las razones que dificultan el adecuado seguimiento terapéutico.64 Naturalmente, esta situación se puede ver como un problema de adaptabilidad a las normas sociales, sean establecidas legalmente o exigidas socialmente. Pero no hay que olvidar el componente íntimo de estas experiencias que puede traducirse en términos de una desorientación vivida entre las prácticas cotidianas y el ritmo del entorno.65
La temporalidad vivida puede ser uno de los momentos de desorientación y requerir, por otra parte, estrategias de adaptación. Éstas -como por ejemplo aliarse en grupos para hacer la comprar juntos, negociar con los empleadores horarios laxos de trabajo- serán prueba de esta negociación. Por otra parte, la tensión en distintos ámbitos de la vida, social, laboral, educativo etc. puede constituir una carga invisible añadida para los pacientes crónicos. En este sentido sí incide Beszanger, aduciendo cómo la cronicidad “desorganiza de forma duradera los ajustes de una persona”.66
Así, se sugiere que la experiencia crónica de la enfermedad oscila en torno de la negociación, comprendida como ajuste permanente y más o menos consciente de los parámetros de la familiaridad propia, que radica en la normalización de la propia condición, y el ajuste de lo propio con la familiaridad y orientación intersubjetivas y que tiene tanto momento positivo: “yo hago”, como momento negativo: “necesito esforzarme más”.
Negociación en el gabinete
En este apartado se retoma la idea del impaciente de la Fundación Dravet. Para ver el campo de la actividad impaciente, es necesario comprender cómo puede instituirse una distinta relación con el médico. En el caso de enfermedades crónicas, sobre todo donde no hay cura, el objetivo se centra en controlar la enfermedad, de vivir en ella. Esto requiere una reorganización de la vida si debuta tardíamente. Si es congénita, reorganiza la vida de las familias donde viene un nuevo miembro. Esta gestión cotidiana recae en el paciente y su familia, advierte Baszanger, más que en el médico.67 Y así, la autora aboga que hay situaciones -como cuando un paciente diabético decide inyectarse una mayor cantidad de insulina para evitar otros accidentes (como por ejemplo vértigo)- que implican en primer lugar al paciente como el que experimenta la enfermedad. Es necesario, entonces, que las enfermedades se vean en el contexto individual y que se elaboren estrategias conjuntamente, que se negocie un orden médico de mínimos.68
En este contexto, las observaciones de Mol son pertinentes. La autora opone a la lógica de la elección la lógica del cuidado: “en vez de centrarme en las habilidades [cognitivas, emocionales, etc. para decidir lo mejor para una misma], voy a hablar de las prácticas en las que están inmersas estas personas”69. Esto es, considerar el mundo de la vida de cada paciente para que en función de su orientación, preferencias hablar de cómo será su tratamiento. La elección no es ya tan importante. Son más importantes las prácticas y hábitos, el bienestar presente. Este planteamiento toma en serio la necesidad de contextualización de las enfermedades y posibilita la negociación de la que habla Baszanger.
Como se mencionaba antes, esto ciertamente se está dando en la práctica médica y en otros contextos de cuidado de la salud, como en la enfermería. Solo desde allí es comprensible el reclamo de la Fundación Dravet que quiere ser parte activa de la determinación de curso del tratamiento y la investigación de la cura. Su postura se inscribiría en el Patient and Public Involvement, postura que busca un modelo de investigación que “involucre a los pacientes y el público” ya que puede “reducir la disparidad entre lo que les importa a los pacientes y lo que de hecho se hace en la investigación”.70 A través de distintas técnicas que podrían ir desde la opinión de un paciente experto (un verdadero impaciente), pasando por grupos focales, entrevistas, comités trasversales de codiseño de una investigación, PROMs, y similares se puede, y debe promover el rol activo del paciente, cuyo caso más extremo serían tal vez enfermedades poco frecuentes.
Conclusiones
En el presente ensayo se ha intentado reflexionar acerca de la figura del paciente abordando distintas formas de vivir con la enfermedad. Ambas acepciones, según se ha insistido a lo largo del proceso, constituyen más bien ejes entre los cuales puede extenderse un sinfín de posiciones. De hecho, los propios autores que describen la experiencia paciente en términos de la pérdida son conscientes de las negociaciones con el mundo. Por otra parte, las enfermedades crónicas pueden ser degenerativas en mayor y menor grado y también pueden significarse como pérdida. La reivindicación de estos distintos puntos de vista no resuelve naturalmente la complejidad de la experiencia vivida. Constituyen, no obstante, una invitación para seguir describiendo las distintas experiencias relacionadas con la salud, enfermedad o discapacidad para comprender su sentido de forma humanizada y humanizante.