Preliminares: silencio y mutismo
La Sra. Dalloway… siempre ofreciendo fiestas para
cubrir el silencio.
Richard Brown, The Hours (película)
Querer escribir sobre el silencio es parecido a
querer pintar con tinta invisible. Es difícil escribir
sobre algo cuya relación en papel sería la hoja en
blanco, la nada, la ausencia de ruido, algo cuya
descripción gráfica podría ser esto:
Georgina Cebery, “Una estancia en el silencio”
El silencio absoluto -la ausencia total de sonido- parece ser una búsqueda del asceta o del místico: mientras el primero piensa en el silencio como una forma de dominio sobre sus pensamientos y deseos, el segundo busca en él una epifanía o revelación holística del mundo. Sin embargo, huir del ruido es una tarea difícil o, en cierto modo, imposible para el ser humano. En cualquier lugar donde se encuentre siempre lo acompaña el sutil ruido de su sangre recorriendo venas y arterias, el crujido en las coyunturas de sus huesos y articulaciones, los sonidos de sus órganos internos secretando fluidos corporales o los latidos acompasados de su corazón palpitante. No hay lugar -a excepción de la muerte como la detención de todas las funciones biológicas- donde el silencio sea realmente la experiencia de una falta radical de sonido.
En este sentido, John Cage, músico minimalista contemporáneo, en su obra musical 4’33’’ de 1952 podemos explorar la idea de una diferenciación entre el silencio y el mutismo: el primero comprendido como un fenómeno que es parte de las posibilidades significativas del lenguaje; el segundo asimilado a una simple negación del sonido y falta total de sentido. En una composición de tres movimientos cuya partitura señala un silencio en la duración total de la pieza indicada por su propio título, el compositor estadounidense construye un acto performativo mostrando que no es un silencio radical lo que de hecho compone a la obra, pues, como el propio compositor sostiene: “No existe tal cosa como el silencio absoluto. Algo siempre está sucediendo que hace un sonido”.2 El silencio de los músicos permite que se liberen esos otros sonidos que subyacen a la pieza musical tales como las respiraciones en los miembros del público, sus carrasperas, risas incómodas o susurros sutiles. La obra integra la diferencia entre la música y el ruido: cualquier sonido -por muy imperceptible o insignificante que pueda ser- pasa a ser parte de su forma de comunicación. El silencio deja de ser una falta de sonido para ser una alteridad emergente desde el propio ruido hasta transformarse en parte protagonista de la obra musical.
Tres décadas después del estreno de 4’33’’, Bernard Deuenhauer, en su artículo On Silence de 1973, retoma la tesis de una diferenciación entre el silencio y el mutismo. Esto, pues, la asimilación entre ambos termina por despojar al silencio de su realidad y componentes intencionales en tanto que un fenómeno propiamente humano: “El mutismo -sostiene Deuenhauer- es simplemente la falta de articulación de lo que está aislado de toda comunicación con otras cosas. Un hombre no puede estar absolutamente mudo a menos que se encuentre completamente inconsciente. A diferencia del mutismo, el silencio involucra necesariamente actividad consciente”.3 A diferencia del mutismo y simple ausencia de ruido, el silencio brota como fenómeno fronterizo desde la propia capacidad humana de dar significación al mundo a través de la palabra. Toda frontera es un tipo de límite y, como todo límite, es incapaz de existir por sí sola de manera que depende ontológicamente de aquello de lo cual es límite. En este sentido, el silencio es un fenómeno que debe ser comprendido desde las posibilidades del propio lenguaje a pesar de su incapacidad para asirlo completamente en sus proposiciones y conceptos. Por su carácter fronterizo, el silencio posee una presencia oblicua o tangencial desde los bordes borrosos de las palabras y lo que ellas pueden expresar significativamente. Desde ese lugar puede interpretarse como aburrimiento, interés, temor, desconfianza, certeza, sospecha o incertidumbre, pero también es capaz de hacer cosas como herir, sanar, intimidar, consolar, mostrar cercanía o una fría lejanía, puede ser violento, agresivo y, al mismo tiempo, tierno y delicado. Lo otro que libera el silencio, ese significado implícito, impronunciable e inalcanzable por los poderes predicativos del lenguaje, resulta ser inconmensurable porque, como afirma Cage: “Cuando nada se posee con seguridad podemos libremente aceptar cualquier algo. ¿Cuántos hay? Ellos aparecen a tus pies. ¿Cuántas puertas y ventanas hay allí? No hay límite en la cantidad de algos y todos ellos (sin excepción) son aceptables”.4 El silencio es una apertura o una fisura en la palabra que deja un espacio vacío que puede ser reclamado por todos y por nadie a la vez sin que nunca pueda llegar a ser saturado o clausurado por algo más.
El silencio y el lenguaje no son la simple privación de uno respecto del otro; por el contrario, ambos se encuentran y se requieren desde su condición fronteriza. Más aún, tal como afirma Cheryl Glenn, profesora de retórica y teórica feminista, “es el silencio el que revela al discurso al mismo tiempo que representa en ocasiones su propia retórica complementaria”.5 El lenguaje es incapaz de articular su poder significativo -esto es, hacer posible la comunicación entre quienes habitual y cotidianamente hacen uso de él- sin que el silencio aparezca en el trasfondo de las palabras siempre con la posibilidad intempestiva de reorientar intangiblemente el sentido de lo que se dice. En relación con esto, en un estilo cercano al ensayo, el presente trabajo explora una interpretación del silencio a partir de su caracterización fronteriza con la significación en el lenguaje. El discurso discurre sobre el silencio como un horizonte de sentido brotando como negatividad (en lugar de una simple negación) a todo sistema de significación. Este enfoque se sostiene sobre dos perspectivas teóricas complementarias. Por una parte, un aspecto ontológico para comprender el silencio como una realidad emergente y dependiente exclusivamente del lenguaje desde donde adquiere su contenido y ser propio. Por otra parte, un aspecto propio de la filosofía del lenguaje en virtud de la tensión entre lo nombrable dentro de la capacidad figurativa de la proposición y lo innombrable que surge en la imposibilidad del lenguaje de figurarse a sí mismo.
El trabajo desarrolla tres puntos fundamentales. En primer lugar, la existencia de aquel silencio ocurriendo entre las palabras articulando la significatividad del discurso para evitar que sea un todo ininterrumpido y homogéneo. En segundo lugar, el silencio no es analizado solamente desde las coyunturas de las palabras, sino también como un fenómeno fronterizo en el trasfondo de lo que puede ser nombrado por la palabra como una negatividad interna a todo sistema de significación. Finalmente, la idea de que el silencio no recae únicamente en el entre de las palabras ni tampoco en su trasfondo, sino que también en lo indecible que hay en la forma que el propio lenguaje habla de sí mismo.
Aunque esta propuesta conduce al lector a un recorrido que parece absurdo y contradictorio -a saber, escribir sobre el silencio-, una vez que se nos ha entregado el poder de la palabra, tenemos también la posibilidad de pararnos bajo su umbral para hacer del silencio un lugar tan significativo como inconmensurable.
El silencio entre palabras
El silencio que nace desde la palabra es, como se ha dicho, distinguible del mutismo. Su poder interpretativo que atraviesa las hendiduras y articulaciones del discurso humano emerge de su íntima y fundamental pertenencia a la expresión significativa. Una vez que dominamos la palabra, el silencio se vuelve inalienable de ella como posibilidad fronteriza del significado. Podemos callar justamente porque podemos hablar y podemos hablar justamente porque podemos callar, pues, como señala el filósofo y ensayista mexicano nacido en España, Ramón Xirau:
La palabra entraña silencio y el silencio palabra: solamente podemos hablar si antes, después, aun y, acaso sobre todo, durante el proceso de hablar estamos habitados por el silencio.6 […] El silencio esencial es el que está en la palabra misma como en su residencia, como en su morada; es el silencio que expresa: el silencio que, dicho, entredicho, visto, entrevisto, constituye nuestro hablar esencial.7
El silencio esencial, como plantea Xirau, no es una huida de la palabra sino que reside en ella desde donde ‘entraña silencio’: lo contiene en su interior y lo arropa para protegerse de ella misma y su propia sobresaturación de significado. Como pequeñas fisuras en el lenguaje, el silencio es la posibilidad para que la palabra emerja como fuente de significado para que el mundo pueda adquirir un valor que supera su neutralidad fáctica. El lenguaje requiere así del silencio para que ni el discurso sea un ruido ininterrumpido ni el texto una inacabable serie de grafemas. El discurso le entrega un lugar de pertenencia en el entre de las palabras: un espacio intersticial en la expresión y su posibilidad del significado. De este modo, el silencio solo hace de la ausencia su modo de ser en contraste con un sistema de significación que hace de la presencia su modo de representación.
Dauenhauer, en el mismo artículo citado previamente, sostiene que el silencio es un fenómeno que requiere de una interpretación ontológica la cual presenta a partir de dos características fundamentales: lo que llama un silencio intervención [intervening silence] y un silencio de antes-y-después [before-and-after-silence].8 La primera refiere a la secuencia de eventos de silencios que establecen los intermedios tanto rítmicos como melódicos que ocurren en las expresiones escritas y habladas. Sin su intervención el discurso carecería del timing necesario para establecer un sentido narrativo que permite a una expresión comunicar aquellos elementos tácitos u oblicuos que no están necesariamente explícitos en lo que se dice. Un silencio más extenso o más breve de lo habitual al terminar o antes de iniciar el discurso puede ser incluso más elocuente que la palabra misma. Lo dicho, sin decirlo, abre un campo de interpretación capaz de envolver a la palabra con un aura que puede evocar amenaza, incomodidad, expectación, ironía, temor, compasión, empatía, desconfianza, complicidad, venganza, entre otros. El sentido de un discurso se construye también por el modo como los silencios de intermedio intercatúan entre el fin y el comienzo de las expresiones de modo que, sostiene Dauenhauer, “la duración del silencio de intervención [intervening silence] utilizada por el hablante y la interpretación de tal duración de parte del oyente son tratados no con menos dificultades que cualquier otro componente del discurso”.9
El silencio se abre paso en el entre que fluye por los bordes de las palabras. Esto es justamente el ‘silencio antes-y-después’ que actúa como un “cerco circundante” [surrounding fringe] en lo expresado.10 La palabra no puede ser dicha sin un silencio previo ni sin un silencio posterior, ambos aparecen como un marco que sostiene y custodia sus posibilidades de significación. Mariana Orantes, escritora y ensayista mexicana, también describe esta función espaciotemporal que marca los movimientos y discontinuidades del lenguaje de la siguiente manera:
El silencio es esencial en la música, la narrativa y cualquier otro lenguaje: está hecho de tiempo, y, por lo tanto, de movimiento. No es estático: parte del flujo que lleva la vida. Incluso hay marcas que indican en qué momento es necesario introducir el silencio para que la música pueda ocurrir. No lo escuchas de verdad porque ya decir que se escucha el silencio parece una contradicción. Pero ahí está, llevando el ritmo y la cadencia. Ahí está, llevando la batuta sin ser realmente percibido.11
Sin el silencio en el antes-y-después y en el entre de las palabras, el discurso, como menciona Orantes, estaría falto de ritmo y cadencia y así el sentido de lo dicho sería incomunicable. El silencio es un productor de significado que actúa tras bambalinas mientras las palabras discurren en el escenario principal del lenguaje. Hay en la expresión un punto de partida y un punto de llegada como un espacio abierto en el cual se genera, de acuerdo con Dauenhauer, una “transferencia de sentido”:12 una abertura entre las palabras que genera una continuidad comunicativa integral en el discurrir de la expresión. Sin embargo, esto constituye una continuidad que nunca está clausurada en sí misma y que, por lo tanto, siempre puede estar dispuesta a una interrupción radical o rearticulación de sentido. Solo por el silencio en el que las palabras se tejen unas con otras existe la posibilidad de que el discurso gire hacia un estado intempestivo donde su propio cierre también es una posibilidad.
Ahora bien, el estudio filosófico sobre el silencio realizado por Dauenhauer caracterizándolo como un “fenómeno positivo” que requiere de una interpretación ontológica13 debe ser evaluado críticamente o, a lo menos, con ciertas aclaraciones. En un sentido similar, en su clásico libro Die Welt des Schweigens [El mundo del silencio] de 1948, el escritor y filósofo suizo Max Picard también sostenía algo similar: “El silencio no es simplemente algo negativo; no es la mera ausencia de discurso. Es un mundo positivo y completo en sí mismo”.14 A pesar de que Picard refiere a una negatividad en el silencio, en ese simplemente se puede dar a entender el hecho de que la negatividad es una condición ontológica del silencio que podría ser soslayada. Aunque el silencio no es ausencia de significado, no debería ser descrito (en un primer momento, por lo menos), tal como Dauenhauer y Picard lo insinúan, como un fenómeno o mundo positivo y completo por sí mismo, ya que, mientras un mundo es una presencia substancial, el silencio no tiene ni substancia ni presencia. El silencio no puede escapar al no-ser y su radical (y en ocasiones insoportable) levedad, pues en la medida en que obtiene algún tipo de peso ontológico, por ligero que este sea, gana inevitablemente peso lingüístico en lo nombrado. Cuestión que le hace perder su relación oblicua o tangencial con el mundo de las cosas: un estar y no-estar a la vez que lo desparrama a lo largo de su inaprehensibilidad semántica. Como todo límite que no es definitivamente parte de un lado ni definitivamente parte del otro lado, el silencio posee una existencia fronteriza entre el sentido -la presencia significativa de la palabra- y el sinsentido -la ausencia de inteligibilidad de lo innombrable-.
Aparece entonces la posibilidad de una ‘interpretación ontológica’ del silencio en la medida que se transparenta como un fenómeno emergente que reclama su pertenencia al lenguaje con igual derecho que al de la palabra. Sin embargo, la expresión ‘fenómeno positivo’ nos debe alejar de una comprensión integral y totalizante del silencio como un evento transparente que subyace en las entrañas de la palabra. Su condición como límite del lenguaje lo transforma en una dimensión inseparable lenguaje, pero, al mismo tiempo, inatrapable a cualquier forma de significado. Así, lo inefable o inexpresable,15 aquello que solo encuentra una forma de expresión significativa como una experiencia límite de lo decible y lo nombrable, no puede ser interpretado como un ‘fenómeno positivo’ sin precisar tal condición fronteriza donde el silencio es irreductible al objeto de una ontología.
El silencio como límite de lo nombrable
Se ha planteado que el silencio no debe ser entendido como una forma de privación o negación de las posibilidades de significatividad, pues no es un fenómeno ajeno o extraño al lenguaje, sino más bien fronterizo a este. No obstante, tampoco podamos atribuirle un cierto tipo de positividad ontológica como si habitara un espacio indistinguible al de la palabra. El nombre [ὄνομα] es el dispositivo del lenguaje que captura a su objeto para exponerlo y traerlo desde la realidad material hacia la presencia simbólica del signo. La palabra goza de un poder performativo de nombrar las cosas para hacerlas presentes en el inventario ontológico que define lo que hay en el mundo. A partir de este acto bautismal, la cosa nombrada queda abstraída de todas sus peculiaridades quedando transformada en una representación al interior de un todo articulado de relaciones significativas. Luis Villoro, filósofo mexicano de origen español, lo plantea del siguiente modo:
La función simbólica, esto es, la posibilidad de referirnos a las cosas por medio de signos que las suplan, constituye la esencia del lenguaje discursivo. Gracias a ella puede el hombre aludir al mundo entero sin estar obligado a sufrir su presencia. […] La palabra no funge aquí (aunque a veces, en un uso circunstancial, puede asumir esa función) como un fonema asociado a una presencia sino como un signo colocado “en lugar” de ella. […] El hombre, con la palabra, creó un instrumento para sustituir el mundo vivido y poder manejarlo en figura.16
El ὄνομα reemplaza la cosa física, la re-presenta, la hace presente en la dimensión inmaterial del significado. El fonema -cuya significación depende de su pertenencia diferenciada al interior de un sistema de significación- no cumple solo la función de indicar o señalar un objeto, sino que, en tanto que ὄνομα, se constituye como un dispositivo que sustituye a las cosas y cómo ellas se relacionan por un modelo a escala simbólica la realidad. Tal capacidad representacional del lenguaje se encuentra arraigada en el logos apophantikós aristotélico o discurso proposicional, el cual asume en la estructura lógica del enunciado un poder descriptivo del mundo en orden a lo verdadero y lo falso a diferencia de un uso meramente retórico del lenguaje. Es en este sentido que el Tractatus de Wittgenstein, obra emblemática para el giro lingüístico de la filosofía en el siglo XX, comprendía a la proposición, como una figura [Bild] o representación lógica de la realidad.17 La idea de que la proposición figura o representa [abbilden]18 la realidad es ya sugerida en su Diario filosófico (o Prototractatus) con una conocida analogía: “En la proposición es compuesto un mundo a modo de prueba. Como en una de las salas de los juzgados de París es representado un accidente automovilístico con muñecos”.19 El filósofo vienés entiende una figura como un hecho que representa otros hechos de modo que “los elementos de la figura hacen en ella las veces de los objetos”20 y, así, “que los elementos de la figura se comporten unos con otros de un modo y manera determinados representa [stellt vor] que las cosas se comportan así unas con otras”.21 De acuerdo con Wittgenstein, el nombre [name] o signo simple [einfachen Zeichen] es la unidad semántica más primitiva de una proposición inanalizable en otros elementos más básicos.22 Los objetos [Gegenstände], por otro lado, son las entidades simples que forman “la substancia del mundo”23 que componen un estado de cosas [Sachverhaltes]. Así, nombres y objetos son los elementos básicos e irreductibles donde el lenguaje y el mundo alcanzan un límite en su división lógica de manera que, reflejándose el uno con el otro, “a la configuración del signo simple en el signo proposicional corresponde la configuración de los objetos en el estado de cosas”.24 La existencia de ambos es un requisito lógico para la teoría figurativa, pues, sin la presuposición de nombres y objetos, el sentido [Sinn] de una proposición no podría ser precisado25 al depender ad infinitum de que otra proposición fuese verdadera26 por lo que “sería entonces imposible pergeñar una figura del mundo (verdadera o falsa)”.27
El nombre [ὄνομα], sostiene Wittgenstein, significa [bedeutet]28 el objeto: lo reemplaza en sus posibilidades lógicas de configuración en un estado de cosas; pues, “un nombre está en lugar de una cosa, otro en lugar de otra y entre sí están unidos; así representa el todo -como una figura viva- el estado de cosas”.29 La capacidad de la proposición de figurar la realidad descansa entonces “sobre el principio de la representación de objetos por medio de signos”.30 Los ὀνόματα son componentes fundamentales para la representación del mundo a través de la capacidad figurativa de la proposición. Esto queda expresado con mayor claridad por Wittgenstein cuando precisa que “el hecho trivial de que una proposición completamente analizada contenga tantos nombres como su referencia cosas, este hecho es un ejemplo de la omniabarcadora representación del mundo por el lenguaje”.31 Lo figurable a través del lenguaje proposicional es una posibilidad que está inscrita en la naturaleza lógica interna de lo nombrable, es decir, la existencia del nombre u ὄνομα que sustituye al objeto para incrustarlo a un sistema representacional de significación.
Si lo expresable por el lenguaje proposicional descansa en la naturaleza lógica del ὄνομα, el silencio se encuentra en lo in-nombrable desbordando los límites de la representación. Mientras el nombre es lo presente en el lenguaje en su relación pictórica con un objeto, el silencio -sin una dirección a un objeto en particular- es lo ausente que cohabita en todo sistema de significación y que, al mismo tiempo, deja abierto el poder interpretativo de la palabra. El silencio es una fuga constante de sentido en la fractura que se extiende a través de los límites de lo nombrable por la palabra. Más allá de su emplazamiento en el ‘entre’ del discurso, el silencio existe como el límite que muestra, por un lado, lo decible en el interior de la representación del ὄνομα y, por otro lado, lo inefable que se extiende allende la expresión como una dimensión incapturable por lo nombrable. La presencia es llenada completamente por el ὄνομα, mientras que el silencio, lo innombrable, es ausencia fronteriza de lo decible.
Euclides, el matemático y geómetra griego del siglo III a.C. autor de los Elementos, define un límite [πέρας] como “aquello que es extremo de algo”.32 Así, la existencia de todo límite no puede ser comprendida sin la existencia del objeto a partir del cual es su extremo. Más de dos mil años después, Franz Brentano, filósofo alemán determinante para el surgimiento de la fenomenología en el siglo XX, entiende a un límite como una abstracción geométrica que depende ontológicamente de otro objeto de mayores dimensiones espaciales, pues, “algo continuo que hace de límite podría solo existir perteneciendo a algo continuo de un mayor número de dimensiones”.33 Así, un punto es un objeto cero-dimensional cuya existencia como límite depende de la existencia de una línea que es un objeto unidimensional; la existencia de esta última como límite depende de la existencia de objetos bidimensionales; y, finalmente, la existencia de estos últimos como límite depende de la existencia de objetos tridimensionales. Esta comprensión de un límite como una entidad ontológicamente dependiente es complementada por el filósofo norteamericano Roderick Chisholm quien sostiene que “un límite es un particular dependiente -una cosa que es tal que necesariamente es un constituyente de algo”34 y, por tanto, no sería una entidad con derecho propio sino que parasitaria de otras cosas.35 Es en este sentido que, desde un estudio sobre mereología y topología, los filósofos Roberto Casati y Achille Varzi sostienen que “la dependencia de un límite con su anfitrión es un caso genuino de dependencia ontológica”.36 De esta manera, todo tipo de límite como fronteras, bordes, superficies, márgenes, orillas, confines o umbrales no pueden ser concebidos sin que existan siendo las partes más extremas de algo distinto de ellos mismos.
Sin embargo, un límite también se caracteriza por ser un separador o divisor de cosas. Al respecto, Aristóteles define en la Metafísica a un límite [πέρας] como “el extremo de cada cosa, lo primero fuera de lo cual no cabe encontrar nada de ella, y lo primero dentro de lo cual está contenido todo (lo que forma parte de ella)”.37 Un límite existe entre lo que algo es y aquello donde dejar de ser, pues, de acuerdo con Varzi: “Cada vez que tenemos un límite, tenemos dos entidades, una de cada lado. Los límites separan, pero separan dos entidades (o dos partes de una misma entidad) las cuales son continuas entre sí”.38 Así, una frontera separa a una nación de otra nación; la superficie del mar separa a un océano de la atmósfera; la epidermis separa a un cuerpo orgánico del ambiente que lo rodea. Todo aquello que es un límite no solo depende ontológicamente de aquella cosa de la cual es límite, sino que también su existencia se encuentra necesariamente entre las dos cosas que separa. Sin embargo, aunque todo límite requiere de otra cosa para su existencia, siempre está confrontado a la ambigüedad e indeterminación de una pertenencia definitiva. Al separar dos cosas o partes de una misma cosa, un límite habita un lugar de radical incertidumbre: si bien sabemos que ciertamente es incapaz de existir por sí solo, no hay claridad para precisar y determinar su pertenencia. Un límite no puede dejar de mostrar lo que hay de un lado sin abrir la posibilidad de un otro lado, de modo que siempre emerge como una zona en disputa para ser conquistada por uno o por el otro, aunque también por ambos a la vez.
Como ha quedado estipulado, el silencio es un límite que interrumpe la continuidad entre de las palabras. No obstante, en tanto que πέρας, el silencio es un límite cuya existencia depende de ser parte, y la parte más extrema, de un lenguaje o sistema de significación: un límite reclamado tanto por el sentido de lo decible como el sinsentido que deja abierto lo indecible. Como la frontera que separa dos territorios, el silencio es un límite del lenguaje que separa lo nombrable de lo innombrable, lo decible de lo indecible. No se trata solo del silencio que marca las pausas del discurso, sino de un silencio anterior que emerge desde un determinado sistema de significación considerado en su totalidad. Como límite, el silencio no está más allá del lenguaje o del otro lado del mismo; como hemos dicho, no es una negación a la palabra significada. El silencio es un πέρας delimitando desde dentro de la palabra aquello que no es captable por el poder representacional y objetivante del ὄνομα. El silencio es alteridad; aquello otro del lenguaje que nace de la frontera misma de la palabra sin una pertenencia definitiva. Un acontecimiento en la discontinuidad entre lo nombrable y lo innombrable y, sin embargo, como límite, pertenece tanto a uno como al otro. Está dentro de todo sistema de significación, pero al mismo tiempo está fuera de toda posible representación.
En este sentido podemos regresar a Wittgenstein cuando escribe en el prefacio del Tractatus que “para trazar un límite al pensar tendíamos que poder pensar ambos lados de este límite (tendríamos, en suma, que poder pensar lo que no resulta pensable)”.39 No podemos pensar un límite sin que este mismo nos muestre aquello que está del otro lado. Si establecemos con claridad aquello que no podemos expresar con el lenguaje, entonces establecemos también con claridad lo que podemos decir. De modo que la única manera en que lo inexpresable puede emerger -sin confundirse con un mutismo en negación con un ruido asignificativo- es a través de los límites de lo expresable; solo así, plantea el autor: “Significará lo indecible en la medida en que representa claramente lo decible Debe delimitar lo pensable y con ello lo impensable. Debe delimitar desde dentro lo impensable por medio de lo pensable”.40 El silencio, por consiguiente, no es una experiencia o fenómeno que ocurra por ‘fuera’ del lenguaje, sino que, por el contrario, desde sus mismas entrañas (ocupando la expresión de Xirau nuevamente) donde la palabra se enfrenta a su propio límite como aquello que colinda con lo irrepresentable por el nombre. Más allá de su lugar en el entre del discurso, hay en el silencio una manifestación fronteriza más fundamental como totalidad en el trasfondo de cualquier sistema de significación. Dauenhauer utiliza la expresión ‘silencio profundo’ [deep silence] para referirse a este tipo de fenómeno que traspasa a todo cuerpo de expresión significativa: “El silencio profundo es hallado como el silencio que impregna el discurso. Atraviesa la expresión de sonido, el silencio intervención y el silencio antes-y-después. No parece fluir, sino, más bien, permanecer. […] El silencio profundo no está vinculado con alguna expresión de sonido determinada”.41
Esta distinción entre aquel silencio que ocurre en el entre de las palabras y el silencio fronterizo que habita en el trasfondo del lenguaje en sus diversos sistemas de significación es fundamental en el desarrollo de este trabajo. En la sección siguiente nos enfocaremos en esto último, es decir, en el hecho de que todo hablar ocurre sobre el silencio desde su negatividad fronteriza.
Hablar sobre el silencio: lo otro de la palabra
Todo lo que puede ser dicho se dice sobre el silencio. Aquí la preposición ‘sobre’, proveniente del término latino super, no expresa un sentido investigativo o temático similar a un ‘acerca de…’ o ‘en torno a…’. Más bien, hablamos sobre el silencio en el sentido de un estar encima de, en o incluso arriba de él como un trasfondo que sostiene a todo lo que ocurre en el lenguaje. Sin embargo, el hecho de que la palabra discurra sobre el silencio -introduciendo las discontinuidades entre los fonemas que hacen inteligible un sistema de significación- no reduce lo inefable o inexpresable solo a aquello que no puede ser dicho y que habita en las costuras invisibles que tejen a las palabras para formar un sistema lingüístico. La expresión ‘hablar sobre el silencio’ revela un fenómeno ontológico más original, pues, como plantea Villoro: “Hay un silencio que acompaña al lenguaje como un trasfondo, o mejor, como su trama. La palabra lo interrumpe y retorna a él. El silencio es la materia en que la letra se traza, el tiempo vacío en que fluyen los fonemas”.42 Continúa Villoro más adelante:
El silencio es la significatividad negativa en cuanto tal: dice lo que no son las cosas vividas; dice que no son cabalmente reducibles a lenguaje. Mas esto tiene que decirlo desde el seno mismo del lenguaje. No es extraño que, en el seno de determinados contextos expresivos, aparezcan silencios que designen directamente lo singular, lo portentoso, lo “otro” por excelencia. El silencio indica entonces una presencia o una situación vivida que, por esencia, no puede traducirse en palabras; algo incapaz de ser proyectado en cualquier lenguaje. […] El silencio significa que ninguna palabra, ni siquiera silencio, es capaz de designar lo absolutamente otro, el puro y simple portento.43
Lo inefable entendido no solo como la imposibilidad para un hablante cualquiera de expresar algo en particular con las palabras, sino que fundamentalmente como un ‘silencio profundo’ que ocurre detrás como una totalidad negativa que emerge desde los límites del lenguaje como un todo significativo. Su forma de ser en lo ausente encuentra en lo fronterizo una presencia liminal que cohabita con una identidad indeterminada tanto en lo nombrable como en lo innombrable. Sin embargo, una interpretación del silencio como negatividad respecto de una totalidad significativa no debe ser entendida como una negación lógico-formal. A partir de una terminología hegeliana, el silencio surge como superación negadora de la contradicción lógica entre la palabra y la no-palabra: una relación simultánea de mutua exclusión y complementación en la medida de que el lenguaje no puede aislarse ontológicamente de su propio no-ser. En la Ciencia de la Lógica, Hegel describe este tipo de relación de oposición del siguiente modo:
Lo positivo y lo negativo son así los lados de la oposición que han venido a ser subsistentes de suyo. […] Cada uno es él mismo y su otro; por eso no tiene cada uno su determinidad en otro, sino dentro de él mismo. Cada uno se refiere a sí mismo solamente al referirse a su otro. […] La consistencia de ambos constituye, inseparablemente, una sola reflexión; es una sola mediación en la cual cada uno es por el no ser de su otro, o sea por su otro o su propio no ser.44
El lenguaje y el silencio establecen entre sí una relación de mutua oposición integradora. Es el lenguaje que, en un mismo movimiento, contiene también su negatividad adquiriendo la forma del silencio; y, de la misma manera, el silencio logra alcanzar su propio ser integrando al lenguaje en él como alteridad absoluta. Ninguno es primero respecto del otro, sino una relación de diferencia y de identidad, de unidad y multiplicidad, en la que lenguaje-y-silencio se funden en una sola determinación. El silencio surge como resultado de esa misma contradicción, como ‘negación de la negación’: una síntesis más fundamental que deviene en la superación [Aufhebung] de la contradicción entre la palabra y el mutismo. El silencio es una negatividad integradora de la tensión que la palabra tiene consigo misma: la unidad que nace en la diferencia donde radica su condición fronteriza. Su fundamento se encuentra en el resultado simultáneo de exclusión y contención que el lenguaje guarda consigo mismo. Esto es, el silencio no es una simple negación del lenguaje sometido a los términos binarios de la lógica formal. Más bien, en su devenir dialéctico, el ser del silencio se constituye como un nuevo momento de negación que resuelve -a la vez que incorpora y unifica- la relación de contradicción del lenguaje con su propia alteridad.45
Sin este movimiento de negatividad al interior de la contradicción que surge en la oposición lenguaje/no-lenguaje (mutismo), el silencio sería solo una ausencia en relación con el ruido y la palabra una mera presencia carente de toda significación. En este proceso dialéctico, superar no se entiende como una anulación o cancelación de la contradicción entre la palabra con su negación; más bien, el silencio, como movimiento de negatividad al interior del mismo lenguaje (en sus entrañas), suprime y a la vez conserva la presencia significativa de lo nombrable por el ὄνομα y la ausencia radical del significado del mutismo. Por esta razón, el silencio desborda lo que puede ser dicho por la palabra y, sin embargo, no habita del otro lado, sino que como frontera de la misma.
Aunque el silencio no dice ni nombra, su condición fronteriza -como negatividad a un sistema de significación- se vuelve por sí misma una forma de expresión irreductible al ὄνομα. Ni el lenguaje ni el silencio son realidades completas y suficientes por sí solas. Lo innombrable en tanto que negatividad, como límite del significado, hace posible el decir de la palabra; esta última, por otra parte, hace posible la experiencia de lo indecible. Sin el silencio, el lenguaje sería una totalidad amorfa e indiferenciada: un todo ininterrumpido y homogéneo; sin el lenguaje, el silencio solo sería un vacío continuo y extendido infinitamente. La diferencia es una zona fronteriza que es habitada por el silencio como una manifestación de negatividad al discurrir significativo de la palabra. A esta concepción del silencio como trasfondo de negatividad a cualquier sistema de significación quisiera denominarlo, utilizando la expresión de Santiago Kovadloff, como silencio primordial. El ensayista argentino se refiere a esta expresión de la siguiente manera:
Hay, se diría, una imagen sin forma en la que el hombre puede contemplarse sin verse. Es la del silencio primordial […] [S]i al verdadero silencio, el silencio intraspasable a la expresión, no puedo, por eso mismo, enunciarlo literalmente, puedo en compensación hacerlo oír por vía alusiva, lograr que el eco de su latido esencial resuene en mi palabra. Para ello, esta palabra debe saber ir a su encuentro, acercársele, habitarlo, permanecer en él y soportar su insondable densidad.46
El silencio primordial no se reduce bajo la sombra de ningún tipo de expresión particular del lenguaje ni tampoco a una interpretación específica. Nos referimos al silencio que tensa la conceptualización y teorización reencontrando al ser humano con la palabra como su espacio originario: una interfaz invisible que permite la vinculación entre el ser humano con el lenguaje que lo coloca de cara a su propia condición fronteriza. Allí, a partir de lo otro de la palabra, desde lo innombrable, el ser humano puede contemplarse libre de representaciones e imágenes, pero con la imposibilidad de capturarlo en una forma de conceptualización o tematización. Como sostiene el filósofo y poeta argentino Hugo Mujica: “Reconocer el silencio, nuestro silencio, precede y fundamenta nuestro ser humano. Precede original y originariamente nuestro hablar”.47 En este sentido, la distinción que establece la filósofa alemana Silvia Jonas entre ‘momentos ordinarios’ y ‘momentos significativos’ de inefabilidad resulta relevante para comprender un silencio que no es simplemente una incapacidad comunicativa de un hablante.48 Los primeros corresponden a casos triviales de inefabilidad como cuando no podemos recordar eventos pasados, el nombre de alguien o una palabra específica como resultado de una limitación cognitiva o lexicográfica del hablante. Sin embargo, los momentos significativos de inefabilidad son aquellos que se quedan y persisten en nosotros. En palabras de Jonas:
Nosotros recordamos estos momentos una y otra vez y seguimos sintiéndonos perplejos por nuestra incapacidad para expresar lo que hemos experimentado. Por ejemplo, cuando sentimos que una pieza musical nos “dice” algo o aquello que “entendemos” en un momento de oración. Sin embargo, no podemos decir qué es aquello que se nos ha sido “dicho” ni aquello que hemos “entendido” y la mayoría de nuestras explicaciones fallan en capturar el sentido profundo de la comprensión asociada a esas experiencias.49
El silencio primordial no es el olvido de la palabra justa, sino la tensión interna que la palabra tiene con su propia alteridad. No es una incapacidad en la psicología del hablante o una falla lógico-gramatical de un concepto en particular. Más bien, se trata de una condición del lenguaje enfrentado consigo mismo de cara a su propia alteridad en las fronteras de la significación. Así, Jonas50 y antes Kennik51 sostienen que una inefabilidad significativa es aquella de particular interés filosófico caracterizada por un tipo de inefabilidad en principio. Esto es, independientemente de las habilidades cognitivas o semánticas de un hablante, la infefabilidad significativa no puede ser reproducida fielmente por ningún sistema de significación particular. Este es el tipo de inefabilidad ante lo sublime que, por ejemplo, Kant ilustra en el siguiente pasaje de la Crítica de la razón pura:
El mundo presente nos ofrece un escenario tan inmenso de variedad, orden, proporción y belleza, tanto si lo consideramos en la infinitud del espacio como en la ilimitada divisibilidad de sus partes, que incluso desde los conocimientos que de él ha podido adquirir nuestro débil entendimiento, la lengua pierde su expresividad a la hora de plasmar tantas y tan grandes maravillas, los números su capacidad de medir y nuestros propios pensamientos dejan de encontrar límites, de suerte que nuestro juicio acerca del todo desemboca en un asombro inefable, pero tanto más elocuente.52
Este pasaje es el relato de una perspectiva estética del mundo intraducible a la palabra que, por tanto, tensiona los límites de toda forma de significación. Una dimensión inefable en principio que da cuenta, de manera oblicua y tangencial al lenguaje, de un juicio acerca del todo [ein Urteil vom Ganzen] que se caracteriza por ser un asombro indecible [ein Erstaunen sprachloses]. En esta experiencia de los límites de la significación, el silencio primordial encuentra su lugar como alteridad de la palabra en lugar de su simple negación. Lo inefable habita el lenguaje desde su condición liminal: no se encuentra en el espacio de la representación en lo nombrable, pero tampoco del otro lado como una ausencia absoluta de significación. Su lugar es la frontera y solo desde allí, como expresa Kovadloff, el ser humano puede contemplarse sin verse.
El silencio es un modo de ser propio del lenguaje donde la condición humana se vuelve transparente consigo misma a partir de su interpretación como negatividad fronteriza, pues, como sostiene Agamben, “desde la noción de grama de los gramáticos antiguos hasta el fonema de la moderna fonología, lo que articula la voz humana en el lenguaje es una pura negatividad”.53 Considerando la teoría lingüística de Saussure, base del estructuralismo del siglo XX, el significado del signo está en una relación de negatividad diferenciadora con otro signo opuesto de modo que “en la lengua no hay más que diferencias”.54 Por consiguiente, ninguna unidad lingüística (fonema) existe por sí misma, sino que en virtud de un sistema total de diferencias: una estructura de correspondencias y oposiciones al igual como “una tapicería es una obra de arte producida por la oposición visual entre hilos de colores diversos”.55 Saussure entiende el lenguaje como un todo, pero no en un sentido meramente lógico en el cual lo más complejo puede ser analizado y reducido hasta sus componentes más primitivos. Más bien, el lingüista suizo comprende el lenguaje como un todo orgánico y prioritario en el cual ninguna parte puede ser tomada aisladamente, sino que una correlación de significado y diferenciación con otra parte del sistema.
El silencio emerge, por consiguiente, en el corazón de esas negatividades diferenciadoras en el lenguaje: un espacio de oposición entre las palabras inconquistable por otra palabra. Así, en términos de Agamben, “el lenguaje ha capturado en sí el poder del silencio y lo que aparecía como indecible ‘profundidad’ puede ser custodiado -en cuanto negativo- es el corazón mismo de la palabra”.56 Solo en este sentido lo indecible aparece como una forma ensombrecida de lo decible, pues, en último término, “también de lo inefable hay pues una ‘gramática’: lo inefable es más bien simplemente la dimensión del significado del grama, de la letra como último fundamento negativo del discurso humano”.57 La significatividad del discurso se articula en la cohabitación entre, por una parte, todo aquello que podemos expresar con la claridad conceptual y, por otra parte, la totalidad de esa negatividad inefable que supera los binarismos lógicos. El silencio, más allá de una imposibilidad lógica o psicológica, es una totalidad que emerge desde las fronteras del lenguaje comprendido como un sistema de significación que guarda dentro de sí su propia negatividad. Allí a la palabra solo le queda guardar silencio sobre ella misma.
El silencio de la palabra sobre sí misma
El sentido, aquello que comunica significativamente un lenguaje, no es un fenómeno reductible a un cierto contenido mental ni tampoco en una dimensión metafísica de carácter fregeano. El sentido, más bien, ocurre en los espacios donde se articulan las relaciones entre signo y signo que constituyen al lenguaje como un sistema total de significación. Similar a lo ya planteado por Saussure, en el ensayo El lenguaje indirecto y las voces del silencio de 1960, escrito por el fenomenólogo francés Maurice Merlaeu-Ponty, encontramos esta cierta autosuficiencia del sentido ocurriendo desde el interior de la palabra misma: “En lo que concierne al lenguaje, si es la relación lateral del signo lo que hace significativo a cada uno de ellos, entonces el sentido no aparece más que en la intersección y en el intervalo de las palabras”.58 El lenguaje no habla en la privacidad psicológica del hablante ni tampoco en la abstracción de las formas puras universales: la palabra siempre habla sobre sí misma y su sentido atraviesa al lenguaje entero con el silencio de trasfondo: “Debemos considerar la palabra -dice Merleau-Ponty- antes de que ella sea pronunciada, el fondo de silencio que no deja de rodearla, sin el cual ella no diría nada”.59 Por este motivo, para el filósofo francés el sentido siempre es oblicuo o indirecto, nunca está completamente expresado y diáfanamente comunicado. No hay manera de que el lenguaje lleve al terreno de lo nombrable y lo representable, si no es de manera tangencial, aquello que hace posible su decir significativo: “La cultura jamás nos da significaciones absolutamente transparentes, la génesis del sentido nunca está acabada. […] Hay, pues, una opacidad del lenguaje: en ninguna parte se interrumpe para dejar lugar al sentido puro, jamás está limitado más que por el lenguaje también, y el sentido solo aparece en el engastado en las palabras”.60
El lenguaje es un sistema de significación que vuelve una y otra vez sobre sí mismo y, sin embargo, en tal movimiento reflexivo, el sentido de lo que se expresa es inaprensible por la palabra. Todo lo que se dice significativamente a través del lenguaje se logra en virtud de un silencio primordial y originario que resguarda al sentido del poder representacional que la propia palabra ostenta. Al respecto, Heidegger en Ser y tiempo distingue entre habla [Rede] y lenguaje [Sprache]61 a partir de la noción de ‘diferencia ontológica’ [ontologische Differenz] introducida por el filósofo alemán en el contexto de su crítica a la historia de la metafísica occidental. El habla es una parte constituyente de la estructura existencial del Dasein [Ser-ahí] heideggeriano que ocurre en el fondo invisible que subyace al lenguaje, mientras que este último es su presencia o expresión óntica como un ser-a-la-mano compuesto por una relación de signos articulando al mundo como una totalidad significativa, cuestión donde se funda la comprensión del Dasein como un poder-ser. Las palabras brotan del todo de significaciones abierto por la comprensión existencial del Dasein como ser-en-el-mundo dotando de sentido al lenguaje en tanto que modo de ser del habla.62 El Dasein se abre al mundo proyectado en sus propias posibilidades existenciales porque, previo al discurrir material del lenguaje, en el habla se articula la relación ontológica entre el ser y la verdad. Por esta razón, la fonación no es lo realmente esencial en el habla y, por lo tanto, la emisión de palabras en un lenguaje u otro es un momento óntico posterior en lo que respecta al análisis ontológico-existencial del Dasein.
El habla es lo invisible del lenguaje y este último su modo visible de expresarse. Heidegger realiza este recorrido penetrando en aquello que no se ve y se mantiene oculto y en silencio y, sin embargo, opera como fundamento ontológico-existencial del discurrir de las palabras. El filósofo alemán contrapone a la lógica tradicional proposicional un tipo de lógica que se pregunta por el logos y la verdad bajo un trasfondo ontológico. El enunciado o proposición se caracteriza por su forma de determinar y comunicar algo bajo la estructura que el autor denomina ‘en-cuanto apofántico’. El hecho de que podamos afirmar o negar determina y predica algo del ente de modo que el enunciado se delimita en una determinada conceptualización o teorización objetual en un hacer-ver-a-los-otros.63 El enunciado aísla a un objeto, lo saca de su contexto remisional como un ente a la mano y lo presenta bajo una cierta tematicidad. Una silla, por ejemplo, no se muestra como un útil para ser interpretado en la facticidad cotidiana, sino como un objeto con propiedades determinadas en estructuras proposicionales teorizantes. Por otro lado, la estructura del ‘en-cuanto apofántico’ perteneciente al enunciado es un modo derivado de la interpretación cuya estructura Heidegger la denomina ‘en-cuanto hermenéutico-existencial’.64 Si en el primero nos encontramos en un nivel predicativo de algo en cuanto algo, en el segundo nos encontramos frente a la comprensión pretemática y antepredicativa del ente. La interpretación se funda en una manera de ver previa en la cual el ente se muestra y se deja comparecer como una totalidad significativa en el modo de ser cotidiano de modo que el lenguaje encuentra su momento originario en lo que no se dice en la conceptualización: “el modo originario como se lleva cabo la interpretación no consiste en la proposición enunciativa teorética, sino en el hecho de que en la circunspección del ocuparse se deja de lado o se cambia la herramienta inapropiada ‘sin decir una sola palabra’”.65 Por consiguiente, el habla heideggeriana es el fondo ontológico de sentido que subyace invisiblemente a todo lenguaje posible sin que la palabra logre capturarlo dentro de lo nombrable.
A pesar de que la crítica heideggeriana a la reducción del lenguaje a su expresión óntica en la estructura proposicional del en-cuanto apofántico incluye directamente la teoría pictórica-representacional del primer Wittgenstein, ambos filósofos comparten la idea de que el lenguaje guarda silencio sobre sí mismo. Si el lenguaje [Sprache] para Heidegger no puede comunicar ni notificar su fundamento ontológico en el habla [Rede], para Wittgenstein la figura (proposicional) puede representar un hecho y, sin embargo, no puede situarse fuera de su propia forma de representación.66 La relación entre la figura y lo figurado requiere de una forma de figuración [Form der Abbildung] en común67 y, en particular, la relación entre una proposición [Satz] y un hecho [Tatsache] requiere de una forma lógica de figuración común.68 El lenguaje puede representar el mundo dada su estructura lógica, pero no puede representar para sí mismo dicha estructura, pues, como sostiene el filósofo austriaco: “La proposición puede representar la realidad entera, pero no puede representar lo que ha de tener en común con la realidad para poder representarla -la forma lógica. Para poder representar la forma lógica, deberíamos situarnos fuera de la lógica, es decir, fuera del mundo”.69
Para comprender este pasaje necesitamos recurrir a la distinción que realiza Wittgenstein en el Tractatus entre decir [sagen] y mostrar [zeigen]. Lo primero refiere a todo aquello que es posible de ser expresado con sentido lógico en el lenguaje, pues, como el propio Wittgenstein escribe en el prefacio de su libro, si hay algo que “siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente”.70 Lo mostrable, en cambio, es aquello inefable (es decir, lógicamente inexpresable) que se muestra desde los límites de la significación del lenguaje. A esto Wittgenstein lo denominó como ‘lo místico’71 incluyendo dimensiones como la ética, estética y la experiencia religiosa. Sin embargo, dentro de lo que resulta indecible (o innombrable) y tan solo mostrable está también la posibilidad de representar con el lenguaje aquello que este mismo tiene en común con el mundo: la forma lógica de figuración.
El lenguaje puede decir algo sobre el mundo (figurar sus hechos), pero nada puede decir con pleno sentido sobre aquello que hace posible su capacidad de figuración o representación pictórica; pues, como afirma Wittgenstein: “Lo que se expresa en el lenguaje no podemos expresarlo nosotros a través de él. La proposición muestra la forma lógica de la realidad. La ostenta”.72 La lógica, plantea el autor, no dice nada del mundo;73 sus proposiciones tautológicas solo redundan en hablar de ella misma expresando únicamente la forma del pensamiento; por tal razón “que las proposiciones de la lógica sean tautológicas es cosa que ‘muestra’ las propiedades formales -lógicas- del lenguaje, del mundo”.74 Tautologías y contradicciones muestran los límites del pensamiento, puesto que atraviesan el espacio de las posibilidades lógicas en su totalidad desde lo incondicionalmente verdadero hasta lo incondicionalmente falso. Ellas son un sinsentido [sinnlos], pues no tienen valor de verdad (o son siempre verdaderas o son siempre falsas) y, no obstante, a diferencia de las pseudoproposiciones de la metafísica, no son absurdas [unsinnig].75 Aunque no lo podemos decir [sagen], en las proposiciones de la lógica se muestra [zeigt] la naturaleza de la relación especular entre el lenguaje y el mundo. Así, como bien lo expresa Janik y Toulmin: “La posibilidad de poner en relación las proposiciones y los hechos era algo que podía mostrarse por sí mismo, y que, por tanto, podía ser visto; pero que era imposible afirmarlo o probarlo”.76 Las pseudoproposiciones de la metafísica, piensa Wittgenstein, son vacías y solo cabe desmantelarlas analíticamente hasta sacarlas de circulación del lenguaje. Sin embargo, las proposiciones lógicas, aunque no dicen nada, en su no decir ellas muestran el fundamento inefable que hace posible la representación: lo innombrable cuando la palabra se nombra a sí misma.
Heidegger encuentra en la distinción ontológica entre Rede y Sprache lo que Wittgenstein encuentra en la distinción mística entre Zeigen y Sagen. El lenguaje reúne la totalidad de lo que podemos decir claramente sobre el mundo a través de la capacidad figurativa de la proposición con su estructura del en-cuanto apofántico. No obstante, nada puede ser dicho con sentido lógico-figurativo sobre aquello que subyace invisiblemente tras el lenguaje y hace posible su decir representacional: ya sean los fundamentos ontológicos en el habla en su estructura hermenéutico-existencial para Heidegger; o bien, la sublimación mística de la lógica que se muestra ella misma como límite especular entre el lenguaje y el mundo para Wittgenstein. El silencio, por tanto, para ambos filósofos, no está fuera de la palabra, sino que, una vez que miramos con atención su decir cotidiano, nos susurra desde su propia sombra a la que es incapaz de iluminar. Así, el silencio es el trasfondo original del lenguaje donde el sentido adquiere un carácter tangencial y oblicuo escapándose de cualquier tipo de representación o conceptualización, pues, como expresa Hugo Mujica: “Antes de comenzar a hablar está el silencio. El que está para que la palabra sea. Pueda ser. La posibilidad y el presentimiento de que la palabra será dicha, que tiene donde manifestarse. Al final de una frase, de un discurso, de la vida, vuelve a ser el silencio”.77
Palabras al cierre
La cultura moderna rinde tributo al ruido incesante de la producción y eficiencia del mercado y el capital junto a la sobresaturación de significado en el mundo hiperconectado de la sociedad de masas. En la época postindustrial todo lo que se comunica es información y datos procesados a través de la inmediatez de redes virtuales de distribución continua. Desde esta nueva forma de habitar la realidad a través del lenguaje, lo comunicado está siempre exigido por los criterios de la transparencia y lo manifiesto. Nada de lo que se dice puede parecer ambiguo, vago u oscuro; por el contrario, todo debe ser excesivamente explícito, transparente y evidente sin dejar espacio a la interpretación o el misterio.
El silencio aparece en este contexto como algo incomprensible y, en cierto modo, sospechoso: un peligro latente frente a la sensación de un deber a hablar y opinar acerca de todo a través de la palabra codificada en un algoritmo que la reproduce y viraliza hasta disolverse en el sinsentido. El hombre moderno desconfía del silencio hasta transformarlo consciente o inconscientemente en un fenómeno indistinguible con el mutismo o la simple ausencia de ruido. La modernidad hace de la palabra -el logos- el símbolo del triunfo de la cultura por sobre la naturaleza. En este sentido, el silencio es una amenaza a los valores de la razón que eleva a la palabra como su mayor conquista en virtud de la homogeneización y socialización del ser humano frente al avance sostenido del pensamiento tecno-científico. Este recelo moderno ante el silencio entendido como simple mutismo está representado por Lodovico Settembrini, paciente del sanatorio de tuberculosos en la novela La montaña mágica de Thomas Mann, cuando afirma: “La lengua es la civilización misma. Toda palabra, incluso la más contradictoria, es una obligación. Pero el mutismo aísla”.78 Settembrini encarna el espíritu humanista, el progreso liberal y los valores burgueses donde la palabra es erigida como el fuego prometeico que dignifica la razón humana por sobre la barbarie y salvajismo del hombre premoderno. Si el lenguaje y la razón es aquello que nos separa del animal y la necesidad biológica, el silencio es entendido por el espíritu moderno como pérdida de libertad y humanidad: un regreso a la naturaleza bruta y caótica donde el poder simbólico y normativo de la palabra está ausente. En palabras de George Steiner:
Que el habla articulada sea la línea que divide al hombre de las formas innumerables de la vida animal, que el habla deba definir la singular eminencia del hombre sobre el silencio de la planta y del gruñido del animal -más fuerte, más astuto, de más larga vida que él- era doctrina clásica mucho antes de Aristóteles. […] Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y la flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia.79
Raimon Panikkar denomina ‘sigefobia’ al miedo irracional al silencio: “El hombre moderno ya no sabe estar solo ni soportar el silencio […] trata compulsivamente de acercarse a la muchedumbre y pretende ahogar su propia angustia en rumores y ruidos”.80 El silencio abre la puerta al nihilismo: la muerte de dios es la disolución del logos en el silencio de la nada. La palabra nos revindicaría como seres modernos constructores de realidad con la palabra, pues ella impregna a las cosas con su poder simbólico-formal capturado por el intelecto [nous]. Así, los ideales modernos de la producción, eficiencia, consumo e hiperconectividad han transformado al silencio en un enemigo de la sociedad y el capital. El ruido es el avance imparable de la máquina, la industria, el mercado y la tecnociencia; con el silencio, por el contrario, todo siempre puede pausarse o detenerse. Dejar de hablar es dejar de producir. El silencio incomoda a la palabra atrofiada con la sobreexposición porque lo interpreta como una falla interna del lenguaje. Así lo expresa el sociólogo francés David Le Breton:
En la comunicación, en el sentido moderno del término, no hay lugar para el silencio: hay una urgencia por vomitar palabras, confesiones, ya que la “comunicación” se ofrece como solución a todas las dificultades personales o sociales. En este contexto, el pecado está en comunicar “mal”; pero más reprobable aun, imperdonable, es callarse. La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso, y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna del silencio.81
El pensamiento no puede apartar al silencio de sí mismo porque la palabra tiene al silencio en sus entrañas. El elogio moderno a la palabra que guarda consigo un profundo recelo ante el silencio hasta reducirlo a una pura ausencia carente de significado no puede, sin embargo, soslayar la experiencia oblicua y oscura de un sentido inatrapable por las formas conceptualizantes de la palabra. El silencio no deja de aparecer fugazmente en los entres o bisagras que ligan una palabra con la otra, pero también en el trasfondo negativo que se aloja al interior de la contradicción de la palabra con ella misma. Así, esta solo adquiere su significado justamente porque es urdida sobre el silencio que la hace incapaz de nombrarse a sí misma: aquella condición anterior a su poder representacional que permite su capacidad de significación. Una vez que nuestra existencia esta medida por el lenguaje, el silencio es una dimensión inalienable del significado en su condición fronteriza. Esto fue lo que Ulises no anticipó en su viaje de regreso a Ítaca, pues como lo relata Kafka: “Las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio”.82 Lo que finalmente Ulises no logró contemplar fue el silencio cautivante sobre el cual suenan los cantos de las sirenas.