Introducción
Según las definiciones estampadas en los Estatutos del Consejo Internacional de Museos (ICOM, por sus siglas en inglés),1 “[u]n museo es una institución sin fines lucrativos, permanente, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y expone el patrimonio material e inmaterial de la humanidad y su medio ambiente con fines de educación, estudio y recreo” (p. 3).
De esta definición se desprenden las cinco principales funciones del museo: adquirir, conservar, investigar, comunicar y exponer. Sin embargo, de estos cinco roles, conservar es quizás el menos cuestionado. Existe un acuerdo general respecto de la necesidad de preservar los bienes patrimoniales con el objetivo de asegurar su transmisión a futuras generaciones y éste se ha convertido en una verdad casi inamovible, más aún cuando se trata de objetos materiales de culturas antiguas.
Sin embargo, a la luz de los complejos procesos de descolonización y apertura crítica respecto de los ejes epistemológicos sobre los cuales el museo como institución venía asentándose hasta fines del siglo XX (Shelton, 2011; Bustamante, 2012; Lonetree, 2012), surgen algunas reflexiones que quizás valga la pena considerar, como un ejercicio de cambio de enfoque o alteridad.2 En particular cuando se trata de museos de contenidos antropológicos, que resguardan colecciones etnográficas o arqueológicas indígenas. En algunos de estos casos, las comunidades de origen no reconocen necesariamente el proceso de musealización de su cultura material, no comparten el halo de intocable que le confiere la patrimonialización o difieren en los motivos.
Efectivamente, en el contexto de la crisis de representación que este tipo de museos viene evidenciando, han surgido múltiples modelos museológicos o propuestas museográficas como respuesta al reclamo indígena. Por ejemplo en Estados Unidos, donde tras la aprobación de la Native American Graves Protection and Repatriation Act (NAGPRA)3 en 1990, algunos museos decidieron cambiar las políticas de sus colecciones, retirar cuerpos humanos de sus exhibiciones e incluso devolver voluntariamente algunos de estos restos bioantropológicos a sus comunidades de origen (Endere y Ayala, 2012, pp. 40-41).
Ahora bien, específicamente en el concierto de los museos antropológicos o etnográficos chilenos, dichas realidades se han visto seriamente dificultadas en tanto no existe en el país la figura legal de repatriación. Aún así, distintos discursos expositivos han abordado esta problemática de manera más o menos directa. Ya sea desde posturas “culturalistas, historizantes o estetizantes” (Bustamante, 2012, p. 19), cada uno de estos espacios ha sorteado o enfrentado el conflicto con mayor o menor éxito. Y han desarrollado propuestas orientadas a justificar, reacomodar o abiertamente controvertir la forma en que la investigación, la comunicación y la exposición del patrimonio custodiado han sido tratadas históricamente al interior de sus instituciones. También, necesariamente, han tenido que revisar la historia de sus adquisiciones y delimitar sus políticas en este sentido.
Sin embargo, aunque las funciones del museo están íntimamente ligadas entre sí, pareciera que todas fueran posibles de expandir, debatir, ensamblar, permear e incluso suspender, excepto la conservación. Esto porque las bases fundamentales, sobre las cuales se estructura la conservación como disciplina, ponen su foco sobre la materialidad de los bienes culturales tangibles y la acción sobre las propiedades físicas de las colecciones custodiadas, para “mantener o cuidar de la permanencia o integridad de algo”, que es como define la Real Academia Española (RAE) el concepto conservar (DLE, 2021).
Pero, ¿qué sucede cuando, para sus comunidades de origen, los objetos que el museo conserva tienen significados espirituales y rituales incluso más relevantes que su naturaleza material? ¿Qué hacer cuando una comunidad considera que para asegurar aspectos de su propia permanencia cultural, ciertas colecciones necesitan salir del museo y volver a “la vida” de la cual fueron extraídas? ¿Cómo enfrentar el temor que despierta en los miembros de una comunidad que un museo guarde entre sus colecciones objetos funerarios y material bioantropológico de sus antepasados?
Desde principios del siglo XXI el paradigma decolonial latinoamericano4 ha empujado por desprenderse de las bases eurocentradas del poder, por sacudirse de la lógica de la modernidad y abrirse a otras alternativas epistémicas (Pachón, 2008; Zapata, 2018). Creo que es tiempo de que estas premisas permeen también las concepciones de la conservación como disciplina, en un ejercicio que visibilice las prácticas cognitivas y espirituales de los pueblos indígenas, silenciados históricamente por el colonialismo y el pensamiento eurocentrado.
Otro ladrillo en la pared. La conservación desde una perspectiva crítica
Para el doctor en Teoría del arte Ignacio González-Varas, el vocablo conservación deriva del latín conservatio, compuesto por cum, que tiene el valor de continuidad, y el verbo servare, salvar (2006, p. 539). Desde esta definición etimológica, conservar es entonces “salvar la continuidad de algo”, lo que podría ser aplicable tanto a las dimensiones tangibles como intangibles de un bien cultural. Sin embargo, la conservación como disciplina es definida por el Comité Internacional para la Conservación (ICOM-CC, por sus siglas en inglés) de la siguiente manera:
Todas aquellas medidas o acciones que tengan como objetivo la salvaguarda del patrimonio cultural tangible, asegurando su accesibilidad a generaciones presentes y futuras. La conservación comprende la conservación preventiva, la conservación curativa y la restauración. Todas estas medidas y acciones deberán respetar el significado y las propiedades físicas del bien cultural en cuestión (ICOM-CC, 2008, p. 1).
Ahora bien, considerando la profunda interdependencia que existe entre el patrimonio cultural tangible y el patrimonio cultural intangible (una de las premisas en que se sustenta la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de UNESCO 2003), el Código de Deontología ICOM para los Museos, en su más reciente versión (2004, p. 34), plantea: “Cuando se utilicen colecciones procedentes de comunidades existentes, se debe respetar tanto la dignidad humana como la tradición y cultura de quienes las usan”.
Esta última premisa entreabre la puerta para la incorporación de valores más sutiles del patrimonio cultural material, que son sus dimensiones simbólicas, sociales o cosmogónicas, en particular cuando se trata de objetos de carácter sagrado. Congruentemente, el Código de Deontología ICOM efectivamente aborda estas inquietudes y fomenta el respeto de los derechos indígenas sobre su material cultural resguardado en museos. Pero lo hace específicamente sobre las funciones de la adquisición, la investigación, la exhibición y la comunicación de las colecciones.5 Nuevamente, nada sobre la conservación.6 Esto ocurre porque tanto la función del museo como espacio de preservación del patrimonio cultural definida por ICOM, como la definición que esta misma organización hace sobre la conservación como disciplina, apuntan esencialmente a la dimensión tangible del patrimonio.
Por otra parte, al echar un vistazo al acto de extraer objetos de sus espacios de circulación o descanso, para guardarlos y cuidarlos en museos, traigo a la memoria las palabras del museólogo y teórico del arte Martin Schärer quien señala que “los objetos no tienen más importancia que la que les otorga su relación con el ser humano y con la sociedad; […] con frecuencia son conservados, bien sea por la función para la cual se utilizan (un aspecto que no atañe a la museología) o bien por los valores que se les atribuyen” (2000, p.1). Estos valores que les son asignados constituyen lo que, desde la museología, llamamos proceso de musealización (Desvallées y Mairesse, 2010), proceso que, parafraseando al mismo Schärer, es un acto selectivo que responde a la voluntad humana de sustraer ciertos objetos de la vida para preservarlos y, paradójicamente, retrasar su muerte física.
Ahora bien, este acto de musealización es en sí mismo un acto que pudiera carecer de sentido para muchos grupos culturales indígenas. Si bien es cierto que en las últimas décadas los museos han sido incorporados por muchas comunidades como una poderosa herramienta reivindicatoria de sus propias culturas, el valor y significado que obtienen los objetos al ser adquiridos y guardados allí no es necesariamente el mismo para las culturas indígenas que para la cultura occidental en la cual se originaron estas instituciones (Bustamante, 2012). En este sentido, el museólogo británico Simon Knell, a través de una analogía de la segunda ley de la termodinámica, plantea que no se puede conservar sin perder algo durante la operación; así como no se puede convertir electricidad en luz, sin perder calor. Su tesis es taxativa: “creer que podemos coleccionar y conservar sin pérdida es sufrir una ilusión” (Knell, 2007, p. 25).
El punto es que los valores de un objeto no residen sólo en la realidad material del artefacto, sino en su uso y significación social. Y este entramado de significados se rompe cuando el objeto es retirado de su entorno cultural para insertarlo dentro del sistema de retención del museo, donde las medidas de conservación se convierten en otro ladrillo más en la pared que los separa de la vida para la cual nacieron. Allí suelen ser los curadores y conservadores quienes deciden qué pérdidas están dispuestos a aceptar al preservar estas colecciones. Estas pérdidas generalmente las asumen las comunidades indígenas de origen, en el corazón de sus tradiciones culturales y en el epicentro de sus realidades espirituales.
En este sentido la museóloga mapuche7 Juana Paillalef Carinao,8 en su ensayo “Una mujer indígena frente al patrimonio”, reflexionaba en torno del material cultural que ella llamó “guardado” y no “resguardado” en los museos:
[…] existen elementos que son sagrados. Que tienen que tener formas, direcciones, adornos, estructuras, luz, color, etc., los que son necesarios, puesto que todos los objetos tienen alma. De momento que no se sabe o se expone mal o es mal usado y mal tratado, éste puede perder el alma y su espíritu lo puede castigar (Paillalef, 1998, p. 78).
Frente a esta reflexión, a esta otra dimensión de conocimiento, a esta otra perspectiva epistemológica no occidental, me es inevitable preguntar: ¿qué preservamos cuando conservamos? O, si queremos cambiar el enfoque, ¿qué atributos de las colecciones estamos acallando al situar los objetos en espacios higienizados, en contenedores asépticos, en depósitos controlados, en vitrinas climatizadas?
Atole con el dedo. Patrimonio y derecho indígena actualmente en chile
Chile está en medio de un complejo momento histórico y político, y tener una comprensión cabal, tanto de la gestión como de la aplicación de la normatividad en materia de patrimonio cultural indígena es complejo, pues el país está en pleno proceso de cambio.
Por un lado, en marzo de 2018 se inauguró una nueva etapa de institucionalización cultural con la creación del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, proceso que concentró en una sola entidad al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA), a la Dirección Nacional de Bibliotecas, Archivos y Museos (DIBAM) y al Consejo de Monumentos Nacionales (CMN). Unidades que hasta esa fecha dependían del Ministerio de Educación.
Por otro lado, desde junio de 2019 se discute en el Congreso un proyecto de ley para promulgar una nueva Ley de Patrimonio, que busca reemplazar a la que actualmente rige, la Ley de Monumentos Nacionales Nº 17.288, decretada en 1970. El diseño de esta nueva ley está orientado principalmente a perfeccionar y renovar los mecanismos de protección del patrimonio cultural, en coherencia con la nueva institucionalidad del reciente Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.
Por último, el país atraviesa por un complejo proceso constituyente iniciado el 25 de octubre de 2020, que en un próximo plazo promedio de dos años cambiará la actual Constitución de la República, constitución heredada de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1989), vigente en Chile desde 1980.
Ahora bien, en términos legislativos vigentes, en Chile la Ley Indígena Nº 19.253, promulgada en 1993, establece que toda obra generada en el contexto de los pueblos originarios en tiempos pretéritos es propiedad intelectual de sus descendientes vivos. Pero, por otra parte, la Ley de Monumentos Nacionales Nº 17.288 que regula el CMN, establece que todos los artefactos o restos arqueológicos pertenecen al Estado y que es dicho organismo técnico quien tiene su tuición y la facultad legal para destinarlos e intervenir.
Lo mismo ocurre con las colecciones de los museos. Éstas, por Decreto Supremo Nº 192 publicado en el Diario Oficial el 20 de junio de 1987, son declaradas Monumentos Históricos, tal como lo define su Artículo único: “Decláranse Monumentos Históricos las colecciones de todos los Museos dependientes de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos del Ministerio de Educación Pública”.9
En consecuencia, las comunidades indígenas no tienen realmente potestad sobre su cultura material una vez que ésta ha sido patrimonializada o musealizada. Al igual que los objetos arqueológicos, los restos humanos encontrados en hallazgos y las colecciones de los museos, todos son Monumentos Nacionales de propiedad estatal y esto repercute en el hecho de que toda decisión que se tome sobre las colecciones depende, sí o sí, de la voluntad política de sus custodios quienes, por fuerza legal, representan al Estado.
El punto nuclear de esta disposición es que en Chile no existe el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y de sus derechos económicos, sociales y culturales fundamentales. En este sentido ha sido el Decreto 236 bajo el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)10 el cuerpo normativo que ha venido a suplir este vacío constitucional a nivel de reconocimiento indígena en Chile.
Sin embargo, aunque Chile haya ratificado este Convenio y con ello se haya obligado a moldear su marco normativo a los preceptos de consulta allí establecidos,11 la realidad es que el proceso de aplicación de esta norma se ha visto entrampado en una serie de obstáculos políticos, los que refuerzan la distancia conceptual entre lo que busca el derecho a la consulta, o sea el reconocimiento de la autonomía de estos pueblos y el consenso entre indígenas y gobierno, y lo que la normatividad interna define como derecho de participación, que más bien apunta a la integración indígena dentro del sistema chileno dominante (Alvarado, 2016; Román, 2014). Esto a pesar de que la mayoría de chilenos -indígenas y no indígenas- está de acuerdo con el reconocimiento constitucional indígena y el desarrollo de una nueva constitución plurinacional, entendida como la aceptación de que hay naciones preexistentes a la creación del Estado de Chile, en contraposición a una única identidad nacional, que unifica y niega identidades culturales particulares.12
Ahora bien, con la reciente creación del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, se ha avanzado en el reconocimiento explícito de los derechos culturales indígenas,13 por lo que en los últimos años el Ministerio ha encabezado una serie de movimientos de colecciones de origen indígena desde el Museo Nacional de Historia Natural de la capital, a los museos antropológicos situados en territorios indígenas, específicamente al Museo Antropológico Padre Sebastián Englert (Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, 2018; 2019) en la Isla de Pascua, territorio indígena Rapa Nui 14 y al Museo Antropológico Martín Gusinde de Puerto Williams,15 en el extremo sur de Chile, territorio indígena Yagán. 16
Sin embargo, al respecto, hay dos puntos que quisiera señalar: primero, que Chile carece de un marco normativo que determine los alcances conceptuales, procedimientos y aplicaciones reglamentarias para acciones de restitución, repatriación o devoluciones,17 por lo cual estas gestiones están supeditadas más a estrategias y voluntades políticas que a operaciones legales de carácter vinculante. Y segundo, que ninguna de estas gestiones recae sobre las comunidades indígenas, sino que son procedimientos institucionales de movimiento de colecciones, desde un museo nacional a museos regionales; lo que el mismo director del SNPC, Carlos Maillet, define como “préstamos inter instituciones” (2019, p.19).
En resumen, echando una mirada general sobre los marcos legales que determinan los derechos culturales en lo que respecta al patrimonio cultural de origen indígena en Chile, mientras los derechos de estos pueblos no sean consagrados en el texto constitucional y se reflejen consecuentemente en las leyes orgánicas, las comunidades indígenas seguirán siendo consideradas y tratadas como culturas subalternas. Por mucho que Chile, al ratificar el Convenio 169 de la OIT, se haya comprometido a adecuar su norma interna en esta materia y a implementar los preceptos de participación y consulta indígena en la toma de decisiones, en términos reales los lineamientos políticos estarán siempre determinados por las concepciones epistemológicas de la institucionalidad estatal, que son a la vez, las de la cultura occidental dominante. Mientras tanto, los préstamos interinstitucionales de colecciones son tratados públicamente por la prensa como “restituciones”, redituando a las autoridades de gobierno toda clase de reconocimientos. Atole con el dedo.
¿Dónde pongo lo hallado?
¿Bajo tierra?
El Museo Arqueológico de San Pedro de Atacama18 fue fundado en 1963 por el sacerdote jesuita de origen belga Gustavo Le Paige Walke, quien dedicó 25 años de su vida a la búsqueda, recolección y estudio de sitios funerarios en la zona. La intención de Le Paige era habilitar un museo que permitiera conocer la cultura prevaleciente en la zona de San Pedro de Atacama (Pavez, 2012; Morales y Quiroz, 2017), a través de una valiosa colección de arqueología andina que incluyera objetos de diversas materialidades (cerámicas, textiles, metales, etc.). Pero también cerca de cinco mil cráneos y trescientos cuerpos humanos en excelentes condiciones de preservación, dadas las condiciones climáticas de esta región (Figura 1).
(Fotografía: Autor desconocido, 1963; cortesía: Archivo fotográfico Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo R. P. Gustavo Le Paige S.J. UCN.)
El problema es que, según las tradiciones más antiguas, todavía presentes entre los originarios, las tumbas prehispánicas o “gentilares”,19 que es como llaman a los enterratorios anteriores a la evangelización, son lugares a evitar. No deben ser profanados porque tienen el poder de enfermar. Incluso los mismos objetos desenterrados pueden ser portadores de ese poder (Pavez, 2012). Le Paige transgredió una gran cantidad de gentilares, provocando incomodidad y miedo entre las comunidades circundantes, quienes a mediados de la década de los noventa hicieron públicos sus sentimientos de desaprobación a la exposición de estos cuerpos, solicitando el retiro de éstos desde los espacios de exhibición (Ayala y Sepúlveda, 2008).
Hacia el año 2006, tras años de presiones y tensiones, el Instituto de Antropología y Arqueología de la Universidad Católica del Norte formalizó la decisión de retirar los cuerpos y restos humanos de la museografía, implementando esta medida de manera definitiva a mediados del año 2007. Los cuerpos y osamentas se limpiaron y dispusieron en un depósito construido específicamente para resguardarlos, considerando para ello conceptos como dignidad, intimidad y descanso (Ayala y Sepúlveda, 2008).
Sin embargo, aún subsisten diferencias entre miembros de la comunidad respecto al modo en que deben ser tratados estos restos. Hay quienes consideran que la extracción de los cuerpos de la tierra fue una afrenta a sus costumbres y profundas creencias, aunque el espacio habilitado para guardarlos es reparación suficiente. Pero también hay un grupo cada vez mayor que considera que estos cuerpos deberían volver a la tierra (Ayala y Sepúlveda, 2008; Finola, 2016), tal como lo expresa Carlos Aguilar, representante indígena atacameño, quien señala:
Los abuelos aún esperan. En un primer momento, la forma que encontramos para acercarnos en una acción en conjunto fue el retiro de la exhibición pública y que [sic] luego vendrá, como así lo sentimos los pueblos, al lugar que les corresponde y que [sic] de donde nunca debieron de salir por la mano del humano: en [sic] la Patta Hoiri, 20 la que nos acoge y acuna, nuestra madre tierra (Aguilar en Ayala y Sepúlveda, 2008, p. 10).
De esta manera se enmendaría el desagravio cometido por Le Paige para con los gentiles, a quien una parte de la comunidad percibe como un profanador, responsable de muchos de los “males” que han aquejado a la población desde su llegada al pueblo, incluso a sí mismo. En el año 1980 el padre Le Paige murió de un cáncer que lo consumió lentamente hasta dejarlo “seco como una momia” (Finola, 2016, p. 12).
¿Bajo la alfombra?
Desde el año 2001 se inició en el Museo Mapuche de Cañete Ruka Kimvn Taiñ Volil Juan Cayupi Huechicura21 un largo proceso de renovación curatorial y museográfica, con el fin de apuntar al pueblo mapuche como un pueblo vigente, potenciar las colecciones como herramientas de revitalización cultural y la utilización del lenguaje y la oralidad como señal de permanencia (Valdés, 2010).
Para apoyar el proceso, se desarrollaron jornadas de consulta y participación consignadas en un documento titulado Primeras Jornadas de Reflexión con las Comunidades Mapuche (2005). El estudio fue realizado por un equipo de antropólogos y estaba orientado a diagnosticar la percepción que las comunidades del sector tenían del museo y captar las ideas que ellas mismas querían plasmar en la nueva exhibición, acerca de su propia cultura y tradición Martínez, S., Menares, C., Mora, G. y Stüdemann, N., 2005).
Allí, entre muchas otras ideas, la comunidad consultada mostró una percepción negativa respecto de la situación de los objetos que este museo guardaba en sus bodegas. El museo era considerado como una institución que bloqueaba el curso de la información y conducía a un “secreto”, por lo tanto, las comunidades sugirieron la exhibición de todo el material acopiado en las bodegas o, en su defecto, solicitar libre acceso a ellas:
Se debe pasar de un museo elkantuve (que esconde) a un museo kintunientuve (que cuida), es decir, pasar del guardar-es-conder al guardar-cuidar, para idealmente llegar a un museo -que en su imagen y acción- sea un lliwantuleve (cuidador de dedicación absoluta), de manera que el secreto ya no sea tal pues sería compartido por ambas partes (Martínez et al., 2005, p. 37).
A esta perspectiva en torno a la facultad del museo de mostrar/ ocultar las colecciones, podemos sumar el hecho de que para la cultura mapuche los objetos son mogen, 22 otra forma de vida en el gran sistema, el itrofill mogen 23 (Obreque, comunicación personal, 30 de marzo de 2020), por lo cual “encerrarlos” en vitrinas o cajas no sólo constituye la interrupción de un flujo de conocimiento, sino también la negación de su agencia, de su capacidad de interactuar (Figura 2).
(Fotografía: Autor desconocido, 2010; cortesía: Museo Mapuche de Cañete Ruka Kimün Taiñ Volil Juan Cayupi Huechicura, Chile)
En este sentido, el poeta mapuche Leonel Lienlaf, curador de la exposición permanente del Museo, relata que durante el proceso de trabajo con las colecciones para la nueva museografía hubo objetos que definieron cuándo mostrarse, como quien sale de su silencio para acudir al llamado de su pueblo:
Quizás la parte más difícil fue ubicar los espacios de poder y las piedras de los kalkus. 24 Más bien, estos se hicieron presentes porque fueron apareciendo de a una. Siempre estuvieron en el Museo, pero por alguna razón se habían mantenido ocultos, incluso a la vista de expertos que en algún momento catalogaron estas piedras de poder como guijarros (Lienlaf, 2010, p. 11).
¿Bajo el agua?
Francisco Huichaqueo es un curador, cineasta y artista visual mapuche, cuyo trabajo ha sido una persistente reflexión sobre la idea de lo mapuche como cultura viva. Entre sus trabajos relevantes se encuentran la curaduría de la exhibición permanente Wenu Pelon-Portal de luz en la Sala Museo Arqueológico de Santiago al interior del Museo de Artes Visuales (MAVI) (2015), y recientemente en la 11ª edición de la Bienal de Arte de Berlín (2020), donde presentó una selección de su obra transitando entre el video, la instalación y la exhibición de objetos patrimoniales mapuche, prestados para estos efectos por el Ethnologisches Museum de Berlín (Huichaqueo, comunicación personal, 23 de diciembre de 2020).
La obra de Huichaqueo tiene la característica fundamental de que establece una vinculación directa entre la creación artística y la dimensión espiritual del pueblo mapuche, valiéndose de las colecciones museales y de los museos como medio para romper el paradigma que él mismo considera que encarnan estas instituciones:
El museo representa plataformas en el plano material, del espacio tangible, definiendo a la comunidad mapuche como biculturales y biespaciales […] Estamos en este espacio, pero también existe el espacio no tangible que es mucho más grande que esto tangible (Huichaqueo en Sanhueza, Pulgar y Medina, 2020).
Por ejemplo, en el año 2016, Huichaqueo curó y montó, en una sala de exposiciones temporales del Museo Chileno de Arte Pre-colombino,25 una exposición sobre platería mapuche titulada Chi Rütran Amulniei ni Rütram/El metal sigue hablando. La muestra incluyó una instalación que recreaba un menoko, 26 un humedal rodeado de plantas, rocas y tierra, en cuyas aguas se encontraban sumergidos diversos objetos de plata, cerámica, madera y piedra (Figura 3). La obra artística, de sobrecogedora belleza, también inquietaba por la complejidad de exhibir, en un museo, objetos bajo el agua.27 Así mismo acompañó recientemente, en la Bienal de Berlín, a las colecciones exhibidas con antigua música ritual mapuche, con el fin de llamar a los antepasados que allí duermen. “Por medio de ese sonido quise enviar una rogativa para que acompañase y se complementaran, junto a los objetos mapuche del museo etnográfico en préstamo. Tenía que hacer algo de manera urgente con mis antiguos y despertarlos para que puedan volver” (Huichaqueo en Sanhueza, Pulgar y Medina, 2020).
(Fotografía: Claudio Mercado, 2016; cortesía: Archivo Audiovisual del Museo Chileno de Arte Precolombino, Chile)
Esto está íntimamente ligado con el hecho de que una de las mayores preocupaciones del artista son las colecciones indígenas dispersas por los museos del mundo. El artista traslada poéticamente el lugar de lo que debe ser preservado, del objeto al sujeto, de la colección a una nación:
Estos objetos indígenas esparcidos por todo el mundo son el lugar donde está guardada la sabiduría. Si nos fueran devueltos, seríamos otro pueblo y no un pueblo tan roto. Con este tipo de gestos intento o intentamos sanar esas heridas coloniales, para que el agua que está dentro del cántaro roto deje de tener fugas. Porque los pueblos indígenas estamos llenos de fugas (Huichaqueo en Sanhueza, Pulgar y Medina, 2020).
Vamos subiendo la cuesta. Algunas reflexiones a modo de conclusión
En el contexto de la delicada convivencia entre los intereses indígenas y los intereses de la conservación patrimonial en museos, a menudo he pensado que, en ausencia de marcos normativos que reconozcan la autonomía cultural de los pueblos originarios, el camino para encontrar un punto de equilibrio es la apertura de los museos a la ritualidad y la expresión de las creencias ancestrales mediante la realización de ceremonias de ingreso de las colecciones y actos reverenciales. Pensando en esto como una vía que integre ambos intereses: el simbólico/cultural de vital importancia para los indígenas, y el simbólico/material, de relevancia fundamental para la conservación.
Sin embargo, creo que éstas son medidas de contención frente a, por ejemplo, la noción atacameña de que los gentiles están molestos por haber sido extraídos de su descanso. O la idea planteada por Paillalef (1998), de que los objetos pueden castigar si no son tratados de acuerdo con ciertas concepciones tradicionales propias. Incluso a la idea esbozada por Lienlaf (2010), de que los objetos están vivos y tienen ciertos poderes que nos pueden afectar.
Si el fin último de la conservación en el museo es preservar la materia en pro de la transmisión de conocimientos a otras generaciones, ya es hora de preguntarse a cuáles conocimientos nos estamos constriñendo, pues como hemos visto en los casos revisados en este texto, los significados que las colecciones adquieren dentro de los museos a menudo no son los mismos que representan para sus comunidades de origen. Por eso el desafío es aceptar que algunos objetos pueden ser experimentados en otros contextos o escenarios, ya no condicionados únicamente por la preservación de su realidad física, sino en comprensión de las otras dimensiones de la materia que quedan impedidas de manifestarse cuando los objetos están atrapados bajo los preceptos de la conservación museal.
En la ausencia de marcos normativos que reconozcan el derecho indígena sobre su propio material cultural ancestral, seguir imponiendo el modelo eurocéntrico de la conservación científica es seguir operando desde un paternalismo colonial, negar la autonomía cultural y despojar al indígena del ejercicio de su soberanía. En este sentido, en Chile, quizás el proceso constituyente en ciernes sea la oportunidad para que las comunidades indígenas conquisten su autonomía, sin embargo, mientras esto no suceda, tengo la convicción de que el camino es la descolonización ideológica de los museos, incluyendo la discusión de la conservación como disciplina. Esto implica que los museos no sólo abran espacios de convivencia y respeto mutuo, sino, sobre todo, que sean las mismas comunidades indígenas a través de la participación, la consulta y la reflexión en sus propios términos, quienes decidan qué, cómo y por qué conservan.
Si conservar es congelar el significado de las cosas, secuestrarlas del transcurrir del tiempo, negar su derecho a la pérdida y al cambio o incluso a la muerte (que también es parte de la vida), creo que es tiempo de que sean las mismas comunidades representadas quienes determinen las dimensiones de las colecciones que requieren emerger y resonar para conectar a las generaciones pasadas, presentes y futuras. Es su derecho, querámoslo o no.