Punto de partida: la imagen de la infancia
La imagen de la infancia que se asume para el planteamiento de este trabajo es aquella que el autor y pedagogo Malaguzzi (1994, 1996) reivindicó a lo largo de toda su trayectoria pedagógica: la que considera a los niños y a las niñas como seres competentes, con muchas potencialidades y sujetos de derechos, ciudadanos y ciudadanas del hoy, frente a la imagen de infancia como proyecto de persona, como seres en proceso de construcción que aún no son capaces de ejercer su ciudadanía.
Desde esta perspectiva, los niños y las niñas son protagonistas, son sujetos políticos, fuertes, potentes y competentes, que se asombran, se maravillan, que aprenden cómo relacionarse con el mundo y que generan cambios, y, por lo tanto, son generadores y generadoras de cultura (Hoyuelos, 2004). Esta imagen es diametralmente opuesta a la que tiene vigencia en nuestra cultura actual, porque tanto en la sociedad como en la escuela y, por extensión, en las familias, se considera al niño y a la niña como seres débiles, dependientes, más vacíos que llenos, como receptores pasivos. Esta visión establece distancias y defensas entre el mundo de las personas adultas y el mundo de la infancia y, a su vez, por desconocimiento, se procede a la expoliación de su valía. Todo ello en consecuencia impide ponerle rostro a la infancia, entendida esta como identidad y reconocimiento (Comber, 2001).
Considerar a los niños y niñas como representación de la fragilidad humana se traduce en un diálogo y relación jerárquica entre la infancia y la adultez, y conlleva a un enmudecimiento casi completo de los niños y niñas respecto a la política, sociedad y cultura en las que están inmersas. De ahí que Pagès y Villalón (2013) los llamaran los invisibles, y en este caso lo puntualizamos: los invisibilizados e invisibilizadas.
Si considerásemos al niño y a la niña como generadores de cambio y de cultura, sería necesario realizar una reformulación mucho más profunda de la información y conceptos que se emplean en el discurso, que se transforman en ideas y modelos y, por último, que derivan en teorías y paradigmas que son el elemento constituyente sobre el que nuestro hacer, decir y pensar se configura (Alcalá, 2022; Pérez, 2012).
Si hacemos un breve recorrido histórico por el sistema educativo, podremos percibir que la educación en la actualidad sigue sirviéndose de un modelo en el cual prima el academicismo, la transmisión de información unilateral organizada de forma fragmentada y jerarquizada, cuya concepción del alumnado es de seres pasivos y que en las aulas todo termina por traducirse en una adopción de metodologías uniforme, estáticas y estandarizadas para transmitir un contenido vaciado de infancia (Jiménez, Luengo y Taberner, 2009). Además, aún hoy se sigue asumiendo una visión de la realidad también unidimensional, lineal y una adquisición de conocimiento pasiva, reproductora, totalitaria y cuantitativa que recuerda a lo que Freire (1974) llamó educación bancaria. Esto no es más que el resultado de la asunción de una concepción moderna y positivista que no es capaz de asumir y aprehender la complejidad de la realidad (Basto, 2012). Es el mundo científico de las certezas y las verdades universales que impide ver la complejidad que subyace a lo que se manifiesta, a lo que resulta obvio.
Este planteamiento ha contagiado al sistema educativo y se ha traducido en la asunción de una práctica educativa tradicional que hace tiempo que quedó obsoleta por no responder a los grandes desafíos de la sociedad contemporánea, que se caracteriza por la globalización y la revolución tecnológica (Gimeno, 1999), y que “plantea a los ciudadanos nuevos estímulos y posibilidades, a la vez que nuevos desafíos y nuevas incertidumbres por la rapidez, profundidad, y extensión de los cambios en todos los ámbitos de la vida y las costumbres” (Pérez, 2012, p. 49).
Vivimos en una aldea global intercomunicada, que se caracteriza por la velocidad de los sucesos en todos los ámbitos de la vida: los cambios rápidos, el bombardeo permanente de información a través de múltiples redes, el consumismo y la fragilidad de los valores humanos, entre otros, por lo que urge un cambio en la educación para que dé respuesta a esta nueva sociedad (Tremblay, 2012).
Se trata, a fin de cuentas, de desarrollar en los niños y niñas las competencias necesarias que les permitan vivir en la complejidad de la sociedad actual; desarrollo emocional y de capacidades creativas, críticas y de cooperación para enfrentar y resolver los retos y desafíos que se les presenten, con conciencia social crítica que les ayude a identificar problemáticas sociales de su comunidad y, en consecuencia, a ejercer una ciudadanía responsable y comprometida. En resumen, se trata de educar en y para la complejidad en todas sus dimensiones (Riera y Hoyuelos, 2015).
La complejidad en la escuela
Este cambio educativo parte de reconocer a los niños y a las niñas como ciudadanos y ciudadanas de pleno derecho, supone atribuirles un papel de agentes sociales, políticos y culturales de igual relevancia que el resto de los participantes de la sociedad. Y es que en el aula de educación infantil convergen acontecimientos que configuran un complejo entramado de relaciones que influye en los participantes: niños y niñas, maestros y maestras, familias y el resto de profesionales que allí trabajan. Son los horarios, las rutinas, la calidad de las relaciones; los acercamientos entre las personas, los diálogos formales e informales, los espacios, el mobiliario, el paisaje luminoso y sonoro, los cromatismos, la temperatura, la aireación y lo sutil; lo personal y lo humano, como las miradas, los silencios y las palabras, las pausas, las posturas, el contacto con el otro, las caricias, las expectativas e inquietudes (Riera y Hoyuelos, 2015). Una gran cantidad de variables que se ponen en juego a través del encuentro o la confrontación y que al relacionarse se modifican recíprocamente, y forman así un tejido complejo (Morin, 1999b).
Podríamos definir este entramado complejo como una relación estética, como si se tratase de una “empatía que relaciona al yo con las cosas y las cosas entre sí” (Vecchi, 2013, pp. 58-59), como la estructura que comunica (Bateson, 2000) y por todo ello, como generadora de diálogos amables e interrelaciones entre todas las partes, una relación insólita entre el sujeto y las cosas, y de las cosas entre sí.
Entonces, esta complejidad es una manifestación ética que implica asumir un cambio de mirada, de reconocimiento, de comunicación, buscando conocer cómo cada persona se construye en relación con las demás. Un ejemplo de ello es cómo los niños y niñas en el día a día son capaces de apartar todas las barreras que se interponen entre un ser humano y otro: barreras de lenguaje, culturales o de intereses, reconociendo la diferencia y celebrando la diversidad.
Esta complejidad al mismo tiempo es una manifestación estética porque genera diálogos entre las personas y las cosas, y también es política porque supone una elección y una nueva forma de vivir la vida, la educación y la profesión docente. Una mirada política desde una perspectiva compleja es asumir la valía de cada proceso de aprendizaje y aprehender la diferencia, lo singular y lo peculiar. Es abrazar la diversidad ya que de ella depende la renovación, el cambio y la evolución, es comprender que niños y niñas no solo tienen mucho que aprender sino también mucho que enseñar a docentes, ayudándoles a reconstruir su práctica y rol como docentes.
Para que este planteamiento no suene ajeno a la escuela, en primera instancia es importante adoptar una cosmovisión que regale una percepción del conjunto, del todo, de lo sutil, lo efímero y los matices que se nos suelen escapar. Porque cada persona que llega a la escuela es portadora de una memoria y de una historia, es habitante de una cultura y es miembro de una sociedad que le vio crecer, ha adoptado y reproduce costumbres que determinan su forma de ser, de actuar y de sentir. Esa cosmovisión significa poder ver a cada persona como parte de algo mucho más grande que ella misma y capaz de generar sutiles cambios en su entorno con su forma de actuar, de comunicarse, con sus palabras o gestos. A esto se refiere Calvo (2010) cuando dice que formamos parte de un todo, y señala que la complejidad teje un entramado estético entre esos gestos y palabras casi sin que lo lleguemos a percibir, que se construye sobre la armonía y la belleza, y afirma que en el día a día “pasamos de una belleza a la otra sin saber cómo, pero plenamente conscientes de ello. La complejidad teje sutilmente ese patrón” (Calvo, 2010, p. 93).
Esta relación indivisible entre las personas, las cosas, los espacios y la retroalimentación de todo ello entre sí es interpretada por Pascal (citado en Morin, 1999b) como una relación natural, solidaria e insólita. Así, plantea una necesidad de conocer el todo para conocer las partes, y establece la siguiente premisa:
Siendo todas las cosas causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas, y todas sostenidas por una unión natural e insensible que liga a las más alejadas y las más diferentes, considero imposible conocer las partes sin conocer el todo, como tampoco conocer el todo sin conocer particularmente las partes (p. 13).
Por ello es por lo que la perspectiva compleja requiere adoptar una mirada curiosa, que busca, que indaga, que se emociona, que conjetura y se aproxima a conocer y a indagar más allá de lo evidente.
Esta forma de relacionarse con el mundo se hace evidente en la infancia a través de sus hipótesis, sus creaciones, su espíritu investigador y naturalmente curioso, su capacidad de asombro y su maravilloso don por establecer relaciones entre lo inesperado y, visto desde los ojos de los adultos, lo improbable. Es un pensamiento global donde “antes de aprender a separar, los niños ven los vínculos entre todas las cosas” (Morin, 2010, p. 127).
Para las personas adultas esta forma de entender la educación y la infancia supone someter la propia práctica y el día a día a una revisión constante, porque tanto la escuela como las relaciones son dinámicas, inconstantes y vivientes. Supone, por consecuencia, alejarse del reduccionismo y ensalzar la sensibilidad que se había enmudecido y adormecido por las programaciones estrictas, las normas y reglas fijas y las prisas por conseguir resultados académicos. Es una constante revisión de todos los elementos de alrededor que permiten un encuentro con incertidumbres en el conocimiento, pero que por otra parte invitan a aceptar el desconocimiento y el misterio para liberarse del racionalismo y la simplicidad. Como describe Morin (1999ª): “El misterio no es más que privativo; nos libera de toda racionalización delirante que pretenda reducir lo ideal a la idea, y nos aporta, en forma de poesía, el mensaje de lo inconcebible” (p. 432).
Muchas veces la escuela en su intento por simplificar lo complejo lo vuelve superficial, como si adoptase el rol del rey Midas, que por rechazar lo complejo lo vuelve complicado y por no comprender la complejidad la simplifica volviéndola trivial (Maeda, 2007; Kluger, 2008). Contrariamente a ello, una escuela que asume una perspectiva compleja entiende que tanto el azar como la incertidumbre, lo emergente e inesperado tienen un valor agregado para cualquier propuesta de enseñanza que se ofrezca.
Por eso es que cabe resaltar el profundo humanismo de la complejidad, por reconocer lo divergente y valorarlo positivamente, por aceptar las certezas pero también la incertidumbre, ya que si la realidad es dinámica e inconstante no se puede ni saber ni controlar todo. La complejidad emancipa de aquellas ataduras consecuencia de las certezas, por lo que hacerse conscientes de los límites del conocimiento es un acto de humildad.
Dimensiones de la complejidad
Aunque resulte paradójico intentar clasificar o delimitar las dimensiones de la complejidad, es preciso hacer una aproximación para establecer su relación directa con todos los ámbitos que conforman la escuela. Cabe destacar que aun estableciendo estas tres dimensiones, a saber: la ética, la estética y la política, todas ellas se influencian las unas a las otras, conformando un continuum o un entramado dinámico.
En esta red indisociable, no puede haber una sin la otra. Dice Najmanovich (2005):
La complejidad no es la simplicidad, pero un poco complicada, ni tampoco una mera ampliación de foco conceptual. Es, o mejor aún, podemos hacer que sea, una estética diferente, una praxis vital y una ética que nos lleve a crear y habitar nuevos territorios existenciales (p. 27).
La ética de la complejidad
Esta dimensión ética de la complejidad en la escuela tiene que ver con esa imagen de niño y de niña como “otro” al que se reconoce y acoge con respeto y amor.
Supone reconocer la valía del presente de la infancia, valorar positivamente lo inmediato: sus capacidades, sus adquisiciones, sus curiosidades actuales, acompañarlas y disfrutar de ellas. Rinaldi (2021) habla del niño o de la niña como ser del presente, como ciudadano de hoy, y no proyecto de ciudadano o una inversión de futuro. Reconocemos así al niño y a la niña como entidad humana en sí misma, como contexto y generador de contextos, como sistema propio que genera cambios en los sistemas con los que se interrelaciona: su aula, su escuela, su familia, su comunidad y su cultura.
También supone entender que la infancia sucede en otros tiempos y con otros ritmos. Este tiempo no es lineal y tampoco es capitular, pero sí supone ser capaces de detenerse para contemplar el vuelo de una mariposa. López de Maturana (2009) reconoce que la infancia se sucede en una dimensión distinta, donde el orden lógico se convierte en orden histórico y esto les permite vivir a los niños y niñas el pasado y futuro al mismo tiempo, en lo imaginario, que a su vez se vuelve su propia realidad. Como si la infancia sucediese en ese espacio entre lo impensado pero posible, en un tiempo que no es el nuestro, en “esa hora” de la que habla Cortázar (2018) “que puede llegar alguna vez fuera de toda hora, agujero en la red del tiempo, esa manera de estar entre, no por encima o detrás sino entre” (p. 7).
Esta infancia también es dinámica, es activa, es cambiante, está cargada de potencialidades. Para referirse a esta característica, Malaguzzi (citado en Hoyuelos, 2004) afirma que esta se encuentra en un flujo permanente, en perenne forma fluens. Según él, cada niño y cada niña “contiene en su interior, la posibilidad de los posibles” (p. 59). Asumir ese tiempo particular de la infancia es un acto de amor, de un amor que legitima, que acompaña y que aguarda. Maturana y Varela (2003) afirman: “Biológicamente, sin amor, sin aceptación del otro, no hay fenómeno social” (p. 164), por lo tanto, no hay socialización y sin esta, no hay humanidad.
Ese niño o niña del presente es también poseedor de un cuerpo que guarda una historia personal y mediante el cual crea y recrea historias. A través de las acciones se va tejiendo la trama de la propia vida, desde lo trivial y cotidiano hasta lo complejo y público (Zapata, 2006). Y es mediante el cuerpo que se generan significados, porque mediante el cuerpo se puede ver, oír, saborear, sentir y tocar.
Esta percepción de cuerpo complejo hace salir de las delimitaciones de la cultura occidental y encontrar que, en otras culturas, como la africana, este cuerpo no posee límites ni barreras que lo separen del resto de seres de la naturaleza. Entienden que el cuerpo no es un elemento individualizado, sino que forma parte de los otros (referido a la alteridad), del todo (referido a totalidad), en definitiva, del propio cosmos (Calvo, 2010). El ser humano se podría representar como un microcosmos en miniatura dentro de un macrocosmos que es el universo (Foucault, 1992). Esta visión holística no separa lo humano ni del mundo ni de su propio cuerpo.
Por todo lo mencionado anteriormente, la ética de la complejidad supone abandonar las certezas absolutas, las leyes universales reduccionistas que solo tienen en cuenta lo evidente y las delimitaciones que separan a las personas, a las cosas y a los espacios. Es una ética transparente que acaba con la dicotomía dentro-fuera, ya que, como dice Morin (1999b), “estamos simultáneamente dentro y fuera de la naturaleza” (p. 18).
Por ello, las separaciones y las defensas urgen ser derribadas, y establecer en su lugar una ósmosis de relaciones, crear un diálogo permeable, transparente entre todas las partes participantes del acto educativo. Deshacerse de los muros, barreras y divisiones es posible cuando se genera desde el propio espacio “un encuentro con lo imprevisto, la duda, la incertidumbre” (Rinaldi, citado en Hoyuelos, 2004, p. 16).
La estética de la complejidad
Podríamos abordar la dimensión estética desde múltiples perspectivas, pero partimos rescatando la definición batesoniana que la define como la estructura que conecta las cosas o los acontecimientos. Esta forma de entender la estética le atribuye una función globalizadora, que busca redondear acciones, pero sin olvidar el protagonismo de las partes.
La estética de la que habla Heidegger (1996) es la que intenta descifrar el origen de las cosas, siguiendo laberintos de símbolos y de alegorías. Implica seguir pistas sutiles para encontrar conexiones. Entender la dimensión estética de la complejidad supone un rechazo a lo predefinido, prefijado, a lo universalizado, ya que esto supondría adoptar una actitud de indiferencia ante la multiplicidad de perspectivas que se pueden encontrar en cualquier suceso. Hoyuelos (2006) se refiere a esta como una actitud, como “una mirada que descubre, que admira y que se emociona” (p. 16). Esta mirada que se sorprende de lo bello y que es capaz de establecer correspondencias inesperadas está integrada dentro de una estructura de pensamiento consustancialmente divergente que guarda relación con encontrar una sensibilidad y empatía por las cosas e individuos que se encuentran alrededor, buscando establecer conexiones nuevas y dinámicas.
En este sentido, los elementos que configuran el sistema educativo y con los que los niños y las niñas se relacionan son una parte de un conjunto de relaciones insólitas.
Ceppi y Zini (1998) se refieren a la escuela como un interfaz tridimensional que se configura “entre el niño, el mundo de los otros (niños, adultos, animales y plantas) y de las cosas” (Hoyuelos, 2004, p. 154). Por ello, considerando que la escuela es un eje fundamental en la vida y desarrollo de los niños y niñas, y un sistema vivo que se retroalimenta y alimenta al entorno y a la cultura, esta debe poder ser habitada.
Entender la escuela desde este paradigma se traduce en considerar a cada una de sus partes como influyentes e influidas y reclama la necesidad de verla desde múltiples perspectivas. Esta escuela es una escuela física y temporal. Pero el tiempo que allí se vive es contemplado desde una visión estética, no es capitular ni secuencial, no está limitado por leyes de causa-efecto, sino que se trata de un presente desencadenado sin secuencias lineales (Acosta, 2007). Este tiempo no puede separarse del espacio, tiempo y espacio son elementos indisociables, porque cada cosa y cada lugar tiene su ritmo, su cadencia y su forma de desenvolverse en el espacio (Montemayor, 2007).
Así, el espacio y el tipo de materiales seleccionados para este son el reflejo de las personas que en él habitan. El tipo de objetos seleccionados, su distribución en el espacio, sus posibilidades de uso, reflejan la imagen de infancia, de desarrollo y de adquisición de conocimiento que asumen quienes lo configuraron. Dice Sambola (2015) que “los espacios, como señaló Foucault, no son neutros de mensaje” (p. 414), y es por ello por lo que probablemente la humanidad a lo largo de la historia ha transformado el espacio y ha materializado ritos culturales como un tipo de expresión estética. Así se hace evidente la relación entre tiempo y espacio y de estos con el significado cultural.
Conseguir que los espacios de la escuela sean respetuosos con estas dimensiones de la complejidad requiere que estos asuman su papel de generadores de experiencias y de vivencias, y por ello deben permitir que las personas que en él concurren puedan vivirlo y transformarlo con sus acciones. Podríamos abarcar estas funciones atribuyéndole al espacio la esencia de la habitabilidad. Heidegger (citado en Hoyuelos, 2006) se refiere a esta como hacer y dejar espacio para que las personas se sientan albergadas, teniendo en cuenta su temporalidad existencial, y permitir que estas desarrollen un sentido de pertenencia y de acogida. Él sostiene que “la esencia del construir es el permitir habitar” (p. 75).
Ver la escuela con tal potencial no es negar la concepción de que esta debe preparar para la vida, por el contrario, supone asumir que en esta es donde se vive, motivo por el cual urge que maestros y maestras desarrollen habilidades de pensamiento crítico que les permita vislumbrar estas diferencias y les posibiliten educar a esta infancia en competencias sociales. Esta escuela que configura espacios de vida y de encuentro es un lugar en el que todo habla y que da voz a los niños y niñas, es una escuela que escucha sus derechos, los de las familias y los de los miembros de la comunidad donde esta se encuentra, es la que identifica problemáticas sociales y se compromete desde una posición crítica a pasar a la acción para resolverlos. Santos (2010) y Gutiérrez (1998) recuerdan que el espacio es uno de los elementos más importantes del currículo oculto, porque hay lenguaje y mensajes en su uso, distribución y estética.
Los espacios cuidados y bellos generan por sí mismos un ambiente de bienestar del que se benefician quienes en él habitan; así, se convierten en facilitadores de felicidad, motivación, y gracias a ellos, es posible captar la estética y comprender la armonía de todo lo que nos rodea.
En lo que respecta a la motivación por aprender, Pérez (citado en López, Maturana, Pérez y Santos, 2003) dice que “para estimular y potenciar esa motivación, hay que crear espacios de vida” (p. 87). Un espacio vivo es un espacio en el cual los elementos que lo conforman alternan entre orden-caos-orden, porque son espacios complejos, a veces impredecibles, que generan incertidumbre, pero que, como parte de esa misma dinámica que los desordena, estos se vuelven a ordenar porque no son estáticos.
Una consideración hermanada también con la complejidad es la teoría del caos, que reconoce la capacidad de autoorganización de los sistemas y su alternancia entre orden y caos, porque son vivientes y porque son dinámicos. Aplicarla a las ciencias sociales y a su didáctica conlleva entender que todo en la escuela se transforma porque en ella convergen sistemas que, al entrar en contacto unos con otros, se transforman (Coderch, Notó y Panyella, 2000). Ejemplificando esta paradójica teoría encontramos los fractales, esos objetos geométricos cuyas estructuras básica se repiten en distintas escalas y que a simple vista desvelan una exactitud milimétrica y precisa, como los giros de un caracol o la disposición de los pétalos de una margarita, sin embargo, estas estructuras son ni más ni menos que sistemas caóticos y complejos que, sirviéndose de la autoorganización que hace que el caos y el dinamismo se ordenen, conforman esas bellas figuras presentes en toda la naturaleza, en cualquier organismo viviente, incluidos nosotros mismos.
Personalmente, es inevitable no establecer una relación entre esa fuerza que empuja a los sistemas caóticos en la naturaleza con la que mueve a cualquier grupo social a organizarse formando un todo armónico en un espacio y generar un clima de bienestar.
La fuerza que impulsa esa disposición es la que cumple con unos principios organizativos matemáticos, que conocemos como el número pi, el rectángulo áureo o la geometría sagrada. A este número también suele llamársele el número de la belleza, lo cual tiene mucho que ver con aquella definición batesoniana sobre la estética, como lo que conecta y lo que relaciona, ya que al fin y al cabo lo que une es la belleza. Además, si observamos con detenimiento a un caracol podemos ver cómo cada giro en espiral de su concha abraza y alberga al giro anterior, y cómo cada una de sus vueltas representa de igual manera al todo y a sus partes, como decía Morin (2001).
En cierta forma, la dimensión estética también guarda gran relación con la poesía, porque mediante un delgado hilo imaginario inspirado por la belleza elegimos unas palabras en vez de otras a la hora de hablar, unos materiales junto con otros a la hora de realizar una composición y cierta combinación de pasos en una pista de baile, al fin y al cabo, es así como organizamos el pensamiento para la acción en la escuela y en la comunidad. Esta narración está presente en la escuela y se construye cuando entran en contacto las historias particulares de los objetos, los espacios y las personas, y en este encuentro se crea una nueva poesía.
Cuando los espacios físicos y sus materiales están cuidados y pensados estéticamente, se convierten en espacios de narraciones. En estos lugares, los niños y niñas pueden hilvanar sus narraciones internas en relación con el otro o de forma compartida y generar así un espacio metáfora, que conecta el imaginario infantil con lo abstracto e inacabado, ofrecido por el adulto, que se completa con la acción de los que lo habitan. Abad y Ruiz de Velasco (2011) los definen como espacios que evocan, no que describen.
En este sentido, la complejidad se diferencia de los paradigmas de la simplicidad porque la estética que estos manejan parte de una narración individualista, que excluye al otro del proceso de construcción de cartografías de vida. Pero la estética de la complejidad es entramada, multidimensional y asume una concepción dinámica de la producción de conocimientos.
Trueba (2015) se refiere a la estética como “una bandera de libertad” (p. 125) porque asumiendo la inseparable relación de esta con la educación estaríamos reivindicando los principios sobre los cuales la cultura de la infancia se sustenta, puesto que la infancia acoge lo bello y en la belleza se regocija.
La escuela que conocemos es una escuela de “deber ser”, por el contrario, la escuela de lo emergente, de las relaciones inesperadas, de las narraciones dinámicas y de lo complejo es una escuela del “poder ser”.
La política de la complejidad
La política implica la toma de decisiones de los miembros de un grupo para construir en conjunto el bien común. Esta toma de decisiones implica posicionamiento, por un lado, y participación, por otro, y para ello es condición sine qua non estar presentes. Debe estar presente toda la ciudadanía, todas las voces: personas, colectivos, testimonios y realidades, incluidos aquellos que históricamente han sido silenciados y silenciadas: mujeres, ancianos y ancianas, niños y niñas, personas con discapacidad, racializadas, visiblemente pobres, etc.
Antes comentábamos la equitativa relevancia que tienen unos sistemas y otros para la conformación de un todo en el que cada miembro de la sociedad está inmerso. Tomando como centro el sistema del propio niño o niña, los demás sistemas que se relacionan con él o ella y se retroalimentan entre sí son: los de los espacios, los y las docentes, el centro, las familias y otros miembros de la comunidad. Así, la misión de esta dimensión de la complejidad es establecer diálogos entre las partes, entre lo íntimo y lo político, y crear con ello un macrosistema osmótico en el que no haya barreras entre lo de “dentro” y lo de “fuera”. Cabe recordar que no podemos separar esta dimensión de las anteriores, porque todas se relacionan entre sí. Hoyuelos (2014) dice: “No existe una ética sin estética ni sin actuación política; al igual que no se puede comprender una estética o una política sin los otros ingredientes. Son elementos entrelazados y entramados” (p. 46).
Asumir que la dimensión política es inherente a cualquier manifestación humana es ir un paso más allá, es asumir que nuestros actos tienen valor y que, cual efecto mariposa, tienen relevancia en todos los sistemas con los que tenemos contacto. Por lo tanto, es necesario adoptar una mirada ética de la realidad. Y es que “lo político es, en cierto modo, lo que nos hace humanos, ciudadanos con derechos y deberes, miembros de una polis, con la que entramos en sintonía, nos comprometemos y corresponsabilizamos” (Hoyuelos, 2014, p. 46).
Gramsci (1978) asegura que tampoco se puede separar la filosofía de la política, porque la adopción de una concepción del mundo sobre otra, o la crítica que se pueda realizar sobre esta es en sí un hecho político. La adopción de una visión compleja de la realidad lleva consigo una elección alternativa a la impuesta por el statu quo, y esta elección implica per se una crítica reflexiva, contraria a la actitud de pasividad que hace del pueblo una entidad manipulable y servil. Esta visión de la sociedad que asume que tanto lo íntimo como lo público, lo personal y lo social están conectados nos lleva a requerir que la escuela, como también los demás sistemas, se vuelva transparente y receptiva a nuevas perspectivas, que adopte una nueva mirada.
La transparencia es un símbolo que utiliza Prego y Cortázar (1985) en sus escritos para representar la permeabilización del mundo. Al respecto, Batarce (2002) dice:
El fenómeno de la transparencia, el hecho de que la visión pueda atravesar una superficie opaca, una superficie material como es el cristal, me sigue pareciendo una incitación a ver en la materia otras cosas de las que se ven habitualmente (p. 150).
Para abandonar esa dicotomía que separa, divide y limita, hay que permeabilizar las barreras de la escuela. Las barreras que encontramos en la escuela pueden ser mentales como también físicas, por lo que es necesario derribar ambas para crear espacios de diálogo y participación donde todas las voces sean escuchadas.
En lo referente a las delimitaciones físicas que separan a la escuela de su entorno, por su organización, estructura y arquitectura, lo que urge es una apertura de esta, la creación de una ósmosis o equilibrio entre sistemas externos: el barrio, la comunidad y la sociedad, y sistemas internos: la escuela y todos los elementos que la componen. Desde esta dimensión política “la ósmosis solo significa que existe una voluntad de relación entre el edificio escolar y el entorno inmediato” (Sambola, 2015, p. 414).
Es necesario configurar espacios transparentes, permeables y osmóticos, mediante arquitecturas abiertas, con ventanales que dejen entrar el viento y la luz del sol, con espacios verdes y lugares de intercambio que generen diálogos entre las personas que transitan la escuela, con palabras, con miradas o con gestos de solidaridad. Crear rincones habitables y cómodos, con paredes que den testimonio de quienes moran dentro y fuera de la escuela, y así crear una narración conjunta entre el alumnado, las familias y los miembros de la comunidad, una narración compartida, renovada, que seduce y que contagia, que invita y recibe, que no olvida su dimensión ética y estética porque acoge y celebra la vida. Además, estableciendo esta relación, los cambios conscientes que se implementen en alguno de los sistemas tendrían una repercusión en los demás sistemas participantes. Por ello es por lo que Gutiérrez (1998) le atribuye vital importancia a la ósmosis del espacio:
Cuando la relación entre ambas partes, cultura y espacio, es lo suficientemente estrecha y existe una verdadera compenetración, las consecuencias son recíprocas, de manera que también la organización de cada lugar es capaz de incidir en la cultura que genera acentuándola, favoreciéndola y desarrollándola (p. 31).
Una escuela que atiende a la complejidad de los sucesos que allí se desarrollan comprende que estos forman parte de una red interconectada de elementos manifiestos: personas, espacios y cosas, y elementos sutiles: cultura, costumbres, relaciones, sensaciones y emociones. Así, esta se convierte en una escuela atenta, que observa y escucha y que da valor a los acontecimientos que allí se producen como fuente de aprendizaje, como manifestación de dicho entramado y como una oportunidad de comunicación. Esta escuela atenta asume de forma ética la singularidad de cada ser humano, que configura en sí mismo un sistema que se influye y es influenciado por los demás, y éticamente valora esta misma diversidad de formas de aprender, de relacionarse y de tiempos vitales como un valor agregado para todos y todas.
Esta escuela ama su propio ritmo, porque cuando no hay prisas emerge lo insólito de cada uno y cada una. A su vez, asumiendo la valía de cada elemento de la escuela, esta cuida la estética y las características del espacio como promovedores de experiencias y relaciones y como manifestación viva de quienes habitan en él. Y, por último, una escuela que asume su función política es la que entiende que el inmovilismo, la taciturnidad y el letargo de la cotidianeidad no hacen más que sofocar procesos vitales, por lo que es una escuela curiosa, inquieta, que cuestiona la normalidad y no teme incorporar en sus instalaciones y propuestas elementos alternativos y tampoco teme abrirse al entorno próximo ni a la sociedad.
Principios de la complejidad en la escuela
Concretar todas estas dimensiones de la complejidad, tanto la ética como la estética y la política, en educación supone establecer unos principios básicos mediante los cuales todos los participantes del acto educativo contribuyan y se sientan parte de este cambio de perspectivas y de horizonte.
La implementación de la perspectiva compleja en la escuela requiere de la realización de cambios estructurales, por lo que teniendo en cuenta las características de cada dimensión hemos establecido una serie de principios y estrategias:
Crear espacios de vida estéticamente cuidados que provoquen curiosidad, inviten a la acción e inviten a la creación de insólitas historias entre el espacio, los materiales y quienes lo transitan.
Ofrecer materiales naturales a los niños y niñas, materiales del entorno, reciclados y reutilizados tanto para su manipulación como para configuración del mobiliario del centro para generar un cambio de mirada que encuentre la belleza en elementos cotidianos a la par que se asume una práctica más sostenible.
Diseñar arquitecturas escolares transparentes, con amplios espacios y paredes transparentes que permitan la relación dentro-fuera para generar ósmosis entre el centro y el entorno, utilizando, además, colores naturales y amables que provoquen serenidad.
Adoptar metodologías que respeten lo emergente, lo azaroso y la incertidumbre, que acojan tanto el caos como el orden como propiedades indisociables de la actividad humana.
Entender la figura del docente como guía, acompañante, cocreador de cultura e impulsor de relaciones entre alumnado, familia, espacios y materiales y el entorno natural, social y cultural.
Ofrecer propuestas que promuevan desafíos personales y colectivos e inciten a la construcción de significados conjuntos a partir de casos prácticos y problemas sociales relevantes.
Abrir espacios de relaciones niños y niñas, maestras y maestros, familias, barrio, entornos culturales formales e informales, mediados por palabras, gestos o silencios.
Utilizar herramientas de evaluación cualitativa como medio para la creación de narraciones compartidas entre los niños y niñas, docentes y familias.
Desarrollo de conciencia social y ciudadana que asuma responsabilidades comunitarias con el entorno natural, social y cultural.
Desde luego, es todo un desafío llevar a cabo cualquier tipo de propuesta desde este particular prisma de la complejidad. El simple hecho de definir la complejidad supone una gran dificultad e intentar clasificarla de otra forma es como “intentar ponerle un chaleco de fuerza al viento”, como dice Najmanovich (2005, p. 27). Sin embargo, podemos afirmar que se trata de la perspectiva más respetuosa con el devenir de la infancia y de la propia humanidad.
Discusión
La construcción de una nueva escuela, de una solo aula o de una relación de a dos personas siguiendo esta perspectiva del pensamiento complejo supone un giro radical en cuanto a cómo las lógicas neoliberales han hecho funcional el entramado social y educativo en nuestros tiempos, supone un acto de valentía y resistencia en pos de la creación de una ciudadanía más comprometida y con conciencia de que existe una interdependencia entre las personas, los espacios y los contextos socioculturales. Estos cambios, lentos y paulatinos, suponen comenzar por repensar la cultura docente y las relaciones (Hoyuelos, 2006; Riera y Hoyuelos, 2015).
Porque entender la escuela desde una mirada estética de la complejidad supone eliminar todo tipo de barreras, y abrazar las relaciones insólitas es un acto revolucionario en sí mismo que también es político, porque la toma de posicionamiento del docente que ve esas relaciones es política. Asumiendo esta nueva perspectiva, el docente, como agente social y político al frente de una escuela que ha construido puentes con su comunidad, creará espacios que propicien esta unión y relación entre escuela y ciudad. También es acto ético, por entender la diversidad como valor añadido, por respetar ritmos de aprendizaje y descubrimiento y por escuchar a todas las voces partícipes del acto educativo. Después de todo, en la medida en que se aboga por una educación democrática, se lucha porque todas las voces estén presentes en ella (Freire, 1982).
Siguiendo este enfoque, por consiguiente, cuestiones tales como el reconocimiento del valor educativo de la diversidad y considerar el azar, lo inesperado y lo emergente como motores de procesos de enseñanza-aprendizaje y como valor añadido de las propuestas educativas planteadas se vuelven elementos claves para incorporar la complejidad en las aulas. Esto supone un cambio de mirada por parte del docente y un cambio de actitud en cuanto a la escuela y a la vida misma, ya que implica entender la escuela como parte de un todo, viviente y dinámico, en el cual cada uno de sus elementos, como los espacios, los materiales, las personas que la habitan y las relaciones que establecen entre ellas, influye y es influido por los demás. Por ello, entendemos que esta propuesta no puede traducirse en una receta mágica, no obstante, podemos ver cómo existen propuestas en la práctica que abrazan la complejidad como parte indivisible de la lección en la escuela (Albert y Gallardo, 2021). El docente se convierte entonces en el agente intelectual del que habla Giroux (1990): socialmente responsable, que entiende que su labor responde a las necesidades de una sociedad cambiante. Adoptar una perspectiva compleja de la educación supone un compromiso de lucha por la supresión de las barreras que impiden una fluida relación entre las partes: niños y niñas, maestros y maestras, familias, cultura y sociedad.
Conclusiones
Llegados a este punto, las reglas aplicadas de forma mecánica son entendidas como una trivialización de la humanidad, de la sociedad, de la cultura y de cada individuo en particular. Porque incluso si la educación funcionase como un libro de recetas que indicara los pasos a dar y la cantidad exacta de los ingredientes, no habría garantía de nada, pues el resultado o plato final dependerá de otras tantas variables que no están especificadas en el manual: la humedad del ambiente, el tiempo de precalentamiento de cada horno, los componentes y calidad de cada ingrediente, etc.
Además, la consideración del error y de la incertidumbre como valores agregados no solo suponen un planteamiento completamente opuesto a la forma en la que se entiende comúnmente la educación y cómo se vive dentro de las escuelas, sino que supone incluso un desafío para las costumbres y modos de vida de toda la sociedad occidental. Entender el error como generador de diversidad y de evolución y la incertidumbre como ampliación de horizontes y de posibilidades, ver a las demás personas como compañeras complementarias a la vez que iguales y entender que la realidad está compuesta de elementos complejos e inconmensurables son elementos para la creación de una sociedad más humana, humilde y solidaria, y una nueva pedagogía, la pedagogía de lo posible.
Futuras líneas de investigación
Entendiendo que todo acto de resistencia y cambio social parte por la construcción de un rol de docente intelectual, reflexivo y crítico y que este es un proceso lento y paulatino que requiere ir deconstruyendo poco a poco la estructura mental con la que se piensa a la escuela desde unos bagajes y vivencias vividos en primera persona, estos procesos de análisis y reflexión, de investigación y documentación, de leer no solo las líneas, sino entre las líneas y más allá de las líneas (como proponen los estudios sobre literacidad crítica, que permiten leer la intencionalidad subyacente a todo discurso), son las que entendemos deben impulsarse desde la formación inicial del profesorado de educación infantil y en la investigación sobre esta. Así, docentes en formación irán ampliando las perspectivas mediante las cuales observan e interpretan los procesos de enseñanza-aprendizaje que se producen en su aula. Sin ello, cualquier cambio que se produjese en el aula sería superficial y efímero.
Cabría entonces, en aras de superar el mecanicismo de adquisición de habilidades cognitivas de este pensamiento crítico, añadir el compromiso para la acción social (González-Milea, García-Ruíz y Santisteban, 2021; García-Ruíz y González-Milea, 2022) mediante espacios de intercambio entre niños y niñas, familias y demás miembros del centro, lo cual hará de su aula un lugar de acogida de lo emergente, de lo inesperado, adoptando metodologías de trabajo que aboguen por la libertad. Porque la educación es un acto de valentía, y es que hay que tener valor para enfrentarse a las incertidumbres y al vértigo de lo desconocido, abrazando la complejidad.