1 Carta a los indignados1
En 2011, mi amigo Michael Löwy estuvo en México, para dictar una conferencia sobre Walter Benjamin y me mostró un folleto que había producido gran revuelo en Europa: Indignez vous!, de Stéphane Hessel, publicado por Indigène Éditions de París, en su decimotercera edición de ese año. El texto es el grito de una conciencia ético-política que despertó con la gigantesca masacre de millones de seres humanos, barbarie que nunca había contemplado la humanidad, durante la segunda guerra llamada mundial (los europeos y estadunidenses llaman “mundiales” a sus guerras, ya que es evidente que no fue latinoamericana, por ejemplo). Hessel vivió su “tiempo-ahora” (el Jetzt-Zeit de Walter Benjamin o el tiempo mesiánico de Pablo de Taso)2, su 15 de mayo, en la década de los cuarenta del siglo pasado [XX]; en la heroica resistencia francesa contra la invasión nazi. Era la prehistoria de la posterior reconstrucción de Europa, del triunfo de los demócratas cristianos y los socialdemócratas, del plan Marshall, de los milagros alemán y japonés ante la Unión Soviética de Stalin y la China de Mao Tse-tung. Fue el comienzo del imperio estadunidense que dura desde 1945 hasta las actuales derrotas de Irak y Afganistán. Fue un tiempo de crecimiento ininterrumpido, de optimismo creciente, de desarrollo sin límites, del capitalismo fordista y después transnacional estadounidense como modelo de la american way of life. Stéphane Hessel resistió las ilusiones de esta pax americana con un espíritu de indignación ante la indiferencia de las injusticias que se iban acumulando en Europa, en el mundo poscolonial y en Israel (en este último caso ante los sufridos palestinos, sin olvidar que la solidaridad de Hessel es doblemente meritoria, ya que él mismo es de origen judío).
Mi 15 de Mayo, en cambio, fue en 1968. No sólo el del París de P. Ricoeur (donde viví en el barrio latino, cuatro años junto a la Sorbonne, aunque volví a América Latina en 1967), ni el del Berkeley de H. Marcuse, sino el 1968 de los más de cuatrocientos estudiantes y obreros mexicanos asesinados por el gobierno neocolonial en la Plaza de Tlatelolco o el del “Cordobazo” de Argentina, ciudad toma da por estudiantes, obreros y movimientos sociales que derrocaron la dictadura militar de Juan Carlos Onganía, impuesta por el Departa mento de Estado. Era la primera crisis del capitalismo de posguerra, cuando la pequeña burguesía permitió a sus hijos o hijas levantarse contra el sistema, que mostró los primeros signos de sus defectos cre cientes.
Junto a esos movimientos sociales, en todos los países latinoame ricanos cuyas juventudes más alertas estaban en estado de rebelión, siguiendo el ejemplo cubano del Che Guevara desde 1959, surgió lo que denominamos generacionalmente la filosofía de la liberación en el campo universitario secular (siendo la teología de la liberación su antecedente en las comunidades creyentes populares y militantes). Difícil sería aquí describir los millares de frentes de lucha que en toda América Latina produjo este movimiento, desde los “latinos” en Es tados Unidos o en el Caribe, hasta los movimientos en México y Centroamérica, o en América del Sur. Las dictaduras militares ins taladas en nuestro continente por el Pentágono, por el proverbial Henry Kissinger (responsable de muchos golpes de Estado, principal mente el de Augusto Pinochet en Chile), ahogaron con sangre nues tra América, como Europa fue igualmente sepultada por la indicada segunda guerra mundial, guardando las proporciones. Era el tiempo de la guerra fría, del occidente capitalista contra el oriente socia lista. De África y de Asia que se habían liberado del colonialismo europeo (principalmente inglés y francés), pero que habían caído bajo el dominio neocolonial de las corporaciones norteamericanas, por lo que se dificultaba, sobre todo en África, la nueva organización de estados nacionales. Tiempo de luchas fratricidas, fruto de la política neocolonial.
Mientras el mundo del sur sufría una explotación creciente, Europa vivía la bonanza de un desarrollo económico y político a la sombra del gigante americano. Mientras esta Europa lo adulaba, no sotros soportábamos la política del “patio trasero” del imperio.
Cuando en 1957, a mis 23 años, desembarqué (y, en verdad, había llegado a Barcelona por barco desde Buenos Aires) en la Puerta del Sol para hacer un doctorado en filosofía en la universidad de Madrid [Universidad Complutense de Madrid], en plena crisis estudiantil contra el gobierno de Francisco Franco, bajo el liderazgo de mi maestro, el profesor [José Luis] López-Aranguren, España dormía todavía la “siesta provinciana”. Como decía un cómico de la época al hablar de política española (se refería al clima y la tempera tura): “¡Un fresco general reina en toda la Península!” Con cinco duros pagaba diariamente una piecita en un hotelito junto a la Plaza del Sol (un duro más si se tomaba una ducha, no muy frecuente en esa época). Había que tomar el metro hasta Arguelles, el tranvía hasta la Facultad de Filosofía de la universidad [en ciudad universitaria], con la dificultad de defender una tesis doctoral ante profesores que comenzaban a adherirse al Opus Dei, a favor de Jacques Maritain, un demócrata francés que tuvo por discípulo a Emmanuel Mounier y que inspiró al grupo Esprit, del que formé parte en los años sesenta en París. Era el lento comienzo de la etapa que llevaría a España a integrarse a la Europa de posguerra, para superar aquel dicho insultante de De Pauw: “África comienza en los Pirineos” -opinión de la Ilustración del norte de Europa-, y cierta mente entre muchos otros de Hegel; insultante no sólo para España sino también para África.
El 15 de mayo de 2011 es como el despertar de un sueño que ha durado ese medio siglo. Está al final de un largo camino de ilusiones; del desarrollo sostenido prometido por [el presidente del gobierno] Felipe González (que pretendía enseñarnos a los latinoamericanos el sendero brillante emprendido por la exitosa España en la Unión Europea). Es el final de la ética de la felicidad predicada por Fernando Savater en su Ética para amador, olvidando que los “indignados” deberían contarse justamente entre sus hijos (y no ser repudiados con argumentos surgidos de una moralina liberal). Es el final para muchos con conciencia ético-política de un capitalismo que sin la oposición del socialismo real (otra derrota reciente) mostró su salvaje estructura de un individualismo egoísta y competitivo cuyo único horizonte de racionalidad es el aumento de la tasa de ganancia, esencialmente del capital financiero globalizado, sin patria, sin pueblo, residente permanente de paraísos fiscales, exen tos de toda ética u obligación para con los pueblos a los que exprime hasta tirarlos como la cascara de la naranja después de extraerle su sustancial jugo. Es ahora el tiempo de la desocupación, del trabajo “flexible” o de la situación sociopolítica.
En México se denomina a la nueva juventud, producto de la actual crisis del capitalismo, los ninis: ni pueden estudiar (porque no hay lugar en las instituciones pedagógicas), ni pueden trabajar (por falta de lu gares de trabajo), porque la estructura del capitalismo no necesita ya para la producción de mercancías de tantos trabajadores, reemplazados por los procesos robotizados y computarizados. Marx explicaba ya en los Grundrisse (1857) que el desempleo estructural convierte a la perso na del trabajador en una nada, en un pobre: “pauper post festum” (“un pobre después de la fiesta”). Un pobre que no puede reproducir su vida porque al no recibir salario no cuenta con dinero, y sin solvencia no puede comprar en el mercado lo que necesita para permanecer con vida; sin trabajo no hay sobrevivencia de la persona humana en la sociedad capitalista. El desocupado es lanzado a la nada. Cuando se tuvo la oportunidad de “tener” trabajo, el desempleado es una víctima pos terior al haber sido usado por el capital (al menos pudo tener durante largo lapso un salario). En este sentido es, como desocupado, un “po bre posterior a la fiesta” orgiástica del capital (que vive de sacrificios humanos). Es un “indignado”-post, un desocupado estructural que el capital ignora, desprecia, juzga como trabajo flexible, “líquido”. Cuando es joven, cuando nunca pudo todavía trabajar, se trata del “pauper ante festum” (“un pobre antes de la fiesta”): es un nini; es un “indignado”-ante. Es al que no se le permite ni siquiera llegar a ser; nunca fue, siempre era ya un no empleado, desechable.
Esas “nadas”, esos todavía no trabajadores, no asalariados, no miembros de una clase social, son los que Marx llamó “nada real” (el pobre antes de la fiesta del capital) que si era contratado o subsumido en el proceso de trabajo como asalariado se transformaba, sin embargo y antropo lógicamente, en “nada absoluta”3 -meros instrumentos o mediacio nes del capital: las personas se transforman en cosa, y la cosa (el capital) en persona; es el fetichismo del capital.
Al colectivo de los pobres, de los marginales, de los siervos o campe sinos medievales que en la “tierra de nadie” habían abandonado los feudos, pero todavía no habían llegado a las ciudades europeas para ser contratados como aprendices por algún maestro, protegido por sus gre mio, Marx los denominó "pueblo de pobres" (en la sección sobre “La acumulación originaria” de El capital). El pueblo es el colectivo de los pobres que Antonio Gramsci denomina, en sus Cuadernos de la cárcel, “el bloque social de los oprimidos” (y yo agrego:) y de los excluidos4. “¡Homo homini lupus!” (“El ser humano es lobo para el [otro] ser huma no”) es la definición del ser humano para el liberalismo, el capitalismo, la modernidad colonialista, armamentista, que culmina en el neoliberalismo de Friedrich Hayek o Milton Friedman hoy vigente en el sistema del mundo globalizado bajo la hegemonía del capital financiero.
El pueblo es el actor colectivo que despierta del sueño alienante con el que el sistema lo adormece por medio de la propaganda de la mediocracia como hace Silvio Berlusconi. El sentido común popular, su sabi duría, es obnubilado y confundido por la falsa palabrería, por las imá genes alucinantes que la estética del sistema mercantil que se impone con la moda por la televisión. Las voluntades se ablandan por el hedonismo feliz del “pan y circo”. Pero ese pan virtual no alimenta; ese circo festivo no permite la profunda felicidad de la justicia cumplida con responsabilidad ante el pobre palestino, iraquí, afgano, haitiano o de Bangladesh, hambriento y torturado por la violencia de la represión ejercida por los ejércitos de las potencias.
Por eso pudimos, con exultante alegría largamente reprimida, gozar con los jóvenes egipcios que se levantaron en la Plaza de la Liberación (tahrir en árabe significa “liberación”) contra la dictadura de Mubarak. Esa liberación nos habla no sólo de los movimientos de liberación nacional como los de Argelia, en la que estuvo involucrado Fantz Fanon (el afrolatinoamericano de Martinica), del que leímos apasio nados en el 68 su obra Los condenados de la tierra, con el célebre prólo go de Jean-Paul Sartre, sino también de los del Frente de Liberación Sandinista o del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Ese pueblo que se rebela en El Cairo nos recuerda también al Egipto milenario, del Osiris que juzgaba como justa a la persona que daba “pan al hambrien to” en el capítulo 125 del Libro de los muertos, que pagaba el rescate por los esclavos para liberarlos, hechos que sugieren al citado Walter Ben jamín aquello de que los momentos de redención (de rescate que libera a las víctimas de la injusticia) son el criterio de interpretación auténti ca de la historia humana que vale la pena de ser narrada; que no es la historia de los vencedores, sino la de las víctimas. Dicho criterio de justificación no es la ley (y menos la ley del mercado, que permite acre centar el capital y que asesina por hambre a millones de seres humanos, como hoy en Somalia o Sudán del Sur), no es el orden, el sistema vi gente, sino “el consenso crítico de los oprimidos” (que es el criterio de Pablo de Tarso en su Carta a los romanos, tan estudiado hoy en la filo sofía política por Alain Badiou, Slavoj Žižek, Jacob Taubes, Giorgio Agamben, Franz Hinkelammert y por tantos otros) como punto de partida, como originario estado de rebelión (más allá del estado de derecho y aun del estado de excepción).
Muchas veces he estado en Egipto y lo que más me ha llamado la atención es la continuidad, durante más de cinco mil años, de una tradición de rebeliones populares. Es una cultura que viene del sur, del corazón del mundo bantú, madre de las culturas del Mediterráneo, no sólo de Grecia, sino igualmente de la Cartago de Aníbal y de la Espa ña fenicia; del cristianismo alejandrino y después copto, hasta llegar a la tradición crítica musulmana.
Samir Amin nos decía, en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, que el Estado egipcio tenía cinco mil años. La misma duración en el tiempo tiene su pueblo, ya que la palabra démos tiene una etimología de origen egipcio (y no indoeuropeo o griego) y significa “aldea”, “comunidad”, pueblo.
Los cambios históricos presentes nos obligan a pensar todo de nue vo. Y la juventud es la más apta para ello, porque es nueva.
Hemos indicado que el liberalismo nos ha acostumbrado a consi derar como sujeto de la política al individuo libre. Sin embargo, tan to Charles Peirce como Karl-Otto Apel o Jürgen Habermas, pero mucho más las costumbres ancestrales de África, Asia y América Latina, sitúan en el origen a la comunidad, al actor colectivo que de los antiguos clanes o tribus, pasó por numerosas etnias, hasta organi zar ciudades. Todas tenían instituciones consuetudinarias como pun to de partida, es decir, un contrato implícito o explícito que formaba parte de la vida cotidiana, cultural y política. Cuando los oprimidos y excluidos en esos sistemas sociopolíticos históricos tomaban con ciencia crítica de su situación, nacía el actor colectivo que se sentía responsable de la transformación histórica, que unificaba los grupos, movimientos, sectores, en torno a nuevos proyectos hegemónicos. Era el pueblo como un bloque histórico que irrumpía para cambiar el estado de las cosas e innovar las estructuras institucionales, sea a tra vés de una revolución pacífica o con medios coactivos suficientes y proporcionales a los que se usaban para la opresión. El pueblo es hoy el que se levanta en Egipto, Túnez, Madrid, Atenas... Es un bloque social empobrecido, lleno de juventud e "indignación", que desea comprometerse para cambiar las cosas.
Llegamos así al tema central de las movilizaciones presentes. Al gunos piensan que las instituciones políticas son siempre represivas o dominadoras. La Comuna de París de 1871 es el mejor ejemplo en el imaginario del anarquismo. Se niega la democracia representativa cuya estructura explicaba John Stuart Mill en 1868 en su obra Ob servaciones sobre la democracia representativa. Algunos de los padres fundadores del sistema democrático estadunidense temían la demo cracia real y por ello inventaron una democracia representativa muy especial (donde las élites escogen a los candidatos de los partidos y el ciudadano los confirma).
Así, entre los “indignados” de la Plaza del Sol [de Madrid] se preguntan algunos hasta cuándo podrán seguir reuniéndose. ¿Es posible en el tiempo una asamblea perpetua? Las multitudes de la Plaza del Tahrir hace tiempo debieron levantar su “plantón”, para volver a sus hogares, confiados en los militares. Pero como nada hacían han vuelto a la Plaza, y aho ra han sido reprimidos violentamente con más de mil heridos. ¡Per manecer siempre, algún tiempo, cuánto o dejar la Plaza para volver a la cotidianidad de la opresión y la mentira de una representación, aun que sea parlamentaria, cada vez más atacada por la corrupción y prac ticada como monopolio despótico del ejercicio del poder político fetichizado!
¿Democracia o invención de otro sistema político? Y si defendemos la democracia se abre un nuevo dilema: ¿democracia representativa o democracia participativa? Estos antagonismos, por su formulación parcial, quizá presentan falacias reductivistas, falsas antinomias que deseamos problematizar, porque es la cuestión central a discutir co lectivamente en el movimiento de los “indignados”.
Es necesaria la indignación, pero de inmediato hay que practicarla como participación democrática, que es como el otro brazo de la demo cracia. La representación es necesaria, e igualmente la participación. Pero la participación sin organización, sin cierta institucionalización es espontaneísmo. Un movimiento puramente espontáneo, como el “acontecimiento” tal como lo describe Antonio Negri en Imperio5, de grandes manifestaciones de masas como en Seattle, Barcelona o Cancún, sin organización previa, sin poder prever su erupción, y sin poder establecer una continuidad en el tiempo, en la sobrevivencia diaria de las redes durante días, semanas, meses, años, se disuelven al poco tiem po. Es una política sin continuidad, que no puede afectar realmente a la historia. En su esencia es un llamado a volver al aislamiento anóni mo, solitario; al recuerdo de un gran momento cuya vivencia nos llena de añoranza, pero que no consiste en poder exigir y fiscalizar la repre sentación, que nos antecede y nos sucede en los procesos.
Evitar el retorno a la normalidad para impedir lo que ya vemos en Egipto. Las multitudes que deponen a Mubarak son, meses después, reprimidas violentamente por el ejército que ellos respetaron como los nuevos árbitros, sabiendo (o queriendo ignorar) que ellos estuvieron antes con A. Nasser, con Sadat y con el mismo Mubarak. ¡No hay que perder la memoria! Pero el espontaneísmo no tiene buena memoria, ni archivos, ni historia, sino que aconseja la irrupción intempestiva y la creatividad sin disciplina alguna para dejar lugar a la pura creativi dad. Creatividad ¡sí!, pero no caos puramente negativo, nihilista. Del puro caos originario no puede emerger el nuevo orden, sino del orden que se derrumba por la crisis que produce el caos creativo hacia el nuevo orden. No es el gusto del caos por el caos. Es la responsabilidad ante el desorden injusto que origina la crítica. El orden injusto exige el caos como origen de un nuevo orden más justo. No es la disidencia por la disidencia, sino la disidencia que surge contra el consenso do minador como fundamento de un futuro consenso legítimo mejor.
La participación necesita un tiempo de “¡Todo el poder a los soviets!”, a la Comuna, a la democracia directa de la comunidad de los rebeldes, de los indignados. Pero acto seguido es necesario comenzar a organizar (por qué no: ¡a institucionalizar!) la participación. Esta será, de paso, la gran revolución del siglo XXI. La democracia representativa es nece saria pero ambigua. Sin la participación organizada que le fija los fines y fiscaliza su acción de gobierno, se corrompe, cae en la impunidad, en la dictadura y en el monopolio político de los partidos. No por ellos se eliminarán los partidos y la representación. Ambos cumplen una fun ción necesaria, pero sin la regeneración y la vigilancia de la participa ción organizada se fetichizan, como acontece en el presente en todo el mundo. Es una burocracia pública fetichizada a las órdenes de la buro cracia privada transnacional (principalmente del capital financiero, sin patria, sin representación, sin regulación, el “imperio” que explota a los pueblos a través de sus propios estados).
No basta sólo con movimientos espontáneos, con movimientos sociales, populares o antisistémicos; es necesaria una participación política explícitamente definida en la esfera empírica. Que el pueblo pueda exigir el cumplimiento de sus necesidades en propuestas plani ficadas por la misma comunidad participativa, que pueda igualmente participar en la asignación del presupuesto, que pueda vigilar con auditorías las acciones de todos los órdenes de la representación, y que, por último, pueda revocar los mandatos de la representación, significa una real participación que ha dejado atrás el espontaneísmo ineficaz.
Las multitudes se levantan contra la fetichización de una aparen te democracia (la democracia liberal). Es necesario crear una demo cracia que no sea manca: la representación inevitable y la participación, esencia de la política. Son los dos momentos, aspectos, brazos de la democracia una, la única, la que no se ha practicado en toda la mo dernidad. El cansancio ante la mentira, la adulación, la corrupción de la pura representación sin quien la pueda “vigilar y castigar” (invirtiendo la consigna de Michel Foucault) debe dejar lugar a la demo cracia realista (representativa) y crítica (participativa).
La democracia sin representación es ilusoria. La democracia sin participación es fetichismo, burocratismo. La verdad del anarquismo es la participación, pero se vuelve moralismo idealista sin institucionalización en todos los niveles de los órdenes políticos (desde el barrio y la aldea, hasta la comuna, la municipalidad, el estado provincial, regional, federal o mundial). La verdad de la representación es el ejercicio delegado del poder del pueblo, pero se vuelve monopolio si no es nutrido y vigilado por la participación institucionalizada en todos los ámbitos indicados.
La revolución tecnológica, electrónica, cuyo manejo puede efec tuarse por la participación inmediata de todos los miembros singula res de la comunidad política, en tiempo real, acortando la distancia hasta un cara-a-cara virtual (que no deja de ser real), en forma de redes, viene a dar a la participación la posibilidad de una transforma ción material en el proceso de producción de las decisiones políticas. Aún más que la máquina a vapor, que fue subsumida en el proceso productivo del capital (al decir de Marx), y que transformó material y realmente dicho proceso de producción de mercancías en la econo mía; ahora, en la política, gracias la revolución tecnológica electró nica, se empieza a realizar una transformación participativa imposible de ser imaginada en el pasado (aun en el pasado reciente) del proce so de producción de las decisiones prácticas. La institucionalización de la participación, aumentada al infinito por la información y la convocación de las redes electrónicas, crea espanto entre la burocra cia representativa que ya comienza a criminalizar la libertad de comu nicación democrática y masiva de internet (y de Wikileaks, que es un apoyo importante de información que desconcierta al burocratismo secreto de la representación monopólica que da la espala y teme la participación popular).
¡Juventud del mundo, todos los ciudadanos de buena voluntad, los desocupados, humillados, explotados, excluidos... indígnense (como nos enseña Stéphane Hessel), pero acto seguido organícense partici pando políticamente para transformar real y empíricamente todas las instituciones políticas! ¡Es la hora de los pueblos! Es la revolución política que cubrirá todo el siglo XXI, y que ustedes, y muchos otros en otras regiones del mundo, la han comenzado ya.
1.1 Epílogo a la Carta a los indignados 6
¿Quién hubiera pensado que el movimiento iniciado por ustedes en Madrid se extendería por el Mediterráneo? En la plaza Sintagma de Atenas se levantaron otros “indignados”, pero aún más inesperados son los procesos que se han iniciado en el mismo Israel, en el parque de la Independencia, en Jerusalén frente al consulado de Estados Unidos. Y no es para menos, también en el oriente del mare nostrum de los romanos los pobres no aguantan más. A mí, nuevamente, me vienen a la conciencia muchos recuerdos de mi juventud.
En efecto, en julio de 1958 salí de Madrid (donde había terminado el primer año para defender mí doctorado en filosofía) con cien dóla res que mi padre me envió desde Mendoza (Argentina), para pasar un mes en un campo de trabajo en Alemania. En París decidí no ir a Alemania sino a Israel, quijotadas de un joven aventurero. En auto stop, comiendo poco y durmiendo hasta en la calle en mi saco de dormir, llegué hasta Nápoles, y en un barco turco, sin derecho a comer (porque se me habían terminado los cien dólares), llegué a Beirut, en el Líbano. De allí en auto stop a Siria, en plena guerra sirio libanesa. Desde Bab Tuma (Damasco) hasta Jordania. Llegué primero a la her mosa, antigua y mágica Jerusalén jordana y después pasé a Israel. Ten go todavía una medalla israelita en recuerdo del décimo aniversario de la fundación del estado de Israel. En Galilea, en Nazaret, conseguí trabajo de obrero de la construcción en un Shikun arab, y después de ganar algún dinero volví a España. Pero esto era sólo el comienzo. Terminando el doctorado en filosofía en 1959 volví a Israel, y trabajé de carpintero en la misma ciudad israelita, con palestinos, durante dos apasionantes años de convivencia con compañeros que a veces vivían como hace milenios, aun en cuevas algunos de ellos. ¿Cómo comparar con otros encuentros aquel de tomar un café turco sentado en el suelo con familias que me acogían con el corazón abierto de inmensa fraternidad, compartiendo todo lo que poseían en su inmen sa pobreza? Estos compañeros árabes de trabajo, muy cultos porque hablan hasta cuatro idiomas (árabe, francés, inglés y hebreo), simples jornaleros de la construcción, me enseñaron el oficio. Pensaba yo para mis adentros que en cualquier otro país serían ingenieros o empresarios, pero en Israel les tocó ser palestinos. Uno me confesaba: “Yo trabaja ba en un kibuts. El viernes era feriado para los musulmanes, pero no para mí que era cristiano; el sábado para los judíos, pero no para mí que era cristiano; el domingo trabajaba como todos los días, porque no me daban feriado por cristiano”. Estuvo así trabajando seguido, sin parar ningún día, durante siete años. Hubiera tenido muchos motivos para indignarse, pero era un pacífico palestino aldeano y obrero. Cuan do otros se rebelaron ya sabemos lo que les ha acontecido.
Pero ahora la cosa es distinta. El mismo profesor Efraím Davidi de Tel Aviv dice que se trata de “la mayor lucha social en la historia de Israel” organizada por israelitas, es evidente. Son nuevamente los jóvenes, y los empobrecidos, que claman: “Bibi7: estudiamos, trabaja mos, vamos al ejército y a las milicias, pero no podemos llegar a fin de mes”. No son los ninis, porque estudian y trabajan; no son los palesti nos que desde hace sesenta años se indignan (y ¡cómo sufren!); son los que en el ejército y la milicia reprimen a los pobres que ocupan esos territorios desde hace miles de años8; y sin embargo son ahora también pobres. Esos “indignados” israelitas han aprendido de los de la plaza del Sol a levantarse, rebelarse, pero la “principal diferencia con Madrid y Barcelona -escribe un periodista en un diario español- es que aquí (en Jerusalén) los manifestantes han acogido a los políti cos de la izquierda y no los han rechazado”. La diferencia, pienso yo, consiste en que la izquierda israelita lucha como Martin Buber por el diálogo con los árabes y no ha caído, como en Europa, en la posición social-demócrata-neoliberal (“cuadratura del círculo” hoy en boga en Europa). No es extraño que colonias israelitas ortodoxas de los terri torios “ocupados” (léase: “robados”) de Cisjordania asalten los cam pamentos de los indignados israelitas, así como que los soldados egipcios repriman ahora a los indignados egipcios.
Los jóvenes, los pobres, los “indignados” del Mediterráneo (pri mero musulmanes del norte de África, después cristianos del sur de Europa y ahora judíos del este de ese hermoso y contaminado mar) están dando signos de vida que alientan a todos los jóvenes, desocupados, pobres del mundo globalizado bajo el mismo poder neoliberal hegemonizado por el mismo capital financiero transnacional que también abruma a los pobres de Estados Unidos; capital financiero que, liderado políticamente por el partido republicano [de EEUU], exige cortar recursos para la educación, la salud y para todas las necesidades de los pobres sin aumentar el impuesto a los ricos, que poseen el capital que aumen ta su acumulación gracias a la crisis que él mismo provoca como me canismo para alcanzar mayor ganancia.
¡Jóvenes del Mediterráneo, son ustedes ejemplo de humanidad!
1.2 Epílogo II a la Carta a los indignados 9
Los acontecimientos se suceden y este texto terminado para la imprenta va creciendo al ritmo de la expansión mundial del movimiento de “los indignados”. De manera que habría que seguir escribiendo muchos epílogos, pero con éste [segundo] quiero significar la necesidad de no dejar de observar la expansión del descontento de la juventud crítica y sufriente, que convoca a muchos otros sectores sociales, que se acrecientan en la medida que la crisis del capital financiero arrasa con la vida económica y política, con sus efectos sociales, culturales y psicológicos letales.
En Chile, mucho antes y por otros motivos, luchan por una ense ñanza gratuita, pública y de excelencia, contra un gobierno conserva dor que ahorra en la cultura para cuidar a los bancos y a la burguesía, mientras miles de estudiantes, bajo el liderazgo de jóvenes surgidos de familias que sufrieron la dictadura de Augusto Pinochet, son otro tipo de “indignados” que merecen nuestra atención.
¿Pero quién se hubiera imaginado hace sólo unos meses que en el corazón del imperio surgiría el movimiento? En efecto, en julio un colectivo llamado Culture Jammers Adbusters había convocado a muchos junto a Wall Street. La idea fue creciendo hasta que se con cretó dos meses después. El 17 de septiembre del 2011, en la mayor metrópolis norteamericana, símbolo del american way of life, cuyo puerto alberga a la emblemática estatua de la Libertad, que todos los inmigrantes de la pobre Europa vislumbraban desde el mar al llegar como Josué a la “tierra prometida”, se ha organizado el movimiento Occupy Wall Street. Jóvenes estudiantes blancos, inesperadamente, en el inicio, se situaron frente a Wall Street (después se alejaron unos metros a la plaza de la Libertad [Liberty Plaza], cercana a la bolsa, ¿quizá en referencia a la plaza Tahrir [Liberación] de El Cairo?), pro testando por la “avaricia empresarial” y exclamando: “¡Venimos para quedarnos!”.
Bajo las lluvias torrenciales, sin carpas ni enseres de cocina como en el caso de los “indignados” de la plaza del Sol, los jóvenes (y muchos no tan jóvenes) comenzaron a acomodarse en sus sacos de dormir para constituir una creciente multitud. ¡El 15M se ha transformado en el 17S! A diferencia del Mediterráneo la policía neoyorquina produjo arrestos indiscriminados, injustificados, violentos en mayor número de 700 personas en una sola redada. Esto hubiera parado otros movi mientos tradicionales, pero ahora la situación es distinta. La voluntad de permanecer tiene mucha más fuerza, convicción, ira, ya que expre sa el querer de millones de desocupados, empobrecidos, humillados.
Grandes sindicatos de históricos eventos en favor de los obreros estadunidenses comienzan a solidarizarse con el movimiento. Inte lectuales como Noam Chomsky, Michael Moore, Susan Sarandon, Tim Robins, entre muchos, intensifican el interés de los medios de comunicación por el movimiento.
El movimiento insiste en que sólo uno por ciento de la población norteamericana concentra casi la mitad de la riqueza del país, 42%, y que el 58% restante queda en manos de pocos, ya que 80% tiene que consumir sólo 7% de los bienes producidos en su mayoría por los más pobres. Se ayuda a los bancos, “salvándolos” de sus estafas, con dinero del pago de los impuestos (eximiendo o no aumentado dicho pago a los más ricos), y negando fondos a la educación y beneficios sociales a los más necesitados. De la deuda del país, la más grande del globo, 90% de la población paga 73% de la misma, mientras que 1%, que son los multimillonarios, sólo contribuye con 5%. Semejante injusticia es la que clama al cielo y despierta conciencias hasta ahora adormecidas.
Parecería que todo esto es el comienzo de una toma de conciencia que muestra signos de ser efecto de la revolución tecnológica digital que pone en contacto a millones de jóvenes descontentos con la irresponsabilidad de los gobernantes, de los representantes corrompidos, de las burocracias privadas del capital financiero globalizado. Los miembros del Tea Party, de los republicanos y de muchos demócratas deberán enfrentar a sus bases en el próximo futuro, porque el empo brecimiento de la clase media se acelera.
Occupy Wall Street es una luz que deberá crecer con la juventud afroamericana, con la latina, con los sindicatos, con las mayorías po pulares empobrecidas que exigen grandes transformaciones en el co razón mismo del imperio.
2 Participación democrática y estado de rebelión10
La plaza del Sol de Madrid se llena de jóvenes y ciudadanos indigna dos; así como llenaban por mayores motivos la plaza Tahrir (de la Liberación) en El Cairo; y el 21 de diciembre de 2001 la plaza de Mayo en Buenos Aires para derrotar al gobierno de Fernando de la Rúa y su estado de excepción. Hemos indicado anteriormente que estos movimientos nos recuerdan un hecho fundamental en la vida política de los pueblos: el estado de rebelión: la Comuna de participación directa en primera persona plural: nosotros. Recuerda al Estado que no es principalmente un gobierno representativo, sino una comunidad participativa. Marx propuso esa experiencia límite de la Comuna como un postulado político (aquello que es pensable lógica mente o por un cierto tiempo, pero imposible en el largo plazo). Hoy, sin embargo, es políticamente posible.
Los jóvenes de la plaza del Sol discuten si permanecerán más tiem po en ella. Ellos querrían permanecer para siempre ahí (como enuncia el postulado), pero si son realistas deberán volver a sus tareas cotidia nas, y no podrán evitar a la representación frecuentemente corrupta y sin posible control por parte de la organización de la participación. ¡Volverá a gobernar representativamente! Aquel: “¡Que se vayan to dos!”, enuncia el postulado, la idea regulativa, pero no es factible.
Factibilidad y gobernabilidad no están contra los ideales, los postulados, pero marcan sus límites.
Es decir, es imposible permanecer siempre en la plaza. ¿Hace esto imposible una participación diaria, cotidiana, organizada, eficaz del pueblo? ¿Cómo puede alcanzarse la práctica permanente de una par ticipación auténtica? ¿Es para ello necesario negar la representación (que se va corrompiendo en todos los países actualmente) e intentar una participación directa imposible? El aparente dilema se disuelve al comprender que es necesario organizar la participación desde la base (como en los ejemplares “caracoles” zapatistas o en la legislación ve nezolana promulgada el 21 de diciembre de 2010 sobre “Leyes del Poder Popular”) en las asambleas de la comunidad o las comunas, con la representación respectiva (el “concejo comunal”, por ejemplo en Venezuela). Pero después, hay que ascender a un segundo nivel organizativo de la participación en la comuna, representada en el “con sejo ejecutivo”; para sólo en un tercer nivel llegar participativamente a la asamblea conjunta de las comunas (en el nivel municipal), con la representación en el “parlamento comunal” o municipal. Es decir, des de abajo hacia arriba, desde la base hasta el municipio, estado provin cial o estado federal, se van organizando, de manera muy diversa, las dos instancias de la democracia: la participación y la representación. El liberalismo burgués sólo institucionalizó la unilateral democracia re presentativa, hoy en crisis. No hay sin embargo que eliminar la repre sentación. Hay que darle contenido y controlarla con la organización de la participación en todos los niveles. Esto último nunca se ha prac ticado (ni siquiera ideado, en cuanto articulado con la representación). Es la revolución política del siglo XXI.
Es decir, las masas inconformes y rebeldes que pueblan las plazas no han imaginado todavía cómo permanecer en la participación facti ble, organizada, institucionalizada, cotidiana, eficaz. No es ciertamen te gracias a una asamblea directa permanente.
No serán ya los partidos políticos, necesarios en la representación, los que organicen la participación. Ahora son los movimientos antisistémicos, las instituciones de la sociedad civil (como sindicatos, grupos de vecinos, tercera edad, niños de la calle, pueblos originarios, femi nistas, etc.), que con las redes electrónicas (los nuevos medios de producción de las decisiones políticas se transforman en instrumentos revolucionarios en manos del pueblo mismo), los que convocan mul titudes a las plazas del mundo. Pero esta revolución de participación no sólo necesita organización, institucionalización (constitucional y legal como en Venezuela)11, además de estrategia y táctica cotidianas, sino que también necesita una teoría para dar contenido político al movimiento, y la aparición de un cierto liderazgo orgánico (como enseñaba Gramsci), sin las cuales condiciones se cae inevitablemen te en un espontaneísmo ahora sí populista (y es el peligro inminente de todas esas muchedumbres indignadas justamente).
Queremos indicar entonces que la humanidad, las grandes masas de los países periféricos y centrales, comienza a tomar conciencia de que la democracia representativa (no la democracia sin más) y los or ganismos internacionales (en especial del capital financiero) no son dignos de confianza por el alto grado de corrupción de sus burocracias (como lo manifiesta el Fondo Monetario Internacional -FMl-) y por su opción capitalista. Ante ellos se levanta un pueblo en estado de rebe lión (que dejan al estado de derecho y al estado de excepción en el aire, al menos en Egipto o en el ejemplo argentino), que convoca a la imaginación para organizar una nueva estructura participativa del es tado que exija, con planificación mínima pero estratégica, el cumpli miento de las necesidades del pueblo a las instituciones representativas, y que las controle eficazmente. Es la organización participativa del pueblo la que debe “vigilar y castigar” (no disolver) la representación. A la representación le corresponde aquello de “mandar obedeciendo”; no a la participación, que “manda mandando”.
3 El panóptico y la democracia participativa12
Michel Foucault en su obra Vigilar y castigar describe las técnicas con las que el estado moderno europeo disciplina los cuerpos de los ciudadanos, con mecanismos de información que él denomina un panóp tico, que como un servicio de inteligencia situado en todos los intersticios del poder político observa y castiga a los ciudadanos. Dicho panóptico se ejerce de arriba hacia abajo, del estado y la representación política hacia la comunidad política o el pueblo. La inquisición en el estado moderno español del siglo XVI fue ya un aparato ideológico del estado que cumplía esa función.
Me quiero referir a un tema novedoso en la historia mundial; un acontecimiento, diría Alain Badiou, que tiñe desde ahora en adelan te el proceso político de las decisiones públicas de las burocracias de los gobiernos de las democracias representativas, especialmente en los estados que han organizado su dominación en el planeta para cumplir sus intereses metropolitanos (como Estados Unidos, los países europeos, Japón y algunos más). Se trata del hecho de poner a disposición del ciudadano cotidiano millares de documentos que expresan juicios se cretos habituales en las comunicaciones de las burocracias de estos estados dominantes, que fundamentan decisiones políticas que afectan a millones de seres humanos de países dependientes o neocoloniales. Ese secretismo cobijado bajo la razón de estado (por encima del tan publicitado estado de derecho) define la estrategia política como un quehacer cínico que exige ocultar ciertas verdades a la propia comu nidad política, o el pueblo, y mucho más a aquellos pueblos que sufri rán dichas decisiones políticas. Esto supone un juicio de profundo desprecio por el propio pueblo, y los pueblos extraños, como no aptos para entender dichas razones a favor del estado que los gobierna y representa. La llamada democracia representativa se arroga así todo el poder, cayendo en un fetichismo político que desvirtúa la política como tal, e igualmente a la democracia que les sirve como punta de lanza en su cruzada guerrera en el mundo.
La democracia representativa es necesaria y conveniente, porque responde a un principio de realismo político. No es posible gobernar en una asamblea permanente de millones de ciudadanos. Pero de ahí a la aceptación, y a la no institucionalización de la -con mayor razón, y también necesaria y sustantiva- democracia participativa, hay mucha distancia.
El acontecimiento de la puesta a disposición por los medios electró nicos de millares de documentos que nunca debieron ser secretos (ya que los ciudadanos tienen derecho a conocer las razones que fundamentan las tomas de decisiones del gobierno representativo, y más cuando por la corrupción benefician sólo a ciertas oligarquías que proliferan a la sombra del poder) para poder ser leídos por millones de lectores anónimos, pero que constituyen las comunidades políticas o los pueblos del planeta, es un hecho que cambia la naturaleza de la participación. Es la expresión de un panóptico ahora justo, legítimo, sustantivo de abajo hacia arriba, que permite cumplir con su condición la función esencial de la demo cracia participativa (articulada y no negación de la democracia repre sentativa). La democracia participativa es el sistema de legitimación por el que el pueblo cumple la función, entre otras, fiscalizadora con respec to a la burocracia del gobierno en su momento democrático representa tivo. Si la representación se está corrompiendo en todos los países en este momento; si los gobiernos vegetan en la impunidad, es porque el pueblo no tiene instituciones participativas de fiscalización. Fiscalizar es poder juzgar y condenar y castigar (por ejemplo con la revocación del man dato en casos extremos) a los que cumplen cargos o encargos represen tativos. Los representantes constituyen mafias fetichizadas que no rinden cuentas sino a sí mismos, y por eso se corrompen en la impunidad.
Y bien, poner ante la consideración pública documentos que nun ca debieron ser secretos, la verdad revelada de las ficciones, mentiras, juicios parciales injustos, etc., permite cumplir con una condición de esa función fiscalizadora de democracia participativa. El gobierno (los burócratas de la representación fetichizada) estadounidense se escan daliza de que informes secretos se coloquen a la luz pública. Es más, dispone que dicha burocracia no debe acceder a dichos fondos documentales, con lo que se vuelven ciegos ante revelaciones que un ciu dadano común de otro país podrá tener en cuenta. Es decir, torpemente tornan al gobierno (o al menos a los niveles inferiores de la representación) en simples títeres de la élite dominante, que será la única (ya que por supuesto se intenta impedir al propio pueblo dicho conocimiento) que tendrá el pleno manejo estratégico de un pueblo ciego y servil, el mismo pueblo estadounidense.
Es tarea imposible enceguecer a un pueblo que comienza a conocer la verdad por medio de una revolución tecnológica en la política, aná loga a lo que fue la máquina a vapor para la revolución industrial en el proceso de producción fabril. Los medios electrónicos son el instru mento tecnológico que transforma, subsumiéndolo materialmente, el proceso de toma de conocimiento y de decisión política en este siglo XXI. Millones de ciudadanos pueden conocer por dentro la trama del poder corrupto representativo de las grandes potencias, y eso les per mitirá cumplir la función fiscalizadora de la democracia participativa, que es la gran revolución política en curso en el siglo XXI.
Aclamemos entonces a los nuevos héroes, y hasta mártires, de la libertad de expresión y prensa, de la libertad del conocimiento de los materiales necesarios para tomar decisiones políticas, que se objeti varán posteriormente en una mayor madurez en la elección de repre sentantes y en la fiscalización permanente de su accionar, que pueda y deba ser castigado.
Se trata entonces del comienzo del despliegue de un sistema panóp tico, de abajo hacia arriba, esencial para la democracia participativa, a escala mundial, y contando con los medios tecnológicos de punta, que permitirán la superación de la crisis de la representación por la pérdida de los gobiernos fetichizados del monopolio de la información. Es un auténtico Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) en manos del pueblo y puesto a disposición de todos por medio de las redes elec trónicas. ¡Ciudadanos del mundo, infórmense, para derrotar el secretismo cínico y manipulador de la representación política corrupta!
4 ¿Y cuándo todo se corrompe?13
Los últimos acontecimientos, con testimonios de los actores políticos del más alto nivel, nos muestran, sean cuales fueren las explicaciones o excusas de los que denuncian y los denunciados, todos sin excepción, actos que expresan una enorme corrupción política que deja a la sociedad civil desconcertada y con una pregunta en los labios: ¿No tendrán razón aquellos que en manifestaciones multitudinarias ex clamaron?: “¡Qué se vayan todos!” O como lo expresaba el gran poe ta político Eduardo Galeano recientemente: “¿Es justa la justicia? ¿Está parada sobre sus pies la justicia del mundo al revés” (2009, 38). ¿Es posible que un país resista tanta co rrupción de su clase política como para sobrevivir? ¿No han acaso desaparecido sociedades en la historia que no pudieron alcanzar al menos cierta conciencia crítica para poder evitar la dirección de su caminar que los llevaba al precipicio? ¿Cuáles podrían ser las moti vaciones que habría que despertar para impedir que el sonámbulo se destroce?
Pienso que para comenzar por el inicio, habría que preguntarse cuándo se origina la corrupción política, ya que pareciera que no se tiene conciencia del huevo donde nace esa serpiente venenosa que termina por comerse a sí misma. ¿Qué es la corrupción política? ¿Dón de nace? ¿Cuáles son sus primeros pasos? La respuesta por ser simple (aunque no superficial) hará reír a carcajadas al cínico corrupto desde su pedestal, al realista político sin principios y sin escrúpulos.
Como indica el poeta [Juan Luis Goytisolo], la “justicia” está parada sobre su cabeza porque el mundo está “al revés”. De una manera muy precisa usa una metáfora para indicar un hecho fundamental: hay cierta inversión después de la cual todo queda “patas arriba” -expresándolo en len guaje cotidiano-. Esta inversión es un fenómeno cognitivo que se denomina “fetichismo” (en referencia a dioses hechos por las manos de los hombres a los cuales después se les rinde culto como si fueran efectivamente divinos: se trata de una inversión en la que, por un espejismo, aparecen como dioses meros objetos vulgares).
Y bien, la corrupción comienza por una inversión, por un fetichis mo que oculta el fenómeno al que invierte el mundo en su provecho, pero permanece igualmente invisible a las víctimas de la inversión. Pasa por ser “justicia” la justicia de un “mundo al revés”. ¿Qué se in vierte, quién se aprovecha de la inversión y quién la sufre?
La comunidad política, y en última instancia el pueblo, la totalidad de la población histórica que habita un territorio dentro de cuyo ho rizonte se han organizado instituciones políticas, es la única sede del poder político, de la soberanía14. Digo la única instancia, es decir, la exclu siva. Todas las instituciones15 son sólo el lugar del ejercicio delegado de dicho poder político del pueblo. El estado no es soberano; el sobe rano es el pueblo que otorga soberanía a las instituciones políticas que ha constituido para su servicio.
Si el que ejerce el poder participativo tiene presente que ocupan do la sede de alguna institución (sea, por ejemplo, el poder ejecutivo, el legislativo, el judicial o el poder ciudadano -el cuarto poder de la constitución bolivariana de Venezuela-) lo hace en nombre del pueblo, en aquello de que “los que mandan, mandan obedeciendo” (y que Evo Morales plasmó bajo la fórmula del “poder obediencial”), dicho ejercicio del poder no es dominación sino servicio, y el político en cuestión ejerce un acto de justicia en un mundo sobre sus pies.
El mundo se pone “al revés” (es decir, se invierte) cuando el que ejerce el poder representativo olvida que está para el servicio del pueblo, y se desliza el contenido semántico de la sede del poder: desde la comunidad política o el pueblo el poder pareciera ahora tener a la institución como su sede (el estado se declara soberano, aun con respecto a su propio pueblo). Es cuando, por ejemplo, un presidente cree que tiene el “monopolio del poder”, o que el legislador piensa que es la fuente creadora “de la ley” (cuando ese poder legislativo le ha sido otorgado por el pueblo). En ese momento se corta la comunicación con la fuente, con el origen, con el fundamento del poder político que es la comunidad política o el pueblo, y éste deja de alimentar, regene rar, dar potencia a la institución y al que ejerce la función institucio nal. El funcionario, el político de mero representante pone ahora su voluntad como el fundamento del ejercicio del poder. Dicho político (y la respectiva institución) se ha fetichizado, se ha invertido, está “al revés”.
Desde ese momento todo ejercicio del poder por parte del político se ha corrompido. La corrupción originaria consiste en esta simple inversión: el pueblo deja de ser la sede del poder; la institución, que es una mediación al servicio del pueblo, se pone ahora como la sede del poder mismo, y coloca al pueblo como obediente (es la definición de Max Weber de poder político)16. Desde este momento la "justicia" del "mundo al revés" es injusta. El poeta pregunta: “¿Es justa [esta] justicia?” Respondemos: en el mundo corrupto la justicia del sistema es injusta. Miguel Hidalgo no cumplió con la justicia de la Recopila ción de las Leyes de Indias que ordenaba a los colonos de la Nueva España obedecer al rey. Hidalgo consideró esa justicia injusta y no cumplió esas leyes ilegítimas para los patriotas. Pudo haber dicho: “¡Que se vayan todos!” (virrey, oidores, etc.), al menos luchó y murió para que eso aconteciera. Tampoco Emiliano Zapata aceptó las leyes que pretendían robar las tierras a las comunidades.
Como nos enseñaba el film La ley de herodes, el presidente muni cipal se corrompió el día en que aprendió a usar la violencia (el revól ver) para hacer cumplir la constitución (que en verdad era sólo, en su cinismo, su propia voluntad fetichizada, corrupta, última referencia del ejercicio de su poder). Se entiende entonces aquello de que “los que mandan, mandan mandando”. Y así comienzan a ocultar sus intenciones, a mentir sistemáticamente al pueblo a través de la mediocracia (televisiva, radial, etc.); a robar ellos, sus familiares y sus cómplices; a asesinar en casos extremos; es decir, a compartir con otros su propia corrupción, que se expande como el virus de las epidemias y se hace sistema, cultura política, donde todos están podridos, hasta ciertos sectores de los partidos de izquierda que nunca han atendido el clamor del soberano: el pueblo (que Antonio Gramsci definía como “el bloque social de los oprimidos”).
La corrupción corroe el sistema hasta los huesos; es enfermedad gravísima, exige una terapia urgente y profunda, pero: ¿qué hacer? -se preguntaría Lenin-, ¿en quién confiar? -¿no sería caer en liderazgos nuevamente?-, ¿por dónde comenzar?
En un discurso famoso Fidel Castro exclamó: “¡Cuándo el pueblo crea en el pueblo!” En eso consiste la conciencia crítica como con senso de las mayorías, de los oprimidos, de los excluidos. Los nuevos movimientos sociales antisistémicos, los ciudadanos de buena volun tad, los sindicalistas que se oponen a los charros, las feministas, los pueblos originarios que nos recuerdan una política nueva, en fin, la población que no ha dejado de luchar por la vida... y por rescatar a la patria de los corruptos, deberían comprometerse para poner el “mun do sobre sus pies”, en participar en la política obediencial de los que todavía tienen esperanza (como la definía Ernst Bloch).
5 Estado de derecho, estado de excepción, estado de rebelión17
Se habla mucho del “estado de derecho”. En efecto, un régimen po lítico sin “estado de derecho” volvería al estado de barbarie. Desde los códices mesopotámicos, confeccionados hace más de cuarenta siglos, los conflictos entre los miembros de un sistema político se han resuelto por intermedio de los jueces, y no con el “ojo por ojo, diente por diente” o mediante linchamientos. Si se tiene un sistema de de recho que goce de legitimidad, un cuerpo de jueces justos, puede acep tarse que las instituciones políticas acordadas tengan derecho al monopolio de la coacción. En México, prácticamente no ha existido un “estado de derecho” hasta el presente que goce de legitimidad suficiente; en la época colonial porque lo ejercían unilateralmente los españoles, durante el siglo XIX por la inestabilidad reinante y después de la revolución por el corporativismo, que puede fácilmente decla rar inocente al rico o al que tiene “relaciones” y deja que se pudra en la cárcel un indígena que ha robado un pollo. Hemos visto banqueros que se apropiaron de miles de millones y no fueron inculpados.
Carl Schmitt, crítico del sistema liberal muestra, y con razón, que el “estado de derecho”, fundado en instituciones políticas vigentes, no es razón última de la política. Para ello echa mano de un ejemplo: el “estado de excepción”. La dictadura romana era una institución que en situaciones muy graves (el ataque por ejemplo de Cartago) nom braba aún ciudadano para defender a la patria, decretando el suspen so de todas las instituciones normales para unificar el mando en las manos del dictador. Una vez terminada la crisis, el dictador renun ciaba y la normalidad retornaba a sus cauces. Giorgio Agamben ha estudiado con originalidad esta figura política. Con ello Schmitt mos traba que detrás del estado de derecho había una voluntad política que podía instaurar la anulación temporaria de tal estado. De la mis ma manera Fernando de la Rúa en Argentina, en diciembre de 2001, decretó un “estado de excepción” para paralizar los movimientos populares.
Pero aconteció que el pueblo argentino, en vez de acatar dicha decisión presidencial, salió a las calles en lo que pudiéramos llamar “estado de rebelión”. No sólo dejó sin efecto el “estado de derecho” y el “estado de excepción”, sino que destituyó de hecho al mismo presidente, que fue reemplazado días después. La pregunta es: ¿Qué sentido tiene ese “Estado de rebelión”? ¿Qué sentido tiene que la multitud exclamara: “¡Que se vayan todos!”, sabiendo que los buró cratas políticos, aunque estén corrompidos, son necesarios e inevita bles? ¿Nos está enseñando esta situación límite algo? Creo que sí, e intentaré pensar el tema.
La premisa enuncia que todo poder político reside exclusivamente en la comunidad política, en el pueblo -tesis dos de Dussel en Veinte tesis de política-. La comunidad política, el pueblo, es la primera y última instancia del poder. Pero la comunidad política o el pueblo debe darse instituciones sin las cuales no puede operar. Toda institución es el lugar del ejercicio delegado del poder del pueblo. Cuando la ins titución política -presidencia, congreso, jueces, burocracia estatal, policías, etc. - se arroga ser sede del poder, hemos caído en algún tipo de fetichismo del poder, de corrupción, de injusticia. La estructura total del estado no es soberana: el único soberano es la comunidad política o el pueblo.
Incluso Francisco Suárez, aquel jesuita profesor de Salamanca y Coimbra a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, quien conside raba la democracia como un sistema natural (preinstitucional), tenía claro que la entrega del poder delegadamente a la autoridad (y al mismo rey, previo contrato revocable) no era total, sino que se recu peraba el poder cuando la autoridad hacía mal uso del mismo. Hasta Tomás de Aquino admite el tiranicidio (asesinato del tirano), cuan do se ha tornado un peligro para el pueblo que lo había elegido. La elección, como instrumento secundario de la democracia (ya que la democracia es mucho más que una mera elección de una autoridad una vez cada varios años, y en su esencia es un principio normativo y no un mecanismo electoral), es perfectamente revocable en toda la tradición del derecho.
Hay políticos que, según su conveniencia, decretan la sacralidad de una elección política de un representante en el ejercicio delegado del poder en una institución que, por otra parte, la fetichiza igualmen te al olvidar que puede ser transformada o eliminada por la misma comunidad política o el pueblo que la creó en el pasado. La instancia última es la voluntad del pueblo y no una elección (una persona) o una institución (creada para el servicio del mismo pueblo). Esa voluntad, cuando tiene convicción subjetiva de haber podido decidir algo con participación igualitaria, otorga legitimidad a la institución y al ele gido para ejercer delegadamente la función acordada. Por eso la elección de 1988 no fue legítima, y al no haberse contado los votos ante la duda, esa duda planeará sobre la de 2006, siempre ante la conciencia de los ciudadanos exigentes. Pero ese mismo pueblo, que sufre injusticias económicas y humillaciones políticas de tantas instituciones (por ejemplo, de jueces que se asignan a sí mismos bonos millonarios, que por sentido común es una injusticia a la vista de todos, aunque no sea ilegal, porque las leyes pueden ser injustas; o de un gobernante que se la pasa haciendo propaganda de pretendidos actos de gobierno como si fuera publicidad de Coca-Cola, en vez de gastar ese dinero en cosas útiles) o un gobernante electo (que manda asesinar a miembros de su propio pueblo), ese mismo pueblo tiene todo el derecho de recordar a los que ejercen delegadamente el poder en las instituciones quién es la última instancia del poder, y de gritar: “¡Que se vayan todos!”.
Ese grito expresa una contradicción: por una parte:
A Deberían irse todos, pero, de todas maneras.
B Necesitaremos otros que, al no darse las condiciones necesarias, repetirán las injusticias pasadas.
Así, el significado es otro: “¡No olviden que es la comunidad, el pueblo, la última instancia del poder!”, y por eso tenemos el derecho a deponer los. Ese hacerse presente en las calles, como en Oaxaca, es lo que denominamos “estado de rebelión”. El pueblo muestra su rostro su friente, hambriento, humillado y declara ser la sede última del poder. Las instituciones corrompidas, los gobiernos ilegítimos corren a cubrir ese rostro con las máscaras de orden, en nombre del “estado de dere cho”, olvidando que hace tiempo que el tal estado ha sido negado por los que dicen defenderlo.
En América Latina, y muy especialmente en México, un fantasma recorre el continente: son los pueblos, los pobres, los marginados, los humillados durante siglos los que se van poniendo de pie en un “es tado de rebelión” que manifiesta un proceso profundo de movimien tos sociales que nos depararán grandes sorpresas. Los que piensan detenerlos con represión, policías, contrainsurgencia sin preguntarse por las causas profundas les pasará lo que está sufriendo George W. Bush, que atacó al terrorismo militarmente en Irak y le ha “estallado el petardo en la mano”. En vez de ir a las causas de las injusticias qui so asesinar a los que se resistían, surgiendo muchos miles en su lugar y con mayor fuerza.
6 ¿Estado de rebelión?18
Carl Schmitt, para criticar el vaciamiento de la política por parte de la concepción liberal, toma como ejemplo el “estado de excepción”. Como para los liberales lo político se circunscribe, en última instancia, a la protección de los derechos individuales y de la propiedad privada, desde una comprensión un tanto legalista de la esfera pública, que establece un “estado de derecho” en una democracia formal, en cuanto debe recurrirse a las leyes y a los jueces para negociar todo tipo de solución a los conflictos que se produzcan, el pensador germano propone -como ejemplo didáctico- la dificultad que presenta el “estado de excepción” para la posición liberal. Es decir, en el “estado de excepción” deja de tener vigencia el sistema del derecho desde una voluntad que decreta su puesta entre paréntesis, para que el investido de un tal poder pueda tomar las decisiones necesarias. La autoridad o voluntad que puede efectuar este cese momentáneo del “estado de derecho” es anterior, ontológicamente, al mismo cuerpo del derecho y al “estado de derecho”. Esa voluntad, por último, es la de un líder, que se refiere a la voluntad de un pueblo que puede expresar su con sentimiento por un acto de aclamación. Dejando de lado la ventaja de mostrar el momento anterior al sistema del derecho, y la desventa ja de caer en un irracionalismo en cuanto a la fundamentación de tal voluntad que queda fuera de toda institucionalidad democrática, que rríamos indicar que el ejemplo de Schmitt nos permite continuar su reflexión hacia un horizonte más fundamental.
Giorgio Agamben, en Estado de excepción (2001), muestra que, en efecto, en el derecho romano se denominaba auctoritas aquella función política que podía dejar a la potestas (el poder institucionalizado) sin efecto. El nombrado por esa autoridad era el dictador, era una función política que sustituía el ejercicio de todos los poderes instituidos, pero que, una vez cumplida su función de emer gencia, renunciaba para dejar que las instituciones legales retomaran su función legítima. Con el tiempo esa función de la autoridad la cumplió el emperador (por ello Augusto tomó tal nombre: era el actor -de donde viene agere, el que obra con autoridad- y otorga el poder).
En América Latina observamos en la actualidad que de pronto una cierta autoridad puede poner en cuestión al mismo poder ejecutivo que por su parte es el que puede decretar el “estado de excepción”. El presidente argentino Fernando de la Rúa declaró en 2001 el “estado de excepción”, para controlar las manifestaciones populares que habían invadido la ciudad de Buenos Aires, y casi todas las restante de la re pública. Ante este hecho, en vez de respetar dicho “estado de excep ción”, las multitudes descontentas se lanzaron en gigantescas oleadas a las calles y obligaron a dejar sin efecto al “estado de excepción”. Es más destituyeron al presidente. Con la aclamación: “¡Qué se vayan todos!”, se obligaron a la elección de un nuevo presidente. Lo mismo aconteció en Ecuador y en Bolivia. El mismo pueblo invistió nuevamente del poder en Caracas a Hugo Chávez, cuando éste había prácticamente renunciado a la presidencia ante el golpe de estado que lo tenía prisionero. Estas rebeliones populares, cuyos antecedentes se encuentran en Castilla antes de la conquista, que fueron frecuentes en la época colonial y posteriormente en América Latina, y en el que consistió el proceso emancipatorio en torno al año 1810, de “cabildos abiertos”, de criollos contra los virreyes y otras autoridades españolas, nos hablan de un hecho político mayor que puede hacernos descubrir un aspecto muy actual de la política. Por debajo, y como un momento más fundamental de la voluntad que puede declarar el “estado de excepción”, se encuentra otra voluntad más originaria.
Llamaré, como anterior y por debajo del “estado de excepción”, “estado de rebelión” a la presencia real pública, y como última instancia del poder político, de la voluntad de un pueblo aunada por un consenso democrático que constituye la potentia. La potencia es el poder mismo de la comunidad política o pueblo, desde abajo, que crea instituciones que en heterogénea estructura de funciones ejerce delegadamente ese poder primero del pueblo, y que constituye a la sociedad civil y al estado (la potestas, que es la institucionalización de los que mandan). En el “estado de rebelión” la comunidad política o pueblo recuerda a las instituciones políticas (que pueden fetichizarse, burocratizarse, alejarse de los representados, atribuirse soberanía, autoridad, etc.) que la potentia (o poder originario del pueblo) funda la potestas (el ejercicio delegado del poder, entre otras instituciones al mismo estado), y que si no cumplen su mandato (es decir “mandar obedeciendo” a la potentia), porque pretenden dominar al mismo pueblo como autoridad (es decir, “que mandan mandando” como potestas fetichizada), deben ser destituidos: “deben irse” -eso expresa en realidad, como exclamación retórica excesiva: “¡Qué se vayan todos!”.
El 24 de abril de 2005 la comunidad política o el pueblo salió a las calles de la ciudad de México y en otros lugares del país, para expresar al estado (“los que mandan mandando” que para nada “obedecen” -“obedecer” viene de “escuchar al que se tiene delante”: ob-audire- a su pueblo, que no “escuchan el clamor de los de abajo”, que “no leen los diarios”: ¡autismo del poder autoritario!) que simplemente “se presentaba”, que “mostraba su rostro” en silencio. Era un “estado de presencia” (que podía augurar un “estado de rebelión” si se terminaba la paciencia). Los que ejercen delegadamente el poder escucharon esta vez la voz callada, que rugía murmurante como el magma antes de la explosión del volcán. En Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela muchos no escucharon ese murmullo atronador que expresa que el poder político lo construye desde abajo el pueblo en una larga escuela de sufrimiento. El poder del pueblo (la potentia, diría Spinoza) funda el poder ejercido por delegación institucional (la potestas).
Carl Schmitt y Giorgio Agamben quieren superar el vaciamiento político liberal recordándonos la voluntad como “decisión” del que tiene autoridad -pero se refieren al Führer o a la auctoritas del senado-; es todavía la potestas como institución delegada. Quiero indicar algo más fundamental. Esa autoridad hay que situarla, así como la soberanía y el poder originario, en el pueblo mismo, más abajo, más fundamentalmente, en un lugar ontológico primero. El “estado de rebelión” es un ejemplo concreto, cada vez más frecuente, de maduración del pueblo latinoamericano ante el latrocinio de las políticas neoliberales privatizadoras todavía en curso, que responde a la pregunta de ¿dónde se encuentra la última instancia de la política?
Los políticos están sólo habituados a las negociaciones de los conflictos en la cúpula burocrática del estado, sus instituciones, los partidos, etc. (la potestas). Sólo usan la propaganda de la mediocracia como instrumento, con la pretensión de manipular al pueblo. No saben que es necesario regenerar el poder político en la fuente de la potentia del pueblo mismo: “la gente”. “¡Están colgados de la brocha!” (de las instituciones que ejercen el poder delegadamente). Para expresar realmente la voluntad de un pueblo unido en el consenso democrático, de participación simétrica por razones (y no por violencias de todo tipo), es necesario conectarse a ese poder desde abajo que se expresa en el “Estado de rebelión”, por cierto poco frecuente, pero que nos recuerda el orden de las prioridades en política.