Introducción
Para el neopaganismo -corriente de pensamiento que anula la trascendencia de lo sagrado- el dualismo1 cristiano estaría en la base de la desacralización del universo, de la naturaleza, con la consiguiente reducción de todo lo natural a mero objeto de explotación por parte del hombre.2 De este modo, el cristianismo y su antropología dualista estarían en la base de la mentalidad moderna de hacernos dueños y señores de la naturaleza por medio de la técnica y del predominio de la razón instrumental:
La brecha abierta por el dualismo hace que el mundo pase a ser una forma de realidad degradada (desacralizada) frente a la realidad plena de Dios. Al perder el carácter sacro que le atribuían las religiones paganas, el mundo se transforma en mero objeto -se cosifica-, y ello deja vía libre a su explotación por la técnica y por la razón instrumental. Y ahí reside el origen último de la modernidad: ésta no sería sino el resultado de la secularización del cristianismo […] El “desencantamiento del mundo” operado por el judeocristianismo abriría el camino a la secularización y al ateísmo. Postura esta última que, como negación radical de todo lo divino, es en realidad una categoría mental propia del dualismo, tan metafísica como la creencia en Dios a la que se opone.3
Olvida esta postura que el proyecto de hacer del hombre dueño y señor de la naturaleza surge, precisamente, en la Modernidad, cuando se pierde la visión cristiana del mundo. El cristianismo no cosifica la naturaleza, pues ve en ella la huella del Creador.4 Además, él se sabe administrador, no amo, del cosmos, pues el único dueño es Dios. Ante este Dios, el hombre ha de dar cuenta de su administración. Es la res extensa cartesiana, carente de forma y de finalidad, lo que deviene mero objeto pasivo, solo la res cogitans es sujeto activo. Hay que tener en cuenta, además, que la noción de sujeto no es, como tal, cristiana. El sujeto cartesiano, autónomo y transparente para sí mismo, es el fundamento de todo lo que existe, de la verdad y del bien.5 Para el cristiano, dicho fundamento es Dios.
Esta ruptura o quiebre ontológico, causado por el monoteísmo judeocristiano, es lo que el neopaganismo intenta superar,6 a través de la afirmación de la profunda unidad y unicidad que atraviesa lo real y según la cual lo divino y lo mundano se encuentran con tal fuerza que llegan a identificarse. Es la coincidencia absoluta entre cosmogonía y teogonía.7 Esto aparece con claridad en las siguientes palabras:
El pensamiento pagano no ignora ninguna antinomia, pero las supera a todas en el interior de una concepción “unitaria” del mundo y de la divinidad: el nacimiento de los contrarios en la unidad divina acaba con el dualismo […]: el principio de la unión de los contrarios y la definición de Dios como esta unión; el despliegue de Dios en el mundo y por consiguiente el despliegue de la contradicción de los contrarios, cuyo enfrentamiento necesario se reconoce como una de las manifestaciones de la Divinidad, y finalmente, la estructuración del espíritu humano sobre el mismo modelo.8
Hay una cuestión de especial relevancia en este rechazo y superación del dualismo. Se podría pensar que nos hallamos ante una forma de panteísmo, según el cual Dios se identificaría con el cosmos, con la totalidad. Dios, en esta perspectiva, es la physis que todo lo penetra. Pero, en realidad, no ocurre esto: Dios no se identifica con el mundo, con la realidad. Dios es una parte constitutiva de esa realidad; una parte que no ocupa un lugar especialmente central respecto de las otras partes (el cielo, la tierra, el hombre). Es más, ninguna de esas partes ocupa el centro (hay una visión descentrada de la realidad en el neopaganismo) ya que ninguna se entiende por sí sola,9 sino siempre en referencia a todas las demás: “Los dioses del paganismo […] forman también parte del mundo; constituyen una de las tres razas que lo pueblan. Están los animales que no son racionales ni inmortales; los hombres, que son mortales y racionales; y los dioses racionales e inmortales”.10
Es verdad que esta división de la realidad está presente en el pensamiento clásico. Así, por ejemplo, en Platón encontramos que los dioses forman parte del cosmos, tanto los dioses que actúan de manera visible (los astros) como los dioses que se manifiestan cuando bien lo quieren (los dioses olímpicos).11 Y estos dioses son hechos o formados por el Demiurgo. De cualquier manera, aparece con claridad que hay una diferencia entre esos dioses hechos, y el Dios arquitecto del cosmos. No hay, pues, ningún tipo de ruptura, quiebre o desnivel ontológico en la concepción neopagana de la realidad.12 Como ninguna de las partes de lo real tiene un valor especial respecto de las demás partes, de ahí se sigue que la totalidad tiene prioridad sobre cualquiera de ellas.
A partir de aquí -es decir, de la unicidad perfecta de la realidad- obtenemos otro de los elementos configuradores del neopaganismo, a saber, “el carácter eminentemente sagrado del universo”13 que es, en realidad, lo único sagrado, y por tanto, la relación con él es vista en términos de religiosidad.14 Ahora bien, como ha subrayado Eliade, “el hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano”.15 Así, pues, la determinación de un ámbito de sacralidad, distinto y superior a las realidades comunes, ordinarias, que, por serlo, constituyen el ámbito de lo profano, es fundamental en la actitud religiosa.
¿Hasta dónde, pues, se puede seguir manteniendo que el ser pagano (tal y como se entiende en el neopaganismo) constituya una actitud religiosa? La religión implica, de manera necesaria, quiebre ontológico, ruptura de nivel. Y esto es, sin duda, dualismo. Sin trascendencia, sin ese Otro misterioso que se muestra, no hay religión. Incluso se podría sostener que el rechazo del dualismo -ese desnivel de realidad producido por la distinción entre lo sagrado y lo profano- conduce a la negación de la religión.
La mentalidad pagana se sustenta sobre la base de que el mundo es sacro, per se, y con base en este carácter sacro de lo real puede ser articulada la actitud del hombre hacia el mundo de acuerdo con categorías de filiación: el lugar del nacimiento, la patria, es siempre madre-patria, mientras que en el monoteísmo nunca habría tierra natal, sino, únicamente, tierra final.16
Además, el paganismo17 moderno acusa al cristianismo de insolidario, pero esto es sorprendente. De hecho, podríamos decir que el pensamiento antiguo, aunque en bastantes sentidos quiso superar las barreras que separaban a unos hombres de otros, nunca lo consiguió del todo. Es el caso del ideal cosmopolita de la época helenista,18 fruto de la superación de las barreras raciales entre griegos y bárbaros. Y no obstante la fraternidad entre los hombres, sin importar su raza, cultura, religión, solo pudo sostenerse, de manera firme, de acuerdo con los postulados de la revelación bíblica.
En definitiva, la mentalidad pagana lo que hace es reivindicar la concepción propia de las religiones naturales de los pueblos primitivos, según la cual cada hombre no tiene valor más allá de su simple consideración como eslabón de un clan.19 Por consiguiente, no hay valor del hombre en sí mismo. Esto nos indica que en el paganismo lo que vemos es un desconocimiento de la noción de persona y en el neopaganismo una negación de la misma.
Si lo único absoluto es la totalidad del universo en su unicidad, todo lo que no sea esa totalidad deviene relativo por derecho propio. En conclusión, el neopaganismo no es más solidario, sino más relativista: todos valen lo mismo porque, en último término, nadie tiene valor.
Ahora bien, si ya no asumimos el carácter personal del hombre, entonces toda la ética se trastoca. En el ámbito específico de la reflexión moral, la concepción neopagana de lo divino, del mundo y del hombre conlleva una superación de todas las antinomias a través de las cuales ha querido entenderse y jerarquizarse la realidad -siempre según los neopaganos- en el contexto del monoteísmo judeocristiano. Y es que, en su concepción unitaria de la realidad, los neopaganos pueden decir que los contrarios, en realidad, no se excluyen, sino que se necesitan y que, en últimas, son iguales, puesto que todos proceden de la misma unidad divina.
Esta idea es totalmente nietzscheana. Para el pensador alemán, los valores supuestamente más altos, en realidad, hunden sus raíces en pasiones y afectos que son humanos, demasiado humanos. No tienen, pues, un asiento ni un origen en una realidad trascendente. Por tanto, el neopaganismo, también en este aspecto, se muestra profundamente fiel al pensamiento nietzscheano y lleva a cabo una radical transmutación de todos los valores, de todo lo que, hasta ahora, hemos considerado como valioso. Es más, la afirmación de los nuevos valores aristocráticos proclamados por el neopaganismo se sostienen en la vertiente no dualista de su concepción de la realidad:
Cuando se trata de especificar los valores propios del paganismo, se enumeran generalmente rasgos tales como: una concepción eminentemente aristocrática del ser humano, una ética fundada sobre el honor (la “vergüenza” más que el “pecado”), una actitud heroica ante los inconvenientes de la existencia, la exaltación y sacralización del mundo, la belleza, el cuerpo, la fuerza y la salud, el rechazo de los “paraísos” e “infiernos”, la inseparabilidad de la estética de la moral, etc. En esta óptica, el valor más alto es sin duda, no una justicia interpretada por lo esencial en términos de un aplastamiento igualitario, sino todo aquello que permite al hombre superarse a sí mismo; para el paganismo, considerar como injusto el resultado de la puesta en acción de aquello que forma la trama de la vida misma, es en efecto puro absurdo. En la ética pagana del honor, las antítesis clásicas: noble/bajo, valeroso/cobarde, honorable/ruin, bello/contrahecho, enfermedad/salud, etc., toman el puesto de las antítesis de la moral del pecado: bien-mal, humilde-insensato, sumiso-orgullo, débil-arrogante, modesto-desmesurado, etc. Por tanto, si todo esto nos parece exacto, el hecho fundamental a nuestros ojos reside en otra parte. En el rechazo puro y simple del dualismo.20
La primera antinomia en superarse es la de bien/mal, cuestión, por lo demás, que no debe despertar ningún ápice de sorpresa. Si lo único absoluto es la totalidad, mientras que todas sus partes son igualmente relativas, necesariamente nada es bueno o malo stricto sensu. Desde el punto de vista de la totalidad, todo vale lo mismo (que es lo mismo que decir, que cada cosa, tomada particularmente, vale nada). Así, pues, las líneas que separan lo bueno de lo malo se tornan borrosas y difusas, hasta el punto de no poder distinguirse. Alain de Benoist es claro en sostener que, aunque no son la misma cosa, el bien y el mal son una misma cosa, puesto que provienen de la misma fuente.21
Por consiguiente, el binomio bueno/malo, aunque no desaparezca del todo (sin este binomio no tiene ningún sentido intentar ponerle algo de orden a la vida práctica), sin embargo, no puede seguir siendo entendido ni vivido de acuerdo con los caracteres en que lo ha leído el pensamiento monoteísta, pues según este modelo allí se expresa una disimetría abismal e irreconciliable entre uno y otro. Por ello, este binomio debe ser sustituido por el binomio pagano noble/bajo, de la misma manera que la noción de pecado ha de ser trocada por la de vergüenza.22
Aquí lo que vemos es un retorno de la ética heroica, superada por la filosofía platónica. De hecho, el héroe es el ejemplar paradigmático de esta actitud lúdica. El héroe es el nuevo ecce homo, la imagen o el espejo donde hemos de mirar para ver reflejados los contornos de la imagen que hemos de esculpir en nosotros. Es el héroe aquel personaje que asume su destino con valentía, que le hace frente, que no necesita disfrazarlo ni negarlo, sino que juega con él aun a sabiendas de que, al término del día, será derrotado por la caducidad del tiempo, por la muerte. El heroísmo consiste en enfrentarse al destino para oponer a su inevitable triunfo natural, el triunfo propiamente humano que reside en haberlo afrontado, evitando la deshonra de una huida.23
Es más, en buena lógica, lo sacro en el paganismo no puede ser juzgado, pues en cuanto totalidad sagrada no amerita redención alguna, ya que es portadora de su propia salvación. De este modo, la historia queda en manos de sí misma, se resuelve en el aquí, pues no hay un más allá; con ello, la única normatividad posible es la facticidad, lo que hay, sin posibilidad de vislumbrar un sentido, una meta, una razón.
El neopaganismo como forma de nihilismo
La tesis que hemos argumentado en este trabajo es que el neopaganismo constituye una forma y una manifestación del nihilismo. Entiéndase el nihilismo como un modo de ser en el mundo, y en tanto que tal, tiene serias implicaciones en la manera de orientar nuestra propia existencia. En ese sentido, el nihilismo no es inocente.
Podemos decir que el nihilismo se cifra, en último término, en la afirmación, lisa y llana, de que no existen valores absolutos, permanentes, estables, que funjan como criterios incontrovertibles de nuestros juicios. De hecho, el nihilismo es, justamente, la negación de todo valor absoluto o, en otros términos, la negación del carácter absoluto de todos los valores que la tradición occidental ha tenido por tal: “Nihilismo: falta la meta; falta la respuesta al ‘¿por qué?’ ¿Qué significa nihilismo? -que los valores supremos se desvalorizan”.24
Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno “solo hay hechos”, yo diría, no, precisamente no hay hechos, solo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum ‘en sí’: quizás sea un absurdo querer algo así. “Todo es subjetivo”, decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el “sujeto” no es algo dado sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás. ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis. En la medida en que la palabra ‘conocimiento’ tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, “perspectivismo”.25
Esto quiere decir, más radicalmente, que no hay lugar para ningún hecho, una realidad en sí, estable, firme. La ‘cosa en sí’, absoluta (lo incondicionado) ha periclitado. Ni la realidad ‘fuera’ del sujeto, ni el sujeto mismo, son ‘en sí’: se trata de construcciones (interpretaciones) interesadas, forjadas sobre la base de afectos que son humanos, demasiado humanos.
Ahora bien, ¿qué consecuencia directa se sigue de la negación de un ‘en sí’? Consideramos que lo fundamental reside en la imposibilidad de hallar una instancia crítica para emitir valoraciones de algún tipo. Pero, hay más. Negar la existencia de una realidad ‘en sí’, que tenga consistencia propia, es lo mismo que negar la existencia de la verdad. Nietzsche es tajante al identificar el fin de la ‘cosa en sí’ con el fin de la verdad:
Que no hay verdad; que no hay constitución absoluta de las cosas, que no hay ‘cosa en sí’ -esto mismo es un nihilismo, y el más extremo. Coloca el valor de las cosas precisamente en que a ese valor no le corresponde ni le correspondió ninguna realidad, sino que es sólo un síntoma de fuerza por parte de quien instituye el valor, una simplificación con el fin de la vida.26
Y si no existe la verdad, entonces la dicotomía verdad/error, apariencia/realidad, sueño/vigilia, desaparecen también. Es más, la verdad se resuelve en error, en apariencia, en ilusión y precisamente el nihilista es quien tiene la fuerza para admitir y asumir la apariencialidad, la mentira, el engaño:
¿Qué es una creencia? ¿Cómo surge? Toda creencia es un tener-por-verdadero. La forma extrema del nihilismo sería: que toda creencia, todo tener-por-verdadero es necesariamente falso: porque no hay en absoluto un mundo verdadero. Por tanto: una apariencia perspectivista, cuyo origen está en nosotros mismos (en cuanto tenemos necesidad permanentemente de un mundo más estrecho, abreviado, simplificado -que la medida de la fuerza es el grado en que podamos admitir la apariencialidad, la necesidad de la mentira, sin sucumbir. En ese sentido, el nihilismo, en cuanto negación de un mundo verdadero, de un ser, podría ser un modo de pensamiento divino.27
Cuando el nihilismo hace su entrada, desaparece el sentido de la existencia. De alguna manera, la vida nihilista es una suerte de experimentación continua sin un norte fijo, una exaltación del sentimiento de ebriedad por la vida tal y como se presenta, con la conciencia de que esa vida ‘no debería ser’: “Un nihilista es el hombre que, respecto del mundo tal como es, juzga que no debería ser, y, respecto del mundo tal como debería ser, juzga que no existe”.28
Hay un pasaje del Banquete platónico en que se pone en labios de Diotima unas palabras maravillosas: “En este período de la vida, querido Sócrates, más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí”.29 Pero esa belleza es la belleza inteligible, no la belleza de las cosas bellas de este mundo. Ya Platón hace depender el sentido de la existencia de la posibilidad de otear una instancia absoluta, objetiva, que se sustrae a todo intento de manipulación por parte del hombre, que no es sólo interpretación o perspectiva. Porque esa es la idea platónica: lo real que se impone, que es ‘en sí’ y ‘por sí’, que no muda, siempre permanece. Y justamente a ese mundo ideal Platón le llamará la “llanura de la verdad”.30
De ahí que cuando se elimina la trascendencia, lo inteligible, el mundo de la esencia perfecta, se elimina necesariamente la verdad. Ese es el sentido último de la expresión “muerte de Dios”,31 en la que se condensa de manera magistral todo el contenido de lo que es el nihilismo. La ‘muerte de Dios’ es la muerte de la verdad, la muerte de la metafísica, la muerte del mundo de las ideas de Platón,32 pues Platón es el “maestro de todos los metafísicos”.33
Vemos claramente que la caída de la verdad, desemboca en la caída del bien. Si algo es bueno o no lo es, eso solo se puede decidir desde una instancia que sea verdadera, objetiva, que no sea, sólo, una interpretación. Hay que tener en cuenta, por lo demás, las expresiones que este autor usa para referirse a nuestra época: la época del “triunfo del nihilismo”. Esto es importante tenerlo en cuenta. El nihilismo recorre nuestra cultura contemporánea, una cultura que desconfía de la razón, que no se atreve con la verdad (por eso ha sido denominada la cultura de la “no-verdad” o “posverdad”), que ha perdido, desde muchos puntos de vista, el deseo y la pasión por siquiera buscarla. Y, no obstante, la verdad siempre importa y quizá nunca ha importado tanto como en nuestros días en los que asistimos a
la progresiva desrealización mediática y cultural que caracteriza las sociedades del siglo XXI y ha dado un nuevo brío al escepticismo siempre perezoso, para el que la verdad es una categoría inútil. La cultura de la no-verdad pretende legitimarse en el juego de espejos de la acelerada producción de imágenes que llena el espacio público; sería, además, coherente con el nihilismo como actitud vital y estética.34
El nihilismo, es decir, la pérdida de la verdad, la muerte de Dios -Dios como ese ámbito suprafísico que sustenta y hace posible los valores- “significa la pérdida de la dimensión de la trascendencia, la anulación total de los valores relacionados con ésta, la pérdida de todos los ideales”.35
En el parágrafo 125 de la Gaya ciencia -el estremecedor pasaje del loco que anuncia la muerte de Dios (el nihilismo)-, el loco mira a los hombres que no han sabido captar en toda su radicalidad lo que este anuncio trae consigo. Por eso ríen, se mofan. Por eso dice que llega demasiado pronto y de ahí que sus palabras adquieran la marca de una profecía. Es una manera metafórica de expresar lo que Nietzsche pensaba de sí y su mensaje. Pero este anuncio, hoy, ya no es intempestivo; lo estamos viviendo y somos conscientes de él. En nuestros días, la hipótesis de Dios se nos antoja demasiado extrema.36 He ahí el nihilismo que atraviesa nuestro mundo y nuestros corazones; no necesitamos valores supremos; no tenemos ideales. El intempestivo, el reaccionario de nuestros días, es el conservador, quien todavía tiene algo por defender, por considerarlo en sí valioso, sustraído a la corriente de la historia.
Pues bien, sobre esta plataforma teórica se mueve y se sostiene el neopaganismo. En efecto, la concepción unitaria de la realidad, el rechazo sin componendas del dualismo, termina destruyendo la posibilidad de encontrar, más allá de la totalidad, un sentido en las cosas, en el mundo, en Dios, en el hombre. Nada, excepto la totalidad, puede ser afirmado. Se pierde la noción de persona, y con ella, cualquier rastro de absoluto en la vida. Todo, pues, es relativo, caduco. Así podemos constatarlo en unas palabras surgidas del ambiente neopagano:
Tomado en sí mismo, fuera de toda percepción o de toda representación humana, el universo es neutro, caótico, desprovisto de sentido. El mundo no oculta más que una cosa y es que no tiene nada que ocultar […] El sentido no aparece más que como el resultado de las representaciones e interpretaciones que el hombre puede darle. Hay un secreto del mundo, pero no un secreto en el mundo; un misterio de las cosas, pero no un misterio en las cosas.37
“No hay secreto en el mundo; no hay misterio en las cosas”. Estamos ante un mundo que no esconde nada, que no apunta a nada más allá de sí mismo. Por eso, podemos decir que el universo está desprovisto de sentido. El sentido es una interpretación que los hombres hacemos con fines vitales, como lo diría Nietzsche. Todo está sometido al caos y, además, es absolutamente neutral desde un punto de vista ético. No hay, pues, un absoluto, ni humano ni divino. Y es que si lo divino no es absoluto, ¿cómo lo seremos nosotros, simples hombres? La muerte de Dios deviene en muerte del hombre:
Nihilismo, en fin: nada hay fuera de las interpretaciones. O si se prefiere una versión nietzscheana: “Dios ha muerto”. Porque recordemos que Dios era esa unidad verdadera y buena, la aparición de la cosa sin atributos, de la cosa, digamos, anterior a cualquier juicio acerca de ella. De modo que “Dios ha muerto” podía significar también “El Hombre ha muerto”, si se tiene en cuenta que, a partir de Kant, era la conciencia la que hacía aparecer la cosa en su unidad y su bondad, anterior a cualquier juicio.38
Para el filósofo alemán, el nihilista, stricto sensu, es activo, es una fuerza creadora, es poderoso. Una vez que ha desenmascarado la falta de fundamento de todo significado, se pone en la tarea de crear y producir valores que son estructuras de sentido, no con una pretensión de estabilidad y fijeza, sino con la convicción de que su tarea se basa en proponer nada más que nuevas interpretaciones.39
Este mundo, que “no contiene ningún misterio”, no es suficiente para aquietar el corazón del hombre. No nos basta el mundo, las cosas tal y como aparecen. Oteamos, en las cosas, misterios insondables. Como bien lo sostiene el profesor Gambra: “El hombre es como extranjero a las cosas de este mundo. A diferencia del animal que se aquieta y goza con plenitud de lo que le rodea, el humano vive en un constante trascender intelectual la realidad circundante y en un insaciable anhelo de algo que su mundo no puede ofrecerle”.40
Conclusión
La negación de la realidad ‘en sí’ y la subsiguiente ausencia de la verdad, así como la imposibilidad de distinguir el bien del mal, tienen como consecuencia inmediata la constatación de que todo vale lo mismo (o que no hay nada que valga). De este modo, el nihilismo, neopagano o no, es el suelo nutricio o el humus donde germina y crece el relativismo o, en otras palabras, la afirmación de que no hay un bien más allá de las valoraciones subjetivas (interpretaciones) de cada hombre o de cada comunidad o de cada cultura. Nihilismo, neopaganismo y relativismo son intercambiables. Hay unas palabras en las que esto aparece de manera transparente:
El paganismo era ante todo participación: en el mundo tal y como es, en la ciudad que se define ante todo como una asociación religiosa. A cada pueblo sus propios dioses. Un politeísmo de los valores, y el mundo como pluriverso. Se trata, en suma, de una visión trascendente de la realidad, pero de una trascendencia inmanente, orientada a estar en el mundo, no a salir del mundo o a prepararse para el otro mundo.41
En estas palabras late la negación de la trascendencia y la apuesta por este mundo; la negación del carácter absoluto de lo divino, que se halla dependiente de cada ciudad, de cada pueblo (cada pueblo tiene sus dioses) y el relativismo que se sigue de todo esto: el politeísmo de los valores. En efecto, si los dioses son particulares (de cada ciudad, de cada cultura) resultan inconmensurables entre ellos; de la misma manera, el politeísmo de los valores desemboca en la imposibilidad de encontrar un criterio moral con pretensiones de objetividad y universalidad. Los valores valen para su nicho de nacimiento y no pueden ser comparados con los de otros lugares.
En este punto se halla el quid de la era neopagana de que nos habla Ratzinger: es una era nihilista y relativista, fruto del desencanto producido por querer hacer de la política una actividad redentora, es decir, de construir el paraíso en la tierra, sin referencia a la eternidad:
Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían poder cumplirse por medio de una práctica política con fundamento científico. La caída de esa esperanza no pudo menos de traer consigo un enorme desencanto, que todavía no ha acabado de digerirse. Pienso que resulta muy posible que lleguen a nosotros nuevas formas de concepción marxista del mundo y de la vida. En lo que respecta a la primera forma, no ha quedado sino perplejidad. El fracaso del sistema único para la solución de los problemas humanos, fundamentado científicamente, no pudo menos de fomentar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total.42
Y en una época de este calibre -neopagana y nihilista- ser cristiano se convierte en un reto, un desafío. Y no solo por la marcada y explícita oposición al cristianismo y el rechazo de la cosmovisión cristiana, sino por el relativismo que le es intrínseco. El cristiano sabe que, en verdad, Dios ha intervenido en la historia y, también en verdad, ha salvado al hombre. Y afirma que esto no es un simple sentimiento o una certeza interior sino algo realmente acontecido.
Por ello sostiene Ratzinger que el relativismo, que se ha convertido, de hecho, en la filosofía dominante, es “el problema central para la fe”. La cuestión es que el relativismo no se muestra como consecuencia de la resignación ante lo inconmensurable de la verdad, sino que se insinúa como el único modo de ser tolerantes, de que haya libertad y, por consiguiente, la condición de posibilidad de la democracia. La profecía de Nietzsche se cumple casi que con literalidad. Miremos cómo lo reformula Ratzinger:
La teoría de la relatividad formulada por Einstein, concierne como tal, al mundo físico. Pero a mí me parece que puede describir oportunamente también la situación del mundo espiritual de nuestro tiempo. La teoría de la relatividad afirma que, dentro del universo, no hay ningún sistema fijo de referencia. Cuando ponemos un sistema como punto de referencia y, partiendo de él, tratamos de medir el todo, en realidad se trata de una decisión nuestra, motivada por el hecho de que sólo así podemos llegar a algún resultado. Sin embargo, la decisión habría podido ser diferente de lo que fue. Lo que se ha dicho, a propósito del mundo físico, refleja también la segunda revolución copernicana en nuestra actitud fundamental hacia la realidad: la verdad como tal, lo absoluto, el verdadero punto de referencia del pensamiento ya no es visible. Por eso, tampoco desde el punto de vista espiritual hay ya un arriba y un abajo. En un mundo sin puntos fijos de referencia dejan de existir las direcciones. Lo que miramos como orientación no se basa en un criterio verdadero en sí mismo, sino en una decisión nuestra, últimamente en consideraciones de utilidad. En un contexto “relativista” semejante, una ética teológica o consecuencialista se vuelve al final nihilista, aunque no lo perciba.43
Ciertamente, realizar juicios de valor acerca del significado general de una época no deja de ser un asunto transido de complejidad. Siempre serán necesarios los matices a la hora de catalogar una cultura, en momento dado, como relativista o escéptica. Sin embargo, el abandono de los puntos de referencia que funjan como fundamentos sobre los cuales basar nuestros juicios y nuestras actuaciones es algo que aparece reiteradamente en los estudios y análisis éticos, políticos, sociales. De hecho, son bastante comunes las advertencias acerca de la necesidad de forjar el proyecto de una ética mundial que supere las lealtades locales propias de la cultura o de la patria.
El profesor Jean Grondin, cuando analiza la deriva nihilista de la hermenéutica, fundada en el dictum nietzscheano de que no hay hechos, sólo interpretaciones, sostiene justamente que ante la ausencia de la verdad deviene imposible emitir algún juicio valorativo acerca de algo. No hay lugar, pues, para el reclamo por las injusticias o la falta de derecho:
La fórmula “todo es asunto de interpretación” puede primeramente leerse en un sentido nietzscheano, el de un perspectivismo de la voluntad de poder […] En un contexto así, no hay ciertamente verdad, entendida como adecuación a la cosa […]. Lo que se considera verdad no es sino una perspectiva, entre otras, secretamente dictada por una voluntad de poder que busca imponerse. La dificultad de esta teoría perspectivista es que a ciencia cierta hay hechos, errores y aberraciones.44
Si no hay verdad, solo tenemos perspectivas, maneras de ver las cosas, cosmovisiones
¿Puede, acaso, negarse que la sensación de vacío domina por doquiera en el mundo contemporáneo? En el preciso instante en que para el pensamiento contemporáneo falla la confianza en la estructura racional del Universo y se reconoce a éste como absurdo, “surge para el hombre contemporáneo el sentimiento de la angustia existencial, es decir, la vivencia de lo que es sin fundamento esencial, que igualmente podría no ser o ser de distinto modo”.45 Pero resulta que no hay dolor más fuerte que “esa soledad espiritual y el desaliento vital, la angustia, la desesperanza, la falta de sentido en la existencia”.46
No es cierto, pues, que el neopaganismo, a diferencia del monoteísmo judeocristiano, sea más solidario y más tolerante. El nihilismo no engendra solidaridad ni tolerancia, sino desigualdad e indiferencia. Tengamos en cuenta que la solidaridad no se reduce simplemente a dejar vivir al otro en paz. La solidaridad es un movimiento positivo hacia el otro, al que se busca afirmar y acoger, sin ningún otro motivo más que su valía, su dignidad. Pero esta moral -que fundamenta los derechos humanos y la democracia- es igualitaria, pues defiende la igual dignidad de todo hombre. ¿Cómo puede considerarse igualitaria una doctrina que afirma el valor, en cierto modo infinito, de cada uno de los humanos? Si cada uno es valioso, cada uno es irreemplazable, irreductible a los demás. Cada uno es una novedad.
Consecuentemente, suscribimos la tesis de que el nihilista y el neopagano juegan con el destino, se divierten con él. Pero es que no hay otra opción, pues no hay en el mundo nada tan serio, valioso, como para detenernos un momento y entregarnos a ello. Aunque se ha dicho que
El Paganismo es una religión de júbilo y el Cristianismo una de tristeza […]; el pagano era (principalmente) alegre y más alegre a medida que se acercaba a la tierra pero triste y más triste a medida que se acercaba al cielo. La alegría del mejor paganismo […] es una alegría en torno a los hechos de la vida, no en torno a su origen. Para el pagano las pequeñas cosas son tan dulces como el arroyito que cae por la montaña; pero las cosas grandes son amargas como el mar. Cuando el pagano mira al corazón mismo del cosmos se queda helado. Detrás de los dioses que son simplemente déspotas, se sientan los hados, que son mortales. Aún más; los hados son peor que mortales; son muertos […] La alegría, que fue la pequeña publicidad del pagano, es el secreto gigantesco del Cristianismo.47
En definitiva, podemos sostener sin ambages que el nihilismo no es inocente. Como bien lo ha señalado Reale, él es la raíz de todos los males del hombre de nuestros días, un hombre “deteriorado espiritualmente”.48 Es impresionante la manera en que el autor italiano muestra los paralelismos entre nuestra sociedad y el mundo feliz de Huxley, que, justamente, está descrito con rasgos nihilistas.49
¿Cuáles son esos principios, esos valores que, ahora, han sido desvalorizados? G. Reale, al analizar los textos nietzscheanos, señala los siguientes: el Primer Principio, es decir, Dios; el fin último hacia el que todo se dirige, es decir, aquello que le otorga significado a la existencia; el ser, el bien y la verdad.50 Entonces, la pregunta es, ¿qué nos queda cuando hemos perdido a Dios, cuando nuestros pasos no se dirigen a ningún lugar, pues no hay fin, cuando el ser ha declinado, cuando el bien no se reconoce, cuando la verdad deviene quimérica? La respuesta es clara: Nihil… Pero, entonces, ¿cómo puede construirse la vida bajo esos supuestos o -mucho mejor- sin ninguno de esos supuestos?
Enumerar las consecuencias que el nihilismo trae consigo es una tarea ingente, que excede con mucho los límites de este trabajo.51 Pero, a modo de resumen, se pueden recordar otras palabras, sumamente dicientes, de Nietzsche:
La concepción del mundo que se encuentra en el trasfondo de este libro es singularmente siniestra y desagradable: de los tipos de pesimismo que hasta ahora se han conocido, ninguno parece que haya alcanzado ese grado de malignidad. Aquí falta la contraposición entre un mundo verdadero y un mundo aparente: sólo hay un único mundo, y ése es falso, cruel, contradictorio, seductor, carente de sentido […] Un mundo así constituido es el mundo verdadero.52
Parece sorprendente que se diga que el neopaganismo, en tanto que nihilismo, es una invitación -una obligación- a luchar por este mundo, por esta vida, cuando lo único que sabemos es que este mundo -el único que existe, el verdadero mundo- no tiene sentido, y, por tanto, que no debería existir.
Después de la ‘muerte de Dios’ hemos perdido los ideales verdaderos. Nos hemos visto obligados a forjar otros ideales -que no son ideales-, otros valores -que no son valores- algo que motive y mantenga nuestra ilusión: el dinero, el placer, el paraíso en la tierra del comunismo, el consumismo absurdo del capitalismo… Pero esos sí que son valores demasiado humanos; en ellos la trascendencia está ausente. ¿Son suficientes?
En realidad, se trata de valores tan fugaces y efímeros que apenas logran convencer y comprometer la existencia para darle un viraje. Esto se nota profundamente en esa incoherencia existencial de quien no logra coordinar sus verdades teóricas (las convicciones que dice tener) con sus verdades prácticas (las verdades que, realmente, guían la vida). Porque el encuentro con la verdad no es algo anodino; implica la exigencia de variar la orientación vital para que sea acorde con lo que esa verdad exige. Pero hoy no es así:
Hace un tiempo, si a uno le convencían de algo, tenía que cambiar su modo de vida para adecuarlo a esa verdad aceptada e incorporada, porque teoría y praxis, o práctica, formaban un bloque compacto: alguien podría estar equivocado, pero era coherente con sus ideas. Hoy esta relación ya no es tan evidente: se admite que uno pueda mostrar unas ideas radicales acerca de la sociedad, y al mismo tiempo vivir lujosamente (cuando antes quizá habría tenido que hacerse revolucionario).53
El neopaganismo transmuta los valores y propone otros, ciertamente. Son los valores aristocráticos de los que se espera que logren la “hegemonía cultural”. Pero esos valores -el honor, la valentía, el coraje…- no convencen, no comprometen, aunque manifiesten muchas cosas interesantes. Al carecer de bases, les falta fuerza. Por eso no comprometen, porque se trata de simples acomodaciones al sentir de los tiempos, valores que el viento de la historia dejará atrás.
Así pues, hemos visto que el neopaganismo sostiene que el monoteísmo es violento, que anula las diferencias. Y, no obstante, en el fondo de esos nuevos valores aristocráticos late de manera clara la defensa acérrima del etnocentrismo (europeo occidental), escondido en el supuesto derecho que tendría cada cultura de proteger su identidad. Lo único que interesa es que Europa, lo propio, lo mío, lo cercano, resurja de las cenizas, que luche por la grandeza que, supuestamente, ha perdido; que se levante de su postración. Esa solidaridad y respeto de toda cultura de la que se habla se resume en la necesidad del hermetismo, de cerrar fronteras con la finalidad de evitar contaminaciones, sobre todo contaminaciones de lo propio. Por eso, la democracia es criticada con ahínco.
Los valores aristocráticos del neopaganismo son tan valiosos como divinos sus dioses. Pero resulta que tales dioses no lo son, pues no son seres trascendentes, sino simples hombres. En el contexto del paganismo moderno se afirma que estos dioses, por ser menos trascendentes, son más cercanos, amables y preocupados por los asuntos de los hombres:
Nosotros tenemos dioses de rostro humano, hechos a sí mismos, pero con la mirada puesta en los anhelos del hombre. Son dioses amables, siempre y cuando les guardemos respeto y reverencia, y lo son e imperan sobre aspectos concretos del existir que mucha felicidad pueden obsequiarnos tanto en este mundo como en el más allá. Son dioses accesibles, que nos escuchan, nos ven y nos comprenden porque se ocupan de los mismos asuntos que los mortales.54
Ahora bien, ¿es esto cierto? Los dioses del paganismo, con preocupaciones iguales a las nuestras, no hacen que lo divino esté más cerca, porque, en ellos, lo divino se diluye; lo que encontramos, a lo sumo, es una serie de cualidades humanas un tanto sublimadas. Son demasiado humanos para darle sentido a la vida de los mismos humanos. Es más, como los humanos, están sometidos a una fuerza superior, al fatum. Se ha dicho que el neopaganismo no es ateísmo, y en verdad, no lo es. Pero parece un poco gratuito sostener que el neopaganismo constituya un retorno de lo sagrado. La realidad sagrada no guarda continuidad con los acontecimientos normales. La irrupción de lo sagrado (las hierofanías) quiebra el espacio y el tiempo ordinarios”, porque allí, en la realidad sacra, nos habla algo de otra parte.
Por lo demás, si lo buscado en Dios es que sea cercano, amable y preocupado por los asuntos humanos, entonces el Dios cristiano no tiene nada que envidiar. Un Dios que, sin dejar de ser Dios, sale al encuentro del hombre, porque lo ama, no puede ser considerado como Alguien indiferente a nuestra suerte.
En Los demonios, hay unas palabras de Dostoievski que describen bastante bien la situación espiritual de nuestra época: “Cuando los pueblos comienzan a tener dioses comunes, es signo de muerte para esos pueblos y para sus dioses […] Cuando más fuerte es un pueblo, más difiere su Dios de los otros dioses […] Cuando muchos pueblos ponen en común sus nociones del bien y del mal, es entonces cuando la distinción entre el bien y el mal desaparece”.55
El derrumbe del cristianismo es más que el desplome de una religión o de una tradición. El cristianismo es la apuesta por un modelo de hombre que es más que humano (no poshumano) y, por ello, más humano o humano en sentido pleno. El neopaganismo es una apuesta de hombre que, de tan humano, deviene inhumano. Al final de su Historia del Cristianismo, Paul Johnson escribe:
Sin duda, la humanidad sin el cristianismo evoca una perspectiva desalentadora. Como hemos visto, el prontuario de la humanidad con el cristianismo es bastante lamentable […] El cristianismo no ha logrado que el hombre se sintiera seguro, feliz, ni siquiera digno. Pero aporta una esperanza. Es un agente civilizador. Ayuda a enjaular a la bestia. Ofrece fogonazos de libertad real, sugerencias de una existencia serena y razonable […] En la última generación, cuando el cristianismo público estuvo en plena retirada, hemos tenido nuestra primera y lejana visión de un mundo descristianizado; esa visión no es alentadora […] Somos menos bajos e innobles en virtud del ejemplo divino y a causa del deseo por la forma de la apoteosis que ofrece el cristianismo. En la doble personalidad de Cristo se nos brinda una imagen perfeccionada de nosotros mismos, un regulador eterno de nuestro esfuerzo.56
Seguramente sea cierto que la historia del mundo con el cristianismo no ha sido la mejor. Pero no podemos imaginar lo que hubiese sido esa historia sin la savia que brota de las entrañas cristianas. Quizá nuestra época neopagana nos lo enseñe y, entonces, sólo entonces, comprendamos lo que hemos perdido.