Estando borrachos idolatran y fornican a sus hermanas y
a sus madres, las mujeres casadas, ylas mujeres estando bo
rrachas andan salidas; ellas propias buscan a los hombres, no
miran si es su padre ni hermano
Pedro Cieza de León (1553: 13-14)
Introducción
El objetivo principal de este ensayo es ofrecer una minuciosa deconstrucción de las razones histórico-políticas que subyacen a la creación del estereotipo del indio borracho por cultura1, llegado hasta nuestros días, en un lapso de tiempo situado entre los albores de la conquista y el período de formación de los Estados nacionales. Los documentos y la literatura consultados se refieren en particular a los acontecimientos ocurridos en el Virreinato del Perú, dejando fuera del análisis las otras posesiones españolas en las Américas2.
A través de una deconstrucción histórica de la literatura colonial sobre el fenómeno del beber indígena, se ha tratado de trazar una correlación entre la percepción del problema y la colocación del elemento nativo en el sistema de valores del Virreinato del Perú.
1. La chicha y los banquetes rituales de los Incas
Cuando los españoles iniciaron la conquista del Perú, hacia principios del siglo XVI, encontraron una reglamentación rígida y funcional tanto de las actividades ceremoniales/colectivas como del consumo de sustancias intoxicantes. Para la sociedad inca de la época, el tiempo libre de trabajo tenía que ser regulado como o quizás mejor que el del trabajo.
Es preciso comenzar el ensayo ofreciendo al lector algunas referencias sobre la sustancia de origen natural, verdadero «lubricante social»3, en torno a la cual giraban todas las ceremonias colectivas y todas las celebraciones rituales: el denominado «vino de los Andes»4 como durante años se llamó la chicha, un tipo de cerveza o sidra derivada de la fermentación resultante de la masticación de una materia prima, generalmente el maíz. Se llamaba aca (azua) en la lengua quechua del Perú, y cusa en el idioma aymara. La chicha poco fermentada (chicha ligera) se empleaba como medicamento.
... toda suerte de chicha de maíz, bebida aprovecha contra el mal y detención de orina; contra las arenas y piedras de los riñones y vejiga; a cuya causa nunca en los indios, así viejos como mozos, se hallan estas enfermedades, por el uso que tiene de beber chicha.
Como se puede observar, la utilidad de algunas funciones de la chicha fue reconocida incluso por los eclesiásticos. El mismo Cobo en 1653 intentó explicar las razones de la ubicuidad de la chicha con la supuesta aversión de los nativos peruanos por el agua pura: «son inimicísimos del agua, nunca la beben pura y no hay peor castigo para ellos que compelerlos a que la beban sin ninguna adición»6.
El rechazo observado por el jesuita se inscribe en esa forma de aversión cultural al «agua cruda»7, como todavía la llaman los campesinos de la aldea de Ocongate (cerca de Cuzco), por la que no sólo se considera desagradable, sino incluso nociva para la salud8.
Para transformarse en un líquido apto para el consumo humano, el agua requiere un tratamiento técnico adecuado, por ejemplo, dejarla madurar en un recipiente que contenga algunas plantas. En otras palabras, este proceso de alteración implica la transformación de un elemento natural en algo elaborado, cultural. Podría llamarse proceso de «culturalización»9del agua, aún más alterada, posteriormente, por el acto vivo y modificador de hervir, que simboliza plenamente el poder de la vida, el triunfo de la cultura sobre la naturaleza10. La valorización del agua, conseguida mediante la fermentación, le confiere un carácter socializador, festivo, marcador de la plena humanidad de sus autores11.
Tal como para un cuerpo desnudo el tatuaje se convierte en un acto «culturalizante»12, de igual modo para un elemento como el agua la introducción de componentes extraños en ella representa el inicio de un proceso similar. En honor a la verdad, la cerveza y las bebidas destiladas nórdicas también pasan por el mismo proceso. En otras latitudes también se observa la necesidad de «llenar de cultura» todo lo que parece carecer naturalmente de ella.
De la pluma de uno de los más grandes cronistas del Nuevo Mundo, Garcilaso De La Vega 13, surgen unas entre las más detalladas descripciones de los rituales de libaciones colectivas observados durante las fiestas incas. El cronista describe minuciosamente hasta qué punto las bebidas y las invitaciones a beber estaban reglamentadas durante el incanato. Por ejemplo, ciertas categorías de personas no podían participar en estas libaciones.
Este era el caso de los jóvenes, considerados inadecuados para consumir en grandes cantidades (una perspectiva preventiva admirable y apreciable), las vírgenes del Sol, los miembros de la guardia imperial, los soldados de las guarniciones y los jueces. Está claro que toda prohibición relacionada con estas cinco categorias de ciudadanos del imperio inca respondía a una lógica diferente: en relación con los jóvenes, se reconocía un enfoque preventivo que protegía a este grupo de personas de comportamientos considerados perjudiciales para su futura salud; para las vírgenes del Sol, había una necesidad de mantener un nivel de pureza que podía estar, de alguna manera, manchado por la participación en tales eventos; por lo que se refiere a los soldados y a los miembros de la guardia imperial, era preciso garantizar un alto nivel de defensa tanto del emperador como de las fronteras del imperio; por último, la necesidad de excluir a los jueces respondía a una lógica de mantenimiento de la lucidez e imparcialidad de quienes estaban llamados a resolver conflictos y controversias.
En el curso de estas festividades los participantes debían respetar las órdenes que correspondían a su rango o a su status social. No se bebía si no se estaba invitado a hacerlo y sólo los invitados podían a su vez invitar. No había manera de salir de esta rígida regulamentación y estructuración: nadie podía empezar a beber por su cuenta. Una reificación práctica de los principios de reciprocidad, intercambio y orden en los que se basaba el funcionamiento del estado inca, lejos de la imagen vehiculada por los padres jesuitas y dominicos, que consideraban las fiestas incas como el contenedor social de aberraciones terribles. La reglamentación estatal de la borrachera remite, en cambio, a una capacidad de contención de comportamientos sociales que los españoles nunca alcanzaron.
Estas regulaciones se percibían como la expresión del funcionamiento del estado inca y, por lo tanto, se consideraban como un elemento de pertenencia al mismo estado. Eran naturalizadas, interiorizadas, enmarcadas en un contexto de normas y valores propios. Todos los intentos fallidos de los españoles para regular el acercamiento al alcohol y a la borrachera se vieron, en cambio, como imposiciones externas, nunca interiorizadas y constantemente eludidas. Al inicio de la fiesta del Sol el emperador inca se colocaba de pie delante de los jefes locales, los señores y su pueblo: cogía enseguida dos vasos de oro llenos de chicha y autoproclamándose el hijo mayor de la casa del Sol, su padre, inauguraba la ceremonia en su nombre. Con el vaso que sostenía en la mano derecha invitaba a beber al Sol y a partir de ese momento la fiesta podía comenzar.
La oferta de un vaso de chicha hecha por el emperador al Sol constituía el acto fundacional de los mecanismos de reciprocidad, verdadero pegamento de la sociedad inca. Esta fórmula de invitación estaba reproducida por todos, del primer sacerdote al último herrero y, de hecho, fortalecía y recreaba cada año el vínculo social y comunitario que mantenía unido el imperio: quizás el concepto ya analizado del alcohol como «creador»14 y animador de la comunidad tenga su origen en estas manifestaciones públicas. Este gesto del inca era el primero de una serie de libaciones que Garcilaso reúne bajo el nombre de «beber para su salud»15.
Cada indio participante en las libaciones, según su rango o status social, poseía dos vasos idénticos de oro, de plata o de madera. Aquel que invitaba a otro a beber llevaba un vaso en cada mano. Si el invitado era de un rango superior o de un rango igual al suyo, le ofrecía el vaso de la mano derecha; si, en cambio, la persona era de rango menor, le ofrecía el vaso de la mano izquierda. Entonces, tras haber consumido la bebida juntos, se devolvía el vaso ofrecido, listo para ser ofrecido otra vez, si el caso lo requería. Los vasos sólo diferían en el material del que estaban construidos, pero eran idénticos en tamaño, para que todos bebieran la misma cantidad.
Generalmente, la primera invitación se hacía de un superior a una persona de rango inferior, que, a su vez, procedía en el sentido inverso, del inferior al superior. Si el primer gesto indicaba un acto de magnanimidad del superior hacia el inferior, la devolución del gesto en el sentido inverso por parte del inferior representaba un reconocimiento tácito, actualizado y naturalizado de la rigida estratificación de la sociedad inca. En este marco de libaciones estrictamente codificadas, el hecho de beber mucho sin perder la cabeza, manteniendo los sentidos bajo control, se consideraba como un signo de valor y virilidad y, de hecho, era algo bastante habitual en las clases aristocráticas proporcionar evidencia de esta capacidad de resistencia.
Según Garcilaso16, estas libaciones a menudo iban seguidas de excesos sexuales, sodomías, adulterio y promiscuidad. Todo esto era tolerado por las autoridades porque representaba un desahogo estrictamente limitado y disciplinado de las pulsiones que, canalizadas de otra forma, podían amenazar el orden establecido. En este sentido podemos trazar un paralelismo de funciones entre las fiestas incas y las arenas de gladiadores de la Antigua Roma: una versión andina del panem et circenses .17
En la época de los incas estas manifestaciones de descontrol de los impulsos no podían tener lugar sino dentro del cuadro rígidamente organizado de una celebración. Como se ha mencionado anteriormente, algunas categorías quedaban excluidas de la participación en estos eventos. Este elemento resalta la fuerte ambivalencia de los convites: si por un lado esas libaciones estaban destinadas a consolidar los lazos sociales, en particular fuera del grupo familiar, por otro lado, sus consecuencias extremas podían ser fundamentalmente antisociales.
El compromiso del Estado para controlar y mantener a raya algunos excesos nos hace reflexionar sobre el nivel de tensión ya existente entre la exigencia de orden y la de una libre expresión de los normales impulsos humanos. Los momentos de ebriedad eran instantes de suspensión temporal de los comportamientos socialmente aceptados que, si no eran controlados, podían revelarse peligrosos y potencialmente «revolucionarios». O, al menos, así los entendieron los incas, quienes se empeñaron en controlarlos y limitarlos a ciertas ocasiones. Cabe recordar, finalmente, que el abuso de chicha fuera de los contextos rituales y ceremoniales era severamente sancionado por las autoridades encargadas, a menudo incluso con penas de muerte.
2. Dos mundos comparados: la mirada europea hacia el beber indígena entre el siglo XV y XVII
En la parte final de su monumental Descripción breve del Peru18, el cronista vasco-dominicano Reginaldo de Lizárraga realiza un análisis sociológico ante litteram en el que aborda el tema de la borrachera - tema central, segun él, en las difíciles relaciones entre indígenas y españoles - y establece una correlación directa entre la embriaguez y la consiguiente despoblación de los valles andinos: los habitantes de esos valles iban desapareciendo por las consecuencias de la ebriedad, ya fueran accidentes, enfermedades o actos de violencia inextricablemente vinculados a la pérdida de la razón por beber en exceso.
A continuación, pone en relación el estricto control de la embriaguez de la era inca con la falta de aplicación de la legislación real con respecto a este fenómeno. El cronista se detiene entonces en la descripción de las tres modalidades, universalmente conocidas en esa época, de consumir bebidas alcohólicas: la modalidad mediterránea, cuya mansedumbre la convierte en el paradigma del «buen beber»; la modalidad del norte de Europa, que ya aparecía como primitiva y bárbara a ojos de los ibéricos; y, finalmente, la modalidad andina, incivilizada, demoníaca y salvaje. La comparación es muy retórica y está cargada de ese etnocentrismo típico de la época. Hoy es un hecho bien conocido que ciertamente no fue el uso o abuso de alcohol la causa principal de la elevada mortalidad indígena, sino las epidemias, el trabajo en las minas, la explotación sin límites y la violencia de la conquista19.
Tanto los informadores del mundo indígena (jesuitas y dominicos en particular) como los grandes literatos y científicos de la administración española estuvieron de acuerdo en condenar abiertamente esta nueva forma, aparentemente desregulada, de beber entre los nativos: eso fue sólo uno de los muchos indicadores de las grandes dificultades de los españoles en la gestión de la «cuestión indígena» de la época. Tres razones justificaron, a ojos de los españoles, la vigorosa ofensiva contra esta diferente manera de gestionar el tiempo extralaboral: la destrucción del cuerpo, el abandono de la moralidad y, sobre todo, el fomento de las prácticas de idolatría y la perpetuación de los cultos prehispánicos.
La borrachera se convirtió en el vehículo por el cual estas tres plagas se propagaron entre los nativos andinos. La destrucción y la persecución de las prácticas y rituales que preveían un consumo excesivo de chicha y de otras sustancias habría permitido que el peligroso fenómeno desapareciera en pocos años: este era el pensamiento de los colonos a finales del siglo XVI. Desde ese momento comenzó una de las obras más violentas de destrucción cultural, un auténtico etnocidio que nunca antes se había visto, tal vez comparable sólo a la campaña de recristianización de Andalucía realizada por Fernando de Aragón e Isabel de Castilla entre los siglos XV y XVI.
La guerra que la Iglesia emprendió contra los fenómenos de embriaguez indígena se insertó en el contexto más amplio de la erradicación de la idolatría, llevada a cabo por los jerarcas católicos coloniales desde finales del siglo XVI y asociada a otro aspecto importante del proceso de evangelización del Perú: la lucha contra el culto a los muertos, uno de los ejes en los que se basaba la cosmología andina prehispánica. El culto a los muertos fue quizás la primera manifestación de idolatría perseguida por los evangelizadores. Durante los primeros períodos de evangelización, los misioneros destruyeron templos, santuarios y todos los objetos utilizados en los cultos públicos tradicionales que encontraban en su camino. Destruyeron, generalmente quemándolas, las momias de los antepasados, pero al mismo tiempo, entre uno y otro fuego, se dieron cuenta de que todas estas acciones no eran suficientes para erradicar las creencias antiguas. Se necesitaba algo más, era necesario atacar y erradicar incluso las prácticas diarias asociadas, con diferentes gradaciones de intensidad, al paganismo: las prácticas diarias objeto de atención por parte de la Compañía de Jesús20 eran, en particular, las fiestas paganas que tenían como corolario el abuso de alcohol y el consumo de plantas alucinógenas.
A diferencia de los primeros evangelizadores, los hombres de la Compañía hicieron un esfuerzo especial para suprimir y desarticular los cultos domésticos que consideraban factores decisivos en la transmisión de la tradición idolátrica. Como si fueran unos Bourdieu ante litteram, los jesuitas comprendieron que estos cultos estaban tan arraigados, incorporados y naturalizados en las prácticas cotidianas como para ser los verdaderos vehículos de la idolatría. Además, por las mismas razones, eran muy difíciles de erradicar precisamente porque estaban «camuflados» en la cotidianidad.
Partiendo de la premisa de que para «erradicar efectivamente el presente había que borrar el pasado»21, los jesuitas atacaron enérgicamente los ritos de paso de los indios como bautismos, matrimonios, funerales y, además, se esforzaron por limitar estrictamente todas las reuniones sociales que los andinos organizaban con diversos pretextos (siembra, cosecha, construcción de nuevas viviendas) y que a menudo se convertían en la justificación para el abuso de alcohol y la intoxicación colectiva. Si durante los primeros años de la conquista, como ya se ha mencionado, los fenómenos de embriaguez colectiva y ritual se clasificaron como problemas de orden público que había que limitar y vincular, durante la campaña de erradicación de la idolatría se convirtieron en el objeto favorito sobre el cual desatar la furia ciega de la Santa Inquisición colonial: la causa del todo mal.
En los textos de los eclesiásticos de los siglos XVI y XVII la embriaguez comienza a aparecer como la causa principal de toda idolatría y ya como un «vicio natural» de los indígenas. El jesuita Acosta la considera «negativa en sí misma, pero especialmente por los males que provoca en el hombre, males que afectan el cuerpo, las costumbres y la fe»22. Para los jesuitas, la embriaguez alcohólica desencadenaba pasiones y, bajo su influencia, el hombre podía cometer cualquier tipo de abominación del cuerpo y del alma, como incesto, sodomía, etc. También alejaba a las pobres almas de la fe verdadera: de esta manera abuso y sacrilegio se convertían en un binomio indivisible. A estos aspectos inquietantes de la embriaguez se sumaron otros, quizás aún más peligrosos a los ojos de los evangelizadores: la dimensión social y comunitaria de la borrachera.
Cabe mencionar la opinión expresada explícitamente por el jesuita Acosta, quien destacó que «la idolatría se arraigaa través de las muchas actividades colectivas en las que el alcohol y la chicha nunca faltan»23. Por estas razones, estableció como prioridad la necesidad de supervisar estas actividades, ya que los excesos causados por el abuso del alcohol, repetidos en el tiempo, podrían conducir a la disolución o la fuerte relajación de los lazos sociales que mantenían unidas a las comunidades. Y para los españoles la disolución significaba una sola cosa: la subversión del orden colonial.
Acosta expuso, en su obra monumental casi enteramente consagrada a la evangelización de los pueblos indígenas (1588), las posiciones de su orden y las posiciones más generales de las autoridades españolas de la época sobre el mejor método para combatir el fenómeno de la embriaguez ritual. En esencia, resultó que en ese momento concreto de la historia no había un consenso sobre la materia, que era objeto de una intensa especulación intelectual24.
Algunos opinaban que no existía otro medio que el de prohibir completamente el consumo y la utilización, en particular, de la chicha (ya había demasiados intereses económicos sobre el alcohol) y sugerían que para lograr este objetivo era necesario imponer penas severas tanto a los consumidores como a los productores.
Acosta indicó claramente su desacuerdo con este tipo de medida y lo criticó, afirmando que la chicha poseía propiedades medicinales y que bebida con moderación no ocasionaba ningún tipo de problema. Según el jesuita, «quitarla por completo significaría oprimir a los indios con una carga intolerable. Sería como privar a estas pobres y desafortunadas almas del único placer terrenal del cual obtienen un mínimo alivio»25.
En su enfoque del problema del abuso de chicha, el religioso español mostraba una actitud muy pragmática de «reducción del daño»26.
Se había dado cuenta de la peligrosidad, no tanto de la sustancia, como de su modalidad incorrecta y dañina de ingestión. Un pensamiento verdaderamente moderno si se considera que se coloca en el año 1588. Acosta también señaló la ambigüedad de la actitud de la Iglesia Católica, que por un lado denunciaba enérgicamente el abuso de alcohol y de chicha entre los indígenas y por el otro defendía el derecho a consumir bebidas alcohólicas (pero en este caso se referían a vino y destilados) en el nombre del «libre albedrío»: «Porque sólo gracias a los españoles los indios han sido liberados de la tiranía de los inkas bajo la cual ellos no podían ni tomar mujer, ni mascar coca, ni beber chicha, ni comer carne sin la licencia específica de ellos»27
Cuando la Iglesia habló de libre albedrío probablemente lo hizo pensando en las consecuencias en términos meramente económicos de una posible prohibición extendida no sólo a los nativos sino también a los españoles. Por esta razón, a sabiendas de que las reglas de uso ibéricas eran de enfoque individual, el Consejo de Lima optó por dirigir las prohibiciones hacia el consumo público y comunitario, típico de los indígenas.
De hecho, no se prohibió una sustancia, sino una modalidad de acercamiento étnicamente marcada. No se estableció claramente que a los indios se les prohibía totalmente beber, pero se les alentó y empujó hacia tipologías de consumo culturalmente alejadas de ellos, como el consumo doméstico y privado. El uso de sustancias intoxicantes se liberó del control estricto de las autoridades que lo había acompañado hasta ese momento. Desde entonces, incluso para los nativos el beber tuvo que dejar de ser un acto público, colectivo y ritual para convertirse en un gesto individual, al menos según lo que esperaban los españoles.
Con el advenimiento del siglo XVII comenzó ese proceso, completado en el siglo XIX, de transformación de la borrachera: de simple embriaguez que debía ser frenada con varias prohibiciones, a «inclinación natural» de los nativos andinos28.
3 .Darwinismo criollo y borrachera
El principal acontecimiento moderno que impulsó la construcción del estereotipo del indio retrógrado y borracho fue la llegada de Europa, a principios del siglo XIX, del corpus teórico y filosófico que respondía al nombre de Positivismo29.
Según el historiador Paz-Soldan 30, el famoso escritor boliviano Alcide Arguedas fue el primero en hacer referencia explícita a cómo las modalidades indígenas de consumo ritual eran un signo distintivo, entre otros, de la inferioridad intelectual, cultural y biológica de los indios. Las nuevas ideas se aplicaban perfectamente a las cuestiones de higiene social, sobre todo en una época en la que un evento como la ingestión masiva de alcohol se juntaba con la ruptura del orden rural inducida por la revolución industrial y por la proletarización brutal del siglo XIX. La llegada de la teorización sobre la construcción de las razas y el orden biológico natural, así como sobre el esplendor del progreso y el avance tecnológico, marcó la aparición de la lectura problemática del alcoholismo dentro de la comunidad científica latinoamericana. El consumo ritual, al igual que la cultura indígena tradicional de la que el primero formaba parte, representaba un elemento de retraso cultural que impedía a las naciones latinoamericanas entrar en la modernidad: por estas razones tenía que ser borrado y eliminado.
Desde aquel momento, en lugar de profundizar y analizar los significados socio-culturales detrás del fenómeno del uso y abuso de alcohol, los estudiosos se contentaron con circunscribir y estigmatizar exclusivamente los síntomas externos y visibles de este fenómeno que, a partir de ese momento, se convirtió en sinónimo de «trastorno social». Términos como «alcoholismo» (fechado en 1854) y «dependencia» comenzaron a utilizarse para describir una miríada de comportamientos muy diferentes y a menudo no relacionados entre ellos. Estos hechos sancionaron definitivamente el abandono de cualquier opción «cultural» en el intento de comprender el fenómeno en cuestión. La relación entre el uso y abuso de cualquier sustancia alcohólica se insertó en un cuadro meramente patológico y se colocó dentro del discurso médico. Esta orientación, aplicada en los Andes y asociada a una sociología positivista entonces muy popular en el continente, concurrió y contribuyó al nacimiento del darwinismo criollo31, que fue quizás el elemento más decisivo en la problematización y psiquiatrización definitiva de todos los comportamientos relacionados con la borrachera.
En la condena de los comportamientos antisociales ligados al abuso del alcohol se juntó al viejo discurso colonial un criterio científico, y por lo tanto incuestionable: el del diagnóstico del alcoholismo. Si la vieja estigmatización colonial condenaba los comportamientos colectivos y comunitarios, la nueva, hija del positivismo médico y científico del siglo XX, se enfocaba más bien, y por primera vez, en conductas y problemas esencialmente de corte individual. Se introdujeron reglas de observación de tipo individual para explicar y entender fenómenos comunitarios y colectivos que no tenían absolutamente nada de individual. Terry Saignes32 recuerda con razón que la «ebriedad no es alcoholismo»33 y no se podría cometer el error científicamente inexcusable de poner en el mismo plano un uso-abuso incorporado en una sesión festiva y un uso-abuso diario y problemático, desconectado de cualquier significado cultural.
Correlacionar estas dos modalidades respondía, entonces, a una necesidad imperante e hija del darwinismo social en clave latinoamericana: permitía delimitar y enmarcar desde un punto de vista étnico este nuevo problema perteneciente a dos grupos sociales específicos, considerados como una carga: los campesinos indios y los mestizos, mitad indios y mitad blancos. Eran ejemplos vivientes de atraso y de costumbres fuera del tiempo, culpables de mostrar al mundo una imagen arcaica del país. Los mestizos, en particular, estos nuevos seres, producto no previsto de la Conquista, perturbaban y socavaban el rígido sistema de estratificación social de la época y se consideraban una amenaza latente de disgregración.
Para Arguedas y otros pensadores impregnados de darwinismo social, este proceso de cholificación corroía el país desde sus cimientos y la borrachera constituía la máxima expresión cultural visible de la contaminación en curso.
Esta tesis fue reforzada por un viajero español, Ciro Bayo, que vivió cinco años (1892-1897) entre Lima y los Andes, cerca de la ciudad de Cuzco. Fue un observador atento de las modalidades de aproximación al alcohol en esas área34 y describió meticulosamente el proceso de contaminación entre diferentes modos de consumo del alcohol: permanecían algunos aspectos culturales típicos de los Andes, relacionados con rituales ancestrales como la circulación de las copas obligadas o los innumerables pretextos festivos que parecían prolongar las modalidades autóctonas del acercamiento al alcohol; a estos aspectos se añadieron otros de origen ibérico, como la sustitución parcial del lugar de la sociabilidad, que ya no era la plaza sino la taberna, y del número y contenido de los compañeros de bebida.
Al antiguo grupo comunitario, a menudo compuesto sólo por hombres, se unieron otros grupos formados principalmente por parientes o figuras fundamentales en la construcción de los vínculos microsociales y familiares, entre los cuales aparecieron por primera vez las mujeres. Podríamos atrevernos a decir que los primeros débiles signos de descomunitarización y desritualización del consumo de alcohol comenzaron a verse en ese momento de la historia. A los ojos de Arguedas este mestizaje del consumo se convirtió en la confirmación de los peligros inherentes a una sociedad multicultural, y el uso y abuso de alcohol se hizo el principal vector de esta contaminación desde abajo.
4. De los síntomas a las causas: primeras deconstrucciones del fenómeno
Al mismo viajero español Ciro Bayo se le debe el primer intento real de esbozar una descripción no tanto del uso sino de las razones del uso. Tal vez fue la primera reflexión que no se detuvo en los síntomas y trató de explicar las causas. Identificó dos razones principales que definió en términos de patología-refugio-escape de la realidad (quita penas) 35y «lubricante social»36. Según el aventurero español, el alcohol permitía quitar las inhibiciones, soltar las lenguas y desatar los deseos. A menudo bajo sus efectos lo reprimido y lo censurado salían a la luz, en parte en forma verbal y en parte en forma no verbal, como, por ejemplo, el lenguaje corporal.
En este caso el alcohol servía de «lubricante social»37. Por otra parte, podría representar la única vía de escape, aunque momentánea, de realidades terribles y sin salida. El consumo quitapenas38 alentó una lenta y segura auto-destrucción de los sobrevivientes al genocidio perpetrado por los colonizadores.
Esta teoría sobre la «doble dimensión» del consumo de alcohol constituyó el primer intento real de deconstruir el fenómeno de la borrachera andina. En 1919 uno de los mayores y más importantes conocedores del mundo andino, el psiquiatra Hermilio Valdizán, enriqueció la literatura sobre el tema con nuevas consideraciones, resultado de sus años de investigación entre los pueblos indígenas del Perú39.
Para el famoso psiquiatra, todos los líquidos fermentados poseían propiedades nutricionales como minerales y vitaminas que exaltaban su calor y fuerza. En una cultura como la andina, obsesionada por la circulación hidráulica entre cielo y tierra, que parecía garantizar la renovación cíclica de la fertilidad de los campos, beber y verter estas bebidas en ciertos momentos del ciclo del agua, debía estimular y amplificar la cantidad, dirección y periodicidad de este flujo.
En una sociedad tan inmersa en un diálogo casi constante con los dioses, los espíritus y los antepasados, considerados fundadores del mundo mineral, vegetal, animal y humano, los rituales alcohólicos representaban un vehículo privilegiado para comunicar con lo sobrenatural40. En esta perspectiva, si se considera que el intercambio con la otredad no visible constituía el fundamento de la sociedad humana y era consecuentemente valorado (y, por lo tanto, santificado) como tal, el acto de compartir el alcohol sancionaba esta alianza entre los seres humanos y el cosmos. En un segundo tiempo, al alterar el estado de conciencia, el alcohol permitía comunicar directamente con los muertos y con los dioses responsables de la fecundidad de la tierra.
Finalmente, el alcohol abrió un espacio de discusión o de crítica a las formas pre-establecidas de la autoridad y de la jerarquía. Valdizán también destacó la potencial función desestabilizadora del uso-abuso de alcohol. En una situación de dominación colonial reforzada por una rígida estratificación cultural y lingüística, la embriaguez permitía una conducta de desafío al poder que se traducía, en particular, en la reivindicación de la lengua materna. En esta suerte de «zona tampón» infracultural el indio volvía a vivir41: alcohol abría un espacio de libertad irracional y de afirmación ambigua de sí mismo que estaba fuera del alcance de cualquier poder.
En resumen, Valdizán identificó algunos aspectos de la dimensión indígena del uso-abuso de alcohol: era un vehículo privilegiado para comunicar con lo sobrenatural; una herramienta para oponerse a las prácticas opresivas estructurales; un vector de espacios de libertad. La contribución del famoso médico sugiere la imposibilidad e impracticabilidad de entender el fenómeno en cuestión sólo como un mero acto individual y bajo el monopolio exclusivo del discurso médico. Parece claro que el fenómeno del consumo de alcohol y de cualquier otra sustancia psicoactiva en los Andes (y no sólo) conduce hacia el campo indefinido y muy amplio de las relaciones entre las colectividades humanas y el extra-mundo: representa y reifica la tensión antrópica de la búsqueda del límite y de la delimitación de las fronteras racionales. En última instancia, no se puede encuadrar en ningún tipo de marco de entendimiento predeterminado.
5. Conclusiones
Quisiera concluir con una reflexión sobre el tema, objeto de especulación intelectual y científica. Como se desprende del trabajo de investigación histórica llevado a cabo en el Centro de Estudios Andinos Bartolomé de Las Casas en Cuzco, muchos escritores españoles (laicos y religiosos), que vivieron entre finales del siglo XV y principios del siglo XVI, interpretaron la tendencia a beber en exceso y la embriaguez observada entre los nativos del Nuevo Mundo como una prueba de los esfuerzos constantes del diablo para evitar que estas «almas perdidas»42 fueran salvadas por la fe verdadera.
Estas visiones del otro reflejaban muy claramente la idea, entonces predominante entre los españoles, de que los pueblos nativos debían considerarse poco más que bestias inteligentes, niños, totalmente incapaces de manejarse y, sobre todo, de resistir las innumerables tentaciones del diablo. Cada momento de sus vidas estaba rígidamente codificado, obviamente en su interés exclusivo.
La Conquista provocó la transformación de los patrones de consumo tradicionales, que pasaron de un uso ocasional, limitado a ciertas festividades, a un uso profano indiscriminado, fuertemente desritualizado. Los españoles no entendieron que era precisamente la inclusión de la borrachera en los rituales públicos y comunitarios el principal freno a conductas de abuso colectivo sin ningún tipo de control. La prohibición de reuniones públicas, que tuvo lugar a finales del siglo XVI, contribuyó a desritualizar fuertemente el uso del alcohol, privándolo de ese sustrato cultural que lo colocaba en un marco de valores preestablecido y controlado. Entre finales del siglo XVI y todo el siglo XVII, la Compañía de Jesús se comprometió a la realización de uno de los mayores genocidios culturales en la historia de la Conquista de las Américas: el intento de destruir el culto de los muertos y de los huacas43. Entre los objetivos de este proyecto se inscribía también (y sobre todo) la erradicación de la borrachera.
Sin embargo, sólo con la conclusión de la experiencia colonial y con la formación del Estado nacional peruano se completó el proceso de hetero-construcción del indio borracho «por naturaleza». Impregnadas del darwinismo criollo, cuyo máximo representante continental era Domingo Faustino Sarmiento44, presidente argentino autor del famoso texto Civilizacion y barbarie45 (y teórico de la infame Campaña del Desierto - Conquista del Desierto o Guerra contra los indios), las élites blancas y criollas del país establecieron que el indio borracho representaba inequívocamente la obsolescencia y el atraso de la cultura indígena en su totalidad. El significado que se atribuyó a la embriaguez indígena reflejaba la posición que la población autóctona ocupaba dentro del nuevo Estado nacional: eran parias de la sociedad, portadores de una cultura que era necesario erradicar y borrar, únicamente por el interés nacional.
Estos seres «degradados» se convirtieron en la personificación del miedo, extendido entre las élites blancas y criollas, a la imposibilidad de convertirse, finalmente, en un país moderno; en última instancia, se temía perder de una vez por todas el tren del progreso.
En este punto, se precisa una comparación: los escritores del período inicial de la conquista y de los años siguientes, aunque eran grandes partidarios de la necesidad de limitar y (más adelante) erradicar la embriaguez y todas las formas de idolatría existentes en el Virreinato, nunca afirmaron que el consumo de alcohol entre los indígenas representara una manifestación obsoleta y degenerada de la cultura indígena. Al contrario, destacaron su alarmante vitalidad y su potencial para perturbar el orden colonial. La borrachera fue considerada por ellos como un elemento potencialmente desestabilizador y, por esta razón, fue perseguida.
Para los ibéricos de los siglos XVI y XVII, la represión de las formas nativas de aproximación al alcohol respondió principalmente a la necesidad de establecer una forma de control social y global sobre las comunidades indígenas. En particular, surgió un temor de cualquier tipo de oposición política organizada a nivel social y comunitario, que habría encontrado a los colonos absolutamente desprevenidos e incapaces de hacerle frente con instrumentos que no fueran la mera represión religiosa y militar.
Por el contrario, durante la era republicana, cuando la mayoría de los pensadores e intelectuales del continente estuvieron de acuerdo en condenar las culturas indígenas como «obstáculos vivientes» para el progreso y la modernización, la embriaguez fue interpretada como el síntoma más evidente de una cultura moribunda.
La borrachera ritual y colectiva era, tomando prestadas las palabras del escritor ecuatoriano Pio Jaramillo46, «amargura de la raza vencida».
Para concluir, podemos decir que el estereotipo del indio borracho por naturaleza fue en realidad el resultado de un largo proceso histórico que vio la participación de varios factores.
El fenómeno del consumo ritual y colectivo de alcohol constituyó uno de los muchos elementos que, a partir del siglo XVI, contribuyeron a crear, sedimentar y fortalecer en la mayoría mestiza (y en la minoría blanca) la idea de otredad en relación con el componente indígena andino de la nación peruana.
Si entre los siglos XV y XVIII se crearon las premisas, fue con el siglo XIX y el advenimiento de la República cuando el estereotipo se convirtió en patrimonio común de las élites (y no sólo de ellas). La consolidación del prejuicio reflejaba la posición política hacia el elemento indígena, que se convirtió una vez más en extranjero en su patria. Un prejuicio que, por desgracia, ha llegado casi intacto hasta nuestros días, como confirman los recientes trabajos de investigación47.
Si hoy ya no se permite hacer referencia a hipotéticas «deficiencias intelectuales» o a una «cultura inferior», la misma visión de la cultura nativa, luego celebrada y vendida en el extranjero para promover el turismo en los Andes, y el discurso mestizo sobre los nativos todavía resultan impregnados de un paternalismo profundamente conectado con la perpetuación de la mirada asimétrica hacia el otro.
Por último, cabe reflexionar sobre un elemento que este trabajo de investigación ha sacado a la luz: todas las explicaciones posibles sobre la supuesta propensión indígena a la embriaguez han revelado mucho más sobre el pensamiento de aquellos que contribuyeron a crearla y difundirla, que sobre los significados que en realidad tenía (y que todavía tiene) el consumo de alcohol dentro de los grupos indígenas, no sólo en el Perú, sino en todo el continente latinoamericano.