Introducción
[La universidad se concibe como un espacio público] de confrontaciones discursivas, conceptuales, políticas y por qué no, ideológicas y filosóficas. La universidad finalmente es una caja de resonancia amplificada de los debates y conflictos del entorno de la sociedad política y la sociedad civil. (…) En este contexto todos los actores sociales opinan sobre sus fines y su destino (Gómez, 2017, p.149).
La aproximación a la formulación de algunos de los contenidos del programa de responsabilidad social universitaria (RSU) de las instituciones de educación superior se pone en perspectiva en la construcción identitaria de la autonomía universitaria en articulación con la vida democrática a la que aspira la ciudadanía y la sociedad en la vida pública. Su construcción simbólica y discursiva se valida aquí sobre la tesis del ethos aristotélico: “La vida buena con y para los otros en instituciones justas” (eudaimonia). Esta será a lo largo de las implicaturas de esta revisión el sustento del que se parte y al que se regresa.
Aquí, la vida buena apertura la narratividad del espacio existencial (fenoménico-ontológico) del sujeto universitario que anticipa al otro para su realización o vida efectiva a través de la praxis de las tareas sustantivas de la universidad: docencia, investigación y extensión, con intencionalidad ética. Esta intencionalidad privilegia un vínculo con la democracia que debe buscarse en el horizonte de la justicia, y sobre el que diserta, tácitamente, la aspiración ética de los valores educativos enunciados en el programa de la RSU (enfatizada aquí con una responsabilidad educativa más fuerte para la vida cívica-profesional). Por otra parte, este arreglo o disposición aristotélica tiene una instauración política a causa de la narrativa de la autonomía universitaria sui géneris de la universidad pública en México y su relación con la acción social, cuya vigencia se suscribe en un campo más amplio vinculado con la construcción de la identidad ciudadana y política de los universitarios.
Esta identidad se configura sobre un haz relacional de valoraciones éticas con las instituciones, en la permanencia y discontinuidad del tiempo de la vida universitaria, que va y regresa de la privada a la pública: movimiento prefigurativo y refigurativo disponible para su interpretación, que transita equívocamente en la retícula institucional de un modelo de Estado mexicano que busca en el discurso democrático afirmar la justicia, que la delibera entre una gobernanza liberal (moderna: libertad, igualdad, fraternidad) y neoliberal (mercado: valor de cambio, ley de la oferta y la demanda, consumo, redes sociales) donde se exacerban, solapan o conjuran los valores genuinos de “ese otro” de las identidades y de “la vida buena” de este siglo en el aparecer fenoménico de la vida posmoderna.
En este contexto, se pregunta por el “ser-hacer político” de las instituciones, y de manera acotada, por el “ser-hacer de la autonomía universitaria”. Entonces, se hipotetiza en un espacio identitario que produce sesgos en los “modos de ser”, de actuar, o participar en “la vida buena”. Tales sesgos se buscan como una manera de responder a las siguientes preguntas: ¿cómo pueden las instituciones de educación superior ser reconocibles en la vida política de los universitarios?, ¿puede influir o resistir éticamente el programa de la RSU sobre un polimorfismo, ausencia u otra manera de ser de la identidad política universitaria?
Los referentes teóricos para este trabajo vienen a cuenta de la identidad narrativa de Paul Ricoeur (2003, 2004, 2006), teoría filosófica de la identidad personal, desarrollada y ampliada hasta sus implicaciones éticas de la mano siempre y preferentemente con Aristóteles. De ello, la identidad narrativa de sí mismo como otro, la cuestión de la interpelación ética que él llama solicitud, es impulsada en la discusión por algunas aportaciones textuales de estudiosos y especialistas mexicanos (del campo de la docencia y la investigación de las ciencias sociales y humanas) de este siglo; por enmarques teóricos de énfasis postestructuralista de la filosofía hermenéutica y de la intersubjetividad del discurso que prescriben el campo de la ética y política social, en general, y de la construcción de las identidades sociales y el discurso político, en particular; y, de cuño universitario, por aquellos párrafos que hemos elegido de narrativas de documentos públicos de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (Anuies) sobre el programa de RSU.
Esta aproximación de textos, narrativas y discursos busca señalar el carácter constructivo del referente empírico, que desde la perspectiva del análisis político del discurso aspira a un lance de acceso filosófico hacia los intrincados límites de la investigación educativa, para la reflexión sobre algunos espacios humanamente disponibles en el lugar que le confiere, una reflexión crítica de la identidad política de los universitarios e idoneidad simbólica-discursiva de la democracia hacia los planteamientos de las políticas educativas y de la transversalidad de la RSU en los programas de estudio de las instituciones de educación superior mexicanas.
Método
El discurso hecho de palabras solo puede ser verdadero o falso en el sentido siguiente: se puede poner en cuestión la opinión expresada en él sobre un estado de cosas (Gadamer, 1998, p. 15).
El andamiaje referido recorre la perspectiva del análisis político del discurso. Rosa Nidia Buenfil Burgos (2008), en “La categoría intermedia”, lo refiere (de Torfing, Laclau y Mouffe) sostenido en el carácter histórico, discursivo y político del ser, por lo tanto, dice, “de toda identidad, de la realidad” (pp. 30-31). El análisis político del discurso es una analítica discursiva “que involucra, desde luego, procedimientos de investigación que retoma de diversas disciplinas y con los cuales va constituyendo una ‘caja de herramientas’” (p. 30) y que se aparta del eclecticismo sin vigilancia epistémica. Buenfil (2008) agrega que esta analítica “pone especial atención en la compatibilidad y/o compatibilización epistémica y ontológica de las herramientas intelectuales que articula, en busca de la mayor consistencia posible” (Buenfil, 2008, p. 30), lo cual brinda un acceso de la investigación educativa al mundo mediatizado cultural y discursivamente; sin embargo, “no completo, no neutral y contestable para seguir avanzando en su producción” (Buenfil, 2008, p. 31).
Teniendo en cuenta lo anterior, y de acuerdo con los posicionamientos ontológicos y epistémicos del análisis político discursivo, Buenfil (2008) ofrece una lógica sobre la construcción del objeto de estudio para la investigación social en general y la educativa en particular, que es la que aquí se persigue. Establece un modelo dinámico de constructos intelectivos que interactúan, reversiblemente, con el referente teórico en la participación del objeto de estudio (como fenómeno que tiene lugar en un contexto histórico particular). Estos constructos, afirma, se validan por las “huellas de la subjetividad” del investigador; de su particularidad histórica, contextuada o situada al asentarse en ese mundo “mediatizado cultural y discursivamente” en el que nos encontramos siempre y cada vez ante una postura epistemológica: el referente empírico que es de la misma naturaleza subjetiva de las preguntas que le dirige el investigador, y un puente analítico, en coherencia (vigilancia) epistemológica de sus elementos, disponible para el análisis político discursivo establecido a través de categorías.
Son estas categorías analíticas (que previene Buenfil [2008] no son una analogía de las aristotélicas ni kantianas) las que aquí se suscriben como narrativas y que actualizarán el círculo de interpretación (hermenéutico), cohesionando e integrando el sentido del objeto de estudio en cuestión: Narrativas de RSU, Narrativas de autonomía universitaria, Narrativas de temporalidad de la vida universitaria, Narrativas del sujeto ético, Narrativas de identidad y Narrativas de ciudadanía universitaria, y que, como categorías intermedias del análisis político discursivo, producen aquí las líneas de conexión para el análisis de lo educativo en este trabajo:
Figura de intelección de alcance intermedio, una imagen analítica que ensambla la generalidad teórica con la particularidad histórica (…), produce líneas de conexión entre el encuadre crítico y el referente empírico (...), lo cual (…) involucra el examen de las nociones recuperadas desde la filosofía, la teoría política, la teoría psicoanalítica, etc., para su uso en el análisis de lo educativo (Buenfil, 2008, p. 32).
Como figura de intelección “intermedia”, el encuadre crítico que en este trabajo se despliega pone en contacto nociones recuperadas desde la filosofía y la teoría política, cuyas líneas de conexión epistémica son un haz de narrativas que posibilitan su misma particularidad de análisis hermenéutico de las dimensiones éticas del sujeto universitario en la configuración política de la RSU, sin alcances de “una positividad” debido a su perspectiva relacional y constructiva:
Esta figura de intelección se construye ad hoc, y lo que para un objeto de estudio resulta una categoría intermedia, para otro puede no serlo. Dicho de otra manera, es una herramienta analítica que depende de su relación con el objeto en construcción y no tiene una positividad o autonomía propias (Buenfil, 2008, p. 33).
Las líneas de conexión epistémica son validadas por una hermenéutica “mínima”. Bajo la perspectiva de la teoría de la interpretación de Paul Ricoeur (2003), hay una proposición a favor de un “distanciamiento productivo” con la distancia cultural de algunos conceptos de índole historicista que aquí se consideran y revisan y que son parte del acceso discursivo (“herramientas intelectuales” del análisis político discursivo) de este trabajo.1 Ricoeur propone para esta hermenéutica de interpretación del discurso un círculo hermenéutico articulado con la dialéctica de la explicación y la comprensión. La comprensión como conjetura y la explicación como validación del acto del discurso que, desde su perspectiva fenomenológica, es intencional. Análogamente al acto intencional (fenomenológico) de todas las fases del círculo hermenéutico, se han puesto las denominadas narrativas como argumentos discursivos que tematizan (explican) algún nuevo sentido conjetural como “sentido de una proposición” (Ricoeur, 2003, pp. 101-102).2 El círculo hermenéutico ricoeureano culmina (mas no se cierra) en el acto de apropiación como “la transferencia del discurso a una esfera de idealidad que permite una ampliación indefinida de la esfera de comunicación” (Ricoeur, 2003, p. 103).
El concepto existencial de apropiación de hacer propio lo que antes era extraño sigue siendo la meta final del círculo hermenéutico como “actualización del sentido cuando este va dirigido a alguien” (Ricoeur, 2003, p. 103), y cuya intención es la apropiación del “ proyecto de un mundo”: nuevas formas de vida que dan al sujeto (el que escribe un texto y el que lo lee) una nueva capacidad para conocerse a sí mismo (Ricoeur 2003, p.106). Esta esfera de idealidad discursiva se entreteje aquí a través de la aplicación del círculo hermenéutico y tiene la intención de validar el recorrido (explicación) y la síntesis conjetural para “alguna” y no definitiva interpretación de las dimensiones éticas y morales en la configuración política de los sujetos universitarios como proyecto de un mundo que dé algún sentido para “conocerse a sí mismo” en el fondo, en el aquí y ahora, en la narrativa de la RSU.
Anticipamos con Ricoeur que ello no implica que en el proceso interpretativo no haya finalmente ninguna significación de verdad o de conocimiento: “Esta se obtiene siempre que se cumpla la meta de la interpretación, [su apropiación], que consiste en compartir la propia interioridad con los demás” (Ricoeur, 2003, p. 11).
Discusión
El referente teórico, la teoría de la identidad narrativa en sí mismo como otro, es cara al filósofo Paul Ricoeur (2003), quien, desde la filosofía antropológica, la considera “nunca acabada”. De acuerdo con ello, la identidad deriva del conocimiento del hombre al preguntar no “qué” (de tradición cartesiana) sino “quién es el hombre” (más cerca de Nietzsche y Heidegger). Su método de análisis: la fenomenología hermenéutica, donde el despliegue de la identidad narrativa busca al quién que transita (inacabadamente) por la acción, la persona, el tiempo y el lugar desde donde este (el quién) se enuncia en un espacio discursivo de su identificación y su reconocimiento. En este intrincado espacio ontológico, la identidad narrativa hace una síntesis interpretativa de la capacidad y potencia del lenguaje humano, en su carácter simbólico y metafórico de la cultura, del que toma, no obstante, su riqueza y complejidad identitaria. Desde estas consideraciones, decir yo con Ricoeur implica, cada vez, enunciar(se) un sí mismo como otro.
El objeto de estudio que aquí se traza privilegia el carácter rector de la identidad narrativa en la deriva del tiempo universitario: de la voz encarnada en un cuerpo: “mi cuerpo que enuncia”, en un tiempo y lugar, ontología de un yo soy universitario3 que se extiende por el lenguaje como acción a un “yo quiero”, “yo puedo”, “yo narro”, “yo soy responsable”, como cuidado, estima y respeto del ser universitario en y entre el mundo de la vida pública; en la que educar, educarse, educarnos en la praxis educativa universitaria, debe ser, cada vez, enunciar(se) un sí mismo como otro en un marco ético: “Una acción social justa, porque equitativa y solidariamente busca socializar mediante el conocimiento legitimado públicamente” (Cullen, 2008, citado en Soledad, 6 de noviembre de 2009).
La propuesta de identidad narrativa, si bien incide en el tiempo humano, encuentra en el modo narrativo al quién que “describe, narra y prescribe” el mundo, configurando algún sentido para la vida personal y pública con los otros. La configuración narrativa (llamada por Ricoeur mímesis II por la composición de las acciones humanas que acontece en la narración) opera como mediación discursiva de la acción humana.4 La configuración es considerada como la función de ruptura: abre el mundo de la composición de la trama de la identidad personal o colectiva. Configuración o mímesis II, tiene una posición intermedia entre dos operaciones, entre mímesis I y mímesis III, las cuales constituyen, respectivamente, el antes y el después de mímesis II (Ricoeur, 2004, p. 114). De esta manera, la configuración narrativa asume la tarea de “transfigurar el antes en después por su poder de configuración” (Ricoeur, 2004, p. 114).
Al acudir al “mundo de la composición” de la red conceptual de las tareas sustantivas de las instituciones de educación superior, una de sus articulaciones de carácter temporal se puede ubicar en la vigencia de la obra puesta en narrativa (la cultura, la ciencia, el saber) en el ámbito del espacio público de la institución educativa que, en lo general, queda delimitado por marcos jurídicos y administrativos. Estos marcos discursivizan con la autonomía universitaria su relación con el Estado, con la constitución interna de la universidad y sus funciones; marcos que van desde la ley orgánica en coherencia con los reglamentos, modelos educativos, etc.; y en lo específico, y al interior de la universidad, con los discursos que potencian el acto educativo (situado y contextuado) en coherencia con la red conceptual de las habilidades, actitudes y valores que definen los perfiles de ingreso, de trayectoria académica y de egreso de los planes de estudio (y sus “huellas de subjetividad” en el currículo oculto), en coherencia con la narrativa de sus misiones y visiones: todas ellas consideradas aquí como “acciones humanas que acontecen en la narración”.
Incumbe a la hermenéutica, indica Ricoeur (2004):
Reconstruir el conjunto de operaciones por las que una obra (narrativa) se levanta sobre el fondo opaco del vivir, del obrar y del sufrir, para ser dada por el autor a un lector que la recibe y así cambia su obrar (p. 114).
Y continúa: “Seguimos pues el paso de un tiempo prefigurado a otro refigurado por la mediación de uno configurado. (…) La temporalidad es llevada al lenguaje en la medida en que este configura y refigura la experiencia temporal” (p. 115). Ahí se acude a la red conceptual como carácter de la temporalidad. Las acciones se remiten a motivos que explican por qué alguien hace o ha hecho algo, y, agentes responsables de algunas consecuencias de sus acciones, qué es capaz de hacer en tales circunstancias (buenas o contra la adversidad). Así, se establece una relación de intersignificación para la comprensión práctica (Ricoeur, 2004, p. 114).
Una configuración (mímesis II) abre aquí la trama de la identidad universitaria, sustentada en una red conceptual ética-política del espacio público que engendra proyectos de vida universitaria y actualiza las tareas sustantivas de las instituciones de educación superior, cuya refiguración (mímesis III) quedaría planteada en la lectura de la RSU que aspira a cambiar “el obrar” ético de la institución: compromiso en el desarrollo de su entorno, y fomenta las capacidades de los estudiantes como ciudadanos responsables en el campo profesional, en el del consumo cultural y político, en el de extensión y divulgación de la ciencia y de sus saberes científicos y tecnológicos, entre otros.
La RSU tiene diversas acepciones, entre ellas, la facultad que tienen las instituciones de educación superior para difundir y poner en práctica un conjunto de principios y valores que incidan en la resolución de las necesidades de la comunidad, es decir, el compromiso que adopta la institución en el desarrollo de su entorno, lo cual comprende una dimensión ética, fomentando las capacidades de los estudiantes como ciudadanos responsables.
El reto de las instituciones de educación superior se orienta a diseñar y aplicar un modelo que responda a las distintas dimensiones de la responsabilidad social, que integre la formación, la investigación, la gestión social del conocimiento en un campus socialmente responsable (Pérez y Vallaeys, 2016, p. 13).
Acceder ahora al espacio discursivo de la identificación y reconocimiento de la RSU en el campo de las políticas educativas abre un llamado emergente de eticidad por parte de las instituciones de educación superior. En su configuración actual, la narrativa de estas instituciones prevé un reto hacia el compromiso en la deriva del tiempo universitario como acción social justa públicamente legitimada. De ello se buscan aproximaciones de responsabilidad social al proyecto de vida de los universitarios que devienen en el tiempo de un modo narrativo: “El tiempo se hace humano en la medida en que se articula de un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de la existencia temporal (Ricoeur, 2004, p.113).
Análisis
Narrativas de RSU
Este trabajo parte de una de las discusiones emergentes del amplio contexto ético-político de las instituciones de educación superior: la RSU, una nueva política de gestión universitaria que, desde el 2000 (Vallaeys, 2014), surge como necesaria en el ámbito de una región amplia de identidad sociocultural compartida que se va desarrollando en Latinoamérica para “responder a los impactos organizacionales y académicos de la universidad”, y busca apartarse “tanto de la tradicional extensión solidaria como de un mero compromiso unilateral declarativo y obligar a cada universidad a poner en tela de juicio sus presupuestos epistémicos y su currículo oculto” (Vallaeys, 2014, párr. 1)
Particularmente en el ámbito de la universidad mexicana, la Anuies viene promoviendo retos y desafíos de RSU emanados de las propuestas revisadas en los diferentes foros de discusión (Pérez y Vallaeys, 2016), cuyo corolario ha dado cuenta del interés que las instituciones de educación superior mexicanas tienen de otorgar mayor significado social a los aprendizajes académicos y al proceso de formación integral de los estudiantes.
Si bien la praxis educativa de las instituciones de educación superior basa su pertinencia formativa en las líneas de generación y aplicación del conocimiento, la disciplinariedad y la investigación se vinculan interdisciplinaria y multidisciplinariamente con otros programas académicos y áreas profesionales de la ciencia, las nuevas tecnologías, el arte y la cultura que buscan, en conjunto, un impacto con pertinencia y responsabilidad social de todas sus acciones y actores. La transversalidad en todos los currículos implica una relación fuerte con la RSU que mira hacia una profesionalización universitaria al generar y difundir conocimientos socialmente pertinentes (Pérez y Vallaeys, 2016, p. 15) y el sustento del hacer universitario en el marco de las instituciones públicas, lo cual le supone basar sus competencias y habilidades en una dimensión ética, y fomentar las capacidades de los estudiantes como ciudadanos responsables, así como “formar ciudadanos conscientes, innovadores y solidarios que a través de su profesión agreguen valor social” (Pérez y Vallaeys, 2016, p. 40).
Ante estos compromisos que interactúan con la praxis educativa, se podría señalar un fondo humanístico más amplio y general, entre la identificación de una educación solidaria con la simbolización de la cultura pública, que franquea el “logro de la identidad y la cohesión social” que proponen los lineamientos de la RSU. Un espacio del poder público donde medie una reflexión entre el “ser universitario y “ser profesionista” social y políticamente comprometido, que puede ampliarse a un primordial sentido de responsabilidad humanística y la universidad como un derecho permanentemente defendible.
Narrativas de autonomía universitaria
El ethos universitario de la RSU, legitimado públicamente, implica para este caso problematizar el carácter de autonomía universitaria que esencialmente (o por su esencia misma) rechaza subsumir las actividades universitarias a intereses particulares o directrices del Estado que demanden vínculos de responsabilidad jurídicamente infundadas, lo que podría sintetizarse como un asunto de lucha, conquista y orgullo histórico (Díaz, 2004). Ahí, la autonomía universitaria pone un acento “diferencia relacional” en el conglomerado de las instituciones educativas. Al respecto, Ángel Díaz Barriga (2004) menciona lo siguiente:5
La autonomía forma parte de lo que se considera la esencia de la universidad. No se puede concebir a la misma sin una visión de autonomía. Esto la convierte como una institución distinta a todas las instituciones sociales, incluso distinta a las instituciones educativas. Los universitarios se sienten orgullosos de su autonomía. Esta aparece como una conquista lograda como consecuencia de lograr una relación diferente con el Estado y con la sociedad (p. 2).
Ante esta matizada coyuntura relacional con el Estado con impacto en la sociedad, su permanente lucha y conquista le merece una urgente reconfiguración y actualización del ethos de responsabilidades y los alcances que la relación supone: una actualización política del modo relacional que, a través de actores y agencias que participan en las intrincadas6 tareas sustantivas de la universidad: docencia, investigación y extensión, conforman un acto educativo, el cual, no obstante, se origina, se integra e impacta en la vida social. Un modo relacional de gobernanza que ha soslayado la acción comunitaria por la equidad política de sus partes puestas en relación: “La autonomía universitaria, como forma de gobierno al interior de la institución, pero también como forma de relación con las autoridades del gobierno local. Autonomía como una forma de relación de la universidad con el Estado” (Díaz, 2004, p. 3).
Al cuestionar el modo relacional de la función social de la universidad, privilegiado, en su ser y hacer desde la autonomía universitaria, la RSU abre el debate político. Ahora se insta (y en cada contexto histórico por el que la universidad pública como institución deviene) a una reflexión de los límites y alcances de carácter ético en el horizonte de responsabilidades que se articulan con nuestra investidura ciudadana7 (y la idea o constructo que se tiene por ciudadanía) y su relación con el Estado. Es ahí, en el locus de engarce de lo social y lo político, en el que debería de haber una reconfiguración para la comprensión y alcances del ethos con la comunidad y la sociedad: del conocimiento de mis derechos y mis obligaciones (normativas) compartido con y entre la ciudadanía puedo orientar mis contribuciones y participación democrática en la universidad; llevar a cabo acciones (éticas) ciudadanas para las contribuciones sociales, donde la institución de educación superior aparece en su dimensión de conciencia integradora, donde se materializan los valores y principios éticos que privilegian el campo político de las instituciones y del Estado en su dimensión social.
No existe autonomía política, como desvinculación de los procesos que regulan el proyecto global de nación y las reglas particulares de una sociedad específica.
La universidad se ve compelida a obedecer el marco global de las leyes de un país, y las formas políticas que existen al interior de una sociedad (Díaz, 2004, p. 5).8
Será entonces apetecible que la educación superior sea el medio y fin de sus principios y valores éticos, diferenciados explícitamente desde una racionalidad de los discursos políticos y normativos configurados por los universitarios en su relación con el Estado; una configuración tal que enfatice la relacionalidad de la autonomía en la materialidad de sus acciones responsables en un espacio de inserción de la “vida activa” de la RSU. Cabe aclarar que por vida activa se entiende el espacio de síntesis de las capacidades y competencias para la organización política. Gómez (2017) vincula a unas y otras, capacidades y competencias, con un sistema universitario mexicano que funciona bajo la adecuación de estas al mercado laboral, y que debe aquí sobrepasar la asignación de roles técnicos y profesionales y su ámbito de socialización de los educandos a un ámbito de repercusión pública:
Esta distinción entre lo individual (competencia) y/o colectivo (cooperación) tendrá efectivamente repercusiones en el nivel de la organización política de estudiantes, maestros y trabajadores cuando se presentan situaciones de conflicto a partir de la presentación o puesta en marcha de planes de modernización, actualización, reformas, reestructuraciones o la aparición de asambleas o estados generales o intentos de privatización de la universidad por diferentes medios (Gómez, 2017, p. 143).
Narrativas de temporalidad de la vida universitaria
De acuerdo con Gómez (2017), la temporalidad en la que transita la vida universitaria puede concebirse de la siguiente forma:
Un espacio público de accesos abiertos o restringidos, de consumo cultural masivo o para especialistas, de extensión y divulgación de la ciencia y de sus saberes, de oferta científica y tecnológica aplicable a lo privado, a la esfera del Estado y de la sociedad civil (p. 149).
Sin embargo, ¿cómo desde lo personal y colectivo se configuran los discursos que ocupan las narraciones significativas de la cultura política, de la ciencia, del saber y de las instituciones en el espacio público de la universidad cuando el tiempo se hace humano como prefiguración de la vocación profesional?
Por definición, la vocación aparece vinculada ulteriormente al trabajo. Siguiendo la mímesis I, se insinúa su inscripción en la prefiguración de los proyectos de vida profesional. Se define (en términos de expectativa para el ingreso a la universidad) como una “inclinación o interés que una persona siente en su interior para dedicarse a una determinada forma de vida o un determinado trabajo” (Vidal, 30 de de julio de 2017, párr. 1). Y de manera específica, la vocación profesional es “esa llamada interior que el ser humano suele descubrir en la etapa de la juventud cuando la persona decide que quiere formarse en un área en concreto para poder trabajar en el futuro en un sector determinado” (Nicuesa, enero de 2005, párr. 2). En ambas definiciones que circulan en el ámbito público de la Internet, señalaríamos hoy la imposibilidad de un solipsismo de esa “llamada interior” y que esta se “descubra” en la juventud: más que descubrimiento, habría que definirla como un preguntar insistente relacionado con la felicidad de la vida profesional.
Asimismo, la vocación profesional se constriñe a la actividad simbólica e identitaria del status quo9de los proyectos de vida, siempre en ciernes en la amplia gama de los modelos de vida que se tejen con los otros ámbitos de la institución social: familia, comunidad, escuela, salud, religión, economía, el Estado. Sin embargo, como actividad simbólica, la vocación está también intrincada en una narrativa que da fuerza a nuestros discursos de la vida:
La actividad simbólica adolece de falta de autonomía. Es una actividad que está confinada, y es la tarea de muchas disciplinas el revelar las líneas que atan a la función simbólica con esta o aquella actividad no simbólica o prelingüística. (…) El símbolo duda entre la línea divisoria del bios y el logos. (…). Da testimonio del modo primordial en que se enraíza el Discurso en la Vida. Nace donde la fuerza y la forma coinciden (Ricoeur, 2003, pp. 71-72).
Con la falta de actividades y espacios curriculares preuniversitarios destinados a esta desimbolización de la vocación, ocurre que, apareciendo (o no) las motivaciones, surge en la víspera del acceso a la educación superior la apremiante formulación, disquisiciones o amparos para proyectarse como profesionista en un mundo laboral mediatizado y publicitado por los símbolos de la cultura pública.10 Derivado de ello, ocurre una confrontación consigo mismo y con los otros (familia) que emplaza “la decisión” del futuro ingreso a una carrera universitaria o profesionalizante mediante mecanismos de evaluación del mercado de trabajo, insuflados por lo económico y por roles profesionales de utilidad personal: coacciones temporales que se alejan de las elecciones preferenciales con las que lidia el tiempo de la trayectoria escolar universitaria11 y empobrece la comprensión del alcance ético de la vocación.
En un recuento minucioso del estado actual de la universidad mexicana, Gómez (2017) enfatiza sobre las aspiraciones de los preuniversitarios y los mecanismos de admisión de las carreras universitarias, regidos por una ética institucionalizada donde la oferta de carreras se relaciona en la esfera social, mecanismos de inclusión y exclusión, pero principalmente en razón a la oferta y la demanda de ciertas carreras del mercado de trabajo.
Lo anterior abre una discusión para entender o tratar de adaptar la oferta a la demanda mediante mecanismos de evaluación del mercado de trabajo de las diferentes carreras o de la asignación de roles en la sociedad. También existe un cruce de información entre las aspiraciones individuales, referidas a las “vocaciones” o a las preferencias correlacionadas con las carreras más demandadas (Gómez, 2017, p.143).
No obstante, pensar los símbolos de la cultura pública en analogía con Ricoeur sería tocar el revestimiento de la vocación como experiencia de iniciación ritual de los preuniversitarios, que queda sujeta a procesos culturales dentro y fuera de la institución. Así, toda la experiencia se articula en el carácter público de la articulación significante (Ricoeur, 2004, p. 120) de la vocación y la formación profesional y de llegar a su conquista.
Comprender un rito es situarlo en un ritual, este en un culto y, progresivamente, en el conjunto de convenciones, creencias e instituciones que forman la red simbólica de la cultura (Ricoeur, 2004, p.121).
¿Cuáles son esos símbolos de la cultura (impactada en el contexto mexicano por una cultura política liberal-neoliberal) que median entre la vocación y la formación profesional? ¿Qué discursos éticos e identitarios para “la vida buena” estarían hoy disponibles para la interdiscursividad del acto educativo de las instituciones de educación superior? ¿Es el discurso de identidad universitaria y la función social de la universidad suficientes para afirmar los valores y las acciones de la RSU?
El crítico social Slavoj Zizek (citado en Errejón, 2012) ha dicho lo puesto a continuación:
Como es obvio [para esta época], los discursos nunca se presentan en forma ordenada y cohesionada en la realidad. Su capacidad de calar y resonar en el “sentido común” de época tiene que ver con su apelación a aquellos conceptos vividos de manera espontánea como naturales, positivos y “apolíticos” (p. 12).
Al ir al sentido común, referido a la temporalidad de la vida universitaria de los estudiantes: cuatro o cinco años de formación profesional y poner en perspectiva que el grueso de la población estudiantil inicia su camino en las instituciones de educación superior al cumplir 18 años, el Estado, como lo conocemos, legitima jurídicamente su impronta política y acreditación de ciudadanos (de la que otorga un carnet de identificación) que implica de facto el ejercicio de derechos y sujetarse a obligaciones habilitadas por los discursos y narrativas de los documentos, reformas y acuerdos civiles de los que mana la justicia social configurados en políticas públicas, que se forjan, decimos, en la eticidad de “la vida buena”, en la que se inscriben los proyectos de vida ciudadana.
Teniendo en cuenta lo anterior, ¿cuáles son esos símbolos de la cultura que median entre la vocación y la formación profesional? Al interior de la universidad, en el acto educativo de las instituciones de educación superior, suele afirmarse un sentido político moral, más legitimado por la socialización y el prestigio de ser universitario, acompasado por la mistificación de la vocación o su paulatina construcción (que podría suscitar otros estudios), cuyos fines impactan en las dimensiones de aprehensión, adquisición y autogeneración de conocimiento. Este flujo moral, social y pedagógico apunta hacia una desarticulación “naturalizada” con la interdiscursividad política y ciudadana relacional con el Estado (políticas públicas y políticas educativas) que fractura el proyecto profesional, inserto ya desde las instituciones de educación superior en el mundo de la vida más amplio, que solicitaría de manera constante la (re)construcción y (re)significación de la red simbólica de la cultura política que debilite el mantenimiento de las creencias, opiniones y el sentido común y los modos de ser “vividos de manera espontánea”:
En esta forma de pensar, estudiar y explicar los fenómenos políticos, los sentidos no pueden darse por constituidos, los alineamientos por fosilizados, ni los resultados por eternos. Se trata, entonces, de captar los movimientos que puedan alterar los equilibrios institucionalizados para modificarlos en uno u otro sentido y medir sus posibilidades de influencia y los efectos plausibles de uno u otro desplazamiento (Errejón, 2012, p. 13).
El lugar de esta desarticulación, (re)crea un vacío para reelaborar significados de la esfera pública donde se ejercen los derechos y obligaciones que validan los modos de la participación ciudadana, dentro y fuera de las instituciones de educación superior, cuya interacción vigorizaría un sentido más fuerte para la identidad política vocacional-formación-profesional.
Si bien las prácticas y acciones de la función social de la universidad quedan relacionadas con un extensionismo, cooperación, aportes científicos y humanísticos, vinculados a la comunidad y a la sociedad, la RSU solicita apartarse “tanto de la tradicional extensión solidaria como de un mero compromiso unilateral declarativo y obligar a cada universidad a poner en tela de juicio sus presupuestos epistémicos y su currículo oculto” (Vallaeys, 2014, párr. 1). De lo que la autonomía universitaria acreditaría su carácter relacional; sin embargo, estos parecen asentarse en una discursividad apolítica o débil, como lo hemos descrito:
Las identidades políticas, los alineamientos que ordenan el campo político de una sociedad dada, no se derivan en modo alguno (…) de condiciones naturales, sino que son el resultado de prácticas en construcción. El análisis político debe ser capaz de identificar las principales narrativas o discursos que pugnan por explicar los hechos sociales y producir, en torno a ellos, unas u otras actitudes o compartimientos. Se trata de aislar, de entre todo lo dicho, actuado y generado, aquellos dispositivos que generan los sentidos más compartidos, los que en la práctica orientan más las percepciones y valoraciones políticas de los ciudadanos (Errejón, 2012, p. 10).
La construcción deliberada, énfasis en la interdiscursividad del ser político-de la profesionalización con relación al ser-profesional político, requiere de su continua actualización en el espacio universitario. Una configuración que abriría las tramas y las acciones de los valores éticos de la política pública a los que estamos solicitados en su hacer, para construir una identidad de responsabilidad política universitaria en el mantenimiento de un “sí mismo como otro”, del que señalamos un cambio de sentido en la refiguración de los contenidos de la RSU como elementos a identificar en el análisis discursivo:
En esta visión, el cambio político, lejos de ser una anomalía, es un resultado normal, entre otros posibles, de la disputa por el sentido y la articulación de grupos sociales en sujetos políticos con proyectos referidos a la cosa pública. (Errejón, 2012, p. 10).
Se ha discursivizado sobre el vacío de una articulación al responder a una las primeras preguntas de inicio, con la que se daba paso a la segunda: ¿qué discursos éticos e identitarios para “la vida buena” estarían hoy disponibles para la interdiscursividad del acto educativo de las instituciones de educación superior? Con ello se busca ampliar la coherencia de una perspectiva dirigida ahora al espacio público-político: su respuesta sigue rodeando la necesidad interna de su “disponibilidad” como un modo de aparecer del sujeto educativo y algún constructo de identidad en su misma contingencia: el aparecer ciudadano de los universitarios, desde la asunción y articulación del ejercicio de un ser-hacer-político vinculado con las instituciones: el Estado y la universidad pública se conjetura, entonces.
Resultados
Narrativas del sujeto ético
En el tono de este trabajo se pondera la RSU como un modo del cuidado de sí en un fondo político de democracia ciudadana, por lo que se vuelve necesaria una reflexión crítica hacia el quién de la subjetividad del sí a la que interpela (o busca interpelar) las narrativas de la RSU en el contexto contemporáneo de las instituciones de educación superior mexicanas. Esto implica, en primera instancia, ir a una identificación del carácter ontológico-hermenéutico del sujeto (y su subjetividad) y sus modos de aparecer en el cuidado de sí.
En su Hermenéutica del sujeto, Michael Foucault (1994) rastrea las figuras históricas que en Occidente vinculan al sujeto con la verdad. Esta vinculación la define como relacional, y más concretamente, como relaciones de poder; relaciones que, supone, median la gobernanza de la vida (individual, de una familia, de una colectividad, de un Estado), configurando, históricamente, los modos de discursos del espacio ético y moral habido entre los sujetos y las instituciones, el Estado.
De esta manera, “sacude” el aparecer del ser político (occidental) en sus relaciones de poder, donde aparece la violencia de la racionalidad (cartesiana) de las verdades universales (como dispositivo del saber); de ello es que se pondera desde el Estado moderno la relación con la racionalidad del conocimiento del yo-sujeto, que se aposta como res cogitans: el sujeto como esencia inmutable frente a los objetos de la ciencia para conocerlos. Y es Nietzsche quien la denostara como una verdad engañosa: “Nosotros los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos” (Foucault, 1994, p. 13).12 Para el propio Foucault (1994), este desconocimiento de nosotros mismos está en el detrimento del sujeto (del orden de las relaciones de poder cristiano y científico) de las prácticas originarias del cuidado de uno mismo, vinculadas a la ética del buen ciudadano, preocupación que privilegia la “ética del cuidado de uno mismo como práctica de la libertad” (p. 13).
Cuando Foucault (1994) cuestiona “¿y por qué se preocupa uno de la verdad, y, además, más de ella que de uno mismo?” (p. 132), esa “preocupación” que abre la pregunta queda remitida no al conocimiento científico del yo, sino a la “epimeleia/cura sui”: conócete a ti mismo con la exigencia del ocúpate de ti mismo de la antigüedad occidental.
El concepto equivale a una actitud general, a un determinado modo de enfrentarse al mundo, a un determinado modo de comportarse, de establecer relaciones con los otros. La epimeleia implica todo esto, es una actitud, una actitud en relación con uno mismo, con los otros y con el mundo.
(…) La epimeleia heautou es es una determinada forma de atención, de mirada. Preocuparse por uno mismo implica que uno reconvierta su mirada y la desplace desde el exterior, desde el mundo, y desde los otros, hacia sí mismo. La preocupación por uno mismo implica una cierta forma de vigilancia sobre lo que uno piensa y sobre lo que acontece en el pensamiento.
(…) Designa también un determinado modo de actuar, una forma de comportarse que se ejerce sobre uno mismo, a través del cual uno se hace cargo de sí mismo, se modifica, se purifica, se transforma o se transfigura (Foucault, 1994, pp. 34-35).
Animado por una arqueología del saber, el trabajo del intelectual busca interpelar la subjetividad y ser, al mismo tiempo, interpelado por la responsabilidad ética (Foucault, 1994, p. 9). A la ética, Foucault (1994) la prescribe pensada en un cuidado de sí, en la que tiene la posibilidad de desempeñar su papel de ciudadano: cuestionando desde su quehacer intelectual y su praxis analítica:
El trabajo de un intelectual no consiste en modelar la voluntad política de los demás; estriba más bien en cuestionar, a través de los análisis que lleva a cabo en terrenos que le son propios, las evidencias y los postulados, en sacudir los hábitos, las formas de actuar y de pensar, en disipar las familiaridades admitidas, en retomar la medida de las reglas y de las instituciones y a partir de esta re-problematización (en la que desarrolla su oficio específico de intelectual) participar en la formación de una voluntad política (p. 9).
Desde este concepto, Foucault (1994) argumenta una nueva ética:
El punto de articulación [sea] entre la preocupación ética y la lucha política para el respeto de los derechos, de la reflexión crítica contra las técnicas abusivas de gobierno, y de una ética que permita fundamentar la libertad individual (p. 139).
En razón y acuerdo con estas líneas foucaultianas, la filósofa Judith Butler (2009) adiciona un componente crítico a la fuerza de la moral durante la producción del sujeto y en su deliberación de dar cuenta de sí ante la violencia: un conjunto de normas que debe negociar de manera vital y reflexiva (p. 21). La autora destaca del sujeto ético de Foucault su carácter procesual como autorrealización en las prácticas de sí: “No hay creación de uno mismo (poiesis) al margen de un modo de subjetivación o sujeción y, por lo tanto, tampoco autorrealización con presidencia de las normas que configuran las formas posibles que un sujeto puede adoptar” (Butler, 2009, p.31).
Ahora bien, según Foucault (citado en Butler, 2009), la autoafirmación como sujeto ético es:
[Un] proceso en el que el individuo delimita esa parte de sí mismo que constituirá el objeto de su práctica moral (…). Y esto le exige actuar sobre sí mismo, supervisarse, probarse, mejorarse y transformarse. (…) La acción moral es indisociable de esas formas de actividad de sí (p. 32).
Sin embargo, “que otro me deshaga” por la violencia como acción moral “es ser exhortada a actuar, a interpelarme a mí misma en otro lugar y abandonar el ‘yo’ autosuficiente considerado como una especie de posesión” (Butler, 2009, p. 183). Sin duda, Butler se refiere a esa posesión que se autoproscribe como inmutable ante el desconocimiento de nosotros mismos que ya Nietzsche advirtiera.
Desde esta perspectiva, queda ver si un sujeto universitario (individual o colectivo) que, al ser interpelado por los discursos y narrativas de la cultura moral de la sociedad mexicana (en su organización axial y jerárquica con el Estado ), remite a cierta (de)gradación de significación y sentido de un “supervisarse, probarse, mejorarse y transformarse” en la discursividad de la RSU, que tendría relación con los modos de ser-aparecer de los universitarios como sujetos éticos y sus prácticas del cuidado de sí.
Narrativas de identidad
Será prioritario orientar “la disponibilidad” de los discursos éticos para la “vida buena” y articular su tematización con el constructo de las identidades en el contexto sociohistórico contemporáneo de los contenidos de la RSU. Esto tomando en consideración lo siguiente:
Cuando hablamos del tema de las identidades resulta indispensable precisar a qué aspectos de las mismas nos estamos refiriendo (…) porque en lo fundamental los aspectos y los procesos identitarios tienen una dimensión polivalente (…) y [porque le tema de las identidades] ha experimentado durante los últimos años una cierta banalización a partir de la reiteración de lugares comunes (…) en el contexto sociohistórico contemporáneo (Téllez, 2001, p. 5).
Reflexionando sobre “la cuestión identitaria”, el antropólogo Ricardo Téllez Girón López (2001) advierte que los puntos de vista sobre el tema de las identidades se han modificado de acuerdo con las variaciones acaecidas en el tiempo y que han alterado los referentes teóricos con los que se desarrollan los análisis.
En los círculos de quienes tienen responsabilidad sobre los asuntos públicos, en los mismos medios académicos y, con mayor razón, en la opinión de amplios sectores sociales, la tendencia a la mistificación de estos temas [las identidades] es mayor de lo que pudiera imaginarse (Téllez, 2001, p. 5).
Tal mistificación pone énfasis en “pretendidas identidades esenciales, inmutables, que estarían en la base de la explicación de tales confrontaciones” (Téllez, 2001, p. 7).
Al respecto, Frederic Barth (citado en Téllez, 2001), con un enfoque de carácter relacional, conlleva a un aporte más significativo: “La identidad no es algo natural sino un proceso dinámico en el cual transcurren de manera incesante operaciones sociales para mantener o modificar una identidad específica” (p. 8). Desde este enfoque relacional e interaccionista, continúa, la identidad solo puede ser analizada e interpretada desde la relación mantenida entre los actores sociales en contacto. Además, tiene un carácter intersubjetivo y relacional. “El individuo se reconoce a sí mismo sólo reconociéndose en el otro” (Barth, citado en Téllez, 2001, p. 8). Cabe señalar que las diferencias culturales (y su red simbólica) son consecuencia de la interacción y de las conexiones que establecen los propios grupos “como construcciones elaboradas para la identidad”. Así, la identidad se transforma por el involucramiento, contacto e intercambios entre los conglomerados humanos.
Desde este enfoque relacional, la cuestión identitaria con la antropología social sitúa puntos de encuentro (y desencuentro) de carácter intersubjetivo en los que el individuo se reconoce a sí mismo solo a partir del reconocimiento en el otro y exige un dinamismo, durante la vida, relacionado con situaciones y contextos, no inmutables para la identidad, sino diferenciados en sus propios límites identitarios. Siguiendo a Barth (citado en Tellez, 2011): la necesidad del mantenimiento de las identidades opera a partir de límites sobre los que descansa la diferenciación. En consecuencia, hay una “negociación” constante entre los actores, asienta el antropólogo.
Esta negociación sería análoga a la narrativa de (re)conciliación con identificaciones y significados en la red simbólica de la cultura, que daría sentido a la identidad como “mi cuerpo que enuncia”, en un tiempo y lugar, el quién soy yo con, para y entre los otros.
Por su parte, la filósofa Martha Nussbaum (2014) afirma que “todas las sociedades están llenas de emociones” (p.13). Asimismo, subraya la importancia del amor sobre la justicia. Sin embargo, especifica que dichas emociones, en el espacio público, se han manifestado como discursos alentados por el miedo, la culpa, la envidia, la desconfianza, pero también como alianzas emocionales de simpatía “lo que siente un individuo cuando es partícipe de la pasión del otro” (Nussbaum, 2014. p.14)
Se puede observar (no sin cierta dificultad de adeudos teóricos entre la psicología del yo y la filosofía moral) que históricamente estas emociones se “adhieren al campo político” como prefiguraciones narrativas que dan sentido (matizado, disimulado o acendrado) al quién participa, quién o qué se incluye, quiénes pueden ser iguales, quiénes diferentes. Se trata de seudorespuestas buscadas, manidamente, en la garantía ingente de la reproducción del sistema económico-social (local, nacional y ahora planetariamente), cuyo blanco acierta en la configuración discursiva y narrativa, ya no de los valores como fundamento, sino de las valoraciones éticas de una cultura política de ciudadanía que ha perdido de vista, por una parte, el derecho a las libertades de pertenencia a una nación Estado y, por la otra, ha provocado una deformación identitaria construida por tales emociones políticas.
¿Cuál es, entonces, el punto de encuentro, la intersubjetividad, la autoidentificación, la interdiscursividad de la identidad política de los universitarios que buscamos? ¿Cómo se podría acreditar el aparecer de una identidad vinculada con el carácter público, democrático y ciudadano de los proyectos de formación profesional?
La identidad personal
La expresión está vinculada más bien con un uso lingüístico, según el cual “la palabra” tiene un significado colectivo e implica una relación social. La palabra que se le dice a uno, también la palabra que le es concedida o que alguien diga refiriéndose a una promesa: “es la palabra”, todo ello no se refiere solamente a la palabra individual, e incluso cuando sólo se trata de una palabra afirmativa, de un sí, dice más, infinitamente más de lo que yo podría “creer” (Gadamer, 1998, p. 16).
Para dilucidar las preguntas anteriores, cuyo fondo sigue siendo el carácter dinámico de la identidad, de ese individuo o persona que se reconoce a sí mismo “sólo reconociéndose en el otro”, o en palabras de Nussbaum, “lo que siente un individuo cuando es partícipe de la pasión del otro” (Nussbaum, 2014, p. 14), se retoma el referente teórico de la identidad narrativa de la filosofía antropológica, la cual, con Paul Ricoeur, tiene su punto más alto en el reconocimiento de sí mismo como otro. Tal reconocimiento viene a cuenta del carácter descriptivo-narrativo-prescriptivo del “yo” de la enunciación, que al enunciarse describe, narra y prescribe el mundo de la vida, deviniendo identidad del quién: del “quién soy” en el intersticio de la temporalidad que solicitaría la “negociación” de Barth (citado en Tellez, 2011) hacia la eudemonía aristotélica: “la vida buena con y para los otros en instituciones justas” de Ricoeur.
Para Ricoeur (2006), la hermenéutica del sí mismo tiene su origen en una doble articulación del yo de la enunciación, ampliamente disputada por la filosofía del lenguaje (lógica simbólica), la semántica (la referencialidad) y la pragmática (actos del lenguaje). La hermenéutica del sí busca desde estas consideraciones su salida al construir ella misma un círculo hermenéutico para la identidad personal, cuya interpretación solo es accesible en la identidad narrativa13 que describe, narra y prescribe las acciones del yo en el lenguaje como discurso.
Primacía de la identidad ipse
La identidad ricoeureana de la referencia al yo, al quién, se articula en la mismidad, idem: yo mismo, lo idéntico con relación a lo diferente de mí que se consolida con lo inmutable del carácter, la codificación genética, la identificación de un nombre entre los nombres, el nacimiento fechado; y la ipseidad, ipse, que en la construcción de la identidad, en la permanencia del tiempo, apunta a lo otro, lo extraño, la alteridad: terreno psicológico de las impresiones, de los deseos y la creencias (Ricoeur, 2003).
Para Ricoeur (2003), la ipseidad-ipse pone en la identidad “una dialéctica complementaria de la ipseidad y la mismidad, esto es, la dialéctica del sí y del otro distinto de sí. Mientras permanece el círculo de la identidad-mismidad, la alteridad de cualquier otro distinto de sí no ofrece nada original” (Ricoeur, 2006, p. XIII). Simplemente, uno distinto, diverso o contrario de mí. La alteridad con la ipseidad no es una comparación sino una implicación de “sí mismo en cuanto a otro”.
Es ese carácter relacional14 que conlleva al individuo antropológico de Barth (citado en Tellez, 2011) a un aporte más significativo; una dialéctica incesante entre mismidad e ipseidad que se actualiza en operaciones sociales para mantener o modificar una identidad específica. Es la ipseidad, de la hermenéutica del sí de Ricoeur, que va y viene a la mismidad; ipseidad que se afirma en la “palabra dada”, en el cuidado, la estima y el respeto de sí mismo. La “palabra dada” se reafirma en la promesa del quién que la enuncia en el presente para mantenerla en el futuro y que, más allá de un acto de lenguaje performativo, se mantiene como cuidado de sí en el tiempo por venir, como vida siempre en proyecto. En este sentido, diríamos que la promesa de los proyectos de la “vida buena” se narrativiza con la identidad-ipse en ciernes.
La identidad narrativa tendría en la RSU su productividad en la enunciación de las valoraciones éticas donde se inscriben los proyectos de vida universitaria, narrativizados por las personas, la comunidad, la sociedad y la cultura; y en el límite de las instituciones, el Estado, que también narrativiza sus discursos políticos a través de las leyes y la procuración de justicia, con las que se confronta y se configura la identidad de los seres humanos en los contextos históricos.
Aquí también cabe pensar en un sujeto en proceso (Foucault) que hoy se enuncia en el proyecto de la RSU emplazado como un hombre biopolítico15, y que para Gómez (2017) constituye su indexicalidad16 (p. 152) en la que legitima el aparecer ontológico de sus discursos:
Hombre genérico, hombre, mujer, es sin duda el objeto y sujeto principal del hacer de la universidad y no por una simple vocación humanista de la universidad, sino por el interés científico y social de su acontecer y su acaecer, en ello se constituye su indexicalidad17, dicho de otra forma, su dimensión política, su política pública y sus relaciones internas (Gómez, 2017, p. 152).
Estima y respeto de sí en la democracia
Aun cuando la moral proporciona un conjunto de normas que producen un sujeto en su inteligibilidad, no por ello deja de ser un conjunto de normas y reglas que debe negociar de manera vital y reflexiva (Butler, 2009, p. 21).
Desprendida del campo prescriptivo de la filosofía kantiana, la moral es normativa (nomos) y hace juicios, puniciones o recompensas sobre el bien y el mal de las acciones imputadas a alguien: una persona, un colectivo, una sociedad, una institución, vigilada (regulada o coercida jurídicamente) por la observancia tácita y universal de su imperativo categórico: “Cada uno actúa según la regla que él podría desear que se convierta en ley universal” (Filosofía en español, s. f.). Una impugnación que interpela.
Desde el ámbito crítico de las narrativas y discursos que prescriben la filosofía moral, y apartado de Nietzsche18 en tanto la interpelación moral “únicamente” como un modo de respuesta confesional (jurídica) por temor al castigo y el apego a la responsabilidad ética como venganza por justicia, nuevamente Butler (2009), en un contexto contemporáneo para la filosofía práctica, propone que la interpelación moral venida del otro o de lo otro hacia mí, hacia nosotros, se expresa como “un deseo de conocer y entender, un deseo de explicar” (Butler, 2009, p. 23), un dar “cuenta de sí mismo”, que apela a la voz y a la autoridad narrativa “dirigidas a una audiencia con propósitos de persuasión” y a asumir la responsabilidad por los propios actos a través de ese medio19 (Butler, 2009 pp. 24-25). Butler encuentra que la narración (la palabra, la voz, el discurso) parte del deseo de otorgar un reconocimiento al “sí mismo” y al otro para no quedar atrapada en una “lucha contra las normas”20 (denostación de Nietzsche a Kant como una moral individualista o narcisista -egoísmo oculto-), sino como una cuestión vital, crítica y reflexiva entre la violencia ética (lucha del sujeto moral) y la responsabilidad de habitar el mundo como un “dar cuenta de sí mismo” (narrativo). Abrevando de T. W. Adorno (citado en Butler, 2009), esta vitalidad:
No tiene sentido referirse en forma abstracta a principios que gobiernan el comportamiento (…). Somos responsables no solo de la pureza de nuestra alma, sino de la forma del mundo que todos habitamos” (p. 150)
Con los aportes críticos “explicados y conjeturados” hasta ahora, se refrenda a un sujeto responsable inmerso, vital y activo tanto en el campo de la ética como en el de la filosofía práctica, donde las acciones se estiman y valoran de acuerdo con lo bueno (no hay ética mala) que hay en la justicia, la virtud más alta de la convivencia humana.
El principio originario o fuente inicial del orden alude a la autoridad, es decir, a la que se sostiene por sí misma, y, en consecuencia no depende de los gobernados (súbditos), el kratos, en tanto poder (potestas), es un derivado de la autoridad, aunque en este nivel también queda abierta la posibilidad de que ese poder pueda provenir, en una lógica representativa, de los gobernados (que, por eso, dejan de ser simplemente súbditos y se convierten en ciudadanos) (Ávalos, 2016, p. 187).
La política es “la actividad razonada de la convivencia sujeta a normas” (Ávalos, 2016, p. 186), y la observancia a los procedimientos y la toma de decisiones que plantea es de carácter público.21
Con la hermenéutica del sí, la libertad de acción (que no libre albedrío) de las personas se ejerce en la moral a través del respeto de sí mismo con los otros, que pasa por la moral de la norma como palabra dada. Sin embargo, con toda falla moral, entre el amplio espectro habido entre omisiones e infracciones normativas a la ley, la ética vulnera la equidad, corazón de la justicia, a la que aspira la “vida buena” en cuanto estima de sí mismo como otro, en el pensamiento de Ricoeur.
En lo respectivo a la convivencia, la observancia y el carácter público, el concepto de democracia que plantea Ávalos (2016) se asemeja al de la ética aristotélica que aproxima Ricoeur ya referido:22 “la vida buena con y para los otros en instituciones justas”, ya que la convivencia y la observancia serían acciones de “la palabra dada” que se sostienen en una vida democrática con y entre los otros, y que valida su carácter público en la vida de las instituciones. En relación con la sujeción de normas, procedimientos y toma de decisiones, la democracia nos hace partícipes de sus discursos y narrativas al ir construyendo precisamente nuestra identidad política; un hábito validado en permanente reflexión: la ética entendida “como la parte de la filosofía encargada de reflexionar acerca de los modos habituales de morar en el mundo” (Ávalos, 2016, p. 201).
Se ha dicho que la identidad narrativa (y más propiamente, la ipseidad) es el lugar que Ricoeur privilegia en la hermenéutica del sí para dar cuenta de las valoraciones éticas como estima de sí y del campo moral, el respeto de sí. Será el quién de la democracia, de la imputación moral, de la solicitud ética de la RSU, que, como actividad razonada en su misma narratividad, adquiera su carácter público. Con la construcción (consciente) de la identidad política y sus espacios de articulación en la universidad (ocupado ahora por la RSU) es que los universitarios pueden reflexionar, cuestionar y negociar de manera crítica la vida democrática de las instituciones, su carácter ético y normativo, donde se incluyen y toman forma los proyectos de vida profesional: en y desde la institución universitaria en su relación dinámica con el entorno social y ciudadano.
Narrativas de ciudadanía universitaria
Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente por los textos cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va desapareciendo. (…) Todo lo que no sea introducirse desde el lenguaje en lo suscitado por él, es balbucear, hablar entrecortadamente, deletrear. El habla requiere, pues, comprensión, comprensión de la palabra que se dice. También de la propia palabra. (Gadamer, 1998, p. 69).
La fragilidad de la identidad política en los límites de las instituciones, el Estado y la ciudadanía estaría relacionada con los asideros políticos de la identificación consciente de sus discursos, símbolos y narrativas. Sin embargo, hay una desmesura que tendría que ver con asideros y patrones de pertenencia más amplios, que se perciben tan solo en el imaginario social, donde la identidad del cuidado, la estima y el respeto de sí mismo como otro, corazón de la democracia, se distancian ante la magnitud y trascendencia de los problemas que se viven en la contemporaneidad:
La cuestión sobre los conflictos sociales que tienen una base en las identidades sociales o en la manipulación de las mismas, la gestión de los procesos identitarios por parte del poder político, de discriminación en los discursos, el tamaño alcanzado por las industrias culturales y el impacto que estas tienen en los procesos de homogenización cultural, la migración, la marginalidad (pobreza extrema donde se agravan las condiciones de vida), el proceso de globalización, la mundialización y (…) el impacto de este fenómeno sobre las culturas de los pueblos en contacto y la consecuente repercusión sobre los procesos identitarios, se vuelven significativos (Téllez, 2001, p. 14).
En este distanciamiento (des)naturalizado para otras identidades contemporáneas de ciudadanía (¿o acaso no lo son?) se puede verter una crítica más amplia de intencionalidad ética y moral, de la que se “solicita” una negociación de identidades políticas universitarias, de “la palabra dada” en la promesa, de la implicación futura que puede “modificar la cultura en su temporalidad, en su contexto histórico o bien transformar la cultura política” (Téllez, 2001, p. 7). A pesar de que el imaginario de lo político siempre aparece atravesado por las dificultades y tensiones que debilitan una negociación identitaria o un compromiso de acción y deliberación, es necesario que lo político se legitime más allá de las ideologías y mistificaciones de los conflictos, siempre cambiantes y relativos.
Si bien la ampliación del ámbito político implica relaciones de poder, estas deben de ser modelaciones “a partir de una mayor o menor fuerza, legitimidad y carácter positivo que el grupo se otorga a sí mismo, frente a lo percibido desde lo exterior (…) los actores sociales se consideran sustanciales para reconocerse y ser reconocidos, para identificarse y ser identificados (Téllez, 2001, p. 11).
Estas relaciones identitarias deben ser tomadas en cuenta, hacerse conscientes, para fortalecer lo débilmente político, donde ronda la idea de una liberación (y no de democracia) que se instaura en los “beneficios” y el provecho de la esencialidad de la política: estática de inmutabilidad histórica que, en la arenga pública, toma voz con discursos (textos e imágenes) reproducidos, vacíos de eticidad: la política no cambia, la política es demagogia, la política es poder a ultranza, la política es manipulación. Estas experiencias cuestionarían aquí la falta de una explicación y comprensión de los discursos identitarios en algún sentido político para “uno mismo”:
Hay que preguntarse si todo estancamiento en la comprensión de uno mismo -que es, probablemente, una de las experiencias básicas que nos dan qué pensar- no será siempre una llegada a uno mismo que se retrasa (Gadamer, 1998, p. 70).
Habrá que reconstruir de manera urgente las narrativas y discursos de identidad universitaria en sus modos de ser, de aparecer y de actuar, privilegiando la importancia en las (re)formaciones, de las estructuras políticas y también en la producción de discursos políticos, donde las identidades de la ciudadanía, como se ha visto, no son ajenas a las relaciones de poder.
Partimos de la idea de que los discursos performativos23 son una forma particular de acción social y es necesario construir [desde la universidad] este dispositivo analítico que dé cuenta no sólo de su orden, sino fundamentalmente de sus impactos entre los actores y sus posicionamientos estratégicos y tácitos en el seno de la universidad y su relación con la sociedad (Gómez, 2017, p. 144).
De otra manera, los contenidos éticos del programa de la RSU, en el ámbito de las políticas educativas de las instituciones de educación superior, “llegarían tarde” al imaginario contemporáneo de una eticidad siempre latente para la comprensión de “uno mismo” como universitario; comprensión usualmente acrítica e insuficiente por la opinión disminuida, retardada, o exacerbada del imaginario ciudadano para la construcción y participación de políticas públicas desde la universidad.
Se dice que la universidad, en sus pretensiones éticas, puede ser un espacio de “corrección” de las políticas del Estado, lo que más bien se traduce en un espacio de crítica, sin garantía de influencia, más allá de la propia universidad y, en algunos casos se advierte sobre ciertas esferas operativas de la sociedad, a través de la opinión pública, a través de los medios y a través de las redes sociales y cibernéticas (Gómez 2017, p. 149).
Su implicación política debe pasar de su carácter de imaginario a una enunciación manifiesta: mi cuerpo que enuncia, en un tiempo y lugar, un yo soy universitario que se extiende por el lenguaje como acción a un yo quiero, yo puedo, yo narro, yo soy responsable, como cuidado, estima y respeto del ser universitario en y entre el mundo, que se distancie de toda esencialidad al reflexionar sobre el carácter simbólico y polisémico de la red de la cultura política, donde cohabitan las diferentes identidades que solicitan con clamor “la vida buena con y para los otros en instituciones justas”.
No se puede negar que, todavía más contundentemente para este milenio, los procesos identitarios asociados a la vocación, las profesiones, la profesionalización, el trabajo y el campo laboral han quedado dirigidos a nivel planetario (su discursividad con los otros del mundo) por los medios y la tecnología y la “consecuente mundialización de los flujos culturales” que, a través de la difusión de productos mediáticos, no obstante, se encuentra vinculada “con un espacio, una sociedad y un grupo social (local, regional, nacional, de clase, etc.)” y que “tiene una innegable influencia en el plano nacional que afecta a toda la población y a sus propias expresiones de tipo cultural y creativo” (Téllez, 2001, pp. 40-41).
A pesar de las enormes disparidades entre las profesiones tradicionales y otras hegemónicas del mercado mediático (ejercida por la lógica del mercado de dominio en curso), la reelaboración de significados identitarios para una cultura política universitaria más amplia, que englobe las dificultades, tensiones y la magnitud y trascendencia de los problemas sociales que se viven en la contemporaneidad, se alejaría de un autismo democrático y de la enajenación de “lo mismo” (lo que no cambia) político. Saber de ello puede debilitar las angustias del imaginario a través de una praxis educativa con responsabilidad universitaria, más cerca de una democracia política, y no ser conducidos por los intereses económicos, o bien tenerlos como idealizaciones latentes de lo profesionalizante, de lo profesional y de lo laboral como una necesidad permanente de pertenencia social.
Con la inmersión en renovados y volátiles flujos culturales, ha sobrevenido la erosión de la identidad personal hacia una planetaria en construcción, aún carente de crítica o reflexión, para la transfiguración ética de lo humano en una realidad que se percibe ya fragmentada, donde cada quien responde con su individualidad, con su yo desconocido, o legitimando ante los otros la violencia de su silencio: “En esos casos, el silencio pone en cuestión la legitimidad de la autoridad invocada por la pregunta y el interrogador, o bien como un dominio de autonomía en el que no se debe de inmiscuir” (Butler, 2009, p. 24). Aún parece que este ser-humano que somos sigue preguntando por alguna clase de pertenencia social en la cultura pública.
La universidad como “espacio público de confrontaciones discursivas, conceptuales, políticas ideológicas y filosóficas” hace posible la experiencia emocional de la promesa, de la palabra dada para la responsabilidad social universitaria: la palabra que da vida a la democracia y la justicia ante “la percepción de los conciudadanos como habitantes con los que se comparte un espacio público común” (Nussbaum, 2014, p. 14). Explicar y comprender a través de la acción performativa de los discursos, “negociar” identidades, deconstruir idealizaciones y símbolos estériles de la autonomía universitaria, asumirse en las narrativas de ciudadanía dando cuenta de sí mismo, hacer valoraciones políticas como prácticas del cuidado de sí, buscar la interpelación de la vocación, de la profesionalización, todo ello para apropiarse de los proyectos de vida.
En términos más técnicos que no demerita su riqueza, la RSU puesta en marcha desde una reindexicalización que dé paso a una “defensa de la universidad” y de su autonomía: que busque, entre otras, dar cuenta del acontecer/acaecer del mundo de manera crítica, de nuevos discursos, de pensarse y ser pensada ante la crisis de su agotamiento (Gómez, 2017, p.166). O como asegura Nussbaum (2014), buscar “un engranaje de comprensión” entre la estabilidad y las tensiones para una vida emocional, ética y políticamente significativa.
Toda sociedad necesita reflexionar sobre la estabilidad de su cultura política a lo largo del tiempo y sobre la seguridad de los valores más apreciados por ella en épocas de tensión siendo la justicia, una forma de amor, la emoción pública que debe prevalecer para la igualdad y la inclusión (Nussbaum, 2014, p. 16)
Sin embargo:
No anclada en la idea de la dignidad humana sino a través de un engranaje de comprensión de “cómo importa, de cómo podría ordenarse, de cómo se vive una experiencia emocional, de cómo el desarrollo emocional en la justicia puede tener una vida políticamente significativa (Nussbaum, 2014, p. 459).
Las implicaciones de una ciudadanía universitaria pujante para la RSU estarían, entonces, en la interpelación de ese quién; su respuesta, una incesante reconfiguración narrativa y discursiva del espacio público que valide la apropiación del ethos aristotélico: “la vida buena con y para los otros en instituciones justas”.
Conclusiones
En voz de Gadamer (1998), el discurso hecho de palabras solo puede ser verdadero o falso en la opinión expresada sobre un estado de cosas. Este ha configurado seis narrativas vertidas como categorías intermedias de análisis que han orientado la vía epistemológica para encontrar un sentido tematizado por la RSU que pueda sumarse, desde la filosofía antropológica, social, política, a la investigación educativa en el marco de las instituciones de educación superior mexicanas.
Particularmente, ir a la articulación de la identidad narrativa ha posibilitado hacer puntuales valoraciones éticas y morales con las que los sujetos individuales y colectivos “están tejiendo” continua y entrelazadamente (poiesis) historias, relatos, discursos, textos, narrativas que mediatizan y definen el acontecer político de las instituciones y el Estado en el mundo de la vida. La formación de los sujetos educativos en la integración de los proyectos profesionales en el espacio universitario merecen una reflexión crítica sobre el quién del ser universitario, transformándose en paralelo en con-ciudadanos, pertinentemente comprometidos en lo político: privilegiar la comprensión de “la vida buena con y para los otros en instituciones justas” como un acto de deliberación hacia los modos habituales de morar en el mundo de las instituciones.
Las dimensiones éticas del sí en su configuración política proponen ejercer la democracia como garantía de mantenerse vigilantes de la estima de sí y el respeto de sí para responder a las decisiones, opciones o elecciones que interpelan al quién de la RSU. Pertenecer a ese mundo social y políticamente vivenciado solicita una reconfiguración de la identidad pública con el Estado; despojar al yo universitario de su “naturalización” y evitar su fragmentación contemporánea .
El programa de la RSU solicita organizar un mundo éticamente vivible a partir de la inclusión de todas las identidades al interior y al exterior de la universidad, alejada de los fantasmas e invenciones de los otros, entre las coagulaciones de la tradición y la contemporaneidad planetaria.
El actuar ético de los universitarios anticipa la necesidad de la construcción de identidades a partir de los valores de la autonomía universitaria donde estaría el más alto valor de responsabilidad democrática. Es necesario ocuparse de espacios y actividades concretas desde las disciplinas sociales y las humanidades que den cuenta de los discursos y narrativas de la autorrealización del sujeto educativo que hoy ocuparía formas de pensar y de reflexión conjunta para la convivencia política en refugio permanente de la humanitas de la universidad, “de lo más noble y defendible del hombre, de su derecho a ser persona”.