Vulnerabilidad en medicina
Si bien el concepto de vulnerabilidad no es nuevo, en las décadas recientes ha tomado un papel importante en el discurso de la bioética y la necesidad por el cuidado especial de población vulnerable. Lydia Feito distingue dos tipos de vulnerabilidades: la antropológica y la social. La primera, antropológica, sería aquella relacionada con lo inherentemente humano, como la posibilidad de ser herido en lo biológico (es decir, físicamente), o bien en lo emocional. Dice:
La vulnerabilidad tiene que ver, pues, con la posibilidad de sufrir, con la enfermedad, con el dolor, con la fragilidad, con la limitación, con la finitud y con la muerte. Principalmente con esta última, tanto en sentido literal como metafórico. Es la posibilidad de nuestra extinción, biológica o biográfica, lo que nos amenaza y, por tanto, lo que nos hace frágiles.1
Para efectos de este escrito, tomaremos el aspecto biológico de la vulnerabilidad antropológica como central para nuestro análisis, pero siempre considerado a partir de la perspectiva antropológica. En otras palabras, tomaremos el concepto de vulnerabilidad biológica desde esta descripción.
Por su parte, la vulnerabilidad social, se refiere a las condiciones de especial fragilidad en que ciertos ambientes o situaciones socioeconómicas colocan a las personas que los sufren, como las condiciones de las víctimas de los desastres naturales, las situaciones de marginalidad y delincuencia, la discriminación racial o de género, la exclusión social, los problemas de salud mental, etc. Para Feito, resulta obvio que hablar de vulnerabilidades sociales sólo tiene sentido cuando damos por sentado el hecho de que recaen o inciden directamente sobre las primeras (biológicas), es decir, que las vulnerabilidades sociales inciden en el daño o lesión física o biológica que puede sufrir un individuo (como una enfermedad o incluso la muerte).2 Otro aspecto sumamente importante para tener en cuenta, como se verá después, es que esta vulnerabilidad social no sólo afecta las posibilidades de recibir un daño físico, emocional o incluso la muerte, sino que además vulnera los derechos sociales, como lo son la participación política, la libre asociación, y la toma de decisiones comunitarias, en particular las que tienen que ver con la propia condición de vulnerabilidad biológica.
Partiremos pues de una distinción algo artificial pero útil, donde la vulnerabilidad biológica se constituye como un rasgo esencial de lo humano, por un lado, y por el otro ciertas condiciones socioambientales inciden en la probabilidad, severidad y/o consecuencias de un daño biológico que pueda ser experimentado.
Pero hay otra acepción de la vulnerabilidad biológica, y esta es la del modelo médico que prescinde de la influencia ambiental sobre la aparición de una enfermedad. Tómese, por ejemplo, el modelo de depresión que postulaba que esta se debía (de manera causal) a una falta del neurotransmisor serotonina. 3Aquí, la vulnerabilidad biológica se considera como las propiedades inherentemente biológicas (como lo serían las genéticas, en otro ejemplo), que pueden dar lugar a enfermedades independientemente de lo socioambiental. Sin embargo, esta concepción únicamente biológica comienza a caer en desuso gracias a los descubrimientos recientes acerca de la epigenética, donde incluso las manifestaciones de una enfermedad dada cuya causa sea una alteración genética, dependen de la expresión de ciertos genes, y esta expresión está relacionada con el medio. Existen obviamente excepciones (como la enfermedad de Huntington, por ejemplo), donde los genes considerados “anormales” se expresan siempre que están presentes; pero, aun así, el momento de su expresión puede adelantarse de acuerdo a situaciones socioambientales, en una anticipación genética dependiente del medio.
Todo lo anterior da cuenta de un cambio de dirección en los avances de la medicina alopática4, donde hasta hace un par de décadas se daba por sentado que era cuestión de tiempo que se conocieran los mecanismos fisiopatológicos de las enfermedades (lo que llevaría por consecuencia a tratamientos predominantemente médicos, como veremos adelante), mientras que hoy día la medicina y las enfermedades tienen a relativizarse cada vez más de acuerdo al medio, y al momento de la experimentación de situaciones de estrés físico o emocional. Las aportaciones de la epigenética y la cada vez mayor evidencia acerca de las consecuencias del estrés temprano en la salud y enfermedad así lo demuestran, aunque ello no haya aún logrado cambiar el paradigma actual. Citando a Cavalli y Heard: “El descubrimiento de que la información no relacionada con la secuencia de ADN, como la información parental, ecológica, conductual y cultural, puede ser heredable no ha roto el marco moderno de la síntesis evolutiva”.5
De acuerdo a la Organización Mundial de la Salud, las poblaciones más vulnerables6 tienen menos derechos a disfrutar el acceso a la salud. Por ejemplo, tres de las enfermedades más contagiosas y mortíferas (VIH/SIDA, paludismo y tuberculosis) afectan de manera desproporcionada a las poblaciones más pobres de nuestro planeta. Las personas más vulnerables para padecer VIH/SIDA (mujeres jóvenes, hombres homosexuales y usuarios de drogas inyectables), no sólo tienen acceso limitado a tratamientos efectivos y sistemas de prevención, sino que en ocasiones incluso se ven afectados por sistemas legislativos y regulaciones que limitan aún más el acceso a la salud, en lo que constituye un claro ejemplo de la vulnerabilidad social. Otras enfermedades, como la diabetes mellitus, las cardiopatías y el cáncer, también tienen un componente importante de vulnerabilidad social, al estar, de manera estructural, dificultado el acceso a la salud y a la prevención de quienes las padecen, así como su inclusión en los grupos de discusión sobre las legislaciones y programas necesarios.7
Padecimientos mentales y vulnerabilidad
Según la Organización Mundial de la Salud, “Las afecciones de salud mental comprenden trastornos mentales y discapacidades psicosociales, así como otros estados mentales asociados a un alto grado de angustia, discapacidad funcional o riesgo de conducta autolesiva”.8 Así, dentro de los determinantes de los padecimientos mentales, encontramos la pobreza, marginación, migración forzada, baja escolaridad, violencia y degradación del medio ambiente como los principales factores socioambientales determinantes de los padecimientos mentales.9 Estos factores en particular han estado relacionados tradicionalmente con padecimientos como ansiedad, depresión, estrés postraumático, etc. Sin embargo, en otros padecimientos que en décadas recientes habían sido considerados como la expresión de una vulnerabilidad casi meramente biológica, se ha comprobado que también los factores sociales influyen en gran medida. Tal es el caso de los estudios realizados en sujetos con esquizofrenia en poblaciones migrantes, donde comparándolas con las no-migrantes, tienen mayor incidencia.10 Por su parte, Cattane et al. describen el estrés temprano (considerado como estrés prenatal e infecciones prenatales, lo que se corresponde con el concepto médico-técnico de “sufrimiento fetal”) como factor determinante para el desarrollo de la Esquizofrenia y Trastornos del espectro Autista, atribuyendo un papel muy importante a la carga genética, pero aún de mayor importancia a los daños ambientales. De manera interesante, estos autores se preguntan por qué los eventos tempranos que inducen la manifestación de este tipo de padecimientos lo hacen muchos años, incluso décadas después de la experimentación del o los eventos dañinos.11
Así, podemos observar que tanto la vulnerabilidad biológica como la social no son fácilmente discernibles, y los intentos por abordar la salud y los padecimientos mentales desde un punto puramente biológico han fracasado, dando la falsa impresión de que tales padecimientos son una especie de “mala suerte” biológica o hereditaria, cuya consecuencia sería una atención basada en un modelo puramente médico. La exclusiva ´biologización reduccionista´ de los padecimientos mentales, lleva a dos consecuencias: Primero, las des-responsabilización de los agentes sociales en ellas implicados, lo que impide la toma de medidas que mejoren los condicionantes que en ellas participan, y segundo, el ´pesimismo terapéutico´, donde se libra una batalla paliativa contra algo que ya está dado y no se puede modificar. Por ejemplo, en el caso de los trastornos de la conducta alimentaria, Ali et al encontraron que la concepción de tales trastornos como meramente biológicos, disminuía la búsqueda de atención y confianza en los tratamientos, y a su vez impedía la investigación sobre los factores sociales implicados.12
La injusticia epistémica en la práctica médica
El término “injusticia epistémica” fue acuñado por la filósofa británica Miranda Fricker. Ella retoma a su vez el concepto de Sandra Harding del ´Standpoint´ theory -su traducción al castellano es inexacta, pero podría hacerse como ´Teoría del punto de vista´, el cual postula que el conocimiento de un agente (en el caso de Harding enfocado en las teorías feministas) está supeditado y estructurado por el poder. Así, hay una influencia injusta en el entendimiento del mundo social, dependiente del standpoint, que orienta nuestra posición epistémica.13 Para Fricker, las prácticas interpretativas y testimoniales son consecuencia de los hechos sociales, y estas prácticas a su vez condicionan el entendimiento de los hechos mediante sesgos cognitivos. Al faltar información acerca de estos hechos sociales, su propia interpretación es errónea. Dicho de otra manera, el conocimiento limitado de un agente o grupo dominante impide una interpretación adecuada de los hechos sociales, y esta limitación está legitimada por las estructuras de poder. Aún más, esta limitación epistémica es invisible para quienes se encuentran en una situación de privilegio, por lo que dificulta su resolución.14
De acuerdo con Gaile Pohlaus Jr, esto tiene repercusiones en el contrato social, pues aunque resulte desigual para las partes, debe mantenerse así, pues la igualdad epistémica tendría como consecuencia la revisión de tal contrato. El que todas las partes de un contrato tuvieran igual acceso a la información, y por consiguiente acceso a la interpretación de los hechos sociales, llevaría por necesidad a que quienes se encuentran en posiciones de injusticia reclamaran su derecho a conocer, interpretar y participar en la elaboración del discurso implicado.15 Para esta autora, este no es el caso en la gran mayoría de los sistemas sociales, lo que provoca una desconfianza justificada, (como sucede por ejemplo en los sistemas de salud, donde la población no ha sido incluida en las tomas de decisiones relevantes y por lo tanto desconfía de tales sistemas), y cuyo origen es la exclusión epistémica de los agentes que desconfían, pues no han participado en la elaboración del sistema epistémico como para poder confiar en él.16
En lo concerniente a los sistemas de salud, la crítica epistemológica toma dos formas, de acuerdo a Havi Carel e Ian J. Kidd: La queja persistente de los pacientes acerca de la dificultad de hacerse escuchar por los profesionales de la salud, y las quejas de los profesionales de la salud acerca de la gran cantidad de información médicamente irrelevante que proporcionan sus pacientes. Esto puede contribuir a una pobreza en las relaciones hermenéuticas, donde los pacientes tienden a no poder (o no desear) proporcionar la información completa acerca de su estado de salud, lo que repercute en mal apego a los tratamientos, desconfianza, y la percepción negativa de los hospitales. Ellos proponen que esto se debe a que los pacientes no son tratados como sujetos del conocimiento, dando lugar a una injusticia epistémica.17 Los pacientes no son considerados sujetos de conocimiento valioso, ni siquiera en lo que se refiere a sus propios estados subjetivos. Si bien una persona puede estar afectada cognitivamente como consecuencia de su condición médica (como en el caso de una lesión cerebral, por ejemplo), la injusticia epistémica propiamente dicha ocurre cuando son los factores estructurales los que silencian a los pacientes. Esta injusticia estructural de los testimonios consiste en el silenciamiento por un grupo considerado jerárquicamente superior como el de la medicina científica. Los estereotipos (tanto los negativos como positivos), contribuyen a las injusticias epistémicas al existir categorías de cualidades propias de alguien confiable epistémicamente, a saber, el médico, y otras (como la de estar enfermo), de ser poco o nada confiable.18 Además, las estructuras sociales, y en particular la de la formación médica, perpetúan estas injusticias epistémicas, a pesar de los esfuerzos que se realizan para eliminarlas. En efecto, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha hecho recomendaciones para incluir una visión comunitaria en los planes de estudio de las universidades en lo que respecta a los padecimientos mentales (por ejemplo, reintegración social, modelos comunitarios de atención, trabajo en conjunto con acompañantes terapéuticos y trabajadores sociales, etc.) a través de comunicados y planes de capacitación como la mhGAP,19 estas en muchos casos se ignoran, y en otros tantos se incluyen, pero son consideradas secundarias, pues no corresponden al modelo “científico” en el que aspiran a ser formados los médicos, a pesar de que sea la propia evidencia científica la que apunta hacia las intervenciones comunitarias como eje central para su atención. En su “Plan de acción integral sobre salud mental 2013-2022”, la OMS propone 6 principios y enfoques transversales. El 5to dice:
Enfoque multisectorial: la respuesta integral y coordinada con respecto a la salud mental requiere alianzas con múltiples sectores públicos, tales como los de la salud, educación, empleo, justicia, vivienda, social y otros, así como con el sector privado, según proceda en función de la situación del país.20
Mientras que el 6to propone:
Emancipación de las personas con trastornos mentales y discapacidades psicosociales: las personas con trastornos mentales y discapacidades psicosociales deben emanciparse y participar en la promoción, las políticas, la planificación, la legislación, la prestación de servicios, el seguimiento, la investigación y la evaluación en materia de salud mental.21
En los dos ejemplos anteriores, vemos cómo la recomendación de la Organización Mundial de la Salud, basada en la evidencia, de incluir lo social en el primer caso, y reconocer a quienes cursan con padecimientos mentales como agentes epistémicos en el segundo, es explícita.
Los padecimientos mentales como injusticia epistémica
Cristopher Hookway distingue dos perspectivas que contribuyen a la estructura de injusticia epistémica. La primera, es la ´perspectiva participativa´, donde existe un a priori acerca de la capacidad de un individuo o de una comunidad de proporcionar información con un sentido de relevancia. La mayoría de las personas enfermas, al no tener una formación médica, de antemano son percibidas como poco aptas para proporcionar información relevante. Además, las personas enfermas frecuentemente son vistas como objetos de la práctica epistémica, y no como participantes de esta. En otras palabras, sólo se considera como fuente de información física, corporal o sintomática, pero no como fuente de un saber acerca de una condición que se experimenta en primera persona. La segunda, la de la ´perspectiva de la información´, es aquella donde el grupo dominante no desea revisar su sistema de creencias, precisamente por tener un prejuicio acerca de la poca relevancia que otro tipo de información pueda tener.22 De este modo, las lagunas epistémicas sólo pueden ser detectadas desde afuera, desde la población que sufre de estas injusticias epistémicas. A pesar de las denuncias constantes de psicólogos y filósofos las normas epistémicas de la medicina se mantienen centradas en un sistema de “información objetiva cuantitativa”, como señalan, por ejemplo, la Sociedad Británica de Psicólogos:
Al presentar los problemas emocionales y de comportamiento como síntomas de un trastorno mental, al situar los problemas principalmente en el cerebro y el cuerpo de las personas, la medicalización y el diagnóstico contribuyen a ocultar el evidente papel causal de los factores sociales e interpersonales en el malestar y dificultan la comprensión de los problemas de las personas en el contexto de sus vidas y relaciones.23
Ahora bien, siguiendo a Hookway, la injusticia hermenéutica surge de dos prácticas (que pueden funcionar en conjunto). La primera, es la de la estrategia de ´exclusión epistémica´. Esta puede ser desde física (como simplemente no escuchar a alguien o no permitirle hablar), hasta semántica (la utilización de lenguajes y términos que son exclusivos y excluyentes, como aquellos exageradamente técnicos, frecuentemente atribuidos a los médicos o a los abogados). La segunda práctica, es la de la ´estrategia de expresión, donde en el estilo expresivo (el tono y volumen de su habla, su aspecto físico, la externalización de sus emociones, etc) de una persona no se reconocen los valores epistémicos típicos de la confiabilidad como, el de la racionalidad, sobriedad, etc.24 Este último caso es en particular relevante en las personas con padecimientos mentales, pues en la mayoría de los casos, su expresividad cumple los estereotipos de alguien cuyas opiniones son poco fiables. Por ejemplo, quien cursa con un delirio extraño, frecuentemente es visto como alguien que no puede tener opiniones fiables en ninguna otra área de su vida.
El extremo de este tipo de injusticia es el caso de quien se considera poco fiable por su aspecto o diagnóstico, incluso cuando habla de su subjetividad, como puede ser una emoción o una reflexión, que para el oyente sería falsa o poco fiable. Todo esto, como se dijo arriba, resulta en una cosificación de quienes sufren estas injusticias epistémicas, pues su saber es sólo útil en la medida que puede contribuir al conocimiento de la clase epistémica dominante, y no se le permite contribuir más bien a modificar el tipo de conocimiento deseable para su comunidad. Sólo funciona como un objeto epistémico, para proporcionar datos (y ser él mismo, en sí mismo, un dato).
A pesar de que tengan un sentido para la comunidad que los emplea, los términos “enfermedad mental”, “depresión” o “esquizofrenia” no significan cosas que existen “allá afuera”. De acuerdo a Anastasia Scrutton, las experiencias de las personas que las padecen son consistentes con las de otras personas con padecimientos similares.25 Esto es relevante porque no existe una esencia fisicalista o metafísica que permita distinguirlas (o al menos no se han identificado), pero la experiencia subjetiva sí que lo logra. En otras palabras, los intentos de reificación de los padecimientos mentales, tanto por parte del fisicalismo como por la metafísica, no han sido contundentes, pero las experiencias subjetivas compartidas sí nos permiten distinguir qué es, por ejemplo, estar triste, o escuchar una voz. Prueba de ello es el famoso experimento de David Rosenhan, donde ocho pseudo-pacientes (entre ellos el mismo Rosenhan y sus discípulos) se internaron en diferentes hospitales psiquiátricos, fingiendo padecer diversos tipos de cuadros mentales. Lo relevante para nuestro tema, es que no sólo los psiquiatras fueron incapaces de reconocer el engaño, sino que al cesar la puesta en acto de los pseudo -pacientes (es decir al regresar a la “normalidad”), el cuerpo médico persistió en sus diagnósticos, concediéndoles sólo el encontrarse en fase de remisión, pero no curados; por su parte, otros pacientes, que sí tenían padecimientos mentales, reconocieron rápidamente el engaño, incluso denunciándolo, pero sin ser escuchados, precisamente por ser una población considerada epistémicamente inferior, a pesar de tener claramente un punto de vista privilegiado acerca de la subjetividad de cursar con un padecimiento mental.26 De acuerdo con lo anterior, se podría interpretar que quienes cursan con padecimientos mentales pueden conocer mejor lo que es experimentar uno u otro síntoma (como una alucinación, por ejemplo), y ser más empáticos con quienes sufren algo similar; y por el contrario, y de acuerdo a los resultados del estudio, parecen saber también mejor quién en realidad no tiene tales síntomas, o bien los finge. Dice Rosenhan: “En el fondo, la cuestión de si los cuerdos pueden distinguirse de los locos (y si los grados de locura pueden distinguirse entre sí) es sencilla: ¿las características destacadas que conducen a los diagnósticos residen en los propios pacientes o en los entornos y contextos en los que los observadores los encuentran?”27
Esto sugiere una disparidad en la credibilidad del mismo sujeto en tanto médico vs. paciente (los pseudo-pacientes del experimento de Rosenhan eran médicos, pero al jugar el rol de pacientes, perdieron toda credibilidad): “La impotencia era evidente en todas partes. El paciente se ve privado de muchos de sus derechos legales a causa de su internamiento psiquiátrico. Está desprovisto de credibilidad en virtud de su etiqueta psiquiátrica”.28 En estos casos, la injusticia epistémica no sólo consiste en no ser escuchado, sino que además existe un a priori mediante el cual se interpretarán las conductas, expresiones y actitudes por parte del personal médico.
Y las clasificaciones psiquiátricas, ¿qué papel juegan en todo esto? Para Scrutton, los pacientes son tratados como fuente de datos “objetivos”, más que como participantes. En los sistemas de clasificaciones categoriales (discretos), el sentido de un síntoma se reduce a las propiedades que correspondan a una u otra categoría, más que al significado personal o de la narrativa. Debido a los formatos pre-estructurados de las entrevistas, la capacidad de interpretar la información de manera correcta recae en el médico de manera exclusiva29. Si bien podemos reconocer su valor como medio de recopilación de información sobre la presencia y severidad de los síntomas, nos parece que no dejan lugar a la narrativa de la que hablamos. Por ejemplo, el que un paciente exprese “estoy triste”, tiene poco valor como conocimiento para el médico. Por el contrario, este mediante un cuestionario pre-estructurado hecho e interpretado por él mismo, podrá decir “usted está triste”. Esto lleva a una marginalización hermenéutica que a su vez provoca dificultades epistémicas en los psiquiatras, pues carecen de recursos hermenéuticos para comprender la experiencia (subjetiva) de manera completa. En estos casos la información se pierde más bien porque otra perspectiva hermenéutica dominante se impone y domina a las demás, llevando el fenómeno a una interpretación unilateral. La actitud “silenciadora” del modelo médico-psiquiátrico, tiene como consecuencia la pérdida del significado (potencialmente terapéutico) de los síntomas. Así los pacientes se convierten en meros consumidores del sistema de salud, siendo objetos en lugar de sujetos. Con esto queremos decir que al no existir un intercambio de información valiosa y que sea tomada en cuenta, a los pacientes sólo les queda el recibir de manera asistencial un servicio.
La idea de que únicamente el experto médico sea quien ´legitime´ un diagnóstico, refuerza la idea de que los tratamientos médicos son la solución, y deja de lado los factores sociales particulares y la subjetividad de cada caso, que podrían ser centrales en las experiencias de los ´trastornos mentales´. En estos casos, ambos lados gozan de un privilegio epistémico. El personal de salud es experto en las experiencias de terceras personas, mientras que el paciente es experto en primera persona. Ambos tipos de conocimiento son complementarios. Pero surgen complicaciones adicionales cuando, por ejemplo, las características de la depresión están señaladas de antemano, pero hay un grupo de población que es poco hábil para expresar sus síntomas.30 No todos quienes la padecen tienen los recursos expresivos adecuados para poder explicar sus síntomas en los términos que un médico comprenda, como sucede muchas veces con las clases socioeconómicamente más desfavorecidas, que usan expresiones para referirse a sus estados emocionales y mentales que los médicos la mayor parte de las veces no comprenden. Al parecer estas categorías están basadas en las experiencias de clases altas educadas, (no olvidemos que son elaboradas en su mayoría por comunidades de profesionales de países occidentales con altos ingresos, y posteriormente traducidas y enseñadas en las escuelas de países de bajos recursos y con bagajes culturales distintos), lo que marginaliza y estigmatiza la experiencia de clases menos educadas y de menor nivel económico. Así, escuchar al sufriente parece insuficiente para dar cuenta de la experiencia, a menos que el sufriente tenga los recursos para describir sus síntomas, distinguir su relevancia, y en su caso, desmarcarse de las descripciones médicas y sociales de la experiencia en cuestión.
Conclusión
Con base en lo expuesto anteriormente, se puede considerar que, en los casos de las personas con padecimientos mentales, la vulnerabilidad es predominantemente socioambiental. Nadie se muere de esquizofrenia, por ejemplo, pero sí de las consecuencias sanitarias de padecerla, y estas son prácticamente atribuibles en su totalidad al ambiente (tabaquismo, accidentes, violencia, desnutrición, suicidio, complicaciones metabólicas relacionadas con los medicamentos antipsicóticos, etc). Como se vio, el padecer (o ser diagnosticado, que no siempre es lo mismo) uno de estos padecimientos, genera una vulnerabilidad predominantemente socioambiental, y esta a su vez está fundada en una injusticia epistémica. Esta población no es escuchada por la sociedad, y sus conocimientos en primera persona de lo que es vivir con un padecimiento mental y sus necesidades particulares, o bien son silenciadas, o bien se escuchan, pero no son tomados en cuenta para mejorar tal situación de vulnerabilidad. Un paradigma que reconociera el valor epistémico de terceras personas hoy invisibilizadas, podría contribuir a la comprensión de ciertos tratamientos más eficaces, pues reconocerían y revalorizarían la dimensión social y por lo tanto personal y subjetiva, por un lado, y por el otro pondría en perspectiva aquellos tratamientos que pueden ser perjudiciales o cursar con efectos secundarios indeseables o intolerables. Para ello, un modelo como el de ´Ética del cuidado´31 como el que proponen Barabara Groot, Annyk Haveman y Tineke Abma, donde existe una co-producción de conocimiento en las instancias de atención a la salud mental por parte tanto de las autoridades sanitarias, del personal médico y de los usuarios de tales servicios, sería no sólo más justo epistémicamente, sino que podría mejorar los tratamientos disponibles. Citando a Sandra Harding: “El relativismo de juicios es en ocasiones lo máximo que los grupos dominantes pueden conceder a sus críticos: ´Muy bien, tus afirmaciones son válidas para ti, pero las mías son válidas para mí. Reconocer la importancia del pensar a quién pertenece ese problema -identificar su ubicación social- es una de las ventajas de la teoría del punto de vista”.32 Dicho en otras palabras, la base dominada tiene proyectos más útiles para ellos mismos, pero también para la clase dominante
Como conclusión, cuando se habla de vulnerabilidad en personas con padecimientos mentales, debemos reconocer esta vulnerabilidad como consecuencia de la injusticia epistémica a la que son sometidos, y mantener una postura crítica ante las opiniones de que tal vulnerabilidad viene únicamente de enfermedades o deficiencias biológicas.