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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.16 no.31 Valenciana ene./jun. 2023  Epub 28-Abr-2023

https://doi.org/10.15174/rv.v15i31.692 

Artículos

Un amor, una muerte: una lectura de “Nocturno del hueco” de Federico García Lorca

Love and death: A reading of “Nocturno del hueco” by Federico García Lorca

Jaime Velasco Estrada1 

1El Colegio de México jaimevelascoestrada@gmail.com


Resumen

En este trabajo se estudia el poema “Nocturno del hueco” (Poeta en Nueva York, 1929) de Federico García Lorca, a partir de un acercamiento al modo en que se construye el ‘hueco’ en la voz poética. Se intenta explicar cómo y por qué García Lorca usa imágenes relacionadas con el mundo natural (plantas, animales y los cuatro elementos). Primero, se observa cómo usa los sentidos el poeta: existe una estrecha relación entre los sentidos y la manera en que aparecen los elementos naturales. Los sentidos determinan la interpretación que uno puede tener de los elementos naturales: la significación de estos está condicionada por una presencia o ausencia que se advierte solo por ellos. Igualmente, se intuye que el vacío que habita al yo poético se ensancha hasta rozar la muerte. La separación de los amantes es, en cierto sentido, una muerte: la muerte de un amor, del otro y la propia.

Palabras clave: nocturno; vacío; sentidos; elementos naturales; amor y muerte

Abstract

In this paper the poem “Nocturno del hueco” (Poeta en Nueva York, 1927) by Federico García Lorca is studied, from an approach to the way in which the 'hollow' is constructed in the poetic voice. It tries to explain how and why García Lorca uses images related to the natural world (plants, animals and the four elements). First, it is observed how the poet uses the senses: there is a close relationship between the senses and the way natural elements appear. The senses determine the interpretation that we can have of the natural elements: their meaning is conditioned by a presence or absence that is noticed only by them. It is intuited that the void that inhabits the poetic self widens to the point of bordering on death. In sense, the separation of lovers is a death: a death of love, the other, and one's own.

Keywords: Nocturnal; Empty; Senses; Natural elements; Love and death

No preguntarme nada. He visto que las cosas

cuando buscan su curso encuentran su vacío.

Federico García Lorca,

“1910 (Intermedio)”.

Introducción. Aspectos generales

A menudo, después de una ruptura amorosa, uno se queda a oscuras, vacío. Y, a veces, la consciencia (obnubilada) rebusca, en el espacio imaginario donde habitó, la silueta del ser amado. Antes que asumir la pérdida, se quiere sondear la dimensión del hueco, constatarlo.1 Así, en la paradoja, en la contradicción de esa búsqueda ansiosa, me explico el inicio de “Nocturno del hueco” de Federico García Lorca:

Para ver que todo se ha ido,

para ver los huecos y los vestidos,

¡dame tu guante de luna,

tu otro guante de hierba,

amor mío! (vv. 1-5).2

Como se aprecia, en un primer momento, el poeta acude al otro, lo interpela; todavía encuentra algo de aquel: los restos de su presencia (las prendas), la concavidad que comienza a percibirse, el hueco que queda cuando se advierte su ausencia. En ese sentido, a lo largo de todo el poema se irán perfilando las diversas aristas de tal vacío. De ese modo, puede decirse que en la estructura misma se señalan dos momentos bien diferenciados: en la primera parte prevalece el movimiento, la búsqueda, el ansia; en la segunda, en cambio, asistimos a la aceptación del vacío, a su corroboración, el desánimo, el abandono en el dolor. A cada momento corresponde, entonces, cada una de las partes. Es más, aventurándome, podría decir que ambas partes funcionan casi como dos poemas autónomos, apenas interrelacionados por la construcción de sentido del ‘hueco’. Como intentaré mostrar, dichas partes se construyen con ritmos y ambientes distintos.3

La primera parte consta de trece estrofas; cuatro de ellas, distribuidas de forma estratégica, funcionan a modo de estribillo, en las que la voz poética suplica al ser amado que le dé pruebas (varias) de que, en verdad, “todo se ha ido”. Paradójicamente, ahí es donde el poeta enfatiza el vacío. La rima asonante en í-o de la mayoría de los versos de estas estrofas parece ser un reflejo o un eco de ese vacío. Un eco que se repite, ya sea en la rima, ya sea en el ritmo interior, al menos una vez en cada estrofa (“ateridos”, v. 8; “griterío”, v. 11; “pechito”, v. 12; “definitivo”, v. 16; “giro”, v. 17; “mío”, v. 22; “florecido”, v. 24; “niños”, v. 29; “tranquilo”, v. 36; “vacío”, v. 38; “hilo”, v. 42; “mío”, v. 43; “ríos ceñidos”, v. 46; “niños”, v. 49). En las estrofas restantes de la primera parte, se mantiene un patrón métrico que combina endecasílabos con versos alejandrinos. Sin embargo, hacia el final, predominan estos últimos, tal vez porque el poeta intenta volver más estable las fluctuaciones de la conciencia, tratando de aceptar, de modo definitivo, la ausencia del ser amado. Así, pues, el “yo” poético empieza a saber de su propio dolor; esto es, la desolación que se advertía en el entorno encuentra espacio en situaciones un poco más directas, en experiencias compartidas con el otro (“Cuando busco en la cama […] / has venido, amor mío, a cubrir mi tejado”, vv. 42-43; “pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos”, v. 45; “No, por mis ojos no, que ahora me enseñas […]”, v. 46).

En cuanto a la segunda parte, esta se compone de siete estrofas, la mayoría de las cuales son dísticos con rima asonante (-á-a), antecedidos por un “Yo” que se reafirma, en un intento por no disolverse por completo, por anclarse a la vida que, no obstante, parece haberse estancado, paralizado. De hecho, en las estrofas que están precedidas por el “Yo” no hay verbos de movimiento, solo dos verbos en participio (que describen una situación simplemente indicada) y un verbo de posesión: “traspasado” (v. 60), “Rodeado” y “tienen” (v. 66). El único verbo que implica cierta ‘acción’ se encuentra en uno de los dos dísticos en cursivas, y es cantar: “Canta el gallo y su canto dura más que sus alas” (v. 63). A pesar de esa cierta actividad, subsiste la idea de una acción prolongada que genera inmovilidad, estatismo; la cual se reafirma, además, en el dístico final: “No hay siglo nuevo ni luz reciente. / Sólo un caballo azul y una madrugada” (vv. 73-74).

Asimismo, en la primera parte, el yo parece entablar un diálogo con el otro, en el que, poco a poco, se pretende constatar el hueco que ha dejado al irse; y ese hueco se percibe con descripciones que aluden a los sentidos (principalmente, la vista, el oído y el tacto), en un imaginario nocturno de exteriores.4 En la segunda parte, en cambio, la voz poética asume plenamente el hueco dentro de sí; si bien, el vacío interior se dispone también a partir de representaciones simbólicas constatables, materiales (“el hueco blanquísimo de un caballo”, v. 57; “hueco traspasado con las axilas rotas”, v. 60).

Ahora bien, el objetivo de este trabajo será intentar rastrear de qué modo se construye (y se complejiza) el vacío que queda tras la partida del ser amado: ¿cómo y por qué García Lorca usa imágenes relacionadas con el mundo natural: plantas, animales y los cuatro elementos? Sin embargo, en un primer momento, me acotaré a ver cómo funcionan los sentidos, pues creo que hay una estrecha relación entre los sentidos y la manera en que aparecen los elementos naturales. En cierta forma, los sentidos determinan la interpretación que uno puede tener de los elementos naturales: la significación asfixiante, amenazadora (o simplemente desconsolada) de estos está condicionada por una presencia o ausencia que se advierte solo por los sentidos. Por otro lado, de manera general, pienso que el vacío al que se alude en el poema surge de una construcción relacionada con la muerte (de ahí quizá que el poema se inserte en la sección Introducción a la muerte): la separación de los amantes es, en cierto sentido, una muerte: la muerte de un amor, la muerte del otro y la muerte propia. No obstante, adentrarse en la muerte en vida, como intentaré mostrar, resulta paradójico, implica divagaciones que solo pueden esbozarse por medio de imágenes contradictorias.

Los sentidos

El mundo se despliega frente a nosotros como formas en constante flujo. Un flujo de formas infinitas que se delimitan, en el tiempo y en el espacio, por medio de la consciencia. “Tengo consciencia de él, quiere decir ante todo: lo encuentro ante mí inmediata e intuitivamente, lo experimento” (Husserl, 1949: 64).5 Aunque ¿cómo es que se produce esa experiencia, el encuentro de aquello que se mueve entorno nuestro? En una concepción amplia (y primaria), mediante los sentidos, de lo cual se sigue que nuestra experiencia del mundo sea esencialmente sensorial. La fuente principal de lo que sabemos (o creemos conocer) lo hemos percibido por medio de los sentidos. Así, no hay cosa alguna que no nos venga de nuestras experiencias sensitivas: “lo mismo si fijo la atención especialmente en ellas, ocupándome en considerarlas, pensarlas, sentirlas, quererlas o no” (Husserl, 1949: 64). Aún los pensamientos, pues, surgen de una abstracción de lo sensorial.6

No obstante, “Lo actualmente percibido, lo más o menos copresente y determinado […] está en parte cruzado, en parte rodeado por un horizonte oscuramente consciente de realidad indeterminada. Puedo lanzar hacia él rasgos de la mirada iluminadora de la atención, con variables resultados” (Husserl, 1949: 65; cursivas en el original). A veces, se logra esclarecer un poco ese ‘algo’ que está ahí; aunque, por lo general, solo se establecen conexiones de sentido. Y de los cinco sentidos, el tacto, el gusto y el olfato requieren un contacto más directo con la cosa, es decir, la descubrimos si constatamos su presencia. En cambio, la mirada y el oído no necesitan el contacto directo con el objeto, de cierta forma, funcionan de un modo más abstracto. El ojo no ‘toca’ las cosas para poder verlas, para saber que están ahí: la comprobación se da con el tacto. Tal vez por eso uno suele dudar, más a menudo, de ese sentido.7 Algo similar pasa con el oído. Percibimos los sonidos sin saber exactamente cómo. ¿Son ondas? ¿Qué es lo que llega hasta nosotros cuando lo percibimos: un movimiento, una vibración? ¿Puede asirse o es sencillamente fugaz y transitorio?

Ahora bien, en gran medida, la vista se conecta con la luz y el sonido con el aire. Y, como veremos en el apartado de los elementos naturales, el aire representa el mundo terrenal, por lo cual el aire es la presencia (ausente) en que se mueven la luz y el sonido, si bien ambos solo son canales para hacer posible que lo que está ahí se muestre, sea percibido. En otras palabras, con la vista y el oído se abre el horizonte donde el mundo, para constatar una ‘presencia’ se tendrá que remitir a objetos concretos, a palpar su ‘forma’. Y, si en el caso del poema que nos atañe, lo que se quiere ‘mostrar’ es una ausencia, también se tiene que construir a partir de objetos (cosas, situaciones) que permitan palpar una cavidad (“caracoles muertos”, “plaza desierta”, “manzanas mordidas”, etc.).

Así, pues, el poeta lo hará, primero, apelando al sentido de la vista: quiere advertirlo, asegurarse con la vista (“ver los huecos y los vestidos”, v. 2; “ver los huecos de nubes y ríos”, v. 31; “Mira formas concretas que buscan su vacío”, v. 38; “mira el ansia, la angustia”, v. 40). Con ello tal vez comienza a hacerse a la idea, intenta lograr la consciencia, ya que inmediatamente solicita algo que alude a otro sentido: el tacto en la primera estrofa: “dame tu guante de luna / tu otro guante de hierba” (vv. 3-4); en la octava: “dame tus ramos de laurel” (v. 32); y en la décima: “manzanas mordidas” (v. 39), “de un mundo fósil” (v. 40); el oído en la quinta estrofa: “dame tu mudo hueco” (v. 19); en la undécima: “pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos” (v. 45); etc.

Puesto que la vista puede ser engañosa, hace falta algo un poco más concreto: tal vez el sonido, el “mudo hueco”, el “silencio de trenes boca arriba”, “el acento de su primer sollozo” que no se encuentra, “los rumores del hilo”, etc. Aunque, como se aprecia, la mayor parte de estas referencias auditivas (de la primera parte) son, en realidad, de ausencia (mudez, silencio) o, en todo caso, sonidos débiles, disminuidos: “diminuto griterío”, “la voz en la brisa”, “sollozo”, “rumores”, gemido. Por el contrario, en la segunda parte sí hay una presencia auditiva más marcada, pero esta resulta desmesurada, amenazante: “Canta el gallo y su canto dura más que sus alas” (v. 63) y “tienen hormigas en las palabras” (v. 66). Lo curioso es que estas referencias al oído vienen después de apelar al sentido de la vista (también de forma excesiva): “Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo” (v. 62) y “Rodeado de espectadores […]” (v. 66).

Aunque si lo único que quedaba ya era la ausencia de sonidos, ¿cómo estar seguros de la ausencia?, ¿con el tacto?, ¿tratando de palpar esos espacios huecos, esos vacíos en cada cosa? ¿Para qué un guante de luna o de hierba? ¿Para no volver a sentir el contacto del ser amado? ¿Para qué un “brazo de momia florecido”? ¿Para olvidar el deseo, para controlarlo?

Como puede intuirse, la certeza última está cifrada en el tacto: “Dentro de ti, amor mío, por tu carne” (v. 22), o más explícito aún:

Basta tocar el pulso de nuestro amor presente

para que broten flores sobre los otros niños (vv. 28-29).

Pese a que esa certeza resulta dolorosa, quizá las imágenes más violentas del poema están dadas por el tacto en la segunda parte, cuando la voz poética dice: “Yo. / Mi hueco traspasado con las axilas rotas” (vv. 59-60). O peor todavía: “En el circo del frío sin perfil mutilado. / Por los capiteles rotos de las mejillas desangradas” (vv. 67-68). La sensación que persiste es la de un dolor agudo, acentuado por el frío que desangra las mejillas. Con todo, no debe pensarse que los sentidos funcionan siempre de manera separada. Muchas veces se produce una combinación de percepciones sensoriales, donde se destaca una (en el siguiente caso, la mirada) también se activan las demás:

Mira formas concretas que buscan su vacío,

perros equivocados y manzanas mordidas.

Mira el ansia, la angustia de un triste mundo fósil

que no encuentra el acento de su primer sollozo (vv. 38-41).

Aquí, por ejemplo, confluyen la vista, el tacto y el oído; aunque lo importante no es la confluencia sino la claridad, la certeza, el reconocimiento pleno de la ausencia a la que contribuyen. Y justamente después de ese instante de claridad, la voz poética comienza a asumir su yo: su volición (“busco”), la cual se manifiesta ya plenamente en la segunda parte.

O esta otra estrofa en que se combinan los sentidos, hasta la asfixia:

Dentro de ti, amor mío, por tu carne

¡qué silencio de trenes boca arriba!,

¡cuánto brazo de momia florecido!,

¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo! (vv. 22-25).

En estos versos no solo se mezclan los sentidos, sino que cada vez incorporan una imagen un tanto más pavorosa, tal como si el poeta estuviera encerrado, sin posibilidad de respiro: la aliteración en “s” del último verso dificulta, de hecho, esa exclamación final de la estrofa. Otra combinación de sentidos también terrible es aquella que, en la primera parte, corrobora (mancilla) de modo definitivo la imagen del ser amado:

No, por mis ojos no, que ahora me enseñas

cuatro ríos ceñidos en tu brazo,

en la dura barraca donde la luna prisionera

devora a un marinero delante de los niños (vv. 46-49).

Los dos versos finales son los que sostienen el peso horrendo de la imagen, se pasa de la dureza de la barraca al engullimiento del marinero bajo la mirada de unos niños. De igual manera, ahí es de las pocas veces que aparece el ‘gusto’; si bien las otras veces que asoma también esboza una connotación negativa: verbigracia, en “manzanas mordidas”; o en la segunda parte, cuando la voz poética denuncia: “Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen” (v. 70). Parece una denuncia contradictoria, porque se evoca a la ciudad (símbolo de movimiento, agitación) con cierta nostalgia, una nostalgia que se asume en su paradoja: ciudad de “muertos que comen”, pero que (quizá) se prefiere a una “vida definitivamente anclada” (v. 71).

Como se ha intentado explicar hasta aquí, los sentidos ayudan a configurar la ‘mirada’ del poeta que no se conforma con una experiencia ‘intuitiva’, sino que busca la evidencia, la constatación; de ese modo, aunque primero instiga su ‘vista’, termina por apoyarse en los otros sentidos para alcanzar la consciencia plena, dolorosa (si bien las imágenes, los símbolos usados no solo vienen de lo humano, como se verá, están entroncados en elementos de la naturaleza). En ese tenor, en la segunda parte del poema, el tacto tornará concluyente el hueco, la ausencia y, con ello, tal vez la muerte.8

Elementos naturales

La sección Introducción a la muerte de Poeta en Nueva York inicia con el poema “Muerte”: un poema que pone en relieve el constante flujo de las cosas. La vida parece ser eso, una metamorfosis constante, una búsqueda incesante mediada por el deseo de hallarse, de corresponderse, de ser, en los otros y de otra forma, hasta que, finalmente, sin esfuerzo, sin advertirlo, diminuto, invisible, todo se detiene, todo queda sepultado bajo “el arco de yeso”. ¿La muerte es petrificación? ¿Dejar de fluir es morir?

Con Federico García Lorca no se puede tener una respuesta definitiva. Sus poemas están estructurados a partir de insinuaciones intuitivas, simbólicas, por lo cual la interpretación de las imágenes (los símbolos) que ofrece depende (muchas veces) más del ‘esfuerzo’ por querer comprender que del poema en sí. Con todo, uno se arriesga, intenta explicaciones plausibles. De esta suerte, advierto una profunda continuidad entre el poema aludido y “Nocturno del hueco”: un cierto dinamismo (un flujo de formas) sigue presente en la primera parte del poema, si bien (como hacia al final de “Muerte”) todo parece cesar, detenerse, en la segunda parte. Hay, pues, una especie de metamorfosis en el interior del poema: la voz poética se esfuerza por concebir (constatar) la ausencia del otro, hasta que, de pronto, advierte la inutilidad de su ‘esfuerzo’, reconoce que el vacío está ahí, dentro de sí (ya que hasta “El hueco de una hormiga puede llenar el aire”, v. 44) y deja de interpelarlo, para sumirse en (el hueco de) su propia desolación. Sin embargo, se da cuenta de que asumirlo es aceptar (introducirse en) la muerte. Y en la muerte, ¿se puede sobrevivir?

Antes de intentar una respuesta, hay que reconsiderar la idea de la transformación. Rubén Bonifaz Nuño en su introducción a las Metamorfosis de Ovidio observa que, en efecto, todo está en constante cambio:

Móvil todo como un pantano sin término; cambiante todo sin tregua, cayendo imparable de una apariencia a otra; víctima de una apariencia siempre distinta de la que tuvo hace menos de un instante […] hierve y se revuelve el mundo que contempla el poeta empavorecido […] (Bonifaz, 1985: 9).

Y a continuación, añade el filólogo y poeta:

Mira el hombre en torno suyo, a sus pies; mira hacia arriba, y ni siquiera el orden aéreo y celeste puede otorgarle seguridad y firmeza; pues no sólo es uno el cielo en la mañana y otro al mediodía o en el crepúsculo o en la noche, sino que de un segundo a otro ha dejado de ser, ha cambiado y está cambiando siempre, sin descanso (9).

Sin embargo, también considera que, mientras viva, el hombre siempre intentará hallar una forma de salvarse, buscará asirse de algo que, en medio de ese fluir incesante, eterno, tenga la posibilidad (o la apariencia) de permanencia. “Y acaso su búsqueda no será fallida; acaso la variación misma de las cosas dará a su tormento de existencia alivio racional y definitivo, apoyado en las características mismas de la naturaleza y la divinidad” (Bonifaz, 1985: 11). De modo general, considero que García Lorca, en cierta medida, coincide con estas dos consideraciones que realiza Bonifaz Nuño en torno a las Metamorfosis: el mundo y las formas cambian constantemente y provocan angustia, sin embargo, después de todo, se halla un alivio en el cambio: el dolor también pasará, tras la noche (por más larga que parezca) llega “una madrugada” ¿mejor?, eso no importa, solo el cambio, el momento otro.

De igual manera, tal vez por eso para García Lorca la naturaleza tendrá un lugar privilegiado al momento de la representación simbólica de la angustia ante la muerte: toda esa angustia, esa ansia, ante el cambio es todavía vida, el borde de la vida, el umbral de la muerte. Y ya que la separación de los amantes resulta una especie de muerte, en la primera parte del “Nocturno del hueco” se intenta reflejar el flujo de la vida en imágenes cambiantes, que conllevan movimiento, es la vida que se revuelve (en ansia, en demanda) y va dejando vacíos de una presencia reciente (“recién cortada”), hasta finalmente llegar a la desolación de la segunda parte, donde la muerte parece invadirlo todo con su “grande”, “invisible” rotundidad, y con ello la consumación del desconsuelo (al menos, se encuentra el ancla, la manera de parar el flujo vivo del dolor: no se puede sufrir ya más).

En una lógica semejante, en su conferencia “Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado ‘cante jondo’”, Federico García Lorca señalaba que estos cantos eran poemas verdaderos que tenían un fondo en común: el amor y la muerte:

un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibyla […]. / En el fondo de todos los poemas late la pregunta, pero la terrible pregunta que no tiene contestación. […] El poema o plantea un hondo problema emocional, sin realidad posible, o lo resuelve con la Muerte, que es la pregunta de las preguntas (García Lorca, 1982: 157).

Asimismo, un poco más adelante establece que “el cante jondo canta como un ruiseñor sin ojos, canta ciego, y por eso tanto sus textos pasionales como sus melodías antiquísimas tienen su mejor escenario en la noche” (158). ¿Será por eso que el poeta elige el título de ‘nocturno’ para nombrar un poema que se centra en el amor y la muerte? ¿Será por eso que no advertimos el paisaje ‘nocturno’ real (la noche), sino el sentimiento ‘nocturno’ (la angustia) que se expresa en el canto mismo, en el momento que “Canta el gallo y su canto dura más que sus alas”?

Por otra parte, para el poeta el cante jondo tiene un único personaje: a través de su construcción lírica, de modo admirable, toma ‘forma’, se concreta como algo casi material, el sentimiento de sentimientos: la pena. Por esta razón, explica García Lorca:

Todos los poemas del cante jondo son de un magnífico panteísmo, consultan al aire, a la tierra, al mar, a la luna, a cosas tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro. Todos los exteriores toman una aguda personalidad y llegan a plasmarse hasta tomar parte activa en la acción lírica (García Lorca, 1982: 160-161).

Más allá de que considere que este ‘nocturno’ se asemeja en varios aspectos al cante jondo, me parecía importante apuntar estas conjeturas del autor, porque esta conferencia resulta una de sus primeras declaraciones abiertas con respecto a la función de los elementos naturales en la poesía en general.9 A partir de esta idea, Javier Salazar Rincón elabora un análisis en el que intenta sustentar que

Agua, tierra, fuego y aire son […] los verdaderos pilares sobre los que eleva nuestro autor, con precisa arquitectura, su peculiar universo, y entre todos ellos contribuyen a trazar un sendero misterioso, a medio camino entre la tierra y el agua, y entre la brisa y la llama, a través del cual el hombre expresa desgarradamente su drama íntimo de amor, frustración, y muerte (Salazar Rincón, 2003: 73).10

Por su parte, Manuel Alvar entiende que, si bien, el uso de las imágenes de los cuatro elementos en García Lorca muchas veces entraña significados contradictorios, de modo general, se podría establecer que “Los cuatro elementos primordiales son el fundamento de la visión del mundo, su creación y sus mutaciones; son la esencia de la vida y son también la esperanza de una supervivencia más allá del hecho ineluctable llamado muerte” (Alvar, 1986: 70). Aunque, de inmediato, aclara que “tal es la esencia de la poesía, encontrar los motivos que son eternos y darles validez actual: la Creación es un acto único que se transforma con los siglos, pero que permanece inmutable aunque nos parezca distinta” (Alvar, 1986: 70).

Ahora bien, de los cuatro, el aire es el elemento que se encuentra entre el cielo y la tierra. Así, según Manuel Alvar, el aire es una especie de morada indispensable, por él se transita, en él se erige la vida. Agrega: “el aire no es otra cosa que el trasunto de la realidad terrena, con su plenitud y sus limitaciones. Y el aire, esa criatura que camina, que habla, que silba, que canta, es el símbolo de la vida del hombre, encarnación de lo que el hombre es” (Alvar, 1986: 82). ¿Referencia al soplo divino? Por tal motivo, no es difícil dotarlo de atributos que se suponen ostentan solo los seres vivos. En su aludida conferencia, el mismo García Lorca cifraba en la curiosa materialización del viento la contundencia de la ‘realidad poética’ expresada en la lírica del cante jondo: “El viento es el personaje que sale en los últimos momentos sentimentales, aparece como un gigante preocupado de derribar estrellas y disparar nebulosas” (García Lorca, 1982: 161).

Entonces, no es de extrañar que el aire tenga una personificación manifiesta en la primera parte del poema que aquí se estudia, una personificación, por lo regular, activa:

Puede el aire arrancar los caracoles

muertos sobre el pulmón del elefante

y soplar los gusanos ateridos

de las yemas de luz o de las manzanas (vv. 6-9).

No es solo una representación activa, sino enérgica, pues se conduce con violencia (o, al menos, se circunscribe en una situación marcada por la muerte y el frío). Luego, en el verso “es la voz en la brisa” (v. 26), su presencia anula a la voz, la supedita a su potencia. Asimismo, cuando el poeta sugiere que “El hueco de una hormiga puede llenar el aire” (v. 44), debe entenderse que el vacío propio es tanto que el mero hueco de una hormiga podría dejarlo sin aire, sin posibilidad de respiro.

De ahí que, no mucho después, al borde de la desesperación, suplica:

No, no me des tu hueco,

¡que ya va por el aire el mío!

¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa! (vv. 52-54).

Pareciera pues que, por un lado, se busca materializar el aire y, por otro, si el ser amado ha dejado un vacío, este bien puede ser habitado por el aire. No un aire neutro, calmo, sino activo, agente. ¿Esto es símbolo del dolor? Quizá, ya que el dolor y el sentimiento son las características que García Lorca pondera del viento que se emplea en el cante jondo. Así, puede haber retomado esa materialidad agente del aire, para hacer patente, visible, la angustia, la ausencia del ser amado.11

En cuanto al agua, según Alvar, tiene una connotación dual: puede ser fuente de vida, de fecundidad; pero, al mismo tiempo, “puede ser el elemento que lleva a la disolución, pues deslizándose hacia el abismo es símbolo de la muerte. […] Entonces el agua es sufrimiento, el camino del morir, cuando no la propia muerte” (Alvar, 1986: 80). Así, los versos “y eran duro cristal definitivo / las formas que buscaban el giro de la sierpe” (vv. 16-17) podrían aludir a una fuente que, en su flujo, se cristaliza por el frío, cual medusa que gira sobre sí misma.12 De igual modo, en los versos “Es la piedra en el agua [y es la voz en la brisa] / bordes de amor que escapan de su tronco sangrante” (vv. 26-27), el agua que es obstruida por “la piedra” se convierte en sangre, sangre que se escapa, tal como el amor del ser amado, tal como sucede con las ramas de las hermanas de Faetón, cuando su madre, en su desesperación, intenta revertir su metamorfosis.13

Otro tanto sucede, en el momento en que el poeta quiere “ver los huecos de nubes y ríos” (v. 31), se insinúa la imposibilidad de un amor “fecundo”, y más, porque a continuación se alude a la historia de Dafne y Apolo, al solicitarle al otro (al menos) sus “ramos de laurel”. Más adelante, vuelve a sugerirse otra referencia a las Metamorfosis (¿otra vez, Faetón y sus hermanas?), ya que ruedan huecos ‘puros’ “conservando las huellas de las ramas de sangre / y algún perfil de yeso tranquilo que dibuja / instantáneo dolor de luna apuntillada” (vv. 35-37). La sangre hace pensar en la muerte, pero la idea se confirma con el “perfil de yeso tranquilo” (símbolo de la “Muerte”, como señalé al inicio de este apartado).

Puesto que la sangre y el agua son sustancias semejantes en cuanto a su atributo líquido, fluido, en el lenguaje poético se suele establecer relaciones metafóricas entre ambas y, por lo mismo, “se encuentra por doquier en los escritos de Lorca” (Salazar Rincón, 2003: 77). Igualmente, indica Javier Salazar, el río de sangre suele aparecer como imagen del dolor, la furia o de la destrucción. En el poema se percibe con claridad en la siguiente estrofa, en la que la gran presencia de imágenes relacionadas con el agua (“cuatro ríos”, “barraca”, “marinero”) refiere la destrucción dolorida de algo preciado (¿la inocencia?):

No, por mis ojos no, que ahora me enseñas

cuatro ríos ceñidos en tu brazo,

en la dura barraca donde la luna prisionera

devora a un marinero delante de los niños (vv. 46-49).

No es casualidad que esta estrofa anteceda al estribillo con el que finaliza la primera parte del poema. Esa imagen terrible del marinero devorado provee la última prueba de la separación: ya no hay manera de paliar el dolor tan ‘ancho’ como el tamaño de cuatro ríos. El amor ha sido engullido por las aguas de la desesperación, ha muerto violentamente, definitivamente.

Una vez que el ‘otro’ ha desaparecido, en la segunda parte del poema solo permanece el yo y su vacío: sus huecos, su dolor. Este estado se muestra con una claridad abrumadora: aunque hay una menor cantidad de versos que en la primera parte, aquí se refiere siete veces a imágenes que aluden al fuego, a la luz, a la blancura, a la madrugada. En la primera parte solo hay dos menciones a la luz: la primera en el verso 9, “las yemas de luz”, en las cuales parecen “habitar” los gusanos ateridos; esto es, si es luz es fría, como luz invernal; la segunda en el verso 34, “por mí, por ti, en el alba”, gracias al cual se percibe ya un indicio de claridad, de certeza, pues del hueco de los vestidos, del hueco mudo, del hueco de nubes y ríos, se llega a los “huecos puros” que comienzan su descenso definitivo, su caída en la muerte, como la caída de Faetón (más adelante, retomaré la alusión de este episodio de las Metamorfosis).

Ahora bien, en palabras de Manuel Alvar, “en el simbolismo de todos los pueblos, el fuego es imagen del amor, del espíritu e incluso de la divinidad” (Alvar, 1986: 71). En ese sentido, las cualidades del fuego consisten, grosso modo, en el calor y la sequedad, en la ligereza y la actividad, de tal forma que es capaz de alimentarse por sí mismo, consume lo que se aproxima a él, siempre está en movimiento, en constante flujo. De ahí que se considere el elemento más activo, más veloz, de mayor contundencia, símbolo de la ira y, algunas veces, del conocimiento. Todo esto, pues, apunta a que la presencia del fuego (o de la luz) debería proveer o bien bonanza o bien cierto paliativo. No obstante, la forma en que García Lorca lo utiliza es inversa, es para acentuar la situación desolada, para hacer más patente el vacío que se anunciaba en el aire, en el agua, sobre todo porque ya no queda duda alguna: el contacto con el otro (sea un ser amado, sea una ciudad) ha sido una pretensión (un deseo) vana, superior a la fuerza propia.14 ¿Una vez más la alusión a Faetón? Probablemente sí, pues el caballo y la luz que abundan en esta segunda parte, no pueden dejar de pensarse en relación a los caballos del sol que toma el imprudente joven y lo conducen a su muerte.

Como ya había adelantado, en la segunda parte del poema ya no hay rastros del otro, solo el yo permanece: un yo hueco, que está a punto de disolverse, de desaparecer. Esa insistencia a autoreferirse no solo llama la atención, sino que invita a preguntarse, ¿por qué el empeño?, ¿por qué si, además, todo indica que el movimiento se ha suspendido?

En efecto, el fuego que es símbolo de movimiento (lo mismo que el caballo) aquí no ofrece calma interior, sino una desazón plena. Ese yo “Con el hueco blanquísimo de un caballo, / crines de ceniza. […]” (vv. 57-58), señalan sin lugar a dudas un exceso de luz, de fuego, que invierten el supuesto sentido de serenidad, ya que la luz no es blanca sino blanquísima y remarca lo hondo del vacío; asimismo, del caballo solo queda la ceniza: se ha consumido por completo al intentar alcanzar un imposible: el sol o el ser amado.15

Y luego, el verso 61 otra vez muestra el exceso: “Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada”. La sequedad en la uva indica ausencia de agua, de vida, que se potencia con la desproporcionada blancura de la madrugada. Pero, por si fuera poco, el poeta subraya que “Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo” (v. 62), ya no hay duda: el aire activo, violento, de la primera parte del poema se ha transmutado en la certeza brutal de la luz de esta segunda parte. Los versos siguientes no hacen más que cavar más hondo el hueco implacable del yo, que una vez más se observa “Con el hueco blanquísimo de un caballo” (v. 65). Empero, ahí donde quizá no puede hundirse más, el poeta halla un ancla definitiva, que lo sostiene en el “caballo” de su vida (o de su muerte, pues, el anclaje solamente podría darse en la firmeza de la tierra, o bajo tierra). La consciencia acerba no se hace esperar:

No hay siglo nuevo ni luz reciente.

Sólo un caballo azul y una madrugada (vv. 73-74).

¿Pero es feliz este anclaje? ¿De qué sirve tanta luz, la certeza? ¿Es preferible a los flujos inconstantes de las formas, de los sentimientos? Y ¿se permanece todavía en un ánimo ‘nocturno’ o ya, de plano, en el ‘hueco’ más oscuro? No importa. El vacío exhibe nada menos que la muerte: la muerte de un amor, la muerte del otro y la muerte propia. Una muerte en vida, plena de luz, plena de sinrazón. Una vez que se certifica la ausencia del ser amado por medio de los sentidos y los elementos primarios, quizá lo único que queda es intentar salvar al sí mismo, una especie de redención mística, pues la voz poética se hunde en la noche oscura para reposar la frente, para dejar sus ansias y cuidados en el pecho amoroso de la muerte: morir para sobrevivir, para volver a vivir. Parecería que muy en el fondo, el poeta invocara aquella sentencia de Marco Aurelio que reza: “Acuérdate de tener siempre presente este pasaje de Heráclito: ‘La muerte de la tierra es convertirse en agua; la muerte del agua es transmutarse en aire; la del aire, hacerse fuego, y al contrario’” (Meditaciones IV: 46). Es decir, a semejanza de la naturaleza, harto convocada entre líneas, el yo poético debía consumir los elementos primitivos de su amor en el flujo constante de la materia: la muerte (quizá) no era otra cosa más que un tránsito necesario para el surgimiento de una nueva vida.

Bibliografía

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1A partir de una propuesta de lectura estética de Kant, Sergio Espinosa Proa señala que, en tanto que la sensibilidad es la responsable de ofrecerle al entendimiento un escenario, un eje temporal y otro espacial, la sensibilidad se ata (fácilmente) a la presencia de las cosas. “Incluso la ausencia es sentida sólo cuando se hace presente, cuando lo ausente se presenta” (Espinosa, 2016: 245).

2“Nocturno del hueco” es el segundo poema de la sección vi, Introducción a la muerte, de Poeta en Nueva York y fue publicado con anterioridad en la Revista Caballo Verde para la Poesía. Las citas se extraen de (García, 2015: 234-236).

3Algunas ideas generales de este trabajo surgieron a partir de mi lectura de Gabriel Rojo Leyva: “Análisis de tres poemas de Poeta en Nueva York de F.G.L” (Mazzoti et al, 1990: 77-152).

4Aunque en el poema no aparece la noche como tal, cabe recordar que, desde los modernistas, los nocturnos se convirtieron en “un paisaje, una atmósfera, un escenario, una música por los que los poetas se acercaron si no al absoluto metafísico como deseaba Novalis, sí al conocimiento de sí mismos; si bien este conocimiento no les reveló un orden superior, los acercó a un orden profundamente humano desbordado de emociones. La abundancia y pesantez de los nocturnos sombríos muestran el testimonio nítido o borroso que el poeta deja de su lucha con las sombras, los miedos, los fantasmas, los abismos y vacíos que habitan en […] la naturaleza humana” (Cuellar, 2002: 87). Aparte de este poema, encontramos otros dos ‘nocturnos’ en Poeta en Nueva York, ambos en la sección Calles y sueños: “Paisaje de la multitud que orina (Nocturno de Battery Place)” y “Ciudad sin sueño (Nocturno del Brooklyn Bridge)”. Si bien ambos poemas tienen puntos en común con “Nocturno del hueco” (por ejemplo, la visión un tanto antropomórfica de la naturaleza, escenas violentas e imágenes desoladas), en ellos la noche sí es un espacio real (se centran en un aspecto o situación nocturna experimentada en una ‘ciudad’) y no solo metafórico, como se podrá apreciar en el poema que aquí se estudia.

5Para Kant, el espacio y el tiempo son condiciones del sujeto, de la subjetividad. En el espacio se ‘presentan’ los fenómenos externos, es decir, “lo que nosotros llamamos objetos exteriores no son otra cosa que simples representaciones de nuestra sensibilidad” (Kant, 2010: 69). En cambio, el tiempo es la condición del sentido interno, determina la relación entre las representaciones existentes en nuestro interior (Kant, 2010: 72). Esto es, “el tiempo no es más que una condición subjetiva de nuestra (humana) intuición (que es siempre sensible, es decir, en la medida en que somos afectados por objetos) y en sí mismo, fuera del sujeto, no es nada” (Kant, 2010: 73). A mi modo de ver, es relevante comprender esta concepción del tiempo y el espacio, debido a que, en cierta medida, en la construcción del poema, se pasa de una representación externa de la oquedad a su ‘construcción’ interna, tal como si la primera parte del poema estuviera pensada en el eje ‘espacial’, de los exteriores, y la segunda en el eje ‘temporal’, del interior; de ese modo, en la primera parte los cinco sentidos se muestran más activos, tratando de ‘constatar’ los datos ‘concretos’ que certifiquen el ‘hueco’, la ausencia del amado; luego, entra en juego la ‘razón’ para intentar no solo entender, sino aceptar, interiorizar el ‘hueco’.

6Sin embargo, según Kant, “aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia” (Kant, 2010: 40). Por tanto, el conocimiento empírico surge sí de las impresiones sensitivas, pero también de nuestra propia facultad de juzgarlas; esto quiere decir que existen dos troncos del conocimiento humano: el de la sensibilidad y el del entendimiento. “A través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda los pensamos” (Kant, 2010: 68). Así, pues, en las afirmaciones que hago arriba no pretendo decir que todo conocimiento del mundo sea empírico, sino que, a partir de que los objetos ‘afectan’ los sentidos, se inicia el movimiento de la capacidad de entendimiento para juzgar esta primaria representación y, desde ahí, se construye o no conocimiento. Además, como bien lo advierte Sergio Espinosa Proa, ya que la razón trabaja con una transcripción sensible, “con una interpretación que de lo real” que traman los sentidos, podría afirmarse que “El conocimiento es por ello, respecto de lo real, una doble destilación -sensible, primero, inteligible, después-” (Espinosa, 2016: 245).

7En palabras de Kant: “Los colores no son propiedades de los cuerpos a cuya intuición van ligados, sino que son simples modificaciones del sentido visual al ser éste afectado de alguna forma por la luz” (Kant, 2010: 68). En ese sentido, ni el sabor ni los colores “constituyen representaciones a priori, sino que se basan en una sensación y, en el caso del sabor, incluso en un sentimiento (placer o displacer), como efecto de la sensación” (Kant, 2010: 68). Por su parte, Schopenhauer fue más tajante: “Lo que el ojo, el oído y la mano sienten no es intuición; son meros datos” (Schopenhauer, 2014: 37)

8Aunque, como se dijo al principio de este apartado, también puede pensarse que, ya que el mundo es representación de formas, se necesita pasar de los sentidos al entendimiento de la situación, necesita entrar la certeza ‘racional’ de lo mero aparente.

9Esta idea por sí sola daría para un análisis más exhaustivo. Para los fines de mi investigación baste con los señalados.

10De este artículo también resulta interesante la referencia al dibujo que García Lorca realizó para ilustrar el libro Una rosa para Stephan George de Ricardo E. Mollinari, en el cual, según Javier Salazar, el autor resume “su visión de mundo y su concepción misma de la poesía”. Tal imagen es una flor en la que se nombra a los cuatro elementos naturales. En la raíz escribe “Tierra para tu alma”; en los costados, como si de dos ramitas se tratara, glosa: “Agua para tu amor” y “Fuego para tu ceniza”; y sobre los pétalos (en el aire): “Aire para tu boca”. El investigador concluye que “A primera vista, la imagen nos parece una síntesis del cosmos y una afirmación de amor y vida, y, sin embargo, su perfil se halla surcado por la presencia insistente del vocablo ‘Muerte’, que, partiendo de la tierra, surca el tallo hasta alcanzar el cáliz de la flor” (Salazar, 2003: 86).

11Manuel Alvar apunta que, en efecto, “las humanizaciones [del aire] que García Lorca dispone acaban en un término fatal e ineluctable: la muerte. […] El aire es una presencia homicida” (Alvar, 1986: 83). Por su parte, Javier Salazar Rincón comprende que “La aparición del aire señala sobre todo la ausencia del ser amado, y el espacio que ocupa su perfil invisible y añorado” (1998: 309).

12Mi interpretación podría resultar exagerada, pero si se toma en cuenta que tal imagen ‘proviene’ de la primera de las Soledades de Góngora, en la que el agua se comporta como una serpiente no sería tan descabellado: “el pie villano, que groseramente / los cristales pisaba de una fuente. / Ella, pues, sierpe, y sierpe al fin pisada / (aljófar vomitando fugitivo / en lugar de veneno), / torcida esconde, ya que no enroscada […]” (vv. 318-323).

13Javier Salazar Rincón advierte que, a pesar de ser un símbolo de la vida, el agua “revela lo precario y transitorio del vivir, su transcurso irreversible y constante, el abandono, el olvido y, sobre todo, el fluir incesante de las cosas hacia el océano de la muerte” (1998: 92).

14Javier Salazar reconoce, en cambio, la doble significación del fuego: “en su imagen bifronte es posible descubrir el abrazo de la vida y la aniquilación del amor y de la muerte” (1998: 166).

15Y la ceniza, según Javier Salazar, anuncia “el ocaso de los deseos, la extinción de la hoguera amorosa, el enfriamiento de los amantes y la desaparición del amor” (1998: 187).

Recibido: 20 de Junio de 2022; Aprobado: 04 de Octubre de 2022

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