Introducción
El llamado “problema de las drogas” es un fenómeno complejo y controvertido. Complejo porque intervienen diversos factores (biológicos, sociales, políticos, etc.) actuando simultáneamente; y controvertido, al soler tener los profesionales, gobiernos y los distintos sectores de la sociedad civil múltiples visiones, en muchas ocasiones antagónicas. A pesar de esto, y para fines prácticos, diremos que este “problema” ha sido planteado desde dos ángulos: desde la “salud” (vinculado con prevenir y atender los efectos negativos de su uso) y desde la “seguridad” (vinculado con el narcotráfico, la criminalidad y la violencia). Ambas perspectivas conviven en la llamada “guerra contra las drogas”, donde grupos policiales y militares combaten contra el negocio del narcotráfico para proteger la salud de la población y la seguridad de las naciones. Respuesta punitiva que ha recibido múltiples críticas que se acumulan año tras año.
Enfocado el “problema de las drogas” desde el ángulo de la salud, el ámbito académico y científico ha elaborado diversas propuestas teóricas y metodológicas. Un buen resumen1 de estos se encuentra en el artículo publicado por Apud y Romaní (2016). En este, los autores sostienen que pueden diferenciarse al menos 3 modelos para el estudio de las drogodependencias: 1) el modelo biomédico, centrado en los aspectos biológicos de las adicciones, como la neuroplasticidad y la predisposición genética; 2) el modelo biopsicosocial, el cual complejiza el modelo anterior al incluir variables ambientales y contextuales, aunque siempre desde metodologías de las ciencias naturales, y, 3) el modelo sociocultural, a partir de entender el uso de drogas insertas en prácticas sociales y culturales más amplias.
El modelo dominante para dar respuesta al problema de las drogodependencias desde las políticas de drogas suele estar asociado, desde la literatura de las ciencias sociales, con el modelo biomédico (Menéndez 2020). El “prohibicionismo científico” (Martínez Oró et al. 2020) legitima las prácticas de control social sobre la oferta y la demanda de drogas, al señalar las propiedades tóxicas y los daños a la salud física que padecen los usuarios de las mismas. A pesar de los muchos informes que contradicen las evidencias del modelo biomédico en adicciones, organizaciones como el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés)2 de Estados Unidos son defensores de la tesis de las adicciones como “enfermedad del cerebro”, dejando fuera del análisis aspectos contextuales (Martínez Oró et al. 2020; Romaní 2020).
Este mismo modelo tiene una traducción en el plano de las relaciones internacionales. Existe una serie de acuerdos múltilaterales3 conocidos como régimen internacional de control de drogas (en adelante RICD) que, siguiendo las ideas de Sánchez Avilés (2014, 88), definimos como el conjunto de instituciones sociales que coordinan y dirigen las acciones internacionales en políticas de drogas mediante un conjunto de principios, normas, reglas y procesos de adopción de decisiones.
Dicho régimen internacional tiene sus fundamentos en tres tratados: la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, y, la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988, todas firmadas en el marco de la Organización de las Naciones Unidas (en adelante ONU). En el preámbulo de la Convención de 1961, firmada en Nueva York, se encuentran los principios que guían este régimen, el cual ha sido caracterizado como un paradigma prohibicionista-punitivo (en adelante PPP) pues, como veremos más adelante, en su marco normativo habilita la acción judicial-penal sobre toda la cadena de producción, distribución y consumo de drogas ilícitas (González 2021).
Para limitar un concepto que suele utilizarse de modo ambiguo, definimos al PPP como el complejo de valores y acciones orientados a instalar en la comunidad internacional un uso exclusivamente “médico y científico” de ciertas drogas consideradas peligrosas. Esto implica la eliminación o restricción de cualquier otro uso, ahora considerado ilegal, principalmente a través de la acción de las instituciones penales. El PPP “identifica el mercado de “drogas ilícitas” como enemigo de la sociedad y a los consumidores como enfermos-delincuentes” (González 2021, 192). Con raíces socioculturales diversas, el PPP se globalizó a partir de que el RICD asumió sus principios y valores como veremos más adelante.
El presente artículo se inscribe en un modelo sociocultural para el estudio del “problema de las drogas”, con énfasis en el fenómeno “estatal” y “nacional” para la determinación del uso de drogas como comportamiento desviado de la norma y tipificado como delito penal. ¿Qué papel cumple el Estado-nación en este proceso? ¿Mediante cuáles prácticas estatales podemos explorarlo? ¿Bajo qué marco conceptual? En concreto, nos proponemos aplicar el concepto régimen nacional de alteridad para referirnos al hecho de que “la producción de alteridades ocurre dentro de un campo ‘de posibilidades’ ampliamente determinado por el Estadonación (…) [dado por] su capacidad para definir, producir y administrar alteridades” (Lopéz Caballero 2017, 21). En el caso de los consumidores de drogas, no se trata de un “otro” cualquiera, sino de un otro imaginado como “desviado” (Becker 2018) y estigmatizado como enfermo-delincuente (Corda 2014).
Materiales y metodología
Como fuente material principal utilizamos el “Fallo Colavini” de 1978 (CSJN 1978, 300:254) de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina (en adelante CSJN). Elegimos este fallo judicial por tratarse de una sentencia impartida por el máximo tribunal de justicia de dicho país, el cual puede ser cuestionado solo por una instancia internacional habilitada para tal efecto. De este modo, representa el ejercicio del poder judicial del Estado argentino en el transcurso de esos años, en otras palabras, se trata de un ritual estatal con significado social. Mediante este estudio de caso, buscamos poner de relieve el proceso de arbitraje de una norma que penaliza el uso de drogas y los argumentos contenidos en él. El archivo de este fallo, consta de 17 páginas e incluye la sentencia de la Cámara Federal, un dictamen del procurador general y la sentencia de la CSJN. Su acceso es público (CSJN Fallo Colavini 1978, 300:254).
El análisis del archivo está orientado por una perspectiva antropológica e histórica. El fallo, al ser dictado durante la última dictadura cívico-militar en Argentina (1976-1983), nos permite explorar el complejo escenario histórico-político que atravesó dicho país con la mirada puesta en el “lugar” o la “posición” que ocuparon las “drogas” y sus usuarios durante este periodo. Con una metodología cualitativa de análisis de caso, la técnica empleada fue la revisión bibliográfica de dos tipos de materiales complementarios: 1) trabajos históricos sobre el periodo analizado, y, 2) leyes internacionales y nacionales sobre drogas. De esta manera buscamos mostrar cómo el “Fallo Colavini” de 1978 fue el resultado de un proceso determinado por factores históricos y políticos, donde el RICD y el contexto sociocultural les dieron una forma específica a sus políticas de drogas. Este proceso tuvo como resultado la producción en Argentina de un régimen nacional de alteridad que identificó al usuario de drogas como un “otro” desviado y estigmatizado como criminal y enfermo.
Surgimiento del RICD
La primera evidencia que destacamos de la bibliografía consultada es que no solo estuvieron en juego criterios “médicos” y “científicos” para la prohibición, sino que confluyeron intereses de distinta índole: nacionales, económicos, religiosos, morales y étnicos. Tomemos como ejemplo de esta complejidad el hecho de que el marco jurídico del RICD se vincula con la primera Conferencia Internacional del Opio de Shanghái, efectuada en 1909, tras las dos guerras del opio entre China e Inglaterra. (Escohotado 2008; ONUDD 2008; Tokatlian 2017). Este conflicto tuvo como protagonistas a Inglaterra, como la primera nación en comerciar con grandes volúmenes de drogas (en este caso opio), y a China, como la primera en prohibirla y en perseguir a sus consumidores. En esta conferencia, la delegación de EUA fue presidida por el obispo Charles Henry Brent, quien llevó la propuesta de prohibir todo uso no médico del opio (ONUDD 2008), evidenciando la carga moral-religiosa de la política exterior de EUA en este asunto.
Sánchez Avilés, especialista en relaciones internacionales, en su trabajo de tesis doctoral, indica que este proceso, iniciado en 1909 y que culminó con la Convención de la Haya en 1912, implicó el establecimiento de principios fundamentales del naciente RICD. Entre los más importantes: 1) el consumo de drogas dejó de ser un asunto interno de los Estados pasando a ser objeto del derecho internacional; 2) se acordó el objetivo de limitar toda producción y uso de drogas que no tuvieran fines médicos mediante el control de la oferta; 3) supuso la cooperación internacional para alcanzar estos objetivos, y, por último, 4) implicó el pasaje de una preocupación “regional” -centrada en Asia- a tratarse como un problema global (Sánchez Avilés 2014, 138).
Durante todo el periodo de 1919 a 1945, el organismo internacional encargado de velar por el cumplimiento del naciente RICD fue la Sociedad de Naciones, creada a partir del tratado de Versalles al terminar la Primera Guerra Mundial. La posterior globalización del RICD estuvo condicionada por el periodo conocido como Guerra Fría, caracterizado por dos bloques políticos antagónicos según los Estados sean anticomunistas (liderados por EUA) o comunistas (liderados por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o URSS). Frente a esto, EUA impulsó la creación de organismos internacionales y regionales para incidir en la posición de los países en un mundo polarizado.
En tal contexto, en 1945 se creó la ONU con sede en San Francisco, EUA. En 1946, la OMS (creada en 1948) pasó a tener la tarea de determinar la peligrosidad de cada sustancia y el lugar que debían ocupar en las listas de control internacional. Durante el primer periodo de la ONU, se sintetizó e impulsó “la antigua meta de los EUA de limitar la producción y el uso de opio solo para fines médicos y científicos” (ONUDD 2008, 201).
Actualmente, la columna vertebral del RICD se expresa en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988, todos firmados en el marco de la ONU. Dado que el fallo judicial que analizamos en este artículo corresponde al año de 1978, nos centraremos solo en los dos primeros tratados.
Principios del RICD actual, y globalización del PPP: los tratados internacionales de 1961 y 1971
La Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 es considerada como el fundamento del RICD contemporáneo, sustituyendo todos los tratados y protocolos internaciones previos en la materia. Como todo tratado internacional, estableció una serie de obligaciones a los países signatarios basados en dos objetivos principales. El primero, orientado a disminuir la disponibilidad de estupefacientes y psicotrópicos para prevenir el abuso y las adicciones; y, el segundo, orientado a asegurar la disponibilidad de las sustancias controladas para fines médicos y científicos (Sánchez Avilés 2014).
En el preámbulo del convenio se encuentra una declaración de los principios que guían el RICD actual. Allí se invoca la preocupación de la comunidad internacional por “la salud física y moral de la humanidad” en reconocimiento de que “la toxicomanía constituye un mal grave para el individuo y entraña un peligro social y económico para la humanidad”, y que esto obliga a la comunidad internacional a “prevenir y combatir ese mal” (ONUDD 2014, 5). Compuesto por 51 artículos, para nuestros fines es particularmente importante el artículo 36. En el cual se introdujeron disposiciones penales donde se afirmó que, teniendo en cuenta la constitución de cada país, los delitos que involucren estupefacientes serán castigados con penas de prisión. A su vez, estableció la posibilidad -además del castigo- de “someterlas a medidas de tratamiento, educación, postratamiento, rehabilitación y readaptación social” (ONUDD 2014, 38). Al respecto, Sánchez Avilés afirma que este tratado “supone la adopción definitiva de un enfoque prohibicionista frente a lo que hasta el momento se había entendido más bien como un sistema de control y regulación” (2014, 155).
La convención creó también un órgano de control, para asegurar que los países signatarios cumpliesen con sus obligaciones, llamado Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). El área encargada de aportar evidencia científica sobre cada sustancia quedó en manos de un Comité de Expertos en Farmacodependencia de la OMS. Su principal objetivo fue determinar cuáles sustancias se debían fiscalizar y con qué grado de control. Para tales fines, diseñaron una clasificación en cuatro listas, en donde el nivel de fiscalización depende de la peligrosidad de la sustancia (dada, por ejemplo, por la capacidad adictiva) y por su uso médico y científico. Así, por caso, a las sustancias con alto poder adictivo y nula o escasa utilidad en el ámbito médico y científico les corresponde un mayor grado de control. A este respecto, Sánchez Avilés documenta que “los representantes estadounidenses presionaron para que cuando existieran dudas sobre la peligrosidad de un estupefaciente, este fuera incluido en la lista más restrictiva, como sucedió con la inclusión del cannabis en la lista IV” (2014, 164). Adicionalmente, se determinó que aquellas sustancias con un uso “casi-médico” (uso tradicional, cultural o religioso) debían ser paulatinamente eliminadas. Para el caso del opio se determinó que debía ser eliminado en un periodo de 15 años, y el hábito de mascar coca y consumir cannabis en 25 años. Ya que la Convención única entró en vigor en 1964, estas fechas correspondían a 1979 y 1989, respectivamente (ONUDD 2008).
El segundo tratado fundamental para el actual RICD es la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, llevada a cabo en Viena. Se compone de 34 artículos que no afectan los principios de la legislación anterior, sino que amplían la fiscalización a numerosas sustancias, ahora llamadas “psicotrópicas” (ONUDD 2014). Es de la opinión de diversos expertos, que esto se debió en gran medida al aumento del consumo recreacional y la creación de sustancias de origen sintético no contempladas en la Convención Única y fuertemente vinculadas con los movimientos “contraculturales” en EUA (Escohotado 2008; Sánchez Avilés 2014). Algunas de las sustancias que se incluyeron fueron estimulantes de tipo anfetamínico, la dietilamida del ácido lisérgico (LSD), el 3,4-metilenedioximetanfetamina (MDMA o éxtasis), entre otros (ONUDD 2008).
Las disposiciones penales para los delitos vinculados con drogas incluidos en el RICD, a partir de estos dos tratados internacionales, implicaron la globalización de un paradigma prohibicionista-punitivo en política de drogas.4 En un informe preparado para conmemorar los 100 años de fiscalización de drogas y publicado en 2014 por la ONU, sus autores señalan que la adhesión a estos tratados es prácticamente universal, pues el 96% del total de los países (186) son “parte” en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 y el 94% (183) es “parte” en el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971: “Esas tasas se encuentran entre las más altas de adhesión a cualquiera de los instrumentos multilaterales de las Naciones Unidas” (ONUDD 2008, 216).
Contexto histórico-político: política de drogas en Argentina durante las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX
Para comprender el papel de las políticas de drogas en Argentina durante la última dictadura cívico-militar, es necesario observar el contexto sociopolítico del país, de la región, y su inserción en la comunidad internacional durante las décadas de 1960 y 1970. Durante esas décadas, el consumo de drogas se vio asociado con fenómenos más amplios, como el movimiento hippie, el pacifismo, entre otras corrientes, que en términos muy amplios suelen ser llamados “contraculturales” (Escohotado 2008). Si bien tuvo su epicentro en países como EUA e Inglaterra, este clima de desobediencia se expandió mucho más allá de sus límites territoriales gracias al nuevo mercado de consumo y los medios masivos de comunicación. Esta cultura juvenil contestataria al statu quo encontró en “las drogas” una manera de simbolizar la rebeldía de la época y una postura crítica frente a la sociedad (Hobsbawm 2006). Este fue uno de los motivos por los cuales los gobiernos de diversos países encontraron en la política de drogas prohibicionista un método para rencauzar el orden social.
Por otro lado, es necesario tener en cuenta la lucha anticomunista liderada por EUA en la región del Caribe y América del Sur. Los años sesenta y setenta pueden ser considerados como el inicio de un “ciclo revolucionario” particularmente desde la Revolución cubana de 1959 (Zanatta 2012, 161). En este ciclo se mezclaron nacionalismos y socialismos que, si bien estuvieron inspirados en la Revolución rusa de 1917 y la china de 1949, tuvieron elementos singulares inspirados en el gobierno de Fidel Castro y la práctica guerrillera de Ernesto Che Guevara (Zanatta 2012). Como veremos más adelante, los países alineados al bloque occidental construyeron, en el contexto de Guerra Fría, la figura del “enemigo interno” e “ideológico”, es decir, de individuos o grupos de individuos cuyo objetivo era destruir las bases de los gobiernos occidentales y capitalistas (Zanatta 2012). Estas circunstancias hicieron que las políticas de la región apuntaran a la lucha contra “enemigos internos”, también llamados “subversivos”, en donde las drogas fueron percibidas por los gobiernos como elementos peligrosos para el orden social, a su vez que una potencial fuente de financiamiento para operaciones de insurgencia en el continente.
En 1963, Argentina vivió un proceso electoral en busca de restablecer el orden social y político perdido en la década precedente. Las elecciones fueron controladas por las fuerzas armadas y llevadas a cabo con la prohibición de la principal fuerza política popular representada por el movimiento peronista, cuyo líder se encontraba exiliado en la España franquista luego del golpe de Estado de 1955 (Cataruzza 2009). Arturo Ilia fue elegido presidente por el partido Unión Cívica Radical, con la primera minoría, habiendo obtenido el 25% total de los votos, y dejando ver un escenario complejo desde el punto de vista de la gobernabilidad, sumado a un contexto de tensión internacional debido a la Guerra Fría.
En aquel mundo de creciente polarización, Argentina direccionó sus esfuerzos en la construcción de alianzas internacionales buscando alinear sus políticas hacia el mundo “occidental”. Las Fuerzas Armadas Argentinas, cuyo general era Juan Carlos Onganía, llevaron adelante la nacionalización de la Doctrina Nacional de Seguridad (en adelante DNS) impartida desde Washington (Míguez 2013). La DNS consistió en un plan de la política exterior norteamericana para contrarrestar la influencia comunista en América del Sur, sobre todo a partir de la Revolución cubana consumada en 1959, lo cual significó el ingreso de esta región en el conflicto geopolítico global. En concreto, la DNS implicó la firma de tratados, misiones diplomáticas, agregados militares y el entrenamiento en escuelas especializadas, siendo la más importante la Escuela Militar de las Américas,5 organizada en 1963 y ubicada en Fort Gulick, zona del canal de Panamá (Míguez 2013).
En materia de política de drogas, el Estado argentino se adhirió con reservas, en 1963, a la Convención Única de Estupefacientes de 1961, mediante el decreto ley 7.672, luego ratificada por la ley 16.478 en 1964. Las reservas de Argentina determinaron el no reconocimiento de la jurisdicción obligatoria de la Corte Internacional de Justicia y la legislación vinculada con la “masticación” de hojas de coca y su comercio para tales fines. Por otro lado, la jurisprudencia sobre tenencia de estupefacientes para uso personal, el fallo “Terán de Ibarra” de 1966 dictaminó su punibilidad, al considerarse que el bien jurídico de la “salud pública” debía primar frente a los intereses particulares de los individuos (Corda 2012).
Diversos grupos de interés, tanto económicos como políticos, convergieron en un discurso anticomunista y antiperonista que criticaba al gobierno su rumbo económico y el hecho de no ser suficientemente “duro” con el avance de las ideologías de “izquierda”. El debilitamiento del gobierno y la alianza de sectores de las fuerzas armadas, la prensa y el empresariado culminaron en el golpe de Estado contra Arturo Ilia en 1966 (Míguez 2013). Tras estos hechos, asumió el gobierno la autodenominada “Revolución argentina”, una dictadura cívico-militar encabezada por el general Juan Carlos Onganía, anterior comandante en jefe del ejército argentino. Entre sus medidas estuvieron la supresión del Congreso, la intervención a las universidades, limitaciones a los sindicatos y la prohibición de actividades públicas de los partidos políticos. Estableció, de este modo, un mecanismo de control y orden social basado en la identificación de grupos que significaran un peligro para su régimen (Novaro 2011).
El nuevo gobierno de facto modificó en 1968 el Código Penal mediante la ley 17.567, aumentando las penas para delitos vinculados con las drogas de 1 a 6 años y las acciones tipificadas pero, a su vez, despenalizando la tenencia para consumo personal. Ese mismo año se reformó el Código Civil mediante la ley 17.711, la cual facultó a la justicia la internación involuntaria de “toxicómanos” en centros de rehabilitación habilitados para tal fin, en línea con lo expresado en el Convenio Único de Estupefacientes. Estas nuevas características de las políticas de drogas llevaron a que los dispositivos terapéuticos sean parte de un sistema penal de castigo, modelo de política de drogas llamado por la antropóloga argentina Corbelle “terapéutico-represivo” (2018, 61).
Por aquellos años, más precisamente en 1969, en Argentina ocurrieron una serie de puebladas en contra del régimen militar en provincias como Córdoba, Santa Fe, Tucumán y Corrientes, que se extendieron hasta los primeros años de 1970. Lo característico de estos movimientos fue la convergencia entre la juventud estudiantil, sobre todo universitaria, y los movimientos obreros (Novaro 2011). Una de las estrategias del gobierno nacional para contener a los sectores sublevados fue utilizar las políticas de drogas, encontrando en la figura del “adicto” o del “toxicómano” un enemigo interno al cual combatir, apelando a las preocupaciones de los padres y madres de esa rebelde juventud (Manzano 2014).
Es paradigmático en este contexto el caso del pionero del rock nacional argentino José Alberto Iglesias Correa, mejor conocido como “Tanguito”, quien reunió varias de las características que la policía, los medios de comunicación y los especialistas en toxicología ayudaron a consolidar y a difundir acerca del “problema de las drogas”. Tanguito era un muchacho joven, de clase media, de pelo largo, a quien le gustaba andar en la calle y en bares escuchando y tocando rock con su guitarra, como así también experimentar con drogas. En varias oportunidades tuvo conflictos con la policía, e internaciones tras ser encontrado intoxicado en la vía pública. Según la versión oficial, falleció en 1972 a los 26 años tras escapar del pabellón para toxicómanos del Hospital Neuropsiquiátrico Borda (creado en 1971). Fue encontrado en las vías de un tren, presuntamente arrollado. Aunque las circunstancias de su muerte permanecen confusas, habiéndose barajado la hipótesis de suicidio e incluso de homicidio por parte de la división de toxicomanía, este caso sirvió para difundir la gravedad del problema de las drogas (Manzano 2014).
En este contexto no es casual que Argentina se haya adherido durante esta década a la política más extrema y belicista del RICD conocida como “guerra contra las drogas”. Este proceso coincidió con la firma del Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la declaración de Richard Nixon, por aquel entonces presidente de EUA, y quien, frente al parlamento y con fuerte apoyo bipartidista, declaró el “abuso de drogas” como “el enemigo público número uno” de la nación. Para Tokatlian (2017), experto en relaciones internacionales, hay una “fase inicial” de esta guerra centrada especialmente en América Latina, donde tuvieron lugar numerosos golpes de Estado y la alineación de estos gobiernos a políticas punitivas y de control contra productores, vendedores y consumidores de drogas bajo la DNS. Si bien la adhesión al Convenio de Sustancias Psicotrópicas de Naciones Unidas de 1971 fue aprobada mediante la ley 21.704, en 1977, ya en 1973 se había sancionado la ley 19.303 que reguló las cuestiones administrativas vinculadas con sustancias psicotrópicas siguiendo aquel acuerdo internacional (Corda 2012).
Uno de los políticos más relevantes en las políticas de drogas argentinas durante la década de los años 1970 fue José López Rega.6 Luego de las elecciones de marzo de 1973, cuando fue elegido Héctor José Cámpora7 como presidente (con un triunfo del 49.5% de los votos), López Rega fue nombrado Ministro de Bienestar Social. A partir de su nuevo cometido, buscó capitalizar su carrera política haciendo uso del “problema de las drogas”. Una de sus medidas, en 1973, consistió en la firma de acuerdos bilaterales junto con el recién nombrado embajador de EUA, Robert C. Hill. Ambos acordaron facilitar el acceso de Argentina a recursos financieros y apoyo técnico con el fin de ampliar “los aspectos de inteligencia tendientes a detener el comercio interior y exterior de drogas” (Manzano 2014, 64). Ese mismo año, Lopéz Rega impulsó la creación del Centro Nacional de Reeducación Social (Cenareso), la primera institución pública gratuita y especializada para el tratamiento de adicciones de modalidad residencial y basado en un enfoque abstencionista (Levin 2014).
López Rega también desempeñó un papel central en la lucha anticomunista liderando la fuerza parapolicial llamada Alianza Anticomunista Argentina (AAA) ligadas clandestinamente al aparato policial y estatal (Franco 2012). El objetivo de esta organización era luchar contra las agrupaciones e individuos identificados con la ideología de izquierda y críticos con el gobierno de turno, ya sean sindicatos, partidos políticos, o grupos político-guerrilleros como “Montoneros”; mediante la amenaza, secuestro, tortura, desaparición y el asesinato de sus miembros. Esta organización y sus prácticas muestran el clima social de la época, como así también la complicidad de ciertos sectores del gobierno para utilizar todos los medios posibles para eliminar las fuerzas “subversivas” del orden gubernamental mediante vías paralelas al Estado de derecho.
El gobierno de Cámpora duró apenas 49 días, pues luego de su triunfo eliminó la proscripción que Perón tenía para presentarse como candidato a presidente, y llamó a nuevas elecciones en donde triunfó, el 23 de septiembre, la fórmula Juan Domingo Perón-Estela Martínez de Perón con un 61.9% de los votos. Con el desplazamiento de Cámpora del gobierno, la puja entre diversos sectores ideológicos en el interior del movimiento peronista se profundizó.
Luego del asesinato de José Ignacio Rucci, el 25 de septiembre de 1973, el gobierno nacional decidió ampliar las medidas para contrarrestar los movimientos denominados “subversivos”. Rucci era un importante líder sindical del peronismo y militante activo para la vuelta de Juan Domingo Perón a Argentina en junio de aquel año.8 Su muerte, al ser atribuida inicialmente al Ejército Revolucionario del Pueblo y luego al grupo guerrillero peronista y filo marxista llamado “Montoneros”, acrecentó la polarización entre las facciones políticas del peronismo y llevó a que las fuerzas gubernamentales vinculasen amplios sectores de “izquierda” con las prácticas de la “subversión” (Franco 2012).
El primero de julio de 1974, tras la muerte de Perón, asumió la presidencia la primera presidenta de Argentina, María Estela Martínez. Su breve gobierno estuvo caracterizado por la inestabilidad económica y social, como así también por la profundización de las políticas represivas del Estado para restablecer el orden. Mediante la ley 20.771 se modificó nuevamente el Código Penal, basado en un proyecto impulsado por la propia presidencia, López Rega y con apoyo del Cenareso. Se trató de la primera ley especial de estupefacientes del país (Corda 2011), la cual estipuló una pena por tráfico de 3 a 12 años de prisión, y la tenencia para consumo personal con penas de 1 a 6 años. A su vez, habilitó el tratamiento obligatorio para los condenados que fueran diagnosticados como adictos, proceso llamado “medida de seguridad curativa”. La retórica utilizada para defender esta nueva ley señalaba la relación existente entre “las drogas” y el peligro de que la juventud adoptase ideologías subversivas, por lo cual el tema fue abordado desde la DNS y bajo la órbita de la policía federal (Manzano 2014).
El gobierno de María Estela Martínez de Perón fue perdiendo aliados políticos y debilitándose rápidamente en un contexto de movimientos golpistas y de una crisis económica conocida como “Rodrigazo”, nombre asociado con el ministro de economía de 1975, Celestino Rodrigo. López Rega, al ser uno de los impulsores de dicho plan económico y al cargar con denuncias por sus vinculaciones con actividades represivas (Franco 2012), tuvo que renunciar y abandonar el país tras el reclamo de amplios sectores políticos y sindicales dentro y fuera del peronismo.
Favorecidos por la inestabilidad social, política y económica, el 24 de marzo de 1976, se consumó en Argentina un golpe cívico-militar autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”, iniciándose de este modo un periodo de terrorismo de Estado,9 que dejo tras de sí miles de víctimas y desaparecidos.10 En tales circunstancias, “la tenencia de drogas fue una de las tantas excusas esgrimidas por el poder de facto para su arbitrario gobierno y órganos de represión estatal y paraestatal” (González 2022, 78).
Carátula: “Colavini Ariel Omar infracción a la ley 21.771”
Nos centramos en el “Fallo Colavini” de 1978 de la CSJN, pues nos muestra una práctica de arbitraje de la justicia argentina ante el “problema de las drogas”, al establecer doctrina y asentar jurisprudencia. Del mismo modo, es una oportunidad para estudiar la actuación del Estado-nación argentino en política de drogas durante la última dictadura cívico-militar en Argentina (1976-1983): su poder para identificar y castigar al consumidor de drogas por considerarlo un elemento peligroso para la sociedad.
Primero veamos algunos hechos generales. La causa judicial se inició en 1976, luego de que Ariel Omar Colavini fuera detenido por la policía11 mientras circulaba en una plaza de la Ciudad Jardín de Lomas del Palomar en Buenos Aires. Allí le secuestraron dos cigarrillos de marihuana12 que tenía en su posesión y la causa recayó en un Juzgado de Primera Instancia de la ciudad de San Martín, Buenos Aires.
En su momento, el defensor oficial13 apeló el fallo (con argumentos que veremos en breve) y la causa fue sorteada a la Sala I de la Cámara Federal. Esta nueva instancia desestimó la apelación y confirmó la sentencia de Ariel Colavini a la pena de dos años de prisión en suspenso14 y al pago de una multa de cinco mil pesos por ser autor y responsable de infringir el artículo 6 de la ley 20.771 (CSJN 1978, 300: 255). Dicho artículo sostiene que “será reprimido con prisión de uno (1) a seis (6) años y multa de cien ($100) a cinco mil pesos ($5,000) el que tuviere en su poder estupefacientes, aunque estuvieran destinados a uso personal” (Ley 20.771).
El abogado defensor utilizó varios argumentos para desestimar la causa y peticionó “la revocación de la sentencia y la absolución de su defendido” (CSJN 1978, 300: 255). Nos centraremos en tres de los argumentos para los fines de nuestro análisis. En primer lugar, la inconstitucionalidad de penar la tenencia de estupefacientes para uso personal; en segundo lugar, mediante la interpretación de que dicho castigo se basa en un derecho penal de autor, es decir, que castiga lo que la persona es (disposición interior, gustos personales, ideología, etc.) y no por los actos cometidos; y, en tercer lugar, la no adecuación de las leyes nacionales a tratados internacionales, particularmente el Acuerdo Sudamericano Sobre Estupefacientes y Psicotrópicos de 1976.
En resumidas cuentas, el principal argumento de la defensa para esta nueva apelación fue alegar la inconstitucionalidad del art. 6 de la ley 20.771(CSJN 1978, 300: 255) por atentar contra la libertad que garantiza el art. 19 de la Constitución Nacional Argentina el cual versa:
Art. 19. - Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ello no prohíbe. (Constitución de la Nación Argentina, 1994)
Este procedimiento legal de apelación, avalado por el art. 14 de la ley 48,15 llevó a que el caso se elevara a la CSJN para dirimir el conflicto. Cabe mencionar que en la jurisprudencia y en la doctrina argentinas ya existía una discusión respecto a la inconstitucionalidad de penar la tenencia de estupefacientes para consumo personal. Esto mismo es recordado en la sentencia de la Cámara Federal que se encuentra incluido en el cuerpo del fallo de la CSJN (1978, 300: 259). En efecto, como vimos en la reseña histórica, la legislación argentina ha sufrido modificaciones sustantivas. El código penal de 1921 no penalizaba la tenencia, sino el suministro ilegal, y no fue hasta 1924 que la mera tenencia ilegítima se transformó en delito con la ley 11.331. En 1960, la ley 17.567 excluyó de punibilidad la tenencia en cantidades que no excedieran a las que correspondan a uso personal. Un nuevo cambio de doctrina ocurrió con la ley 21.771 la cual, según opinión de la Sala I de la Cámara Federal, volvió “las cosas a su lugar” y tipificó como delito la mera tenencia de estupefacientes (CSJN 1978, 300: 259).
Tanto el dictamen de la Cámara Federal, como el del Procurador General reconocieron que lo que estaba en juego era un conflicto entre la libertad individual y la sociedad en su conjunto: “Cabe cuidarse de los excesos pues en aras de la libertad puede llegarse al sacrificio de la sociedad con lo que, paradojalmente, en el altar de aquélla restaría el cadáver del individuo mismo” (CSJN 1978, 300: 259). Ambas instancias interpretaron que la tenencia de estupefacientes, aunque sea para uso personal, es una acción que afecta a toda la sociedad, reconociendo límites para la libertad individual cuando atenta al bien tutelado de la “salud pública” y, “por suma de esfuerzos (Convención Única de 1961), la salud mundial” (CSJN 1978, 300: 259).
El fallo de la CSJN coincide con la interpretación de la Cámara Federal y el Procurador General de la Nación. Frente al argumento de la defensa que buscó habilitar una esfera de autonomía personal fuera de la influencia estatal, se puede tomar como respuesta de la CSJN el siguiente pasaje del fallo:
Que tal vez no sea ocioso, pese a su pública notoriedad, evocar la deletérea influencia de la creciente difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero, calamidad social comparable a las guerras que asuelan a la humanidad, o a las pestes que en tiempos pretéritos la diezmaban. Ni será sobreabundante recordar las consecuencias tremendas de esta plaga, tanto en cuanto a la práctica aniquilación de los individuos, como a su gravitación en la moral y la economía de los pueblos, traducida en la ociosidad, la delincuencia común y subversiva, la incapacidad de realizaciones que requieren una fuerte voluntad de superación y la destrucción de la familia, institución básica de nuestra civilización. (CSJN 1978, 300: 268)
A continuación, la CSJN argumentó que por tales razones los “Estados civilizados” han instrumentado todos los medios legales para erradicar este “mal” y han convenido en acuerdos internacionales en consecuencia (1978, 300: 268). Por esta vía se rechazó la inconstitucionalidad del art. 6 de la ley 21.771, al considerar que la tenencia de estupefacientes es una acción que se “exterioriza” a toda la sociedad. La CSJN rechazó la comparación del consumo de estupefacientes a una forma de autolesión, la cual no se encuentra comprendida por la ley penal y, además, recuerda que una autolesión “puede resultar eventualmente reprimida cuando excede los límites de la individualidad y ataca otros derechos” haciendo mención al Código de Justicia Militar Argentino (CSJN 1978, 300: 270).
La CSJN también rechazó el segundo argumento de la defensa, el cual consistía en cuestionar el castigo por tenencia de estupefacientes para consumo personal, pues se basaba en un derecho penal de autor, el fallo resume así el argumento:
Sostiene [el defensor oficial], en síntesis, que la Cámara dictó una sentencia basada en política social o penal, pero infundada en derecho, al sustentarse con la invocación de cierta jurisprudencia con fundamento político, incompatible con la necesidad de basarse en derecho y ajustarse a sus principios. (CSJN 1978, 300: 267)
El tribunal buscó dejar en claro que no se castiga la toxicomanía en sí, lo que implicaría un derecho penal de autor, sino el acto preparatorio, en este caso la “tenencia” de estupefacientes. Según el jurado esta acción es punible, por un lado, por la “influencia” y efectos negativos de distinta índole ya mencionados, y, por el otro, por el hecho de que la tenencia de estupefacientes implica la participación en una operación comercial ilegítima, es decir, en el tráfico de estupefacientes. Algunos pasajes del fallo así lo señalan: “si no existieran usuarios o consumidores, no habría interés económico en producir, elaborar y traficar con el producto, porque claro está que nada de eso se realiza gratuitamente. Lo cual conduce a que, si no hubiera interesados en drogarse, no habría tráfico ilegítimo de drogas” (CSJN 1978, 300: 269).
Respecto al tercer argumento de la defensa (la inadecuación de la sentencia a tratados internacionales), la CSJN se adhirió a las razones suministradas por el Procurador General (CSJN 1978, 300: 270) siendo necesario entonces remitirse a ellas. En concreto, la defensa señaló que el Acuerdo Sudamericano Sobre Estupefacientes y Psicotrópicos aprobada por la ley 21.422 de 1976 no pena el uso personal de estupefacientes de forma privada. A este respecto, el Procurador General rechazó el argumento al señalar que el punto 2, inciso h de la mencionada ley 21.422 incluye la “tenencia ilegítima de estupefacientes” como figuras delictivas que deben preverse (CSJN 1978, 300: 262). Con estos argumentos, la CSJN desestimó la pretensión de la defensa y confirmó la sentencia apelada.
Mientras esperaba el resultado de este nuevo fallo, Colavini se encontraba, desde 1977, detenido en el pabellón séptimo de la cárcel de Villa Devoto, Provincia de Buenos Aires. Nunca logró ver el resultado de la apelación, dictaminado el 28 de marzo de 1978, pues dos semanas antes falleció dentro del penal. Su cuerpo fue encontrado en lo que se dio a conocer por los medios y las declaraciones de los oficiales actuantes, como el “motín de los colchones”. La reconstrucción histórica de este hecho, muy bien documentada por Claudia Cesaroni (2013), revela que se trató de una violenta represión por parte del servicio penitenciario federal tras una discusión entre estos y algunos internos, dejando como consecuencia la muerte por asfixia, quemaduras y armas de fuego, de al menos setenta y cuatro presos “comunes”, entre los que se encontraba Ariel Colavini.
Discusión: las políticas de drogas como régimen nacional de alteridad
Este fallo judicial, si lo entendemos como un “ritual estatal”, como un dispositivo mediante el cual el “Estado habla” (Corrigan y Sayer 2017), constituye un documento fundamental que permite comprender la construcción del usuario de drogas como un “otro” peligroso y desviado en el periodo estudiado.
El concepto régimen nacional de alteridad constituye una herramienta heurística que arroja luz a la producción de “identidades” construidas mediante retóricas nacionales. Este concepto ha sido utilizado por la historiadora y antropóloga mexicana Paula López Caballero en su libro Indígenas de la nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (2017), publicado por primera vez en lengua francesa en 2012. La autora expone allí una experiencia de campo en la comunidad de Milpa Alta, al sur de la ciudad de México, realizada para estudiar la variabilidad histórica de la “indigeneidad”. Su pregunta de trabajo podríamos resumirla del siguiente modo: ¿En qué consiste la “indigeneidad”?, o en sus propias palabras: “¿en qué reside dicha alteridad?, ¿cómo explicamos la diferencia que parece caracterizar a ciertos grupos y a otros no?” (López Caballero 2016, 9). Problemática que se inscribe de este modo en el centro de la pregunta antropológica (Krotz 1994), la cual es una pregunta por la alteridad, la diferencia, la diversidad y la desigualdad (Boivin et al. 2018).
La autora critica la visión esencialista de la indigeneidad y considera central entender la “identidad indígena” como un proceso relacional, entre aquellos que se definen “indígenas” y el Estado-nación. De este modo, postula la noción de régimen nacional de alteridad para referirse al hecho de que “la producción de alteridades ocurre dentro de un campo “de posibilidades” ampliamente determinado por el Estado-nación (…) [dada por] su capacidad para definir, producir y administrar alteridades” (López Caballero 2017, 21). Al explicitar su objetivo de trabajo la autora refiere:
[Investigar] las relaciones sociales históricamente constituidas que permiten que un grupo determinado se identifique o sea reconocido como singular, como “diferente”, en circunstancias precisas y frente a actores específicos. El conjunto de estas relaciones puede semejarse a una “configuración identitaria” que llamo “regímenes nacionales de alteridad”. Por extensión de la noción de “régimen de verdad” que hace referencia a los discursos que cada sociedad acoge y hace funcionar como “verdaderos”, suponemos que cada Estado-nación crea retóricas historizantes -y de esa manera es creado por ellas- que terminan por hacer verdadera la distinción que funda un “nosotros” nacional y un “ellos” marginal y diferente. (López Caballero 2017, 45)
Bajo este marco teórico y siguiendo el recorrido histórico que hemos esbozado arriba, logramos estudiar las relaciones sociales que han colocado a “las drogas” y a sus usuarios en una “posición” determinada hacia el interior del Estado-nación argentino como una amenaza latente, un “enemigo interior” del cual es necesario defenderse, identificarlo y castigarlo.
Si analizamos el fallo Colavini de la CSJN, teniendo en cuenta que se trata de la máxima instancia judicial, concluimos que el análisis de este tipo de archivos nos permite estudiar un dispositivo privilegiado para delimitar la “alteridad” desde un punto de vista nacional. Recordemos que la principal discusión consistió en la delimitación de una esfera de autonomía fuera de la influencia estatal, y que el fallo determinó que la “tenencia” de estupefacientes, dadas las consecuencias de esta acción, es punible por el Estado al exceder los límites de la intimidad.
Si bien el fallo trató de explicitar que no se penaba el consumo, ni la toxicomanía, sus argumentos implican que el usuario es un potencial “toxicómano” y partícipe necesario del narcotráfico. Recordemos que los argumentos mencionan las consecuencias que la toxicomanía provoca a nivel personal y colectivo, y se arrogó la determinación de proteger la salud pública y mundial. Por otro lado, estableció analogías curiosas, buscando homologar la “toxicomanía” a una especie de peste que se difunde y amenaza a toda la “civilización”. La antropóloga argentina, Florencia Corbelle explica que esta definición de la “toxicomanía” era “circular” pues se “basaba en las descripciones e investigaciones epidemiológicas que los toxicólogos, médicos legistas y psiquiatras realizaban sobre una población que ingresaba a los centros de rehabilitación en manos de la policía o por derivación de los juzgados” (Corbelle 2018, 66), es decir, que lejos de explicar una conducta o condición psicopatológica, lo que hacía era legitimar toda una serie de prejuicios y preconceptos ya construidos a partir de los encuentros entre usuarios y agentes estatales. De todo lo anterior se desprende que los usuarios de drogas son considerados por el fallo como “delincuentes-enfermos” (Corda et al. 2014).
El Estado-nación en la medida que busca construir una identidad y una cultura nacional que la legitime, traza en el mismo movimiento una línea divisoria hacia dentro del Estado, entre un “nosotros nacional” y un “los otros”: individuos o grupos en tensión con el proyecto nacional. Claudia Briones (2005), antropóloga argentina, llama la atención sobre el hecho de que las formaciones nacionales de alteridad no solo construyen clasificaciones identitarias, sino que con base en estas elabora sistemas jerárquicos que inciden en las condiciones concretas de vida de las personas. Los dispositivos de saber-poder, como la criminología, la medicina, los saberes “psi”, la policía y el derecho, sirvieron de auxiliares al Estado en la determinación del “peligro de la toxicomanía” y brindaron herramientas técnicas para su control y legitimación de la prohibición y punición de la producción, distribución y uso de drogas. Podemos hablar de estrategias de biopolítica (Foucault 2014) para el control de las poblaciones, de una administración de la vida social en función de clasificaciones expertas. Las “medidas de seguridad curativa” estipuladas por la modificación de la ley penal 20.771 de 1974, en donde la justicia habilitó tratamientos obligatorios para “toxicómanos”, es un claro ejemplo de estas políticas, en las cuales se ve claramente una interrelación entre instituciones de castigo y de salud.
La antropóloga Rita Segato (2007) con base en trabajos sobre el racismo en Brasil, se refiere a las formaciones nacionales de alteridad para aludir a la construcción histórica de las relaciones entre las partes y el todo que componen una nación. Del mismo modo, advierte sobre la necesidad de pensar simultáneamente la relación existente entre los estados nacionales centrales y los periféricos, aludiendo a las asimetrías de poder entre los distintos países, como también en los diversos grados de cooperación y competencia. Así como los Estados-nación ejercen una hegemonía hacia el interior de sus fronteras, existen relaciones hegemónicas entre los países. Como consecuencia de este planteamiento teórico, otra dimensión importante de los regímenes de alteridad surge al tomar en cuenta la interrelación entre un nivel de análisis internacional y otro nacional.
En nuestro caso particular, podemos identificar un régimen de alteridad internacional o global vinculado con los usuarios de drogas a partir de los principios establecidos en el RICD contemporáneo, donde se señala que “la toxicomanía constituye un mal grave para el individuo y entraña un peligro social y económico para la humanidad”, y que esto obliga a la comunidad internacional a “prevenir y combatir ese mal” (ONUDD 2014, 5). En el recorrido histórico vimos cómo el Estado-nación argentino fue adoptando unas políticas de drogas prohibicionistas y punitivas en la medida que, durante los años 60 y 70, identificó en el consumidor de drogas a un peligro social, en un contexto de conflicto geopolítico asociado con la Guerra Fría y con la nacionalización de la DNS. Cabe aclarar que esta relación centro-periferia no habría que verla como mero reflejo pasivo o como simple imposición de normas externas, sino que habría que atender la función “doméstica” o “nacional” que estas políticas adoptaron en determinado momento. El gobierno nacional argentino, durante el periodo estudiado, utilizó las políticas punitivas contra las drogas como parte de mecanismos de control social político e ideológico, tal como vimos en el recorrido histórico.
La dimensión internacional de este régimen de alteridad al que nos referimos tiene varios indicios en el fallo analizado. En general, vimos la importancia argumentativa entre las partes en conflicto sobre la adecuación de las leyes na cionales a los tratados internacionales, dando cuenta de su mutua imbricación. Del mismo modo, la apelación por parte de la CSJN a la protección de la “salud mundial” y de la “civilización” en su conjunto demuestra la decisión de insertar las políticas nacionales en un proyecto de orden internacional.
Por otro lado, debería tomarse en cuenta no solo la exclusiva relación entre Estados-nación, sino la participación de instituciones internacionales o, podríamos decir, transnacionales (ONGs, organismos multilaterales, bloques políticos regionales, etc.) en la definición e interpelación de la agenda política de los diversos Estados-nación durante el periodo estudiado. Por ejemplo, en el tema que nos ocupa, atender el papel de la ONU, la OMS y los tratados internacionales de fiscalización de drogas resultó imprescindible para comprender la trama del régimen de alteridad, su expansión y alcances internacionales.
Para finalizar, diremos que el concepto alteridad es ampliamente utilizado en la antropología para estudiar las diferencias, la diversidad y las desigualdades entre las personas, la sociedad y la cultura, haciendo hincapié, generalmente, en su dimensión étnica. De hecho, los trabajos de López Caballero (2017),
Segato (2007) y Briones (2005) son ejemplo de ello. En este artículo, al proponer entender a los “usuarios de drogas” como alteridades construidas históricamente en Argentina por las políticas de drogas, estamos proponiendo rebasar su contenido exclusivamente étnico o en todo caso ampliar su campo heurístico. El Estado-nación no define alteridades basadas en rasgos exclusivamente étnicos, sino que también traza fronteras nacionales gestionando las conductas consideradas desviadas de las leyes establecidas. De este modo, podemos ver cómo el consumo de drogas, en tanto práctica social y cultural, constituyen para el caso de Argentina un marcador de alteridad, asociado a la enfermedad y la criminalidad.
Conclusiones
El objetivo de este trabajo consistió en mostrar una articulación entre una dimensión macro (representada por las relaciones internacionales, los conflictos y las alianzas geopolíticas, el RICD, el contexto histórico-político más amplio) y lo micro (representado por las políticas de drogas nacionales, un fallo de la CSJN y el contexto histórico-político nacional) combinadas en un recorrido histórico centrado en las décadas de los años 60 y 70 del siglo XX. Esto nos permitió delinear un perfil sobre el accionar del Estado-nación argentino al castigar penalmente el consumo de drogas articulado con el concepto régimen nacional de alteridad (López Caballero 2017).
Hemos intentado mostrar cómo el fallo estudiado evidencia al Estado-nación como una instancia fundamental en la definición de “las drogas” y sus usuarios como unos “otros” desviados de las normas y sobre los cuales es legítimo el accionar de toda una serie de dispositivos policiales, judiciales, terapéuticos, entre otros, puestos al servicio de su identificación, corrección y castigo. Estos saberes expertos sobre el “problema de las drogas” apenas son mencionados en el fallo, salvo como alusión al sentir “común” de las personas que ven en las drogas una muestra de la degeneración de los valores fundamentales de todo ser humano. Esto pone en tela de juicio la “evidencia médica y científica” para la prohibición de las drogas y muestra a estos saberes como auxiliares del poder estatal a la hora de dar una razonabilidad a unas políticas de drogas que hemos caracterizado como prohibicionistas-punitivas.
Quisiéramos dejar planteadas algunas ideas para estudios posteriores sobre este tema, pues creemos importante profundizar en algunos aspectos. Por un lado, ¿quién fue Ariel Colavini? Conocer algunas características de su persona nos permitiría comprender con mayor profundidad las dimensiones implicadas en su detención, por ejemplo: edad, educación, trabajo, pertenencia ideológica o partidaria, clase socioeconómica. Por otro lado, ¿quién fue el abogado oficial?, teniendo en cuenta que se trató de un agente estatal que en plena dictadura militar decidió ir hasta las últimas consecuencias en la defensa de Colavini. Estos y otros detalles ayudarían a una reconstrucción más amplia del caso aquí tratado. La literatura revisada para este artículo no incluye estos datos. Una alternativa para saldar estas lagunas podría obtenerse de la búsqueda de archivos periodísticos de esta época, como crónicas policiales o judiciales. Adicionalmente, debería existir, en el expediente del caso, el texto de la defensa o las notas de la audiencia en la cual el defensor expuso los argumentos para pedir la absolución de Colavini, las cuales fueron acá tratadas como inferencias de lo expuesto en el fallo de la CSJN.
Se podría criticar el análisis del presente artículo señalando la excepcionalidad del caso, pues al tratarse de un fallo de la CSJN dictado durante una dictadura-militar en Argentina es esperable que el Estado-nación haya actuado al margen del derecho. Estaríamos de acuerdo en términos generales, no siendo el caso tratar de construir una teoría general desatendiendo la “variabilidad histórica” del régimen nacional de alteridad, es decir, las particularidades y las condiciones de posibilidad que puede tener de un momento a otro en la historia.
A esta crítica constructiva se le puede añadir que tanto antes como después del fallo Colavini de 1978, el Estado argentino ha llevado adelante políticas de drogas prohibicionistas y punitivas. Para mencionar un ejemplo, diremos que la ley 11.309 de 1924 regulaba administrativamente la venta de “alcaloides” y luego la ley 11.331 de 1926 pasó a castigar con prisión la tenencia ilegítima de “narcóticos” y “alcaloides” inspiradas en la conocida “ley seca” de EUA (Sánchez Antelo 2012, 277).
En Argentina, hoy en día se encuentra vigente la ley de drogas 23.737 sancionada en 1989, un año después de firmada la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de 1988, tercer tratado fundamental del RICD, no analizado en este artículo. Con esta ley se ampliaron las conductas y penas para los delitos de tráfico, con prisión de 4 a 15 años. Se discriminó una “tenencia simple”, con prisión de 1 a 6 años, y se pasó a castigar con prisión de 1 mes a 2 años la “tenencia para consumo personal”, con la posibilidad de evitar la pena de prisión con una “medida de seguridad curativa” en caso de que se demuestre que el imputado es “dependiente” de una sustancia adictiva, o una medida “educativa” en el caso de ser “principiante o experimentador”. Se le adjudica a Mark Twain el haber dicho que “la historia no se repite, pero muchas veces rima” y le encontramos algo de razón.
Con estos comentarios finales, queremos relativizar la excepcionalidad del caso estudiado aquí y dejar planteada la necesidad de incluir en los modelos “socioculturales” el fenómeno estatal y nacional, para que sean tratados como variables fundamentales en la clasificación de individuos o grupos como “adictos” o “toxicómanos” y a estos como peligrosos para el Estado-nación, máxime cuando desde esta perspectiva se justifican y diseñan políticas de drogas punitivas.