Introducción
A pesar de que “la insatisfacción de las necesidades en materia de educación en América Latina es tan larga como su propia historia y expresa las inequidades sociales y carencias que se manifiestan en la región” (Escribano-Hervis, 2017, p. 5), la historia de la educación occidental se ha caracterizado por su apego habitual a las normas tradicionales de enseñanza y aprendizaje, las que, en mayor o menor medida, se han adaptado a los cambios sociales, políticos y culturales experimentados a lo largo de los últimos cinco siglos (Lázaro-Pulido, 2018; Ginestet y Meschiany, 2016), particularmente desde la modernidad (Torres, 2001).
Así, los principios de una educación integral, sustentada en las distintas disciplinas del saber humano y en el bagaje ético necesario para la convivencia dentro de las sociedades, se mantuvieron impolutos hasta la entrada del siglo XXI (Ovelar-Pereyra, 2004; Alvarado-Dávila, 2005; Ortega-Ruiz, 2018). Incluso su sentido utilitario, arraigado en el pragmatismo y la funcionabilidad, tuvo una profunda influencia en el ideario educativo, lo que dotó de un sentido de seguridad a las sociedades y les permitió avanzar hasta consolidar una hegemonía prácticamente doctrinal, desde la que se sostiene hoy en día el imaginario social de las competencias profesionales para la vida, que borra los límites conceptuales y operativos que distinguen a cada uno de estos campos del desarrollo humano. Al respecto, Guzmán-Marín sostiene que:
Hacia el final del siglo XX y principios del siglo XXI, los contextos socio-educativos contemporáneos son revolucionados a causa del impulso, expansión, consolidación e imposición global del modelo de la educación por competencias, generado desde las experiencias de formación laboral empresarial. Y pese a que este modelo educativo ha permeado todos los niveles, modalidades y dimensiones de los sistemas educativos del mundo globalizado, su instauración no ha estado exenta de múltiples contingencias (2017, p. 109).
La operatividad de las políticas educativas se mostró siempre como un punto dado y listo para ser usado, con lineamientos curriculares y didácticos que acompañaron a cada propuesta, matizada local o regionalmente, a fin de dotarla del sentido de pertenencia que, en cada caso, fue exigido por quienes normativamente se encontraron a cargo de su despliegue: los directivos escolares, los docentes y los estudiantes. El modelo basó su éxito en un fino camuflaje que le permite no percibirse como una imposición.
Sin embargo, la súbita presencia de la pandemia provocada por el Covid-19 modificó drásticamente el escenario social, al afectar sus principales dimensiones: económica, política y cultural (Neidhöfer, 2020; CEPAL, 2020a). La inestabilidad tuvo diversas consecuencias, pero ninguna tan inmediata como la educación. Ante el caos institucional provocado por la cuarentena (en algunos casos voluntaria, en otros, obligatoria), los países prestaron mayor atención a la economía, en virtud de los grandes intereses comerciales bajo los que se determina el desarrollo individual y colectivo de las naciones. De manera paradójica y pese a su importancia sustancial, el sector educativo fue olvidado.
Este es el contexto en el que se presenta este artículo, el cual plantea un acercamiento crítico y reflexivo en torno a la realidad latinoamericana, soportado por tres categorías de análisis: la respuesta educativa institucional ante la pandemia, el papel de los docentes ante la respuesta del Estado frente a la crisis y la percepción social acerca de la instrumentación de las estrategias educativas diseñadas por los gobiernos.
Desarrollo
El estado ante la crisis
Mientras que algunos países en Europa y Asia decidieron dar por terminado sus ciclos escolares en todos sus niveles al inicio de la pandemia provocada por el Covid-19 (El País, 2020), la respuesta de los gobiernos latinoamericanos ante la crisis sanitaria se enmarcó en las antiguas aspiraciones de superación y compromiso social que desde hace poco más de sesenta años han guiado los modelos educativos. El hecho de trastocar el sentido de continuidad y linealidad de los programas académicos en todos sus niveles, representa un contrasentido que compromete las políticas de Estado, fuertemente cohesionadas con el ideal de gratuidad, calidad, pertinencia y solidaridad establecidos en sus marcos normativos y jurídicos.
El derecho a una educación pública que beneficie a todos los ciudadanos es el último compromiso que algún mandatario quisiera anular. Bajo esta premisa, lo que pareció más lógico fue sostener la narrativa de la “nueva normalidad”, bajo los preceptos que dictan que lo que se había hecho hasta el momento en la educación era lo adecuado, lo que garantizaba que esta no se vería afectada al migrar al modelo no presencial (Vásquez, 2020).
Si bien los cuestionamientos desde la academia señalaron los problemas que había que enfrentar, tanto en el plano operativo institucional como en el sociocultural, donde se destacaban la insuficiencia de los recursos y el déficit formativo de los docentes y los estudiantes (sin excluir las propias inercias institucionales al interior de los planteles educativos), la estrategia rectora optó por explotar el manejo de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), lo que las transformó en los nuevos y renovados modelos de la educación.
Bajo un panorama de infalibilidad, omnipresencia y radicalismo funcional, en América Latina las instancias del Estado giraron instrucciones para operar una gran maquinaria tecnológica, que desde las plataformas virtuales y los recursos digitales trasladaría, pulcra e íntegramente, los programas de estudio y sus contenidos temáticos,1 migración que significó, por una parte, un gran esfuerzo logístico de los docentes, quienes con el mejor ánimo y bajo su tradicional compromiso de servir atendieron las indicaciones, no sin enfrentar serias dificultades al trasladar el salón de clases a los espacios de sus propios hogares. Por su parte, el Estado desarrolló programas propagandísticos con el fin de clarificar a la sociedad la efectividad de esta estrategia.
Como ya sucedió en otros momentos, particularmente con el advenimiento de la educación tecnocrática, dominante en América Latina desde la década de los sesenta, se asumió el éxito con el empleo de las TIC, por lo que las fallas fueron atribuidas a los propios actores institucionales: los funcionarios académicos, los docentes y los estudiantes, quienes eran los encargados de hacer efectivo este proyecto emergente de educación alternativa. El hecho de omitir la influencia y el determinismo de los nuevos ecosistemas de enseñanza y aprendizaje se tradujo como la expresión del nuevo currículo oculto de esta “nueva normalidad” educativa.
Otro fenómeno que apareció de manera súbita, y que fue considerado subrepticiamente, fue la extensa brecha tecnológica existente (Sierra y Ledesma, 2020; Díaz-Coria, 2020; Bustelo, 2020; Agüero, Bustelo y Viollaz, 2020), que evidenció, entre otras cosas, la insuficiencia de los Estados para alinearse con uno de los mayores referentes del desarrollo social y económico de este siglo: la conectividad y, con ella, el acceso a un mundo globalizado cognitivamente incluyente. Disponer de los medios y las fuentes de información es la base coyuntural de todo proyecto de educación virtual, en cualquiera de sus modalidades, lo que fue subestimado casi en la generalidad de los países.
De acuerdo con los datos de la CEPAL-UNESCO, publicados en agosto de 2020, en 29 de los 33 países de América Latina y el Caribe se establecieron estrategias para dar continuidad a los estudios a partir de diversas modalidades a distancia. De estos, un total de 26 países implementaron modelos de aprendizaje por internet, donde 24 establecieron prácticas de aprendizaje a distancia en modalidades fuera de línea,2 incluidos 22 países en los cuales se ofreció aprendizaje a distancia en ambas modalidades (en línea y fuera de línea), con únicamente cuatro que optaron por modalidades exclusivamente en línea y dos solo con modalidades fuera de línea. Es necesario mencionar que entre las modalidades a distancia en línea destaca el uso de plataformas virtuales de aprendizaje asincrónico, usadas en 18 países, en tanto que solo cuatro países ofrecieron clases en vivo (Bahamas, Costa Rica, Ecuador y Panamá). En esta vertiente, 23 países realizaron transmisiones de programas educativos por medios de comunicación tradicionales.
Como se observa, se trata de un problema socioeducativo cuyo núcleo se ubica en el nivel de desarrollo tecnológico imperante en cada país. Las desigualdades no son precisamente de fondo, como las logísticas de trabajo académico (el diseño, la coordinación y operación de insumos, los materiales y los recursos humanos), sino también de forma, como el soporte tecnológico que se necesita para operar con eficacia.
La universalización del acceso a las tecnologías y la conectividad no garantizan una educación de calidad; sin embargo, representan un referente causal importante. Desde esta perspectiva, es necesario asumir que el desarrollo (e incluso la simple adopción) de las soluciones tecnológicas en Latinoamérica está subordinado a factores estructurales, entre ellos, “una heterogénea estructura productiva, un mercado laboral con una marcada informalidad y precariedad, una clase media vulnerable, un debilitado Estado de bienestar, una infraestructura digital deficiente y restricciones socioeconómicas al acceso y la conectividad” (CEPAL, 2020b, p. 2).
Con el objetivo de no evidenciar estas condiciones, que desde muchos ángulos fueron interpretadas como discriminantes y elitistas, la respuesta de los gobiernos fue del todo simplificadora: asegurar la continuidad en el proceso de avance de los estudiantes, es decir, garantizarles su aprobación escolar, ya sea abiertamente o a través de estrategias de intervención docente.
El denominador común de este proceso fue no consultar a los docentes y especialistas, quienes se vieron prácticamente obligados a generar sus propios espacios de análisis, reflexión y propuestas, a través de sus redes, academias y grupos de interés, desde donde alzaron su voz para discutir, teorizar y exponer ideas renovadoras y concluyentes, derivadas de su experiencia y saberes educativos.3
El papel de los maestros ante la respuesta del Estado frente a la crisis
Caracterizar las condiciones en que los maestros en Latinoamérica realizan su función docente puede resultar un ejercicio ocioso, ya que su situación es algo que se ha documentado ampliamente en las últimas décadas (Escribano-Hervis, 2018; Delgado, 2018; Banco Interamericano de Desarrollo, 2020a). Lo relevante estriba en confrontar estas realidades con la abrupta modificación que supuso migrar a los espacios físicos de sus hogares, muchos de ellos no diseñados para estas nuevas funciones (Cross, 2020; Pais, 2020). Desde esta perspectiva, es necesario entender que la efectividad de las TIC no es algo que se manifieste con el simple dominio mecánico adquirido, sino en asumir su concepción como un medio educativo, lo que conlleva la adquisición de una matriz conceptual que le es propia para, al menos desde estos márgenes mínimos, diseñar las estrategias y las acciones didácticas que se necesiten.
Entender que las TIC son una realización cultural (Coll, Mauri y Onrubia, 2008; Villarruel-Fuentes, 2019) y no únicamente un conjunto de aparatos con menor o mayor grado de sofisticación operativa, implica centrar la mirada en las motivaciones y las representaciones sociales que acompañan la adopción eficiente de las mismas. La cibercultura, como ahora se le denomina (Quiñones-Bonilla, 2005), es también la expresión de simbolismos, los códigos de comunicación y los rituales de convivencia o interacción, que se expresan en los usos y las costumbres, los hábitos y las normas de conducta que definen una cosmovisión del mundo en que se vive.
En este contexto, las imposiciones para el uso de las TIC pueden explicar el grado de resiliencia que mostraron los docentes ante lo que entendieron como una medida coercitiva, en la medida en que se trató de un conjunto de acciones, actitudes, costumbres y valores impuestos que resultaron discordantes con los principios de la cultura escolar dominante. Al verse condicionados en su uso exclusivo, su respuesta fue de rechazo, contrariedad o resistencia, y pocas veces de aceptación. La evidencia más clara se mostró en su perseverancia por sostener sus habituales rutinas de desempeño docente, sobre todo en el plano didáctico, particularmente las asociadas a las evaluaciones (UNESCO, 2020b; Bilbao-Quintana y López, 2020).
Sobra decir que la comunidad docente de América Latina no se encontraba preparada para el cambio de paradigma que supuso ir de un modelo presencial a uno a distancia. Menos aún los estudiantes, quienes, a pesar de ser cualificados como nativos digitales, tuvieron que superar serias problemáticas técnicas y metodológicas (sin descartar las emocionales y psicológicas), en busca de encontrar las mejores formas de interacción con los docentes. Respecto al uso de las TIC, Matamala y Hinostroza (2020) reportan que “las investigaciones han dado cuenta de que los adolescentes y jóvenes evidencian más bien un uso limitado de estas herramientas” (p. 2), por lo que “sus competencias digitales son precarias” (p. 2).
Este último aspecto deja entrever otra problemática más que, sin ser novedosa, se vio exacerbada por el distanciamiento físico: la comunicación entre los docentes y los estudiantes, una práctica que fue alterada al grado de comprometer el proceso educativo, sobre todo en lo formativo. La redefinición de sus roles tradicionales implicó pasar de ser un docente a convertirse en un facilitador o mediador virtual del proceso de aprendizaje; mientras que el estudiante dejó atrás su papel como copartícipe en este proceso para volverse un aprendiz que gestiona sus nuevos saberes, que interactúa sincrónica y asincrónicamente, y que interpreta y construye, en lugar de solo asimilar las ideas (de acuerdo con Freire). Saber si esto fue así implica estudiar este fenómeno a profundidad, un tema asequible para la investigación educativa.
¿Qué tan importante resulta asegurarse de que la estrategia de los Estados funcionó? Esto, desde luego, no será objeto de investigación en los sistemas educativos, incluso habrá algunos que no deseen colocarlo en la mesa del debate público. Resulta más conciliador acudir a los “datos duros” del fenómeno, como el número de alumnos que logró la conectividad, el número de docentes que empleó determinada plataforma digital o el número de estudiantes que acreditaron sus cursos en línea. Desde la perspectiva gubernamental, es más rentable mostrar aquello que solo ellos pueden documentar de manera oficial.
Aún quedan por resolver las condiciones psicológicas, emocionales, familiares e incluso físicas, presentes en los docentes durante este reciente período. Álvarez-Mendiola (2020) lo describe con claridad cuando indica que:
La pandemia tiene una gran cantidad de aspectos que afectan nuestra vida diaria. La más evidente es la ruptura de las rutinas laborales y escolares, y de los vínculos sociales que los espacios de trabajo y educación propician día a día. El confinamiento mismo produce situaciones desconocidas que consumen nuestras reservas psicológicas, nuestra capacidad de tolerancia y la paciencia (p. 6).
La condición humana de los docentes también es una dimensión del proceso educativo. Es imprescindible reconocer que los seres humanos enseñan y aprenden con todo su ser.
La percepción social acerca de la instrumentación de las estrategias educativas diseñadas por los gobiernos
¿Qué implicaciones tuvo el impacto de la pandemia en las dinámicas familiares, particularmente en el papel que tiene la familia en el renglón educativo?, ¿hasta dónde la sociedad en su conjunto entendió el sentido y la intención de dar continuidad a los ciclos escolares a pesar de la contingencia sanitaria? Estas dos interrogantes pueden, por sí mismas, aportar con sus respuestas al esclarecimiento de lo que la educación representa para las sociedades latinoamericanas, agobiadas desde hace décadas por serios problemas de pobreza, inseguridad, desempleo, discriminación y vulnerabilidad (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2013; Organización de Estados Americanos, 2015; Red Educativa Mundial, 2020), considerados todos ellos “factores exógenos del sistema educativo” (Marcela, 2013, p. 38).
A pesar de las grandes diferencias culturales en cada región latinoamericana (González-Terreros, 2009), de sus usos y costumbres, y al margen de sus marcos legislativos y de sus devenires históricos, existen denominadores comunes que pueden ser interpretados a la luz de las circunstancias vividas en el pasado reciente.
Con un rezago educativo claramente identificado por el promedio de escolaridad que se documenta en cada país, así como con el evidente analfabetismo funcional de la población económicamente activa (Martínez, Trucco y Palma, 2014; Llorente, 2018), las expectativas de encontrar en el entorno social (y específicamente en el familiar) los elementos necesarios para promover la creación de nuevos espacios de desarrollo académico son limitadas. En el corto plazo no se generaron las condiciones mínimas indispensables para propiciar ambientes adecuados para el aprendizaje desde casa.
Las grandes preocupaciones durante la pandemia estuvieron orientadas a la solución de los problemas económicos generados por la parálisis productiva del sector empresarial e industrial, no a salvaguardar la eficacia y la pertinencia de los sistemas educativos. En general, la educación pasó a ser un tema secundario en la agenda política de los Estados latinoamericanos.
Existen estimaciones que señalan un abandono escolar masivo (Banco Interamericano de Desarrollo, 2020b), sobre todo en el nivel medio superior, que en algunos países significará un nuevo tropiezo en sus aspiraciones de desarrollo social. Incluso los presupuestos asignados a los sectores educativos y científicos se verán mermados ante la necesidad de atender la supervivencia humana y social. La austeridad afectará los programas educativos, lo que fortalecerá el empleo de las TIC como recurso no solo eficiente, sino además económico, en la medida en que reduce el gasto corriente de las escuelas, mientras se fomenta el uso de las plataformas virtuales gratuitas y se responsabiliza a los docentes y a los padres de familia sobre el éxito académico de sus estudiantes y tutorados.
Así, los grandes núcleos sociales enfrentan el problema de la pandemia desde diversas posiciones y nuevamente se cuestiona la prioridad de la cultura. Ante este reto, pueden plantearse otras preguntas: ¿existen los contextos culturales indispensables para enfrentar una contingencia de largo plazo?, ¿hasta dónde las sociedades están listas para asumir el compromiso de su propia instrumentación educativa?, ¿los gobiernos se encuentran preparados para ceder de esta manera su rectoría educativa? No es lo mismo pensar la educación desde los entornos escolares institucionalizados, a concebirla en ambientes sociales dispersos, tecnológicos y cambiantes, donde las variables que explican el hecho educativo son tan diversas que resulta casi imposible explicarlas en su efecto individual, menos en el interactivo o aditivo. La educación formal tradicional sucumbe ante el peso de la no formal, incluso de la informal.
¿Quién asumirá la responsabilidad de atender el diseño curricular y didáctico que se precisa para analizar, desde lo virtual, estas nuevas tareas educativas? El escenario más caótico tendría que ver con soslayar este compromiso y simular que lo presencial puede transmutar a lo no presencial de forma automática. O bien, suponer bajo un realismo ingenuo que la triada de la educación (los administradores educativos, los docentes y los estudiantes) podrá, con sus gastadas herramientas metodológicas y conceptuales, emprender la encomienda de transformar la educación hacia lo no presencial, sosteniendo el discurso de la eficacia y la pertinencia de las competencias para la vida y el trabajo e, incluso, de la narrativa que habla del sentido ético y formativo de la educación institucionalizada.
Conclusiones
Resulta paradójico que cuando las sociedades latinoamericanas parecían haber encontrado la respuesta a muchas de sus problemáticas principales, de manera repentina cambiaron las preguntas a debate. Sin previo aviso, la globalización de la pandemia por el Covid-19 mostró sus efectos más severos, con lo que nuevos dilemas tecnológicos y culturales, pero sobre todo éticos, emergieron para dictar las agendas locales y regionales.
En medio de una creciente confusión social, provocada por una seria crisis global, el nivel de respuesta de los Estados latinoamericanos fue ambiguo y equidistante. Mientras unos aún niegan el impacto que tendrá la pandemia sobre las comunidades en el mediano y largo plazo, otros sucumben ante una avalancha de desinformación. Esto deja en claro que la sociedad del conocimiento es solamente un eslogan publicitado desde los grandes grupos de interés, quienes con intención confunden el término información con conocimiento.4 Es patente que la sociedad cuenta con un gran capital de información a su disposición que, en la mayoría de los casos, no sabe discriminar para su uso eficiente; sin embargo, es necesario considerar, además, que “un incremento de la información reduce la calidad del conocimiento”, como lo afirman De la Peña, Hidalgo y Palacios (2015), basado en lo postulado por Shannon y Weaver en su teoría matemática de la comunicación. Esto se relaciona con el nivel educativo de los pueblos y no únicamente con el acceso a las TIC.
El consumo voraz e irreflexivo de la información conduce a una era de neoanalbetismo ilustrado. Sin las metahabilidades para el pensamiento profundo y crítico, una gran parte de la información recibida es asimilada sin mayor análisis o reflexión, lo que deriva en expresiones de un saber confuso que se reproduce a través de las redes sociales. Es evidente que América Latina no estaba -ni está- preparada para gestionar esta nueva crisis.
La resistencia de los grandes grupos sociales para atender las indicaciones hechas por las instancias de salud pasa necesariamente por estas condiciones. De manera natural, los seres humanos tienden a rechazar o ignorar lo que no entienden; de aquí la tardanza en aplanar las curvas de contagio y evitar los rebrotes. ¿Qué hace pensar que dentro de las escuelas esto será diferente? Es necesario recordar que tradicionalmente en los centros escolares se suelen reproducir los esquemas socioculturales.
Sobre este particular, en muchos de los países latinoamericanos, el retorno a las actividades escolares presenciales se planea para este 2021, sin que exista certeza al respecto. Más allá de las estrategias diseñadas para lo anterior, es importante destacar que el bienestar de las comunidades escolares es algo que debe ser asegurado. La pregunta es hasta cuándo se podrá justificar la continuidad de los ciclos escolares atribuyendo todo al uso de las TIC, enmarcadas por un modelo tecnocrático de la educación. El riesgo es que estas narrativas se conviertan, a partir de las voluntades políticas, en los nuevos metarrelatos del siglo XXI. En palabras de Asselborn (2015), se trata de “ingenierías tecnocráticas que terminan ideologizando el mismo proceso histórico de transformación” (p. 61).
Bajo estas premisas, es posible que esta condición de la certeza se ubique en un horizonte todavía lejano. Mientras eso sucede, habrá que considerar varios aspectos:
Atender de inmediato el déficit mostrado en la conectividad y la evidente brecha digital, así como el desfase tecnológico y digital entre los docentes y los estudiantes.
En caso de no lograr lo anterior, es indispensable que la educación remota no presencial, sostenida con apoyo tecnológico no digital (televisión, radio, etcétera), cuente con verdaderos contenidos educativos soportados por estrategias didácticas, y que se descarten las cápsulas de corte únicamente informativo.
Promover un ejercicio docente de calidad, fundamentado en la honestidad e integridad de los maestros, no únicamente en su alfabetización tecnológica y digital.
Evitar estandarizar los medios y las formas de trabajo docente virtual, ya que únicamente limitan la interacción entre los docentes y los estudiantes; hay que recordar que las condiciones de trabajo de ambos son cambiantes y diversas.
Asegurar la continuidad en el aprendizaje, no de los programas de estudio, al menos mientras se diseñan nuevas propuestas curriculares específicas para su desarrollo virtual.
Considerar los posibles escenarios del daño psicológico y emocional, derivados del trabajo escolar no presencial en aislamiento social, tanto en los docentes como en los estudiantes.
Lo que debe quedar claro para los gobiernos y las autoridades educativas es que una vez pasado el momento de desconcierto, ya no es válido sostener una argumentación cargada de supuestos, como sucedió en la mayoría de los países. Ahora las deficiencias con las que se atendió la crisis educativa son de dominio público y hay demasiado en juego para ocultarlo con estadísticas justificadoras. El rendimiento académico de los estudiantes en América Latina ya era preocupante antes de la pandemia, y fingir que nada pasó al cierre del último ciclo escolar es algo que transciende lo político para situarse en el terreno de la ética y la moral. El determinante debe ser no dejar atrás a nadie, y evitar a toda costa institucionalizar nuevas formas de discriminación y abandono. A mediano y largo plazo, las simulaciones únicamente agravarán los problemas.