Sumario: | I. Introducción. II. La virtud judicial. III. Virtud judicial e imparcialidad. IV. La virtud de la abogacía. V. Conclusión. VI. Referencias bibliográficas. |
I. Introducción
Es frecuente encontrar visiones de la abogacía que la perciben como una profesión puramente técnica, destinada a persuadir a toda costa a la persona juzgadora, sin que medie ningún tipo de consideración ética. Frente a este punto de vista, proponemos el retorno a la “retórica de la virtud”, un paradigma clásico que se preocupa por los elementos emocionales y estilísticos de la comunicación (además de por los argumentativos) dentro de un sistema ético. La buena argumentación, para este paradigma, no puede concebirse sin aludir a la excelencia personal. Buena es la argumentación que además de ser técnicamente impecable, es desarrollada por una persona que aspira a la excelencia moral e intelectual en el seno de su praxis de la abogacía.
Del mismo modo que encontramos una pobre visión de la abogacía, también es frecuente una perspectiva pobre de la judicatura, que hace de la idea de la imparcialidad la piedra angular de la práctica judicial, y que concibe dicha virtud como un actuar abstracto y carente de emociones. Frente a ello, la filosofía clásica nos dejó una completa concepción sobre el buen hacer de la persona juzgadora. Los clásicos, por tanto, desarrollaron sendas concepciones sobre el buen hacer de la persona juzgadora y de la abogacía. Estas concepciones buscan la excelencia profesional y la realización vital, e implican una visión profunda de las profesiones jurídicas que se conciben como el lugar para el cultivo del intelecto, la ética y la retórica.
La perspectiva propuesta en este artículo se integra dentro del resurgimiento, a partir de los años cincuenta, de las éticas de la virtud (giro aretaico) y, en concreto, se enmarca en el incipiente corpus teórico denominado “jurisprudencia de la virtud”,1 que está cobrando especial relevancia en el ámbito de la argumentación jurídica.2 Incorporamos relevantes elementos originales a esta corriente, dado que partimos del estudio de la retórica clásica y, en particular, de la obra de Quintiliano. Miramos hacia un tiempo en el que las profesiones jurídicas eran consideradas las más elevadas de las profesiones, que aunaban un conjunto de virtudes morales, intelectuales y cívicas que representaban el ideal de vida de una concepción del mundo que se puede denominar “cultura de la retórica”. A través de la indagación en la retórica clásica hemos tratado de trasladar a la teoría de la argumentación aquel espíritu apasionado, de gran potencial humanista y democratizador.
II. La virtud judicial
Hablar del ethos de la persona juzgadora es hablar de las virtudes judiciales. Aristóteles3propuso en su tiempo un modelo de virtudes judiciales, que pretendía expresar las nociones de excelencia intelectual y moral de la Grecia clásica. Sorprendentemente, ese ideal humanista sigue siendo un modelo de excelencia perfectamente válido para un juez o una jueza de hoy. Las causas de esa extraordinaria vigencia actual posiblemente estén en que los derechos humanos contienen una idea de la dignidad humana que encuentra fácil apoyo en los modelos clásicos de la virtud. Expondremos el modelo de la virtud judicial propuesto por Aristóteles, para que la persona lectora constate por sí misma lo útil que resulta a la judicatura de hoy. Según dicho modelo, la prudencia, la phrónesis, es la principal virtud judicial,4 que significa que alguien sabe lo que se debe hacer en cada situación y que significa también encontrar el equilibrio adecuado en relación con el caso concreto.
La prudencia aristotélica, señala MacIntyre,5 requiere de una combinación entre intelecto y experiencia práctica. No es una especie de astucia que enlace medios para cualquier fin; es decir, no consiste en que la persona juzgadora localice rápidamente cualquier precedente aplicable, sino que supone elegir la solución que mejor se adapte a los valores morales en juego. Es decir, que para Aristóteles no existe la posibilidad de que un juez o una jueza deje de lado la reflexión ética, no se puede tener una inteligencia puramente técnica. MacIntyre6 señala que en la sociedad actual se dicen cosas como “sé buena y dulce, señorita, y deja la inteligencia para otros”, y añade que la alta cultura también contiene este tópico. Así, vemos que Kant7 distingue entre la buena voluntad (que es condición suficiente para que seamos buenas personas), y el saber cómo aplicar normas generales a los casos particulares, que es una habilidad intelectual. Por tanto, para Kant, se puede ser a la vez una persona buena y estúpida, mientras que Aristóteles vincula la inteligencia con la bondad. La inteligencia práctica requiere preocupaciones éticas. MacIntyre8 sostiene que la sociedad actual no parece compartir el parecer de Aristóteles. La modernidad ha consagrado a la persona “gerente”, que es alguien que presume de su experticia al conectar medios y fines de manera valorativamente neutra.
Aristóteles, como explica Nussbaum, resalta la importancia de las emociones para la ética, pues lejos de considerarlas obstáculos para el razonamiento, las considera elementos imprescindibles para una buena reflexión. Aristóteles considera que las emociones guían a la razón en sus elecciones. La persona prudente no decide de modo meramente intelectual, sino que aprovecha los deseos informados por sus emociones y eso le ayuda a responder correctamente9. Una buena elección requiere no sólo su adopción intelectual, sino también la implicación emocional con la misma. Sin el consorcio de la emoción, esa elección deja de ser plenamente ética. La auténtica generosidad es la que se hace de todo corazón, de modo gozoso. Esa generosidad es más fiable y duradera. Una violenta lucha interna entre razón y emoción es síntoma de inmadurez ética, de necesidad de educación moral. Gadamer10 explica, en este sentido, que una virtud positiva en la persona intérprete es la sensibilidad, virtud que Aristóteles toma en cuenta, y que consiste en otorgar la importancia que corresponde a los afectos. Sentirse afectado por la otra persona, ponerse en su lugar. Tener disposición a la compasión.
Junto con la idea de racionalidad técnica, la modernidad ha consagrado la idea de racionalidad pura, que extiende sus tentáculos dentro de la teoría del derecho. Sin embargo, como señala Nussbaum,11 Aristóteles12 considera que un estudio sobre la justicia tiene que hacerse teniendo en cuenta la racionalidad de una persona real, y no una racionalidad idealizada y perfecta; la justicia es cosa de personas, y no de bestias ni de divinidades,13 pues la razón humana, con sus debilidades, es la única que puede comprender el bien y el mal, lo justo y lo injusto. La autora señala, en relación con esta idea, que Aristóteles sigue la tradición filosófica, que se remonta a Heráclito, según la cual la capacidad de utilizar el sustantivo “justicia” se basa en la experiencia de la necesidad y la escasez, de las que carece un ser divino.
Por consiguiente, la prudencia es la “virtud marco” que ha de tener una persona juzgadora. A su vez, la prudencia está conformada por diversas virtudes, como la sensibilidad emocional y la experiencia de la vulnerabilidad humana. Un tercer rasgo conformador de la prudencia es el talante conciliador del carácter judicial. Aristóteles no se siente a gusto en la experiencia del conflicto14 y considera que “todos los seres humanos buscan por naturaleza el saber”15 (comienzo de la Metafísica); ese profundo deseo sólo puede satisfacerse resolviendo las contradicciones, buscando la coherencia intelectual.16
Pero esto no implica que Aristóteles desee conciliar posiciones a toda costa, dado que no debemos dejarnos cegar por nuestro propio idealismo ni fingir que hemos solucionado un conflicto cuando en realidad éste subsiste. Una vez que alcancemos una solución, es imprescindible que regresemos a las tesis que originalmente estaban en conflicto y comprobemos que nuestra solución conserva la mayor parte del espíritu de lo que éstas defendían. Aristóteles condena repetidamente a las personas demasiado idealistas, que no vuelven a la experiencia real para contrastar sus conclusiones.17 Por tanto, un cuarto rasgo de la prudencia judicial es el hecho de partir en todo momento de la experiencia real, sin perderse en especulaciones. Cuando nuestras propias conclusiones se alejen mucho de las opiniones comunes, debemos plantearnos muy seriamente si estamos equivocados. Esto no significa que tengamos que asumir de modo acrítico las opiniones comunes, pero sí debemos admitir que todo lo que es objeto de creencia universal encierra una parte de verdad que no debe despreciarse.18,19 No debemos oponer radicalmente la sabiduría de la gente culta a la sabiduría de la gente común. Lo cierto es que las personas sabias son reconocidas como tales precisamente porque mucha gente acepta su autoridad. Por ello, Aristóteles se opone a una noción elitista de la sabiduría que considere que las personas expertas saben más de justicia que el conjunto de la población. El deseo de alcanzar soluciones es un anhelo humano universal, y siempre corremos el riesgo de caer en la simplificación y el reduccionismo.20 Aristóteles reivindica, como brújula, reflexionar de manera cercana al mundo, con la mirada puesta sobre la realidad cotidiana.21
Un quinto rasgo de la prudencia judicial consiste en asumir la incertidumbre propia de las decisiones jurídicas. Este rasgo requiere una reflexión metodológica acerca del papel de las reglas en las decisiones. El ideal aristotélico no es el de las certezas matemáticas, sino el de la persona prudente, que elige adecuadamente en un mundo humano lleno de incertidumbre. Esta persona, señala Nussbaum,22 no intenta situarse en una perspectiva ajena a las condiciones de la vida humana, sino que basa sus juicios en su amplia experiencia vital. La persona juzgadora no debe deliberar con métodos científicos, ni aspirar a una imparcialidad ciega y fría. La filosofía aristotélica implica mostrar apertura ante lo nuevo, pues la vida siempre puede sorprendernos y resultar, en determinados aspectos, distinta a todo lo anterior. Por eso no podemos alcanzar nunca un conocimiento completo en cuestiones éticas. Pero eso no implica la ausencia de conocimiento ético, ya que durante nuestra experiencia vital tratamos de alcanzar un saber práctico acerca de la justicia, y creamos normas para nuestro uso personal, que son fruto de ese aprendizaje, moldean nuestra identidad y facilitan el momento de juzgar.
Aristóteles insiste en que la prudencia, la característica central de la persona virtuosa, no es cuestión de definiciones, sino que consiste en apertura y reflexión situada en el caso concreto. Las reglas que nos vamos dando y las virtudes que, en consecuencia, van configurando nuestro carácter son resúmenes de las decisiones particulares. Las reglas son, en este sentido, resúmenes de los buenos juicios anteriores, que son válidos sólo en la medida en que describen adecuadamente dichos juicios. Consideramos que el carácter general de las reglas (tanto las leyes como las que vamos configurando a partir de los casos anteriores) hace de éstas un arma de doble filo, pues aunque aporten funciones pedagógicas y orientativas, pueden presentar una imagen reduccionista de elecciones complejas y no adaptarse a las situaciones futuras. Las características de cada situación deben prevalecer sobre la regla, y debemos mostrar apertura ante la idea de que lo inesperado y lo nuevo nos obligue a modificar la regla, ya que ésta, para ser correcta, debe describir adecuadamente los casos. Esto significa que toda tarea ética posee incertidumbre e implica no instalarse en el conservadurismo del precedente.
Para Aristóteles, el ideal ético está vinculado a la idea de prudencia, que es una virtud que permite decidir en cada caso lo más adecuado, es decir, la capacidad de percibir, no lo que hace común a una situación, sino lo que la hace distinta. Las reglas y los principios, por tanto, no son los árbitros últimos de lo ético. Una norma debe verse como una suma de decisiones prudentes, por lo que conviene completarla con otras decisiones prudentes futuras y corregirla cuando no responda adecuadamente a lo que la persona juzgadora estime correcto. Aristóteles23 explica esta exigencia de flexibilidad con la metáfora de que quien pretende tomar siempre sus decisiones de acuerdo con un principio general fijo es como la persona arquitecta que intenta utilizar una regla recta para medir las curvas de una columna; por el contrario, es necesario el uso de una banda metálica flexible que se adapte a la forma de la piedra. Nussbaum señala que “al piloto que guiara su nave siguiendo reglas fijas en medio de una tormenta de intensidad y dirección imprevistas se le consideraría un incompetente. La persona prudente utiliza la flexibilidad y la imaginación para afrontar lo nuevo y cultiva las facultades que se lo permiten”.24
Gadamer,25 analizando a Aristóteles, explica que por muy buenos que sean nuestros hábitos adquiridos en la resolución de casos anteriores, éstos no garantizan la solución justa en el caso concreto, pues la realidad usualmente desborda al conocimiento previo. En el momento hermenéutico (interpretativo) es imprescindible partir de la superioridad de la realidad frente a la necesaria deficiencia de toda regla.
En conexión con esta idea, Aristóteles26 considera que la interpretación literal de las normas no se corresponde con la actitud justa, y ni siquiera con lo que el legislativo decidiría si tuviera que enfrentarse al mismo caso al que se enfrenta la persona juzgadora. Por eso, Aristóteles rechaza la actitud formalista en la interpretación jurídica, cuando afirma que “con ello queda de manifiesto quién es el hombre equitativo: aquél que elige y practica esa clase de justicia y no exige una justicia minuciosa en mal sentido, sino que sabe ceder aun cuando tiene la ley de su parte, es equitativo, y esta disposición de carácter es la equidad”.27 Como vemos, para Aristóteles, las normas no pueden determinar la solución de un caso, sino que es imprescindible el papel de la persona prudente.
A pesar de que las reglas no puedan determinar completamente la solución de un caso, ello no significa ni mucho menos que sean inútiles. Hay algunas ventajas de las reglas: las reglas sirven, en primer lugar, a las personas con escasa experiencia y que no han configurado aún sus habilidades y virtudes prácticas; estas personas pueden precisar seguir el juicio de otras personas. En segundo lugar, las reglas sirven a la judicatura ya experimentada, pues funcionan como resúmenes de los aspectos que suelen ser relevantes, de modo que se ahorra tiempo (es frecuente que la judicatura carezca de tiempo) en el análisis del caso. Las reglas pueden evitar errores cuando las circunstancias exigen decidir rápido, y esto es muy importante. Una tercera ventaja de las reglas es que brindan seguridad jurídica y fomentan la imparcialidad de las decisiones, en el sentido de que evitan que las pasiones deformen el juicio. A partir de lo expuesto se concluye que cuanto más desarrolle sus virtudes la persona juzgadora (gracias a la prudencia nacida de la experiencia profesional), menos necesitará del auxilio de las reglas, aunque siempre serán necesarias porque las personas humanas no pueden convertirse en juezas perfectas.
Sintetizando lo expuesto hasta aquí, la prudencia requiere: sensibilidad emocional, experiencia de la propia vulnerabilidad (que es extensible al ser humano), talante conciliador, partir de la experiencia real (con respeto hacia las opiniones comunes) y asumir la incertidumbre del derecho (sin caer en la veneración de las reglas).
Aristóteles no aspira a alcanzar la certeza absoluta a través del conocimiento, pero, por otro lado, enfatiza que el conocimiento facilita la adopción de nuevas decisiones. La práctica y el estudio pueden generar en la persona intérprete una serie de hábitos o virtudes, concepciones sobre lo justo, matizadas a lo largo del tiempo y con proyección en los casos particulares. La persona intérprete logrará pautas de actuación razonadas que le permitan actuar de un mismo modo ante un mismo problema, facilitando la aplicación de la decisión justa. La prudencia aristotélica no es una percepción rupturista que rechace la guía de reglas y valores estables. La persona prudente es la que, gracias a su formación en la práctica, ha desarrollado una serie de virtudes que le permiten distinguir lo importante de lo secundario; por ejemplo, priorizando los bienes la justicia, la amistad y la generosidad, deseándolos por encima de cosas superficiales. La prudencia da lugar a un sistema de reglas aplicables en una situación particular, que están vinculadas a un carácter, a una línea de acción coherente. El carácter y los valores que una persona va desarrollando a lo largo del tiempo es algo muy importante, ya que explica en gran parte lo que esa persona percibirá en una nueva situación. Para poder realizar un juicio particular, hemos de partir de una concepción general que constituye el núcleo de compromisos que configuran el carácter ético de la persona juzgadora. Esta concepción general sobre el derecho, la ética y la vida está en permanente evolución.
Gadamer28 señala que estas tesis aristotélicas tienen acomodo en la epistemología hermenéutica. La hermenéutica enfatiza la importancia de la historia y de las circunstancias sociales sobre el fenómeno de la comprensión, y reivindica la importancia del “caso concreto” en el conocimiento. El conocimiento no se produce mediante la abstracción racional de un sujeto ideal, sino que el conocimiento es algo que se produce en la vida de las personas reales. En la relación de toda comprensión con el “caso concreto” entra en juego la ética de la virtud aristotélica, que forma parte de la filosofía hermenéutica. Para que un sujeto pueda comprender algo nuevo necesita partir de una sabiduría práctica que va desarrollando durante su vida. La sabiduría práctica no consiste en reglas fijas e inalterables, sino en hábitos y pautas de comportamiento. Según Gadamer, no hay que aspirar a librarse de todas las ideas previas o del condicionamiento social e histórico, sino tomar conciencia de dichas anticipaciones para poder controlarlas y ganar una correcta comprensión. Esta concepción hermenéutica del conocimiento se aparta de la idealización de la neutralidad o la imparcialidad, dado que estos conceptos suelen suponer un esfuerzo de cancelación de las propias emociones o del propio conocimiento anterior. No se trata de cancelar lo que somos, sino de tomar conciencia de quiénes somos y, desde esa base, dialogar con apertura de miras. El proceder del método hermenéutico es circular, pues consiste en formular hipótesis de sentido y contrastarlas con los textos y hechos, para elaborar luego una síntesis que unifique nuestro mundo previo con el nuevo conocimiento adquirido.
Estas reflexiones sobre el método hermenéutico pueden ayudarnos a responder la interesante pregunta de si es posible enseñar a juzgar. Según Aristóteles, la prudencia es, hasta cierto punto, susceptible de ser enseñada mediante la educación y la lectura, pero no se debe ir demasiado lejos en la pretensión de hacer una ciencia de la habilidad de juzgar, porque lo teórico no debería anular a lo particular ni a la capacidad de las emociones de arrojar luz sobre la situación concreta. La relación entre el conocimiento adquirido y el caso concreto es circular (dialéctica) y la prudencia es la virtud de moverse entre ambos.
III. Virtud judicial e imparcialidad
Hemos expuesto el modelo aristotélico de la virtud judicial, de la mano de Gadamer, MacIntyre y Nussbaum. Es probable que notemos una importante ausencia en dicho modelo. Entre las virtudes de una persona juzgadora no se menciona aquella que considera la virtud esencial de la judicatura (probablemente si preguntásemos a cualquiera por la calle, nos diría que ésta es la virtud más importante). Nos referimos a la virtud de la imparcialidad, y a la virtud conexa de la independencia.
Aguiló29 define la imparcialidad judicial como aplicar el derecho, y hacerlo por las razones que el derecho suministra (la persona juzgadora imparcial está motivada por su deber de acatar el ordenamiento jurídico). Sostiene Aguiló que en el ideal de imparcialidad hay algo muy semejante a la noción kantiana del deber como motivación de la conducta moral, pero referido al marco institucional del derecho: el objetivo es que los motivos por los que se decide y los argumentos expresados en la sentencia judicial coincidan. El ideal de una persona juzgadora independiente e imparcial designa a alguien que no tiene más motivos para decidir que el cumplimiento del deber. Aguiló considera que tanto el deber de independencia como el deber de imparcialidad30 tratan de proteger el derecho de la ciudadanía a ser juzgada desde la legalidad vigente.
Desde nuestro punto de vista, si entendemos la imparcialidad (y la independencia) en el sentido en el que la entiende Aguiló, resulta incompatible con el modelo de virtud aristotélico. Aristóteles sostiene que la verdadera decisión justa es la que se adopta no sólo por deber, sino por convencimiento emocional e intelectual. Por tanto, una decisión que se adopta sólo por fidelidad a la autoridad de las leyes, aun pensando que esa decisión es tan injusta que hace saltar todas las alarmas de los buenos sentimientos de la persona juzgadora, no sería una buena decisión, e incluso podríamos temer que decidir de este modo nos conduzca a escenarios políticos autoritarios. Aristóteles considera, como expuse anteriormente, que una de las ventajas de las leyes es que contribuyen a que las decisiones no supongan una burda reacción a pasiones como el odio o la simpatía, ni a intereses personales de la persona juzgadora. Sin embargo, esto no implica que la persona juzgadora deba dejar a un lado su razón crítica y su sentido común (ambos acompañados, necesariamente, por emociones).
No hemos de aspirar a ningún ideal de racionalidad kantiana en el que la persona juzgadora se vea a sí misma como la voz de una razón desprovista de identidad, y como baluarte de la objetividad y de la técnica. Ese nivel de “imparcialidad e independencia” no es ni posible ni deseable. Tampoco es posible una decisión basada sólo en la ley, sin mediación de ideologías ni de elementos procedentes de la formación jurídica, la cultura y el medio social. Consideramos que una noción de imparcialidad así supone abrir la puerta a que las personas juzgadoras enmascaren (de forma más o menos consciente) sus propias ideologías tras la apariencia de tecnicismo jurídico.
Desde nuestro punto de vista, la virtud de imparcialidad lo que exige es una actitud de apertura a la escucha, es decir, no apostar por una versión sin haber escuchado con atención a las partes. La persona juzgadora debe ser consciente de que todas las personas tenemos prejuicios (todas las personas razonamos desde la experiencia anterior) y ha de estar dispuesta a dejar que el caso modifique sus ideas preconcebidas. Kronman,31 en El abogado perdido, defiende un ideal de jurista prudente, de inspiración aristotélica. La persona prudente es aquella que sabe reflexionar, no sobre medios, sino especialmente sobre fines, y esto requiere, como hemos visto, rasgos de carácter, como la empatía, la imaginación y la capacidad para ponerse en el lugar de otra persona, manteniendo el espíritu crítico.
Podríamos sostener que, según el modelo de la virtud aristotélico, una buena persona juzgadora conoce bien el derecho, pero no se limita a aplicarlo de modo mecánico. Una buena persona juzgadora sabe argumentar y justificar decisiones, y posee rasgos de carácter que facilitan su trabajo, como un firme compromiso con el valor de la justicia, así como la valentía necesaria para perseguir esa justicia enfrentándose a los obstáculos tanto externos como internos. Una buena persona juzgadora es una persona prudente.
El ideal aristotélico32 de la persona justa defiende la indulgencia con las debilidades de otras personas, atiende a los fines últimos de las normas, y no presta tanta atención al hecho como a la intención. La persona justa, según Aristóteles, no se limita a analizar los hechos que son objeto del litigio, sino que intenta escrutar el carácter de la persona acusada. Una buena persona juzgadora debe tener un sentimiento de gratitud hacia la humanidad, y no recordar demasiado las afrentas recibidas en su vida. En fin, en el modelo aristotélico, una persona juzgadora no teme implicarse emocionalmente.
Atienza y Lozada33 también reflexionan sobre un particular que me resulta relevante para estudiar la noción de imparcialidad. Los autores consideran que un vicio a evitar por la judicatura es el formalismo (y así lo exige el Código Modelo Iberoamericano de Ética Judicial),34 por ello la persona juzgadora debe sentirse vinculada no sólo por el texto de una norma, sino también por las razones últimas que le dan sentido. Hasta aquí no tenemos nada que objetar. Sin embargo, discrepamos en otra de sus tesis relativas a la virtud judicial. Los autores señalan que el activismo judicial es también un vicio. En su opinión, la virtud judicial estaría en un punto medio entre el formalismo y el activismo judicial. Estos autores consideran que el poder judicial debe respetar el principio de deferencia al legislativo, incluso aunque eso suponga no adoptar la decisión que mejor preserve un derecho fundamental. En este punto no podemos estar de acuerdo con Atienza y Lozada.
Como señala Aristóteles, la preocupación por la justicia debe ser el objetivo superior que guíe la acción judicial. El principio de deferencia al Poder Legislativo debe ponerse en relación con el resto de los principios del sistema jurídico y no puede convertirse en una especie de metaprincipio que se anteponga a los demás. Consideramos que la persona juzgadora debe ser, ante todo, una persona comprometida con la justicia (la justicia como virtud y valor compartido, integrado por los valores democráticos y los principios fundamentales que componen el modelo de excelencia moral de nuestra comunidad). El activismo judicial, en pro de la justicia, lejos de ser un vicio, es precisamente lo que caracteriza a una persona juzgadora que se tome en serio el derecho. Hipostasiar el principio de deferencia al Poder Legislativo implica ignorar el carácter holístico de toda interpretación jurídica, que exige poner en relación a las leyes con los valores del ordenamiento que vienen a completar (y no a contradecir). La deferencia al Poder Legislativo es un principio que debe ser respetado como los demás, pero al que no podemos otorgar prioridad léxica. El vicio contrario al formalismo jurídico sería, en nuestra opinión, la actitud de la persona juzgadora que tome sus decisiones basándose en sus propias nociones ideológicas o intereses personales, y desoyendo los principios fundamentales de la comunidad, cerrándose al diálogo. Sin embargo, el activismo judicial por la justicia (en tanto que virtud y valor comunitario) es la actitud vital que mejor expresa la prudencia judicial. Una perspectiva holística del ordenamiento jurídico casa mejor con las virtudes aristotélicas de la prudencia y la justicia, que con la imparcialidad (mal entendida como metaprincipio hipostasiado de deferencia al legislativo). En suma, el modelo aristotélico configura una perspectiva del razonamiento judicial que, frente al racionalismo individualista e instrumental propio de la modernidad, apuesta por una razón sensible, sustantiva y comunitaria, basada en el núcleo de valores compartidos de la comunidad. Un cierto retorno al modelo clásico parece adecuarse a la complejidad del derecho actual y al paradigma constitucionalista.
IV. La virtud de la abogacía
Sería interesante plantearse si podemos aplicar a la profesión de la abogacía un modelo de virtudes parecido al que Aristóteles plantea para la persona juzgadora. Aparentemente ambas profesiones tienen una gran diferencia: mientras que la persona juzgadora debe anteponer el bien común, la abogacía ha de anteponer el interés de las personas a las que defiende. A pesar de eso, filósofos del derecho, como Alexy,35 han sostenido que la abogacía, como la judicatura, argumenta de modo racional y de un modo que pretende ser justo. Atienza36 considera que si bien es cierto que hay causas con un gran componente ético, como la defensa de derechos de consumidores o del medio ambiente, la motivación de la victoria en la defensa de la clientela juega un papel central. Por ejemplo, es obvio que una abogada no tiene la obligación de decir toda la verdad (aunque tenga ciertos deberes como no introducir pruebas falsas) y no está obligada a exponer los argumentos que debilitarían su postura.
La judicatura intenta encontrar la solución más justa y más fiel al derecho, mientras que la abogacía busca la solución más conveniente. Aunque los argumentos de una y otra sean coincidentes, la abogacía realiza un uso más estratégico de los mismos. Atienza señala que la persona abogada puede resaltar que un caso es análogo a uno anterior, enfatizando las similitudes y minimizando las diferencias, y la parte contraria defenderá que no existe esa semejanza, destacando las diferencias. El uso estratégico de la argumentación es especialmente significativo en los casos de negociación, en los que pueden tener una importancia crucial el poder y las amenazas.37
Aunque la labor de la abogacía no sea idéntica a la judicial, se han propuesto modelos de virtud con una dimensión ética, pensados expresamente para la abogacía. Es el caso del orador ideal que plantea Quintiliano en sus Instituciones oratorias.38 Este autor considera que podemos encontrar personas corruptas que dominan la retórica a la perfección, pero él se niega a darles el nombre de oradores, pues la honestidad insobornable en la defensa de los pleitos es una virtud esencial en el modelo de abogacía que persigue. No dará el nombre de oradora a una persona prevaricadora o corrupta. Incluso alguien que practique la abogacía de manera mediocre debe ser buena persona, con más razón aún debe serlo la persona abogada que aspire al modelo del orador ideal.
Esta persona abogada que perfila Quintiliano es inteligente, sabia y elocuente. Alguien de este calado sólo puede brillar con todo su esplendor defendiendo las causas más nobles, pues los sentimientos más grandiosos son los que inspiran los mejores discursos. Quien mejor transmite esos valores es quien los siente en su interior. Las buenas personas hablarán con naturalidad de los valores y les resultará sencillo hablar con prudencia.39 A pesar de sostener que la persona abogada debe ser justa, Quintiliano es muy consciente de la compleja relación que la abogacía tiene con la verdad. Quintiliano admite que es posible que, en ocasiones, la abogacía honesta deba faltar a la verdad por algún motivo ético. Pone algunos ejemplos, como los casos en los que la persona abogada tenga que convencer a la persona juzgadora de que unos hechos no sucedieron (aunque sepa que sucedieron) para que no condene a quien actuó por un motivo justo. O los casos en los que una persona se ha reinsertado por completo en la sociedad, modificando su vida. La propuesta de Quintiliano de la abogacía ideal podría sintetizarse en la siguiente afirmación: un “orador”, para Quintiliano, es una persona honrada instruida en retórica.40
Uno de los elementos en los que se plasma el compromiso ético de la persona abogada es en la elección de las causas. La elección de las causas debe ser cuidadosa, ya que no se puede defender indistintamente a cualquiera. Si la persona abogada no selecciona, se mostrará abierta a todos los indeseables y piratas. Sólo deben defenderse causas justas. Ahora bien, como causas justas hay muchas, no hay inconveniente en que, de entre ellas, la persona abogada elija aquellas más lucrativas o aquellas que afecten a las amistades, siempre y cuando sean causas justas. Quintiliano manifiesta su pragmatismo admitiendo, por tanto, que la ética de la abogacía es compatible con alterar la verdad y con escoger causas lucrativas.
El límite estaría en que jamás debe la persona abogada ayudar a las personas poderosas a dañar a las desvalidas, ni ayudar a las envidiosas a dañar a las honorables.41 Si una persona abogada acepta una causa creyendo que es justa y luego se da cuenta de que no lo es, en opinión de Quintiliano, la persona abogada debe desistir de la misma y advertir de ello a la persona defendida lo antes posible, para no darle falsas esperanzas. Esto es incluso conveniente para la clientela, porque una persona abogada que no está convencida de lo que dice probablemente no defenderá bien su causa en los tribunales.42
Quintiliano manifiesta de nuevo su actitud pragmática señalando que no hay nada malo en ejercer la acusación en asuntos penales, siempre que no se haga con sentimientos vengativos, sino por el afán de mejorar la sociedad librándola de los males que la dañan.43 Tampoco encuentra nada contrario a la ética en el hecho de que una persona abogada cobre por su trabajo. Y lo justifica: las personas abogadas hacen mucho bien por las personas a las que defienden y es justo que éstas les correspondan.
A pesar de ser muy consciente de las características de la abogacía, como es lógico, dado que el propio Quintiliano era un eminente abogado, éste defendió que el motivo principal que ha de inspirar a la abogacía ideal debe ser el amor por la justicia. Como la promoción de la justicia debe ser la motivación principal por la que se litiga, los honorarios se establecerán con moderación, teniendo en cuenta el poder adquisitivo de las personas a las que se defiende y de la situación que atraviesan. El precio no puede variar en función de la situación personal que atraviese el abogado, porque esa práctica es injusta.44
Vemos que el modelo ideal de la oratoria-abogacía clásica sostenía el inherente compromiso de la persona abogada con la ética. Como afirma Adam Gearey,45 la profesión de la abogacía, vista como un trabajo técnico, construye apologetas del statu quo que creen aplicar objetivamente unas determinadas reglas a las disputas sociales. Esta visión ya no puede ser sostenida porque no se corresponde con el protagonismo actual de las personas abogadas. La abogacía implica la asunción de la responsabilidad para cambiar algunos aspectos del derecho a través de la praxis interpretativa corriente.46 Sostiene Peter Fitzpatrick que la retórica de la universalidad y la neutralidad del derecho, de su carácter técnico, sirve a intereses de dominación particulares, elevándolos a una condición absoluta. Sin embargo, el derecho tiene potencial de auto-subversión que no requiere creer en un derecho superior apartado del existente, sino asumir una labor profesional que entienda el ejercicio del derecho como una vocación. Esto no supone ser un temperamento idealista, sino adoptar un tipo de realismo capaz de ver en lo real y en lo realizable más que lo que otras personas ven.47
La ideología profesionalista, que hemos mencionado antes, en la que la persona abogada se ve a sí misma como técnico (o técnica) que defiende los intereses de su clientela, encajaría sólo en una idea legalista de la democracia, pero no en una concepción que tome en serio el sentido de justicia y los principios constitucionales de la comunidad. Prentice A. Meador48 señala que el modelo de la virtud que establece Quintiliano está muy relacionado con el mundo romano del que procede, ya que para el espíritu romano la bondad está unida a la participación activa de la persona en la vida pública de su país. El modelo de la virtud de la abogacía que promueve lleva implícita la idea del compromiso político.
El modelo de Quintiliano se basa en el de Cicerón, que explica de modo muy ameno en su obra Diálogos del orador.49 En dicha obra, Cicerón contrapone dos visiones distintas de la abogacía defendidas por dos personajes de su diálogo: la visión del erudito Craso frente a la del pragmático Antonio. Mientras que Craso aspira a una abogacía culta y de grandes cualidades intelectuales y morales, Antonio describe los conocimientos y habilidades imprescindibles para la litigación. Cicerón defiende el ideal del que habla el personaje Craso, pero presenta también con elocuencia los argumentos escépticos de Antonio. Estoy segura de que muchos abogados y abogadas de hoy pueden sentirse identificados con el debate entre Craso y Antonio.
Craso sostiene que la retórica no puede reducirse a hablar con elegancia, porque toda la autoridad del discurso se pierde si quien habla no controla a fondo la materia sobre la que está hablando. Por ello es necesario que la persona abogada tenga amplia cultura (para lo cual es muy conveniente la filosofía) y conocimientos específicos sobre las materias jurídicas de las que hable. Otra característica necesaria para la persona oradora es que tenga empatía (que proporciona conocimiento sobre las causas que despiertan y que disipan las emociones), pues sólo así logrará que sus discursos emocionen a las demás personas. Señala Craso que resulta evidente cuándo una persona llega al tribunal adornada con una amplia cultura y cuándo sólo conoce aquello sobre lo que está disertando.50 Son virtudes naturales de la persona oradora la inteligencia, el ingenio, la creatividad, la habilidad argumentativa, la sensibilidad estética, la empatía y la memoria. Otras disposiciones naturales, como la voz sonora y la buena apariencia, también son significativas para la retórica.51
Antonio no comparte la visión de la abogacía que defiende Craso, porque considera que es excesiva.52 Para Antonio es suficiente con que la persona abogada resulte convincente. Está bien que tenga cierta habilidad al hablar en público y que escucharle resulte ameno, pero es excesivo lo que sostiene Craso. Basta, más bien, con que sea una persona corriente. No debe parecer muy erudito ni ponerse a citar a Platón. Antonio considera que el derecho no es tan maravilloso y estimulante como lo pinta Craso. Las personas abogadas se muestran satisfechas de su conocimiento porque conseguirlo cuesta mucho trabajo, pero lo cierto es que la mayoría de las personas que estudian derecho preferirían leer una tragedia que un tratado sobre la compraventa.
El conocimiento del derecho es muy provechoso para la persona abogada, pero no es imprescindible un conocimiento tan profundo como el que propone Craso, ya que el derecho se aprende en la práctica, poco a poco, al igual que ocurre con la perfección en la expresión corporal o en el dominio de la voz. Las personas abogadas no pueden dedicar tanto tiempo como actores y actrices a cultivar esos dones, porque tienen que preparar las causas que consumen muchísimo tiempo. Si las personas abogadas fuesen tan eruditas y tuviesen tantas habilidades como propone Craso, la clientela sería condenada antes de que la persona abogada aprendiese a declamar con voz aterciopelada.53
Otros conocimientos que cita Craso, como la historia y el derecho de las instituciones públicas, considera Antonio que no son necesarios. Si en alguna ocasión fueran necesarios, puede preguntar a alguna amistad muy culta. Desde luego, está bien que las personas jóvenes adquieran cultura general, pero no es necesario que todas se transformen en eruditas. Leer cientos de libros y someterlos a un escrutinio crítico es muy trabajoso y requiere mucho tiempo.54
Craso critica que el orador que Antonio describe parece un operario, alguien que sólo se preocupa por ganar su causa y que hace su trabajo mecánicamente, sin verdadera pasión. Craso afirma que él tiene una idea más elevada de la abogacía.55 Sostiene Craso que para el concepto de la antigua sabiduría griega, el gobierno, la erudición y la retórica iban de la mano, y las personas oradoras eran también las gobernantes.56 No tiene sentido que consideremos que unas personas tienen una sólida inteligencia y otras tienen la capacidad de hablar bien. Lo natural es que quien habla bien sea quien razona bien, y que éstas que hablan y razonan bien sean las que se ocupen tanto de la abogacía como de la política.57 Podemos liberar a la persona oradora de todo el campo de conocimientos del que antes gozaba, como ha defendido Antonio, pero también podemos imitar al gran Pericles o a Demóstenes, como los antiguos, y amar el hermoso ideal del orador clásico que tenían los griegos antes de Sócrates y que unía a la retórica con la ética, la sabiduría y la política.
Cicerón explica, como hemos expuesto, dos concepciones sobre la retórica. Aunque la tesis ilustrada por el personaje Antonio se expone con gran simpatía y elocuencia, el propio Cicerón se decanta por la tesis sostenida por el personaje Craso. En otra de sus obras, El orador,58 Cicerón desarrolla algunos de los rasgos que ha de tener este ideal de la persona oradora. En ella explica que el orador que propone es alguien que nunca ha existido, pues busca al orador ideal y perfecto, un modelo dechado de perfección que sirva como guía práctica.59 El conocimiento de filosofía, sostiene Cicerón, aporta a la oratoria habilidades argumentativas, y facilidad para hablar sobre ética, política y sobre cualquier tema de la vida.60 Cuanto más brillante sea la persona oradora y más se acerque a la perfección, mayores serán sus conocimientos sobre múltiples materias, pero especialmente grande será su conocimiento del derecho que necesitará cada día en las causas legales, pues no hay nada más torpe que llevar una causa sin conocer el derecho aplicable.61 Quintiliano62 suscribe el modelo de orador ideal propuesto por Cicerón y señala que nunca estará de acuerdo con quienes afirman que la honestidad y la ética han de dejarse para la filosofía. La abogacía debe ser honrada y ha de aspirar también a la erudición y al compromiso político. Sólo aspirando a la sabiduría, aunque tal vez no pueda alcanzarse nunca, podemos acercarnos a la misma.63
V. Conclusión
Los modelos de la excelencia contenidos en las concepciones éticas de la virtud son complejas construcciones que implican amplios conocimientos y el desarrollo de numerosas virtudes intelectuales, morales y cívicas. En lo concerniente a la judicatura, consideramos que la “ética de la virtud” (que es el sustrato ético de la retórica de la virtud) puede ser esclarecedora en tanto que introduce en el derecho el compromiso ético por medio de las virtudes, como la prudencia y la compasión. Pero simultáneamente no deja a la judicatura sumida en el arbitrio ideológico, pues sostiene que las decisiones jurídicas no son ni completamente subjetivas ni completamente objetivas. Las decisiones jurídicas se sitúan en la estructura hermenéutica de la vida humana, y, por tanto, son fruto del diálogo de la persona juzgadora (desde su formación y sus ideales) con el derecho vigente, los valores de la sociedad y con las situaciones que se presentan.
Otro aspecto de la ética de la virtud que consideramos destacable es que presenta la ventaja de romper con la visión de la imparcialidad judicial como virtud aséptica y fría, pues apuesta por una racionalidad emotiva y atenta a la empatía. En el modelo clásico de abogacía, el aprendizaje de la retórica ocupa un lugar central, pues el habla representa la piedra angular de la capacidad humana de expresarse y, por tanto, de actuar como ser social, en el máximo esplendor de su humanidad. López Eire64 señala que la retórica es un arte que capacita para convencer a otras personas, valorándolas como ciudadanas libres. La “cultura de la retórica” requiere de un ambiente de libertades públicas en el que sea posible convencer y mover los sentimientos, persuadir mediante lo racional y lo emotivo.65 Cuando Cicerón y Quintiliano desarrollaron el cuerpo teórico al que denominamos “retórica de la virtud”, lo hicieron inspirándose en un ideal de ciudadanía democrática que se había perdido. La retórica que construyen trata de recrear mediante un modelo educativo la vida intelectualmente activa y políticamente participativa. La abogacía es el lugar en el que tratan de plasmar este ideal. Consideramos que esta concepción rica y elevada de la abogacía y de la comunicación jurídica puede servir para romper con la imagen del abogado como técnico u operario. La cultura, la creatividad y las preocupaciones éticas y políticas son elementos que integran la vida de un abogado según el modelo clásico. Desde nuestro punto de vista, dicho modelo resulta interesante y enriquecedor.