Uno aprende a mirar de cierta manera para resistir.
Con la intención de problematizar el ingreso de prácticas antirracistas y descoloniales en el museo, este texto hace un ejercicio analítico y crítico sobre una experiencia de curaduría colectiva que busca ser una herramienta para pensar la intervención en los relatos hegemónicos por parte de comunidades ubicadas en las periferias de la colonialidad.
Un caso de reparación y acciones antirracistas fue una residencia artística colectiva dentro del programa Residencias Cundinamarca, 2 liderada por Liliana Angulo junto con los integrantes de organizaciones afrodescendientes de Medellín, de la cual hizo parte la exposición La consentida es: La familia negra, que será central para este análisis. Angulo es una artista afrocolombiana que trabaja colaborativamente en procesos de reparación histórica y de resistencia social afrodescendiente en Colombia a partir de proyectos que cuestionan las representaciones de lo afro en acervos históricos, tanto de naturaleza artística como documental. El objeto de la residencia y, en especial, del ejercicio curatorial La consentida es: La familia negra, fue interpelar colectivamente y desde una perspectiva antirracista la colección del Museo de Antioquia (MDA).
Analizar críticamente esa experiencia exige reconocer la matriz epistemológica donde se fundamentan las narraciones hegemónicas de los museos en América Latina: la modernidad/colonialidad así como las formas de conocimiento que no se han valorado dentro de esas narrativas. De ahí que el punto de partida de este ensayo sea una práctica curatorial situada, y con perspectiva descolonizadora, en referencia al concepto de praxis descolonial desarrollado por Silvia Rivera Cusicanqui desde la sociología de la imagen, en la que la participación no es un instrumento al servicio de la observación sino su presupuesto, por lo que la descolonización sólo puede realizarse por medio de la práctica (Rivera, 2015, p. 21). Un abordaje imposible desde un lugar distinto de la primera persona que encarna las contradicciones de investigar como sujeto periférico los valores de la colonialidad, reproducidos y encarnados desde y en el museo.3
Entender la colonialidad como un proceso que se ha extendido a lo largo de cinco siglos permite exponer las opresiones vigentes que componen un sistema artístico, pretendidamente universal, que no dialoga con las voces históricamente subordinadas, cuyos conocimientos se han cultivado en la marginalización, y que a base de políticas de “inclusión” prolonga la subordinación o promueve procesos de cooptación de conocimientos resistentes. En un presente donde las instituciones culturales están inmersas en las lógicas neoliberales, vale la pena preguntarse hasta qué punto las exposiciones logran ser dispositivos de reparación histórica.
El abordaje teórico de este análisis abreva del pensamiento descolonial y antirracista que se ha ocupado de poner en el centro la práctica, el cuerpo y la acción colectiva como formas legítimas de conocimiento. El ensayo trata elementos de la historia de los museos en América Latina, una reflexión sobre el racismo estructural en Colombia y la experiencia colectiva en un caso de reparación en el contexto museal de Medellín.
Colonialidad prolongada
El proceso de conquista y colonización del territorio de lo que hoy conocemos como América Latina ha sido la piedra angular de la colonialidad del poder, concepto acuñado por el sociólogo peruano Aníbal Quijano (1992a) para nombrar el sistema de poder moderno/capitalista originado con el colonialismo de finales del siglo XVI. Según Santiago Castro-Gómez:
Dussel muestra que la modernidad europea se edificó sobre una materialidad específica creada desde el siglo XVI con la expansión territorial española; esto generó la apertura de nuevos mercados, la incorporación de fuentes inéditas de materia prima y de fuerza de trabajo que permitió lo que Marx denominó “acumulación originaria de capital” (Castro-Gómez, 2005, p. 47).
En paralelo, el proceso de racialización basado en una supuesta superioridad biológica de los conquistadores sobre los conquistados,4 “que ubicaba a unos en situación de natural inferioridad frente a otros” (Quijano, 2014, p. 778), empezó a operar mediante el sistema de trata trasatlántica colonial, que implicó el exterminio físico y epistemológico de lo no-blanco extendido en el tiempo, en forma de “mestizaje y como ideología nacionalista en América Latina” (Wade, 2003, p. 274).
Para Quijano, la institución de la colonialidad del poder, del saber y del ser fue un proceso represivo que “recayó, ante todo, sobre los modos de conocer, de generar conocimiento, de producir perspectivas, imágenes y sistemas de éstas, símbolos, modos de significación; sobre los recursos, patrones e instrumentos de expresión finalizada y objetivada, intelectual o visual” (Quijano, 1992b, p. 12). Sostenida en la separación cartesiana del sujeto-objeto fundadora de la modernidad, se produjo una concepción del conocimiento basada en la separación entre la persona que conoce y el objeto que es conocido, lo que dio existencia a imágenes de la otredad salvaje y natural construidas por cronistas y viajeros ubicados en la exterioridad del espacio europeo: America, Africa y Asia (Castro-Gómez, 2005, p. 67).
Contraria a la idea extendida de que el proceso colonial en América Latina finalizó con los procesos independentistas que inauguraron el siglo XIX, la colonialidad del poder se prolonga hasta nuestros días: “a partir de la conformación de las nacientes repúblicas, lo que ocurrirá es la instalación de un colonialismo interno, es decir, uno que ahora es llevado adelante por las élites que sucedieron y ocuparon el lugar de los antiguos invasores” (Espinosa, 2018, p. 37). Estos se autoproclamaron convenientemente como la clase dominante, depositaria de la producción de conocimiento y representaciones, frente a las poblaciones indígenas y afrodescendientes, a las que siguieron explotando según el modelo europeo de los Estados-nación, dando continuidad a las relaciones coloniales ya establecidas (Quijano, 2014, p. 823).
Museos como dispositivos coloniales
Las reflexiones de la artista y curadora Coco Fusco en su texto sobre la performance Pareja en una jaula (1992), realizada con Guillermo Gómez Peña, y del investigador y curador Francisco Godoy en su tesis doctoral La exposición como recolonización, proponen interpretaciones de los “zoológicos humanos” como la primera forma de “performance intercultural” y como el “ejercicio de exponer las antiguas colonias”, al situarlos como el momento de formación de una mirada racista y exotizante a través de dispositivos expositivos desplegados en territorios de colonizadores (Fusco, 2011, p. 320; Godoy, 2018, p. 48).
Vinculados con la conformación de los Estados-nación en la Europa del siglo XIX, los museos nacieron como herramientas para dar forma a las identidades nacionales y regionales a partir de la invención del pasado, coleccionando objetos saqueados y, con ello, legitimando el colonialismo (Borja, 2000, p. 35). En esa línea, los museos antropológicos y de ciencias naturales con herencia eurocéntrica se constituyeron como una “tecnología visual” (Haraway, 2015, p. 132) funcionales a la construcción de la mirada exotizante y colonial hacia los objetos de los no blancos, no europeos, periféricos o, en palabras de Fanon, "a quienes se les niega su humanidad" (2009, p. 220). Casos como los de Sara Baartman (1789-1816), cuyo esqueleto, cerebro y genitales se expusieron en el Musée de l’Homme de París hasta 1974, o el cuerpo del hombre bosquimano en el Museu Darder de Banyoles, Cataluña, en vitrina aún hasta el año 2000, recuerdan el vínculo directo del museo como espacio simbólico que expone la supremacía racial y conmemora la expropiación.
En América Latina las élites criollas de los nacientes Estados-nación no se quedaron atrás. Los museos nacionales y regionales, originados también en el siglo XIX, fueron mecanismos generadores de identidades hegemónicas. En palabras de Earle: “la generación de museos indicaba el desarrollo del sentimiento nacional entre las élites”, y, junto con los monumentos, aquéllos “son lugares donde el nacionalismo puede hacerse visible” (Earle, 2006, pp. 28-29). A pesar de que los primeros museos en América Latina se fundaron en las décadas siguientes a los procesos de independencia con el ánimo de “salvaguardar los patrimonios propios, en medio del fragor independentista -y aparentemente- crítico al sistema colonial” (Cartagena y León, 2014, p. 29), reprodujeron una serie de valores asociados con el eurocentrismo y el colonialismo. Esos discursos fueron impulsados por las élites criollas interesadas en crear relatos fundacionales que, paradójicamente, mientras buscaban alejarse del pasado colonial, reprodujeron narrativas, jerarquías y lógicas coloniales en nombre de la nación, entre ellas, el privilegio de la representación: “Allí tiene lugar el desarrollo de una idea de cultura que se opone al concepto de atraso, civilización a barbarie, de manera que construye el espacio moderno de la otredad, creando y actualizando sus propias condiciones” (Borja, 2000, p. 37).
En ese marco, en 1881, con el nombre de Museo y Biblioteca de Zea, nació en Medellín el actual MDA, el segundo más antiguo de Colombia, cuya historia y colección se inscriben en un relato colonial. Surgió de la unión de colecciones anteriores al acto legislativo de fundación,5 conformadas por objetos de mineralogía, zoología, botánica (Herrera, 2019, p. 143) así como por documentos bibliográficos y objetos pertenecientes o relativos a “hombres ilustres”, vinculados con el proceso de Independencia: “En este Museo serán colectados y cuidadosamente mantenidos todos los objetos que puedan enaltecer los recuerdos históricos de la Patria y que puedan favorecer y estimular el adelanto de las ciencias y de las artes” (Rivera, 2017, p. 45).
La creación del MDA está relacionada con lo que los colaboradores del proyecto Un caso de reparación y acciones antirracistas llamaron “Ilustres esclavistas”. Su principal gestor fue el médico e intelectual de la élite regional, Manuel Uribe Ángel, también gestor de la Academia de Medicina de Medellín y de la Academia Antioqueña de Historia, entre otras, instituciones gracias a las cuales él y su círculo intelectual cultivaron la noción de raza antioqueña, mientras estaban “adheridos a las teorías eugenésicas y del mejoramiento de razas tanto en el sentido fenotípico, como cultural” (Maya, 2014. p. 121).
Así, la colección del MDA se inscribió sin mucha adversidad en un correlato regional de nación, aportando a la construcción de imaginarios de identidad sobre los antioqueños como “superiores”, incluso ante el resto de los habitantes del país. Su híbrida y relevante colección actual6 da cuenta del papel autorizado que ha tenido en la producción del discurso sobre el pasado. Al revisar, por ejemplo, las políticas de exhibición de los objetos relativos a la Conquista, los pertenecientes a los hombres adheridos a teorías eugenésicas o las representaciones de personas afrodescendientes en relación con los artistas, también afrodescendientes, registrados como autores en la colección, se evidencia la persistencia de su colonialidad en el presente.
El color del poder/saber
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial el término raza empezó a ser sustituido como consecuencia del rechazo generado por la culpabilidad que suscitó en Europa el genocidio nazi. A ello se sumaron tanto la generalización del paradigma marxista que estableció la clase como fundamento de todas las desigualdades sociales, invisibilizando otras formas de opresión, como la ideología del mestizaje, que durante mucho tiempo ocultó las desigualdades ligadas a la raza (Viveros y Lesmes, 2014, p. 26).
La introducción del término etnia para nombrar las diferenciaciones de algunas poblaciones, percibidas y tratadas como otras, intentó suplir al de raza. A lo largo de los años ochenta, las nuevas políticas que debieron dar cuenta de la multiculturalidad empezaron a tener efecto sobre varias naciones de América Latina, lo que, a finales de ese decenio, llevo incluso a redefiniciones constitucionales (Viveros y Lesmes, 2014, p. 14). La implementación jurídica del multiculturalismo en Colombia se dio a partir de la Constitución de 1991, que declaró la existencia de un Estado pluriétnico y multicultural. Esa puesta en práctica no ha dejado de ser problemática, en la medida en que, si bien el Estado se ha visto obligado a instrumentar políticas públicas con enfoque diferenciado, también se han generado esencialismos y diferencias culturales que retroalimentan las discriminaciones, las exclusiones, las marginaciones y las desigualdades sociales y economicas (Mosquera, 2007, p. 215).
Ante la pregunta sobre si las sociedades latinoamericanas son o no racistas y de que manera sí lo son, Mara Viveros y Sergio Lesmes reflexionan sobre las complejidades que los estudios y las luchas contra el racismo han experimentado cuando “intelectuales y líderes políticos latinoamericanos señalaron que [éste] era un problema de otros países como Estados Unidos o Sudáfrica, donde la segregación y la violencia racial habían marcado sus historias” (Viveros y Lesmes, 2014, p. 17).
A partir de la Tercera Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, celebrada en Durban, Sudáfrica, en 2001, los estados establecieron compromisos para luchar contra formas de racismo y se reconocieron la esclavización y la trata trasatlántica como crímenes de lesa humanidad. En ese contexto se dieron las discusiones sobre las afro-reparaciones y las acciones afirmativas (Mosquera, 2007, p. 230). Para Claudia Mosquera y un grupo de intelectuales y activistas como ella, los descendientes de personas esclavizadas son un grupo al cual el Estado colombiano debe reparar por tres razones: primero, por los beneficios económicos obtenidos del trabajo de personas esclavizadas; segundo, por la forma en que dicho Estado racializó también la geografía nacional, haciendo que hoy los territorios de las poblaciones afro sean las áreas de mayor pobreza, y “la última razón tiene que ver con la forma como el Estado colombiano salvaguarda una memoria nacional neutra, sin pensar que ésta nunca puede ser única” (Mosquera, 2007, p. 236).
Actualmente, las comunidades afrodescendientes en Colombia siguen siendo minorizadas, racializadas y empobrecidas en un continuum colonial de país que aún no admite su racismo estructural. Una nación envuelta en el conflicto interno -pese a dos procesos de desmovilización de grupos armados-, en las alianzas entre el Estado y el narcotráfico, en la implementación de políticas neoliberales que agravan la brecha de desigualdades despojando de sus territorios, de manera violenta y sistemática a comunidades racializadas: indígenas, afrodescendientes y campesinas. En esa nación, aun así, movimientos sociales de comunidades negras, afrodescendientes, raizales y palenqueras7 han trabajado arduamente en la defensa y reivindicación de sus derechos individuales, colectivos y ancestrales, generando, en términos culturales, visibilización de sus aportes que el relato de la construcción de nación omitió, al suponer que éstos se habían eliminado con el proceso de esclavización.
La razón para exigir la reparación a través de la memoria nacional se vincula directamente con los museos y los relatos que salvaguarda. En el terreno museológico colombiano, ubico tres proyectos, precedentes a Un caso de reparación y acciones antirracistas, que no sólo han abordado el problema racial sino que desde sus lugares de privilegio respecto de la producción de discurso sobre el pasado han intentado hacerse cargo de sus “patrimonios incómodos” invirtiendo recursos y generando espacios de realización para dichos proyectos.
En 2008 el Museo Nacional de Colombia inauguró la exposición Velorios y santos vivos. Comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras (Museo Nacional de Colombia, 2008), cuando Cristina Lleras era la curadora de arte e historia del museo. Por medio de una metodología de investigación-acción participativa, la muestra involucró distintas instituciones culturales y académicas así como un grupo de representantes de comunidades de base y profesionales afrocolombianos,8 todo ello, con la finalidad de dar uno de los más significativos pasos para incluir de manera permanente a las comunidades afrocolombianas en el relato de nación del Museo Nacional.
En 2013 el MDA realizó ¡Mandinga sea! África en Antioquia (MDA y Universidad de los Andes, 2014, p. 11), proyecto curatorial de Adriana Maya y Raúl Cristancho sobre la presencia de comunidades de la diáspora africana en el territorio del actual departamento, que incluyó procesos de colectivos afro en la exhibición y una mujer afrodescendiente en el equipo curatorial.
En 2018 el Museo del Oro, adscrito al Banco de la República de Colombia, llevó a cabo su primera exposición relativa a procesos de esclavización: A bordo de un navío esclavista, La Marie-Séraphique (Red Cultural del Banco de la República de Colombia, 2018). Desde la perspectiva de los franceses Bertrand Guilllet y Krystel Gualdé, curadores del Musee d’Histoire de Nantes y el Château des ducs de Bretagne, la exposición mostró la realidad del comercio a bordo del buque francés de personas esclavizadas desde el siglo XVII hasta el XIX, y contó con una contraparte colombiana, encabezada por el equipo de investigadores del Museo del Oro, que introdujo momentos y datos de la trata esclavista en las colonias españolas. Sin embargo, ninguno de ellos, ni franceses ni colombianos, pertenecía o era descendiente de las comunidades afro.
Esos casos de exposiciones referentes al problema racial abrieron interrogantes que atraviesan este ejercicio de reflexión: ¿el formato expositivo, aunque tenga la colaboración de comunidades afro o los curadores sean de ascendencia africana, sigue siendo un medio occidental, blanco, excluyente e insuficiente a la hora de reparar la historia de las comunidades negras? ¿Hasta qué punto las exposiciones logran ser dispositivos de reparación histórica?
¿Cambio de poder? Un caso de reparación y acciones antirracistas 9
Un caso de reparación, de Liliana Angulo, nació en Madrid en el contexto de ARCO Colombia 2015, como parte de la residencia del proyecto El Ranchito, en colaboración con Matadero Madrid y FLORA arts + natura. El proyecto de investigación tuvo como interés principal la revisión y digitalización de archivos de instituciones vinculadas con la historia de la extracción colonial ubicadas en España, especialmente, de la Real Expedición Botánica. Tuvo continuidad durante el mismo año, en el contexto del Encuentro Internacional de Arte de Medellín MDE15, organizado por el MDA. Aquí la revisión documental se desarrolló en la colección del Museo y los archivos históricos de Medellín y de Antioquia, esta vez, como acción colectiva con organizaciones afro de la ciudad, y tuvo como propósito la búsqueda de objetos-documentos relacionados con el periodo colonial y con la historia borrada de la narrativa oficial, no contada, de las personas esclavizadas y su mano de obra en los proyectos coloniales.
Medellín, la capital del departamento de Antioquia y la segunda ciudad más grande de Colombia, es conocida internacionalmente como “la capital narco” y, al mismo tiempo, como “la ciudad milagro”, que resurgió de la violencia para posicionarse como ejemplo del urbanismo social y nicho de transformación e innovación. Es en el centro histórico de esta paradójica ciudad donde conviven las bandas criminales dedicadas al tráfico de drogas y una serie de actividades informales o ilegales de supervivencia de los más empobrecidos, junto con iniciativas civiles, comunitarias, artísticas y culturales donde también, en un edificio entre los estilos art déco y brutalista, se encuentra el MDA.
En las dos últimas décadas, el MDA ha sido reconocido por su compromiso con la transformación social mediante la cultura, trabajo que han asumido sus recientes direcciones desde posiciones divergentes y que, desde en 2016, se ha materializado en el Macroprograma Museo 360 “para generar acciones de impacto positivo sobre las dinámicas y problemáticas presentes en el centro de Medellín y las comunidades que lo habitan” (MDA, 2021). Dentro de éste, partiendo de mi propia línea de investigación curatorial, en diálogo con las directrices del departamento del área,10 desarrollé proyectos asociados con políticas de descolonización desde los feminismos, el antirracismo y las disidencias sexuales tanto para algunas exposiciones temporales como en programas de arte público y de mediación que buscaban involucrar comunidades históricamente marginadas.
En esa línea curatorial sobrevino la invitación a Liliana Angulo para desarrollar, en colaboración con las comunidades afro de la ciudad, una residencia artística. Un caso de reparación y acciones antirracistas se realizó en el marco de dos de los programas de Museo 360: Residencias Cundinamarca y La consentida, donde el primero es un programa de residencias de artistas contemporáneos cuya práctica se llevaba a cabo de manera colaborativa con grupos sociales específicos del centro de la ciudad, y el segundo, un programa expositivo que busca generar nuevas miradas a la colección por medio de la selección de una obra que detona el discurso curatorial.11 Dando continuidad al proceso iniciado en Matadero Madrid y el MDE15, dentro de Residencias Cundinamarca se incluyó: un Laboratorio de Etnoeducación, que ampliaba la investigación colectiva sobre la presencia de personas afro en los archivos locales y que posteriormente configuró el comité curatorial de la exposición La consentida es: La familia negra, acompañada de un encuentro académico; dos versiones de Cine Foros en Plaza Botero; tres activaciones del espacio La esquina, y una convocatoria abierta a la ciudad para realizar acciones antirracistas.
Los integrantes del Laboratorio de Etnoeducación fueron personas de las organizaciones afro del valle de Aburrá: Carabantú y Kambirí, con quienes la artista ya había trabajado y los que ampliaron la invitación a otras organizaciones o personas mediante sus redes de confianza, configurando un grupo con un claro perfil de trabajo activista y antirracista.12
El Laboratorio de Etnoeducación tuvo seis sesiones: 1) Establecimiento de los acuerdos iniciales para el desarrollo de la curaduría colectiva y las lógicas de funcionamiento y políticas museológicas del MDA, 2) Visitas al taller de conservación y restauración, acompañadas de charlas con los equipos de las áreas misionales del museo: curaduría, colecciones y educación, 3) Recorridos por las salas permanentes desde una perspectiva crítica en torno de la representación de comunidades afro, 4) Postulaciones de obras por parte de los integrantes del laboratorio, acompañadas de una argumentación y criterios claros para ser la obra consentida, 5) Discusiones para la definición de los posibles ejes conceptuales, las obras que conformarían el resto de la muestra y la disposición y otros aspectos museográficos y 6) La conceptualización de la agenda académica y sus parámetros de mediación (Figura 1).
El abordaje del concepto de etnoeducación en el laboratorio y la residencia, partiendo de su presencia en la legislación del sistema educativo colombiano,13 se reconoció como una experiencia pedagógica desde la perspectiva afro en la construcción de espacios para la transmisión y construcción de conocimientos colectivos en dos sentidos: del museo hacia las comunidades afro, cuando las sesiones del laboratorio implicaron dar a conocer la estructura de la operación del museo y la especificidad de cada área, y, desde las personas que conformaron el laboratorio hacia el museo y los públicos, al liderar los ciclos académicos, intercambiar ideas con el equipo de educación del museo y realizar la investigación curatorial para la exposición La consentida, la cual dejaría un nuevo conocimiento sobre su las comunidades afro y con perspectiva antirracista reflejada en los objetos de la colección. Mientras tanto, la propia residencia ponía en tensión asuntos más estructurales: de desigualdad, justicia social, concentración del saber, políticas culturales, respuesta institucional, socialización del conocimiento, entre otras (Angulo, 2019).
Este proyecto supuso una oportunidad de poner a prueba la premisa del macroproyecto Museo 360 de “trabajar con las comunidades” y “dar la voz a los no incluidos”, ya que implicaba abrir su colección a las miradas críticas del movimiento social afro de la ciudad. Esto podría verse como llevar al límite el propio discurso o un ejercicio de realpolitik, además de que suponía la oportunidad de dejar inscritos en la colección y en la historia del museo esos relatos.
Una de las discusiones álgidas del proceso giró en torno de decidir la obra central de La consentida. Una primera propuesta fue poner en dicho espacio la frase: “En el Museo de Antioquia no hay ninguna obra que represente a la comunidad afro” o dejar el espacio vacío y en blanco, indicando que, pese a que ahí se había realizado la exposición más grande y exhaustiva sobre la presencia de afrodescendientes en la región (¡Mandinga sea! África en Antioquia), la deuda con la comunidad afro seguía sin resarcirse
Si bien en la colección hay obras de artistas afrodescendientes -evidentemente, en un porcentaje menor al de artistas blancos-, tampoco representaban lo que el colectivo buscaba contar sobre ellos mismos. Los objetos o documentos, como el contrato de compraventa de un esclavo llamado Calisto, resultaban revictimizantes14 y, en ningún caso, representativos. La historia y el relato hegemónico que contenía la colección chocaba con el presente que el proyecto intentaba convocar, evidenciando su exclusión de los relatos que la historia oficial hegemónica sostenía y reafirmaba hasta ese momento.
Si bien existen dos obras en la colección de Rodrigo Barrientos (Medellín, 1932-París, 2013), este artista no había sido identificado como un afrodescendiente por los equipos responsables de la colección y curaduría del museo. Fue gracias a la investigación realizada por Sol Astrid Giraldo para la curaduría del remontaje de la sala Colonial y Republicana -que coincidió con el desarrollo de esta residencia- como se identificó el origen racial del pintor antioqueño olvidado por la historia del arte local. De ese modo, la pintura La familia negra (1958) de Rodrigo Barrientos pasó de ser una representación externa a conformar una auto-representación.
Junto con el colectivo del laboratorio, constatamos las escasas fuentes sobre la trayectoria de Rodrigo Barrientos y sus aportes al arte colombiano. En el libro Geografía del arte en Colombia 1960, el historiador Eugenio Barney Cabrera (1963, pp. 157-159) hace una mención de su trabajo; su retrato aparece en la pintura Homenaje a Cano, de Jorge Cárdenas, y finalmente su obra participa, en 2013, en la exposición ¡Mandinga sea! África en Antioquia, de este mismo museo (Figura 2).
En un sentido equivalente a la pregunta de Linda Nochlin en su “¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?” (2001), vale preguntarse por la ausencia de obras de artistas de ascendencia africana en la colección de este museo,15 lo que a su vez cuestiona sus condiciones y posibilidades de formación profesional e inserción en el campo artístico. Siguiendo a Moxey (2013, pp. 37-51) y su planteamiento sobre la multiplicidad de la modernidad a propósito del artista sudafricano Gerard Sekoto, en el caso de Barrientos podríamos preguntarnos cuál es el tiempo de su obra respecto de la imposibilidad para participar en la progresión temporal del relato del arte modernista, en la historia del arte universal, latinoamericano e, incluso, colombiano. Quizá el tiempo de esa obra es un tiempo otro, no vinculado con la modernidad occidental.
Dos temporalidades con el mismo origen histórico y epistemológico atraviesan la marginalización de la obra y de la figura de Barrientos de la historia del arte del siglo XX. Por una parte, la modernidad fue posible a partir de la colonialidad, es decir, de la expropiación y explotación de las colonias en Asia, África y América por parte de Europa. Esto alimentó la idea del “descubrimiento”, a partir de la cual Occidente construyó las bases para el establecimiento de una relación jerárquica entre Norte y Sur, a costa de la esclavización a la que se sometió a los ancestros africanos del artista. Por otro lado, el progresismo y eurocentrismo que instaló el proyecto colonial cimentó la disciplina de la Historia del Arte, excluyendo contextos de otredad que no encajaban en la narración (Moxey, 2013, pp. 24-25). Barrientos encarnó la memoria de ese tiempo colonial de sus ancestros y sufrió la exclusión de una historia del arte “universal” que, acorde con la narrativa hegemónica, no consideró el trabajo artístico del pintor medellinense.
La exposición de la pintura La familia negra de Rodrigo Barrientos en La consentida quedó depositada en el archivo del museo, y en el software de Colecciones Colombianas, para futuras investigaciones,16 legitimando con esto su intervención en la historia institucional. Sus seis ejes curatoriales: Herencias ancestrales y poder, Memoria y reparación histórica, Genealogías del racismo, el esclavismo, el extractivismo y la opresión, Representaciones de lo afro-antioqueño, Resistencia, cimarronaje y luchas por la libertad y Representaciones hegemónicas, dejaron en evidencia los rezagos colonialistas de racialización no sólo en la colección sino también en la estructura y el funcionamiento del museo (Figura 3).
Conclusiones
En términos generales, esta exposición y su revisión crítica de la colección generó un espacio relevante para que personas racializadas devolvieran la mirada a esa tecnología visual que históricamente ha exhibido o representado objetos o personas afro desde la perspectiva blanca. También visibilizó las investigaciones en función de la reparación histórica, la memoria, las luchas y resistencias de las comunidades afro en el museo. Incluyó, como excepción al acuerdo inicial -ante la falta de elementos que los participantes realmente pudieran reconocer como propios y en los que se vieran representados-, obras externas a la colección del MDA, como del Archivo del Consejo Comunitario de San Andrés de Girardota y otros materiales de esta comunidad heredera de un antiguo palenque (Figura 4).
(Fotografía: Julieta Duque; fuente: https://www.flickr.com/photos/museodantioquia/49380134542/; licencia: Creative Commons por Museo de Antioquia licencia bajo BY-NC-SA 2.0)
Sin embargo, y a manera de conclusión, el ejercicio planteado para invertir el poder fue definitivamente parcial, ya que en su cotidianidad interna, y a pesar de asumirse como un espacio dispuesto a la apertura, el museo no dejó de performar su autoridad sobre esos otros. Mis propios intentos de invertir las relaciones de poder se dieron sólo dentro de ese marco “permisivo” y acotado de las residencias, es decir, no más allá de ellas: por ejemplo, no tuvieron efectos respecto de las políticas de adquisiciones para colección o, siquiera, sobre la visibilización de las jerarquías raciales al interior de éste. En el momento actual, cuando todo es susceptible de convertirse en bien de intercambio, el antirracismo, el feminismo y las disidencias sexuales resultan, incluso en las instituciones culturales inmersas en políticas neoliberales, posiciones políticamente correctas y deseables, mientras no alteren las estructuras de poder dominantes.
Aun así, desde la perspectiva curatorial hubo avances en términos de flexibilizar la hegemonía del relato institucional. En un ejercicio de cambio en la mirada hacia los objetos que el museo custodia, fueron personas de las comunidades negras quienes interpretaron la colección, situándose como productores de conocimiento. La recuperación de la obra del artista Rodrigo Barrientos, olvidado en un país con una tradición historicista del arte moderno/colonial excluyente, obró como una reparación histórica de su legado y memoria.
Teniendo en cuenta que, por las limitaciones de la colección, la exposición no fue un ejercicio de auto-representación, ni tampoco una muestra en la que los colaboradores pudieran imaginar y proponer desde cero los objetos, las prácticas y las producciones culturales con las cuales contar su relato dentro del museo, las demás acciones antirracistas desarrolladas en la residencia alcanzaron momentos con más posibilidades de reparación que la misma exposición17 (L. Angulo, comunicación personal, marzo 2021), y de manera temporal alteraron las lógicas jerárquicas del museo, configurando formatos más libres e, inevitablemente, conflictivos.
Queda preguntarse quién debe promover las acciones y reparaciones antirracistas. La responsabilidad no debería recaer únicamente en los colectivos de personas racializadas. La reparación histórica y las acciones para enmendar asuntos del pasado han de llevarse a cabo sincronizadamente, tanto por el Estado como por las instituciones, en conjunto con el movimiento social afrodescendiente. Ni las instituciones solas, hablando por las comunidades afro, ni las comunidades sin la vinculación comprometida de las instituciones lograrán adelantar cambios profundos en las condiciones actuales de racismo estructural.
Los museos deben hacerse cargo de los patrimonios “incómodos” que custodian, cuando éstos encarnan una historia de violencia que se sigue perpetuando desde relatos que usurpan los conocimientos e historias marginalizadas en lógicas coloniales y actitudes asimilacionistas de la diferencia. Por ello es clave comprender que no se trata sólo de gestos implícitamente cargados de autoridad, como “dar la voz” o “permitir la autorrepresentación”, ya que perpetúan las asimetrías de poder, sino de ceder parte de los privilegios a los movimientos sociales de reivindicación y justicia para discutir lo que requieren e implican las afro-reparaciones.