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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.18 no.36 México jul./dic. 2024  Epub 02-Sep-2024

https://doi.org/10.46530/ecdp.v0i36.675 

Dossier

Crítica de la población universitaria

Critique of the University Population

* Universidad Iberoamericana, México aldoguarneros@yahoo.com


Resumen

Este artículo examina algunas problemáticas en la universidad siguiendo el hilo conductor de la relación entre la población en su conjunto y la institución. La crítica, en el sentido literal de disección o discernimiento, se propone subrayar el límite entre esos problemas y las alternativas potenciales que una reflexión sobre los fundamentos de la universidad pueda revelar. Los momentos a desarrollar son, en primer lugar, el esbozo de la relación entre universidad y población según su influencia mutua. En segundo lugar, la determinación de las problemáticas que para el pueblo suele presentar la formación de la universidad. En tercer lugar, la comprensión de la alternativa tomando como ejemplo el sentido del título universitario y, en concreto, el de doctor. Y, para concluir, el papel de la filosofía dentro de la universidad con base en lo previamente expuesto.

Palabras clave: metafísica; intuición; paideía; inteligencia; barbarie

Abstract

This paper analyses some problems in the university following the leitmotif of the link between the population as a whole and the institution. The critique, in the literal sense of dissection and discernment, aims to underline the boundary between those problems and the potential alternatives that a reflection on the foundations of the university may reveal. The steps to develop are, in the first place, the outline of the link between university and population according to their mutual influence. Secondly, the determination of the problems that the formation of the university usually presents to the people. Thirdly, the comprehension of the alternative, taking as an example the sense of the college degree and, in particular, the PhD. And, to conclude, based on what was previously exposed, the role of the philosophy inside the university.

Keywords: Metaphysics; intuition; paideia; intelligence; barbarism

Fama y percepción de la institución

Para hablar de la población universitaria habría que preguntar, en primer lugar, en qué consiste ella, quiénes conforman esa población, cuántos son. Resulta relativamente sencillo ofrecer una cifra haciendo uso de los censos. En 2020, por ejemplo, la población mexicana era de 126 014 024 mexicanos.1 De ellos poco menos de 14% estaban estudiando el nivel superior (16 777 488) y cerca de 1.7% un posgrado (2 055 605). Por otra parte, los graduados de educación superior en aquel año constituían 9.35% (11 792 626), los de maestría 1.25% (1 579 344) y los de doctorado 0.18% (230 567) de la población total. Consecuentemente, si por población universitaria se entiende a los inscritos en instituciones de educación superior, fácilmente puede decirse que había 15.7% de ciudadanos que eran universitarios. Si se comprende sólo a los graduados, al ser los que completaron la carrera, la cifra desciende a 10.78% de la ciudadanía. Si se toman en cuenta ambos -graduados e inscritos- sería poco más de 25%, es decir, apenas una cuarta parte de los connacionales. Finalmente, si no se toma en cuenta la población total del 2020, sino sólo a los 73 029 955 habitantes mayores de 24 años -edad en la que uno ya puede obtener un título universitario-, los graduados e inscritos en la universidad en 2020 eran poco menos de 45%, es decir, ni siquiera la mitad de la población con mayoría de edad.

Alguien podría objetar la inclusión de los graduados en dicho conteo, pues ya no son estudiantes, sino profesionistas (independientemente de que se desempeñen en algún trabajo adecuado al perfil de egreso o no). Haría falta, por otro lado, contar entre esa población a académicos. ¿O acaso ellos habrían de quedar excluidos al no ser estudiantes? Sucede, no obstante, que son la población más constante que habita las universidades, sin cambiar demasiado de una generación a otra (conduciendo eventualmente al problema de la fosilización). ¿Qué decir del personal administrativo o, incluso, del de limpieza y seguridad? Afiliados a sindicatos universitarios, tendrían que ser parte de la comunidad universitaria independientemente de si sólo tienen concluidos estudios de bachillerato, pues pasan más años en una universidad determinada de lo que algunos académicos lo hacen. Para el funcionamiento de la institución y para que los estudiantes puedan ser tales, se requiere esencialmente de todo ese personal que no cuenta con título ni está ahí para obtener uno. ¿A quién, pues, le afecta primordialmente la universidad y quién tiene influencia sobre ella?

En cierto modo, la población universitaria es la totalidad de la población de una nación, porque la formación repercute íntimamente en la sociedad y porque el papel de esa institución tiene una percepción pública. Esto se mide en encuestas. Así las llamadas Confianza en instituciones, como la Mitofsky.2 De entre las instituciones que más afectan la cotidianidad, la encuesta presenta las universidades como aquéllas en que más confían los mexicanos. Desde luego, esto se hace a partir de una muestra representativa en que participaron, en 2020, apenas 1200 mexicanos: 0.00095% o menos de una milésima parte de los connacionales.3

¿Qué indica esta buena fama? ¿A qué instituciones aprueba y a cuáles desaprueba la percepción pública? Ejército, guardia nacional, iglesia y universidades, por una parte, y redes sociales, estaciones de radio y medios de comunicación, por otra, son las mejor evaluadas. Se trata, las unas, de instituciones autoritarias y verticales o, las otras, de espacios llenos de propaganda y agendas particulares. Las instituciones supuestamente democráticas, en cambio, poseen una confianza popular media y baja. Así el INE, la suprema corte, senadores, diputados y partidos políticos. Es notorio, además, que ejército, iglesia y universidad son instituciones coloniales en México y medievales en Europa, lo cual no necesariamente da cuenta de un linaje honorable, sino de uno bastante cuestionable. Y, no obstante, se percibe a la universidad como un centro noble, no sólo porque casi literalmente entrega títulos de nobleza que incidental y peligrosamente implican la idea de grados de ser y de una jerarquía social, sino porque parece ennoblecedor el estatus de estudiante por sí mismo.

Pero, entonces, la esencia de la universidad es una que no se halla en la cosa misma, sino principalmente en lo externo, en la gente que aspira a ella, en la que nunca tuvo oportunidad de conocerla de mano propia y también en la que sale de ella. La esencia externa penetra en la universidad en razón de la fama y la percepción pública. Ocasionalmente este fenómeno opera un cambio -o intento de- para que se lleven a cabo modificaciones en sus prácticas. Si no penetra en ella, de cualquier modo se le adhiere, aunque sea en derredor, con las ideas que se proyectan sobre la institución y que la consolidan ante los ojos de todo mundo. Sólo que ese exterior no se trata meramente de una capa adyacente al contenido, sino que se extiende mucho más allá de la supuesta interioridad, creando incluso leyendas en el imaginario público. Piénsese en la confusión que sufre el concepto de autonomía -dentro y fuera de las universidades autónomas- con la idea del campus como territorio prohibido para las fuerzas del “orden” público.

En otras palabras, una universidad tiene elementos que parecen internos y que sólo son accesibles a su población. Esos componentes, sin duda, fijan una idea. Así territorio, colores, escudos e himnos, valores, títulos y bolsas de trabajo de la -supuesta- comunidad universitaria. Ya simplemente la denominación genérica del caso instaura una tendencia: universidad, instituto, centro, tecnológico, politécnico -y otros semejantes- son conceptos que dictaminan orientaciones ideológicas de la misión y visión que uno compra al inscribirse. Desde luego, algunos conceptos son más amables que otros. No es lo mismo los términos genéricos de universidad o instituto o centro que los bellos conceptos griegos -aún hoy en uso- de πανεπιστήμιο o πανδιδακτήριο;4 no es lo mismo la noción de campus (llanura, aplanamiento) que la de una auténtica ciudad-estado de conocimiento (πανεπιστημιούπολη);5 no son lo mismo los valores impuestos (misión y visión) que el motto (o murmuro) como sentido que resuena en las aulas. Pero, pese a los matices, el nimbo de nobleza que se impregnan a estos términos es homogéneo y gradualmente envuelve los elementos que se dispersan y difuminan fuera de los territorios del claustro, dando origen a adoctrinamientos externos sociales harto peculiares que se manifiestan en cada individuo que adopta las costumbres de las universidades. Cuando, además, esos componentes conllevan a patriotismos, en el peor sentido del término, la comunidad universitaria se revela, más bien, como merma universitaria, escindida, precisamente, no por su mismidad, sino por la diferencia ante otros de “afuera”, sea que pertenezcan a otros “adentros” o a ninguno.

En todo caso, esa influencia se extiende sobre la totalidad de la población de una nación que refleja los comportamientos y la admiración que suelen cultivarse en espacios cerrados, de suerte que, ante el espectador común, el secreto que envuelve las instituciones de educación superior es casi místico. No es gratuito que Kant adviertiese: “da la impresión de que el pueblo se dirigiera al erudito como a un adivino o un hechicero”, de suerte que, de hecho, el “taumaturgo”, no el docto, “conquistará al pueblo y le hará abandonar con desprecio el bando de la Facultad de Filosofía”.6 La inteligencia, que popularmente se cree cultivada en las universidades, se equipara, precisamente, con un portento tan asombroso como el de un buen mago. El éxito de la inteligencia para la vida práctica y utilitaria la vuelve, pues, objeto de culto. Pero, ¿qué tiene que decir la magia hoy en día de esa inteligencia y de la educación superior?

Como parte de un ciclo de conferencias públicas en la universidad de Princeton, James Randi, mago canadiense-estadounidense, hacía notar que “la educación no hace a uno inteligente [smart], sino sólo educado”,7 comprendiendo por inteligencia la capacidad para la más básica supervivencia y la advertencia ante prejuicios e ideas preconcebidas con las que todo mundo, hasta el universitario, vive cotidianamente. ¿Y la educación? Eso queda, precisamente, en duda. En un contexto amplio, la pregunta busca la crítica de la noción dada por consabida de lo que representa la educación universitaria. En todo caso, se asocia más con la acepción de modales que con la de nutrición o cultivo (que es el significado original de educare). En efecto, dicha educación se dedica con esmero a adiestrar la actitud en vez de ocuparse de la formación del ser. El estudiante de jurisprudencia es entrenado para llamar “licenciado” a todo mundo y tener un portafolios elegante; el estudiante de medicina está urgido por el ejemplo a crear, antes de graduarse, una nueva cuenta de correo electrónico o de redes sociales que comiencen con el prefijo “Dr.” antes de su apellido; el estudiante de humanidades está más ocupado en comenzar su carrera política en la universidad para su posterior integración que en seguir una intuición propia en su quehacer. Y es sintomático que sea actualmente un mago, un ciudadano de a pie, quien ponga de manifiesto la diferencia entre ser educado y ser inteligente.

A la educación universitaria, desde antiguo, no sólo le cuesta trabajo formar la inteligencia, sino que a duras penas enseña “buenos modales”; al menos en la medida en que las costumbres y los títulos que caracterizan al universitario pueden llegar, por culpa del universitario mismo, a devenir muestra de un clasismo que busca la idolatría discriminada según gradiente. En el espacio abierto del pueblo se da, así, un fenómeno otrora monopolio de la actitud académica, pero que justamente se arraiga ya en todos lados, a saber, el afán de exclusividad que motiva a desempeñar el quehacer propio en contra de esta o aquella persona o institución; afán surgido de la ridícula opinión de que despreciar lo otro equivale a la propia magnificencia. Y tal como con el patriotismo mal entendido (xenofobia), las actividades académicas e intelectuales suelen pelear con estandarte divisorio: la ciencia alemana versus la inglesa; la ingeniería del politécnico X versus la del tecnológico Y; la filosofía del profesor fulano versus la del profesor mengano. En efecto, el afán de exclusividad impera hasta en el quehacer filosófico aun cuando se exprese según intenciones amables. Así Heidegger: “la tarea del pensar sería más propicia si en el pensar existiesen ya adversarios y no simples enemigos”.8 Sin embargo, hacerse tanto de enemigos como de adversarios teóricos es una práctica exageradamente recurrente en la academia. En cambio, la intuición de que no se requieren ni enemigos ni tampoco adversarios, sino simplemente amigos y coincidencias, como icónicamente determinó la totalidad del ser y hacer de Sócrates, parece inaceptable en filosofía desde la muerte de ese filósofo y su amigo Platón.9

En todo caso, la fama de las universidades y su percepción pública general hacen ver que la turris eburnea, otrora atribuida al claustro arquitectónico, que separaba con muros a la gente de a pie de los universitarios, es hoy en día, en cambio, el espacio público. Ahí, al tiempo de estar “integrados” en la sociedad, los inscritos y graduados de las universidades se separan del resto. En el afán de “hacerse respetar” -confundiendo evidentemente el respeto con lo ceremonioso de los títulos y las fórmulas jerarquizantes-, se pone graciosamente de lado una auténtica educación. La población pasa por alto, así, que hay características dañinas derivadas de la formación universitaria y los universitarios ignoran otras características más esenciales y “saludables” para su formación. ¿Qué características son unas y otras?

La formación de la universidad

La universidad cotidianamente se concibe como el espacio que concentra el conocimiento; noción que conduce a la caricatura del universitario como un mero teórico poco práctico. El apremiante pragmatismo parece el responsable: “se ha vuelto más profunda la brecha existente entre la formación que brinda la universidad y los requerimientos de un mercado de trabajo flexible”.10 Pero, en rigor, sucede otra cosa. El universitario termina siendo un práctico, sólo que no tan práctico como se desearía. Dado que se confunde la practicidad con la experiencia laboral, cosa que uno no puede adquirir del todo durante los estudios, parece que el universitario sólo conoce la teoría al obtener el grado. ¿Queda verdaderamente algo de la teoría en los graduados? Haber pasado revista a una suma ingente de ideas de manera condensada durante unos cuantos semestres y conocer bien el fondo teórico de un quehacer distan tanto como recordar un sueño al despertar y saber cómo funciona la imaginación.

Y es que no sólo hay profesiones cuyo contenido formal se desarrolla con una vertiginosidad que apenas da tiempo de incluir la nueva teoría en los planes curriculares por mor de la burocracia universitaria, sino que la preparación en cualquier carrera debe dar como resultado a alguien que, aunque ni sepa realmente ni haga con gran experiencia, sepa-hacer. En consecuencia, lo que con un término elegante se denomina perfil de egresado resulta siempre lo mismo: sabérsela (que medio se sepa y medio se haga). El graduado no es un práctico, pero tampoco un teórico, sino un homúnculo derivado de ambos aspectos erróneamente escindidos en el imaginario común. Si fuese teórico auténticamente, sería en sentido riguroso quien dominase su praxis.11 En cambio, sabérsela es lo que certifica el título, que es la finalidad principal que busca el universitario. Bajo este esquema, ¿qué caracteriza a la formación universitaria? Ser estudiante. Mas, ¿qué significa realmente estudiar?

Aunque el simple “título” de estudiante parezca ilustre por sí mismo, su sentido es ambivalente. Sirvan unos ejemplos para observarlo. Por una parte, estudiantes fueron los participantes de los movimientos de protesta de finales de los años sesenta en todo el mundo. Por otra, en lengua pastún estudiante se dice talib o, en plural, talibán. Por una parte, el haber estudiado en la universidad parece convertirlo a uno en autoridad. Por otra, se recomienda pensar sine ira et studio: sin ira ni parcialidad (o pasión o partidismo). La ambivalencia no es gratuita porque el estudiantado se dedica a ser entrenado y adoctrinado. Su nobleza depende de ser accidentalmente bien enseñado o no. Sin embargo, es inevitable que los profesores transmitan, junto con las teorías del caso, sus pensamientos unilaterales. Por tanto, “es increíble la cantidad de inconvenientes que provocan las quimeras inculcadas tempranamente y los prejuicios que de ellas nacen: la educación tardía que nos imparten el mundo y la vida real se tiene que dedicar después principalmente a erradicarlos”.12

¿Acaso la educación universitaria del estudiante se reduce a la merma antes que a un desarrollo? ¿A qué se aboca la enseñanza universitaria? Lo que en el medievo era conocido simplemente como studium generale se dio en llamar, a finales de ese periodo, universitas. Eran corporaciones y gremios que requerían uni-formación. Consecuentemente, en el campus (en el aplanamiento de la llanura) todo debía volverse homogéneo (unus-vertere). Ya no era posible simplemente llevar a cabo el estudio, que en latín significaba afición, amistad, benevolencia, amor, ambición y que derivaba de studeo, verbo que quería decir: ocuparse seriamente, aplicarse, entregarse, empeñarse, ser partidario y favorecer. La dualidad entre estudio y universidad -entre impulso y homogeneidad- da razón de una ambigüedad en el concepto de inteligencia, la que supuestamente se cultiva en las universidades: una es la inteligencia próxima a la intuición que va más allá de los meros límites prejuzgados; otra es la inteligencia como lógica-mecánica dedicada a la repetición laboral.

A decir de Hegel, el papel de la universidad debería preparar ambos aspectos del ser humano: “que quienes abandonen la universidad no sólo estén preparados para ganar su sustento, sino también […] que su espíritu esté formado”.13 Mas la confusión en cuanto al objetivo de la enseñanza según el público se hace presta, ya sea porque ambas preparaciones parezcan lo mismo, ya sea por ignorar la segunda. Ergo, como observa Schopenhauer en Sobre la filosofía de la universidad, el público ve con buena estima a los especialistas por la “creencia heredada de que quien vive de un asunto es también el que entiende de él”.14 Sólo que la especialización es la forma más refinada de merma y de instrucción o, en palabras de Einstein: “No es suficiente enseñar a los hombres una especialidad. Con ello se convierten en algo así como máquinas utilizables, pero no en individuos válidos […] Se parece más a un perro bien amaestrado que a un ente armónicamente desarrollado”.15 En el peor de los casos, pues, la especialización merma incluso el ser; en el mejor de los casos, sólo subraya una merma congénita que ni lo genera ni lo degenera: “La concentración profesional sólo limita a quienes ya eran limitados por naturaleza […] la especialización científica, independientemente de sus limitaciones eventuales, no es en sí misma formadora de pensamiento auténtico, y por tanto no puede deformar”.16

En razón del culto por el especialista Nietzsche acusa que “con los esfuerzos de los educadores académicos de hoy el único producto que se logra es o el erudito o el funcionario de Estado, o el propietario o el cultifilisteo o […] un producto híbrido que resulta de la mezcla de todos los anteriores”.17 La inteligencia mecánica corresponde a esta figura. ¿Cuál es la alternativa? La alternativa la explicaba Heráclito como diferencia entre erudición y enseñar intuición, πολυμαθίη y νόον διδάσκει (o, si se quiere: la diferencia entre memorizar y aprehender a escuchar).18 Hesíodo, Pitágoras, Hecateo y Jenófanes son sus ejemplos de erudito, es decir, un poeta, un matemático, un historiador e, incluso, un filósofo, aunque uno ocupado en discusiones de teología, conjetura y de la inmovilidad como origen del cosmos. ¿Qué caracteriza tan antigua erudición?: pretender que los quehaceres y saberes humanos rigen un dominio independiente del todo y “autosuficiente”, en lugar de seguir un λόγος común.19

Reparando en ese aspecto erudito de la inteligencia, que da cuenta de su merma, de la mecanización y de la prepotencia humana -inteligencia que o deforma o sencillamente deja amorfo al ser-, se comprende la artificialidad de la inteligencia, tan asociada con el ingenio y la ingeniería. El artífice comienza por manufacturar su propia inteligencia al impregnarle prejuicios a su formación sobre lo que deba ser esa inteligencia misma y cómo ha de funcionar. Natural, entonces, que surja otra inteligencia artificial, es decir, que ella se reproduzca en su merma. En ese sentido, la inteligencia artificial actual es la inteligencia de siempre; más mecanizada que nunca, pero difícilmente novedosa en su funcionamiento. Y como otrora con las redes sociales, lo que aparenta ser irrupción y escándalo de la existencia “nunca antes visto” es, en rigor, la forma de ser humano de siempre, sólo que puesta en vías más mediatizadas: más mediocres y a la moda. Dirigida a esa inteligencia erudita, la formación universitaria abandona la formación de la intuición por suponerla inalcanzable. De ahí que se otorguen títulos de arquitecto (aun cuando uno no diseñe nada) o de ingeniero (aunque no se invente nada), pero no se conceden los títulos de poeta o de genio.

Y es que, sin duda, asegurar la genialidad y la intuición es imposible. Pero también es imposible asegurar el ingenio mecánico, la inteligencia erudita. Sólo que, dado que lo segundo se intenta y lo primero no, la genialidad se reserva para la mera espontaneidad. Mas, en realidad, es posible aproximársele,20 lo cual se consigue simplemente al plantear la pregunta adecuada. Lo captado en esa aproximación se deja expresar con diversas formulaciones, una de las cuales, explicando la posibilidad de la formación de la intuición del genio, la expresó Kant del siguiente modo: “El mejor recurso para comprender es producir. Lo que, más o menos, se aprende por sí mismo es lo que se aprende más sólidamente y lo que mejor se conserva”.21 En este sentido -y pese a ser un detractor de la reminiscencia de Platón-, Kant coincide con la παιδεία platónica al subrayar que el profesorado debe pro-curar “no meterles los conocimientos racionales [a los estudiantes], sino más bien sacarlos de ellos mismos”.22 Él lleva a cabo esta prescripción para la pedagogía de jóvenes y niños que todavía no llegan a razonar propiamente. ¿Y los universitarios?

Difícilmente podría decirse que ellos sacan o producen conocimientos de sí mismos; al menos no como parte de su formación “teórica”, pues su praxis puede ser muy otra cosa, si bien su producción no es ya la kantiana (hervorbringen, herausholen), sino la económica descrita por Marx y Engels. De hecho, las manías de la producción económica se abren paso desde la práctica profesional hasta la teoría universitaria, en la medida en que ahora “la universidad está confinada a una actividad de enseñanza reproductiva”.23 Y es que el estudio universitario difícilmente ejercita la reflexión, la razón y la crítica, pese a ser prometido en todos los sitios web de las instituciones de educación superior. La educación universitaria de la inteligencia mecánica depende de atajos que faciliten enormemente el trabajo del aprendizaje. Lo ya producido por grandes mujeres y hombres del pasado sufre una suerte de licuefacción en manuales para su más fácil almacenamiento y digestión:

A partir del siglo XVI la pedagogía se apropió, recontextualizándolo, del concepto de método, que en la Grecia antigua estaba asociado de manera especial a la medicina […] Pero mientras en su sentido clásico griego el método era sólo un conjunto de procedimientos, para el siglo XVI, en el marco de las redefiniciones de la enseñanza desde la alta Edad Media […] metodizar una práctica era incrementar su eficiencia [y] encaminó el esfuerzo de los pedagogos en los siglos XVI y XVII hacia la simplificación de la presentación de las materias.24

Recordando el “juego” de inferioridad y superioridad que Kant describe al hablar de las facultades del alma, de un lado, y de las facultades universitarias, del otro, lo anterior propicia un fenómeno curioso entre ellas, a saber, que son inversamente proporcionales ambas clases de superioridad. Para las facultades supuestamente superiores en la academia (medicina, derecho y teología), basta trabajar las facultades inferiores del alma: sentido, imaginación, memorización -sobre todo-, atención e ingenio.25 El genio termina siendo cosa aparte de ese ingenio (Witz), propio de las ingenierías contemporáneas. El genio habla de la espontaneidad creativa de la razón, que es “la capacidad de juzgar con autonomía, esto es, libremente”.26 La facultad de la razón, superior en el alma, es la que domina la facultad de filosofía, inferior en su apreciación dentro de la universidad, pues ésta, “para compulsar la verdad de las doctrinas […] tiene que ser concebida como sujeta tan solo a la legislación de la razón y no a la del gobierno”.27 La actitud de las vocaciones descritas por Kant en ¿Qué es la ilustración?, consistente en hacer que uno no piense por sí, corresponde a los oficios de las facultades académicas superiores. ¿El resultado? Que quien se jacta de haber estudiado se jacta de no estudiar más, mientras que muchos de quienes no estudiaron en la universidad, son estudiantes a lo largo de sus vidas, es decir, auténticamente.

Cabría decir, incluso, que la genialidad no es algo tan místico y lejano de la vida cotidiana como aparenta: se halla de facto en esos ejemplos en que, fuera de la universidad, los individuos producen y sacan de sí los conocimientos, a pesar de que no cuentan con título (carencia no debida a la falta de saber, sino de dinero, facilidades o plazas). Piénsese, por ejemplo, en la programación informática, en extremo vital para la época contemporánea. “Con todo, sólo algunos hombres se encuentran en esta situación: se les llama αὐτοδίδακτοι”.28 Por supuesto, también pueden hallarse autodidactas dentro de la academia. Quienes consiguen ejercitar la intuición y la razón en las universidades lo hacen siempre por esfuerzo autónomo, pues estar presente en cuerpo durante las horas-clase no equivale a aprender en verdad. Mas ello es también prueba de que los auténticos studia generalia de hoy en día se llevan a cabo, curiosamente, al margen de la universitas.

Lo anterior pone de manifiesto un peligro de la educación superior. La erudición que moldea la academia, lejos de conducir a la genialidad o siquiera a la inteligencia, puede llevar a un camino indeseado: “El que acumula mucho saber utilitario y no le importa lo demás es un ser bárbaro”, pues “no basta ser instruido: hay que aprender a ser hombre”.29 Dicho de otro modo, el erudito salido de la universidad puede resultar un bárbaro. Y pueden llegar a haberlos en la misma cantidad en que hay doctores en los centros de investigación en donde, tal como señala James Randi, “con sólo tirar una piedra en cualquier dirección, se tiene garantizado pegarle a uno”.30 En la “suprema” casa de la παιδεία habita, entonces, la ἀπαιδευσία.31 Razón de sobra tenía Schopenhauer al intuir que la auténtica traducción de ἀπαίδευτος al latín y al alemán es, respectivamente, rudis y roh, es decir, lo rudo, duro y crudo.32 Ya no se trata sólo del ignorante o inculto “inactivo”, como quizá en otro tiempo; el individuo rudo y bárbaro potencialmente obtiene licencia para ejercer gracias a la universidad. Y esto no es accidental (o culpa del estudiante), sino un problema sistémico.

Ese problema se basa en ciertas manías de las prácticas universitarias. Por poner un par de ejemplos, está el caso de los departamentos o facultades que ofrecen clases de sus propias carreras a otras ajenas, pero de las cuales no se ocupan los profesores titulares, sino que lo delegan a los de asignatura (y ello sin considerar las prácticas cuestionables de contratación); con lo cual el profesorado mismo resta importancia a los estudios que profesan. Está también un comportamiento descrito por Schopenhauer, a saber, que los profesores “se agolpen al modo en que lo hacen todos los débiles, formen facciones y partidos, y se apoderen de las revistas literarias en las que, al igual que en sus propios libros, […] hablan de sus respectivas obras maestras y de ese modo toman el pelo al público corto de vista”;33 con lo cual resulta que a lo que en las universidades llaman excelencia es en realidad mediocridad, puesto que se busca, no lo sobresaliente, sino lo estandarizado, la medianía, lo homólogo según lo que se consulta, se interpreta, se ha escrito. Pero, más grave aún, está el caso extremo de la censura (si bien interconectado de algún modo con lo anterior). Sostenidas con el patrocinio de la iglesia, las universidades se sometían desde el inicio a la vigilancia del papado que dictaba qué enseñanzas meter en cintura según sus intereses y prejuicios. Así su reacción ante Eckhart: habiendo “hecho examinar por doctos en sagrada teología […] para que tales artículos, y su contenido, no puedan continuar corrompiendo el corazón de la gente vulgar […] condenamos y reprobamos como heréticos” los escritos del filósofo.34 Se malentiende el papel del educador con el de un pre-juzgador para el vulgo.

Pero esta práctica medieval (condenar en lugar de educar) se lleva a cabo por igual -o de manera más grave- actualmente. La pandemia y su necesidad de grabar y transmitir las clases dieron sendos ejemplos de ello. Con el uso de la tecnología, los prejuicios barbáricos de ciertos profesores (probablemente compartidos en secreto por algunos escuchas) eran exhibidos en redes sociales para condenarlos. Las universidades, en lugar de empeñarse en educar a sus educadores -no con talleres de recursos humanos, sino ejercitando la crítica y la razón que tanto promocionan en las páginas de internet-, expulsaban a aquellos individuos para evitar el repudio de la percepción pública.35 La censura era al mismo tiempo autocensura, censura del otro y condena venida del exterior. Todo lo cual lleva a cuestionarse a quién se le ocurre semejante maniobra, pues posee la misma lógica -o falta de- que expulsar de las regaderas a quien quiere meterse a ellas sucio; ¿en dónde, si no ahí, podría tal individuo quitarse la mugre? Como quiera que fuese, la barbarie es un problema muy antiguo para el estudio. Heráclito advertía, además, que ese problema no está en las fuentes del aprendizaje, ni aun en los sentidos, sino que, más bien, “malos testigos son para los hombres los ojos y los oídos cuando se tienen almas bárbaras [βαρβάρους ψυχὰς]”.36 Por tanto, las universidades deberían ser responsables de medicar esa barbarie, lo cual implica luchar contra los prejuicios, no despidiéndolos en exilio, sino confrontándolos en proximidad.

Mas como suena escandaloso que el bárbaro habite la universidad, se le elimina si se asoma. Como no se ve la diferencia entre instruir el ingenio erudito y escuchar la razón, se elude la autocrítica. Como la inteligencia mecánica es útil, se le disfraza de razonamiento para promocionar la dignidad del universitario graduado. Pues la inteligencia sigue siendo ante el pueblo, como desde hace milenios, una forma de habérselas con la supervivencia, que se sirve más de argucias que de comprensión (así en la acepción de inteligencia como agencia gubernamental: CIA, Mossad, MI5, etcétera).

Y si la población universitaria corre el riesgo del dominio de la barbarie, no es de extrañar que al poco de formarse las universidades -a finales del medievo- se sospechase de ellas prestamente -a inicios de la modernidad- y que algunos de los grandes pensadores advirtiesen que su quehacer filosófico no tenía cabida en ellas. Así, cuando Descartes aconseja a cierto individuo a qué universidad inscribir a su hijo, recomienda “una universidad que, no habiendo sido erigida más que desde hace cuatro o cinco años, no ha tenido todavía tiempo de corromperse”.37 Cuando invitan a Spinoza a dar clases en una universidad, prometiendo que tendría “la más amplia libertad de filosofar”, pero confiando en que “no abusará de ella para perturbar la religión públicamente establecida”,38 rechaza la oferta, no sólo por no saber “dentro de qué límites debe mantenerse esta libertad de filosofar”, lo cual era una razón obvia, sino más aún -dice- “porque pienso que dejaré de promover la filosofía, si quiero dedicarme a la educación de la juventud”.39 Y, finalmente, Leibniz, quien con razón se presenta como autodidacta,40 rechazó una academia que ofrecía volverlo en breve profesor, a causa del siguiente razonamiento al que llegó leyendo en libros el tipo de disputas que seguramente ahí le aguardaban:

empecé a reconocer que no todo lo que en general se dice es cierto y que a menudo se sostienen opiniones excesivamente apasionadas acerca de cuestiones que no tienen tanto valor […] Por cierto, al ver todas las cosas superfluas y oscuras que se decían, […] me compadecía de la juventud que gasta su tiempo en esas simplezas superficiales. Observaba que no era difícil remediar ese mal y que quien razonara cuidadosamente podía reducir todo a pocas proposiciones.41

Irónicamente, hoy en día se tiene el prejuicio, harto arraigado, de que el filósofo profesional -lo mismo que otros intelectuales de humanidades y demás disciplinas- es el catedrático universitario; quizá porque haya un cierto consuelo en pensar que se tienen a la mano a los filósofos en esas instituciones. Si éstos no hacen más que criticar, basta con asignarles clases en las tantas carreras para cumplir con la promesa comercial de que el egresado tenga pensamiento crítico; promesa que, por cierto, parece buscar una población universitaria repleta de filósofos (que, además de filosofar, tengan un oficio de verdad). Idea digna de atención, pero que, al descuidar la barbarie de los prejuicios que hacen eco en el recinto, da como resultado, no a φιλόσοφοι (amantes del saber), sino, como señala Nicol, φιλοχρήματοι, φίλαρχοι o φιλότιμοι (amantes de riquezas, amantes de poder y amantes de honores).42

Sintomáticamente esta triada corresponde en parte a la división medieval de las facultades académicas superiores, todavía vigentes en la época de Kant, pero se refleja hasta un pasado remoto en los personajes que llevaron a juicio a Sócrates. En efecto, no es difícil identificar a los φιλοχρήματοι con los artesanos, a los φίλαρχοι con los políticos y a los φιλότιμοι con los poetas. Y el paralelismo histórico entre la antigüedad y el medievo, aunque podría ser accidental, tiene una coincidencia esencial: que en toda época se da una adoración humana por tres figuras: quienes facilitan la comodidad de la vida, quienes se empecinan por liderar la sociedad y quienes se presumen guardias del desarrollo espiritual. En esa medida las figuras medievales del médico, el jurista y el teólogo son transliteraciones de las figuras antiguas del artesano, el político y el poeta, respectivamente. Mas ahora la academia encaminada a lo práctico produce amantes de las tres cosas a la vez: riquezas, poder y honores.

Dando un paso adelante sobre esa proyección, podría verse el esquema reiterado en nuestra época con sus propias adaptaciones: las ingenierías, la genética y la neurología sustituyen al artesano y al médico; las finanzas, la economía y la administración pública o privada se arrogan el papel del político o del jurista; y, en cuanto a los casos del poeta y el teólogo, se erigen ahora los equívocamente denominados artistas, es decir, figuras populares ya ni siquiera provenientes de alguna carrera, aunque no por ello renuncian a hacerse de un título que dignifique la práctica, sin importar que se trate del título más vacío de todos, a saber, “creador de contenido” (título que sólo rivaliza en ridículo con algo como “respirador de aire” o “digeridor de alimentos”). Pero esta última adaptación llama más la atención en relación con el pasado, porque también los egresados de las facultades de ciencia, de filosofía y de artes -en sentido auténtico- entran en ese papel. De suerte que, lo que otrora fuese la facultad inferior -que para Kant implicaba no someterse a la utilidad-, se vuelve ahora una de las facultades utilitarias, pues científicos, artistas y filósofos surgen de la misma fuente:

en Alemania con la fundación en 1734 de la Universidad de Gotinga […] la Facultad de Artes aparece ya con la denominación de Philosophische Fakultät en lugar de la más clásica Fakultät der Artisten. Con otras palabras, la Facultad de Filosofía encerraría dentro de sí, además de la Filosofía propiamente dicha, cuanto entendemos hoy por Ciencias y por Humanidades, que es la razón por la que el título de doctor en filosofía, como sucede por ejemplo con el Ph. D. anglosajón, sea todavía común a todas aquellas materias en muchas Universidades contemporáneas.43

El papel moderado y crítico de estas facultades, por el que se caracterizaban -en teoría- durante el medievo y la modernidad, proviene de la antigüedad: de la filosofía dialógica de Sócrates como irrupción dentro de la cotidiana mediocridad de los oficios más famosos y pragmáticos. Si ahora, en cambio, también la filosofía, el arte y la ciencia pueden verse arrastrados por esa dinámica a la que antaño se oponían, dictada por las bolsas de trabajo, regidas por las competencias y dependientes de los mercados laborales, la formación de la universidad no exime de barbaridades en ningún espacio y arduamente evita que su población balbucee prejuicios que “hacen escuela” (ismos). Todo ello certificado con un título. Por tanto, Schopenhauer no está desencaminado al querer separar, de la filosofía pura, la filosofía aplicada, es decir, la de universidad, ligada al estado y a las modas.44 La distinción nietzscheana entre el filósofo y el trabajador de filosofía es, en ese mismo sentido, acertada. Mas, a todo esto, habiendo adquirido semejante poder el título, dictando de tal modo la forma de ser de la formación misma, ¿qué indica el título acerca de la población universitaria? ¿Qué implica en esencia? Veamos un caso.

El título de doctor

El título de doctor […] paraliza una parte del cerebro

en el centro del habla; la parte que permitía a esa

persona hasta entonces pronunciar dos sentencias:

“me equivoqué” y “no lo sé”.

James Randi, The Search for the Chimera

Todo título universitario es una acreditación legal. Sin importar su especificidad (arquitecto, ingeniero, contador), se trata ante todo de la entrega de una licencia. El derecho que así se consigue es lo que da la idea de un revestimiento de superioridad (como con la acepción inglesa de entitlement). De ahí la noción de licenciatura. Pero después se presenta un enrarecimiento un tanto grotesco, como lo muestra el grado subsecuente, el de maestro, cuyo sentido es el de “el mejor” (magister, es decir, magis de magnus). La autorización de las facultades académicas para la labor profesional degenera con ese tipo de vocabulario en nociones que escinden el estatus humano. Sólo que, a su vez, la facultad es un título que no pertenece a cualquier institución. A diferencia de una escuela, que puede otorgar grados de licenciatura y maestría, sólo las facultades conceden el grado de doctor. Así, el doctorado faculta a la facultad de ser tal. Su poder no sólo transforma el estatus del individuo, sino el de la institución misma y se extiende, cual hechizo de investidura, sobre otros (como cuando, según el dicho, con el matrimonio se obtenían los doctorados en las cortes). ¿Qué es este atributo omnipotente del que goza el doctorado? ¿Cuál es la profesión del doctor? Formulado así y en lenguaje cotidiano, podría parecer que se pregunta por la labor del médico, a quien uno se empecina en llamar doctor (comenzando por él mismo). Pues bien, quizá preguntar por el sentido de la profesión médica ayude a comprender el sentido del doctorado. ¿Cómo se valora a la medicina o, en otras palabras, cómo se evalúa o se mide?

Para la percepción pública la profesión se mide por sus resultados. Esa medición es más peligrosa en unos casos que en otros. Las fallas en el cálculo médico se miran con mayor severidad que la mala medición que realiza el economista o el físico teórico. Así, por ejemplo, a pesar de operar con éxito a cien pacientes, un solo caso fallido basta para manchar la imagen de un cirujano. Pero la obsesión por la medición es consecuencia histórica de la mal comprendida idea de ciencia que impera actualmente, pues da origen a la creencia de que el cálculo equivale a la verdad. Nada más lejano de la ciencia médica y de cualquiera, en realidad.

La labor de la medicina es medicar. Entendiéndose por ello la prescripción de sustancias que coadyuven a una mejora, la medicación sería tarea del que sabe discernir para dar resultados y, en esa medida, es, precisamente el docto, el sabio. El halago de este título es tan soberbio que un médico difícilmente lo desmiente, pese a que esa determinación tenga connotaciones sofísticas.45 Médicos y meros mortales olvidan por igual, con ello, que ser docto significa, en rigor, ser docto-ignorante. Se olvida que saber no significa tener las respuestas, sino saber-preguntar y que, consecuentemente, reconocer la propia ignorancia es condición de posibilidad para conocer, aprender e investigar.

No es gratuito el auténtico sentido del medicar, que originariamente no tiene que ver con prescribir farmacéuticos. Medicar, que tiene la misma raíz que meditar, significa cuidar. Esa raíz se remonta al antiguo concepto griego μέδομαι, emparentado, de hecho, con el concepto latino medeor de donde proviene la palabra medir. Este dato, que parece una mera insignificancia filológica, debería advertir que la costumbre de medir la medicina, según el cálculo estadístico de la matemática, no es más que una distorsión del auténtico medir al que, de hecho, se ha de abocar la medicina. El medicar, cuidar o meditar no dice la última palabra, pero tampoco está condenado al mero dudar (como, de hecho, ningún quehacer lo está). El medicar ofrece una medición que, justo en esa profesión, se conoce como re-medio (μέδομαι) y que consiste por principio en un tanteo antes que en una solución definitiva. Este caso emblemático del medir del médico, a quien se confunde con el doctor, revela que la confusión es justificada en cierto modo, aunque no en el modo dado por consabido.

En pocas palabras, el término doctor deriva del latín docere, de donde proviene también la noción de docente y significa, justamente, enseñar.46 Lo distintivo del doctor medieval es lo que Aristóteles ya determinaba en su Metafísica como propio de la τέχνη y la ἐπιστήμη, que conocen no sólo el que, sino el por qué: la causa. Según esto, el doctor, podríamos decir, es técnico y científico. Así también el médico. Galeno, de hecho, “ayudó en la perpetuación del concepto de medicina como un arte y en la necesidad de que el médico sea por igual un filósofo y un técnico”.47 A ello apuntó Aristóteles al especificar que “el arte medicinal es el concepto de la salud” (ἡ ἰατρικὴ τέχνη ὁ λόγος τῆς ὑγιείας ἐστίν).48 Dicho de otro modo, técnica y arte (τέχνη) es razón común (λόγος); no mera inteligencia mecánica.

El doctor, otrora llamado filósofo (sin que, para ello, la πόλις expidiese un pergamino), es quien pregunta para tratar de abrirse paso en la aprehensión de lo siendo. De ahí la relación entre medicina y filosofía a lo largo de la historia. El ejemplo eminente en la antigüedad es el de Erixímaco en el Banquete de Platón. El elogio al amor que elabora con base en su profesión médica es, junto con lo dicho por Diotima en el diálogo, la mejor descripción de un saber dialéctico-platónico y enfatiza que el médico no es el docto porque tenga las respuestas, sino porque busca, es el auténtico estudiante en sentido etimológico: esmerado e interesado con amor, pues el médico atiende a los procesos del amor que se encuentran no sólo entre seres orgánicos, sino “en todo lo que tiene existencia”.49

Y es que, desde antiguo se sabe que la medicina no sólo no es perfecta, sino que puede ser mal empleada. En la medida en que se trata de una potencia racional, es decir, que “pueden producir ellas mismas los efectos contrarios”, Aristóteles nota que “la medicina puede dañar y curar”;50 ambas cosas de manera expresa. Lo mismo señala Heráclito: “los médicos que cortan y queman reclaman por no recibir salario digno; pero producen lo mismo que las enfermedades”.51 En cambio, al definir Platón la medicina como “el conocimiento de las operaciones amorosas que hay en el cuerpo en cuanto a repleción y vacuidad”,52 piensa en que el discernimiento que aporta el conocimiento de los contrarios es, por su cabalidad, lo que aporta el dominio de su enseñanza y su aprendizaje, así como la posibilidad de la buena praxis. En ello habría de basarse una auténtica ética médica, la cual nada tiene que ver con lo que hoy en día se entiende por ello (una suerte de lecciones de moralinas), sino que tendría que tratarse como la persecución constante de una intuición que permite ver que la escisión de quehaceres y saberes no es posible. En las mismas se hallaba Descartes al caracterizar la medicina en su carta-prefacio a Los principios de la filosofía como una de las ramas eminentes de un árbol que brota, a través del tronco de la física, desde las raíces de la metafísica. He ahí lo que, pese a reservas, lo invita a publicar una obra: que “en lugar de la filosofía especulativa enseñada en las escuelas, es posible encontrar una práctica […] y de esa suerte convertirnos como en dueños y poseedores de la naturaleza [para] librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu”.53 La metafísica, no como una ciencia (o pseudociencia según se quiere posmodernamente), sino como interrelación del saber, ¡he ahí la intuición! Sorpresivamente, en el medievo, “la metafísica fue considerada la tercera división de la filosofía natural”,54 misma que debían aprender los estudiantes de medicina. Y, de hecho, no era tan extraña esta idea en aquella época, pues “como lo muestran los registros, maestros o licenciados en medicina por París eran ya, con alguna o ninguna excepción, maestros o licenciados en artes”.55

Acaso en la simpleza de ese denominador común que es la filosofía o la metafísica podría hallarse el sentido en la abundancia de los títulos. Dentro de todo, no deja de tener gracia la pluralidad de títulos de doctorado que ofrecía el medievo y que no eran meramente el de doctor en medicina o doctor en filosofía. Algunos de ellos son harto famosos (doctor subtilis, doctor angelicus, doctor invincibilis), pero algunos de los más geniales eran: doctor rarus, elegans, difficilis, breviloquus, perplexus, pacificus, abstractionum, inventivus y hasta fructuosus y fertilis. Mas la pobreza del concepto de doctor en la época contemporánea difícilmente permite ver cualquier amplitud, en parte por reducir el término a sinónimo de médico (salvo en países germano-anglófonos), en parte por su desencaje del sentido de enseñanza (y del correlativo estudio). La determinación del docto como el sabio y de éste como el “sabelotodo” acusa una infertilidad para la población universitaria: “¡Guardaos también de los doctos! Os odian: ¡pues ellos son estériles! […] Ellos se jactan de no mentir, mas incapacidad para la mentira no es ya, ni de lejos, amor a la verdad”.56

La infertilidad demanda una reproducción ad nauseam de una búsqueda poco fructífera. En la búsqueda de la persona adecuada para cuidar al estudiantado, se multiplican sin demasiado sentido los títulos que ésta requiere. Si no basta el licenciado (que con licencia en la carrera debiese poder enseñarla), se buscan maestros (que en lenguaje cotidiano es, con razón, sinónimo de educador). Si el maestro no alcanza, se buscan doctores (cuyo concepto significa literalmente enseñar). Y si tampoco basta los doctores, se buscan profesores (quien declara o re-conoce el conocimiento), en tanto título oficial máximo y cuya obtención implique las burocracias universitarias correspondientes, tal como ocurre en Alemania y Francia con los procesos de Habilitation y aggregation, respectivamente. En todo caso, al final se tiene la instauración de títulos que dicen lo mismo: que uno es capaz de enseñar al estudiante o, mejor dicho, que debería serlo. Lo cuestionable de ese camino es evidente. Si, encima, desafortunadamente, la labor ingente del mismo es empañada por mor de procesos de “evaluación” al profesorado, cuya “medición” no pretende ni medicación ni re-medio (μέδομαι), sino que corresponde a intereses empresariales de mercado y utilidad, resulta inútil para el universitario.

La población universitaria se juega su existencia, por tanto, entre la homogenización, el sabérsela, la barbarie y el doctor ignarus (que no docto-ignorante). Mas no por falta de alternativa. La fama, la formación y el título universitarios, si bien constreñidos en los prejuicios indicados, dan cuenta en su esencia de una amplitud continuamente dejada de lado. Esta esencia es la característica común del humano consistente en cuestionar prejuicios, razonar, criticar, intuir, pro-curar y estar en camino a la libertad. Denominada antiguamente como filosofía, esta característica (que no carrera) se trata simple y sencillamente de lo más común a toda la población universitaria, a la población general, a la humanidad, sean doctores, estudiantes, graduados, autodidactas o cualquier individuo “ajeno” a las instituciones de educación superior. Ello obliga a cuestionar: ¿qué papel tiene la filosofía en la población?

El papel de la filosofía en la universidad

-Veo que suele hablar sobre lo sucio que está Tokio y lo feos que son los japoneses, pero, ¿ha estado alguna vez en el extranjero?

-¿Estás de broma? ¿El profesor Hirota? Es como es porque su mente se ha desarrollado más que ninguna otra cosa que te puedas imaginar en este mundo […] El profesor Hirota es un filósofo, ya sabes.

-¿Es eso lo que enseña?

-No, en el Instituto lo único que enseña es inglés. Pero lo que es interesante acerca de él es que sostiene que el hombre en sí está hecho de filosofía.

Natsume Soseki, Sanshiro

Los problemas endémicos del conocimiento en la universidad, a saber, el adiestramiento o adoctrinamiento de la masa, la idolatría de la escisión, la homogenización, la barbarie de los prejuicios, la sabiondez y la erudición, no obstan para que a la base exista el reconocimiento de la alternativa: la autoformación o autoaprendizaje personal, la reflexión de la mismidad, la individualidad, la liberación de las meras opiniones, el cuestionamiento y la intuición. Esto se halla por igual dentro y fuera de la universidad en la totalidad de la población que es universitaria, porque dentro y fuera el ser humano es un ser filosófico.57 Podría decirse, no sin un tono a la vez bromista y serio, que el ser humano está hecho de filosofía, y esto con o sin la universidad. Allende prejuicios, pues, no existe realmente distinción entre grados de ser humano, aunque sí hay matices en los modos de serse el humano.

Como afirma Nicol, “si nos hicieron creer que las universidades son como una especie de “centros de seguridad existencial”, nos engañaron”.58 Pero también nos engañamos al considerarlos centros de excelencia, idea que vende la universidad toda vez que habla de sus valores, mismos que, a su vez, le dan valor a la institución. Mas el término griego para la excelencia era ἀρετή que sintomáticamente se traduce también como virtud. Y resulta que ésta no es apresable del todo ni propiamente determinable; no por causa de una falla en el saber humano, sino por mor de su naturaleza: la virtud no es una cosa, sino el impulso para serse, meta inagotable y multiforme para el ser humano: “formarse a sí mismo [es] hacerse diferente”.59 Lo anterior no significa ser “más” que los otros ni estar “más allá” de los simples mortales, sino ser menos prejuicioso y estar “más acá” con los demás, los cuales no son ni más ni menos que uno, sino la mismidad de uno en la alteridad. Pues bien, el estar más acá es la ocupación de la metafísica, aunque los prejuicios la interpreten continuamente como aquel estar más allá, que surge, más bien, de las manías de la inteligencia mecanizada.

En el aquende del μετά griego que permea en todo ser humano se da no sólo la capacidad de reconocer lo común en respuesta a las escisiones dadas por consabido, sino una auténtica abundancia que, nuevamente, se aleja de la reproducción de la inteligencia erudita y se acerca a la producción kantiana del autodidacta y a la ποίησις o recreación griega que advienen con la intuición del genio. A esa dualidad se refiere el matiz en el modo de serse recién referido. En palabras de Nietzsche, “he aquí la causa de que los genios y los eruditos hayan litigado en todos los tiempos […] estos últimos quieren matar la Naturaleza, diseccionarla y comprenderla, los primeros quieren aumentar la Naturaleza con Naturaleza nueva y viviente”.60

Llegados a este punto la conclusión obvia sería que el papel de la filosofía en la universidad consiste en enseñar a serse. No obstante, la pregunta inmediata es: ¿cómo se conseguiría ello? Pues la dificultad no sólo está en la falta de un método. De hecho, “al principio, la filosofía no se enseña”, sino que “sus palabras atraen […] simplemente porque están ahí”.61 ¿Al principio? Esa situación es todavía la misma, tal como lo fue aun antes de la antigüedad y como lo será siempre en el advenir. ¿Qué implica esto para la universidad?

A esta institución se la considera siempre “establecida sobre la idea de la razón o, en otras palabras, sobre cierta relación con lo infinito”.62 Eso es verdad, pero Derrida concluye que “la universidad es un producto (finito) […] una hija de la pareja inseparable de la metafísica y de la técnica”;63 idea ya cuestionable no sólo ahora, sino desde hace un par de siglos. Así Hegel. Meditando la relación entre filosofía y universidad advierte que a estas instituciones “la metafísica se les ha ido a pique” mientras que los saberes filosóficos que sobreviven en ellas son tergiversados en su ser: “respecto a esas ciencias que todavía se han conservado, especialmente la lógica, […] solo la tradición y la consideración de la utilidad formal de la formación del entendimiento la mantienen todavía en pie”.64 En cambio, la metafísica, que pro-cura en-señar preguntando por el modo en que el ser humano se es, halla cabida a duras penas en la universidad. En parte porque el espacio que debiese ocupar para su quehacer se encuentra inundado por clases que dentro de la filosofía puedan acaso tenerse medianamente por útiles: una lógica matematizada, una ética aleccionadora mediante moralinas y, finalmente, las potencialmente infinitas “filosofías de”, cuyo genitivo genérico restringe el material. En parte también porque, hallándose en potencia la metafísica auténtica al interior de todo ser humano, se la puede hallar perfectamente al exterior de la universidad.

En otras palabras, ante la situación crítica en que la universidad pone a la población no hay lección alguna que garantice un cambio en la orientación de la mirada o que despeje los prejuicios de una vez y para siempre. Pero dar por vencida la metafísica, que puede preguntar críticamente por la universidad, sería dejarse derrotar por una apatía demasiado común que, justamente, la ha apartado desde un inicio de esos centros de entrenamiento. Sería, por igual, suponer erróneamente que la genialidad y la intuición humanas son eventos milagrosos acontecidos con la misma escasez con la que se crea un sol. Por ello, la enseñanza plausible es la de la crítica, que en este caso en concreto significa la auto-crítica de la universidad y, ante todo, la crítica de la población universitaria: esa población que intra o extramuros, con o sin título, es una comunidad sólo en la medida en que intuya su mismidad. Desde luego, siendo el contexto situacional con el que arrancamos el de México, lo aquí expresado pretende invitar a aproximarse a estos quehaceres en un país que, a lo largo de la historia de su formación educativa, le tuvo varias reservas a la metafísica.65 Sin embargo, en la medida en que se trata de un asunto de metafísica, esta crítica no se limita a un solo contexto. Una educación para la ciudadanía toda y para la paz habría de comenzar mesurando el re-medio que permita ver en sus dimensiones correctas los problemas de la formación de la universidad, para comprender autocríticamente sus límites. Evidentemente, para ello no hay manual académico, pero en ocasiones, como indica Nicol, “la misión del hombre culto es simplemente estar ahí […] Ser educado no significa saber mucho (esto es ser instruido), ni es sólo tener buenos modales. Es haberse sometido a la terapia intensa de la paideia”.66

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1Todos los datos que vienen a continuación fueron extraídos del INEGI y de su página consultada el 8 de noviembre de 2023: https://www.inegi.org.mx/programas/ccpv/2020/default.html#Tabulados

3Sintomáticamente, en ese año 2020 la institución universitaria cedió su primer lugar al ejército ante la percepción pública general. Aquellos con estudios universitarios confiaban por igual en universidad y ejército.

4Ofrezco la traducción de algunos términos en griego en nota a pie. Cuando no aparecen en nota a pie, el significado de esos conceptos está a línea seguida en el texto. En cuanto a los términos griegos para la institución de educación superior, πανεπιστήμιο o πανδιδακτήριο, vienen a significar la totalidad (παν) del conocimiento (ἐπιστήμη) o del aprendizaje (διδακτικός).

5Cabe recordar que πόλις no sólo significa ciudad, sino que hace alusión a la comunidad y puede denotar el país como un todo.

6 Immanuel Kant, El conflicto de las facultades (Madrid: Alianza, 2003), Ak. 30-31.

7 James Randi, The Search for the Chimera (Princeton, 2001), min. 78. https://www.youtube.com/watch?v=qpeN3DVwk4Q&t=1024s&ab_channel=MuonRay.

8 Martin Heidegger, De la experiencia del pensar (México: Pitzilein Books, 2019), 33.

9Sintomáticamente, la idea de la amistad como la forma de relación entre Platón y Sócrates se vuelve inaceptable —o, cuando menos, sospechosa— bajo la noción generalizada de que debían ser discípulo y maestro. Aun dejando de lado que Platón se refiriese a Sócrates en la Carta vii como ἑταῖρος, es decir, amigo, camarada o compañero (325 b), querer establecer su relación sobre el discipulado pasaría por alto la importancia y el sentido de que Sócrates negase durante su defensa ser maestro; negación que, evidentemente, no se limitaba a una artimaña legal para eludir los cargos, sino que consistía en una aclaración de su quehacer filosófico.

10 Susana Villavicencio, “Filosofías de la universidad”, en Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía 29 (Madrid: Trotta, 2012), 334.

11En otras palabras, aun cuando teoría y práctica no están realmente disociadas, los prejuicios las escinden en dos aspectos humanos mermados sobre la base de los cuales, posteriormente, ha de intentarse combinar un ser humano “íntegro”; operación que arroja, evidentemente, una idea deficiente de la integridad misma.

12 Arthur Schopenhauer, Parerga y paralipomena II (Madrid: Trotta, 2013), 642 [667].

13 G. W. F. Hegel, Escritos pedagógicos (México: FCE, 2022), 147.

14 Arthur Schopenhauer, Parerga y paralipomena I (Madrid: Trotta, 2013), 176 [159].

15 Albert Einstein, Mi visión del mundo (México: Tusquets, 2013), 29.

16 Eduardo Nicol, Ideas de vario linaje (México: UNAM, 2021), 424.

17 Friedrich Nietzsche, Schopenhauer como educador (Madrid: Valdemar, 2001), 129.

18 Heráclito, “Fragmentos”, en Los filósofos presocráticos I (Madrid: Gredos, 2000), B 40.

19Recuérdese que el λόγος heraclíteo no sólo tiene el sentido de razón, sino, precisamente, de unidad.

20O, como dice Heráclito, ponerse al lado: ἀμφισβατεῖν. Ibid., B 122.

21 Immanuel Kant, Pedagogía (Madrid: Akal, 2003), 68. Las cursivas son propias.

22Ibid., 69.

23 Jacques Derrida, Du droit à la philosophie (París: Galilée, 1990), 413.

24Javier Sáenz, “La filosofía como pedagogía”, en Enciclopedia Iberoamericana, 160.

25Kant, Pedagogía, 67.

26Kant, El conflicto de…, Ak. 27.

27Ibid.

28Kant, Pedagogía, 68.

29Nicol, Ideas de vario linaje, 547.

30Randi, The Search for…, min. 71.

31En términos generales, el primer concepto significa formación, educación o cultura, mientras que el segundo sería la falta de formación, la ignorancia o lo inculto. Sobre la relación entre filosofía y παιδεία véase Aldo Guarneros, “Los nombres de la metafísica: παιδεία”, en Francisco Castro, Fronteras del pensamiento y actualidad en Latinoamérica (México: AUSJAL-UIA, 2023), 352-375.

32Schopenhauer, Parerga y paralipomena II, 579 [601].

33Schopenhauer, Parerga y paralipomena I, 187 [171].

34 Eckhart, El fruto de la nada (Madrid: Siruela, 2008), 178.

35En esa misma tónica es sintomático que las universidades presuman en la actualidad de su posición en los rankings de empresas, en lugar de temer identificarse con ellas.

36Heráclito, B 107. Las cursivas son mías.

37 René Descartes, Œuvres II (Paris: J. Vrin, 1996), 379.

38 Baruch Spinoza, Correspondencia (Madrid: Alianza, 1988), 299.

39Ibid., 301.

40 G. W. Leibniz, Escritos filosóficos (Madrid: Antonio Machado Libros, 2003), 65 [388].

41Ibid., 80-81 [XL].

42Nicol, Ideas de vario linaje, 396. De ahí la dificultad de separar a sofistas y filósofos, no sólo en la antigüedad, sino hoy en día. No habiendo método “seguro” para disociarlos, quizá quepa advertir que, de hecho, parte de la dificultad para diferenciarlos se deba a que no son figuras disímbolas ni oficios escindidos, sino actitudes potencialmente presentes en la misma persona. Llama la atención que se establezca una “genealogía” en la sofistería de Protágoras a partir de los magos persas (fragmento A2), cuya figura eminente fue Zaratustra, tan caro también según la percepción histórica para la tradición filosófica. Sobre la importancia de Zaratustra para la filosofía véase Aldo Guarneros, “Los nombres de la metafísica: Zaratustra”, en Estudios. Filosofía · Historia · Letras, vol. XXI, no. 147 (invierno 2023): 7-31.

43Javier Meguerza en Kant, El conflicto…, 214.

44Schopenhauer, Parerga y paralipomena I, 175 [158].

45Hablo de la idea del saber en tanto erudición, mismo que se pretende justificar por el dominio del λόγος y que se presumía como saber extensivo al todo. De ello da cuenta uno de los antiguos testimonios sofísticos denominados Discursos dobles: “Yo creo que es propio del mismo hombre y del mismo arte tener la capacidad de discutir con brevedad, de conocer la verdad de los hechos, de saber juzgar rectamente, de poder hablar en público, de dominar los procedimientos del discurso, de enseñar, sobre la naturaleza de todo lo que existe, sus propiedades y origen. En primer lugar, quien sabe sobre la naturaleza de todo, ¿cómo no va a poder obrar rectamente también en cualquier situación? Además quien conoce las artes de la palabra sabrá también hablar correctamente sobre cualquier asunto, pues es preciso que quien se proponga hablar rectamente, lo haga sobre aquello que conoce. Por tanto, lo sabrá todo. Conoce, en efecto, las artes de todos los discursos y todos los discursos tratan de todo cuanto existe. Es preciso que quien pretenda hablar rectamente conozca los asuntos que trate y enseñe correctamente a la ciudad a hacer el bien y evitar el mal. Quien posee esos conocimientos, poseerá otros distintos de esos. Porque lo sabrá todo […] Cierto que quien conoce la realidad de las experiencias, se puede decir con facilidad que lo conoce todo. De ese modo debe responder con brevedad, cuando es interrogado, sobre cualquier asunto. Por tanto debe saberlo todo”. Sofistas, Testimonios y fragmentos (Madrid: Gredos, 1996), 481-482.

46Sobre la fuerza de este concepto véase Guarneros, “Los nombres de la metafísica: παιδεία”, 362 y ss.

47 Pearl Kibre, “Art and Medicine in the Universities of the Later Middle Ages”, en The Universities in the Late Middle Ages (Lovaina: Leuven University Press, 1978), 215.

48 Aristóteles, Metafísica (Madrid: Gredos, 2012), XII, 3, 1070-1030.

49 Platón, Banquete, en Diálogos III (Madrid: Gredos, 2004), 186 a.

50 Aristóteles, Metafísica, IX, 2, 1046 b 4-7.

51Heráclito, B 58.

52Platón, Banquete, 186 c.

53 René Descartes, Discurso del método (Madrid: Alianza, 2006), 134-135

54Kibre, Art and Medicine…, 222.

55Ibid., 217.

56 Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (Madrid: Alianza, 2005), 394.

57Tal como me fue amablemente sugerido, esta idea parece referirse, por una parte, a la noción aristotélica de la potencia, es decir, a la disposición y la tendencia de todo ser humano a saber o, por otra parte, a la afirmación cartesiana del buen sentido, esto es, la idea de que se trata de algo eminentemente compartido entre los seres humanos. ¿En cuál de ambos sentidos se expresa? Evidentemente, en un sentido que no se limita a ninguno de ellos, aunque tampoco en uno que se les deslinde. Sirvan ambos casos como testimonios de una intuición común a lo largo de la historia que, desde luego, se deja expresar en otras tantas formulaciones, no sólo de esos autores, sino de otros más. Las formas en que se pretende de-limitar el acto de filosofar como esto o aquello —y nada más— son resultado de las posibilidades de que la filosofía sea algo más, posibilidades abiertas por el preguntar. Por ello, mi propósito aquí es simplemente enfatizar que el ser-filósofo tiene su condición en el ser, el del humano, que da cuenta de la posibilidad interrogativa no sólo de la filosofía, sino de todo quehacer y saber.

58Nicol, Ideas de vario linaje, 395.

59Ibid., 370.

60Nietzsche, Schopenhauer como educador, 127.

61Nicol, Ideas de vario linaje, 321.

62Derrida, Du droit à…, 407.

63Ibid., 414.

64Hegel, Escritos pedagógicos, 156.

65Este asunto habrá que tratarlo en otra ocasión, una que permita dar cuenta de un homenaje a la metafísica.

66Nicol, Ideas de vario linaje, 522.

Financiamiento: CONAHCYT, Estancia posdoctoral en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, proyectoMetafísica del habitar ético-político.

Cómo citar: Guarneros, A. (2024). Crítica de la población universitaria. EN-CLAVES del Pensamiento, (36), 37-60. https://doi.org/10.46530/ecdp.v0i36.675

Recibido: 15 de Diciembre de 2023; Aprobado: 05 de Mayo de 2024; Publicado: 01 de Julio de 2024

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