Trasladar las clases en línea
Al comenzar este año, la variante Omicron, muy contagiosa, incrementó los casos de Covid, por lo cual en los Estados Unidos (EUA) y Canadá muchas universidades e instituciones de educación superior retrasaron el regreso a clases presenciales, y muchos incluso las pasaron (de nuevo) al modo virtual (Saul, 2021: A14). Aunque las preferencias difieren, y a menudo de forma muy marcada, para muchos estudiantes universitarios la educación en sí no se ve necesariamente perjudicada por el aprendizaje en línea, siempre que, por supuesto, se disponga del equipo adecuado y de acceso a internet. Lo que muchos estudiantes echan de menos es la vida social en el campus. Las encuestas muestran que los niños de las escuelas de primaria a secundaria también echan de menos estar físicamente con otros niños, pero el cierre de los edificios escolares ha supuesto el fin de la educación para muchos de ellos. En todo el mundo, millones de niños carecen de acceso a computadores y/o a internet. Para muchos profesores, sobre todo encargados de grupos desde el último año del jardín de niños hasta el quinto grado de primaria, el hecho de verse obligados a impartir clases en línea resultaba, en el mejor de los casos, desorientador, e incluso hacía que los conocimientos adquiridos en el aula durante décadas resultaran repentinamente irrelevantes. Incluso para aquellos niños cuyos padres dejan de trabajar para supervisarlos en casa, para muchos aprender en línea ha significado aprender menos.
Problemas relacionados con la pandemia
Leonhardt (2022) enumera en un artículo de principios de año: 1) las “disparidades de rendimiento” que se generaron a medida que los niños que aprendían en línea quedaban muy por debajo de las expectativas de su grado; 2) los “problemas de salud mental” que se han visto agravados por el aislamiento y la disrupción que causó la pandemia; tres organizaciones de médicos, incluida la Academia Americana de Pediatría, declararon recientemente el estado de emergencia en relación con la salud mental de los niños, mencionando los aumentos (leves en el caso de los adolescentes varones, y severos en el caso de las jóvenes) de los intentos de suicidio; 3) el aumento de la violencia con armas de fuego contra los niños, que forma parte de un aumento más amplio de la delincuencia en todo el país (tanto en Canadá como en EUA, (Leonhardt, 2022: A12).2
Incluso ahora que las escuelas han vuelto a abrir sus puertas, se han presentado problemas relacionados con la pandemia, como la “pérdida de aprendizaje y el aislamiento”, ya que algunos de los rasgos antes normales de la vida escolar -la hora de la comida, las actividades extraescolares, las asambleas, las excursiones escolares, las reuniones entre padres de familia y profesores, los horarios fijos de los autobuses- se han visto alterados, y en algunos casos incluso han desaparecido (idem). Los profesores observan actualmente ”problemas de comportamiento” entre los alumnos que antes se mostraban muy cooperativos (idem). Como lo menciona Leonardt, citando a Kalyn Belsha de Chalkbeat, “las escuelas dicen que están viendo un aumento en los comportamientos disruptivos. Algunos son obvios y visibles, como los estudiantes que destrozan los baños, se pelean por las redes sociales o salen corriendo de las aulas. Otras son llamadas de auxilio más silenciosas, como estudiantes que bajan la cabeza y se niegan a hablar” (cit. por Leonhardt 2022: A12), ”es un caos”, afirma Leonardt citando a Keri Rodrigues, presidenta de la Unión Nacional de Padres (de EUA) (idem).
Tras 21 meses de cierre, el más largo del mundo provocado por una pandemia, Uganda reabrió sus escuelas el 10 de enero de 2022. Demasiado tarde, dicen muchos educadores, ya que el cierre de casi dos años ha cobrado un “coste perdurable”, borrando “décadas” de logros educativos (Blanshe y Dahir, 2022: A4). A pesar de la oferta de aprendizaje en línea, más del 50% de los alumnos de las escuelas públicas de Uganda abandonaron los estudios, más de la mitad de ellos para trabajar y mantener a sus familias en apuros (idem). Es posible que esos niños no vuelvan nunca a la escuela, según temen los funcionarios del gobierno. No se espera que miles de escuelas vuelvan a abrir, ya que innumerables profesores no regresarán a sus aulas, al haber encontrado otro trabajo para compensar la pérdida de ingresos durante el cierre (idem). ”El daño es extremadamente grande”, dijo Mary Goretti Nakabugo, directora ejecutiva de Uwezo Uganda, una organización sin ánimo de lucro con sede en Uganda que realiza investigaciones educativas. A menos que se realicen esfuerzos intensivos para ayudar a los estudiantes a ponerse al día, dijo, “podríamos estar frente a una generación perdida” (cit. por Blanshe y Dahir, 2022: A4).
Tal vez estén los especialistas en educación superior pensando en voz baja que los estudiantes de primaria y secundaria no son de su incumbencia. Piénsenlo de nuevo: es posible que los estudiantes con problemas académicos ni siquiera lleguen a la universidad, lo que presagia un descenso notable de las matrículas universitarias, que reducirá los presupuestos y obligará a prescindir incluso del profesorado titular. Los alumnos que lleguen a sus aulas pueden ser incluso menos capaces de completar el plan de estudios que aquellos con los que están trabajando ahora. La catástrofe educativa que ha supuesto la pandemia de Covid-19 para los estudiantes de primaria y secundaria es como un tsunami que se prepara para inundar la educación superior en todo el mundo.
La tecnologización y sus daños colaterales
La tecnologización, que se da incluso al nivel del pensamiento como lo demuestra la crítica de Adorno-Horkheimer a la Ilustración, es la macrotendencia de los últimos siglos. La pandemia de Covid-19 no ha hecho más que acelerar y ampliar su alcance a medida que los niños pequeños se han visto obligados a mirar fijamente las pantallas para aprender a leer, escribir y calcular. El gran teórico canadiense de los medios de comunicación Marshall McLuhan sabía hace 70 años que la tecnologización de la vida humana no sólo instrumentalizaría la razón y reduciría a las personas a ser capital humano, sino que se verían reducidos a ello nuestros cuerpos (pensemos en los relojes inteligentes que controlan los pasos dados, el ritmo cardíaco y la presión arterial) y nuestras emociones (pensemos en lo vulnerables que son especialmente los adolescentes al acoso en línea, pero también los profesores universitarios corren el riesgo de ser avergonzados en sitios en línea centrados en los estudiantes como ”RateMyProfessors.com”. A pesar de los daños, la humanidad parece estar comprometida de forma acrítica con la tecnología y su desarrollo acelerado. Hoy me centraré en sus daños colaterales, plasmados sucintamente en el antiguo lema de Facebook “Muévete rápido y rompe cosas” (cit. por Diebel, 2022: 43). Lo que está en peligro de romperse no es sólo la escuela y las universidades, sino ni más ni menos que nosotros mismos: como ciudadanos, como educadores, como personas privadas.
La tecnodinámica de la construcción de la Nación
En el nuevo milenio, el Estado-Nación muta, no sólo en un matrimonio de ambos (Nación y Estado), sino también mediante su fusión en el ámbito informático. El aprendizaje en línea crea ciudadanos (supra) nacionales, instituyendo conocimientos y lealtades (supra)nacionales, inmersos en programas informáticos, hechizados por la mirada de Medusa a través de la pantalla. A esto se le podría llamar la tecnodinámica de la construcción de la Nación, invocando una identidad (supra)nacional acentuada por avatares, pasaportes que son ahora nombres de usuario y códigos de acceso para ciudadanos sin alma de ninguna parte, mientras la humanidad huye de la tierra saqueada hacia la Nube. La confianza escatológica de los cristianos se seculariza como tecnoutopismo.
El énfasis que pone el Estado-Nación sobre su excepcionalidad, a veces asociada con su (a menudo supuesta) pureza y peculiaridad étnica, con la mitificación de su historia y su futuro, se hace global, una Nación mundial unida por el software (cabe por supuesto preguntarnos si el estallido del nacionalismo de viejo cuño en Brasil, China, Hungría, Polonia, Rusia, Turquía, EUA y otros lugares constituye un retroceso). Las reivindicaciones de singularidad de muchas naciones ya se habían visto socavadas por las exigencias de ”desarrollo” posteriores a los años sesenta, entonces asociadas a menudo con los EUA, pero ahora también con China, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Ahora el desarrollo implica la tecnologización, la infraestructura diseñada para interconectar los mercados, globalizando no sólo el comercio y el capital, sino también la cibercultura. El propio concepto de “globalización” encubre el nacionalismo, el imperialismo y el colonialismo que conlleva. A pesar del rechazo de la que es objeto (populismo de derechas y otras formas de nacionalismo reaccionario), la globalización continúa, especialmente como tecnologización, lo cual se vuelve evidente en la dataficación de la educación.
Un estado de ánimo tecnototalitario
Las “escuelas” -incluyendo entre ellas las universidades- se están convirtiendo en “centros de producción de datos”, ya que los “estudiantes” son sometidos a tecnologías de “minería de datos” y ”análisis de datos” que “rastrean todos sus movimientos digitales” (Williamson, 2017: 6). Los llamados “corredores de datos”, “recopilan, preservan y acumulan” esta información, y luego “la venden de nuevo a los actores de la educación” (ibid.: 7). Los niños ya han sido reducidos a “aprendientes”, a capital humano, a “individuos centrados en su interior cuya propia autorresponsabilidad, competencia y bienestar -el fondo de su alma íntima, su vida interior y sus hábitos mentales- han sido fusionados con el objetivo político de la innovación económica” (Williamson, 2013: 83). “Innovación” es ahora una palabra orwelliana para referirse a la explotación.
¿Qué papeles desempeñan los profesores-ciudadanos en esta “dataficación de la vida social”?, se pregunta Williamson (2017: 71). Los educadores son rebajados a “oficinas capturistas de datos” (ibid: 82), técnicos que vigilan el aprendizaje de los estudiantes, que son a su vez sometidos a la “gobernanza digital”, obligados a “proporcionar datos detallados e ‘íntimos’ ” relativos a sus “prestaciones” que luego se ponen a disposición para “la exhibición y el escrutinio público” (idem).
Nosotros, los profesores, podemos incluso ser sustituidos, ya que la “pedagogía” se convierte en una tarea llevada a cabo por “máquinas automatizadas”, los llamados “robots docentes” y “tutores cognitivos”, lo que Williamson denomina “agentes de software informatizados diseñados para interactuar con los alumnos, realizar análisis constantes en tiempo real de su aprendizaje y adaptarse con ellos” (ibid.: 7).
La “dataficación” de la educación
Estos desarrollos evidencian la “dataficación” de la educación, su recodificación como “información cuantificable” almacenada en “bases de datos” para “medir y calcular” (ibid.: 9). Incluso el propio yo privado se cuantifica, con dispositivos habilitados con sensores que rastrean los movimientos, los patrones de sueño, los sentimientos y la actividad sexual de la persona, “vaciando el yo de todo y cualquier significado” a medida que el “yo se desagrega en datos hasta que no queda ningún sentido” (idem). “La razón por la que tanto la vigilancia tradicional como el monitoreo de datos entran en conflicto con las nociones de libertad”, explican Couldry y Mejías (2019: 155), “deriva de algo común a ambos: su invasión del espacio básico del yo en nombre de un poder externo”. Ese poder externo es el software.
Compuesto en forma de códigos, el software es -como se sabe- un conjunto de instrucciones, estructurado y vuelto operativo mediante algoritmos, lo que Williamson (2017: 53) resume como la conversión de “entradas” en “salida[s]”. El código hace que el software “funcione” (idem). El código programa la realidad, cooptando nuestra “intervención (quién hace qué), la materialidad (lo que podemos tocar, ver y oír) y sociabilidad (cómo formamos vínculos y pertenencia colectiva)” (ibid.: 6). Williamson ve el software como un “sustrato”, pero no hay nada “subyacente” en él, ya que -según admite- el código estructura “nuestras percepciones, sensaciones y transacciones personales, y cristaliza nuevas formaciones sociales, públicos y grupos” (ibid.: 56). Nunca “inocente”, reconoce Williamson, el código “deriva de las visiones sobre el mundo de sus creadores tal y como se proyectan en sus receptores”.
Proyectados e implantados, podría haber añadido, ya que se interiorizan psíquicamente (Han 2017: 12) -”nos tranquilizan los datos que nos sosiegan en la inmovilidad y finalmente en el sueño sin pensamientos” (Koopman 2019: vi)- y se aplican por medio de la conducta, una escala de estructuración que Williamson (2017: 56) reconoce de esta manera: “el código [...] potencializa y, en última instancia, genera la vida política, cultural y económica colectiva”. Los ingenieros de software y los programadores no sólo gestionan “sistemas técnicos”, sino también “resultados sociales”. En efecto, codifican lo que antes se llamaba sociedad.
La “ciudadanía” y la “sociedad” virtuales
Los algoritmos garantizan el “ordenamiento social, la gobernanza y el control”, lo que Williamson caracteriza como una “ideología algorítmica”. Esa ideología significa que “los codificadores [...] seleccionan nuestros valores por nosotros y priorizan potencialmente los intereses de las empresas tecnológicas privadas sobre los intereses y preocupaciones públicas” (Williamson 2017: 61). En realidad, no hay “potencialmente” en ello, ya que las “empresas tecnológicas privadas” usurpan los “intereses públicos” y al hacerlo se constituyen en funcionarios de facto del tecnoestado, y así estructuran, gobiernan y dirigen a la “ciudadanía”, un concepto ahora virtual que ya no es exclusivamente geográfico, étnico o mitológico.
El control ideológico puede parecer casi completo, ya que la educación concebida como una de las humanidades -incluso como una ciencia social- es sustituida por las llamadas “ciencias de los datos” educativas, derivadas de las “ciencias del aprendizaje” psicológicas y cognitivas (Williamson 2017: 103; véase también Taubman, 2009). Una de ellas, la psicoinformática (Koopman 2019: 19), despliega la “minería de datos” y el “aprendizaje automatizado” para “detectar, caracterizar y clasificar patrones de comportamiento” (Williamson 2017: 107). “La ciencia de datos en educación”, explica Williamson, se traduce en el “seguimiento sin precedentes de los comportamientos y acciones de los estudiantes a través de big data y su análisis mediante técnicas algorítmicas de minería de datos y aprendizaje automatizado”. Una vez asociada a la emancipación (por ejemplo, Gordon, 1985), la educación se vuelve exclusivamente técnica, sellada dentro de un software cuya arquitectura constituye un panóptico mundial, al que podríamos llamar el Estado-Nación tecnológico.
El software de análisis del aprendizaje está diseñado para hacer un seguimiento de los estudiantes individuales en “tiempo real”, para predecir el “progreso futuro”, implementando una vigilancia al servicio de la optimización del “aprendizaje” (Williamson 2017: 108). El supuesto es que “el acceso de los estudiantes al conocimiento” puede convertirse en una función de “ técnicas y procesos automatizados y algorítmicos” (ibid.: 111). El hecho de entender parece accesorio, la evaluación lo es todo, ya que lo que se busca son tecnologías que “hagan posible la medición y gestión emocional” (ibid.: 124). Se hace presente el concepto de institución total acuñado por Goffman (1961), la “posibilidad de convertirse, o ser convertido, de una persona viva en una cosa muerta, en una piedra, en un robot, un autómata, sin autonomía personal de acción, un ello sin subjetividad” (Cohen y Taylor, 1972: 109). La institución total a la que se refería Goffman era la cárcel, ahora también una metáfora del Estado-Nación tecnológico.
La medición y la gestión se codificarán en nuevos “dispositivos y plataformas que miden e intervienen en el cuerpo, el comportamiento y el estado de ánimo del alumno”, advierte Williamson (2017: 124). Este tipo de escala totalizadora de medición e intervención no se limitará a los “aprendientes”. Como aprecia Williamson (ibid.: 130): “Las tecnologías persuasivas basadas en datos [...] confieren a los ciudadanos formas particulares de pensar y comportarse, es decir, para educar a los ciudadanos a participar en los estilos de gobierno dominantes de la sociedad”. Esa “sociedad” es virtual, no real, y sus “estilos” son software diseñados, homogéneos, estandarizados, lo que el filósofo político canadiense George Grant sospechaba que sería “una tiranía universal, destinada a erradicar las aspiraciones históricas del mundo occidental y particularmente sus experimentos norteamericanos”. La ciudadanía en esa “sociedad” está asegurada por la seducción.
Objetivo: no sólo la educación, sino también la naturaleza
La dataficación de la educación se extiende mucho más allá del aprendizaje de los estudiantes, implementando lo que a Williamson (2017: 146) le preocupa como una “estrategia biopolítica” para producir ciudadanos “a prueba de patologías” capaces de hacer frente a las “tensiones y ansiedades propias causadas por la combinación de las políticas gubernamentales y la cultura capitalista”. No sólo “a prueba de patologías”, sino también “maximizados emocionalmente”, ya que “el bienestar personal se entiende como el prerrequisito para el desarrollo del capital humano productivo en el entorno del capitalismo digital” (idem). No sólo se trata de la educación, sino también de la naturaleza: la “genómica educativa” se basa en datos “sobre el genoma humano para identificar rasgos particulares que se interpretan como asociados con el aprendizaje”, de modo que los empleados de las empresas pueden desarrollar el plan de estudios de acuerdo con el “perfil de ADN” de cada estudiante (ibid.: 155).
La “neuroinformática” conecta “los conocimientos de las neurociencias con el desarrollo técnico, las ambiciones comerciales y los objetivos gubernamentales”, proporcionando una infraestructura para la “neuroeducación”, basada en la “naturaleza cerebral del aprendizaje”, que es revelada a través de “técnicas avanzadas de escaneo e imagen del cerebro” (ibid.: 159). Entre las aplicaciones se incluyen “programas de entrenamiento cerebral por ordenador y formas multimodales de realidad virtual diseñadas para estimular las regiones del cerebro asociadas al aprendizaje, así como el diseño de agentes tutores artificiales ‘similares a los humanos’ ” (idem). Se acabaron los pagos de pensiones, los edificios (cada uno de los cuales requiere un mantenimiento): la pantalla a la que mira el alumno lo proporciona todo: el control total en nombre del “aprendizaje”.
Estar en línea: la no-coincidencia
La no-coincidencia -el espacio interior abierto- me parece una cuestión fundamental aquí, ya que la “integridad mínima del yo es el conjunto de límites que constituye a un yo como un yo”, con lo que Couldry y Mejías (2019) se refieren a ese espacio interior de separación de (no-coincidencia con) lo que es, que proporciona el “dominio materialmente fundamentado de la posibilidad que el yo tiene como horizonte de acción e imaginación”, por ejemplo ese “espacio abierto en el que cualquier individuo dado experimenta, reflexiona y se prepara para decidir su forma de actuar”. Couldry y Mejías (2019: 161) advierten: “Al implantar la vigilancia automatizada en el espacio del yo, nos arriesgamos a perder precisamente esto -el espacio abierto en el que continuamente nos controlamos y transformamos a lo largo del tiempo- que constituye para cada uno de nosotros su yo en absoluto”. Este espacio de no coincidencia -un espacio vacío interior en el que uno llega a formarse como individuo a través de las relaciones con uno mismo y con los demás (incluyendo los animales y objetos no humanos) - es el requisito previo para formar una relación autoconsciente con los dispositivos, lo que Couldry y Mejías (2019:156) caracterizan como “vivir con un enemigo íntimo”. Dado que el dispositivo excluye la negociación, esta relación requiere la separación, en aras de la autopreservación y de la libertad, un concepto político con su sustrato subjetivo.
El espacio interior vacío
Como si se originara en ese espacio interior vacío, la “voz” humana -ese “recuento no modulado y no predictivo de la experiencia, alguna vez valorado como parte de la vida social” (como lo caracterizan Couldry y Mejías (2019, 148)- está “excluida del análisis del big data”. El yo se fragmenta al ser cuantificado, lo que facilita una “absorción [de] la vida humana en una totalidad externa -el mundo aparentemente autosuficiente del procesamiento continuo de datos” (ibid.: 156). Sin libertad no puede haber ética, ya que “la ética debe partir de la comprensión del yo” (ibid.: 151). Si bien el yo es social, también puede ser asocial, solitario, un yo privado, que se mantiene a través de circunstancias mudables, incluyendo un yo cambiante; la coherencia subjetiva proviene de la no coincidencia con el propio yo, posibilitada por la soledad, la privacidad, la meditación (Kumar 2013). Si bien “todos los valores, como la privacidad, se negocian socialmente”, reconocen Couldry y Mejías (2019: 183), “hay algo distintivamente complejo acerca de la privacidad y, específicamente, de la importancia de la privacidad para la autonomía (entendida como la capacidad de ‘encontrar el propio bien a su manera’)”. Atraídos por la tecnologización, muchos podrían haber perdido ya el rumbo: “debemos reconocer que somos, la mayoría de nosotros, profundamente cómplices del orden del colonialismo de los datos, nos guste o no” (ibid.: 194). Pero cualquier “rediseño de nuestras relaciones existentes con los datos es mucho más que decir no”, advierte, concluyendo:
En lugar de callar, es mejor, al situarnos a un lado del camino del colonialismo de datos, sostener lo que sabemos: que la integridad mínima del yo no puede ser simplemente delegada o subcontratada a sistemas automatizados; que el nuevo orden social que se está construyendo a través de los datos producirá patrones de poder y desigualdad que socavan todas las prácticas significativas de libertad; y que estas contradicciones con valores importantes todavía pueden, por ahora al menos, ser percibidas como lo que son (ibid.: 214-215).
La lucidez y la “crítica” parecerían ser el “último resorte” de la humanidad (véase Koopman 2019: 180). Ya es demasiado tarde, nos dice Han (2017: 6-7): “[n]o puede surgir ninguna resistencia al sistema en primer lugar”, afirma, explicando que “bajo el régimen neoliberal de auto-explotación, la gente está volcando su agresividad contra sí misma”, una “auto-agresividad [que] significa que los explotados en vez de volcarse hacia la revolución se inclinan por la depresión”. Es como si nos diéramos cuenta -al menos subliminalmente- de que “la comunicación y el control se han convertido en uno, sin remanente. Ahora, cada uno es su propio panóptico [...Nos] hemos convertido en nuestros datos”, concluye Koopman (2019: 204).
Tres formas de identidad
Moeller y D’Ambrosio (2021) enumeran tres formas de identidad: la sinceridad, la autenticidad y lo que denominan profilicidad, que es concretamente el perfil en las redes sociales. Asocian la sinceridad con la premodernidad, pues implica coincidir con el rol de uno, desempeñarlo lo más correctamente posible, con sinceridad.3 La autenticidad, la asocian con la modernidad; invierte la sinceridad al hacer que el papel de uno sea un reflejo de su ser interior. Mientras que en ambos casos el personaje público refleja supuestamente el yo privado, en la sinceridad esto se consigue fusionando el interior con el exterior,4 un movimiento que supuestamente se invierte en la autenticidad. Por lo que respecta a la profilicidad, Moeller y D’Ambrosio (2021: 250) la asocian con la postmodernidad, la época actual, en la que la vida está en línea, donde la presentación pública de uno -el perfil de uno- obedece y se dirige a “audiencias específicas”, apoyándose en “procesos de retroalimentación”5 que nos impulsan a ajustar nuestro perfil para que corresponda a lo que les gustará a los demás.6 Moeller y D’Ambrosio (2021: 20-21) sugieren que, aunque a veces se segregan entre diferentes grupos y lugares, los tres pueden coexistir. No obstante, en el mundo tecnologizado, “tener éxito, o simplemente ser, depende en gran medida de la profilicidad” (ibid.: 185).
No hay interioridad en la profilicidad
Moeller y D’Ambrosio confieren a la profilicidad un poder aparentemente sin límites, un determinismo que, aunque parezca empíricamente preciso, no deja de ser teóricamente simplista. La política y la moral, señalan, son dos ámbitos que la profilicidad pervierte. Moeller y D’Ambrosio señalan a Donald J. Trump como el aprendiz consumado de la política en la era de la profilicidad. Refieren que Trump al principio desestimó la frase “drain the swamp” (drenar el pantano) por considerarla estúpida, pero después de ver cómo sus partidarios de derechas se apoderaban de ella, la repitió sin cesar, una maniobra que, según nos dicen Moeller y D’Ambrosio (2021: 26-27), demostró su “destreza en profilicidad”. Lo que evidencia, por supuesto, es la corrupción moral de Trump, defecto este último que no es nuevo en la política ni en la “profilicidad”. La moralidad está igualmente corrompida, continúan, ya no se trata de “ser” o “hacer el bien” puesto que “lo que decimos” perfila nuestra moralidad más que “lo que hacemos”. Lo que importa es “lo que se ve y, sobre todo, lo que se ve como siendo visto”. Lo que ellos denominan “discurso de la virtud” constituye la identidad moral de cada individuo (idem). En nuestra época -una “era de aceleración infinita de la infoesfera” (Berardi, 2012: 10)- la “superficie” es lo “auténtico” (Moeller y D’Ambrosio, 2021: 29). En la profilicidad no hay, pues, interioridad, ni presencia subjetiva, sólo maquinación para “confeccionar” un perfil que “venda”.7
Moeller y D’Ambrosio (2021: 47-48) 8 no sólo respaldan el completo colapso de la moralidad en la conveniencia -la popularidad se convierte en el sueño de todos, que se alcanza a cualquier precio- sino que parecen estar seguros de que la profilicidad constituye un “modo avanzado” de “percepción [...] más maduro” que ser fiel a uno mismo. Y yo que creía que la “madurez” -en la medida en que el término deja de lado su denotación meramente evolutiva- tenía que ver con la independencia de criterio, el juicio incisivo, la sensibilidad y demás.9 Resulta que todo eso es una versión de la “autenticidad”, ahora que el paradigma de la identidad está prácticamente descartado; identidad que es, bueno, de todos modos carente de autenticidad, ya que (como aseguran Moeller y D’Ambrosio (2021: 47-48)) la “autentificación” de “mi autenticidad” debe ser hecha por otra persona auténtica. Si la autentificación de la madurez propia, es decir la autenticidad, debe venir de otros, uno puede estar completamente seguro de que no es ni maduro ni auténtico. Pero ahora, bajo las condiciones de la profilicidad, la autentificación de la propia presencia no es autoconferida ni concedida por los seres queridos, sino por otros anónimos; el “punto ya no es ser visto, sino ser visto siendo visto”. Lo que importa es la sombra de uno, no la sustancia, ya que son las “reacciones positivas” al perfil de uno las que Moeller y D’Ambrosio consideran “cruciales” en la “emergencia” y el “mantenimiento” de la “autoidentidad” (ibid.: 52-53); este último término resulta ser una confusión de “yo” e “identidad”, dos conceptos sí entrelazados pero difícilmente (si uno es maduro o auténtico) fusionados. En la profilicidad los dos se (con)funden, ya que, sugieren, “ser uno mismo” es “mucho más difícil” sin la “validación” de los otros anónimos, dependientes como somos de ella. No hay problema, lo único que importa es la visibilidad, “ser visto” (ibid.: 55).
La presencia subjetiva permanece
Ser visto es la otra cara de la vigilancia, el encarcelamiento en el software que las empresas tecnológicas producen para obtener beneficios. Puede que no haya escapatoria, pero estamos frente a una vida en la cárcel, esta vez virtual y no física, menos horrible que una prisión real, por supuesto, pero un confinamiento al fin y al cabo que hace de nosotros una ciudadanía involuntaria en un Estado-Nación tecnológico que es impuesto por el aprendizaje en línea y muchas formas de empleo. Al igual que en la prisión real, las acciones y las relaciones están estrictamente estructuradas, ahora por el software en lugar de la arquitectura del edificio de la prisión y los protocolos de sus guardias. Tanto en las cárceles reales como en las tecnológicas, la presencia subjetiva -el estar ahí, el Dasein- sigue estando supeditada al software y a la pantalla. Modificar las relaciones que establecemos con nuestros dispositivos puede ser insuficiente para desafiar al Estado-Nación tecnológico -como insisten Couldry y Mejías (2019) - pero no parece irrelevante para “vivir con un enemigo íntimo”. Puede que sea el único movimiento a realizar.
Se requiere precaución
La precaución es necesaria en todo momento, ya que la vida en la cárcel puede ser tóxica, peligrosa física y psicológicamente, desencadenando la depresión y la agresión, esta última dirigida contra uno mismo o contra otros, o por otros contra uno mismo. La afirmación de Deleuze y Guattari (cit. por Koopman 2019: 192) cobra aquí sentido: “No nos falta comunidad. Al contrario, tenemos demasiada. Nos falta creación. Nos falta resistencia al presente”. En una “institución total” -un estado tecnológico totalitario- ¿qué resistencia es posible?
Koopman (2019: 193) formula la pregunta de esta manera: “¿Qué es la resistencia en un presente saturado de datos?”. Continúa: “¿Qué podría significar incluso estar en contra de la información hoy en día?”. Es “nuestro universal funcional” [...] “Tomar una postura contundente en contra de los datos”, imagina Koopman (2019: 191, 193) y luego se detiene: “la idea misma es incoherente, imposible, increíble. Vivimos dentro de una episteme de datos y bajo el dominio de la información. Somos personas informativas”. Reconociendo que la “resistencia” sólo puede llevarse a cabo dentro de las operaciones del infopoder”, Koopman (2019: 191, 194) fija su atención en el “infopoder”, que para él es el montaje político de la infomación, recomendando una “búsqueda de nuevos sentidos y nuevas formas de aprovechamiento de la información para propósitos alternativos”, señalando que “en sus formatos (que también son nuestros formatos) ya están contenidas las decisiones y los caminos que afianzarán subjetividades informativas específicas durante las próximas décadas”. Gracias a una lucha en nuestro interior, que incluye el desprendimiento de los dispositivos, haciéndonos subjetivamente presentes en ellos, puede que no nos veamos del todo sometidos a la información, por muy canalizados que estemos a través de ella.
“Si las radios introdujeron la inmediatez de la voz de Hitler en el interior de los hogares”, recuerda Koepnick (2020: 123), “los aviones trasladaron el cuerpo de Hitler hacia la visibilidad ubicua”. La aplicación ZOOM parece fabricar una fusión de ambas cosas -la visibilidad ubicua y la sensación de inmediatez-, ya que no sólo los estudiantes, sino también los colegas y otras personas que uno nunca ha conocido aparecen de repente en una pantalla dentro de la intimidad de su hogar. Lo que la radio y el avión “lograron de forma conjunta”, continúa Koepnick (2020: 123), “fue hacer que el liderazgo político pareciera inevitable e incuestionable”. ¿Consigue ZOOM lo mismo? ¿O el “presente inmediato” y la “presencia real” son ya ilusorios en una época en la que para muchos lo virtual parece sustituir a lo material? Recordando el relato de Koepnick sobre cómo la fotografía instituyó el significado de Hitler como führer, no puedo evitar escuchar, como lo hace Koepnick (2020: 132), los “ecos inquietantes de hoy en día de cómo el fascismo y nuestros propios tiempos regidos por la imagen incrustan los medios tecnológicos en procesos de movilización física y afectiva”.
Huellas indiciadas de lo real
La cuestión del sujeto humano se vuelve, pues, a presentar aquí. Hanafi (2017: 97) tiene claro que el “sujeto [...] sigue siendo el campo de batalla entre la autoridad amenazadora y amenazada y la libertad”; la autora recomienda que “tanto la izquierda como la derecha, si son capaces de ello, deberían impulsar nuevamente la normatividad de la política y el derecho contra las desviaciones de la economía y la tecnología”. Calificar el economismo y la tecnologización como “desviaciones” me parece esperanzador, ya que el juicio premonitorio de Wittgenstein me parece más atinado: “No es absurdo, por ejemplo, creer que la era de la ciencia y la tecnología es el principio del fin de la humanidad; que la idea de un gran progreso es un engaño, junto con la idea de que la verdad será finalmente conocida [...] No es en absoluto obvio que las cosas no sean así” (cit. por Monk, 1990: 485).
Todavía se puede enseñar y estudiar mientras se espera. Quedan rastros indiciados de lo real en el Estado-Nación tecnológico, incluyendo la presencia del sujeto humano, aunque sea en la pantalla. Como apunta Hanafi (2017: 85) “[E]s precisamente la presencia o ausencia de la centralidad política del sujeto y su igualdad de dignidad lo que marca la diferencia”. Esa centralidad ha sido -y es- a menudo ignorada en el aula presencial. Nuestro reto es conseguir que el sujeto sea central en línea, aunque sea de forma simulada, vestigios de lo real. Me parece que éste es el único paso que tenemos que dar.
No “cómo” sino “dónde”: la escandalosa fuerza revolucionaria del pasado
¿Cómo? Para mí, “cómo” es la pregunta equivocada, ya que nos sitúa a los educadores como ingenieros, no como académicos, cuya obligación profesional no es producir resultados sino llevar a cabo un estudio sostenido, informar, inspirar quizás, poner en entredicho lo que está en marcha, incluso dentro de nosotros mismos. La pregunta no es “cómo” sino “dónde”, y mi respuesta es temporal, no espacial. Se trata del pasado, no de una época idealizada -gran parte del pasado, como todos sabemos, fue una pesadilla-, pero sí de una experiencia simulada que tal vez pueda anclarnos en otro lugar, no sumergidos en un pseudopresente vaciado de tiempo histórico. Para vislumbrar lo que el cineasta, novelista, poeta y profesor Pier Paolo Pasolini denominó “la escandalosa fuerza revolucionaria del pasado”, el estudio racional no es sólo nuestra meta final, sino también el portal hacia un futuro que no esté bloqueado por el presente.
En el método de “Currere”
En el método de Currere -invoco el infinitivo latino para enfatizar la experiencia vivencial de lo que estudiamos y enseñamos- el primer paso es el regresivo.10 La regresión al -que es reactivación del- pasado es más que recordar lo que sucedió antes, un ejercicio realizado desde el posicionamiento actual. La regresión es, en cambio, volver a un momento anterior, sumergirse en él, en su tono, su estado de ánimo, su ambiente, su especificidad.11 Por su asociación etimológica con “mente”, las palabras inglesas “remembrance” y “reminiscence” implican que la memoria12 “trae algo a la mente”; estas palabras inglesas contrastan con la alemana para recuerdo: Erinnerung.13 Éste es un término que significa hacer que algo del pasado “sea propio y poseerlo […], interiorizar elementos de la historia, configurando así la propia identidad”.14 Si bien no quiero “poseerlo”, sí quiero trabajar para volver a experimentar el pasado, una entrada (en la medida de lo posible) que puede lograrse a través de la memoria, pero sobre todo a través de lo que otros nos han dejado.15 Cuando uno retorna, el presente -el propio presente- se activa, incluyendo su llamada a que estemos presentes en él. No sólo el pasado tira de uno, también lo hace el futuro: la fase progresiva del método de currere nos invita a imaginar nuestros futuros individuales y colectivos (entrelazados como están). Tras el análisis de lo que descubrimos, sintetizamos, nos recomponemos, nos movilizamos en el momento. Se trata de una praxis16 de presencia subjetiva: en la propia vida, con y para los demás, en el mundo que se despliega ante y dentro de nosotros.
Presencia subjetiva a través del estudio, incluso en línea
A pesar de su intensa tecnologización, el ensayista francés del siglo XVI Michel de Montaigne podría reconocer el momento presente que usted y yo habitamos. Después de todo, vio su propia época como una de “corrupción, violencia e hipocresía”, una valoración, explican Martin y Barresi (2006: 121) que lo obligó “a cuestionar lo que su época concebía como conocimiento, luego la posibilidad de conocer del todo y, finalmente, incluso la capacidad humana de buscar la verdad de forma congruente [...Él] ayudó a reorientar la filosofía moderna desde el mundo externo y hacia la experiencia subjetiva”. Es esa experiencia subjetiva la que puede ser borrada al quedarse mirando las pantallas. Mientras está escasamente garantizada por la presencia física de otro, la experiencia encarnada puede ser fomentada por el profesor subjetivamente presente que no teme comprometerse emocional e intelectualmente en la conversación con los que están a su cargo,17 no mediante una explotación de la emoción, sino dando testimonio de la capacidad del estudio académico para hacernos presentes en el mundo material que habitamos y trabajamos para comprender y reconstruir.
No se trata de un mundo empírico simplista, ya que está cultural e históricamente estratificado y diferido temporalmente. “Estudiar es precisamente dar testimonio del remanente de lo incumplido”, dice Tyson Lewis (2013: 44), reconociendo (quizá involuntariamente) la capacidad de lo cotidiano para reactivar el pasado.18 Pero dar testimonio -al menos en un sentido autoconsciente- sí requiere que el sujeto humano sea consciente de la contingencia de lo cotidiano, de su temporalidad.19 Si el estudio es una “forma de vida” (ibid.: 2013: 94), esa vida es humana y necesita un sujeto, por más amenazado que esté el sujeto humano por la tecnología que hemos construido, de la que dependemos. Ese sujeto humano puede llegar a cobrar cuerpo, a estar presente a través del estudio, incluso en línea.