Introducción
El virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) y el sida (acrónimo de síndrome de inmunodeficiencia adquirida), desde su primer reporte en 1981 en los Estados Unidos de América (EE.UU.) y hasta el día de hoy, se han convertido en una de las infecciones más estudiadas en la historia de la humanidad. Se ha generado conocimiento a través de la literatura biomédica y se ha transformado radicalmente el comportamiento sexual del ser humano.
Desde entonces, la necesidad por seguir estudiando acerca de este virus ha continuado, aunque con sus matices. En México, la población juvenil sigue siendo un foco de atención y pone de relevancia el ímpetu por disponer de narrativas que les acerquen a esta realidad histórica.
Es por ello que en este trabajo se proponga por relato las condiciones históricas y terapéuticas que, en México, permitieron atender el proceso de la inmunodeficiencia hasta la llegada de la monoterapia con el primer antirretroviral: zidovudina o azidotimidina (AZT).
La introducción del VIH/sida a México
Es 1983 y la «renovación moral» baila al ritmo de Blue Monday entre vaivenes de cadera de cientos de jóvenes de México. Es un momento álgido en la historia del país. En este binomio tiempo-espacio, la esfera económica tiene un arranque protagónico con Miguel de la Madrid Hurtado a la cabeza del Estado mexicano (1982-1988), allí donde persiste una aguda crisis económica marcada por factores como el incremento del gasto público y privado, la desequilibrada relación entre inflación interna y externa, y el fortalecimiento del proceso de sobreevaluación (por citar algunos).
Neoliberalismo, globalización, desregularización, libre comercio, apertura, liberalización y privatización, son palabras empleadas como lingua franca1 para nombrar y describir este nuevo mundo erigido por la naciente tecnocracia mexicana en las bases de la economía que, estudiada en las principales universidades estadounidenses, está ahora en el gabinete del ya aludido Miguel de la Madrid2.
La «McDonalización de la sociedad», entre otras cosas, no solo asegura una afluencia en la entrada y salida de mercancía a través de esta desregularización comercial, sino que también, de manera más activa, permite el tránsito de personas a espacios como EE.UU., cuna de la masificación de la cultura popular global y epicentro de la producción y consumo3; aspectos que, desde un punto de vista histórico y epidemiológico, serán esenciales para determinar la patogénesis del VIH/sida en México. Así como se estipula en Diseases and Human Evolution (2005)4, la transformación de las sociedades antes basadas en la agricultura hacia un mundo industrializado y globalizado ha alterado de forma radical y definitiva las pautas de las enfermedades infecciosas.
Desde el 5 de junio de 1981, tras los primeros casos reportados de un extraño padecimiento en EE.UU., se hizo sonar la alarma por las autoridades sanitarias, los Centers for Disease Control and Prevention, a través de la publicación epidemiológica Morbility and Mortality Weekly Report. En esta, los pacientes mostraron un cuadro atípico: se trataba de cinco jóvenes, tiempo atrás sanos, de entre 29 y 36 años, del condado de Los Angeles, en California, que luego de la aplicación de estudios de laboratorio todos habían sido reactivos para neumonía por el agente Pneumocystis jirovecii, con infecciones por citomegalovirus y candidiasis en la mucosa; además, se estableció que dos de los cinco habían sucumbido en un periodo corto.
Ahora bien, en lo que corresponde a los índices de mortandad, desde el inicio se advirtió que una grave deficiencia del sistema inmunitario era un indicador clave (en un conteo, menos linfocitos CD4 o 200 células por milímetro cúbico, ahora CD4 < 200), ocasionando que estos inmunodeprimidos estuvieran expuestos a diversas infecciones5.
Geográficamente, en cuanto a la diseminación del sida, al principio se creyó que este se había originado en lugares como California y luego Nueva York, puesto que ahí se dio la alarma. No obstante, gracias a las futuras investigaciones en filogenética se lograría establecer un patrón en la distribución de la naciente pandemia: en EE.UU., el VIH/sida se hizo visible en el estado neoyorkino, luego pasó a Georgia, para después estar de forma paralela en Pensilvania y California, y posteriormente en Nueva Jersey. Sin embargo, antes de haber tocado suelo estadounidense, el sida ya se encontraba presente en Haití y aún antes en el continente africano6.
Sobre la validez de lo mencionado, ahora a la inversa, se explica que desde la naciente República Democrática del Congo, con su bullente progreso, tanto por su descolonización como por la oleada de movilizaciones de trabajadores congoleños hacia plantaciones de caña en Haití, el virus llegó a la isla caribeña7 y a partir de ahí, con cierta prevalencia, viajó hacia EE.UU. a través del burbujeante turismo sexual8.
En lo que corresponde a la introducción del VIH/sida en México, hay evidencia que sostiene que se trató de una enfermedad importada, cuando los primeros pacientes mexicanos declararon haber vivido o viajado fuera del país por un tiempo, particularmente en EE.UU. En otros casos, la infección ocurrió mientras se encontraban en suelo mexicano y estos declararon haber mantenido prácticas sexuales de riesgo con turistas estadounidenses8. Para cualesquiera de los casos, lo que se suscitó fue algo que López y Van Broeck (2015)9 luego explicarían en el hombre BH (bisexual y homosexual) extranjero, y es que «fuera de sus condiciones cotidianas de vida, [el viajero] se siente con mayor libertad para ampliar ciertas limitaciones sociales, físicas o intelectuales… [y en consecuencia] ver potenciada su interacción sexual…”.
Fue así, de vita et morbidus, que las autoridades sanitarias recabaron información, algunas veces sensible, otras veces honda; lo necesario como para establecer un perfil, un patrón en la transmisión del sida en el mexicano y, como es de suponer, la actividad y la identidad sexuales formaban parte de ello. De esto y otros apuntes, en comparación con lo registrado en EE.UU., se tienen pocas investigaciones en México. Aquí, dos de ellas se sirven para el presente escrito y son fuentes primarias.
Se trataba, por lo tanto, de un perfil epidemiológico esbozado básicamente por jóvenes hombres mexicanos, con un promedio de 34.8 años, que correspondían a una clasificación económica de media a alta; poco más de la mitad se identificaron como homosexuales y en menor medida como bisexual; alrededor del 92% se encontraban solteros. En lo concerniente al lugar de residencia, hubo una mayor distribución entre Ciudad de México y luego en el Estado de México, Jalisco y Monterrey, los Estados de la República Mexicana con mayor realización industrial10,11.
En lo que respecta a las manifestaciones iniciales más frecuentes en el síndrome, el doctor Ponce de León (2011)11, pionero en atención con estos pacientes, rememora que eran «las de un hombre joven con pérdida de peso importante, diarrea crónica, lesiones violáceas en la piel, candidiasis bucal y neumonía con insuficiencia respiratoria».
De fuera hacia dentro
No pasó mucho tiempo para que, a la suma de un perfil epidemiológico, más los signos y síntomas iniciales, se volviese decisiva la necesidad de disponer de pautas que guiasen presuntivamente los diagnósticos para sida. ¿Cómo? A través de un criterio de casos, más o menos homogeneizado y abrazado en los hospitales e institutos de mayor envergadura en el país. Apuntando además que, de acuerdo a las limitaciones económicas propias de la época, un diagnóstico para sida sin pruebas de laboratorio era una apremiante realidad10.
Habrase visto en las primeras anamnesis casos como en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y de la Nutrición Salvador Zubirán (primero en registrar el primer caso de VIH/sida en México) y hospitales del Instituto Mexicano del Seguro Social10,12 (Tabla 1).
INCMNSZ | IMSS |
---|---|
Diarrea | Diarrea crónica |
Pérdida de peso | Candidiasis |
Fiebre | Trastornos respiratorios |
Debilidad | Tuberculosis |
Linfadenopatía | Linfadenopatía |
Candidiasis oral | Cefalea |
Anorexia | Fiebre |
«Dermatitis» | «Dermatosis» |
Parestesias |
IMSS: Instituto Mexicano del Seguro Social; INCMNSZ: Instituto Nacional de Ciencias Médicas y de la Nutrición Salvador Zubirán.
En México, la atención de las manifestaciones clínicas discurrió esencialmente a través de la terapéutica con antifúngicos, antivirales y antibióticos, ya fuese como intervención terapéutica o profiláctica10,13,14 (Tabla 2).
Manifestaciones clínicas | Agente infeccioso | Tratamiento |
---|---|---|
Candidiasis oral | Candida albicans | Fluconazol |
Neumonía por Pneumocystis jirovecii | Pneumocystis jirovecii | Trimetoprima-sulfametoxazol/pentamidina |
Tuberculosis | Mycobacterium tuberculosis | Isoniazida |
Virus herpes simple tipos 1 y 2 | Virus herpes simple | Aciclovir |
Diarrea en la coinfección por VIH/sida | Cryptosporidium spp./Isospora belli | Espiramicina/trimetoprima-sulfametoxazol |
Infección por citomegalovirus | Citomegalovirus | Aciclovir (para casos con retinitis) |
Criptococosis | Cryptococcus neoformans var. neoformans y Cryptococcus neoformans var. gatti | Fluconazol |
Toxoplasmosis | Toxoplasma gondii | Azitromicina/trimetoprima-sulfametoxazol |
El primer antirretroviral
La historia del primer antirretroviral no comienza a finales de 1980, o al menos no con la intención de tratar el VIH/sida, sino que más bien data de varios años atrás, cuando en 1964, en la Wayne State University School of Medicine (ubicada en Detroit, Michigan, EE.UU.), el científico estadounidense Jerome Phillip Horwitz, de la mano de sus colegas, había sintetizado por primera vez la droga AZT, expeditamente con el propósito de tratar los tipos de cáncer generados por retrovirus (familia Retroviridae), pero con resultados pobres, lo cual hizo que la AZT quedara «a la espera de la enfermedad adecuada», como dijo el doctor Horwitz.
Y así transcurrieron muchos años más para que esta situación diera entrada a uno de los más reconocidos y controvertidos actores en la historia del primer antirretroviral, el oncólogo e investigador estadounidense Samuel Broder, que para aquellos momentos se encontraba laborando para el National Cancer Institute (NCI) en Michigan (EE.UU.).
En efecto, la importancia de la irrupción del doctor Broder (un «personaje dinámico» en la efervescente historia del fármaco AZT) radica en que con él se amalgaman dos eventos importantes para generar una alianza estratégica entre industria privada y pública. Por un lado, Burroughs Wellcome (BW) se encontraba con la apertura para involucrarse en conjunto para un ensayo clínico, y por el otro se encontraba Broder, que había estado viajando por el país exhortando a diversas compañías farmacéuticas para que estas se animasen a estudiar más acerca del VIH/sida, considerando que para aquellos años la mayoría de estas se percibían recelosas y desconfiadas en el tema. Incluso, Broder llegó a instarles para que le hicieran llegar al NCI sus compuestos más prometedores.
Ascenso y caída de la AZT
Y así sucedió, tras la recomendación de la científica Jane Rideout, en conjunto con la pericia ganada estudiando tipos de retrovirus (sobre todo en fármacos antivirales), cuando la BW —ni corta ni perezosa— despachó para finales de 1984 aproximadamente 50 compuestos al equipo de Broder, todos marcados con un código de una o más letras, con la esperanza de que, en lo particular, el compuesto tras la inscripción «S» fuese el elegido. Por supuesto, esa «S» correspondía al código otorgado a la AZT mientras estuvo en el estante: 509US1. De modo que, para febrero de 1985, el equipo de Broder había marcado la AZT como la más eficaz de entre todas las muestras remitidas, y en julio de 1985 pasó de ser una investigación en probeta a su aplicación en seres humanos, con resultados que expresaban ser adecuados; a esas alturas, ya se habían confirmado casos de VIH/sida en todo el mundo.
Tales circunstancias —entiéndase tanto el clima social ante los incipientes casos tratados con AZT como el hambre de vida— sirvieron como parteaguas para el desarrollo de un nuevo ensayo clínico hacia marzo de 1986, uno que pudiese concentrar una población más extensa, aunado al desarrollo de pruebas diseñadas y dirigidas cabalmente por científicos propios de la BW, sin subestimar que se trataba del ensayo clínico que más discusión ha desencadenado por los entredichos éticos, procedimentales y económicos que desde sus entrañas se fueron generando.
Se tienen, por ejemplo, casos como que la BW no contaba con la infraestructura necesaria para llevar a cabo de forma íntegra los procesos de investigación y atención, ya que, de acuerdo con las fuentes consultadas, esta se encontraba bajo construcción. Asimismo, se necesitaba encontrar un medicamento alternativo a la AZT, pues lo tipificado era tener otro fármaco para poder cotejar resultados; sin embargo, solo se contaba con AZT. Por tal motivo, la situación se traducía en el uso de un placebo, algo espinoso aún para la comunidad biomédica, la cual tildaría tal proposición como deshonesta; y por último, pero no menos importante, el país enfrentaba un desabasto de timidina (de ahí que el medicamento sea nombrado como azidotimidina [AZT]), materia prima para su producción, lo cual complicaba el panorama, pues las reservas mundiales resultaban insuficientes15.
¿Cómo se fueron distendiendo tales tesituras? En el primero de los casos, se presume que la solución vino de la mano del doctor Broder, quien posibilitó la infraestructura del NCI (instancia gubernamental) para que allí se efectuasen los procedimientos necesarios. En el segundo caso, acerca del dilema por el uso de un placebo, se sabe que, sin medicamento alternativo, se mantuvo la orden de administrar esta sustancia inoperante a unos pacientes, mientras que a otros se les dio AZT. Y finalmente, con respecto al abasto de timidina, se obtuvo un desenlace favorable con el jefe de desarrollo técnico de la BW, David Yeowell, cuando declaró en 1960 que una empresa farmacéutica había producido cantidades considerables de timidina y logró que esta le surtiera a lo largo del ensayo clínico AZT. Incluso llegó a un acuerdo para que este suministro en toneladas fuese con miras hacia el futuro. Esta farmacéutica era Pfizer.
En fin, una vez reunido lo necesario, y sin ánimo de obviar las dificultades ya mencionadas, en el ensayo clínico a doble ciego se involucraron 282 pacientes en un total de 12 centros médicos en EE.UU. Entre ellos, se mostraba un perfil conformado por hombres homosexuales, casi en su totalidad caucásicos, que habían tenido cuadros de neumonía por P. jirovecii. Es preciso subrayar que no hubo datos que señalaran el uso de AZT en hombres latinos, aunque tampoco figuró como criterio de exclusión de la investigación.
Ahora bien, de los 282 pacientes, 145 recibieron AZT en dosis de 1500 mg y 137 recibieron el placebo, y la BW tomaba nota de lo que sucedía, en el supuesto de que ellos desconocían quién recibía qué, excepto un panel de médicos externos cuya labor era monitorear los resultados. Hasta que, de forma premeditada, el ensayo se clausuró debido a la muerte de 19 pacientes, quienes estaban consumiendo el placebo, en contraposición a aquellos que habían recibido AZT, de los que solo había muerto uno. Para estos últimos, se describió que el medicamento tuvo incidencia en tres aspectos fundamentales:
– Reducción de la mortalidad en pacientes con sida (en comparación con los que recibieron el placebo).
– Reducción de las infecciones oportunistas (especialmente neumonía por P. jirovecii).
– Incremento del número de linfocitos CD4.
A partir de ese momento, el tiempo de aprobación por parte de la Food and Drug Administration para que la AZT viera la luz ha sido uno de los lapsos más cortos en la historia de los antirretrovirales. Así las cosas, fue comercializada el 19 de marzo de 1987 bajo un nuevo nombre de patente: Retrovir®.
No obstante, la premura con que se aprobó el medicamento, en calidad de «alta prioridad», trajo consigo un costal de interrogantes que no se pudieron resolver para aquel momento, como los posibles efectos secundarios o los costes del medicamento. La toxicidad generaba una supresión de la médula ósea, con subsecuentes cuadros de anemia cursando con neutropenia, situaciones que los pacientes referían con síntomas como náusea, dolores de cabeza, insomnio y fatiga al inicio del tratamiento, y si llegaban a un año con este, miopatía15,16. De lo contrario, aseguraban, permitía un periodo de sobrevida de 21 meses, el tiempo suficiente para que los pacientes pudieran poner en orden sus asuntos.
Lo anterior sin mencionar el elevado coste del Retrovir®, que era de entre $8,000 y $12,000 dólares estadounidenses por paciente, lo que para aquel entonces fue calificado como el medicamento más caro en la historia16. Era una medicina prácticamente inasequible para el bolsillo común y para la cobertura de algunos sistemas de salud en el mundo.
Por todo lo dicho, y bajo mucha presión, la BW tuvo que enfrentarse a audiencias gubernamentales para tratar de reducir el costo. Nueve meses después se redujo un 20% y se explicó que tal decisión se debió a que habían bajado los costes de fabricación. Pero eso no sería suficiente para amortiguar la ira de las personas y la cobertura de los medios, pues se fueron sumando controversias que cuestionaban cada aspecto del fármaco, empezando por el ensayo clínico y sus deficiencias elementales, como el enmascaramiento de la AZT y el placebo, pues se aseguraba que los pacientes siempre supieron qué estaban consumiendo, ya fuese por el sabor, el olor o porque algunos llevaban sus píldoras a químicos para que las analizasen, lo que tiró por los suelos el tema del ensayo doble ciego15.
Otro aspecto fue el abaratamiento y la ayuda que obtuvo la BW para hacer sus investigaciones en el NCI y el poco reconocimiento que luego dieron a los investigadores universitarios y gubernamentales (al no considerarlos categóricamente como coinventores), pero sobre todo se criticaba la forma en que se administraba el medicamento, que muchas veces era a dosis elevadas, lo cual aseguraba una compra de manera recurrente, sin tener que obviar las dificultades médicas que enfrentaban los «AZTados»15,16.
En México, mientras tanto, la posibilidad de adquirir Retrovir® fue casi remota desde el inicio, pues se había logrado su aprobación apenas en febrero de 1990, aunque para 1988 era posible obtenerla a través de una petición escrita y expedida por la Secretaría de Salud, en la que se solicitaba la venta de Retrovir® en los laboratorios de BW o a través de involucrarse en algunos ensayos clínicos que a cuentagotas llevaron algunos institutos. Sin embargo, a decir verdad, hubo mucho escepticismo alrededor de ello, ya fuese por las luchas internas que se estaban librando en suelo estadounidense o porque se pregonaba que el fármaco era tan citotóxico que te mataba antes que el propio síndrome; inventos y creaciones propias de la imaginación de los llamados «vampiros iatrogénicos»16. También brillaron por su ausencia quienes tomaban decisiones en materia médica en México, quienes poco se pronunciaron y dieron espacio a la especulación y la desinformación17. El doctor Gustavo Terán, fundador del Centro de Investigación en Enfermedades Infecciosas, apenas comentó que el Retrovir® tenía efectos «marginales» y de «poca duración», y que la sobrevida entre los mexicanos alcanzaba solo unos 6 u 8 meses.
No pasó mucho tiempo para que luego apareciera el uso de la didanosina (ddl) como sucedáneo al Retrovir®, y luego la zalcitabina (ddC), que eclipsaría a la AZT, hasta que en 1996 llegaron desde Vancouver, Canadá, los resultados del empleo del tratamiento antirretroviral de gran actividad (TARGA), que demostraron de manera fehaciente que la combinación de tres o cuatro antirretrovirales reducía la morbimortalidad, permitía un grado de supresión del VIH y confería una mayor tolerancia; por tales motivos, es usado hasta nuestros días18.
Conclusiones
La irrupción del VIH/sida supuso, entre todas sus vicisitudes, un avance en el ámbito biomédico. Estos progresos incluyeron tanto los intentos por explicarse la patogenia como las aspiraciones de paliar dicho mal.
Tales avances (entiéndase la terapéutica farmacológica) fueron posibles gracias a determinadas condiciones, pero otras no los favorecieron. En México, la parte económica tuvo un papel fundamental, puesto que permitió el uso de la terapéutica con antifúngicos, antibióticos y antivirales como base para el tratamiento de las manifestaciones de VIH/sida, pero no para la compra del primer antirretroviral, ya fuese por las consecuencias de las políticas neoliberales que enfrentaba el país o por el debilitamiento del Estado benefactor, pero aún más por el eminente costo de la AZT. En tal sentido, se entiende que haya resultado más funcional en términos económicos el uso de los fármacos antes mencionados.
De igual importancia fueron las pruebas realizadas en EE.UU., que no arrojaron información concluyente acerca del uso de AZT en la población latina y que dejaron un cerco de interrogantes, porque para la población caucásica fue significativa en términos de mayor sobrevida y de reducción de la morbimortalidad, en especial de la neumonía por P. jirovecii, la cual no era la principal causa de muerte entre los casos mexicanos.
Para concluir, es importante mencionar que la ralentización en la adquisición de AZT, y el encarecimiento de su uso en ensayos clínicos en algunos institutos, se debieron en buena parte al silencio por parte de las autoridades ante la presencia del VIH/sida en México, lo cual obstaculizó e invisibilizó la sección de una «generación perdida» que no conoció los albores del porvenir.