Introducción
El papel social, Económico y cultural de las mujeres en Nueva España se ha analizado desde diferentes enfoques y perspectivas teóricas (Quezada 1975, 1987, 1994; Schroeder, Wood, Haskket 1997; Vollendorf 2012; Lavrín 1992, 2005). Tarea nada fácil puesto que, como bien señala Susan Schroeder, las voces de ellas nunca fueron reconocidas como principales por el orden estatal ni religioso. Existía un fuerte etnocentrismo cuando se abordaba el tema de las indígenas (Rodríguez-Shadow 2000, 34), aunque es sabido que los frailes y misioneros, al momento de escribir sus crónicas, historias naturales o tratados de medicina dependieron en todo momento de hombres y mujeres del nuevo mundo en calidad de informantes, traductores y artistas (Schroeder 1997). En el mismo sentido, podemos ubicar a los naturalistas y médicos laicos que recogieron, con su ayuda y aportes, saberes locales en el siglo XVI (Pardo-Tomás 2002, 106-107, 122 y 2016, 29-51). A través de documentos como peticiones, testamentos, censos y contratos de venta, la historiografía sobre las mujeres en Nueva España demuestra cómo ellas participaron en la vida social y económica del territorio (Kellog 1997, 123-134). A estas fuentes se suman los archivos del Tribunal del Santo Oficio que nos permiten reconocer su participación en revueltas y motines (Socolow 2016; Stern 1999), pero también algunas de sus prácticas de salud y padecimientos. Gracias a las denuncias presentadas y los procesos realizados por el Santo Oficio, nos enteramos de un mercado sanitario controlado por las mujeres. Mercado que no siempre es fácil separar de las prácticas de hechicería, brujería y magia, como aquí intentaremos demostrar (Solange 1982; Muriel 1994; Roselló 2011; Gallardo 2011, 2018; Morales 2014). La ausencia en el contexto novohispano de textos escritos por ellas o escritos para ellas durante los siglos XVI y XVII dificulta la empresa de hacer su historia. Caso opuesto al tratarse de Europa medieval y renacentista, donde es posible reconocer un amplio corpus de literatura médica o recetarios de belleza elaborados por varones,1 pero también manuales de medicina, textos de matronas y recetarios escritos por mujeres (Cabré y Ortiz 2001; Caballero-Navas 2005, 14-15; Cabré 2011, 25-41; Read 2013, 1-21).
En el presente ensayo me interesa analizar las pócimas de amor registradas en las denuncias y autodenuncias en los procesos inquisitoriales, contra mujeres vinculadas con la hechicería amorosa, durante los siglos XVI y XVII, en Nueva España. Son confesiones breves que no implicaron la apertura de un proceso inquisitorial, y no sabemos con precisión cuáles fueron las sanciones que les aplicó el Santo Oficio. Las pócimas de amor se sitúan en un área de intersección entre la teoría humoral, la magia amorosa europea y la herbolaria indígena. La idea principal es que cobren sentido las representaciones simbólicas de la menstruación en las pócimas de amor. Considero importante explorar los espacios de intersección, no tanto para situar el punto de partida del uso del menstruo, sino más bien para subrayar cómo los intercambios transculturales resignificaron el valor simbólico del menstruo en tanto fuerza vital, de la mano con otros recursos igualmente poderosos en el mundo indígena, como el chocolate y las plantas alucinógenas. Los saberes y prácticas vinculados con el poder sexual del menstruo para lograr el amor de un hombre circularon de boca en boca, articulándose bajo los condicionamientos de género de la sociedad novohispana, compuesta por mujeres de diferentes calidades, que tuvieron la capacidad de establecer un “mercado sanitario y hechiceril” propio, sobre todo durante los siglos XVII a XVIII (Quezada 1997, 41-45). Sostengo que el uso de la menstruación en las pócimas de amor fue una contribución del mundo mágico de españolas, mulatas y negras que compartieron con las mujeres indígenas. Las pruebas que sostienen nuestra hipótesis de trabajo aparecen constantemente en las denuncias y procesos del Santo Oficio, en los siglos XVI y XVII. En ellos podemos ver cómo las indígenas fueron consultadas por su experiencia en el dominio de las plantas, ya fuese con fines médicos o para realizar magia amorosa. Sin embargo, la recomendación de utilizar el menstruo para obtener el amor incondicional de un varón o para “ligar” o “amansar” no aparece directamente vinculada con las prácticas indígenas.
¿Quiénes son las mujeres acusadas de brujas y hechiceras en Nueva España en los siglos XVI y XVII? De acuerdo con Alberró, Quezada, Lavrín, Socolow, Campos, Gallardo y Roselló, son mujeres de escasos recursos, generalmente mulatas, negras y mestizas de baja condición social y económica. Muchas de ellas ejercieron la partería (comadronas). Las prácticas de brujería y de hechicería expresan la precariedad de la mayoría de las mujeres en América colonial, en la cual mantener a un hombre les aseguraba subsistencia y protección. El seguimiento a la monogamia, la fidelidad y la preservación de la virginidad, así como la persecución de la poligamia y de las relaciones prematrimoniales adquirieron relevancia inusitada, pues la Iglesia y el régimen colonial tenían como propósito salvaguardar la institución matrimonial y establecer un modelo de familia que, si bien distaba de la realidad, plural y difícilmente reductible a ese modelo único, había que defender a toda costa (Lavrín 1892, 4). A través de la correspondencia que enviaron mujeres españolas a Nueva España, dirigida a sus padres, hermanos, hijos y esposos, podemos saber cómo los viajes trasatlánticos fueron utilizados por algunos varones para disolver los lazos conyugales (Sánchez 2022, 546). Las mujeres, ya estando en Nueva España, denunciaban a sus parejas cuando estas se disponían a fundar nuevas familias o buscaban sostener relaciones con otras mujeres (Sánchez 2022, 556-564). Una parte del fenómeno se debía a que la mayoría de la migración se componía de varones en busca de una estabilidad económica, durante los siglos XVI y XVII (Quezada 1889, 333-335; 1997, 41-45).
Sobre el supuesto paralelismo en la magia amorosa
Algunas historiadoras, como Raquel Martí Sánchez, sostienen la existencia de un paralelismo entre la magia amorosa europea y americana (Martí 2004, 65-80). La autora encuentra similitudes en diversas prácticas y simbolismos, sobre todo en el uso de la menstruación. Para la autora, el paralelismo fue el resultado de procesos de experiencias comunes, en los que la magia amorosa se convirtió en el vehículo perfecto de las mujeres para solventar problemáticas vinculadas con los deseos más íntimos, pero también con sus ansiedades.
Si bien en lo general comparto los supuestos de Martí Sánchez sobre la magia amorosa en tanto experiencia viva de las mujeres (Martí 2004, 71, 78), considero que debemos tener precaución en no caer en la universalización del valor simbólico de la menstruación, el cual, como bien lo demuestran Thomas Buckley y Alma Gottlieb, es diverso y hasta contradictorio en contextos intraculturales (Buckley y Gottlieb 1988, 34). En muchas culturas existe el tabú sobre la menstruación, pero aun así, los elementos que la explican y el peso simbólico que cada sociedad le otorga son distintos. Es necesario contextualizar históricamente y subrayar las especificidades en las concepciones sobre la menstruación, máxime en espacios coloniales transculturales, como la Ciudad de México, Culiacán, Ocosingo, Teotitlán, Tepeaca, San Fernando de Campeche y Yanguitlán, lugares donde se verificaron las denuncias y procesos inquisitoriales. Todas estas ciudades tenían poblamientos diversos y actividades económicas y sociales muy amplias.
Las defensoras del paralelismo en la magia amorosa sostienen que en tiem pos prehispánicos se usaba la menstruación. En los análisis retrospectivos apelan a la pervivencia de este ingrediente en la magia amorosa popular actual. Sin embargo, existen otras investigaciones antropológicas que sostienen justamente lo contrario.2 Consideran que el uso de la práctica amorosa está diseminado en la actualidad en grupos no indígenas, con toda la ambigüedad que esto significa. Por lo mismo, el fenómeno amerita mayor investigación.
En su estudio sobre la magia amorosa en el mundo náhuatl, Noemí Quezada Ramírez señala que las bases concretas de la magia amorosa estaban apoyadas en la palabra (conjuros); en la adivinación, por parte de un especialista con finalidad sexual; en el uso de plantas psicoactivas y alucinógenas, ya fuesen para lograr trances adivinatorios o como afrodisíaco, y en el uso del colibrí (o pájaro del amor) (Quezada 1975, 72). También enfatizaba que la magia amorosa estaba íntimamente entretejida con el mundo ritual y religioso mesoamericano. Ahí, la menstruación no aparece como un componente de la magia amorosa. Es importante subrayar que los valores de la sexualidad y el erotismo en algunos de sus elementos son coincidentes con la cultura hispánica, pero en otros son profundamente distintos (Flores y Elferink 2010 10-18). A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la sexualidad presentó cambios importantes en Nueva España. La iglesia se concentró en desterrar la poligamia de las élites indígenas y en perseguir las transgresiones sexuales, como los “raptos, adulterios, incestos, desfloraciones y hechicerías sexuales” (Lavrín 2005, 494; Rivas y Amuchástegui 1997, 27). Entre las hechicerías sexuales se tipificaron los amarres o ligaduras, encantamientos y solicitaciones.
El uso medicinal y mágico de las partes del cuerpo, el excremento y fluidos como la saliva o los cabellos fueron utilizados en las culturas asentadas en el Valle de México para usos medicinales y mágicos. En los manuscritos de la segunda mitad del siglo XVI, se registra el uso del humo de huesos para resolver la fiebre, o la orina para tratar diversas enfermedades. Muy probablemente eran de origen europeo.3 Pero lo que llama la atención es que el menstruo no aparece designado en sus múltiples etimologías ni como impureza ni como suciedad. Parafraseando a López Austin, el menstruo es mencionado simplemente como hemorragia, emisión periódica o enfermedad. En náhuatl, cíhuah incocóliz se entendía como en fermedad de las mujeres.4
El intercambio de rasgos culturales es un hecho innegable en todo contacto humano, pero existe un riesgo en considerar que todos los elementos de una cultura son transferibles, algunos nunca se desplazan a nuevos sistemas de creencias. Efectivamente, contamos con análisis históricos que demuestran la convergencia respecto al ordenamiento social y religioso de los cuerpos femeninos entre Mesoamérica y España, sobre todo en el Altiplano central. Hay una convergencia en la cultura medicinal de las mujeres en el uso del sahumerio y las resinas que permitió el intercambio de recursos y procedimientos. En ambas culturas se utilizaron sustancias aromáticas para atender las dolencias del útero, como el “sofocamiento o el prolapso del útero” (Morales 2016). En los proyectos de comercialización de la flora novohispana, los copales ocuparon un lugar central en las historias naturales del siglo XVI y XVII, al evaluarse como sucedáneos de gomas y resinas descritas en la materia médica dioscoridiana, utilizados en el mundo euroasiático para resolver los padecimientos de matriz (Pardo-Tomás 2002, 115-121; Morales 2017, 229-230; De Vos 2020, 39). En el sentido opuesto, existen numerosos ejemplos. Algunas historiadoras señalan que los intercambios, en el mundo colonial novohispano fueron selectivos y acotados (Vollendorf 2012, 29; Gallerdo 2011). Las élites españolas, así como las comunidades indígenas fueron grupos endogámicos que tendieron a reproducir entre ellos sus propios valores y costumbres; los indígenas mantuvieron cierta inclinación a la libertad sexual con respecto a la de los españoles (Lavrín 1992, 17; Quezada 1997, 41-42). La virginidad no fue relevante en el mundo mesoamericano, ni tampoco existía una oposición a los contactos sexuales antes del matrimonio, tal y como se comenzó a imponer a partir de la cristianización (Flores y Elferink 2010, 10). Estos no son elementos intrascendentes, por el contrario, nos deben llevar a otras concepciones sobre la sexualidad y el erotismo.
Sobre la menstruación
El paradigma hipocrático desarrolló una nosología de la menstruación y de las enfermedades de las mujeres, alcanzando una larga permanencia en Occidente, al pervivir hasta bien entrado el siglo XIX (Schiebinger 2000; Van de Walle 2001; Red 2013; De Vos 2020). Desde la Antigüedad clásica, pasando por la época medieval y el Renacimiento, la menstruación formó parte de un mundo simbólico vinculado con los ciclos vitales (Caballero-Navas 2005, 25-26, 28). Existen diferencias claras respecto a los sangrados transicionales, como la menarquia, la desfloración o el sangrado durante y después del parto (Red 2013, 1-21). Alrededor de la menstruación se fueron anudando creencias, mitos y tabúes que adquirieron tal relevancia en la cultura occidental, que todos los procesos vinculados con la enfermedad quedaron relacionados con ella y con los órganos sexuales femeninos. En los tratados prácticos para mujeres se utilizó la palabra “flor” para designar la menstruación en un sentido positivo, convirtiéndose en una vocablo extendido y permanente en las lenguas vernáculas medievales de Europa Occidental (Caballero-Navas 2005, 21). Para referirse a la regularidad de la menstruación también se incorporó el vocablo “periodo”, quedando fuertemente asociado con la luna (Van de Valle y Prenne 2001, XIX).
La regularización de la menstruación, al convertirse en uno de los objetivos centrales de la medicina hipocrático-galénica, dispuso de un arsenal de recursos terapéuticos específicos, conocidos como emenagogos, que eran de origen vegetal, animal o mineral y que podían producir sangrado en la zona pélvica. Entre los animales y partes orgánicas que se utilizaron en la materia médica de la Antigüedad clásica estaban: el castóreo (secreción del castor), los escarabajos, ampollas, la esponja marina y la rana (De Vos 2020, 56-57). Entre las flores y plantas se encontraban: la peonía, hinojo, la “semilla de zanahoria silvestre, semilla de sauzgatillo, lirio, alcaparra, enebro, helenio, eléboro blanco, rubia, perejil, manzanilla, absenta, bálsamo de limón, mejorana, orégano y raíz de serpiente europea” (De Vos 2020, 39). De igual forma se recurrió a la almendra amarga, la hierba de camello y la sustancia de betún asfáltico (De Vos 2020, 45, 49, 61).
Como hemos señalado, más allá de su importancia fisiológica, el menstruo ha tenido un lugar simbólico preponderante en la magia amorosa. La sangre menstrual es una de las formas en que se expresa la exterioridad del cuerpo femenino, una manifestación de fuerza vital. Las mujeres estaban convencidas de que su incorporación en las pócimas podía atraer o mantener el amor de un hombre, pero también en su eficacia en los amarres y ligaduras. El menstruo fue un recurso intercambiable o sustituible. Aquí no se valen los préstamos, ni la utilización de sucedáneos. Como afirma Nohemí Quezada, cuando los hombres bebían a partir del engaño pócimas de amor con menstruo, en cierta forma, “introducían mágicamente en su cuerpo a las mujeres, por tanto, formaban parte de él y no podían apartarla de su pensamiento y de su corazón” (Quezada 2010, 359). Las mujeres que fueron procesadas o que se presentaron ante las autoridades inquisitoriales por el descargo de su consciencia, declararon recurrir a la magia amorosa, ya fuera porque deseaban retener a un varón, evitar que tuviera contactos sexuales o impedir que sostuviera relaciones carnales ilícitas. Es decir, tenían la intención expresa de manipular la sexualidad del “otro”. Un vehículo para controlar los comportamientos y deseos del “otro”, pero también su violencia.
Una constante en las denuncias y autodenuncias de las mujeres fue el señala miento de que las indias les proveían las hierbas. Son mujeres de orígenes diversos, en su mayoría de clases bajas, y alguna vive en condición de esclava. Están casadas con arrieros, carreteros o “tratante de indios”. Ante el comisario del Santo Oficio, la gran mayoría de ellas argumentó que las indígenas jugaron el papel de suministradoras y que hasta había algunas que tenían fama de ser hechiceras. Esto nos permite ver mujeres de otras calidades animadas a consultarlas para encontrar cura a dolencias, pero también para garantizar el amor de un hombre, o bien para causar el mal a terceras personas. Como ya lo señalamos, fueron los contactos e intercambios (de boca en boca) entre ellas, lo que facilitó la creencia del poder sexual de la menstruación y de cómo podía ayudar para ligar o amansar a los varones. En una breve declaración de 1597, ante los señores inquisidores, quedó registrado el nombre de un tal Azebedo (el nombre de pila no se puede leer en el documento), vecino de Yanguitlán, quien recordaba haber visitado a su amigo Antonio López del Real. Durante su encuentro, relató que se sentía muy enfermo, tenía vómitos “nacidos de bultos” en la “barriga”. Pero esos no eran sus peores malestares, pues le confesó tener la fuerte sensación de estar “ligado”. En esta reunión, además de Azebedo y Antonio, estuvieron presentes el presbítero Gonzalo de Robles y Francisco de las Casas. Todos ellos coincidieron en que, efectivamente, el enfermo estaba “ligado”. Azebedo comenzó a sentirse así justo después de haber visitado “una casa” en donde le habían ofrecido una jícara con chocolate que, siendo prudente, rehusó beber. Omite por completo el nombre de la persona que le ofreció la bebida. Es muy probable que Azebedo sabía bien que estas jícaras de chocolate solían estar acompañadas de menstruo, de ahí su reticencia a beberlo. Aun así, el hechizo tuvo su efecto a pesar de negarse a beber el chocolate, el pobre de Azebedo comenzó a sentirse mal. Al continuar su relato, Azebedo les comentó a sus amigos que, al no disminuir sus dolencias, consultó a una india para curarse. Lo cual no resulta sorprendente. Lo que sí nos sorprende es que, si bien ella no pudo curarlo del malestar de sentirse “ligado”, sí logró quitarle la impotencia con la ingesta de un bebedizo. Cabe señalar que Azebedo no era un hombre casado.5 Aquí lo interesante es que Azebedo, el presbítero y Antonio López de Real coinciden con la apreciación de Azebedo: sentirse mal a consecuencia el haber sido “ligado”. Surge entonces la indica, como experta que logra curarlo de la impotencia, pero extrañamente no de los síntomas de sentirse “ligado”. Este es uno los pocos casos consultados donde reconocemos la voz de los varones, pero, además, no como agente de violencia, sino como víctima de las hechicerías.
Se tiene registro de que las plantas alucinógenas se utilizaron para volver impotentes a los varones. En las regiones septentrionales de Nueva España se trasmitió de boca en boca, el conocimiento popular del uso del peyote entre va queros, esclavos, mestizos, “cautivos apaches e indios” (Deeds 2002, 42). Las haciendas y muchos pueblos fueron espacios en los que se verificó una fuerte aculturación entre españoles, indios y mulatos (Gallardo 2011, 80).
En la magia antigua europea aparecen registros de recursos corporales como la sangre, el semen, los cabellos, las uñas y la leche de la mujer (Caballero Navas 2005, 61), los cuales continuaron presentes en las pócimas de amor de Nueva España. Estas podían estar compuestas con hierbas, o excrementos humanos, para alejar a personas o controlar la furia de los hombres.6 También se podían integrar en las recetas huesos y dientes (Deeds 2002, 42). Isabel Guevara, al momento de autodenunciarse ante el Santo Oficio, mencionó que Bernardina de Herrera, quien recordaba Isabel ya había sido previamente penitenciada por el Santo Oficio, le había comentado a su vez, que una mujer de nombre Ángela de Ibarra elaboraba un chocolate para que los hombres la quisieran con el agua que utilizaba después de lavarse las partes vergonzosas y las axilas.7
En 1626, en la ciudad de Tepeaca, varias mujeres se presentaron para declarar ante el comisario del Santo Oficio sus trasgresiones a los mandatos de la fe cristiana. Juana Gallegos, casada con Juan Nuñes, de oficio carretero, se presentó para denunciarse, pues un año atrás, estando en casa de su hija Melchora Nuñes, esta le mostró un tecomate con menstruo y chocolate, el cual tenía toda la intención de dárselo a beber a un hombre con quien trataba. Sin embargo, nunca lo bebió.8 Con otro propósito, Juana López, viuda de Alonso Ruíz, de oficio arriero, se presentaba por su propia voluntad ante el comisario del Santo Oficio, por haber suministrado a su esposo, enfermo de celos cuando este estaba vivo, una pócima para quitar “la mala condición” que padecía. La sofisticada pócima estaba elaborada con gusanos negros que vivían en el muladar, conocidos como gallinas ciegas, además de uñas de caballo, menstruo, pelos de las axilas y de las partes “vergonzosas”, mezclados con vino tinto. Sin embargo, ella reconocía que la receta no había tenido efecto, pues los maltratos ocasionados por parte de su marido continuaron. Aunque Juana no desistió en seguir experimentado y, continuó elaborando otras recetas para resolver otros problemas.9
Las mujeres acusadas ante el Santo Oficio por brujas y hechiceras preparaban, por lo regular, pócimas innocuas que lo único que lograban era descomponer los estómagos de los incautos. La mulata Leonor de Islas tenía la fama de ser maestra en las artes mágicas, era originaria de Cádiz y hacía tiempo se había establecido en el Puerto de Veracruz. Ella le daba su menstruo enmascarado en chocolate a su amante Bonilla (Campos 2012, 412-415). Contra otras mujeres, se levantaba tan solo la sospecha en boca de sus denunciantes, como cuando Ana Perdono declara en contra de Agustina de Vergara, acusándola de darle a su marido una bebida hecha a base de polvos y menstruo enmascarado con chocolate, o por lo menos eso creía la denunciante, al no encontrar explicación alguna a las demostraciones de amor que tenía su conyugue hacia la susodicha.10 Otra breve denuncia se verificó en el pueblo de Tepeaca, en el año de 1626. En el mismo tenor encontramos a la denunciante Isabel de Guevara, quien señaló ante el comisario del Santo Oficio haber escuchado de boca de Juan Ruíz que, en la ciudad de Guanajuato, unas mujeres “echaban el menstruo en el chocolate” para que la bebieran los hombres, sin recordar para qué fin.11
La negra Agustina fue denunciada por Isabel de Guevara en la ciudad de Tepeaca por usar “polvos de bien querer”, diluidos en un tecomate con chocolate. No se sabe cuáles eran sus componentes, solo recordaba que eran unas “pelotillas que tenían cabellos negros” que debían molerse hasta hacerse polvo.12 Lo que sí tiene claro es el propósito que se buscaba satisfacer: “que la quisieran bien”. Aquí se trasmina la información relevante. En su relato, Isabel de Guevara declaró que fue Juan de Asnal, mulato esclavo, quien le hizo llegar los polvos a Agustina. Juan le indicó que esos “polvos del bien querer” eran para “que su amo y otras personas le quisieran bien”. Juan tenía fama de hechicero y vivía con Agustina en condición de esclavos.13 Las pócimas permitían asegurar el amor del ser amado, pero también eran instrumentos que los protegerían contra el dominio que ejercían sus dueños sobre sus cuerpos y libertad. En la ciudad de Tepeaca habitaban un espacio doméstico conflictivo, en donde eran constantes los roces entre los empleados y esclavos, pero donde también tenían lugar intercambios y dependencias, tal y como lo analiza Patricia Gallardo Arias en Valle del Maíz. En el pueblo Valle del Maíz, durante el siglo XVIII, todavía existía una fuerte resistencia de los pames a ser recluidos en las misiones. Si bien los misioneros toleraron el uso de sus hierbas con fines medicinales, fueron prohibidas cuando estas se utilizaban con motivos adivinatorios (Gallardo 2011,85-86). Por tanto, a pesar de que los contactos e intercambios existieron, esto no garantizó que los rasgos culturales pasaran libremente de una cultura a otra, como una copia exacta, o que se entendieran cabalmente. Los niveles de conflictividad social, por el contrario, fueron una constante.
En textos de la Antigüedad clásica se pueden encontrar referencias donde se consideró como un recurso terapéutico. El menstruo también fue utilizado en algunos ritos vinculados con la fertilidad ampliamente distribuidos en diversas partes del mundo, pero a diferencia de las pócimas de amor, se evaluó de manera positiva. Se considera el menstruo como una manifestación de poder creativo, sobre todo en el sentido de fertilidad (Buckley y Gottlieb 1988, 36). En un análisis minucioso de cuarenta textos sobre materia médica que va desde Dioscórides hasta el siglo XIX, Paula de Vos encontró el uso de varias partes y productos humanos con fines terapéuticos: la grasa de la leche materna, grasa humana, cráneo humano, carne de momias, sangre, orina, heces y sangre menstrual. Con el tiempo, el uso medicinal de estas partes o despojos humanos decreció o dejaron de usarse por completo, como fue el caso de la sangre menstrual (De Vos 2020,56). Sin embargo, no fue así en las recetas de la magia amorosa, donde persistió durante la Alta Edad Media, el Renacimiento en Europa y hasta nuestros días (Buckley y Gottlieb 1988, 34). En el proceso de investigación sobre El libro de amor de las mujeres, inmerso en la tradición judía, Cabellero-Nava encontró una pervivencia de su uso en las pócimas de amor, que atravesó siglos y culturas, coincidiendo con el paralelismo que sostiene Martí Sánchez.14
En los penitenciales medievales y manuales para confesores de Europa se registraron prácticas mágicas para diversos fines, y formas de preparación. Las mujeres que recurrían a las prácticas descritas en dichos manuales eran castigadas con una penitencia que por lo regular era de dos años, lo mismo que por realizar amarres o ligaduras. Este tipo de magia buscaba desde producir impotencia en los varones (ligar), impedir que dos personas entraran en contacto sexual, hasta atraer para sí a una persona. La penitencia era mucho más alta (cinco años) cuando se utilizaba para producir impotencia. Estas penas fueron establecidas en el penitencial de Bartholomew Iscanus también conocido como Bartholomew de Exeter (muerto en 1184) (Page 2006, 55).
De los casos por denuncia revisados para este ensayo, solo en dos se hizo clara mención de indias que recomendaron utilizar el menstruo en la pócima de amor. Por lo regular, ellas sugerían hierbas u otras sustancias. Uno de estos casos fue en Zacatecas, en 1629, vinculado con María Cervantes, mulata y soltera que declaró que, para recuperar el amor de un hombre, la india Sevastiana le sugirió darle a beber su sangre menstrual.15 La otra denuncia ocurrió en el pueblo de Teotilán. María Brabo, mestiza, se denunció a sí misma porque tres años atrás una india, de nombre Ana María, de su mismo pueblo, le recomendó recolectar su menstruo, verterlo en chocolate y dárselo a beber al hombre que no la quería para que cambiara de opinión. Sin embargo, no hizo ningún efecto, por lo que concluyó que eran “bellaquerías” y “embustes”.16 Al momento de su denuncia corría el año de 1626. Esto nos hace ver la existencia de un comercio para las pócimas de amor que había logrado establecerse en diversas regiones del territorio. Se reconoce que fue durante el siglo XVII, el momento en que creció este comercio, convirtiéndose en una forma de vida para muchas mujeres. Pero también es cierto que el Santo Oficio solo procesó a las mujeres que consideró peligrosas al orden social, dejando a la mayoría de mujeres sin castigo (Díaz 2020, 116). En esa condición se encuentran las mujeres aquí analizadas que, se autodenunciaron o denunciaron.
Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, y una de las fuentes de consulta indispensables sobre las hierbas medicinales durante el siglo XVI, al momento de estudiar la medicina indígena, no hizo mención del uso del menstruo como recurso médico. Aunque uno de los traductores de su obra del latín al español, Francisco Ximénez, registró en su edición de 1615, a manera de pequeña nota, el uso del sangrado de las primíparas (primerizas) en la elaboración de un medicamento. Para él, esta medicina, que además se preparaba con tequixquite, resultaba ser “una donosa porquería” (Ximénez 1615, 203v). Haciendo a un lado este caso, no existe en Hernández o Ximénez más alusión al uso del menstruo sobre nuestro tema de investigación.
Como es sabido, en la tradición judeocristiana, la menstruación fue evaluada como un signo de contaminación que limitaba la libre circulación de las mujeres. Quedó estrictamente prohibida en la Antigüedad la presencia de las mujeres menstruantes en espacios sagrados y en la realización de ciertas actividades cotidianas. La sangre menstrual se convirtió en un signo de contaminación ritual y moral (Biale 2007,12, 30). Pero, como ya señalamos, las concepciones del menstruo como algo sucio no pueden extenderse a todas las culturas, tal y como lo demuestra López Austin en los estudios de las culturas antiguas nahuas. Y no necesariamente la aplicación del aislamiento (tabú) tiene una función opresiva para las mujeres (Van de Walle y Renne 2001, XIX, XXV-XXIX). La sangre ritual, en cierta forma, extiende un manto de opacidad sobre el papel simbólico y mágico del menstruo. La sangre bíblica en los judíos o la doctrina de la transustanciación en los católicos fueron y siguen siendo una manera de exponer su poder sobre el resto de sus congéneres (Biale 2007, 8). Por el contrario, la sangre menstrual fue evaluada como negativa y contaminante, en ciertas culturas, obligando a las mujeres al confinamiento.
En las pócimas de amor reconocemos una historia inmanente en la que emerge una cultura indígena.17 En algunas ocasiones se integraron a las pócimas o hechizos plantas indígenas que generaban una alteración de los sentidos. En los procesos inquisitoriales fueron constantes las referencias a la poyomantli, conocida también como cacahuaxóchitl (Quararibea funebris),18 el peyote (Lophophora williamsii),19 yahutili o pericón (Tagetes lucida) y, por supuesto, el cacao (Theobroma cacao L.). A diferencia de las plantas, en el campo de la magia amorosa, el colibrí permanecerá fuertemente controlado por los indígenas (Quezada 1975, 100-102). Las plantas alucinógenas podían formar parte de pócimas de amor o bien para encontrar un objeto perdido o saber de los acontecimientos del porvenir. Fue tal su fama durante la colonia, que se tienen registros de comportamientos extremos de ciertos individuos que obligaron a los indígenas a comer peyote para averiguar sobre algún problema de interés, relacionado con terceras personas. En el pueblo de Culiacán, la mulata María González, esposa de Joachin de Leiba, de oficio arriero, amarró a unos indios para que “bebieran” peyote y le dijeran dónde estaba la ropa que alguien le había hurtado.20 El peyote siguió siendo utilizado para averiguar sobre objetos perdidos, un uso arraigado en el mundo indígena que se desplazó a otros espacios sociales y culturales. Prueba de ello es el caso de Juana de Peralta. Ella, por descargo de su conciencia, denunció a una mujer que servía en casa de sus padres, la mulata María, porque la vio, hacía más de 40 años, tomar peyote para saber “sobre algunas cosas que le incumbían”. “Así mismo, vio y supo que Marcos, español asistente en casa de sus padres”, para ese momento ya difunto, “también había tomado peyote para el mismo efecto”.21
No son escasas las denuncias en las cuales las mujeres recurrieron a la magia para mantener al esposo, y con ello el resguardo de la familia, como en el caso de Petrona Baptista, quien fue asidua al peyote para enterarse de las infidelidades de su marido (Morales 2014, 21-39). Algunas mujeres llevaron vidas disipadas, mientras otras se mantuvieron bajo el cuidado familiar. Sin embargo, fueron las solteras, viudas o casadas, las mujeres de todas las calidades, las que recurrieron a estos métodos, ya sea por amor u otras causas. Sabemos que se utilizó, para repeler la violencia de los varones. Apolonia de Guzmán y su hija Beatriz recurrieron a sus poderes para contrarrestar las agresiones de un hombre (desconocemos qué tipo de relación mantenía con ellas) que las tenía aterradas.22
Algunas pócimas de amor pusieron en riesgo la integridad física y psicológica de las personas (en su mayoría varones, en los casos de magia amorosa), sobre todo cuando estas se preparaban con plantas alucinógenas. Como ya observamos, podían agregar gusanos, cabellos púbicos y una fauna de animalejos rastreros. Estos elementos eran diluidos en una bebida hecha a base de chocolate, con el propósito expreso de enmascarar los sabores amargos de las hierbas y, en general, los olores pestilentes. Así dejó constancia Isabel de la Cruz, mulata que se presentó ante el comisario del Santo Oficio para acusarse, al haberle dado a su mancebo “hierbas de bien querer”, disimuladas en la bebida del cacao. Su ansiedad era tan grande que le proporcionó una pócima durante dos días, lo cual hizo que el pobre hombre tuviera tales “extremos de amor”, que ella misma comenzó a sentirse aterrorizada. De inmediato, Isabel le rogó al indio que le había dado las hierbas y que servía en la casa como mayordomo y cocinero, que le ayudara a revertir el hechizo. Solo deseaba que “nunca la dejase”, pero no aquellos extremos de amor. Los efectos producidos fueron tan inesperados que se arrepintió de sus propios deseos. Se vio obligada a amenazar al indio, diciéndole que si no le ayudaba a revertir el hechizo, lo acusaría con el clérigo Miguel Ortiz de Arias, quien era su amo.23 Muy probablemente el pobre mancebo perdió la razón por varios días o quizá de manera permanente. Eso nunca lo sabremos.
El menstruo no es el único objeto mágico que viajó desde tierras lejanas a las Américas. Clara, una india de Ocosingo, recomendaba flores, que eran clasificadas por “machos y hembras” para el bien querer. Las flores se debían echar en agua para que se abrieran, pero al momento de sacarlas, se volvían a cerrar.24 Podría referirse a la rosa de Jericó (Anastatica hierochuntica) que nace en Arabia, Palestina, Egipto y regiones circundantes al Mar Rojo, o a la doradilla (Selaginella lepidophylla), planta que crece en Chihuahua y el norte de América.25 No lo sabremos con precisión.
Ya hemos señalado que las españolas, moriscas, mulatas y esclavas trajeron a Nueva España y Cartagena de Indias objetos preciados, como las hierbas y amuletos. Pero hay que aclarar que también trasladaron bienes inmateriales: oraciones y conjuros mágicos (el de santa Marta, la carta de tocar o el bien querer, entre otros) (Campos 2012, 415, 423-242; Díaz 2020, 64-64; Quezada 2010, 352-353). Existe una Santa Martha Buena y otra Santa Martha La mala. En ambos casos se lee una oración, que distan entre sí. La primera se utiliza para pacificar al varón y la segunda para atraer su amor. En cierta forma, expresan la posición femenina de controlar y detener la violencia o controlar y atraer el amor de un varón (Quezada 2010, 353). Como señala Díaz Burgo, no existe una diferencia clara entre oraciones o conjuros, pero más allá de esto, deben invocar a figuras paganas y santos católicos “para crear un espacio que permitiera recuperar, atraer y ligar, o todo lo contrario, a las persona a quien estaba dirigida” (Díaz 2020, 128). Podemos imaginar que estos últimos viajaron celosamente resguardados por la tradición oral de las mujeres, y quizá algunos hasta en versiones manuscritas ocultas.
Gracias a los procesos inquisitoriales de distintos pueblos, ciudades y virreinatos es posible rastrear las adaptaciones de las pócimas de amor.26 En ocasiones se recurrió a un sucedáneo, y en otras, se desplazaron algunos de sus componentes por otros nuevos y más poderosos. Tal es el caso del remedio de las avellanas que solía prepararse para amansar a un tercero. De acuerdo con el análisis de Ana María Díaz Burgo, las mujeres marcaban la Santa Cruz en la avellana con sangre extraída de los dedos, mientras que doña Lorenza de Acereto, proveniente de Cartagena de Indias y acusada de hechicería en 1610, señaló utilizar un poco de su sangre del mes, sin especificar en qué momento de la preparación ni con qué fin lo hacía (Díaz 2020, 68, 140-141). Es claro que ella dominaba la hechicería y sabía que su menstruo tenía un poder sexual insuperable para amansar la furia de su marido. Otra referencia interesante se desarrolla en Sinaloa, donde fue delatado Juan de Llanes por llevar dentro de su sombrero una figurilla para “alcançar mujeres”.27 Es probable que las figurillas respondiesen a una tradición que había venido de otro lugar.
El corazón como amuleto, de acuerdo con Celene García Ávila, fue uno de los tantos objetos preciados en la hechicería sexual. Muy probablemente era una práctica de procedencia hispánica, aunque la autora deja abierta la posibilidad de que existiera algún paralelismo con el valor simbólico del corazón en el mundo mesoamericano. Esta relación me parece menos evidente que la anterior. Los corazones-amuleto eran elaborados con cera blanca o provenían de algún animal (pollo, pájaro, carnero o vaca); se revestían en tela y listones anudados, y procedían del mundo hispánico (García 2009, 52). El corazón de cera se traía en un brazo, mientras que los corazones de animales se cocinaban o quemaban.
También se utilizaron plantas que, si bien no eran alucinógenas, sí tenían una acción destacada en el cuerpo y gozaban de una importancia ritual y simbólica en las culturas indígenas, como el chocolate. El chocolate se convirtió en un ingrediente indispensable en las pócimas de amor, como hemos visto en muchos de los ejemplos acá expuestos. Su consumo era altamente apreciado; se le atribuía la capacidad de fortalecer el cuerpo. Era un excipiente, pero, sobre todo, preserva una historia inmanente. Catalina Antonia de Rojas, mujer española de veinticinco años de edad, casada con Cosme de Farías, “tratante de indios”, hizo una declaración en 1626, en San Fernando de Campeche,28 porque había llamado a una india para consultarle sobe magia amorosa. Catalina, a pesar de estar casada, estaba en tratos con un “hombre”, el cual era responsable de sus inseguridades. Se sentía sumamente celosa, al mantener este citas con otra mujer. En sus declaraciones ante el comisario del Santo Oficio, Catalina dejó en claro su carácter posesivo, pues solo quería para sí la atención de su enamorado. Sin embargo, ella ocultó en el relato mucha información a los señores inquisidores. Nunca esclareció qué tipo de hechizos le dio la india. Únicamente señaló que le hizo saber que el hombre (del cual nunca dice su nombre) no tuvo sueño la noche que le aplicó el hechizo por estar en vela pensando en ella. Días después, Catalina comprobó que sí había resultado el artificio: el hombre asistió a una fiesta en la que le hizo saber sus deseos. El hechizo fue tan poderoso que, por boca del hombre, supo que la mujer con la que había tenido tratos se había transformado en sus sueños en el mismísimo “diablo”. Pero los deseos de Catalina no pararon ahí, continuó explorando otros procedimientos mágicos. Por ejemplo, está convencida en el poder de las palabras. Palabras que deben leerse en determinada forma y en momentos y lugares específicos del día para que surtan efecto; son palabras que deben repetirse monótonamente. Recordemos que la magia no solo se basaba en la confección de amuletos o pócimas de amor, también utilizaba los nombres de las personas y oraciones específicas. Catalina subrepticiamente le hacía llegar a su amante cartas y tabletillas de chocolate, entreverando ciertos vocablos con fines amatorios, que decían “ande perdido y llore por mí”. Es claro que el chocolate es un regalo preciado, pero también tiene una función simbólica que no se clarifica por completo. Las cartas no son simples palabras. En su afán de mantener a su amante, Catalina buscó a otras hechiceras, hasta que llegó con una mulata que conocía ciertas hierbas que podían lograr que el hombre ya no quisiera salir de su casa. La mulata le hizo saber que podía hacerle el bien, pero también el mal a través de ciertos conjuros y procedimientos con la ropa del susodicho amante.29
En Sinaloa, Juana Quintero denunció a su madre Constança Albarez porque, además de darle a su marido varias veces “unos gusanitos y crestas de cuervo en polvo” con el propósito de quitarle la braveza, sabía preparar una receta con ciertas raíces que debían ponerse en los cabellos de los hombres para que se perdieran de amor por las mujeres.30 Además, conocía el uso de una hierba para atraer a una pareja. Isabel Sánchez se denunció a sí misma, al experimentar una vez con dicha hierba, la cual “mascó y la tiró o la echó o arrojó con los labios a cierto hombre”.31
Conclusiones
Carlo Ginzburg considera que el modelo difusionista, al momento de explicar la transmisión de los rasgos culturales, suele ser utilizado de manera burda y simplista. En todo caso resulta más interesante indagar cómo se da la transmisión de esos rasgos culturales y el porqué (Ginzburg 2017, 113). De ahí la importancia de ahondar en las condiciones que hicieron posible la transmisión de saberes y prácticas vinculadas con las pócimas de amor, más que hablar de un pasado inmemorial, perdido en el tiempo, en el que se encuentra la misma explicación del uso del menstruo en tanto poder vital para las mujeres.
Los médicos del siglo XVI sostuvieron que el clima, los alimentos y el ocio afectaban de forma distinta los cuerpos de las mujeres españolas y los de las indígenas. La naturaleza en el nuevo mundo no solo se convirtió en una tierra de conquista, fue, además, una experiencia fisiológica y mental, en la que se “respiraba, se bebía, se comía, se absorbía bajo la piel” y afectaba las facultades de cada individuo (Scott 2006, 78). Esta experiencia mental y fisiológica se tradujo en un marcador de clase, al tiempo que se convertía en una estructura social que contribuyó sin duda alguna a la construcción del cuerpo y sus enfermedades. Por ello no sorprende cuando Juan de Cárdenas se preguntaba, en Problemas y secretos maravillosos de las Indias (1591), por qué un mismo proceso natural producía efectos diametralmente distintos entre las españolas y las indias. Las primeras sucumbían a sus dolores, mientras que las segundas, parecían estar exentas de semejante tránsito (Cárdenas 1988, 248). Cárdenas alude a la teoría humoral, que afirma que el cuerpo femenino sucumbe ante las demandas de su útero y su menstruación.
La estructura social que se fue construyendo una vez consumada la conquista en 1521, hizo posible que las diferencias entre diversas culturas fueran en algún sentido convergentes, como se expresa en el uso de sustancias aromáticas y el sahumerio para las mujeres. Más aún, los procesos de conversión aceleraron la aculturación de los indios en el pecado carnal, pues la Iglesia se encargó de que internalizaran las nuevas concepciones sobre el cuerpo y el deseo sexual cristiano (Rivas y Amuchástegui 1997, 27). Los indios, convertidos a la nueva religión, debieron aprender los castigos que se les impondrían al transgredir los preceptos de la fe católica (Molina 1565). De forma similar, la cultura ibérica y la mesoamericana actuaron sobre los cuerpos a través de prácticas disciplinarias y de autocontención. Ambas sociedades eran poseedoras de una fuerte moral de control y adoctrinamiento de los cuerpos (Lipsett-Rivera 2007, 66; Quezada 1975, 51-53). Si bien, en principio, no valoraron igual la virginidad y las relaciones sexuales prenupciales, sí coincidieron con el castigo del adulterio (Flores y Elferink 2010, 10).
La convergencia de algunos rasgos culturales puede considerarse, como bien señala Lipsett-Rivera, como “similitudes superficiales” que, a la postre, generan dificultad en el momento de querer codificar su origen; esto debió haber sucedido, sobre todo, en periodos relativamente tempranos (Lipsett-Rivera 2007, 66). El menstruo en las pócimas de amor es una de tantas similitudes superficiales que llevaron a evaluarlas como parte de la magia amorosa indígena, sin mayor distingo. Las indígenas ofrecieron sus servicios en el arte de curar, transmitiendo sus saberes en el uso de hierbas a todas aquellas mujeres y hombres que lo llegaron a solicitar, tal y como describimos en las denuncias y procesos ante el Santo Oficio. Los nombres registrados fueron preponderantemente de españolas, mulatas y mestizas al tratarse de la preparación de las pócimas de amor con menstruo; por tanto, la presencia de las indígenas es tangencial.
En las transacciones económicas, en el mercado hechiceril, las indígenas entraron en contacto con concepciones sobre la menstruación, los ciclos vitales de las mujeres y entendimientos distintos en torno a los deseos sexuales, en muchos sentidos distintos a los propios. Fue en los intercambios que aprendieron sobre los “aquelarres y poderes diabólicos” (Gallardo 2018, 12). Nueva España, Cartagena de Indias y Lima se convirtieron en territorios de intercambios transculturales en los que circularon saberes, prácticas y recursos de toda índole. Cada grupo social de mujeres aportó sus conocimientos y prácticas a las pócimas de amor. Las plantas alucinógenas, junto con el chocolate y otras hierbas, forman parte de una historia inmanente que será resignificada con la sangre menstrual y su extraordinario valor simbólico. Pero también, muchos de los componentes que encontramos en las pócimas de amor, como las partes del cuerpo y el menstruo, se remontan a una materia médica en desuso, preservada en un mercado sanitario y hechiceril propio de las mujeres. En última instancia, cabe preguntarse si la magia amorosa no puede seguir considerándose un capítulo aparte de los saberes de las mujeres, o si, por el contrario, debe integrarse en nuestros recuentos históricos en un conjunto más amplio de saberes y prácticas relacionados con la salud y la enfermedad. Quizá juntos podremos entender no solo la pervivencia de ciertos recursos en la preparación de las pócimas de amor provenientes de las tradiciones antiguas, sino también su resignificación.