Introducción
En el siglo XXI, sobre todo en la filosofía continental, hemos escuchado voces a favor de una vuelta al realismo, buscando salir de la disyuntiva en la que, a final del siglo XX, la filosofía quedó atrapada, y en la cual aún nos encontramos: por una parte, las posturas naturalistas que consideran a las ciencias naturales como el único conocimiento genuino de la realidad; por la otra, las posiciones que enfatizan el relativismo cultural y la inconmensurabilidad entre visiones del mundo. En ambos extremos la filosofía pierde su sentido propio, y deja de decir su palabra frente a problemáticas como las de la interdisciplina y la integración de saberes.
En este contexto, quiero re-examinar Verdad y justificación (VJ).1 En esta obra, Habermas asume plenamente el giro lingüístico, pero defiende una peculiar postura realista, que llamó realismo sin representacionismo. Con ella, busca una mediación entre la visión científica y el mundo de la vida y separarse tanto de un naturalismo reduccionista como del relativismo.
En el artículo examinaré el pragmatismo kantiano y el naturalismo débil, posturas que son el fundamento del realismo habermasiano. El pragmatismo kantiano es un planteamiento epistemológico. Para entenderlo, hay que analizar el cambio que propone Habermas en la manera de considerar lo trascendental después del giro pragmático. Naturalismo débil es el nombre acuñado para su ontología. Analizaré cómo entreteje ambas teorías. Después me ocuparé de las diferencias que Habermas señala entre su postura y el pragmatismo contextualista de Rorty. Haré finalmente una crítica sobre qué tan realista es esta propuesta y qué tan diferente es en sus consecuencias de la de Rorty.
Implicaciones del giro lingüístico-pragmático
El título de la introducción de VJ es muy ilustrativo: “El realismo después del giro lingüístico-pragmático”. El libro se ocupa de dos cuestiones fundamentales:
Por una parte, se trata de la cuestión ontológica del naturalismo: cómo puede compatibilizarse la normatividad —inevitable desde el punto de vista del participante— de un mundo de la vida estructurado lingüísticamente y en el que nosotros, en tanto que sujetos capaces de lenguaje y acción, nos encontramos “siempre ya”, con la contingencia de un desarrollo natural e histórico de las formas socioculturales de vida. Por otra parte, se trata de la cuestión epistemológica del realismo: cómo tiene que conciliarse el supuesto de un mundo independiente de nuestras descripciones e idéntico para todos los observadores con la idea —que hemos aprendido de la filosofía del lenguaje— de que tenemos vedado un acceso directo —y no mediado lingüísticamente— a la realidad “desnuda” (Habermas, 2002a: 10).
El hilo conductor que se propone para esta difícil conciliación es la perspectiva pragmático-formal, la cual asume ahora como un pragmatismo kantiano:2 Proseguir la lectura kantiana desde Peirce, algo que había hecho ya en Conocimiento e interés pero sólo en relación a la práctica científica y no a la del mundo de la vida, para también armonizar la postura trascendental kantiana-apeliana con la aparición de formas de vida evolutivas.3
Se asume el giro lingüístico, pero en términos del giro pragmático de éste, para invertir la prioridad de la teoría sobre la práctica, y buscar que el análisis semántico de la acción no dependa de la teoría del conocimiento. Una clave para ello, según Habermas, está en percatarse, siguiendo a Dummett, que la función comunicativa del lenguaje es co-originaria con la función expositiva del mismo. VJ reprocha a la filosofía analítica seguir aferrada “incluso después del giro lingüístico, al primado de la aserción y su función expositiva” (Habermas, 2002a: 11). Para Dummett, al ser co-originarias ambas funciones, es una falsa alternativa optar por cuál es la primaria, pues existe un “vínculo interno” entre ambas. En efecto, no se pueden exponer los hechos sin la finalidad de la comunicación, pues se pierden de vista las condiciones epistémicas necesarias para la comprensión de oraciones. Pero tampoco se podría alguien comunicar con otra persona acerca de los hechos del mundo, con la pretensión de únicamente hacerle saber al otro que él considera que “p” es verdad, sino lo que quiere comunicarle es el hecho de que “p”. Por ello comprendemos una oración sólo si sabemos qué sería el caso si ésta fuera verdadera. Lo cual cancela la idea de que la verdad es algo a lo que hemos de llegar de forma privada, o al salirnos del lenguaje y echar un vistazo a lo que está afuera. “Entender una expresión significa saber cómo uno podría servirse de ella para entenderse con alguien sobre algo” (Habermas, 2002a: 13). Llevada al extremo esta tesis, podría acabar privilegiando la función comunicativa sobre la expositiva y caer en una postura anti-teorética, como la del último Wittgenstein, a la que Dummett no quiso llegar. Para evitar tal peligro no se debe olvidar la función expositiva del lenguaje, es decir, la referencia a la realidad.4
El naturalismo débil
El trascendentalismo kantiano fue el intento de reconstruir las condiciones universales y necesarias que posibilitan que algo se pueda convertir en objeto de conocimiento. El giro pragmático significa una deflación de las categorías kantianas, pues el énfasis no está en los objetos en cuanto a su representación teorética. El punto de partida ya no es la física-matemática, sino el saber de trasfondo de los participantes en el mundo de la vida, siempre presente en ciertas prácticas fundamentales, sin las cuales no se mantendría aquella forma de vida. Es un saber implícito que capacita para participar en tales prácticas, como los actos de habla, la producción de textos o las relaciones e interacciones sociales. Llegamos a estos nuevos a priori no por ratificación autorreflexiva, sino al explicitar este saber pragmático que sigue una regla. Se trata de condiciones presuntamente universales, pero sólo de hecho, que hacen posible determinadas prácticas insustituibles en nuestras formas de vida. El ejemplo paradigmático de ello es el lenguaje, “el medio estructurante del mundo de la vida”. “Un lenguaje natural puede sustituirse por otro. Pero no hay ningún sustituto imaginable para el lenguaje proposicionalmente diferenciado como tal (el «patrimonio de la especie»), que pudiera satisfacer las mismas funciones” (Habermas, 2002b: 19).
La transformación pragmática de lo trascendental introduce una “arquitectura” dual entre el mundo de la vida y el mundo objetivo, en la que se suaviza la oposición entre lo empírico y lo trascendental, distinción proveniente del paradigma mentalista que contrasta la perspectiva en primera persona de la de la tercera. Lo que tenemos ahora es un dualismo de carácter metodológico entre dos juegos de lenguaje: el del participante y el del observador. La prioridad para Habermas la tiene el participante de la acción comunicativa, pero cuando éste suspende parcialmente sus creencias ordinarias puede adoptar la perspectiva del observador en tercera persona.
Pero las condiciones trascendentales que dan acceso al mundo deben ser también concebidas como algo en el mundo, pues las reglas que abren el mundo son producto de la historia natural. Por ello puede surgir la duda escéptica de si las restricciones son sólo para nosotros. ¿Podemos hablar de objetividad del conocimiento cuando éste es fruto de ciertas condiciones de posibilidad que no pueden ser universalizadas? Un planteamiento fuerte de lo trascendental es incompatible con el realismo, pero asegura la universalidad y necesidad de lo conocido. Un trascendental débil sólo plantea ciertas presuposiciones pragmático-epistémicas como de facto irrebasables.5 Aunque se encontraran unos presupuestos pragmáticos universales, al no garantizarse que el mundo apareciera de una cierta manera en todas las formas socioculturales, no podríamos afirmar haber escapado de un antropocentrismo. Es decir, la Pragmática Formal nos permitiría superar la inconmensurabilidad de las formas de vida, pero no hasta un pleno realismo más allá de Kant, y escapar de la herencia idealista que parece inherente a todo trascendentalismo.
Para poder sostener también un realismo ontológico que afirma que hay un mundo independiente de nuestras descripciones, Habermas consideró necesario ir más allá del primado epistémico del mundo de la vida, y ligar el pragmatismo kantiano con la tesis ontológica del naturalismo débil. Enlazar a Kant no sólo con Peirce sino también con Darwin. Asumir el “primado genético de la naturaleza ante la cultura” (Habermas, 2002a: 40) y con ello hacer obligatoria la concepción epistemológica realista. Las reglas que explican la “fuerza de espontánea creación de mundos” son algo que aparecen en el mundo objetivo, pues están vinculadas con la explicación de la historia evolutiva de su génesis.6 Por el lado de “arriba” (trascendental), estas reglas explican las competencias que forman y hacen posible el mundo de la vida. Por el lado de “abajo” (empírico), está la historia natural que muestra la génesis causal de por qué la especie humana llegó a adquirir las características orgánicas y mentales que la caracterizan. Especialmente por qué llegó a interactuar lingüísticamente.7
Se postula un monismo ontológico, de ahí el naturalismo, pero también un dualismo epistemológico, por ello lo débil. Se quiere así deslindar al naturalismo “de su confuso vínculo con el cientificismo” (Habermas, 2002a: 36), pues el débil mantiene la auto-comprensión de la normatividad del mundo de la vida.8 El naturalismo fuerte pretende sustituir el análisis de lo trascendental, las prácticas del mundo de la vida, por fenómenos causales que pueden ser descritos totalmente desde la perspectiva de un observador.9 El débil no niega la normatividad epistemológica del mundo de la vida, pero no la pone fuera de la historia evolutiva.10
El pragmatismo al que se liga el naturalismo débil destaca tres características del conocimiento: se trata de una conducta inteligente para solucionar problemas resultantes de un “entorno lleno de riesgos”; implica una dimensión social en la que el conocimiento surge de poder justificar ciertas posiciones frente a objeciones de otros participantes de la argumentación; finalmente, el conocimiento es también “resultado de procesos de aprendizaje que se alimentan de la revisión de los propios errores” (Habermas, 2002a: 37). Al entretejer conocimiento, lenguaje y acción, el pragmatismo kantiano renuncia al modelo representacionista del conocimiento. En la acción no tiene sentido distinguir ser de aparecer, o “en sí” y “para nosotros”, como si se trataran de eliminar la subjetividad y las mediaciones intersubjetivas, cuando el conocimiento en gran parte proviene de ello. Se evita también entender el conocimiento como algo estático, ya que este proviene de la dinámica de incremento del saber.11
Sin embargo, desde el inicio del pragmatismo, ha habido diversas versiones de él, por lo que Habermas consideró necesario contrastar el suyo del de Brandom, y sobre todo del de Rorty, que es el que ahora nos ocupa. Las diferencias provienen según el alemán de la manera de entender dos puntos: Considerar si el pragmatismo necesariamente implica al realismo o no; precisar de qué acción se habla, cuando se menciona el contacto de nuestras prácticas con el mundo. Se trata de una acción que efectúa cambios materiales o se trata solamente del discurso. Brandom se diferencia de Habermas en lo segundo, y ambos se diferencian de Rorty en el realismo.12 Para Rorty (1990) el signo distintivo del pragmatismo es el anti-representacionismo, y éste necesariamente implica el antirrealismo.
El anirrealismo de Rorty
En el texto “El giro pragmático de Rorty”,13 Habermas señala su beneplácito con la estrategia del autor de La filosofía y el espejo de la naturaleza, de restar importancia a la concepción semántica de la verdad, gracias a la radicalización del giro lingüístico-pragmático, lo que permitió a Rorty llegar a una concepción anti-representacionista, anti-platónica y anti-cartesiana. Habermas no quiere ir un paso atrás de las consecuencias del giro lingüístico, sin embargo, pregunta si es correcta la conclusión de ligar al pragmatismo con un antirrealismo, que lleva a un contextualismo estricto.
La pregunta muestra que hay una diferencia muy importante en la manera de asumir el giro lingüístico de Habermas y Rorty. Aunque ambos comparten la conocida manera de ver la historia de la filosofía occidental como dominada por tres sucesivos paradigmas: metafísica, epistemología y filosofía del lenguaje, hay matices muy importantes en el modo de entender esta relación-sucesión. Rorty ve correctamente, dice Habermas, que, así como el escepticismo del mundo externo es un problema del paradigma dominado por la teoría del conocimiento, así el contextualismo lo es del paradigma lingüístico. Sin embargo, Rorty está equivocado al tomar la radicalización del contextualismo como la salida del problema, pues esta actitud implica abandonar la problemática tradicional de la filosofía occidental, en una suerte de final de ella.14
En sintonía con Kuhn, Rorty señala que “no sólo los problemas, sino también el tipo de planteamientos cambia con el salto de un paradigma al próximo” (Habermas, 2002a: 232). No es que Aristóteles para explicar lo que son las ideas o las palabras recurriera primariamente a las cosas, y después cambiara la dirección de la explicación, “sería más correcto decir que Aristóteles no tenía —no sentía necesidad de— una teoría del conocimiento…” (Rorty, 1995: 242). Lo mismo debemos decir de los filósofos modernos respecto a que no poseían una teoría del significado. De modo que las respuestas, aún las más brillantes del paradigma anterior, no son ni buenas ni malas para las discusiones del posterior, simplemente se vuelven irrelevantes. Con la objetividad del conocimiento sucede lo mismo. Mientras en el paradigma mentalista el problema es saber cómo un sujeto representador solitario puede garantizar la determinación correcta del objeto, no por lo que existe extramentalmente, sino por el procedimiento correcto de la subjetividad, en el paradigma lingüístico lo importante es la justificación compartida intersubjetivamente. De modo que “el cambio de paradigma transforma la perspectiva de tal forma que las cuestiones epistemológicas como tales están passé” (Habermas, 2002a: 233). La definición de Rorty del anti-representacionismo resulta una conclusión de lo dicho: “el intento de descartar la discusión del realismo negando que la noción de «representación», o de «hecho», tenga algún papel útil en filosofía” (Rorty, 1996: 19).15
Para Habermas, en cambio, la sucesión de paradigmas es más bien “dialéctica”,16 pues la problemática del anterior queda en cierto modo recogida y transformada por el posterior. Por ello, aún hoy siguen siendo acuciantes las preguntas sobre la verdad y la realidad. Aunque hay matices nuevos fundamentales respecto a su presentación anterior es falso que sean irrelevantes. Aún en el paradigma lingüístico permanecen
[…] viejas intuiciones sobre la verdad y despierta el recuerdo de la correspondencia entre las ideas y la realidad o el contacto cierto de los sentidos con ella. Estas imágenes —que a pesar de haber perdido su valor continúan siendo sugestivas— se encuentran detrás de la cuestión de cómo compatibilizar la circunstancia de que no podemos trascender el horizonte lingüístico de nuestras creencias justificadas con la intuición de que los enunciados verdaderos se ajustan a los hechos (Habermas, 2002a: 236-37).
Habermas presenta tres argumentos contra el contextualismo antirrealista de Rorty:17
El presupuesto epistemológico realista que encontramos en las prácticas de la vida diaria.
La fuerza revisora de los procesos de aprendizaje, que desde dentro van cambiando el contexto que los hace posibles.
El sentido universalista de las pretensiones de verdad que transcienden todos los contextos.
La primera objeción no es un problema para Rorty, quién también aceptaría que hay una realidad independiente que se nos impone en nuestra cotidianidad; lo que se cuestiona es si la descripción de dicha realidad es también independiente de un marco contextual. El núcleo de la diferencia está en la segunda y tercera objeción: ¿El dinamismo de apertura de un contexto cultural implica o no dar cuenta de una realidad que trasciende al contexto?
Empecemos por la segunda objeción. En el naturalismo débil habermasiano los aprendizajes evolutivos llevan a considerar “las intuiciones realistas como inevitables”, pues de otro modo el horizonte del mundo abierto lingüísticamente sería estático y clausurado.18 Las reglas lingüísticas no deben únicamente asimilarse a usos o costumbres, pues el lenguaje goza de cierta autonomía frente a ellos, ya que también incluye un saber sobre el mundo, en el que se sedimentan los procesos de revisión. Como la función expositiva del lenguaje no se agota en las formas de su uso comunicativo, “el saber del mundo permite que podamos revisar nuestro saber lingüístico” (Habermas, 2002a: 94-95). Rorty, se queda exclusivamente con la función comunicativa, por ello el argumento de la falibilidad de las prácticas y saberes sólo lleva, según él, a la necesidad de reformular las descripciones que hacemos del mundo por unas más amplias. Se da una ampliación del contexto, según Rorty, pero no por el contacto con algún tipo de realidad objetiva, sino por el “contacto” con una comunidad más amplia.19
Entramos con ello a la tercera y más decisiva desde la óptica habermasiana. Rorty considera que lo único importante es la justificación aceptable para una comunidad actual, mientras para Habermas, se trata de una justificación que trasciende a un determinado contexto. Desde luego está la acusación de contradicción performativa, pues la afirmación del contextualista no pretende valer solamente para su propio contexto, sino para todos. Pero más allá de ello que provendría de la Pragmática Formal, y desde luego de Apel, VJ reconoce que la verdad no es una propiedad que los enunciados puedan perder. Si bien la aceptación justificable puede cambiar, la verdad no, de modo que no se puede identificar la verdad con la aseverabilidad justificada, como en el contextualismo rortyano: “El contextualismo es más bien expresión de la perplejidad que surgiría si tuviéramos que asimilar lo uno a lo otro” (Habermas, 2002a: 237). El problema de la verdad universal y de un mundo común no quedan cancelados, y con ello se presenta ahora “la cuestión de cómo puede aislarse la verdad de un enunciado del contexto de su justificación” (Habermas, 2002a: 236).
El nominalismo
El parágrafo VI de la Introducción de VJ es de mucha importancia para nuestro tema, pues es en él donde encontramos el deslinde del pragmatismo habermasiano respecto a los otros. El parágrafo se divide en dos partes. En la primera, Habermas expone su defensa del nominalismo ontológico y, con ello, su separación del realismo conceptual.20 En la segunda, se defiende la tesis de que la referencia va más allá de las descripciones contextualistas, apartándose de Rorty. Veamos someramente el primer punto.
En la proposición 1.1 del Tractatus, Wittgenstein afirma que el mundo es la totalidad de hechos y no de cosas. Se enfatiza así lo relacional, y se le da algún tipo de realidad a los contenidos de los enunciados. Estos son de algún modo algo en el mundo, pues el mundo en sí mismo debe ser algo isomórfico con la estructura de la proposición. Para el nominalismo, en cambio, el mundo no es la totalidad de hechos, sino de objetos individualizados espacio-temporalmente, respecto a los cuales podemos enunciar hechos.
Un primer argumento a favor del nominalismo, inspirado en Strawson, es considerado de cuño gramatical: a diferencia de las cosas y de los sucesos, no podemos localizar los hechos como algo en el mundo. Un segundo argumento, de cuño ontológico, es que el nominalismo puede aclarar cómo se produce un concepto abstracto de “objeto”, usando únicamente términos singulares y el cuantificador existencial, y sobre todo puede clarificar “el sentido de la «existencia» extralingüística de objetos” (Habermas, 2002a: 41). Cosa que no ocurre al hablar de la “existencia” de estados de cosas,21 pues para ello se necesita forzosamente recurrir a enunciados asertivos, que se pretendan verdaderos. Este recurso a la validez veritativa “tiene que ser probada o criticada intralingüísticamente, es decir, de forma inmanente al lenguaje” (Habermas, 2002a: 41-42). Al referirnos a los hechos, hay algo de trascendencia al lenguaje, pero es por los objetos que están involucrados y no por los hechos mismos.
Sin duda, la “existencia” (Bestehen) de los hechos apunta, debido a la referencia a objetos, más allá del lenguaje de enunciados de hechos. Pero si a los hechos les corresponde solamente un “ser veritativo”, que puede distinguirse muy bien de la “Existencia” (Existenz) de los objetos, aquéllos no tienen un modo de ser independiente del lenguaje en el que se formulan los enunciados correspondientes (Habermas, 2002a: 41-42).
El realismo conceptual debe postular que el mundo tiene una estructura isomórfica al lenguaje, pero tal afirmación lo hace sospechoso de una recaída en una metafísica dogmática que pretende ir más allá de lo que se puede aprehender mediante el análisis lingüístico, pues para afirmar dicho isomorfismo deberíamos salir de nuestro lenguaje, y asumir algo así como el “ojo de Dios” para poder ver los dos lados.22
En cuanto a la función y validez de los predicados, el nominalismo habermasiano señala que las prácticas del mundo de la vida son conductas guiadas por reglas, que suponen el entendimiento intersubjetivo en el que siempre ya nos encontramos. Estas prácticas revelan “una confiada familiaridad con las «generalidades existentes» propias de un mundo de la vida que, de suyo, se halla normativamente estructurado mediante reglas” (Habermas, 2002a: 42). Es decir, los predicados que se emplean en una cultura no son impresiones subjetivas, sino algo compartido y habitual. La realidad que atribuimos a estos conceptos está dada inmediatamente en la realidad de esas prácticas, y aquí, según Habermas, el realismo conceptual está en lo correcto, pero cuando el realismo de los conceptos se quiere llevar más allá del mundo de la vida y proyectar estos en el mundo objetivo, recaemos en el platonismo. Para el autor de VJ, debe rechazarse cualquier posible isomorfismo entre lenguaje y realidad, pues ello reintroduciría el modelo especular del conocimiento.
Referencia y contexto
La oposición entre el realismo conceptual y el nominalismo refuerza, según Habermas, la necesidad de aceptar un dualismo metodológico entre la perspectiva del observador y la del participante del mundo de la vida, que guíe a una división del trabajo entre hacer ontología y hacer epistemología. Desde la perspectiva del acceso hermenéutico del participante a un mundo de la vida intersubjetivamente compartido se sigue propiamente el realismo conceptual, pues el mundo que hace ahí frente es el del horizonte de prácticas en el que siempre estamos inmersos, de ahí la prioridad epistemológica que permite evitar un naturalismo reduccionista. Sin embargo, en la actitud objetivante, hay una suspensión de este saber intersubjetivo, principalmente porque se ha problematizado éste. Se produce entonces una distancia que nos lleva a la consideración ontológica. La concepción nominalista del mundo objetivo impide que reifiquemos la estructura del enunciado lingüístico. Lo que tenemos entonces son objetos que existen independientemente del lenguaje que los describe. Pero, si la prioridad ontológica es epistemologizada, el factum trascendental del aprendizaje es explicado en un sentido no realista, justo lo que hace Rorty. Por ello, el contrapeso de la prioridad ontológica lleva a Habermas a proponer una desepistemologización de los conceptos de referencia y verdad.
En el caso de la referencia, el argumento, en el que Habermas sigue a Putnam,23 quiere oponerse a la tesis de que la referencia viene determinada por la descripción proveniente de un determinado horizonte lingüístico, de lo cual se seguiría la clausura y la inconmensurabilidad entre horizontes. Sin la posibilidad de poderse referir a un mismo objeto más allá de las descripciones que se hacen de éste no habría posibilidad de aprendizajes nuevos, ni se podría explicar el tránsito de conceptos de sentido común a descripciones científicas. Tampoco sería posible reconocer como errónea una interpretación que parecía aceptable bajo ciertas condiciones epistémicas, pero que en otras ya no lo es, pues no se sabría que hay un desacuerdo sobre el modo de entender al mismo objeto. La distancia entre paradigmas científicos se salva con el presupuesto, de que existe un mundo de objetos independiente de su descripción. Sin este presupuesto no sería posible ni el consenso ni el disenso. De modo que hay una interacción circular, no viciosa o cerrada, entre conceptos teóricos que abren el mundo y procesos de aprendizaje, que pueden llevar a modificarlo.24
Lafont (1994) distingue entre indiferencia e inconmensurabilidad de teorías. Entre la teoría freudiana del inconsciente y la física cuántica no hay inconmensurabilidad sino indiferencia. Para afirmar la inconmensurabilidad entre paradigmas o teorías habría que suponer paradójicamente un mundo objetivo común, y que ninguna de las teorías supuestamente incompatibles, se refieren a lo mismo, con lo que tendríamos más bien un caso de indiferencia. Como ejemplo, señala Lafont a la mecánica newtoniana y la cuántica, y en el caso de la biología, el modelo de Mendel para explicar la herencia y el actual del ADN. En estos ejemplos queda claro que se está hablando de lo mismo, aunque con diferentes descripciones, lo cual muestra el carácter “transteórico” de la referencia, y la falsedad de hablar de inconmensurabilidad de paradigmas. Putnam señala el doble papel de los componentes indexicales del significado: el descriptivo y el referencial. Puede cambiar la descripción del objeto y, sin embargo, estarse refiriendo al mismo, lo cual puede llevar a un aumento del saber “si el uso indexical de la designación no se halla absolutamente determinado con antelación por el sentido de la descripción correspondiente” (Habermas, 2002a: 46). Esta manera de entender la referencia muestra el necesario supuesto pragmático de que los hablantes se refieren a un mundo objetivo común, aunque sólo se tenga un concepto formal de él. Lo cual no significa un compromiso con que una determinada descripción sea la correcta. Se logra, así, desepistemologizar el concepto de referencia y justificar el realismo con un argumento proveniente de la misma práctica lingüística.
El rostro jánico de la verdad 25
El trabajo comentado de Lafont (1994), Referencia y verdad, había planteado que la desepistemologización debería ser no sólo de la referencia sino también de la verdad. Sin embargo, a diferencia de aceptar un concepto no epistémico de la objetividad de un mundo común, presupuesto pragmático de la referencia exitosa, la aceptación de que la verdad no es lo mismo que la aseverabilidad justificada, para el autor de Teoría de la acción comunicativa y de “Teorías de la verdad”,26 parece excesivo. La verdad como algo a lo que se llega como fruto de un consenso es una teoría propia del paradigma lingüístico. Para Rorty, esta postura es clave para superar la vieja idea de la correspondencia, ancla de las teorías representacionistas del conocimiento, por ello plantea que deberíamos incluso olvidarnos de la palabra “verdad”.27
Habermas, en VJ, con mucha honestidad intelectual, señaló la necesidad de modificar su postura previa aduciendo el peso que tuvieron en él los argumentos de Wellmer y de Lafont. “Verdad” no es una propiedad que puedan perder los enunciados. Algo se puede haber tenido por verdadero ayer y hoy ya no, pero si era verdad no puede dejar de serlo. “Verdad” tampoco es un enunciado de desempeño, que se refiriera al éxito de la justificación, “un enunciado encuentra el asentimiento de todos los sujetos racionales porque es verdadero; no es verdadero porque pueda constituir el contenido de un consenso idealmente alcanzado” (Habermas, 2002b. 46). Con estos argumentos en mente, Habermas afirma en VJ que la relación entre verdad y aseverabilidad justificada no es intrínseca, y que por ello el concepto de verdad, al igual que la referencia, pide una dese- pistemologización.
Sin embargo, el tema no es fácil, pues la aseverabilidad racional es para nosotros algo irrebasable, ya que como “seres falibles situados en el mundo de la vida, no tenemos posibilidad de cerciorarnos de la verdad por otras vías que no sean las del discurso racional” (Habermas, 2002b. 46). Esto llevó a Habermas a afirmar que la verdad tiene un carácter dual, o un rostro jánico: hay una verdad pragmática y una verdad epistémica. Nuevamente tenemos las implicaciones del dualismo epistemológico, en este caso, entre las certezas que tienen los actores en el mundo de la vida y la actitud reflexiva que pueden adoptar cuando se problematizan ciertas prácticas por resistencias del mundo objetivo, o bien por el encuentro con otras formas de vida. Sin las certezas realizativas no atravesaríamos un puente, ni se realizarían prácticas quirúrgicas, etc. Pero, dichas certezas pueden ser confrontadas con fallas, y entonces se abandona la actitud del participante para asumir la del observador. Se mantiene así el falibilismo, pues la verdad pragmática sólo explica que nuestro saber realizativo presupone la referencia a un mundo objetivo común no circunscrito a un determinado horizonte cultural,28 pero ello no implica que esos enunciados articulados en un determinado lenguaje, fuesen resultado de la visión de ningún lugar del “ojo de Dios”. El significado del concepto de verdad implica la incondicionalidad, y por tanto la desepistemologización, pero en nuestra práctica teórica, no tenemos otra alternativa que la justificación racional de nuestros discursos.
El peculiar rostro jánico de las pretensiones de validez incondicionadas se refleja en estos dos aspectos. En tanto que pretensiones, están ligadas al reconocimiento intersubjetivo; por ello la autoridad pública de un consenso logrado discursivamente bajo las condiciones del “poder decir no” no puede ser sustituida por la intelección privada de cualquier individuo que crea saber más o mejor. Y en tanto que pretensiones de validez incondicionada, apuntan más allá de cualquier consenso fácticamente logrado: lo que aquí y hoy se acepta como racional puede acabar mostrándose como falso bajo unas condiciones epistémicas mejores, ante otro público y frente a futuras objeciones (Habermas, 2002b: 98-99).
¿Es realista el realismo sin representación?
Hasta aquí he tratado de mostrar los rasgos que considero principales de la postura habermasiana en su diferencia con Rorty. Quiero ahora someramente ofrecer un balance crítico de su realismo. Habermas siempre ha sido un pensador de fronteras que trata de ampliar el horizonte situándose en los dos polos de una disyuntiva. He insistido que el propósito de Habermas es asumir plenamente las consecuencias del giro lingüístico sin caer en el contextualismo. Con el pragmatismo rechaza el representacionismo y la idea de la verdad como correspondencia, aunque acepta una verdad pragmática y mantiene una presuposición idealizante de la verdad. Postula el presupuesto pragmático de un mundo objetivo común, del que sin embargo no podemos afirmar cuáles son los hechos. Afirma un dualismo epistemológico, pero también acepta la prioridad de lo ontológico naturalizado débilmente, lo cual, según él, hace inevitable el realismo. Sin embargo, surge la pregunta de si su postura es lo suficientemente realista para poder distanciarse significativamente de la de Rorty, o si sólo se trata de un asunto nominal.
Es verdad que hay diversas concepciones filosóficas del realismo, y sobre todo diferentes preguntas que llevan a diversas variedades de realismo. De entre ellos hay tres problemas principales involucrados en la presente discusión:
El ontológico: ¿Cuáles entidades son reales? ¿Hay un mundo independiente de la mente?
El semántico: ¿Es la verdad una relación objetiva lenguaje-mundo?
El epistemológico: ¿Es posible el conocimiento acerca del mundo? (Niiniluoto, 1999: 2; traducción mía).29
Estos tres aspectos están entreverados. La discusión ontológica de la independencia o no de cierta realidad nos lleva poco a poco a la parte epistemológica. Pensar que lo real depende de lo que alguien quiera creer suena más a locura que a filosofía, no así señalar que el conocimiento que tenemos no es de la realidad, sino de la representación nuestra, y que por tanto lo que conocemos es una realidad para-nosotros, una realidad entrecomillada. A su vez, la discusión epistemológica nos lleva a la semántica, pues el aspecto ontológico de la independencia-mental de lo real se traduce en el problema de lo incondicionado y de la verdad.
Habermas se quiere distinguir de un idealismo lingüístico contextualista, y para él sí existe una realidad que es independiente de nosotros. Sin embargo, es la parte epistemológica la que deja algunas dudas. En cierto sentido se puede afirmar que tenemos conocimiento de esa realidad, pues decimos que ofrece resistencia a nuestras prácticas y que esto nos puede llevar a aprendizajes evolutivos, pero en realidad de verdad ¿qué conocemos de ella? Como señalamos, Rorty también acepta la independencia y existencia de la realidad, lo que niega es que podamos afirmar algo significativo acerca de ello.30Coincido por ello con la crítica que hace Dostie-Proulx (2012) en la ambigüedad del término “realidad” en el debate entre Habermas y Rorty. La oposición que aparentemente existe entre decir que nuestro conocimiento es dependiente de nuestro contexto lingüístico o decir que nos es abierto un horizonte transcultural, puede ser una oposición sólo de términos. Rorty sigue a Davidson y acepta una influencia causal de la realidad, lo que niega es que haya absolutamente algo de representación de esa realidad, o mejor dicho, que tenga algún sentido discutir cuál es la mejor representación, o la teoría que más nos aproxime a esa realidad.31
Habermas señala que hay un supuesto pragmático de la existencia de un mundo objetivo común, pero como éste es puramente formal, pues no hace verdadera ninguna descripción, lo único que podemos afirmar de él es que nuestro horizonte cultural actual no coincide con él. Afirmar que conocemos que ese mundo objetivo común es la totalidad de objetos individuales concretos y no de hechos, tampoco nos lleva muy lejos de Rorty, pues no conocemos propiamente lo que esos objetos son, sino solamente cómo los utilizamos “nosotros” y cómo caracterizamos sus propiedades en nuestros enunciados de hechos, siempre en relación al uso para-nosotros.
En Acción comunicativa y razón sin trascendencia (ACRST),32 ensayo ligeramente posterior a VJ, Habermas confiesa la vigencia de la filosofía kantiana en su pensamiento, al que considera como una transformación acorde a las nuevas exigencias de aquél. Dos características que menciona de esta transformación son: “[…] la sustitución del idealismo transcendental por un tipo de realismo interno [y], la función regulativadel concepto de verdad […]” (Habermas, 2002b: 24; énfasis mío). Si bien VJ se refiere con simpatía al realismo interno, la postura que en algún momento sostuvo Putnam, Habermas no llamó ahí así a su propio realismo.33 Ahora Habermas presenta su postura como “un tipo de realismo interno”, e interpreta a éste como una analogía-sustitución del idealismo trascendental. En lugar de un mundo para-nosotros o de apariencias tenemos ahora al realismo interno (Habermas, 2002b: 26). La transformación nos permite superar diversas dicotomías kantianas. Una de ellas es la de lo regulativo y lo constitutivo. Los sujetos históricos que se comunican y actúan desde su respectivo mundo de la vida, presuponen un mundo objetivo, cuya objetividad “significa que éste nos está «dado» como un mundo «idéntico para todos»” (Habermas, 2002b: 24). Se trata de un supuesto trascendental que por tanto no aparece propiamente como tal en lo empírico, como una cosa o un suceso. Sin embargo, al tratarse de un supuesto meramente formal, “tan formal que el sistema de referencias posibles no prejuzga en absoluto ninguna definición conceptual para los objetos” (Habermas, 2002b: 26), la pregunta es qué tan lejos de Kant, en sentido realista, va la transformación.
Para Habermas, el idealismo trascendental kantiano implica la dicotomía entre la cosa en sí y la apariencia, dicotomía que queda disuelta ahora con el realismo interno:
Según éste, “real” es todo aquello que puede ser representado en enunciados verdaderos, a pesar de que los hechos son interpretados en un lenguaje que es siempre “nuestro” lenguaje. El mundo mismo no nos impone “su” lenguaje; no habla por sí mismo y cuando “responde” es sólo en sentido figurado. Este “ser veritativo” de los hechos no puede ni debe presentarse —como hace el modelo representacionista del conocimiento—como la realidad representada ni puede ser por tanto equiparada a la “existencia” de los objetos (Habermas, 2002b: 26-27; énfasis mío).
Sin embargo, surge la pregunta de si se ha disuelto o sólo transformado la dicotomía. Se entrecomilla real porque el mundo (en sí) es mudo, y hablamos de él con “nuestro” lenguaje (apariencia), como si el lenguaje fuera un muro entre una “realidad” interior a él y lo realmente real sin comillas que queda afuera, aunque en la acción tengamos algún contacto con ello. Se niega que la verdad enunciada de los hechos represente la realidad que está “afuera”, como quiere el modelo representacionista, porque el enunciado verdadero representa únicamente lo “real” dentro de una matriz cultural. Aunque “afuera” del lenguaje existan objetos y sucesos, éstos no son los hechos enunciados, y son incognoscibles como son en sí mismos, por más que entren en contacto con nuestras prácticas.
Coincido, por ello, con la crítica que hace García (2014) de que Habermas no sigue a Putnam en dos puntos cruciales del realismo interno del norteamericano: el relativismo conceptual y el pluralismo respecto a la verdad. Con el relativismo conceptual, Putnam se opuso a la visión que llamó realismo metafísico, o Realismo con R mayúscula, que defiende que existe una única manera correcta de entender la realidad. Para Putnam incluso los términos lógicos primitivos no tienen un significado absoluto independiente de un esquema conceptual: “Esto implica que no tiene sentido la noción de «objetos» que existan «independientemente» de los esquemas conceptuales, así como hablar de «hechos» sin especificar el lenguaje usado” (García, 2014: 94).34Sin embargo, esto no implica el relativismo respecto a los hechos y a la verdad, porque si bien no podemos decir cuáles son los hechos sin usar un esquema conceptual determinado, que restringe las posibilidades de respuesta, éste no especifica lo que es el caso, es decir, la facticidad de los hechos.
Por supuesto, nuestros conceptos son culturalmente relativos, pero de esto no se desprende que la verdad o falsedad de lo que decimos usando esos conceptos esté simplemente “determinado por la cultura” (Putnam, 1992: 98; citado y traducido por García 2014: 94).
No hay entonces, para Putnam, un único modo verdadero de referirse a la realidad, pero no se sigue que la verdad sea sólo la justificación para-nosotros (Rorty), ni que no haya ningún conocimiento verdadero de la realidad.
En Habermas, si bien “las certezas de la acción” y de los aprendizajes fruto del choque con una realidad que nos sorprende, los fracasos de la acción nos deberían llevar, siguiendo a Peirce, a diferenciar
entre la “realidad” representada y dependiente del lenguaje y la “existencia” —que se experimenta en el trato práctico como algo que se nos resiste— de todo aquello contra lo que, en un mundo de riesgos, “chocamos” y con lo cual debemos “habérnoslas” o “arreglárnoslas” continuamente (Habermas, 2002b: 27).
“Existencia” (Existenz) es el nombre que en este pasaje le da Habermas a la realidad independiente del lenguaje que aparece como resistencia. Tenemos nuevamente la oposición entre dicha Existenz y “existir (Bestehen) de los estados de cosas” que ponen de manifiesto los enunciados verdaderos dependientes del lenguaje. Y aunque en los enunciados verdaderos no todo es dependiente del lenguaje, pues ellos recogen algo de “la «ductilidad» o la «resistencia» de los objetos sobre los que se habla” (Habermas, 2002b: 27), y también ellos ponen de manifiesto de forma indirecta “la «existencia» (Existenz) de los pertinaces objetos (o la facticidad de circunstancias sorprendentes)” (Habermas, 2002b: 27), lo que propiamente enunciamos no es el mundo objetivo común, pues éste “no puede confundirse con la «realidad», que consiste en todo aquello que puede ser presentado en enunciados verdaderos” (Habermas, 2002b: 27). De modo que la verdad de los enunciados no alcanza algo incondicionado, lo que propiamente queremos afirmar cuando decimos que algo es un hecho, sino solamente alcanzamos una “realidad” entrecomillada. Así que por lo que toca a un realismo que podría provenir de la verdad pragmática, nos quedamos nuevamente en el silencio de la acción realizativamente eficaz que está en contacto con algo que se resiste, pero de lo cual no se puede conocer algo en un enunciado verdadero.
Por lo que toca a la verdad epistémica, ésta sólo cumple una función regulativa. La crítica kantiana a la razón metafísica sigue siendo válida, pero ya no como transgresora de las fronteras del ámbito de la experiencia posible, sino ahora del de la justificación racional. Y aunque no hay una brecha tan radical como la kantiana en la que nunca accedemos a la cosa en sí, dice Habermas, sigue habiendo un vacío entre lo que es verdadero y lo que vale-para-nosotros. Esta brecha no puede zanjarse en el discurso, sino sólo en la acción. Lo regulativo se vuelve una idealización consistente en una orientación a la verdad que empuja desde dentro de todos los lenguajes a una ampliación y trascendencia, pero sin caer en la ilusión de pensar en un uso constitutivo de esta idealización.
A diferencia de Rorty que nos exhorta a despedirnos del concepto de verdad, como algo proveniente de un paradigma filosófico superado, Habermas quiere conservar la verdad en un sentido realista. Sin embargo, no acierta con el carácter incondicional de ella. Tugendhat (1982: 62) mostró agudamente la metáfora espacial de dentro y fuera que está implícita en la idea representacionista del conocimiento. La incondicionalidad de la verdad alude a la independencia de la realidad respecto a la mente que la conoce. Esto no significa que la mente (adentro) refleje la realidad (que está afuera). Gran parte del problema es librarse de esta falsa idea de la realidad como lo que está afuera. El modelo representacionista del conocimiento parte de esta idea, y el anti-representacionismo de Habermas, si bien apunta en una dirección correcta, pudiera seguir siendo deudor de aquello que quería combatir.35
Habermas es convincente con el pragmatismo del mundo de la vida y su señalamiento de que “la realidad no es algo a representar”, pero al identificar la semántica veritativa con el representacionismo, y afirmar que el ser veritativo de los hechos depende del lenguaje, queda preso del símil visual de lo dentro y fuera. En su posición materialista existe el presupuesto de un mundo objetivo común que, sin embargo, es silencio absoluto. Por mi parte, interpretando a Putnam, creo que podríamos usar, en lugar de la metáfora de un mundo mudo, la del mundo políglota, del que se puede hablar en alemán, mandarín o mixe, y que permite también la traducibilidad. La apertura lingüística, aunque restrictiva, no fija ni el contenido de lo que sucede, ni establece un muro respecto a otros lenguajes, mucho menos con una realidad tal como es en sí misma allá afuera.