Una primera virtud de este libro es que integra, en sólo 232 páginas, información concisa, selecta y confiable sobre un fenómeno abigarrado y contradictorio, fácil de observar, incluso palpar, pero muy difícil de documentar con rigor: el subdesarrollo económico y social de Chiapas. Lo que es todavía más valioso, aparte de describir el problema, el libro explica cómo se originó y, sobre todo, cómo se mantiene ese “estancamiento secular”. Es un libro útil, por lo tanto, no sólo para quienes desean conocer algo sobre Chiapas, sino también para especialistas en ese estado mexicano y, más ampliamente, para personas interesadas en el estudio del desarrollo y subdesarrollo socioeconómico.
Unos cuantos datos bastan para mostrar la profundidad y extensión del subdesarrollo chiapaneco, tal como es descrito y analizado en el libro. El producto interno bruto (PIB) por persona en Chiapas es el más bajo entre los estados mexicanos y equivale a tan sólo la tercera parte del promedio nacional. Pero aparte de ser bajo, el PIB per cápita chiapaneco tiene otra peculiaridad, tal vez más significativa: su valor actual es igual al de mediados de la década de 1970. Medido por ese indicador, el bienestar socioeconómico chiapaneco lleva medio siglo perdido. Varios otros indicadores cruciales confirman ese marasmo. Igual que hace 50 años, Chiapas es el estado mexicano con el mayor porcentaje de analfabetas, de adultos sin educación primaria completa, de población ocupada que gana dos salarios mínimos o menos, etcétera. Muchas de estas carencias se sintetizan en la pobreza: en 2020, 75.5 por ciento de los chiapanecos eran pobres, muy arriba del promedio nacional (44 por ciento).
Estos y varios otros indicadores analizados en el libro confirman que la precariedad socioeconómica de Chiapas no es un problema temporal o pasajero, un mal momento en el ciclo económico o un paso difícil en el camino al desarrollo. Para explicarlo, no son suficientes las teorías tradicionales sobre el crecimiento, el desarrollo y los ciclos económicos. Ante esa insuficiencia teórica, los autores recurren a la idea de estructura, tal como la concibe el gran historiador Fernand Braudel: una “permanencia secular”, una continuidad por debajo de los eventos y las coyunturas.
Planteado así, el subdesarrollo chiapaneco tiene que ser explicado históricamente. Pero esa opción implica varios riesgos, como la tentación de remontarse a un pasado cada vez más remoto, o postular un patrón histórico gobernado por misteriosas fuerzas impersonales, o alguna otra variante del fatalismo histórico. En vez de eso, el libro se propone algo más manejable y analíticamente útil: identificar las coyunturas críticas, los momentos de la historia nacional en los que se tomaron las decisiones que habrían de meter a Chiapas en el “laberinto” del subdesarrollo y mantenerlo ahí por generaciones enteras.
Los autores destacan cuatro momentos de ese tipo. El primero ocurrió a finales del siglo XIX, cuando el gobierno de Porfirio Díaz, más preocupado por incrementar la producción total que por promover el desarrollo integral del país, decidió concentrar sus esfuerzos en ciertas regiones y estados en los que el “despegue” económico parecía más fácil o más prometedor en el corto plazo, sin preocuparse mucho por el resto del país. Décadas más tarde, por razones similares, el gobierno postrevolucionario habría de reforzar esa decisión, excluyendo a varios estados, de los que Chiapas fue un caso extremo, de sus dos políticas desarrollistas más importantes: la reforma agraria y la industrialización para sustituir importaciones. Finalmente, cuando el gobierno nacional decidió invertir seriamente en Chiapas, lo hizo construyendo pozos petroleros y presas hidroeléctricas. El resultado fue la creación de enclaves, muy redituables para el gobierno federal, pero con funestas consecuencias para la ecología y muy poco impacto en la economía local.
Estas decisiones marcaron una trayectoria de la que, mientras más se avanza, más difícil es salirse. La élite política, las empresas económicas y la sociedad en general, o se adaptan a esta trayectoria y tratan de sacar el mayor provecho de ella, o actúan de tal modo que, incluso cuando quieren cambiarla, terminan reforzándola. En lo que tal vez sea una de sus más valiosas aportaciones, el libro analiza varias de estas paradojas del subdesarrollo que se alimenta a sí mismo.
Un ejemplo es la baja productividad del trabajo. Los trabajadores chiapanecos, escasamente capacitados para las actividades económicas modernas, son poco productivos y, por lo tanto, poco atractivos para los inversionistas innovadores. En consecuencia, hay poca inversión productiva, poca innovación tecnológica y, por lo tanto, poca competitividad. Estas condiciones no pueden sino generar empleos precarios y poco productivos.
Otro ejemplo es el de los ciclos económicos. La repetida sucesión de años de crecimiento acelerado y otros de estancamiento es muchas veces una manifestación del dinamismo económico, de la destrucción creativa que caracteriza al capitalismo. Chiapas, sin embargo, parece poco vulnerable a esos ciclos: su economía decrece menos en los años de crisis económica nacional, pero también crece menos en los años de bonanza. El resultado es que, como escriben los autores, “las crisis cíclicas de la economía chiapaneca son demasiado débiles para reactivar [...] toda la economía” (López Arévalo y Peláez Herreros, 2023: 172). En el mejor de los casos, sólo “renuevan la inversión” de los pequeños sectores modernos.
Un ejemplo más de esta retroalimentación es lo que los autores llaman el “rentismo”. Si Chiapas sobrevive, dicen ellos, es gracias a las “transferencias públicas y privadas”, especialmente las remesas enviadas por los migrantes a sus familiares y los subsidios federales al gobierno estatal y, directamente, a la población en forma de programas sociales. Esto ha hecho que la economía estatal sea “altamente dependiente de los flujos financieros” del exterior y ha transformado a muchos chiapanecos en “rentistas”. Otra manifestación del “rentismo” popular es la disputa entre sectores de la población por el control de los accesos a sitios turísticos, pozos de agua, bancos de grava, plazas informales para el cobro de peaje en las carreteras y otras fuentes de rentas. Al desplazar a la “cultura emprendedora”, este “rentismo”, pasivo o activo, ha contribuido a perpetuar el estancamiento.
Se podrían citar otras paradojas de este tipo, incluso agregar otras, como el modo en que el crimen organizado ha usado, para sus propios fines, las estructuras de organización comunitaria de los pueblos chiapanecos. Pero estos ejemplos bastan para ilustrar los mecanismos por medio de los cuales, según los autores, el subdesarrollo se perpetúa a sí mismo.
Esta visión del subdesarrollo, como una estructura secular, creada y mantenida a través de una serie de decisiones cruciales, pero capaz de autosostenerse indefinidamente, permite a los autores superar algunas de las “explicaciones” más socorridas, pero no por eso menos engañosas o insuficientes. Una de ellas -aunque ya casi nadie se atreve a presentar en público - que sigue siendo muy influyente en otros espacios, es la diversidad étnica o, como se decía antes, el “problema indígena”. Chiapas ocupa el segundo lugar entre los estados con mayor porcentaje de hablantes de lengua indígena. Las obvias diferencias socioculturales que esto implica, junto con el hecho de que los otros dos estados mexicanos con los peores niveles de desarrollo (Oaxaca y Guerrero) también ocupen los primeros lugares en población indígena, parecen darle credibilidad a esa “explicación”. Pero la refutación más obvia, entre muchas otras posibles, es que (como lo han documentado los especialistas en el tema, entre ellos el propio López Arévalo) los indígenas chiapanecos que emigran a Estados Unidos muestran una muy notable aptitud para la innovación económica. El problema no es, pues, la identidad étnico-cultural de los chiapanecos, sino la estructura social en la que viven.
Otra explicación cuestionable que el libro hace menos necesaria es el fatalismo geográfico. Por su accidentada orografía y su ubicación en uno de los extremos de México, Chiapas parece irremediablemente alejado no sólo del centro del país, sino de los circuitos económicos modernos. Pero si la explicación propuesta en el libro es válida, ese aislamiento es en sí mismo un producto de las decisiones tomadas en las coyunturas críticas que se mencionaron previamente. Si la infraestructura de transporte de Chiapas está poco desarrollada, no es porque las montañas chiapanecas sean físicamente más impenetrables que las que separan a Veracruz del Valle de México o que los inhóspitos desiertos del norte de México, sino porque, desde el porfiriato, sucesivos gobiernos decidieron impulsar el desarrollo de ciertas regiones y olvidarse de otras. Después de todo, se podría argumentar que Chiapas tiene una ubicación privilegiada, con acceso directo al Océano Pacífico y con grandes ríos que podrían conectarlo fácilmente al Golfo de México. Si fuera necesario, también se podría citar el contraejemplo de Costa Rica, no menos accidentado ni menos alejado de las grandes metrópolis del continente.
Otra explicación muy frecuente que el libro hace menos decisiva es la mediocridad y corrupción de la clase gobernante local. Como crítica general a la élite política, esos adjetivos son muy justos; pero como explicación del estancamiento secular de Chiapas son insuficientes. Es cierto que muchos líderes políticos estatales saben aprovecharse del subdesarrollo, apropiándose de las transferencias federales y controlando a la población mediante humillantes redes clientelares y caciquiles. Pero a la élite política también le convendría gobernar un estado más próspero; si sus miembros actuales no supieran adaptarse al desarrollo, no faltarían competidores que los desplazaran. Pero muchos líderes de la oposición chiapaneca, incluso antes de llegar a las cúspides del poder, ya muestran la misma mediocridad y corrupción de aquellos a quienes quieren desplazar. Vista así, la incapacidad y perversión de la élite política es una parte importante del atraso secular, pero no su causa principal.
Finalmente, el libro hace menos relevante otra explicación muy popular del atraso chiapaneco: el neoliberalismo. Es cierto que la etapa más reciente de la decadencia chiapaneca coincide temporalmente con lo que se ha dado en llamar “el período neoliberal” en México. Pero esa coincidencia puede ser engañosa. Como muestra el libro, el PIB por persona en Chiapas alcanzó su nivel máximo en 1981 y comenzó a caer abruptamente el año siguiente. En otras palabras, el decrecimiento comenzó no con el primer gobierno federal neoliberal, sino con el último del estatismo postrevolucionario. En realidad, como enfatizan los autores, la causa de la caída económica que inició en 1982 fue el agotamiento del enclave petrolero, que de todos modos había contribuido poco a modernizar la economía estatal, junto con los problemas de otro producto primario de exportación, el café. Si la explicación que propone el libro es correcta, el neoliberalismo puede ser acusado de haber mantenido, incluso agravado, el estancamiento estructural de Chiapas, pero no de haberlo causado. El subdesarrollo de Chiapas precede, por mucho, al neoliberalismo. De hecho, como lo notan repetidamente los autores, al interactuar con las estructuras socioeconómicas de otros estados mexicanos, el neoliberalismo tuvo efectos mucho más positivos, lo cual, por cierto, ensanchó la brecha entre Chiapas y el resto del país.
La gran pregunta que queda pendiente es si este es un verdadero laberinto, si tiene al menos una salida. Los autores afirman que sí, pero no ofrecen detalles. En los últimos párrafos del libro mencionan la necesidad de “generar un polo industrial”, con “mejor acceso a los mercados”, “menores costos de producción” y mejor infraestructura de transporte y comunicación. Habría que desarrollar esas ideas e investigar su factibilidad. También habría que discutir qué tan relevante sería un “polo industrial” en una época en que el conocimiento parece haber sustituido a la industria como el principal ámbito de innovación económica.
Aunque el libro no trata estos puntos, sí muestra lo que no hay que hacer: confiar en transferencias que sólo terminan alimentando las redes clientelares, invertir en enclaves extractivos que no dinamizan la economía estatal, caer en el cinismo, la autocomplacencia o la resignación. Sobre todo, a pesar de su realismo, el libro no es pesimista: si el subdesarrollo chiapaneco no es una fatalidad, sino el producto de decisiones políticas sucesivas, eso significa que otras decisiones podrían revertirlo.
Muchas cosas serían necesarias, sin duda, para que Chiapas escapara del subdesarrollo, pero una de ellas es indispensable: conocer la naturaleza del problema, mostrar las causas que le dieron origen y las que lo sostienen, identificar las salidas falsas y, sobre esa base, imaginar las verdaderas soluciones.
Este libro es una contribución muy valiosa a esa tarea.