Memoria, mujeres y lecturas feministas
El pasado reciente, denominación que en el Cono Sur se utiliza para referir a los actos de terrorismo de Estado durante las décadas de los setenta y ochenta, es el foco de atención de varias disciplinas de las ciencias sociales y humanas. Entre los desarrollos más importantes se encuentran los que delinearon un nuevo campo de estudios, como es el caso de los estudios de memoria, que anclaron sus indagaciones a partir de la preocupación acerca de cómo la sociedad gestionaba y relataba los hechos ocurridos durante el terrorismo de Estado. Estas investigaciones se inspiraron y tomaron como referencia la literatura teórica que inauguró una importante reflexión en torno de la herencia de un pasado traumático a partir de grandes sucesos históricos vergonzantes para la humanidad, especialmente los de la Shoá (Agamben 2000; LaCapra 2009).
Este campo de estudios aportó una mirada construccionista para entender los procesos de olvido y memoria como procesos sociales. Una referencia ineludible, como la de Halbwchs (2004), sentó las bases para comprender los recuerdos en las narrativas colectivas, dentro de ciertos marcos que permiten su enunciación y circulación. En el Cono Sur, Elizabeth Jelin continuó esta línea de reflexión teórica respecto de los marcos sociales que delineaban la memoria, y focalizó la atención en los trabajos en torno a ésta y los “emprendedores” (Jelin, 2002), aquellos sujetos que se volvieron protagonistas de las disputas por la narración del pasado reciente, particularmente quienes militaron contra la impunidad y el olvido conformando el movimiento de derechos humanos. Así, la idea del trabajo por la memoria no estuvo focalizada únicamente en la administración del trauma, sino en una nueva causa política.
Estas investigaciones, como las de Jelin, respondieron a esos trabajos acerca de la memoria, es decir, analizar las intervenciones políticas e intelectuales que llevaron a cabo, en primer término, los afectados directos por las dictaduras. En algunos casos, los estudios académicos emergieron con bastante rezago respecto a las voces militantes, como en el caso uruguayo (Ruiz, 2021), pero siempre tuvieron relación con los momentos políticos de rememoración y la constante reconfiguración de las memorias.
Los trabajos que analizaron cómo las víctimas directas y sus familiares narraron su experiencia durante el terrorismo de Estado, señalaron algunas características de los relatos, entre ellas la centralidad en la figura de la víctima. La necesaria denuncia del terror, que permitió su conceptualización como delito de lesa humanidad, implicó una memoria anclada en los peores actos del régimen y en las personas que sufrieron directamente dicha violencia (Alonso y Larrobla, 2014). En este marco, el fenómeno de la desaparición forzada requirió la mayor atención, y la figura del desaparecido condensó la idea de víctima total. Como señala Jelin (2007), en un primer momento esto implicó poner en suspenso todo relato que refiriera a los pasados militantes o responsabilidades políticas, construyendo una idea de víctima impoluta.
Los relatos de las personas que sufrieron prisión política emergieron, por tanto, dentro de este marco de denuncia del terror, al narrar las experiencias carcelarias desde la resistencia a los peores tormentos. Cuando comenzaron a describirse las experiencias políticas, los relatos fueron principalmente masculinos y masculinizados. Las experiencias políticas de las mujeres en los años que antecedieron a las dictaduras quedaron invisibilizadas ante archivos que sólo las ubicaban como “compañeras de” (Gorza, 2020, p.67), ante la falta de sus propios relatos (Daona, 2013, de Giorgi, 2015b) y la imposibilidad de considerar a las mujeres militantes como sujeta histórica (Colling, 2015, p. 373).
Las investigaciones en el campo de la memoria fueron ampliándose hacia otros sujetos de estudio en la medida que surgieron otras voces, entre las más significativas, las de las mujeres. El análisis de estos relatos puso en evidencia que la figura de víctima universal invisibilizaba diferentes lugares sociales en el pasado y en el campo de la política de la memoria, así como los procesos de rememoración estaban inscriptos en distintas identidades sociales, no sólo en grandes marcos de memoria.
Los procesos de rememoración de las expresas políticas de las dictaduras en el Cono Sur se insertaron y ampararon en los contornos de un relato anclado a la denuncia del terror y la experiencia carcelaria, y al mismo tiempo, la narración de lo vivido en la cárcel desbordó el relato de la resistencia heroica y de una narrativa sujeta a “lo político”. Como señaló Alejandra Oberti (2010), en un texto cuyo título es por demás ilustrativo: “Qué le hace el género a la memoria”, los relatos de mujeres habilitaron el pensar de un modo distinto los vínculos entre lo público y lo privado, no de forma indiferenciada, pero sí alternando el estatus jerárquico del primero.
La narración cronológica de hechos políticos era desafiada por otras temporalidades relacionadas con momentos vitales, embarazos, nacimientos, enfermedades o estados climáticos que afectaban el secado de la ropa tendida en la cárcel. Investigadoras en este campo, siempre mujeres, percibieron cómo el relato de la experiencia carcelaria elaborado por otras mujeres implicó contar una historia de prácticas y estrategias afectivas que desplegaron las expresas, asociadas a su socialización de género. En diversos testimonios surgieron las anécdotas de la cárcel referentes al cuidado de la estética personal, de la salud, de la organización de cumpleaños, de actividades como tejido o bordado para intervenir los uniformes, un repertorio amplio de acciones en una apuesta donde resistir la cárcel implicaba “identificarse con la vida común de cualquier mujer” (Celiberti y Garrido, 1990, p. 91).
De alguna manera, la vida de las mujeres delineada desde muy temprano por la división sexual del trabajo conduce a registrar aspectos que pasan desapercibidos en quienes han sido socializados en la masculinidad abstracta (Harstock, 1983). En este sentido, estas investigaciones permitieron mostrar que las mujeres desplegaron un proceso de rememoración, delineado también por un orden de género que delimita las formas del recuerdo. Y en ciertos casos, estas activaciones del recuerdo de las mujeres implicaron un ejercicio de concienciación respecto de esas determinantes de género, aunque en general, muchos de los relatos en clave “femenina” reprodujeron una perspectiva esencialista de la experiencia de las mujeres (de Giorgi, 2015).
Las indagaciones acerca de la llamada “segunda generación”, hijos e hijas de víctimas del terrorismo de Estado, continuaron la línea construccionista y mostraron cómo una nueva generación reelaboró y elaboró un nuevo relato, desafiando aún más los marcos establecidos (Vidaurrázaga, 2019). En estas intervenciones incidió tanto la distancia con los hechos del pasado como el nuevo contexto político donde otras narrativas políticas permiten nuevas elaboraciones del pasado, siendo una de las más novedosas la ofrecida por el nuevo auge del movimiento feminista.
Investigadoras e investigadores de este campo de estudio han puesto en evidencia cómo hay momentos que evocan o silencian la memoria y cómo ésta se construye de acuerdo con los distintos tiempos políticos (Jelin, 2007). Algunos estudios y reflexiones recientes, en Argentina, señalan que vuelve el pasado mediante la narrativa de los derechos humanos en nuevas causas políticas (Gudiño, 2017), el feminismo influye en los procesos de rememoración (Jelin y Sutton, 2021), se transportan símbolos y lenguajes entre un movimiento y otro (Sutton y Vacarezza, 2020) y se buscan construir nuevas genealogías de lucha (Bacci, 2020).
Este fenómeno y sus correspondientes reflexiones anuncian la posibilidad de un nuevo momento político para la memoria en el Cono Sur. Como sostiene Bacci (2020), la falta de escucha de los testimonios de las expresas políticas se desplaza de la mano del activismo feminista en las calles. Aunque en modo alguno se trate de un proceso extendido o de resignificación de todos los relatos, ya que la historia ha sido más bien de desencuentros, “de historias paralelas, la del feminismo por un lado y la de los derechos humanos por el otro” (Jelin, 2020, p. 299), resulta imprescindible indagar cómo el feminismo altera las condiciones de escucha y también las de habla acerca del pasado reciente.
Continuando y ampliando la inquietud de Oberti (2010), este artículo se propone interrogar qué le hace el feminismo a la memoria en Uruguay, específicamente, de qué modo el crecimiento del movimiento feminista en los últimos años interpela a las expresas políticas, reconfigura sus procesos identificatorios y produce efectos en sus elaboraciones del pasado. Aquí puede surgir un modo distinto de recuperar el pasado, yendo tras otras huellas (Ricoeur, 1999, p.105) que busquen visibilizar una experiencia distinta, y desigual, de las mujeres durante el terrorismo de Estado y en el presente.
Este texto busca comprender las claves de resignificación del relato de las expresas políticas en Uruguay. Un país en el que la confluencia entre el movimiento de derechos humanos y el feminismo no resulta evidente, pero que presenta novedades en lo discursivo respecto al pasado reciente tanto desde las nuevas organizaciones feministas como desde las intervenciones de las expresas políticas que este artículo trata.
¿Cómo vuelve el pasado hoy, a este presente feminista? ¿Surgen nuevas narraciones del pasado desde otros marcos de interpretación y memoria? ¿Cuáles son los límites y posibilidades para el encuentro entre la memoria de las expresas políticas y el feminismo? Estas interrogantes son las que guían este texto, elaborado a partir de fuentes orales, de las voces de un colectivo de expresas políticas reunido alrededor de la iniciativa de construir un memorial1 y denunciar la violencia sexual durante el terrorismo de Estado.
Las fuentes principales de este texto son orales, que surgen fundamentalmente de entrevistas audiovisuales e intervenciones de las expresas políticas en encuentros de reflexión que se han llevado a cabo en un proyecto de dos años, dirigido por Mariana Achugar y la autora de este artículo. Las entrevistas fueron hechas por estudiantes, insertas en el proyecto, que en acuerdo con las expresas políticas definieron los temas para darlos a conocer públicamente. Estas fuentes se complementan con dos entrevistas periodísticas en el marco del aumento del protagonismo público de las expresas políticas. Esto implica que las fuentes corresponden a quienes integran un colectivo político organizado en torno a ciertas causas concretas, como la denuncia de violencia sexual y la construcción del memorial, que ha decidido intervenir públicamente y su lugar de enunciación es el de expresas políticas2.
De la desmemoria a la despatriarcalización del pasado
La dictadura en Uruguay no finalizó de forma abrupta, sino luego de un proceso extendido de paulatina recuperación de los mecanismos de participación y representación política. El inicio de la transición fue el plebiscito de 19803, y finalizó con las elecciones de 1989, cuando se eliminó la proscripción de candidaturas. Desde el comienzo, el juzgamiento a los responsables de crímenes de lesa humanidad se tornó un tema central, a partir de las denuncias de la desaparición forzada que hicieron las organizaciones de derechos humanos. A pesar del reconocimiento oficial de estos terribles hechos (Duffau, 2011), el presidente Sanguinetti logró consagrar una política para lo que denominaba “el cambio en paz” y el parlamento aprobó una ley que impidió juzgar a los militares.
Esta norma conocida como Ley de Caducidad resistió las impugnaciones ciudadanas, las condenas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y delimitó tanto las estrategias políticas del movimiento social (Demasi y Yaffé, 2005), como los procesos de memoria (de Giorgi Lageard, 2014; Marcelo y Maren Viñar, 1993). Luego de la derrota del Referéndum de 1989, la Ley de Caducidad fue el paradigma dominante de los debates públicos del pasado reciente (Marchesi, 2013), incluso para la izquierda partidaria, bajo el Frente Amplio que no se atrevió a promover su anulación en su propuesta de gobierno (de Giorgi, 2013).
En este contexto de silenciamiento e impunidad las memorias emergieron, pero como registro testimonial y lejos de ocupar las páginas centrales de la prensa, como sucedió en Argentina con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). En un contexto de falta de condiciones mínimas de escucha, sólo algunos se atrevieron y quisieron testimoniar: los expresos políticos, referentes de las organizaciones sobrevivientes, especialmente de la izquierda armada, que tempranamente publicaron sus testimonios de la experiencia carcelaria relatando el horror y la resistencia4. Junto a estos relatos se publicaron, además, textos referentes a la etapa previa de la dictadura y las acciones épicas del Movimiento Nacional de Liberación-Tupamaros (MLN-T)5, quedando la escena política de la dictadura y la experiencia carcelaria protagonizada por militantes varones y expresos políticos.
Entre el silencio impuesto por la Ley de Caducidad y la literatura testimonial en voz de los varones militantes, las barreras para el surgimiento de otros relatos fueron importantes. En los primeros años de la postdictadura se publicaron algunas memorias de las mujeres en la cárcel, con muy escasa circulación, como sucedió con Bitácoras del final. Crónicas de los últimos días de las cárceles políticas (1987), Nélida Fontora. Más allá de la ignorancia (1989), y Mi habitación, mi celda (1990). Recién una década después comenzaron a circular los volúmenes Memorias para armar (2001) y De la desmemoria al desolvido (2002), y en 2010 fue publicado Maternidad en prisión política. En 2012, se publicaría Las rehenas: historia oculta de once presas de la dictadura, una obra de carácter investigativo, que se transformaría en una referencia al dar cuenta de un evento absolutamente invisibilizado por los testimonios de los compañeros políticos.
Todas estas obras visibilizaron a las mujeres expresas políticas y narraron una historia desde otra clave de rememoración y escritura, desde la experiencia cotidiana de la cárcel, desde el quehacer de mujeres e impugnando el relato heroico. Sin embargo, a excepción del relato de Celiberti, esa narración “en femenino” no implicó inscribir esa otra historia en prácticas y modos de recordar adquiridos socialmente por un orden de género (de Giorgi, 2015). El relato de la maternidad en la cárcel claramente disputó aquel de las grandes acciones y resistencias heroicas de los compañeros, pero al mismo tiempo, la maternidad se recentró hacia el lazo de sangre, las madres fueron representadas amando y cuidando naturalmente a sus hijos, y quedaron ausentes de todo registro de deseo sexual o desobediencia de género (de Giorgi, 2015).
En Uruguay, los caminos del movimiento de Derechos Humanos, en el que se incluyen las expresas políticas, y el movimiento feminista fueron caminos paralelos en lo que refiere a las personas que habitaron ambos espacios políticos. Las expresas políticas que se integraron al movimiento feminista en la posdictadura dedicaron todas sus energías a éste, y ese fue su lugar de enunciación (de Giorgi, 2020). Por otra parte, no participaron feministas en sus inicios en el campo del movimiento de Derechos Humanos y los colectivos de expresas políticas, y sólo en los últimos años algunas expresas comenzaron a nombrarse feministas.
La reflexión acerca de cómo el orden de género delineó la experiencia carcelaria no fue un proceso sencillo. La violencia sexual sufrida durante el terrorismo de Estado se transformó en el punto inicial de esta reflexión, pero su primer abordaje estuvo rodeado de silencios, sentimientos de vergüenza y dificultades para discernir la violencia sexual de la tortura general (Alonso y Larrobla, 2014).
Esta violencia de carácter de género fue asumida y narrada a la opinión pública en 2011, cuando un colectivo de veintiocho expresas políticas denunció la violencia sexual6. A partir de este hecho comenzó a visibilizase el disciplinamiento sobre los cuerpos de las mujeres en prisión (González y Risso, 2012), y en tiempos más recientes, las dificultades ante la justicia para que sus demandas fueran consideradas legítimas (Achugar, Ausserbauer, Gargaglione, García y Márquez, 2021).
Esto último ocurrió en el contexto de la nueva primavera feminista, que inició en 2012 con las protestas en torno a las moderaciones del proyecto de interrupción voluntaria del embarazo y estalló a partir del “Ni una menos” argentino en 2015 (De Giorgi, 2021). En este nuevo ciclo feminista, las calles se inundaron con las marchas convocadas el 8 de marzo y 25 de noviembre por una diversidad de organizaciones surgidas tanto al calor de los años de gobierno progresista del Frente Amplio como en respuesta a lo que se consideró la tibieza de sus políticas de género, fundamentalmente aquellas referidas a intervenir en el fenómeno del feminicidio.
Las protagonistas de este nuevo momento feminista han sido las jóvenes, y una parte importante del movimiento ha sido liderado por nuevas organizaciones sin lazos con las de las feministas de los años ochenta. Por su parte, a diferencia del caso argentino, en el movimiento feminista uruguayo no hay narrativas o símbolos que hayan viajado del pasado al presente, como claramente sucedió con el pañuelo verde invocando al blanco y tantos repertorios discursivos inscriptos en el marco de los Derechos Humanos (Bacci, 2020; Sutton y Vacarezza, 2020, Quintana y Barros, 2020).
Lo que sí ha sucedido es que el protagonismo de las mujeres en las calles y la narrativa feminista en torno del lugar subordinado de las mujeres ha interpelado a algunas expresas políticas, que además de continuar sus denuncias ante la justicia, han planteado una nueva demanda como la creación de un memorial para sus compañeras de cautividad. Hace pocos años comenzó a reunirse un colectivo para concretar esta iniciativa, luego de que los expresos políticos inauguraran otros memoriales, tributo a la resistencia en cárceles que alojaron exclusivamente a varones, como el del Penal de Libertad y el de Punta Carretas.
Como señala Bacci, para el país vecino, que también puede ser replicado para Uruguay, los tiempos de “indignación feminista” han convocado a movilizarse y pronunciarse a un número cada vez mayor de mujeres, entre ellas las expresas políticas, que se han incorporado a las manifestaciones y comenzado a entablar diálogos con las jóvenes feministas. Estas chicas convocan a las expresas políticas a entrevistas, a dar charlas para relatar sus experiencias y difunden su recorrido político en las redes como mecanismo de divulgación de una historia con y para las mujeres. Es en este contexto en el que han comenzado a surgir otros modos de narrar el pasado y presentarse públicamente acompañadas de nuevas palabras.
No somos ellos
Los relatos de las expresas políticas en Uruguay, de forma similar a lo sucedido en otros países, surgieron de diálogos, de espacios de encuentros en los que se transitó por un proceso de reflexión y construcción de una voz colectiva. Este proceso, elaborado entre pares, ha sido relatado por ellas una y otra vez, como una marca de identidad. La novedad es que actualmente comienzan a referir a otro colectivo, a los otros, que no son ya los responsables del terrorismo de Estado, sino sus compañeros de militancia, aquellos que no las nombraron, que prescindieron de ellas para narrar la historia. “Las mujeres no habíamos existido, la memoria era de hombres héroes”, señala Anahit Aharonian, mientras que Liliana Pertuy da cuenta de que ese proceso no fue sólo un resultado de cómo se escribió la historia, sino de las actitudes de sus compañeros: “Me iban sacando mis propios compañeros. Yo iba a los asados y no estaba en las historias que ahí mismo se contaban, ni siquiera decían ‘ella’, yo no estaba nunca” (Sujetas sujetadas, 5 de mayo 2021).
Lo que se había borrado de la historia no era entonces un relato traumático, sino su condición de mujeres, o directamente se había borrado a las mujeres de la historia. En esta denuncia aparece un nuevo término, de amplia circulación en el contexto feminista actual: invisibilización. El ejemplo recurrente e inequívoco de este fenómeno es el de la conferencia de prensa brindada por los líderes del MLN-T a la salida de la cárcel, en donde ninguna mujer participó. Chela Fontora señala: “Las mujeres cuando salimos fuimos invisibilizadas, nunca estuvimos presas. Se hizo una conferencia de prensa, pero las mujeres no existíamos, no estuvimos presas. Fuimos invisibilizadas de todos lados, nadie vino a preguntarnos cómo habíamos vivido” (La Letra Chica, 14 de marzo de 2021).
En la entrevista audiovisual hecha por estudiantes, Chela Fontora señala este suceso como central, menciona la foto de la conferencia realizada en 1984, una imagen icónica para Uruguay, en la que ellas no están, y agrega que no sabe “si los compañeros se dieron cuenta que nosotras teníamos que estar ahí”, nombra así los mecanismos interiorizados que sostienen y reproducen una historia con protagonistas masculinos (Sujetas sujetadas, 6 de agosto 2020).
Para explicar la invisibilización de las expresas por parte de los compañeros, y la incomprensión de la sociedad, algunas refieren a un término que sin duda es la marca de este presente feminista: patriarcado. “El silencio con todas las mujeres lo ha hecho el patriarcado”, dice Cristina. “En las sociedades patriarcales cuesta mucho visibilizarnos”, señala Liliana. “Algo de cultural”, comenta Nibia, cuando se refiere al lugar de la mujer en la sociedad, mientras que Chela menciona que “del patriarcalismo nadie se escapa” (La Letra Chica, 14 de marzo de 2021). En una entrevista, Lucy Méndez intervino en el mismo sentido:
En las organizaciones en que nosotras militamos hubo un minimizar el papel de las mujeres presas. En este país todo el mundo sabe que hubo rehenes, pero la mayoría ignora que hubo rehenas. Eso no es casualidad, como tampoco lo es que la mayoría de las historias que se conocen son las de los hombres. Este es un problema de la sociedad patriarcal (La Diaria, 24 de mayo de 2021).
No hay duda de que para ellas patriarcado es un término político, que da cuenta de relaciones de poder en su experiencia como mujeres y explica tanto las condiciones para los trabajos de la memoria, como los modos de recepción de sus relatos en la sociedad. Esto implica un corrimiento en la interpretación respecto de la falta de condiciones para el testimonio de las mujeres en torno del pasado reciente, porque ya no se trata de que “nadie quería saber” los detalles de las peores atrocidades del terrorismo de Estado, sino de que nadie, compañeros y sociedad, querían y podían registrar a las mujeres en la historia como sujetas históricas.
Nosotras, las mujeres
Los relatos de la cárcel elaborados por las mujeres claramente tuvieron una voz anclada en el nosotras (Forné, 2010). Algunas escribieron cómo ese nosotras, construido forzadamente en el medio del encierro, había sido una experiencia única, imposible en el mundo del afuera, como se expresa claramente en las memorias de Edda Fabbri (Ruiz, 2021) y Lilián Celiberti (de Giorgi, 2019). Para una parte importante de las expresas políticas ese nosotras está en pleno proceso de construcción y presenta modulaciones, el término puede incluir a las expresas políticas y ampliarse hacia todas las mujeres.
Cabe señalar que para el caso uruguayo no hay una organización de derechos humanos en la que el protagonismo de las mujeres sea tan claro como en el caso argentino. Las “viejas”, casi todas abuelas, han integrado las organizaciones junto a otros familiares, y aunque son una referencia ineludible, no integran un espacio habitado únicamente por mujeres. Por otra parte, los colectivos político-partidarios a los que pertenecían las expresas políticas, sobrevivieron a las dictaduras y legaron fuertes identidades políticas que interponen obstáculos a la construcción de un nuevo modo de encontrarse. La denuncia de la violencia sexual ha sido esa instancia clave en la que expresas políticas de distintos colectivos se reunieron para presentar una denuncia común.
A partir de la reflexión del fenómeno de la violencia identificaron una experiencia compartida y una práctica de escucha que hacía la diferencia. Las memorias de mujeres están habilitadas por otras mujeres (Jelin, 2020), ellas lo saben y así lo señalan de forma recurrente, como Nibia López, que se sintió mejor hablando de eso en charlas con otras mujeres. Saben mejor que nadie, y lo señalan, que no se trata sólo de hablar, sino de una escucha, como comenta Ivonne: “Liberar la palabra no es sólo poder hablar de algo que está adentro, es poder hablar y sentir que la otra te va a ayudar a luchar para que eso no vuelva a pasar” (Liberar la palabra, corto de Ivonne Klingler).
Entre ellas, las expresas, se han escuchado mutuamente y desde ese nosotras han podido relatar lo que no tiene lugar en otros ámbitos. Como señala Pollak, los recuerdos “disidentes” se hacen lugar en subterfugios de redes familiares y amistades mientras no puedan salir (Pollak, 2006, p. 20). Ivonne relata lo que le dijo una compañera, otra expresa política, “llegó un momento en que no seguí gritando y no seguí pateando” (Sujetas sujetadas, junio 3 de 2020). Esta infidencia se comparte desde el entendido de que hay otras que podrán comprender la culpa que acompaña a las memorias de las mujeres.
Si los procesos de rememoración se inscriben en una “comunidad afectiva” (Halbwchs, 2004), el contexto feminista actual parece delinear un nuevo momento para la memoria del pasado reciente, en donde esa comunidad afectiva, en ciertas circunstancias, se amplía o redefine para las mujeres. Junto con la comunidad de afectados directos por el terrorismo de Estado, donde desaparecidos, expresos políticos y familiares son protagonistas de un discurso y relatos permeados por un universal masculino, emerge otra comunidad afectiva, la de las mujeres, que el feminismo expande convocando a las expresas.
Ese nosotras a veces se ensancha aún más incluyendo a quienes no vivieron la dictadura, pero sí la condición de mujer. En sus testimonios, las expresas aparecen cercanas a otras mujeres del presente, como señala Nibia López: “Hay que seguir apostando a la memoria, a la justicia, a la lucha por las mujeres que siguen siendo abusadas, que siguen siendo asesinadas, que siguen siendo maltratadas, discriminadas. Y contar, contar lo que nos pasó, para que otras mujeres no tengan que pasar por lo que pasamos nosotras” (Sujetas sujetadas, 13 de mayo 2021).
Los límites de ese nosotras se amplían o constriñen en diversas ocasiones, y es especialmente evidente en los procesos de marcación pública, como sucede con el proyecto del memorial de mujeres. Las expresas desean también un memorial que dé cuenta de su historia de lucha, y no ser invisibles, pero en la discusión de cómo debería ser éste, se abre una reflexión acerca de quiénes deben y para quiénes recordar el pasado.
Para algunas, el memorial es para que “la juventud sepa quiénes fuimos y para qué luchamos” (Chela Fontora). Debe llevar los nombres de las cautivas, “todos los nombres para que no quede en el olvido”, señala Brenda Falero; mientras, Cristina Ramírez argumenta que no debería llevar nombres porque “está lleno de mujeres anónimas, que guardaron un paquete, que sostuvieron todo”. Para otras, debería ser un dispositivo de trasmisión y fijación de la memoria para quienes no vivieron directamente el terrorismo de Estado, y para otras, puede ser distinto y convocar a todas las mujeres. Especialmente significativa es la intervención de Antonia Yáñez:
Estamos gestando este memorial, queremos que lo compartan las mujeres del país. Es bueno reconocerse en la militancia de hoy, y hay una sociedad que está haciendo una evaluación de aquel periodo y que van evolucionando los relatos. Que las mujeres se sientan representadas de un lugar que no es el lugar de la supremacía de nadie, porque ese es también el papel que tenemos que cambiar cuando hablamos de mujeres, de alguna manera esa también fue una enseñanza de la cárcel. Fue una responsabilidad como mujer tomar aquellas decisiones, pero esa fortaleza no es distinta a la que está enfrentando la mujer hoy (Entrevista, Memorial).
Desde esta nueva comunidad afectiva (la de las mujeres), algunos ejes centrales del relato principal de los afectados directos entra en tensión. La idea de que es imprescindible narrar porque otros “no lo vivieron”, se reconfigura en una narración donde surge la frase “siempre ha sido así” o se busca incluir la vida de las otras en una experiencia compartida entre mujeres. Así, la experiencia como hito para la memoria continúa siendo central, y sólo lo que se modifica es aquella experiencia. No es la experiencia del terrorismo de Estado que delineó una categoría otrxs para quienes no habían vivido los hechos, como señala Jelin (2017), sino la experiencia compartida más extendida en el tiempo de ser mujeres.
No únicamente somos víctimas
La preocupación por ser visibles vino de la mano del interés por hablar, no porque antes no lo hubieran hecho, sino hablar desde un lugar distinto y romper el silencio. Una ruptura que implica manifestar las discrepancias, rebelarse ante la figura de la mujer que acepta callada y no se atreve a disentir (Lorde, 2007). Aquí la toma de distancia es con la figura de víctima total, ya que manifiestan de modo recurrente que no quieren “quedarse sólo allí”, sino hablar desde otro lugar, gritar y cantar también. En los encuentros públicos que han organizado últimamente, llevan escritos y leen en voz alta, corean consignas y cantan, sus voces siempre son protagonistas.
En esta toma de la palabra hay un claro interés por recuperar la agencia, una agencia particular, desde las mujeres. Incluso en los relatos acerca de situaciones traumáticas, la centralidad está en la red de mujeres lidiando con tales situaciones. Se presentan como “mujeres luchadoras” que querían cambiar la sociedad. Como señala Achugar et al, en un nuevo contexto que no exige la victimización para legitimar la denuncia, las expresas políticas destacan otras dimensiones de su identidad, la de luchadoras, sobre la de víctimas (2021, p. 104).
Sus militancias políticas, antes ocultas, comienzan a ser nombradas un lugar de identidad, se definen ayer y hoy como mujeres militantes. Expresan no tener vergüenza de haber participado en procesos revolucionarios, como mencionó Chela Fontora en una entrevista, que “no tenía ningún problema en decir que había pertenecido a la izquierda armada” (La Letra Chica, 14 de marzo de 2021).
Otra novedad es cómo describen a la justicia y señalan que, a pesar de su intento de no querer ser sólo víctimas, la justicia las devuelve a ese lugar. Esto sucede especialmente cuando se relata la violencia sexual, donde aparecen dos elementos muy presentes en los debates feministas actuales: la responsabilidad de las víctimas y la vulnerabilidad ante la justicia.
Aquí incorporan otro recurso conceptual del ciclo feminista actual: la revictimización. En relación con su experiencia en el ámbito judicial, especialmente cuando han sido convocadas nuevamente a declarar en la causa que denuncian, la violencia sexual, señalan lo traumático del proceso de rememorar los hechos sufridos, las emociones que transitan en cada nueva testificación a partir de los prejuicios de género vigentes en la justicia.
Han acumulado experiencias concretas ante la justicia y expresan no sólo las dificultades en procesos que, como señala Pollak (2006, p. 64), buscan la prueba jurídica en aras de restituir “la verdad” haciendo desaparecer a la persona y sus emociones, sino que señalan su experiencia como mujeres. Lo que le sucede a las expresas políticas, respecto a las denuncias de violencia sexual sufrida durante el terrorismo de Estado, es presentada como una experiencia compartida con otras que transitan por procesos de denuncia del mismo delito. “Siempre la que está bajo sospecha es la mujer” (Lucy Méndez, corto Violencia sexual en la dictadura cívico-militar). “Es la mujer a la que se le pregunta lo que hacía, cómo iba vestida, si es casada, si no es casada” (Ivonne Klingler, corto Violencia sexual en la dictadura cívico militar).
En estas intervenciones la utilización del presente y la referencia a la vestimenta o situación civil dan cuenta de que el fenómeno de acusación que sufre la mujer que denuncia puede referir tanto a una mujer en la actualidad, una mujer “común”, como a sus propios casos denunciados. La utilización del universal mujer permite hablar de los límites que encontraron, como los que enfrentan todas las mujeres ante la justicia, así lo relata Ivonne Klingler: “La mujer tiene muchísimas dificultades para denunciar esto. Porque para qué te vas a reventar haciendo una denuncia que es dolorosa y difícil si muchísima gente no te va a entender y además la Justicia es la primera en cerrarte la puerta en la cara” (La Diaria, 26 de febrero del 2021).
En sus relatos del presente, las expresas políticas dan cuenta del carácter patriarcal de la justicia cuando las interrogan desde ciertos imaginarios de género, y al mismo tiempo, los límites de esa justicia que en el proceso las coloca en el lugar de víctimas. Como señala Achugar et al (2021), la violencia de género forma parte del discurso público y habilita así “un terreno conceptual común para (re)construir las memorias del terrorismo de Estado” (p. 95).
Fuimos desobedientes
La reivindicación como luchadoras se logra llamando la atención en torno a su contribución “a la par que los compañeros” (Ivonne Klinger) pero, además, señalando lo disruptiva que fue su incorporación al mundo de la política. Chela se recuerda a sí misma y se nombra en tercera persona al narrar a aquella “gurisa que se atrevía a enfrentar al patrón, pero además se atrevía a enfrentar a quienes defendían al patrón, que era la policía armada y el ejército” (La Letra Chica, 14 de marzo de 2021).
Su condición de luchadoras y militantes es reivindicada, y su trayectoria de lucha la inscriben en una historia de desobediencia al orden de género, a la que también contribuyeron. En sus relatos actuales señalan esa impugnación al horizonte doméstico que el orden de género prevé para las mujeres (Ahmed, 2010) y cómo fueron castigadas por ello.
Señalan el rechazo general de la sociedad por tales desvíos y explican el castigo recibido por ser mujeres. Aunque no señalan con las mismas palabras el autoritarismo de la sociedad que sostuvo los regímenes autoritarios, como lo hacía Julieta Kirkwood en 1984, dan cuenta de la dimensión estructural de un orden de género que no aceptaba mujeres luchadoras, que las castigaba y que luego no quería reconocer tal desorden, como señala Cristina Ramírez: “La sociedad no estaba preparada para tener mujeres luchadoras, el hombre podía salir a combatir, la mujer tenía que estar en su rol, en la casa. No estaba preparada para reconocer que las mujeres habían tomado otro camino, la sociedad no quería saber de eso” (Sujetas sujetadas, 24 de mayo de 2021).
Las referencias de la violencia contra las mujeres durante el terrorismo de Estado también presentan novedades, no se trata ya de una violencia excepcional de un régimen que castiga al enemigo revolucionario, sino la violencia como mecanismo disciplinador. “La imagen de una mujer militante o que estaba en una organización armada era algo a lo que había que ponerle la bota encima” dice Nibia López, mientras que Lucy Méndez menciona lo atrevidas que fueron: “En su mentalidad, las mujeres merecíamos un castigo, porque además de ser revolucionarias nos habíamos atrevido a meternos en un terreno que para ellos era de hombres, que no debíamos estar allí” (Sujetas sujetadas, 13 y 14 de mayo de 2021).
En los encuentros y charlas compartidas comienzan a describir y hacer conciencia respecto de sus desobediencias y a inscribirlas en una historia más larga que llega hasta nuestros días, a los tiempos feministas. Señalan explícitamente que no se decían feministas, pero que su práctica no estaba tan distante de la rebeldía que este movimiento propone, como señala María Luz Osimani:
Nosotras no conocíamos el tema de género, pero por algo fuimos presas. Vos no hacías todo el análisis de género, pero por algo estábamos metidas ahí, sino no nos hubiéramos metido. Lo que fue cambiando es el concepto, estaba esa mujer que se leía [una compañera interviene y nombra a de Beauvoir ], sí, pero nosotras luchábamos. Y hoy hay diferentes formas de encarar. Hoy empezamos a hacer esta articulación, aquello que peleábamos y no lo sabíamos (Encuentro proyecto Sujetas Sujetadas, 27 de noviembre de 2021).
Cristina Ramírez, una expresa política cuya militancia transcurrió en un poblado alejado de la politizada capital del país, señala cómo sin conocer del feminismo su práctica también era desordenadora de los roles de género establecidos:
Nosotras queríamos romper con todo. Si había habido feminismo no sé, en el pueblo del interior no se sabía nada de eso, pero queríamos romper con todo. Había un baile en el club donde las chiquilinas iban a buscar novio, no íbamos allí, íbamos a otro lugar, poníamos música y bailábamos en alpargatas, nos sentábamos en la plaza y fumábamos (Encuentro proyecto Sujetas Sujetadas, 27 de noviembre de 2021).
La incorporación a una historia de lucha y desobediencia es hacia adelante, es decir, conformando un movimiento feminista actual, y también hacia atrás, hacia las antecesoras. En el caso uruguayo no hay un “anacronismo virtuoso”, como señala Bacci (2020) para el caso argentino en donde el movimiento feminista se entrelaza con el movimiento de derechos humanos tejiendo una nueva genealogía, pero sí se puede constatar una preocupación de las expresas al ser parte de una larga historia de lucha de las mujeres y de una lucha contra el orden de género.
El interés por tener una historia propia de la que ser parte, resulta evidente en tiempos en los que se ha hecho medular esta preocupación de tejer una historia entre mujeres que impugne el linaje patrilineal (Gutiérrez, Sosa y Reyes, 2018). Los efectos de la campaña proelección en Argentina y la centralidad que tuvo el pañuelo verde como símbolo de la causa de las mujeres no puede desconocerse para Uruguay. En las marchas las jóvenes feministas cantan: “Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar”, buscan salir de la orfandad feminista (Sosa, 2020). Dentro de estas referencias simbólicas y discursivas, dispersas, pero convocantes, una de las expresas políticas, Antonia Yañez, conocida como “La Gallega”, dice “revolver en el caldero y encontrarse con todas esas mujeres de Galicia en la resistencia” (Entrevista Memorial).
Ellas, las muchachas
La primavera feminista ha rodeado a las expresas políticas de palabras y conceptos que conducen a una nueva mirada del pasado reciente y a modificar sus lugares de enunciación. Hoy continúan llamándose expresas políticas, pero también mujeres. No se identifican como feministas, pero dicen haber desplegado en su juventud algo que podría haberse llamado así. En sus prácticas políticas y los espacios que habitan es donde las interpelaciones del movimiento feminista son más intensas.
Las expresas políticas comenzaron a participar desde hace unos pocos años en las movilizaciones del 25 de noviembre y el 8 de marzo. Lo hacen como colectivo de expresas políticas y en ambas situaciones se reafirman sentimientos de identidad colectiva con fronteras inestables. Su presencia en las movilizaciones se observa gracias a un cartel, un modo de hacerse presentes, que al mismo tiempo que las hace reconocibles las vuelve a colocar en un lugar: el de las víctimas. En palabras de Antonia Yáñez este sentimiento parece claro:
No son los de uno esos espacios, de lo que uno está acostumbrado, pero lo preparamos todo y fuimos con el cartel, claro, igual ese fenómeno de pararse como una expresa. Me sentiría bien en otro lugar, nos deja allá [hace la señal de lejanía ] y es una distancia tan grande que nos deja como intocables, después es difícil echar para atrás, tal vez se necesitan esos mitos, pero hoy, ¿en qué lugar estoy? Esa conexión que hacemos generacionalmente tiene que ser bien explicada, que no sirva para un grupo pequeño, que sirva para intercambiar, no sólo el reconocimiento del pasado, no sólo que te abracen, que no es mejor aquella que ésta (Entrevista Memorial, 2021).
Para otras compañeras expresas políticas la participación el 8 de marzo desde la vereda, lugar en el que están con el cartel mientras el resto de las mujeres marcha no repara ningún desafío, al contrario, es un lugar para recibir el abrazo, para que las jóvenes pasen y las saluden. En este caso, la movilización parece ser de otras y ellas reciben un reconocimiento de las jóvenes, que no son tanto sus pares. Las jóvenes son las “otras”, como señala Chela Fontora:
Yo tengo mis nietos, mi nieta, que son luchadoras por el derecho de la mujer y son las que nos permiten hablar de determinada cosa porque nos dan el conocimiento. Nosotras recibimos el 8 de marzo, todos los 8 de marzo vamos con nuestro cartel, recibimos el abrazo y ese calor que nos está apoyando en nuestra lucha (Encuentro proyecto Sujetas Sujetadas, 27 de noviembre de 2021)
En las movilizaciones del 8 de marzo y el 25 de noviembre, participan desde ese lugar político y miran pasar a las jóvenes. Lo hacen desde la vereda en el 8 de marzo o son ubicadas detrás de las familias de las víctimas de feminicidio el 25 de noviembre. Ellas son las “otras” que aún no las encuentran propias, aunque miran a las jóvenes feministas atentamente, dicen aprender de ellas y buscan sus recursos conceptuales o performáticos, como relata Antonia Yáñez respecto a las Alertas Feministas, una intervención que lleva a cabo una colectiva ante cada feminicidio:
Para mí lo más significativo de mi otredad era encontrarme con las muchachas que ante un asesinato salían a la calle. Yo era como un público, pero no era un público. Había circunstancias en que iba y otras en las que me las encontraba y me quedaba a verlas. Y eso me llegaba de algún modo. (Entrevista Memorial, 2021)
Las movilizaciones feministas de los últimos años, sin duda tuvieron sus efectos, porque las expresas se sintieron convocadas y comenzaron a participar en ellas desde un lugar que les ha permitido sostener una militancia incansable como la de expresas políticas, lugar que tal vez las ata a su pasado, pero que al mismo tiempo pueden revisar a partir del abrazo y la empatía que las jóvenes feministas les proveen. “Lo que nos han educado los últimos 8 de marzo, lo que nos han formado”, comenta Antonia Yañez, señalando que allí en la calle sucede algo distinto que las interpela fuertemente.
Abrazo que llega rodeado de nuevas palabras que circulan y se hacen disponibles para asir una experiencia que durante mucho tiempo no contó con palabras. La visita al pasado se hace cada vez más anclada en conceptos que dan cuenta de una experiencia que no puede leerse por fuera del orden de género, las jóvenes las abrazan y de alguna manera disminuyen la mediación patriarcal que está presente en todo relato y genealogía de la lucha de las mujeres (Gutiérrez, Sosa y Reyes, 2018).
Conclusiones
En este texto se han analizado intervenciones y relatos de algunas expresas políticas en Uruguay que sostienen una militancia en torno al pasado reciente, específicamente a partir de la denuncia de la violencia sexual durante el terrorismo de Estado y la demanda de un memorial para las mujeres. Sus intervenciones están interpeladas de alguna manera por la efervescencia del movimiento feminista actual que las rodea, las convoca y les provee nuevas palabras para dotar a su experiencia de nuevos sentidos.
Una de las primeras diferencias que resultan evidentes de estas intervenciones comparadas con las elaboradas unos veinte años atrás, es la del señalamiento de su exclusión en la historia reciente y la invisibilización desplegada por sus compañeros políticos. Hoy, la memoria de las expresas es presentada no sólo como diferente, sino desigual. Las expresas no hablan tanto de olvido, sino de silencio, y ese silencio refiere cómo ellas no tuvieron las mismas oportunidades de ser escuchadas y cómo esta falta de escucha y las dificultades de ejercer la palabra son una experiencia compartida con todas las mujeres.
Señalan, además, que cuando ejercen la palabra lo hacen en el marco de límites que sólo las habilitan a pronunciarse en tanto víctimas, y esto sucede especialmente en el ámbito judicial. Se enfrentan a una paradoja: la de denunciar los mecanismos específicos de violencia a los que fueron sometidas en la dictadura por ser mujeres, y asumir la condición de víctimas, o la de no quedar clausuradas en esa definición. Este es un fenómeno que sucede en un contexto donde a nivel mediático es central la discusión respecto de la violencia de género, las dificultades ante una justicia patriarcal y la violencia simbólica, cuando el foco de atención se coloca sobre las mujeres y no en los responsables de la violencia.
Incorporan del feminismo el término revictimización y reclaman ser reconocidas como luchadoras. A diferencia de los primeros tiempos de la memoria, abandonan el relato de la inocencia y dan cuenta de sus militancias en organizaciones y acciones de distinta concepción estratégica de la revolución, que implicaron desde la repartición de volantes denunciando la dictadura, la participación en movilizaciones callejeras o asambleas, hasta las acciones clandestinas y armadas. Reivindican también haber sido parte de una historia de lucha por un mundo mejor, contestando así la mirada hegemónica que presenta a las mujeres como “compañeras de”.
Respecto a esta mirada en torno a los lugares secundarios de las mujeres en el mundo público, no mencionan en qué medida esta perspectiva también era la de sus compañeros políticos en los tiempos de su militancia. No hay una revisión de la división de responsabilidades ni de las representaciones de género de la época, en proyectos políticos, que al mismo tiempo que fueron emancipatorios les reservaron un lugar subordinado. La crítica a los compañeros políticos la efectúan sobre el relato y no sobre una experiencia militante desigual.
Su experiencia militante es presentada, ahora, con un aspecto diferencial: su desobediencia al orden de género. Denuncian que los militares las castigaron doblemente, por revolucionarias y por mujeres; además, señalan cómo la sociedad patriarcal no estaba preparada para tolerar mujeres que se alejaban de su destino doméstico. Aquí se representan como mujeres distintas sin seguir un destino biológico natural, sino justamente desafiándolo. Tímidamente aparece un relato de un cambio contracultural del que fueron protagonistas, y que había quedado opacado por la centralidad del cambio político institucional.
Nombran con todas las letras al patriarcado o patriarcalismo, un régimen donde están insertos sus compañeros y toda la sociedad. No hay especificaciones detalladas acerca de cómo funciona el patriarcado y cuáles son sus funcionalidades en el orden desigual en los términos socioeconómicos que se continúan denunciando; sin duda, la referencia a la dimensión cultural pone en tensión la noción de femineidad biológica muy presente en los primeros relatos testimoniales.
La idea de que otro mundo es posible, de que la revolución será feminista o no será, de que la rebeldía y la lucha han sido constantes en la historia de las mujeres parece haberlas contagiado y convocado. En los relatos de las expresas políticas inscriben sus desobediencias como parte de una historia de la que no quieren quedar otra vez relegadas.
Sus desobediencias son las del pasado, en el presente se muestran como militantes y luchadoras. Esta idea de mujer que lucha les permite, además, reconocerse en otras mujeres, en quienes las antecedieron, madres y abuelas. Las mujeres luchan, todas, porque todas habitan un mundo en el que les ha sido asignado un lugar subordinado, y como dicen ellas, ahora se han bajado del pedestal, de aquel lugar que las colocaba como seres excepcionales.
En sus relatos señalan cómo miran al pasado de otra manera, y especialmente nombran a las cómplices o educadoras que las han ayudado a desarrollar esa nueva mirada. Estas son las muchachas, las jóvenes del movimiento feminista quienes, con sus nuevas narrativas, sus prácticas irreverentes y el afecto las han convocado desde un feminismo que las ha interpelado profundamente en sus formas de narrar y recordar el pasado.
Las expresas políticas no encabezan las marchas, no salen en las fotos y portadas de los medios de prensa el 8 de marzo o el 25 de noviembre, no son mencionadas como las madres de la subversión feminista, como sucede con las Abuelas en Argentina. Por el contrario, son quienes van atrás o al costado, incorporándose de a poco. Se han enunciado desde un “nosotras mujeres”, y el “nosotras feministas” aún resulta un lugar un tanto ajeno. Son las “otras” feministas que las llaman y les proveen de nuevos sentidos.
Las expresas también rememoran su pasado desde una nueva comunidad afectiva, no únicamente la de las víctimas del terrorismo de Estado o la de expresas, sino desde una condición general de mujeres. En esta comunidad hay nuevas palabras y conceptos, y hay afecto. Hay un abrazo, un contacto cuerpo a cuerpo que brinda un calor cargado de significados porque el 8 de marzo, dicen ellas, es un espacio de aprendizaje. Al influjo del movimiento feminista, la memoria y el pasado reciente se significan de un modo distinto y esto genera efectos en quienes narran ese pasado como protagonistas.
Una preocupación de una parte importante de los estudios en el campo de la memoria ha sido cómo una generación le lega el pasado a otra que no vivió los hechos de forma directa. Sin embargo, en este artículo vemos que el proceso ha sido distinto, que quienes no vivieron directamente los hechos del pasado reciente, y son protagonistas del momento feminista actual, les transmiten a las expresas políticas un repertorio de ideas en donde es posible reconstruir una memoria feminista de largo alcance. Las jóvenes les hacen llegar los conceptos de patriarcado, invisibilización, revictimización, silenciamiento, entre otros, más un repertorio de prácticas rebeldes callejeras, que, aunque miran desde la vereda, las interpela y conduce a repensar en sus propias rebeldías. Las expresas políticas están transitando de una historia de resistencia a una de desobediencia, y la nueva primavera feminista es responsable en buena parte de esa travesura de la memoria.