La intertextualidad deseada
Muchos de los estudios que se realizan sobre el pensamiento del seráfico doctor y sobre su obra cumbre, el Itinerarium mentis in Deum,1 se enmarcan, con preferencia, dentro de una línea teológica. En este artículo proponemos una reflexión que, a partir de la realidad de la itinerancia, la filosofía como fundamento y la fruición de la verdad, nos permita una intertextualidad con los tiempos contemporáneos. Lo anterior, no con el ánimo de pretender algún rescate del pensamiento bonaventuriano, puesto que bien actual se mantiene, sino más bien con la intención de promover un acercamiento a su obra en conexión con las circunstancias de los tiempos actuales.
Aprovechamos algunos de los muchos trabajos y referencias de reconocidos estudiosos, como el profesor Bougerol (1977, 1980, 1984), Gilson (1948, 2007), Falque (2012), Tedoldi (2017), Pulido (1996, 1998, 2004, 2006, 2008), Valderrama (1966, 1993), Anderegeen (1996), entre otros, y de algunas publicaciones especializadas, como la Revista Franciscanum (1963a, 1963b, 1965, 1966), Franciscan Institute Publications (2009), entre otras. También aprovechamos material bibliográfico fruto de la celebración del VIII centenario del nacimiento de San Buenaventura, en especial el que se celebró en Roma (2018),2 cuyo tema fue Deus summe cognoscibilis, l’attualità teologica di San Bonaventura, además de otros eventos académicos que se siguen realizando con el ánimo de reflexionar sobre las enseñanzas y la actualidad de su pensamiento.
Si bien es cierto que la obra que nos ocupa se ubica en lo que podríamos llamar la medievalidad teológica de occidente, también es cierto que su contenido supera con mucho los límites espacio temporales en los que se quisiera enmarcar. En este sentido, Falque (2012) insiste en la idea según la cual “la reapropiación de las posturas del pasado abre camino hacia un nuevo porvenir que hay que reinventar una y otra vez” (347).
Una de las grandes dificultades por las que pasa el hombre actual tiene que ver no tanto con la muerte de Dios sino, más bien, con la imposibilidad de establecer una estrecha relación personal con Él; esta imposibilidad, que podríamos denominar una verdadera crisis espiritual, es comentada por Buber (2003) a través de su libro el Eclipse de Dios.
Ahora bien, cuando nos referimos a esta crisis lo hacemos en dos sentidos. El primero tiene que ver con que nuestro tiempo parece no haber logrado ver con suficiente claridad la importancia que tiene la perspectiva espiritual interior en la comprensión de la realidad toda. Se percibe una fuerte inclinación del hombre contemporáneo por resolver sus más apremiantes dificultades desde una preferencial perspectiva epistemológica —léase funcionamiento de la naturaleza y su cotidianidad—, manifestando su interés por los asuntos atinentes a lo evidente-objetivo y relegando los asuntos que están más allá de lo sensible, es decir, los metafísicos.
El segundo sentido al que nos referimos cuando hablamos de crisis espiritual en el hombre contemporáneo tiene que ver con que cuando el hombre actual avizora la importancia de la interioridad en su vida, la vincula a una espiritualidad entendida como una nueva forma de relación entre la humanidad y la divinidad. Una relación en la cual lo absoluto de la realidad trascendente realiza su acercamiento a la realidad finita en la que se desenvuelve la existencia humana de maneras tan variadas como las mismas personas que la buscan. En este sentido, para Ramos (2016), “La nueva espiritualidad se configura como una forma de relacionarse con lo Transcendente […], a veces, incluso caracterizada en muchos casos por la ausencia de un Dios personal” (169). Ahora bien, no es difícil reconocer que asistimos a una gran explosión de movimientos espirituales, pero que al mismo tiempo están desligados de la religión.
Frente a esta crisis espiritual del hombre actual, entendida como la ruptura con la manera tradicional de comprender la espiritualidad y de establecer relaciones con la divinidad, es posible promover nuevas opciones de comprensión que le permitan a este hombre contemporáneo entablar relaciones profundas con el Ser y así posibilitar la reinvención de su presente y porvenir.
Es sobre estas espinosas cuestiones que se muestra pertinente la propuesta del seráfico doctor frente a la nueva situación cultural, y la necesidad de asumir e iluminar una mejor comprensión de la perspectiva interior para los nuevos tiempos.
El enfoque de la investigación es histórico-hermenéutico, de naturaleza cualitativa; se empleó la técnica de investigación documental con el ánimo de ir al texto mismo y promover una reflexión filosófica de la experiencia interior, que permita el surgimiento de un sentido nuevo e ilumine las realidades y desafíos del hombre actual.
El sentido original seguirá siendo el mismo, pero su aprovechamiento será novedoso por cuanto vivimos nuevos desafíos, de tal suerte que busca el presente texto poner en diálogo el Itinerarium con el contexto actual, en términos que resulten accesibles al hombre contemporáneo (entiéndase así la intertextualidad perseguida).
El desafío del Itinerarium y del itinerante
El Itinerarium de Buenaventura no es un libro para «leer» de manera superficial, aunque cierto es que después de hacerlo de manera corrida y de principio a fin, otorga un hálito de inexplicable grandeza y subida espiritual. De modo que el valor intelectual del texto no se encuentra en su lectura superficial, pues el analista se quedaría solo con dicha sensación, sin extraer los sentidos más profundos que se encierran en su interior. Del Itinerarium dice el profesor LaNave (2009): “El texto es poético, conciso y denso. Resume muchos puntos de la filosofía, teología y espiritualidad de Buenaventura; de hecho, a veces ha sido llamado una suma de su teología espiritual” (267; traducción nuestra).3
Por otro lado, quien se acerca a sus páginas como un discípulo a su maestro y con sincera humildad, se da cuenta de que dicha proximidad requiere condiciones especiales relacionadas con un ordenamiento del cuerpo y del espíritu. Tales condicionantes actúan como una llave, sin la cual no se pueden abrir los profundos secretos que esconde. Y no es lo que se explica una mera perorata, cuanto la verdad sin más.
Así, las claridades reveladas a través del Itinerarium no aparecen, ni al comienzo, ni a primera vista; es necesario aplicarse, tanto a la comprensión mediante la especulación, como a la contemplación mediante la oración, para descubrir las riquezas que el texto entrega. Ahora bien, para el hombre contemporáneo la comprensión mediante la especulación no es una tarea extraña, pues como buen heredero de la modernidad, mediante su razón ha conquistado agudezas teóricas y bienestar material que hoy disfruta. Sin embargo, la contemplación mediante la oración sí puede resultar, por lo menos, una operación lejana.
En la contemporaneidad, la serena estabilidad que otorgara una concepción trascendente de la realidad parece difuminarse, dado su carácter de liquidez (Bauman, 2008) y velocidad (Virilio, 1997). En este contexto, aparece el turista4 como la personificación de quien rápidamente aprecia su realidad y no estima la dificultad que en el itinerante5 implica la aplicación juiciosa en el develamiento de verdades que están más allá de lo evidente.
Adentrarse en el Itinerarium de Buenaventura demanda también amor, quietud, disposición y meditación, de tal suerte que, en aplicada y dedicada reflexión, el espíritu es arrojado desde la especulación, pasando por la oración, hasta la contemplación. Es una filosofía creyente. Es posible que tantas virtudes juntas sean ya un escollo para el hombre contemporáneo, porque solo la humildad y la quietud requerirían para él un trabajo colosal; ni se diga, entonces, aunarlas además con el amor, la disposición y la meditación. Estas virtudes contrastan precisamente con el poder (DW Documental, 2018), la apurada felicidad, el éxito y el consumismo como perfil característico del turista al que nos referimos.
Tomando en cuenta dichos intereses y características, adentrarse en el Itineraium se presenta como un monumental desafío y su talante lo explica bien el mismo doctor seráfico:
[…] no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada (Itinerario, Prólogo: 4).6
Comentemos brevemente esta provocación que, en el fondo, también es un gran desafío.
Propone el Itinerarium un gran reto en su abordaje, porque ni la sola investigación, ni la industria, ni la inteligencia, ni el estudio, serán suficientes para alcanzar las cimas de la sabiduría. Scientia sine sapientia: comete el hombre el mismo error que, en términos de Buenaventura, tiene que ver con olvidarse de la verdadera sabiduría, como hicieron tantos grandes filósofos, quienes embebidos de su astucia y genialidad, construyeron portentosos castillos intelectuales que, en lugar de iluminar su propia vida y la de sus semejantes, por el contrario, los han perdido en elucubraciones que nublan su juicio con la arrogancia y se han perdido en los intersticios de sus propios pensamientos. Hacen falta más que palabras ordenadas para imprimir potencia a la realidad aludida, pues dada su cultura y la elaboración conceptual a la que ha llegado el hombre contemporáneo, es difícil romper la coraza que protege su impertinencia intelectual; pero, aun así, el reto se mantiene.
Se deja ver en el Itinerarium una profunda tensión entre la lección y la unción. La lección es en sí misma y en su ejecución, una unción incipiente y esta no llega sin aquella, además, porque la lección no tiene que ser meramente intelectual, aunque siempre pasa por el intelecto. De tal suerte que es la unción como una potenciación de la lección, un toque místico que, estando en la raíz de la lección, la encumbra y le da su plenitud. Nótese que en la intertextualidad que buscamos, el turista es un conocedor mientras que el itinerante es un ungido.
Nótese además que, entre la especulación y la devoción, hay una perfectible progresión. La especulación como “pureza intelectual” (López, 2017: 81) opera en todos los grados de las potencias del alma (sentido, imaginación, razón, entendimiento, inteligencia y sindéresis7), pero también necesita del afecto (Tedoldi, 2017), condición sine qua non para la devoción, porque no se dedica el alma a la especulación de aquello que no desea, de tal suerte que, al desearlo con fuerza, es por la especulación devota por la que finalmente el hombre alcanza la sabiduría.
La investigación, por su parte, en el Itinerarium es mucho más que solo búsqueda, es sobre todo ir tras las huellas (in vestigium ire) o vestigios de la suma sabiduría (aspectus ratiocinabiliter investigantis videt 8) (Itinerario, I: 13). En este sentido, recalca San Juan de la Cruz (1994): “Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada; para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes” (290). Y aunque no sepa el hombre precisamente por dónde ir, no podría recorrer el camino desconocido si antes no tuviera certeza de la existencia de aquello que busca. Sin esa certeza, la búsqueda misma carecería de todo sentido.
De tal manera que la admiración es el motor que mantiene viva la llama de lo que con gran anhelo se persigue. Es necesario tener en cuenta que esa pesquisa plena de admiración es una búsqueda asintótica, por cuanto es investigación presente y constante que inquieta la inteligencia y que encuentra para seguir buscando. Diremos con San Agustín (1968): “Tengamos esto presente, y conoceremos que es más seguro el deseo de conocer la verdad que la necia presunción del que toma lo desconocido como cosa sabida. Busquemos como si hubiéramos de encontrar, y encontremos con el afán de buscar” (752). Ratzinger (2005), por su parte, frente al relativismo como filosofía dominante, propone un énfasis en la verdad como raíz misma de toda búsqueda (222).
Por la inteligencia se accede a la verdad, y si la verdad tiene que ver con el reconocimiento de lo que se es con sus potencialidades y limitaciones, ateniéndonos al pensamiento de la doctora de Ávila (1976), hemos entonces de reconocer que la verdadera inteligencia está acompañada de la humildad. “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira” (Moradas VI, 10: 7); y “Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas, aunque os parezca las tenéis grandes, si no os mete el mismo señor del castillo […] Es muy amigo de humildad” (Conclusión, Moradas 2).
La inteligencia que no está acompañada de la humildad no podrá cumplir su propósito, por más que se lo imponga o lo desee. Porque es la inteligencia en el ser humano un regalo y constitutivo fundamental de su ser, pero con serlo, no es aún suficiente para llegar a la verdad. De poco sirve reconocer un constitutivo fundamental del hombre y olvidar el otro, pues no es el hombre creador de sí mismo, por mucho que lo ansíe, de tal suerte que reconocer su naturaleza será siempre garantía de sensatez y de inteligencia humilde. Ayuda en este sentido la consideración de San Agustín (1950) cuando trata la humildad como cimiento de vida espiritual: “Si quieres llegar a ser grande, comienza por ser pequeño; si planeas la construcción de un edificio elevado, piensa primero en darle hondos cimientos […] de tal manera que la techumbre se asienta sobre la humillación” (Sermón 69: 2).
El turista y el Itinerarium: La experiencia y la realidad de la itinerancia
Comentada ya la intertextualidad perseguida y descrito brevemente el desafío que nos propone el Itinerarium, nos dedicamos ahora a la itinerancia como elemento filosófico fundamental en la primera jornada de este camino, y que consta de dos trayectos. Por el vestigio y en el vestigio puede el hombre llegar desde las cosas hasta Dios. Es decir, por los sentidos corporales, el mundo sensible puede conducir al hombre a la contemplación de la esencia, potencia y presencia de Dios.
En el primer trayecto, por los vestigios y a través de la potencia del sentido, el mundo tangible anuncia al sentido interior la suma sabiduría y benevolencia de su Hacedor, de tal manera que en las cosas creadas reluce su Creador.
Este mundo tangible anuncia a su Creador a través del entendimiento que contempla intelectualmente (intellectualiter contemplanti) la existencia actual de las cosas en sí mismas, en su peso, número y medida; también lo hace a través del entendimiento que cree firmemente (fideliter credenti) al considerar el decurso habitual de las cosas (origen, decurso y término); y lo hace también a través del entendimiento que investiga racionalmente (rationabiliter investiganti) al considerar el valor de la excelencia potencial de las cosas que existen (corporales), que existen y viven (parte corporal y parte espiritual), y que existen, viven y disciernen (espirituales). (Itinerario, I: 11-13).
Además, refiere el santo, que en este primer grado de iluminación hay siete condiciones en las criaturas como testimonio de la suma potencia, sabiduría y benevolencia del creador; estas son:
El origen (creación del universo existente, viviente e inteligente). La grandeza (longitud, latitud, largo, ancho y profundidad). La multitud (diversidad de géneros, especies e individuos. Substancia, forma y figura). La hermosura (variedad de luces, figuras y colores). La plenitud (materia, forma, virtud, potencia, eficiencia). La operación (natural, artificial, moral). El orden (anterior, posterior, superior, inferior) (Itinerario, I: 14).
En los vestigios, como segundo trayecto de esta itinerancia, el mundo micro y macro es percibido por los sentidos exteriores. Por la vista entran los cuerpos sublimes luminosos, por el tacto los sólidos, por el gusto los acuosos, por el oído los aéreos y por el olfato los evaporables. Por la aprehensión, los vestigios llegan del medio al órgano exterior, luego al interior hasta la aprehensión, por la delectación lo suave, hermoso y saludable es percibido y, finalmente, por el juicio se depura y abstrae la especie sensible y entra al intelecto (Itinerario, II: 3).
Este camino es, en sí mismo, ya todo un itinerario. La potencia9 a la que se está refiriendo el santo aquí es la potencia de la imaginación por medio de la cual el alma es capaz de contemplar al Creador a través de los vestigios de su obra en la realidad tangible. Pero una cosa es decir que por la potencia de la imaginación el alma está capacitada para descubrir en los vestigios al Creador y otra muy distinta es lograr que esa capacidad se convierta en acción efectiva. Este es el verdadero tránsito que solo logra realizar el itinerante asistido por la gracia. El hombre contemporáneo, por su parte, es un turista que, enmarañado en los devaneos del mundo sensible, no logra ascender por él hasta su fuente; por lo tanto, no le importa la gracia al punto que ni siquiera mueve su voluntad para pedirla. Porque al ser la gracia un regalo, puede ser pedida y por tanto concedida.
En este sentido, el esfuerzo, el dolor, la fatiga y el escalonamiento, ya sea exterior o interior, resultan experiencias insufribles para el hombre actual dadas sus características de fragilidad e inmediatez. De esta manera y como consecuencia, queda desprovisto de toda profundidad que pudiera otorgarle el reconocimiento de su precariedad que, como creatura, lo caracteriza.
Se nota a simple vista que no es nada fácil entrar en estas especulaciones.Y no porque haga falta la luz de la razón, sino porque, como se dijo, ensombrecida la mente y embelesada la especulación en las cosas mismas, no logra remitirse a su fuente; esto es lo que le sucede al hombre contemporáneo. Se podría decir que es un esfuerzo que está más allá de la sabiduría ordinaria.
Martin Buber (2003), reconoce “la insuficiencia del lenguaje filosófico para hablar del encuentro con Dios” (9), pues se sitúa en la frontera entre lo pensado y lo impensable, pero que puede ser experimentado; en este sentido, la experiencia supera, en mucho, la posibilidad de pensar y explicar, con las herramientas racionales, realidades profundas del ser.10 Asimismo, señala que Dios se ha vuelto irreal para el hombre contemporáneo y, al negar el carácter real de Dios, destruye la realidad de la relación con Él. Esto sucede porque el Dios de la filosofía y el Dios de la religión son bien diferentes. Mientras que en el primero el yo establece relaciones con el ello, en el segundo se establecen relaciones con el tú. Así, la diferencia fundamental entre el Dios de la filosofía y el Dios de la religión es que, mientras en una la relación está mediada por la especulación, en la otra, la relación está mediada por una experiencia; son, entonces, mediación racional y mediación experiencial (25).
Resulta sugestivo que ya en este segundo grado de las potencias del alma, el santo colija que “Las perfecciones invisibles de Dios, desde la creación del mundo, se han hecho intelectualmente visibles por las criaturas de este mundo” (Itinerario, II: 13). Inferencia seductora y temprana, teniendo en cuenta que a primera vista parece una verdad sencilla, pero al pensarla más en detalle, se puede descubrir en ella un apuro incalculable, el cual tiene que ver con la inmensa dificultad —y especialmente del hombre contemporáneo— para percibir por el intelecto las perfecciones visibles de Dios.
Parte del problema tiene que ver con lo que se considera visible, pues, aunque en estos dos primeros grados de subida a Dios contempla el santo los vestigios por los cuales y en los cuales se anuncia la suma potencia, sabiduría y benevolencia de Dios, no resulta sencillo despertar en la comprensión del hombre, al menos del contemporáneo, el interés y la sensibilidad por la consideración serena, extasiada, pausada y lenta de dichos vestigios. Ello sucede porque la serenidad y la calma son cualidades raras y obsoletas en este mundo del turista desesperado, de quien Bauman (2003) dice: “Que está en todos los lugares donde va, pero en ninguna parte es del lugar” (59).
De tal suerte que la contemplación del mudo sensible va mucho más allá de una simple percepción superficial del mismo, lo cual hace el turista; hace falta profundizar en un verdadero empeño de contemplación como experiencia itinerante, por la cual el mundo sensible logre entregar a los sentidos su semejanza con su origen. Se descubren aquí entonces dos movimientos sutiles y esenciales. Uno, en el que el mundo tangible guarda la potencialidad para señalar por semejanza a su creador; otro, por el que el ser humano se hace capaz de ver en la profundidad misma de esa tangibilidad al remitente.
Pareciera que es menester una sensibilidad especial que otorga la conjunción del entendimiento con la piedad o la lección y la unción de la cual ya hablamos. Este es un asunto que con frecuencia está llamado a contemplar el hombre contemporáneo, puesto que, inclinado como está al conocimiento de su mundo, difícil le resulta ocuparse de la piedad y la unción. Estas dos últimas requieren un esfuerzo de la voluntad que implica detenerse en la contemplación del otro, en su existencia misma y su realidad, asunto que no hace con facilidad un turista cuyo interés está centrado en la exterioridad de lo que aparece más evidente, imponente y llamativo.
La exterioridad y su conexión con ella es característica esencial del turista. Pero no es una exterioridad que permita una conexión con la interioridad, no es una puerta a la exterioridad por la cual el ser interno se pueda conectar. Por esta razón, es necesaria la conexión del entendimiento con la piedad y de la lección con la unción. Esta conexión es la que consiente entrar en la realidad de la itinerancia.
En la dimensión horizontal del ser humano, los sentidos y la corporalidad están ahí, dispuestos para que el hombre lo admire y disfrute como turista, o lo asuma como vía que lo puede conducir, en una caminata itinerante hacia el desafío del sentido de su propia existencia. Tiene la potencia para conducir al hombre desde las cosas mismas hasta su Creador. El turista las disfruta, el itinerante las contempla. El turista las conoce externamente, el itinerante las penetra en su intimidad.
La filosofía como fundamentum
Dediquémonos ahora a otro elemento filosófico que está en la base del Itinerarium, y que en la intertextualidad que buscamos hace referencia a lo fundamental de las potencias de la razón y el entendimiento (segunda jornada), como posibilidad del ascenso místico (tercera jornada).
Mientras que, en la primera jornada, por el sentido y la imaginación los vestigios exteriores pueden remitir al hombre a su Creador, en esta segunda jornada, por las potencias de la razón y el entendimiento, por la imagen y en la imagen, el alma es dirigida hacia las cosas espirituales interiores. Esta itinerancia (tránsito) desde el mundo exterior (primera jornada) hacia el interior de sí (segunda jornada), se hace inicialmente por la potencia de la razón y, para este grado, la filosofía es fundamental porque “pasando” (Itinerario, IV: 1) por nosotros, se configura como toda una especulación de Dios por su imagen impresa en las potencias naturales.
Hasta este punto del viaje, la luz de la filosofía sirve muy bien para conducir al hombre desde los vestigios o las potencias naturales, como la mente o la memoria, hasta su Creador. Así, por la luz de la razón podemos entrar en nuestra mente en donde reluce la Divina imagen y en donde se puede ver a Dios como en un espejo (Itinerario, III: 1). Por ser mudable, la mente no puede ver la verdad reluciendo tan inmutable sino en virtud de otra luz que brilla de modo inmutable; asimismo, cuando el entendimiento percibe con toda verdad el sentido de una ilación (la conclusión que sigue necesariamente a las premisas), lo hace porque viene como ejemplaridad del arte eterna (Itinerario, III: 3).
Ahora bien, el segundo trayecto de esta itinerancia se hace por la potencia del entendimiento y, para dicho grado, sirve la teología. Aquí, ahondando mucho más en el interior de sí, son recuperados los sentidos espirituales por la fe, la esperanza y la caridad, de esta manera puede el alma entrar en la contemplación que nadie alcanza, sino solo quien la recibe. Este trayecto, más que una consideración intelectiva, es una experiencia afectiva, porque por los sentidos espirituales recuperados se puede ver al sumamente hermoso, oír al sumamente armonioso, oler al sumamente odorífero, gustar al sumamente suave y asir al sumamente deleitoso (Itinerario, IV: 3).
Como se deja ver de manera clara, la potencia del entendimiento es mucho más que solo operación racional; más bien es un entendimiento contemplativo que, por ser una experiencia del afecto, opera en coordenadas diferentes a las de la razón. De tal suerte que, reformada por las virtudes teologales, queda el alma dispuesta para los excesos mentales y, por las delectaciones de los sentidos espirituales (tropológico, que purifica para vivir honestamente; alegórico, que ilumina para entender claramente; y anagógico, que perfecciona mediante los excesos mentales), llega a ser purgada, iluminada y perfecta, y así puede regresar a su interior para allí especular a Dios (Itinerario, IV: 6).
Ahora bien, dice el santo que resulta un tanto extraño que el alma, estando tan cerca de Dios, sea de tan pocos especular en el Primer Principio. Se ha tratado de explicar en las anteriores potencias cómo aparece delante de él la manifiesta presencia del Creador, pero eso también tiene una explicación y dice el santo que es por varios aspectos. En primer lugar, distraída el alma con los cuidados, no entra en sí misma por la memoria y se queda perdida en los asuntos externos, en el día a día y en la rapidez, la fluidez y la cantidad de asuntos por resolver (Itinerario, IV: 1). En segundo lugar, anublada (obnubilata, dice el doctor seráfico) por los fantasmas de la imaginación, no regresa el alma a sí misma por la inteligencia, sino que se deja ensombrecer por los miedos que el mundo le impone sobre sí misma, termina creyéndoselos y no es capaz por su inteligencia de considerarse a sí misma (Itinerario, IV: 1). Y, en tercer lugar, encantada por el mundo sensible, no es capaz el alma de mover por sí misma el deseo de la alegría espiritual, porque lo espiritual está distanciado de lo sensible y al alimentar continuamente la sensibilidad, aleja el horizonte de la espiritualidad (Itinerario, IV: 1).
Estos aspectos nos remiten a la realidad que vive, busca y disfruta el turista quien, en su condición de gozador, está interesado en el espectáculo y en los cuidados externos y no está dentro de su interés mover los hilos espirituales de su ser; por el contrario, busca promover las exterioridades como fundamento de su quehacer.
Aquí se presenta un asunto importante en la consideración del Itinerarium, y es que solo un creyente podría avanzar a partir de este punto. La dificultad estriba en que el hombre contemporáneo, por un lado, defiende las características descritas del turista y, por el otro, como se ha dicho antes, no es más un creyente; por lo menos, no a la manera tradicional del cristianismo medieval. Por tanto, aparece como necesario expandir las fronteras que hasta ahora limitaban la manera de creer. Ramos (2016), por ejemplo, presenta un acercamiento a la nueva espiritualidad y propone que, dentro del mundo contemporáneo, cada vez es más frecuente encontrar personas ateas y espirituales, todo esto en coordenadas ideológicas en las cuales el concepto de religión y su perspectiva histórica sugieren una dependencia directa entre la definición de religión y la posibilidad o no, de una religiosidad atea.
El Itinerarium está pensado en las categorías de un cristianismo que ha madurado su teología en un decurso de trece siglos hasta San Buenaventura; también es cierto que, en la intertextualidad que buscamos, la «medievalidad teológica» puede aprovecharse como complemento a una mirada de la «modernidad11 antropológica» y que, salvadas las distancias de tiempo, puede ayudar a una mejor comprensión de la dimensión interior como aporte a la situación existencial del hombre actual, asumiéndola como fundamental.
Ahora bien, cuando hablamos de la dimensión interior como fundamental, lo hacemos en contraste con lo relativo. Lo relativo aquí es la distancia temporal que separa la medievalidad y la modernidad, mientras que lo fundamental sigue siendo la relevancia y el cultivo de la vida interior como posibilitadora de una mejor comprensión de la situación del hombre en cualquier época y, de manera particular, en la contemporaneidad.
Entonces, se puede percibir en el Itinerarium cómo, a partir del entendimiento como cuarta potencia, es necesaria la confluencia de la voluntad del hombre expresada en la filosofía, con la gracia, comprendida como un regalo otorgado por Dios. Por las tres primeras potencias el hombre se dirige hacia Dios y, por las últimas tres potencias, como se comienza a ver en la cuarta, el hombre se abre a Dios que llega y visita la condición humana y la sobre eleva para poder así llegar a los excesos mentales.
La anterior situación explica un poco más lo que venimos diciendo, y es que, para las primeras tres potencias, la luz del pensamiento razonable de la filosofía sirve y opera perfectamente como fundamento, puesto que se acomoda a las evidencias que son perceptibles o por los sentidos, o por juicios evidentes y no ausentes del conocimiento humano. No podríamos decir, entonces, que la luz de la filosofía y sus alcances humanos son limitados por no penetrar en los arcanos sobrenaturales, ya que, en estricto rigor, realiza su operación de acuerdo con su propósito. Mejor sería afirmar que su trabajo se realiza de modo pleno. Sin el fundamento de la filosofía que por la razón reconoce y justifica el mundo sensible, no sería posible pasar “en ascenso cordial” (Itinerario, I: 1) al entendimiento, la inteligencia y la sindéresis como potencias finales.
Nótese la confluencia perfecta entre la filosofía y la teología que, muy implícita, aparece en el Itinerarium y en la secuencia de las potencias del alma. La filosofía es fundamentum sine qua non para la teología. Apuntalada en la filosofía, se hacen posibles (también como experiencias explicables) los excesos mentales de los cuales puede dar cuenta la teología.
Cuando queremos que la filosofía (y la ciencia en la contemporaneidad) declare sobre lo que no puede y emita juicios sobre realidades que no están dentro de sus propósitos, termina envalentonándose, creyendo que puede comprender y, por tanto, definir la naturaleza de las sobreelevaciones extáticas que están por fuera de toda razón y juicio evidente. Así, mientras la filosofía y las tres primeras potencias versan sobre lo evidente, la teología y las tres potencias finales versan sobre lo no evidente. Necesario será, entonces, recorrer el camino, ya aprendido de San Juan de la Cruz, del no saber para llegar donde no se sabe y del no comprender para llegar a donde no se comprende.
La fruición de la verdad: del ascenso místico
Este camino espiritual propuesto por Buenaventura encuentra en esta última jornada, con sus dos trayectos, y por las potencias de la inteligencia y la sindéresis, un desafío particular de cara a la crisis espiritual que mencionamos al comienzo.
De un lado, por la especulación de la unidad de Dios, por su nombre primario que es el ser y por la potencia de la inteligencia, el santo promueve un acercamiento interior profundo del ser humano consigo mismo que le permita, elevándose sobre sí, contemplar el ser a través de la luz de sus atributos. Esta operación es posible por la fuerza de la voluntad asistida por la gracia, habiendo ya pasado por los trayectos precedentes.
Por la potencia de la inteligencia el ser humano puede contemplar al ser como causa trascendente y universal de todas las esencias, “está dentro de todas las cosas, pero no incluido; fuera de todas las cosas, pero no excluido; sobre todas las cosas, pero no levantado; debajo de todas las cosas, pero no postrado” (Itinerario, V: 8). Este ser encierra en sí toda virtuosidad, ejemplaridad y comunicabilidad, por eso todas las cosas son de Él, por Él y existen en Él. Este ser es primero (porque es absolutamente ser), eterno (no viene de otro, ni de sí mismo), simplísimo (no está constituido de elementos diversos), actualísimo (nada hay en él de mezcla con el acto), unícimo (nada le falta ni se le puede agregar) (Itinerario, V: 8).
Ahora bien, la quietud, la meditación, la vida reposada, la vida consciente, el conocimiento de sí posibilitarían el acercamiento del ser humano a este nivel del ascenso místico del cual habla el santo en el trayecto que acabamos de comentar, sin embargo, las atenciones del turista contemporáneo están en otra dirección. Especular sobre la unidad de Dios por el ser, en Buenaventura, es darse cuenta de la proximidad real del ser como existente y como posibilidad real de establecer una relación con Él, a tal punto que “ni pensar se puede que no existe” (Itinerario, V: 3).
De tal suerte que, al querer el turista establecer una relación con las sensibilidades del mundo exterior, difícilmente lograría entrar en su interior aprovechando la contemplación de los vestigios; más difícil aún lograría una contemplación del ser por sus atributos esenciales. He aquí la crisis espiritual que representa el turista como ejemplificación del hombre contemporáneo: la imposibilidad de ver la perspectiva espiritual interior en la comprensión de la realidad toda.Y con esto no hacemos un juicio moral sobre tal situación, pues sin ser buena o mala, imposibilita el ascenso místico al nivel de la tercera jornada del camino espiritual propuesto por Buenaventura. Mejor sería pensar si este es el verdadero propósito que persigue el turista y si es tal, lo consigue de manera plena.
Por otro lado, y como fin de la tercera jornada, propone el santo, a través de la potencia de la sindéresis, la contemplación de la Beatísima Trinidad en su nombre que es el Bien. Este trayecto implica levantar el ojo de la inteligencia y contemplar, ya no a través de los atributos esenciales del ser (por la luz), sino en ellos mismos (en la luz), al ser cuyo nombre es el bien.
En este trayecto, pasando por encima de sí, ve el hombre las maravillas trascendentes que aun estando por encima de su capacidad racional, con esfuerzo y humildad puede conseguir si es asistido por esta gracia de la comprensión, “la centella de la sindéresis” (Itinerario, I: 6). Sin la sindéresis, el ser humano permanece como “encorvado sobre sí mismo” (in curvatus est ipse) (Itinerario, I: 7), sin la posibilidad de ver dentro de sí y mucho menos fuera de sí, siendo presa fácil de los vendedores de humo que se quieren apropiar de lo más valioso que lleva dentro.
La sindéresis es, para el santo, una capacidad humana, asistida por la gracia,12 y por la cual el hombre contemporáneo podría llegar a apreciar la realidad toda sin caer en la pretendida arrogancia del pensar, ni en la posible inoperancia de la contemplación. Podría inferir por la sindéresis qué le conviene y qué no, podría decidir mejor su vida como proyecto en permanente construcción, podría por la sindéresis aprovechar todas las crisis presentes y venideras para remitirse a una vida más profunda y más consciente.
Este es ya un trayecto por el que atravesaría sólo el creyente, en el que contemplaría al bien en sus atributos mismos. Ese bien es, ante todo, existente, con la clara comprensión que es mejor el existir que el no existir; es óptimo, en cuya comparación no hay nada mejor que pueda concebirse; y es sumamente difusivo de suyo, así, la suma comunicabilidad (del bien) es la manifestación de la consubstancialidad, configurabilidad, coeternidad y cointimidad del Ser (Itinerario,VI: 2).
Esto nos muestra que, para entrar en las consideraciones sobre el ser, es necesario elevarse al plano de la generalidad, muy por encima de la particularidad e inmediatez cotidiana. “Para eso sirve la especulación, un modo de hacer filosofía. De ahí que la filosofía es un medio precioso para la unión mística” (Soto, 2013: 122). Este esfuerzo de elevación requiere no solo una férrea voluntad sino, además, condiciones previas que tienen que ver con el nivel de conciencia sobre la vida misma, es decir, no toda vida se vive igual.
Si acordamos que la conciencia tiene que ver con el reconocimiento del ser personal dentro de un contexto material histórico particular, que este contexto está enmarcado en una experiencia profunda y poderosa (vida), y que las acciones de ese ser personal han de estar en concordancia con el nivel de conciencia reconocido, se vivirá una vida con un propósito claro y con posibilidades de comprender y cuestionar esa experiencia radical que llamamos existencia. En este sentido, cabe la pregunta por el ser y por el reconocimiento de la vida interior como importante dentro de la comprensión de una existencia con sentido.
Pero, si la conciencia no tiene que ver con el reconocimiento del ser personal dentro de un contexto material histórico particular, y ese contexto no está enmarcado en una experiencia profunda y poderosa (vida), las acciones de ese ser personal obviamente no estarán en concordancia con ningún nivel de conciencia, por consiguiente, no aparecerá ningún reconocimiento de la importancia de la vida interior como aportante a la comprensión de una existencia con sentido.
De tal suerte que, si no toda vida se vive igual, a aquella que no logra entrar en las consideraciones sobre el ser le quedará más difícil entrar en sí misma y elevarse por encima de sí. Si esta es la situación del hombre contemporáneo, tal parece, entonces, que hay un problema de foco en él, que obnubilado por el resplandor de la rapidez e inmediatez que le propone su vida cotidiana, no alcanza niveles de conciencia que le permitan alzarse sobre sí mismo y, en un plano de generalidad, contemplar la existencia misma y ver dentro de ella su propia vida.
“Pax quae exsuperat omnem sensum”.
(La paz que sobrepuja todo entendimiento)
Presentamos, como colofón, esta pequeña oración con la que el seráfico abre el Itinerarium, de tal manera que sea como el fin de lo que comienza, y en la que, a nuestro juicio, están condensadas las tres jornadas del viaje que nos comparte el santo: “Condúceme, Señor, por tus sendas y yo entraré en tu verdad; alégrese mi corazón de modo que respete tu nombre” (Itinerario, I: 1).
❖ “Deduc me, Domine, in via tua ”.
Ser conducido por las sendas de Dios es ser conducido por el mundo real, por la corporalidad y la temporalidad, puesto que nos movemos en una realidad tridimensional. No somos inmutables e incorruptibles, somos seres que “existen, viven y disciernen” (Itinerario, I: 1) y somos en parte corporales y en parte espirituales, no meramente espirituales, así lo queramos mucho. De tal suerte que la senda por la cual Dios puede conducir al hombre es la senda del mundo físico, no hay otra manera, pues mientras estemos y nos movamos en esta esfera temporal, somos seres físicos. Es la primera jornada.
❖ “Et ingrediar in veritate tua ”.
Luego de ser conducido en una gran jornada por el mundo como conjunto de cosas, puede el alma entrar en la verdad de Dios, lo cual requiere un ejercicio de interiorización y, por lo tanto, es un viaje espiritual. La acción de entrar, comprendida como un viaje al interior de nosotros mismos, es ante todo un ejercicio que requiere mucha fortaleza y que solo por la quietud y la contemplación logra el cometido de ver la imagen eviterna de Dios. La relación de secuencialidad entre la primera y segunda jornada nos muestra que, a través de la realidad corporal, es posible llegar a la realidad espiritual si el viaje se hace hacia el interior de sí mismo. Mientras que la primera jornada es corporal, esta segunda es espiritual.
❖ “Laetetur cor meum, timeat nomen tuum”.
Alegrarse en el conocimiento de Dios y en la reverencia de la majestad acaece cuando ya se ha logrado entrar en una dimensión superior que es la alegría y, por ella, entrar en la contemplación de los atributos divinos. Aquí no se trata simplemente de estar contento, puesto que la alegría es un principio espiritualísimo y eterno, porque la alegría permanente del corazón mantiene una sintonía particular con el Reino y sus atributos. La alegría temporal del corazón la dan las cosas, pero la alegría permanente que respeta el nombre Divino, solo la otorga Dios; es decir, por la envergadura de la alegría se reconoce a Dios no solo como creador, sino también y, ante todo, como posibilidad de experiencia personal y profunda con Él, asunto que precisamente se empeña en negar la contemporaneidad.
Conclusión
Luego de navegar por las tres jornadas propuestas por Buenaventura como posibilidad de escalar desde la realidad cotidiana hasta el Ser y, de manera disruptiva,13 aprovechando las figuras del turista, la itinerancia, la filosofía y el ascenso místico, apuntemos algunas notas conclusivas.
El hombre contemporáneo no es más un creyente, por lo menos no a la manera tradicional del cristianismo medieval; por lo tanto, es preciso expandir las fronteras que hasta ahora limitaban la manera de creer. Para Buenaventura, especular a Dios es la manera natural de hacer filosofía, pues por ella no sólo se puede dar razón de su existencia, sino que ante todo es un camino previo a su experiencia. Esta experiencia de la trascendencia presente en la vida cotidiana es anhelada también por el hombre actual, aunque no sea de manera confesional, asunto que mantiene vigente, más que nunca, la necesidad de proponer caminos que le permitan entrar en la profundidad de su ser de tal manera que pueda encontrar respuestas acordes con las angustias especulativas y existenciales contextuales al mundo en el que vive.
En la intertextualidad que buscamos, la «medievalidad teológica» y todo su acervo de producción filosófica y teológica es susceptible de remirarse, no simplemente como quien repasa la historia para retocar los acontecimientos, sino como quien pasa de nuevo con una mirada interpretativa de los aprendizajes posibles, es decir, a manera de aprovechamiento complementario con las miradas de la «modernidad antropológica» y sus aportes a los problemas contemporáneos.
Se hace cada vez más pertinente la importancia de entrar en sí y elevarse sobre sí en un ejercicio de distanciamiento y cercanía dinámica y permanente, que le proporcionaría una mejor relación con el mundo, los demás y consigo mismo: “No siendo la felicidad otra cosa que la fruición del sumo bien, y estando el sumo bien sobre nosotros, nadie puede ser feliz si no sube sobre sí mismo, no con subida corporal, sino cordial” (non ascenso corporali, sed cordiali) (Itinerario, I: 1). De tal suerte que, si no toda vida se vive igual, a aquella que no logra entrar en las consideraciones sobre el ser le quedará más difícil entrar en sí misma y, en consecuencia, elevarse por encima de sí; no podrá, por lo tanto, “dirigir sus pasos por el camino de aquella paz que sobrepuja todo entendimiento” (ad dirigendos pedes nostros in vias pacis illius, quae exsuperat omnem sensus) (Itinerario, Prólogo: 1).
Un breve comentario de las figuras del turista y el itinerante pueden pintar, como en un boceto, la intertextualidad que hemos propuesto. Podemos considerar el agente (¿quién es?), su propósito (¿qué persigue?) y su actuar en el mundo (¿cómo vive?, ¿qué hace?).
❖ El agente
El turista es ante todo un gozador, un transeúnte de lugares y experiencias, un visitante; su propósito es el ocio (contrario al «ocio de la contemplación» catalogado como la contemplación perfecta), la buena vida (no la vita beata que propone San Agustín, sino más bien lo contrario). Aunque el turista tiene como posible el aprendizaje, no es su intención; no trabaja, por el contrario, escapa de su casa (hogar) y se relaciona con todos y con nadie, conoce de paso lugares y propicia sensaciones de vida placentera; descansa y su mundo es un gran campo abierto de posibilidades; no tiene agenda ni programa y su experiencia se agota en el mundo dado y en lo inmediato.
Por su parte, el itinerante es un buscador, caminante que en la misma senda se hace y se realiza como perfectible; tiene una misión, permanece en una búsqueda teleológica, es un trabajador permanente; camina, combate, trabaja; su mundo es un campo abierto de aprendizajes; vive en movimiento sabiendo que en él se hace posible su misión.
❖ El propósito
El esfuerzo y la dificultad están ínsitos en quien está dispuesto a asumir el recorrido itinerante, frente a la negación del turista de tales apuros si él tuviera que padecerlos. Así, el itinerante asume un camino que requiere —como se dijo desde el comienzo— ingenio, es decir especulación, pero, sobre todo, amor y devoción, características que no está dispuesto a costear el turista.
El itinerante tiene un camino propuesto con una teleología elaborada, ya sea desde la especulación, o desde la revelación, o fruto de ambas; por su parte, el turista, si bien aborda el mundo y sus realidades con un propósito claro —el descanso, por ejemplo— tal actividad no tiene un derrotero o escalonamiento progresivo mediante el cual vaya desvelándose el propósito inicial.
❖ Su actuar en el mundo
Mientras que para el turista cada elemento de su travesía puede tener sentido completo en cuanto que no busca nada específico dentro de la experiencia propia de su viaje, para quien quiere vivir la experiencia del itinerario cada elemento de su travesía adquiere sentido, solo en cuanto está ordenado a su propósito final, de tal suerte que puede no haber disfrute en algunos de esos trayectos, mas el itinerante los asume con entereza porque cada esfuerzo, por fatigoso que sea, lo conduce de manera segura a su propósito final, así, su actitud es un constante caminar «hacia». Remarca Falque (2012):
La experiencia del paso por los sentidos, en una mística verdaderamente cristiana y por lo tanto encarnada, marca así la travesía de la physis (meta-physis) más que la huida a otro mundo (metafísica). La metafísica es “paso” (meta-physis) y no simple «detenimiento» o «salto» en Buenaventura. A la manera de los «místicos del exceso», J. J. Surin y más tarde Meister Eckhart, la verdadera morada del monje itinerante es siempre un «tránsito», un «movimiento hacia», más que un «permanecer allí», una «odología» más que una «ontología» (390).
Esta dificultad evidente del turista para asumir la itinerancia de la vida hace que, encorvado sobre sí, no pueda ver a Dios en las cosas sensibles más inmediatas y cotidianas, ni mucho menos entrar en sí a partir de ellas y, aún menos, elevarse sobre sí hasta Dios.
La vida del itinerante sucede apuntalada en el sentido; sin él, su peregrinaje no tiene propósito. De tal suerte que solo su existencia misma lo provee del sentido completo que necesita. Y no es precisamente que el propósito de su existencia sea la búsqueda de su identidad, puesto que su identidad la constituye el mero hecho de existir, su identidad es ser, perfectible y dinámica como su misma naturaleza lo muestra.
Finalizamos, así, este ejercicio hermenéutico de intertextualidad entre el Itinerarium mentis in Deum y el mundo contemporáneo a partir de la realidad de la itinerancia, la filosofía como fundamento y la fruición de la verdad. Un loable encuentro de la razón con la fe expresado en la posibilidad del tránsito desde la especulación del mundo sensible, por las potencias de la filosofía, hasta la contemplación del mundo espiritual por las potencias de la teología; siempre y cuando así se desee con ferviente ánimo. En este ejercicio, la razón es fundamentum sin el cual las elevaciones místicas no serían posibles, pues ellas llegan, aunque por gracia regalada, nunca sin el concurso y voluntad humanas. De esta manera, el turista siempre podrá ser itinerante, mientras su voluntad se empeñe en serlo, o por el contrario seguirá siendo turista y nunca itinerante mientras vea el mundo como una «escapada turística» que se rige bajo la norma de su estrecho interés personal.