A manera de introducción
Ana suspira al recordar la anécdota. Cuando empezó la pandemia ella era psicóloga de un hospital público en Tlaxcala, estado ubicado en el centro de México, y le pidieron entrar en el área de Covid-19 para dar atención psicológica a las y los pacientes internados. “Me decía: ¡no les voy a ayudar a nada, porque ni se les va a escuchar, qué terapia psicológica va a querer recibir un paciente, sintiéndose de la fregada, no va a tener ni ganas de platicar!”, recuerda. Tal como imaginaba, no se podía hablar mucho con las y los pacientes, si intentaba hacerlo su oxigenación bajaba; el ruido de los diferentes aparatos médicos creaba un ambiente tal que hacía casi imposible poder escuchar algo. “No les di una terapia como tal, pero lo que sí hice fue emplear lo que sé, lo que ya tengo de herramientas para trabajar […] y traté de adaptarme a lo que había, también de adaptarme al paciente”, continúa.
Yo les ponía [música], ese fue un experimento que yo hice, y me di cuenta con el tiempo de que funcionaba, finalmente los pacientes se morían, pero al menos se morían tranquilos. Hubo un momento en que me sentía también perdida porque dije: “creo que esto ya no es un apoyo psicológico, sino una ayuda para el bien morir”. Yo sentía que me volvía con ellos como si fuera su familiar o una persona que les estaba acompañando para que cerraran sus ojitos y se fueran para otro plano. Entonces, platicaba un poco con ellos y detectaba que a algunos les gustaba esta parte de la religión, yo les preguntaba qué querían escuchar, les hacía conciencia de que debían estar ya tranquilos, que su corazoncito estaba latiendo muy despacito y que estaban haciendo mucho esfuerzo por respirar, demasiado, y que lo mejor era irse ya tranquilos, tranquilizarse (Ana, psicóloga, Tlaxcala).
El “experimento” de Ana dejó de ser parte de una atención personalizada para convertirse en una expresión colectiva que empezó a formar parte del ambiente hospitalario. Se alió con la compañera responsable del conmutador que voceaba, cada tanto, algunos avisos y buscaba a algún miembro del personal médico; de pronto, la música comenzó a escucharse en todos los rincones del hospital: “lo conectábamos al aparato que está ahí en el conmutador y ya la chica del voceo conectaba todo ¡y hacía que se escuchara bomba!”, cuenta con mucha emoción. Como si fuera un programa de radio, se comenzaron a escuchar felicitaciones de cumpleaños, la reproducción de audios que enviaban familiares en alguna fecha especial para las y los pacientes, y se tocaban las canciones que eran solicitadas. “Me veían en los pasillos, me decían: ‘yo quiero esta canción, ponme esta canción’, y entonces les gritaba: ‘ya me voy [del área Covid-19], la lista de las canciones porque ya me voy”.
Me empecé a dar cuenta que había muchos familiares que con el paso del tiempo se iban olvidando de los pacientes que tenían allá adentro […]. Me volví mentirosa, porque yo decía: “los familiares del señor Agustín Mendieta dedican esta canción con mucho cariño y mucho amor”, entonces todo el hospital la escuchaba (Ana, psicóloga, Tlaxcala).
El relato de Ana invita a reflexionar acerca de los espacios que habitamos y con los que nos relacionamos continuamente, los cuales son eminentemente sensoriales. Elementos como olores, sabores, colores, distancias, formas, temperaturas, consistencias o sonidos conforman nuestra experiencia dentro de lugares específicos. Ana, a través de su narración, nos habla de aquellos vínculos afectivos que se van a tejer en torno a las dinámicas sonoras, especialmente con la música que, como dice Lutowicz (2012), crea significados, afectos y recuerdos.
La dinámica sensorial de dichos espacios también está permeada por relaciones de poder y jerarquías a partir de la clase de procedencia, el género, la edad o la etnia que marcan los límites de lo “sensorialmente permitido” (Howes y Classen, 2014). De esta manera, es posible entender cómo, por ejemplo, en el caso que Ana cuenta, su jefa de guardia intentó marcar su jerarquía a partir de la prohibición de otros sonidos que no fueran los propios de un hospital y los autorizados por ella: “decía que era mucho ruido […], que si se presentaba una urgencia en ese momento el voceo estaba ocupado en ese tipo de cancioncitas y así, pero no le hicimos caso”.
A partir de su relato, también es posible apreciar las dimensiones corpóreo-sensibles de la atención del personal de salud durante la pandemia. Esto es, las experiencias sensoriales cuyo referente material es el cuerpo, su propio cuerpo que las experimenta y las siente (Sabido, 2016). De la misma manera, el reconocimiento (o no) de las personas como dolientes y sufrientes nos permite pensar que la “corporeidad se construye relacionalmente” (Le Breton, 2002, p. 19), y que ésta se vincula a un régimen de sensibilidad (o de insensibilidad) que pasa por comprender al Otro como sujeto (Butler, 2010; Cervio, Lisdero y D’Hers, 2020). El estudio de la corporalidad, la sensorialidad, la sensibilidad y las emociones hace posible reflexionar acerca de un fenómeno social en clave política, es decir, cómo a ciertos cuerpos se les está permitido sentir determinadas sensaciones y expresarlas de las maneras socialmente “correctas”, y tales “formas de sentir” y emocionarse están vinculadas, como se mencionó anteriormente, con factores de clase, género, etnia o edad, por nombrar algunos (Howes y Classen, 2014).
Este escrito tiene la finalidad de analizar las formas en que el personal de salud -de hospitales públicos y privados primordialmente de la región centro de México- durante la contingencia acompañó o no el dolor y sufrimiento de las personas, a partir de estrategias sensoriales como las que Ana menciona; donde el oído, el tacto y en menor medida la vista, jugaron papeles esenciales en la atención a la salud. Considerando que, gran parte del trabajo de cuidados que se realiza dentro de los hospitales lo llevan a cabo de manera prioritaria las mujeres (enfermeras, psicólogas, trabajadoras sociales), se reflexiona acerca de cómo dicha labor se encuentra vinculada a estereotipos de género, donde el uso de la sensorialidad, en el caso de ellas, es para cuidar, pero no necesariamente para curar.
Este artículo también examina la manera en que emociones socialmente compartidas como el miedo al contagio y también la falta de reconocimiento del Otro como sujeto, se articuló con regímenes de insensibilidad que provocaron dolor. A partir de los relatos del personal de salud -medicina, trabajo social, enfermería, paramedicina y psicología-, comprenderemos cómo el equipo médico modificó su manera de ver, oír o tocar a las personas enfermas. Lo anterior, significó adaptar, innovar y, en alguna medida, desechar algunas de las prácticas de exploración y atención que suelen realizarse.
El texto está dividido en cinco apartados. El primero es una serie de notas metodológicas que explican cómo fue realizada esta investigación, quiénes participaron, y a partir de qué técnicas de recopilación de información; también se realiza una breve reflexión de la importancia metodológica de la investigación sensorial y el género. El segundo apartado es un breve acercamiento teórico a la sensorialidad, la sensibilidad y las emociones, en él se intenta mostrar cómo la sensación y la percepción son tanto procesos físicos como sociales, culturales e históricos que necesitan un referente corporal para materializarse. Dichos procesos son, además, afectivos, lo que implica el despliegue de una serie de sensibilidades que involucran relaciones de proximidad o de distanciamiento. El tercero se enfoca en el miedo y el dolor como emociones políticas que estuvieron circulando durante la pandemia y afectaron las maneras de percibir y atender a las personas enfermas; se presume que dichas emociones se articularon con procesos históricos de larga data, como la falta de reconocimiento de las personas como sujetos sintientes debido a su condición de clase, género, edad o procedencia étnica.
El cuarto apartado se centra en la transformación de la sensorialidad en el ámbito de la atención sanitaria a partir de la pandemia; se explora cómo la escucha, el tacto o la visión tuvieron que adaptarse o adecuarse a la situación de la pandemia que no permitía auscultar sin guantes ni Tyvek2, mirar sin careta ni cubrebocas o escuchar lejos del ruido de las máquinas que suministraban oxígeno. Y, finalmente, en la quinta y última parte, se analiza toda una serie de estrategias sensibles que fueron implementadas, en algunos espacios de atención hospitalaria, fundamentalmente por mujeres, como formas políticas de lucha contra los regímenes de dolor, sufrimiento y olvido.
Algunas notas metodológicas
Este texto se deriva de una investigación más amplia que busca comprender cómo -en condiciones excepcionales como las que se presentaron durante la pandemia de Covid-19- las personas han tenido que enfrentar los procesos de morir, analizando el trabajo de cuidados y sostenimiento de la vida como una actividad altamente generizada3. El trabajo de cuidados representa no sólo “las pequeñas y grandes atenciones que las mujeres llevan a cabo para el bienestar de los miembros del hogar” (Carrasquer, 2013, p. 96) -respondiendo a un imperativo social donde ellas tienen a su cargo el sostenimiento de la vida-, sino que también se traslada a otros espacios no domésticos como puede ser el campo hospitalario donde son primordialmente mujeres (psicólogas, enfermeras, trabajadoras sociales) las que se encargan de las tareas de cuidar4.
Como en toda investigación de largo aliento, la información que se recopila rebasa las expectativas iniciales y suelen aparecer algunos otros temas interesantes que no necesariamente se articulan de forma directa con el objetivo central de la investigación. Eso fue lo que sucedió, al preguntar de la experiencia del equipo de salud acerca de la muerte y las formas en que atendía la enfermedad en este período, comenzaron a emerger aspectos como el “traje de astronauta” que debían portar, la incomodidad que les representaba y lo difícil que era trabajar con él. Gran parte del trabajo médico y de enfermería tiene que ver con tocar, ver, escuchar y sentir al cuerpo enfermo, es decir, el uso de estetoscopios, auscultaciones manuales, sentir la respiración de las y los pacientes, observar su semblante. El traje que debían portar dificultaba esa labor, ya que no podían escuchar de manera clara el corazón o los pulmones, los dos o tres pares de guantes que usaban representaban una barrera para la sensorialidad y, por lo tanto, tuvieron que inventar nuevas formas para realizar su trabajo, es decir, tuvieron que cambiar un orden sensible propio de su actividad profesional por otro más adecuado para las circunstancias.
En las entrevistas con el personal de salud, fue emergiendo como uno de los temas centrales la emocionalidad, no sólo de las personas que se encontraban enfermas y necesitaban atención, sino también narraron el enorme trabajo emocional que tuvieron que desplegar para realizar su labor. Para Hochschild (2003) el trabajo emocional puede entenderse como aquella labor que acompaña los trabajos que las personas (especialmente las mujeres) tienen que realizar, implica una gestión emocional de los propios sentimientos y también los de las otras personas con las que se interactúa. En este sentido y para el caso que nos atañe, el trabajo emocional dentro de los centros hospitalarios implicaría, entre otras cosas, poner al servicio de las y los pacientes un oído para empatizar, la voz para confortar o los ojos para mirar y empatizar con el sufrimiento del Otro.
Las experiencias que compartieron las personas entrevistadas abordaron los sentimientos de rechazo o miedo que experimentaron o bien percibieron de sus compañeras o compañeros, y que algunas veces se cristalizaron en prácticas denigrantes y muchas veces dolorosas. También sus narraciones evidenciaron acciones sensibles ante el dolor y el aislamiento del Otro, lo que permitió que reflexionaran acerca de las múltiples respuestas éticas que se pueden tener ante el sufrimiento de las y los demás.
Aunque la investigación aún sigue en curso, para el desarrollo de este texto se emplearon trece testimonios de personal de las áreas de medicina, trabajo social, enfermería, medicina de urgencias (paramedicina) y psicología. La mayoría de las personas participantes son mujeres (diez) y al momento de la epidemia se encontraban trabajando casi todas en hospitales públicos de población abierta o para personas derechohabientes. Una persona entrevistada trabajó en un hospital que se creó exprofeso para la atención durante la contingencia, y la mayoría de los testimonios son de experiencias en el centro del país (Ciudad de México, Estado de México, Querétaro y Tlaxcala). Es importante mencionar que todos los nombres de las personas participantes fueron cambiados y se omitieron datos que permitieran identificarles, tales como los hospitales en donde trabajaban y el cargo que ocupaban (ver tabla 1).
Nombre | Estudios | Ciudad donde trabajó durante la pandemia | Tipo de dependencia | Actividad durante la pandemia | Años de Experiencia al momento de iniciar la pandemia | |
1 | Arturo (en línea) | Médico cirujano general, actualmente estudiando una maestría en Salud pública, Licenciatura (trunca) en Psicología | Ciudad de México | Pública, creada exprofeso para atender la contingencia sanitaria | Atención a pacientes | Recién egresado, un año de servicio Social |
2 | Catalina (presencial) | Médica cirujana general, maestría en Dirección de instituciones de salud, diplomada en Medicina transfusional | Estado de México | Pública, atención a población abierta y atención privada | Atención a pacientes | 4 años |
3 | Denisse (en línea) | Médica cirujana general, actualmente trabaja como Médica industrial | Querétaro | Pública, atención a personas derechohabientes | Atención a pacientes | 1 año |
4 | Esthela (presencial) | Licenciada en Enfermería | Estado de México | Pública, atención a personas derechohabientes | Atención a pacientes | No especificado |
5 | Indira (presencial) | Médica cirujana general, especialista en Salud pública, Epidemióloga | Estado de México | Pública, atención a personas derechohabientes | Atención a pacientes | No especificado |
6 | Julián (en línea) | Licenciado en Enfermería, técnico laboratorista clínico, maestría en Gestión directiva de la salud, terapeuta en biodescodificación | Ciudad de México | Público atención a personas derechohabientes | Administrativo y atención a pacientes | 19 años |
7 | Graciela (en línea) | Licenciada en Trabajo social, tanatóloga | Estado de México | Pública, atención a población abierta, consulta privada | Administrativo y atención a familiares | Alrededor de 17 años |
8 | Marisela (en línea) | Enfermera especialista pediatra | Ciudad de México | Pública, atención a personas derechohabientes | Administrativo | No especificado |
9 | Melina (en línea) | Licenciada en Trabajo social | Estado de México | Pública rural, atención a población abierta | Atención a familiares | Alrededor de 5 años |
10 | Salma (en línea) | Técnica en Urgencias médicas (paramédica), Licenciatura (trunca) en Enfermería (4 semestres) | Guanajuato | Institución de Asistencia Privada | Atención a pacientes en ambulancia | 4 años |
11 | Ana (en línea) | Licenciada en Psicología | Tlaxcala | Pública, población abierta | Atención a pacientes | Más de 13 años |
12 | Gisela (en línea y telefónica) | Licenciada en Psicología, especialidad en cuidados paliativos y maestra en Psicooncología | Sinaloa | Pública, población abierta | Atención a pacientes pediátricos y familiares, consulta privada en línea | Alrededor de10 años |
13 | Joaquín (en línea) | Licenciado en Psicología, maestría en Terapia psicoanalítica | Estado de México | Consulta privada en línea | Atención a pacientes | Alrededor de 4 años |
Fuente: Datos obtenidos durante la investigación.
Para poder llegar a las personas entrevistadas se emplearon dos estrategias: la bola de nieve y la difusión de la convocatoria en una red nacional de psicólogos y psicólogas5. Inicialmente, las entrevistas estaban pensadas para personas que hubiesen laborado durante la pandemia únicamente en la ciudad de México o el Estado de México, ya que se consideraba que características como los insumos recibidos o el tipo de pacientes que atendían eran similares y podían ofrecer un buen panorama del tipo de atención dada, así como las experiencias acerca de la muerte. Conforme fue avanzando el trabajo de campo me di cuenta de que, al parecer, el tipo de hospital (público, privado, población abierta, población derechohabiente) es el que de manera más clara contribuye a pensar en experiencias más o menos compartidas. Esto no implica de ninguna manera que, por ejemplo, las zonas donde se encuentre ubicado el hospital (espacio rural o urbano, o bien lugares con altos niveles de violencia social) no repercutan en la dinámica interna de los centros de salud.
Otro aspecto importante de señalar es que, debido a la saturación del sistema hospitalario durante la pandemia, hubo un gran flujo de pacientes, personal, insumos e información entre los centros de salud de cualquier nivel y entidades federativas, por lo que se dificulta pensar en experiencias propias de determinado hospital o región, aunque sin duda las hay. Aunque aún no se ha explorado en profundidad esta posibilidad, es probable que los diferentes momentos por los cuales atravesó la pandemia hayan homogenizado, de alguna manera, el tipo de atención y las experiencias en el sistema de salud, por ejemplo, tener más o menos información del curso de la enfermedad, cómo controlarla o qué tipo de medicamentos administrar; contar con protocolos o no, o bien tener personal extra contratado para enfrentar la contingencia. En el caso de las y los psicólogos que además brindan terapia de manera particular, el tema de las experiencias de atención es aún más complejo. Debido a que estuvieron brindando terapia en línea y sus pacientes provienen de cualquier parte del país, sus testimonios muchas veces ofrecen experiencias desregionalizadas.
Las entrevistas se realizaron entre los meses de marzo y agosto de 20236 de forma presencial, en línea y sólo en un caso se llevó a cabo de manera mixta (virtual la primera parte y telefónica la segunda), cada persona entrevistada escogía la modalidad de participación que deseaba tener, aunque ésta dependió muchas veces de su ubicación geográfica o de su carga laboral; la duración de cada entrevista fue de entre hora y media y dos horas7. Antes de la entrevista se les hizo llegar una hoja de consentimiento informado y un formato con información detallada del objetivo de la investigación, se les explicó que no se colocarían datos que permitieran identificarles y se cambiarían sus nombres. Se mencionó que la investigación se realizaba con fines académicos, que toda la información quedaría bajo mi resguardo y que, en caso de cambiar de opinión, aun habiendo dado su testimonio, los datos compartidos no se utilizarían y se borraría el audio con su participación. Todas las entrevistas fueron grabadas únicamente en voz y bajo expresa anuencia de las y los participantes.
Es importante decir que el tipo de tema tratado en la investigación movilizó un gran cúmulo de emociones en las personas entrevistadas y en mí también. Las y los participantes no sólo prestaron sus servicios profesionales para la atención de la pandemia, sino que muchas veces también perdieron en el proceso a sus seres queridos. Los miedos y dolores de sus pacientes muchas veces representaban también sus propios miedos a contagiar o contagiarse, morir o ver morir a alguien cercano y, sobre todo, a no saber qué hacer. Y, aunque cada una de las entrevistas tuvo una gran carga emocional, se buscó tratar el tema lo más cuidadosamente posible para no causar sufrimiento o dolor.
Finalmente, es posible decir que las investigaciones de corte sensorial y emocional permiten problematizar, desde ángulos poco estudiados, “la reproducción y mantenimiento de las desigualdades sociales” (Peláez, 2016, p. 149) en diversos contextos. Que las personas sientan, se emocionen o se vinculen afectivamente con determinado fenómeno social no es meramente la expresión de su inclinación individual hacia dicho objeto, sino muestra lo que dé social y cultural tiene tal percepción (Howes, 2014).
Una breve reflexión teórica en torno a la sensorialidad, la sensibilidad y las emociones
Experimentamos el mundo y nuestros propios cuerpos a través de los sentidos (Classen, 1997), éstos no son simplemente receptores de información, sino que, como indican Domínguez y Zirión (2017), “tienen un papel activo en la definición de los procesos de individuación, socialización y adaptación, así como en la adquisición y la transmisión del conocimiento por vía de la cultura” (p. 10).
Si bien nacemos con ciertas capacidades sensoriales éstas son “susceptibles de aprendizaje” (Domínguez y Zirión, 2017, p.10) según lo permita el contexto social de referencia. Las experiencias que vamos acumulando a lo largo de nuestra vida permiten que vayamos entrenando de alguna manera nuestros sentidos (Sennett, 2009), es por esta razón que un cocinero, por ejemplo, es capaz de identificar los diferentes condimentos por el olor que desprenden, o sepa la textura adecuada que debe tener un guiso. Del mismo modo, la perfumista entrena su olfato para distinguir el aroma de las flores y saberlas combinar para producir una fragancia exquisita o, como en el caso que aquí nos compete, el personal del área de salud aprende ciertas habilidades de escucha necesarias para la auscultación y la vigilancia de las personas enfermas (Domínguez, 2019). Del mismo modo, el aprendizaje sensible también puede ser inhibido (Domínguez y Zirión, 2017), como cuando a los niños varones se les impide tener experiencias sensoriales táctiles en prácticas como el cuidado.
La experiencia sensorial es una experiencia encarnada, se siente con y a través del cuerpo. Este cuerpo “multisensual” (Sabido, 2019, p. 18) implica comprender la conjunción de efectos que tienen los diversos canales sensoriales en y sobre el cuerpo, de tal manera que, por ejemplo, no sólo se oye una palabra amorosa a través de los oídos, sino que también puede ser sentida táctilmente “debido a la naturaleza vibrátil del sonido a través del cual éste adquiere la capacidad de ‘tocarnos” (Chion en Domínguez, 2015, pp. 99-100).
Los sentidos pueden experimentarse como individuales, pero como señala Cervio (2012), se trata tanto de configuraciones “físico-biológicas como histórico-sociales a partir de las cuales el sujeto establece relaciones y configura las maneras del sentir(se) en/con las cosas, con los otros y con sí mismo” (p. 10). Debido a que los sentidos son “dependientes de las regulaciones sociales” (Boragnio, 2018, p. 194 ), las formas de ver, sentir, oler, gustar o tocar serán diferentes en cada contexto histórico y social (Boragnio, 2018). Los sentidos son, además, interactivos, es decir, se construyen a partir de la relación entre las personas y están vinculados a estereotipos de raza, género, clase o edad (Howes, 2014). Es por esta razón que, como señala Jaquet (2010), es que “los ricos critican vivamente el olor de los pobres bañados de sudor y de este modo justifican el carácter legítimo de su explotación y de su distanciamiento, por el temor al riesgo de infección” (p. 112), lo cual, como indica la autora, llevaría a la justificación de estrategias de desodorización.
Por lo regular, en la explicación clásica en torno a las sensaciones y las percepciones se asume que las primeras pueden entenderse como las capacidades físicas del propio cuerpo, y a la percepción como aquel proceso de tipo mental que permite comprender qué es lo que estamos sintiendo (Domínguez y Zirión, 2017). Sin embargo, la percepción implica “sentir, reconocer, asociar y recordar al mismo tiempo” (Rodaway en Sabido, 2019, p. 26), por lo que la percepción sensorial depende tanto de nuestros órganos como de esquemas mentales configurados a partir de nuestros marcos culturales (Classen, 1997; Howes, 2014), de nuestra “trayectoria biográfica y de la posición que ocupamos en la estructura social” (Sabido, 2019, p. 25).
Sin duda, la percepción, al igual que las sensaciones, tiene un componente corporal, es el cuerpo y desde el cuerpo el lugar donde se materializa la interpretación del mundo y este cuerpo es, además, sensible. Como menciona Crossley (en Sabido, 2016), “percibimos desde una posición afectiva” (p. 70), percibimos con asco, con amor, con vergüenza o con cariño; de esta manera, nuestras percepciones están ancladas a ciertas sensibilidades. La dimensión cognitivo-afectiva que poseen las sensibilidades implica un proceso emocional anclado al cuerpo, a través del cual se construyen, ensayan y actúan las relaciones sociales (Peláez y Flores, 2022). Además, se tejen vínculos que suponen, como señala Simmel (en Sabido, 2020) “la condición de afectar y ser afectado” (p. 203) donde pueden experimentarse una gran amplitud de estados afectivos que implican, además, una relación de proximidad y distancia entre las personas capaces de afectarse mutuamente.
La sensibilidad no representa únicamente un proceso individual, sino que posee una dimensión histórica-social, lo cual implica que dichas sensibilidades son construidas colectivamente, se transforman con el tiempo y van a ser performadas a través de cuerpos individuales que son en realidad la expresión de procesos más bien colectivos. La sensibilidad implica procesos de reconocimiento del Otro, esto es, considerarle como un sujeto (Butler, 2010), y cada sociedad, en diferentes momentos históricos construye sus propios “regímenes de sensibilidad social que se materializan en prácticas (del hacer, decir, recordar, olvidar) regidas por dispositivos que regulan los sentires sobre el mundo (miedo, bronca, resignación, impotencia, felicidad, esperanza, etc.) y por mecanismos que lo vuelven ‘soportable’” (Cervio, 2012, pp. 10-11).
En este sentido, los regímenes de sensibilidad incluirían esas formas de “regular, ordenar, preestablecer y hacer cuerpo” (Cena, 2014, p. 87) dentro de determinadas condiciones históricas y sociales. Según Scribano (en Cena, 2014), tales regímenes incluirían una política de los cuerpos y una política de las emociones, lo que implica ciertas formas de regular la manera en que las personas sienten corporizadamente. El término “regímenes de insensibilidad” propuesto en este escrito, no representa necesariamente una oposición al ya propuesto por autores y autoras como Scribano (en Cena, 2014) o Cervio (2012), ya que la insensibilidad es en sí misma una sensibilidad que genera prácticas, formas de sentir y habitar, pero que pretende enfocarse y resaltar estas formas de distanciamiento, invisibilización del Otro, de sus sensibilidades, sensorialidades y corporalidades. Sin embargo, sí hay una diferencia en tanto se trata únicamente de sensibilidades que tienen a desvincular a las personas, aspectos que se desarrollarán a lo largo de los siguientes apartados8.
“Código 19, de área COVID a patología”. El miedo como parte de la experiencia sensorial hospitalaria
Indira se tapa los oídos como si aún pudiera escuchar aquellas palabras que se voceaban todo el día en el hospital donde trabajaba: “Código 19, de área COVID a patología”. En cada hospital, me cuenta, siempre se implementan una serie de códigos para referirse de manera abreviada a diferentes problemáticas del hospital, el código 19 surgió durante la pandemia y se aplicaba para las personas contagiadas de Covid-19 o que se sospechaba lo tuvieran. La siguiente parte: “de COVID a patología”, marcaba la ruta por donde iba a pasar el o la paciente, pero también indicaba, como en este caso, si la persona seguía con vida o ya había muerto.
Todavía a mediados del año pasado [2022], súper frecuentemente era “Código 19 de área COVID a patología”, ¿y eso qué significa?, pues que ya se murió otro y otro y otro, entonces esas señales, esos avisos verbales… ¡la gente se moría, así, como cosa!, y pues obviamente también se morían muchos pacientes que parecía que iban a librarla, pero se morían, suena a broma, pero incluso se hacía su apuesta “no la va a brincar, y sí se salvó”, pero mucha gente que decías “sí la va a brincar y se moría” […]. Se supone que hay mucho conocimiento científico en el hospital. Yo creo que era lo mismo o hasta peor que lo que ocurría en la calle, exacerbado ese temor por la infección. Entonces, esos códigos para llevar a las personas y el miedo, el enojo de los que atienden, estar en área COVID es como “apestados”, un castigo.
¿Qué emociones te generaba escuchar el código a cada rato?
Frustración. Te ponen como la fragilidad humana en la punta de los dedos, ciertamente, sí, un poco lo lamentas por la persona que falleció, pero lo lamentamos más de forma universal, porque esa persona que va ahí es una persona que alguien quiso (Indira, médica, Estado de México).
Siguiendo a Lacan, Segato (2020) menciona que la pandemia por Covid-19 pudiera ser entendida como una “irrupción de lo real”, cuyo “gran desconcierto ha sobrevenido en el mundo frente a esta rara plaga de conducta arcaica” (p. 410). Esta nueva y rara enfermedad altamente contagiosa trajo consigo la emergencia de otras formas de ensayar la medicina y los cuidados hospitalarios, pero también hizo brotar antiguas y persistentes desigualdades sociales9. Sobre todo, en las primeras fases los procesos de atención hospitalaria muchas veces se realizaron a partir de ensayo y error, las personas entrevistadas coinciden en la incertidumbre que generaba el trato con las y los pacientes, tal y como lo cuenta Arturo (médico, Ciudad de México):
No sabíamos qué hacer, o sea, me acuerdo que tomábamos, no sé, casi cuatro o cinco metros de distancia entre nosotros y las pacientes, y les gritábamos, ¿no?, teníamos que hacer las historias clínicas y les gritábamos casi, casi así como de: “¿cómo está?”, y me acuerdo que eran seis enfermeras para tomarle signos vitales y no se querían acercar demasiado.
Como se puede observar en ambos testimonios, la atención brindada no sólo estuvo guiada por la falta de conocimiento del curso de la enfermedad, sino que también se asoció con las emociones que provocó en el personal que tenían que atenderla. En su narración, Indira menciona que el miedo o el terror hacia la probabilidad de infectarse, llevó a prácticas hospitalarias “peores” de las que podían ocurrir en la calle. Las emociones no pueden comprenderse únicamente como estados subjetivos e intrapsíquicos, sino que deben entenderse como procesos sociales influidos fuertemente por “sistemas de creencias culturales y morales. Por esta razón, las emociones están ligadas al orden social (deber ser/deber hacer)” (Rodríguez, 2008, p. 152).
Bauman (2007) señala que los miedos impulsan a las personas a poner en marcha toda una serie de medidas para protegerse, las cuales “dan un aura de inmediatez, tangibilidad y credibilidad a las amenazas reales o putativas de las que los miedos presumiblemente emanan” (p. 171). Lo cual implica que el miedo es una forma de actuación (Reguillo, 2006) “orientada por las pertenencias sociales y culturales de los actores” (p. 49) que aprenden a “dotar de contenidos específicos ese miedo” (Reguillo, 2000, p. 5), durante el curso de sus vidas.
El miedo, además, puede formar “parte de los mecanismos de reproducción y recreación del orden social” (Luna, 2005, p. 25) y, como dice Ahmed (2015), construye fronteras a partir de establecer cuáles son los objetos “de los cuales el sujeto, al temer, puede huir. A través del miedo queda afectada no sólo la frontera entre el yo y el otro, sino la relación entre los objetos temidos” (p. 112). El miedo, continúa la autora, no se puede explicar únicamente por la falta de conocimiento acerca del objeto temido y, por lo tanto, no sólo es consecuencia de los peligros y amenazas objetivas que puede representar tal objeto, sino más bien, tiene que ver con la apreciación que se hace de los Otros como fuentes y portadores de peligro. Tal apreciación pasa por una serie de construcciones socioculturales sobre el Otro, que no se elaboran en el mismo instante en que se siente miedo, sino que son producto de procesos sociales que las personas incorporamos a través de la socialización. De tal manera que, como indica Reguillo (2000), se construye al Otro “a imagen y semejanza del miedo. Hay otro al que se le puede culpar de los miedos provocados” (p. 8).
Construir a los otros como temibles y amenazantes es parte de algo que Ahmed (2015) llama “política del miedo”. Dichas percepciones de peligro “funcionan, por consiguiente, para justificar la violencia en contra de otros, cuya existencia llega a sentirse como una amenaza para la vida del cuerpo” (Ahmed, 2015, pp. 107-108). La sociedad, en ese sentido y, como la afirma Reguillo (2000), “responde con la construcción de figuras, relatos y personajes que son transformados en los verdugos” (p. 6). Siguiendo esta línea de ideas, se puede decir que el miedo al contagio o a la muerte por Covid-19 no puede explicarse necesariamente por la letalidad del virus, la carencia de información respecto de las formas de tratamiento o la desinformación del curso de la enfermedad, sino que ese proceso de sentir miedo pasa por la forma en la que se construyó social e institucionalmente a la enfermedad, y a quienes la portan como irresponsables, descuidadas, inconscientes, y que parecían coincidir, en su mayoría, con una clase social: la más pauperizada10.
Se puede decir, que fueron los “cuerpos precarios”11 (Cervio, Lisdero y D’Hers, 2020, p. 50), los más susceptibles de recibir violencia dentro de las instituciones hospitalarias. Se trata de cuerpos históricamente “marcados por la falta de acceso a los nutrientes, enfermos por los procesos de contaminación, estresados por las exigencias laborales y sociales a que se encuentran sometidos” (Cervio, Lisdero y D’Hers, 2020, p. 50). Estos sujetos encarnan en su cuerpo las desigualdades cotidianas y la presencia del Covid-19 vino a sumarse como un factor más de esa desigualdad social. El caso que narra Gisela ilustra este aspecto:
¡Y nadie quería atenderlos, o sea, por Dios santo, hubo niños que se me murieron solos y sin atención en el área COVID! No entraban, era impresionante, dejaban a los residentes de primer año solos con los pacientes de COVID, o sea, perdón, sí es médico general, pero no es pediatra y ni siquiera es neumólogo, entonces, pues creo que era el miedo, esta parte de las autoridades que les valía, tú buscas a las autoridades y no estaban en el hospital. Fíjate, nosotros, yo no sabía, éramos cinco psicólogas, cinco psicólogas conmigo, las otras cuatro durante la pandemia jamás fueron, yo era la única que iba (Gisela, psicóloga, Sinaloa).
Estos cuerpos son precarios porque las normas políticas, económicas o sociales que permiten reconocer a las personas como sujetos no las incluyen. En el caso que Gisela narra, el miedo como producto de la desinformación, la falta de experiencia con la enfermedad o la ausencia de protocolos para su atención, no alcanza para explicar el abandono y las violencias que sufrieron las y los niños. Ellas y ellos no fueron reconocidos como sujetos y, por lo tanto, su cuerpo y sus sentimientos no importan; no son, como indica Butler (2010), vidas que “merecen” ser lloradas.
El miedo, dice Ahmed (2015, p. 114) “es una experiencia corporizada”. El miedo se “siente” en el cuerpo, lo atraviesa y muchas veces se queda “pegado” a él. Implica, además, una relación de espacialidad, por ejemplo, alejarse del objeto temido. Sin embargo, la posibilidad de alejamiento o no de determinados cuerpos “enfermos”, así como los riesgos asociados a una proximidad con menores posibilidades de protección no se manifestó de la misma manera en los espacios hospitalarios, sino que muchas veces dependió de ciertas jerarquías, tal y como relata Indira:
Llegaba el camillero así todo tapado con su equipo de protección, se ponía a la persona que ya se había identificado que tenía COVID y se cerraba el área de los pasillos que llevaban hasta el área COVID a la cama de hospitalización, y nadie podía pasar. Y entonces, llevaba el camillero a la persona enferma y detrás iba uno de los compañeros de intendencia, echando con un aspersor un sanitizante […], que es echar una sustancia de dudoso efecto, pero que tiene un efecto mágico de protección. Tú veías una nubecilla blanca, y ahí iban, ya el camillero llevaba la cama, y ahí todos cubiertos con trajes especiales, lo recibían, lo ponían en la cama, etcétera (Indira, médica, Estado de México).
Cuando un paciente era detectado con Covid-19, el hospital ponía en marcha todo un sistema que separaba a las personas sanas de las enfermas a través de una serie de técnicas espaciales, corporales y sensoriales que marcaban los límites de salud-enfermedad. Así, se cerraba el área por donde pasaría la persona enferma, se rociaba un líquido que, como indica Indira, tenían más bien un efecto simbólico de limpieza; tales estrategias permitían sentir alejado el virus de los cuerpos de las personas sanas. Sin embargo, como es posible apreciar, no todas las personas podían alejarse de la misma manera: el camillero y los compañeros de limpieza que, dentro de los sistemas hospitalarios ocupan las jerarquías más bajas, son quienes quedaban más expuestos.
Un caso parecido narra Salma, una paramédica que en el momento de la pandemia se encontraba trabajando en Guanajuato, en la dependencia donde laboraba contaban con una ambulancia exclusiva para traslados de Covid-19, ella fue asignada, junto con otro compañero, a realizar traslados de este tipo de casos. No siempre pudo mantener alejada la posibilidad de contagio, ya sea porque no siempre se le brindó equipo de buena calidad o porque familiares mentían acerca de los síntomas de su paciente. En este sentido, es posible pensar que se le puede mentir a una paramédica (o paramédico), pero no a una doctora o doctor:
Se les decía: “claro que se puede ir, pero la ambulancia de COVID ahorita está ocupada”, no, sí no tiene eso [le decía la o el familiar] y le decías: “señora, por favor, sea muy consiente porque mis compañeros no van a ir con el equipo necesario”. No, no tiene nada de eso, ¡cómo cree! Entonces, ya llegabas, tú así toda normal, con tu cubrebocas y tus guantes, pues, pero no llegabas con Tyvek y resultaba que sí tenía síntomas de COVID, tenía fiebre y ya cuando estabas ahí, la señora te decía todos los síntomas que tenía y le decías: “señora sí se le preguntó eso por teléfono”.
Ya que estaban ahí y que resulta que sí era COVID, ¿qué hacían si no llevaban equipo?
Primero llorar, pues sólo terminábamos de revisarlo, o sea, a fin de cuentas, ya estábamos todos contagiados o contaminados por no tener el equipo necesario […], ya habías tenido el primer contacto con el paciente contaminado. Pues, ya nada más te quedaba como que rezarle a Diosito para que no te contagiaras en ese ratito por no llevar tu equipo completo o tu equipo necesario para atender a ese paciente (Sandra, paramédica, Guanajuato).
Se puede decir, para concluir este apartado, que todos estos casos comparten un factor ligado a la experiencia sensorial: un régimen de insensibilidad ante el dolor y sufrimiento de los demás; evidencian, por un lado, que el dolor implica “relaciones complejas de poder” (Ahmed, 2015, p. 49) y, por el otro, que ante una contingencia sanitaria de esta naturaleza lo que se necesitaba, y quizá mucho más que cualquier otra cosa, eran respuestas éticas ante el dolor de las y los demás.
Sentir de otro modo. El cambio de orden sensorial en las prácticas de curar y cuidar
Cada campo social tiene su propio orden sensorial, es decir, una serie de normas que comprenden los modos en que se debe sentir y los sentidos que debemos emplear (Howes, 2014). Dichos órdenes sensoriales, como señala Howes (2014) “están entrelazados con los ordenamientos sociales” (p. 20). Si consideramos al espacio hospitalario como un campo social, se pueden encontrar formas correctas en que diferentes elementos sensoriales deben desplegarse: el color de la ropa del personal dependiendo de su actividad, los sonidos de las máquinas, el olor a desinfectante o el sabor insípido de los alimentos. Con la aparición del Covid-19, la estética y sensorialidad de los hospitales tuvo que modificarse, todos, sin excepción alguna, tuvieron que realizar adecuaciones para recibir a las y los pacientes para evitar el contagio12. De la misma manera, la atención del Covid-19 implicó también un cambio en el orden corporal y sensorial del personal de salud, tal y como lo cuenta Arturo:
¿Y cómo era trabajar con el Tyvek?
Era pesado, o sea, la verdad es que terminabas sudando hasta de lugares donde no sabías que podías sudar, o sea, porque era muy caluroso, era súper caluroso, ¿no?, y la verdad es que era súper pesado. A mí lo que más me asfixiaba era el cubrebocas, Tyvek digo lo soportas, hay un momento en el cual sí dejas de sentir la sensación de humedad ¿no?, o sea como que se te olvida o dejas de sentirlo, al principio es incómodo porque suenas ¿no?, rechinas como “cuas, cuas”, y sabes que estás todo mojado de todos lados, pero se te olvida. Digo, no pasa nada, ¿no?, pero el cubrebocas sí hay una sensación constante de ahogamiento, sí de sofoco, de ahogamiento (Arturo, médico, ciudad de México).
Las deshidrataciones eran… eran brutales, evidentemente el traer un goggle, un cubrebocas, traerlo por cerca de cinco o seis horas, pues estás respirando tu mismo dióxido de carbono, entonces sí llega un momento en el que: “mareados”. Uno salía muy mareado de las zonas Covid-19, hasta inclusive tuvimos compañeras, compañeros que se iban a desmayar por la misma situación, hubo otros que salíamos como si estuviéramos dopados (Julián, enfermero, ciudad de México).
Usar todo el equipo de protección que incluía el Tyvek, gorro, cubrebocas, goggles, careta y dos o tres pares de guantes, implicó un reaprendizaje corporal, no sólo en la manera en que el cuerpo debía de adaptarse a las condiciones que provocaba su uso como gran sudoración, sofoco, mareos, sino también en la forma en que debían realizar su actividad. Si bien, tanto hombres como mujeres tuvieron que usar el mismo equipo de protección éste representó un reto adicional para las mujeres durante sus periodos menstruales. Marisela señala que parte de sus labores administrativas fue conseguirle a sus compañeras enfermeras toallas sanitarias especiales:
Tuve que conseguir, bueno el hospital […] tuvimos [que conseguir] toallas, toallas así de las mega nocturnas, de las que les dan a las embarazadas cuando nacen sus bebés, de esas toallas yo les daba a mis compañeras para que se pusieran y por lo menos les durara las cuatro horas que tenían que estar ahí adentro (Marisela, enfermera, Ciudad de México).
Las mujeres emplearon diversas estrategias para poder realizar su trabajo y lidiar con su cuerpo. Esthela (enfermera, Estado de México), cuenta cómo algunas de sus compañeras usaban pañales que servían lo mismo para absorber la orina como la menstruación y poder aguantar turnos de hasta once horas13. Denisse (médica, Querétaro) por su parte empleó la copa menstrual y sus compañeras eligieron los tampones. A veces, también y dependiendo de los malestares menstruales, las enfermeras y las médicas intercambiaban turnos para suplir a sus compañeras mientras pasaba su período menstrual.
Como se mencionó líneas arriba, el nuevo orden sensorial incluyó también aprender otras formas de tocar el cuerpo para auscultarlo, otras estrategias para escuchar los pulmones o el corazón y colocar inyecciones o cánulas. Cada oficio, señala Payá (2016, p. 74), “adiestra determinadas partes del cuerpo” para poder realizar su actividad, el cuerpo se entrena y se moldea en función de un determinado “orden sensorial” propio de cada actividad profesional (Sennett, 2009); sin embargo, con la irrupción del Covid-19, el uso del tacto, el oído o la vista sufrieron transformaciones importantes.
¿Y era difícil trabajar con el traje?
Sí, es difícil. Digamos que, pues traes no solamente uno sino dos guantes, entonces, nosotros somos mucho de tacto, entonces el poder tocar al paciente, el poder sentir ciertas cosas estuvo limitado en ese aspecto porque no era lo mismo que tocarlo con tu mano, misma situación para poder utilizar el estetoscopio […]. Empezamos a utilizar un método en donde utilizábamos el estetoscopio por dentro del traje, o sea, nosotros siempre lo traíamos y violábamos un poquito el traje porque hacíamos un hoyito por el traje, y después rellenamos con cinta para poder sacarlo […] el estetoscopio normal lo cortamos, y conseguimos una extensión del mismo material del tubito del estetoscopio con otro estetoscopio que cortamos, entonces para que pudiera ser más largo y pudiera llegar al paciente, sin que tuviéramos nosotros que estarnos pegando al paciente porque pues, no es muy largo el tubito.
¿Y se oye igual con esas adaptaciones?
No, disminuye un poquito, o sea sí se oye mejor que traerlo arriba del traje y obviamente no estás tan en riesgo como quitar esa parte y ponértelo, pero pues sí se escuchaba y bastante bien, pero pues obviamente mientras más largo el tubito, más tiene que viajar el sonido y menos llega en la calidad (Denisse, médica, Querétaro).
Como se puede apreciar en la narración de Denisse, su cuerpo que ha adquirido ciertas destrezas sensoriales para poder ejercer su profesión requiere de extensiones que ayuden a sentir mejor los malestares de la o el paciente. En este sentido, el estetoscopio funciona, como indica Payá (2016), como una extensión corporal (ver imagen 1).
Un aspecto importante para reflexionar es la distinción en el uso de los sentidos que se puede llevar a cabo dentro del mismo espacio hospitalario: los sentidos pueden emplearse para curar, pero también para cuidar. De esta manera, podemos pensar que existe una visión para curar y otra para cuidar, una escucha y un tacto para curar y otro para cuidar. En el caso de las y los médicos, tocar, por ejemplo, no está relacionado con los afectos sino con el empleo de una destreza técnica que sirve para diagnosticar. Tocar también puede definirse como una práctica relacional que envuelve al Otro y que contribuye en la creación de vínculos (Duque, Lisbôa y Luz, 2013), aspecto que es dejado a otras áreas como la enfermería, la psicología o el trabajo social. Pensar los sentidos a partir de esta doble dimensión: para curar y para cuidar, nos lleva también a lo que Howes (2014) llamó la división sensorial del trabajo que, al mismo tiempo, también se trata de una división sexual de la sensorialidad.
Sabido (2016) señala que, por un lado, existen representaciones de los sentidos asociados al género, de esta manera los sentidos considerados inferiores como tocar, oler o saborear serían más femeninos; mientras que ver o escuchar estarían más asociado con lo masculino (Howes y Classen, 2014). Por el otro lado, los usos que se hacen de los sentidos también variarían genéricamente (Sabido, 2016)14, a saber, las mujeres tocan para cuidar, mientras que los hombres lo hacen para curar. Curar y cuidar no ocupan posiciones jerárquicas similares, curar está relacionado con la razón, la adquisición de conocimientos a partir de un esfuerzo considerable; mientras que cuidar se vincula estereotípicamente con las emociones naturales, con saberes prácticos que no emplean ningún tipo de razón ni esfuerzo para poderse ejecutar.
En el campo de la salud, al igual que en otros campos sociales, la visión y la escucha ocupan jerarquías más altas que el resto de los sentidos (Howes y Classen, 2014; Le Breton, 2009b) y aunque también es empleado el tacto, como se mencionó líneas arriba, éste es usado de manera técnica, para curar, sólo así asciende en la jerarquía sensorial15. Por el Covid-19, la visión quedó relegada a segundo plano y el oído tomó su lugar, ya que los lentes o los goggles se empañaban continuamente dificultando procedimientos básicos, como señala Denisse:
Los lentes, el traer lentes con ese tipo de trajes es… no muy agradable, digamos que se empañan, no solamente el lente, sino también el goggle se empaña. Entonces, había veces que traías empañado el lente, pero el goggle estaba clarito, y viceversa, entonces, “de todos modos no veo nada”. También teníamos muy limitada esa parte de la visión, o la otra, por el mismo sudor te caían gotitas de sudor al ojo, y era horrible porque ¿cómo te lo quitas? (Denisse, médica, Querétaro).
La visión durante el Covid-19 sufrió una especie de reacomodo, ya no era empleada como fuente primordial de conocimiento del Otro y producción de saberes médicos; sin embargo, la obstaculización de la visión, paradójicamente, pudo haber dado paso a otros usos de la mirada que se alejaron del campo técnico de la medicina y permitieron el (re)descubrimiento de la importancia del contacto afectivo con las y los demás. La mirada, desde esta óptica, se puede entender como “una experiencia afectiva, sensitiva y relacional, entre el mundo y nosotros y entre nosotros y los otros” (Viscaya, 2019, p. 256), que permite tocar al Otro, se trata de un acto inmaterial que opera de maneras muy simbólicas (Le Breton, 1999a)16.
El uso del Tivek para el equipo médico y el cubrebocas para las y los pacientes obstaculizaba primordialmente la apreciación del rostro, que puede ser entendido como “el lugar privilegiado para la aparición del Otro […] ya que origina un mutuo reconocimiento” (Le Breton, 2009, p. 142). Se ensayaron nuevas formas de mirar, ante la imposibilidad de ver el rostro de la otra persona, y así, poder tejer vínculos y construir, de otras maneras, eso que señala Le Breton (2009, p. 143): “unas emociones y unos recuerdos en común”17. De esta forma aparecieron los nombres y mensajes de aliento sobre los trajes o se hizo de la voz y su modulación un instrumento más de vinculación.
¿Y tenían algún tipo de estrategia para que las o los pacientes les reconocieran a pesar de que no podían verse las caras?
Sí, nosotros lo que hacíamos o los que empezamos a implementar fue que nos pegábamos nuestro nombre […], para mí fue algo muy bonito, porque justo […] en la parte de afuera de la zona, como del vestidor, hubo un momento en que se llenaron de todos los nombres de los médicos porque, pues terminabas la jornada y pegabas, ¿no?, como que pegabas tu nombre ahí […]. Hubo un momento en que había muchísimos nombres pegados, lo cual era muy simbólico porque, te digo, sin contexto eran nombres al azar, pero ya con el contexto eran nombres de compañeros de enfermería, de fisioterapia o médicos que al finalizar la jornada pegaban ahí su nombre (Arturo, médico, Ciudad de México).
“Una carta para Ximena”. La sensibilidad ante el dolor
Gran parte de nuestra memoria es sensorial. Recordamos a partir de sonidos, colores, aromas, texturas, sabores y como señalan Minsburg y Lutowicz (2010), estas memorias guardan una relación emocional a través de las experiencias que los sujetos tienen con su entorno. La narración en términos más sensoriales está ligada al género, Alexiévich (2020) señala que son las mujeres quienes, al evocar recuerdos, hacen referencia a sonoridades, espacios o luminosidades, en sus memorias están ellas como sujetas sintientes18. Catalina, recuerda con mucha emoción la vez en que le tocó leerle una carta a Ximena, joven conocida de su familia, que se encontraba intubada y, por lo tanto, inconsciente:
Se la habían mandado sus papás, pues obviamente abres la carta con mucho sentimiento y dices no voy a llorar, y es algo que no cumples porque su papá le expresaba que tenía mucho miedo de perderla […], le decía que la amaba mucho y que la esperaba con mucho cariño afuera y que así quedara como quedara, él la iba a querer, la iba aceptar y que le iba a tratar de darle lo mejor. La mamá, le pidió, literal que le rogaba a Dios que saliera, todos los días. El abuelito -eso sí me gustó un montón- porque el abuelo dijo: “maldita chamaca, dice, no es posible que estés allá adentro, yo esperándote aquí afuera […] quiero que salgas para que te dé una tunda como antes y puedas gritarme y contestarme: ‘abuelo ya no me estés molestando te voy a acusar con mi papá”’. Al final la tía le decía que la amaba mucho, que la esperaba con mucho cariño en casa, que ella no se preocupara por los gastos, que no se preocupara por la atención médica, que estaba en el mejor hospital, que estaba con los mejores médicos, que sólo lo único que le pedía era que luchara por vivir […]. Me gustó leerle esa carta porque estaba inconsciente, pero su cara, su rostro cambió el color, y estuvo tres meses intubada […] Yo creo que a todos les fue muy difícil, yo nunca recuerdo haber visto que un compañero no leyera una carta sin derramar una lágrima (Catalina, médica, Estado de México).
El relato de Catalina, además, permite reflexionar en torno a la visibilidad o invisibilidad del dolor. Moscoso (en Bernal y García, 2016), menciona que “la invisibilidad del dolor depende de la forma en que se construye la experiencia en función de los relatos de otros” (pp. 435-436), son los Otros quienes le dan su existencia (Bernal y García, 2016) y le otorgan reconocimiento (Ahmed, 2015). De acuerdo con los testimonios, los centros hospitalarios fueron espacios de reproducción de prácticas de invisibilización de dolor (como pudo apreciarse en un apartado anterior), pero también hubo formas de reconocimiento del sufrimiento como las que narró Catalina.
La alta probabilidad de contagio que supuso el Covid-19 representó, por ejemplo, un alejamiento forzado de las corporalidades (las de la familia y la persona enferma) y un confinamiento hospitalario que recrudeció el dolor a partir de la privación del contacto con los seres queridos. De esta manera, como menciona Le Breton (1999), “el sufrimiento de abandono o de rechazo aumenta el dolor” (p. 94). Presenciar el dolor, mirarlo, escucharlo, tocarlo y reconocerlo a partir de prácticas de acompañamiento del personal de salud, significó un regreso a la visibilidad de ese dolor. La posibilidad de que pacientes recibieran cartas, notas, videollamadas o dibujos de sus familiares no implicó la eliminación de su dolor, pero sí una respuesta ética ante él, como señala Graciela:
Cuando nosotros nos empezamos a dar cuenta que los pacientes estaban manejando mucha ansiedad, tu servidora sugirió que los familiares les metieran a los pacientes cartitas, porque tampoco nos daban como el acceso de alguna otra acción. Entonces esas cartitas se les entregaban a los pacientes y nos dimos cuenta que eso los mantenía un poquito como en motivación. A mí me hizo recordar el libro de “El hombre en busca de sentido”, o sea que al final […] que incluso justo lo que los mantenía como con esa esperanza, esa fe, eran, pues, las cartitas que sus familiares les mandaban y viceversa. Después, ya ellos pudieron empezar a escribir las cartas, pero las cartas se pegaban en los vidrios del acceso al área COVID, precisamente porque también estaba científicamente comprobado que el contagio del virus podía ir en el papel.
Entonces, ¿nada más podían pegarse, pero no podían tenerlas los familiares?
No, no, sólo verlas y tomarles fotos por así decirlo […]. La verdad eran situaciones muy críticas y era imposible no involucrarte emocionalmente. Profesionalmente siempre nos han dicho que por ética profesional no tienes que hacer transferencia de emociones, que no tienes como que involucrarte emocionalmente, que incluso no puedes como que tocar a los familiares o cosas así, pero acá en esto, créeme que era imposible no involucrarte, no dejar de sentir el dolor del otro (Graciela, trabajadora social, Estado de México).
El proceso que llevó a diversos miembros del personal de los centros hospitalarios a buscar maneras de acompañar el sufrimiento de las y los pacientes comenzó, como narra Graciela, por reconocer en el Otro una emoción, en este caso la ansiedad. Presenciar el dolor, ser su testigo, le confiere como dice Ahmed (2015) un estatus de evento, es decir, darle vida más allá del cuerpo doliente. En su testimonio, Graciela menciona el ethos profesional bajo el cual ella aprendió a ser trabajadora social, uno donde “no tienes como que involucrarte emocionalmente”; sin embargo, como ella indica, esto no significa “dejar de sentir el dolor del otro”.
En el campo de la salud, la medicina tiende a “despersonaliza[r] la enfermedad; para actuar mejor sobre ella (y a menudo con eficacia), la hace anónima, indiferente al hombre al que afecta” (Le Breton, 1994, p. 201); sin embargo, como indica Julián (enfermero, Ciudad de México), el Covid-19 también les impactó:
Yo creo que también fue un aprendizaje para ellos, fue una lección, yo siempre lo he dicho que medicina estudia enfermedades, enfermería ve a la gente con enfermedad […] aquí la gente lo vivió, las personas lo vivieron cada quien desde su trinchera y lo manejaron lo mejor que pudieron, también desde su trinchera.
Aunque en los testimonios de las y los entrevistados no siempre fue posible distinguir con exactitud quiénes, “desde su trinchera”, hacían esfuerzos por reconocer el dolor del Otro, siempre resaltó el hecho de que todas estrategias implementadas solían ser muy sensoriales:
Se buscaba siempre que tuvieran estos momentos de, entrañables, ¿no?, la verdad es que creo que es una de las cosas que me sorprendió mucho. Por ejemplo, había algún, bueno, no sé si has visto que, por ejemplo, los pacientes que superan el cáncer tocan una campanita, entonces la verdad es que creo que a algún administrativo se le ocurrió, que las personas que superaban COVID tocaran la campana. Entonces, era a veces algo súper enorme, porque después todos se dieron cuenta, o sea, sin practicarlo, sin decirles nada, que cada vez que sonara la campana pues, alguien se iba, entonces muchas veces cuando tocaban la campana, todos los pacientes empezaban a aplaudir, entonces se escuchaba un estruendo enorme, enorme, enorme, enorme y era súper poderoso, la idea. ¿no?, o sea, hasta a veces creo que para muchos de ellos era un aliciente como decir bueno, ya también me voy a ir (Arturo, médico, Ciudad de México).
En el caso que narra Arturo, el sonido de las campanadas envolvía a toda la comunidad, reuniendo, como señala Le Breton (2009), “la afectividad colectiva subsumiéndola bajo un símbolo” (p. 119), es decir, haberse curado. Las campanadas no sólo envuelven la sensorialidad sonora, sino que, como señala Connor (en Erlmann, 2004, p. 10), “tiene otra cara: la piel”; el sonido, en este sentido, puede tocar y ser tocado. De esta manera, sonar la campana representaba el fin de un proceso doloroso que, sin duda, fue compartido y sentido por las y los demás.
Reflexiones finales
Pensar al espacio hospitalario, en tiempos de Covid-19, como un lugar donde confluyen diversas sensorialidades tiene la ventaja de analizar las interacciones a partir de su dimensión corporal, sensorial y emocional. Alrededor de la atención a la salud se construyó todo un régimen de sensibilidad-insensibilidad que tuvo efectos de reconocimiento o negación de los dolores y sufrimientos de las personas. Dicha actitud no puede explicarse únicamente por la desinformación o el miedo en torno a la posibilidad de contagio o de muerte, sino que más bien, puede entenderse a partir de la confluencia de factores que tiene que ver con la falta de reconocimiento del Otro como sujeto.
Esta insensibilidad ante el dolor de las y los demás es también de carácter sensorial: no escuchar, no mirar, evitar tocar o ignorar representó la negación de los sujetos como sintientes. Sin embargo, durante la pandemia, también se pudieron encontrar prácticas de atención hospitalaria que ayudaban a restituir la condición humana de las y los pacientes. “El poder de la mirada” dice Le Breton (1999) se traduce en la eficacia de los tratamientos, quizá porque mirar(les), significa reconocerles. Poner canciones, escucharlos, permitirles hacer videollamadas, leerles una carta, dejarles tener una foto, pueden ser entendidas como respuestas éticas al dolor (Ahmed, 2015).
La atención a la salud se situó dentro de un complejo contexto de pandemia que demandó del personal buscar nuevos órdenes sensoriales para realizar su trabajo: confiar en otros sentidos más allá de la visión, buscar otras formas de escuchar el corazón o los pulmones o reaprender a tocar para auscultar. Estas prácticas sensibles se vinculan también con ciertos esquemas de género, de esta manera, se puede entender, por ejemplo, dos formas de tocar, escuchar o mirar: una para curar y otra para cuidar.
Escuchar o mirar para curar implica poner en marcha una serie de destrezas técnicas y racionales para poder dar un diagnóstico y prescribir un tratamiento: se escucha el latido del corazón o se mira la palidez de una persona enferma. Por el contrario, mirar o escuchar para cuidar representa permitir sentirse afectada por el sufrimiento de la otra persona y buscar formas no farmacéuticas de aliviar el dolor. Curar en esta lógica es concebida como propio de la ciencia médica y de la racionalidad masculina; mientras que cuidar no requeriría ningún tipo de habilidad más allá de las que algunos consideran propias de la feminidad. De esta manera, se establece una división sensorial y sexual del trabajo que, quizá, fue trastocada de cierta manera durante la pandemia, después de todo, dice Joaquín, las y los médicos tuvieron que “sostener al enfermo […], escuchar su dolor” y tener que aprender, como dice Ahmed (2015) a sentirse afectados por él.