En las líneas siguientes, analizaré la funcionalidad del jardín como emplazamiento de la trama en No hay mayor mal que los celos, comedia inédita de Juan José de Arriola, poeta y dramaturgo del siglo dieciocho mexicano. Considero importante el análisis espacial de la obra porque una lectura atenta de su sistema didascálico permitirá apreciar mejor la riqueza dramática y escénica de esta interesante pieza manuscrita. Para ello, distingo convencionalmente entre acotaciones o didascalias explícitas y didascalias implícitas. Las acotaciones incluyen las indicaciones paratextuales ofrecidas por el dramaturgo a modo de guías de su propuesta de montaje en relación con una idea particular de espacio teatral. Las didascalias implícitas son las enunciaciones de los personajes referentes a una variedad de situaciones tridimensionales, quinésicas y temporales, entre otras, que se descubren en los parlamentos y que pueden ser representadas o solamente enunciadas. Las acotaciones son parte del texto espectacular y las didascalias, del texto dramático (Bobes Naves 87-89).
Para mi análisis, distingo también entre el espacio escénico, como la parte del espacio teatral donde se ejecuta la representación, y el espacio dramático o construcción ficcional de la trama que se proyectará sobre el espacio escénico. El espacio dramático tiene una importancia doble, puesto que ofrece una dimensión mimética y otra diegética. La dimensión mimética puede hacer coincidir el espacio dramático con el escénico gracias a soluciones icónicas facilitadas por la escenografía o el vestuario. La dimensión diegética permite la construcción de un espacio virtual descrito por la enunciación de los personajes y proyectado por estos hacia puntos ocultos a la vista del público gracias, por ejemplo, a las salidas laterales del espacio escénico que entonces se convierten en ampliaciones del propio espacio dramático (González Pérez 21-23).
Bajo estos criterios de análisis estudiaré No hay mayor mal que los celos, la única obra teatral conocida del jesuita Juan José de Arriola. Sin fecha de datación, José Mariano Beristáin de Souza la presentaba como “Impresa en México sin nombre de autor” (117). Carlos Somervogel ofrecía una observación igual de escueta, pero sin negar la autoría: “No hay mayor mal que los celos. Comedia. México” (586-587). Por su parte, Antonio Paz y Meliá describió con precisión esta pieza de Arriola en la ficha 2567 de su Catálogo cuando apuntaba:
No hay mayor mal que los celos. Comedia famosa de un ingenio de esta corte.
(El P. Arriola, S. J.).
E. Marq.-. Notable desgracia ha sido.
A. también sus yerros le doren.
104 hoj., 4°, 1. del s. XVIII, pergamino - 16290. (Paz y Meliá 386)
Lo anterior muestra que la comedia de Arriola no ha estado en el olvido, pero sí rodeada de algunas incertidumbres -¿existe su versión impresa?- y de nuevos datos: se sabe de al menos dos versiones manuscritas de la obra1 y se baraja la posibilidad de que Arriola colaborara con un Agustín de Castro.2 Así, No hay mayor mal que los celos ha permanecido más bien un poco en el limbo, a diferencia de la pieza lírica más conocida del jesuita: las Décimas de santa Rosalía, editadas por Alfonso Méndez Plancarte en 1955, primero, y recientemente por Castillo Hernández como parte integral de la extensa Vida y virtudes de la esclarecida virgen y solitaria anacoreta santa Rosalía, patrona de Palermo de Arriola.3
Los bibliógrafos del siglo XVIII dieron algunos datos sobre la vida del poeta y dramaturgo. Se sabe que Juan José de Arriola nació el 22 de octubre de 1698 en Guanajuato y que recibió “la sotana de la Compañía de Jesús en el noviciado de Tepoztlán” en 1715 (Beristáin de Souza 117). La extensa ficha biográfica preparada por José Gutiérrez Casillas en el siglo pasado añade que Arriola estudiaba lógica en el Colegio de San Ildefonso en 1719, en Puebla. Ahí recibió las órdenes menores en 1722 y luego, también en Puebla, fue ordenado sacerdote en 1724. En 1726 hizo su tercera probación y para 1730 se le mencionaba como profesor de filosofía en el seminario poblano de San Ignacio. Finalmente, Arriola hizo su profesión solemne en 1733.
A partir de este momento, Arriola viajó hacia algunos puntos del virreinato. En 1737, el jesuita aparecía como profesor de teología en el Colegio de Guadalajara. Varios años después, estaba trabajando en San Luis Potosí: era operario y prefecto de la Congregación del colegio de la ciudad en 1744; y en 1748, desarrollaba varias ocupaciones más: admonitor, prefecto del Espíritu y de la Congregación, cuidador de la Capilla de Loreto, corrector de libros por facultad del Santo Tribunal, así como consultor y confesor de la Casa de la Compañía. Volvió a Puebla, ya que aparecía como operario del Colegio del Espíritu Santo en 1761 (Gutiérrez Casillas 198).
Cuando se expulsó a la Compañía de Jesús de Nueva España en 1767, a Arriola se le permitió quedarse en México “por enfermo tullido” (Gutiérrez Casillas 198). Murió en 1768, aunque las fuentes difieren del momento. Según Félix de Sebastián, citado también por Gutiérrez Casillas, Arriola murió el 28 de agosto de 1768. En cambio, Jósef Fejér y Joseph de Cock indican lo siguiente en su Defuncti tertii saeculi Societatis Iesu: “Arriola Joannes, in missione, 01/01/1768, . . . Mexico” (14).
El manuscrito de No hay mayor mal que los celos conservado en la Biblioteca Nacional de España carece de datación. Los bibliógrafos tampoco le asignan una fecha específica a esta obra. Sin embargo, Enrique de Olavarría y Ferrari le da un marco temporal indirectamente al enumerarla entre otras varias piezas del periodo 1700-1753:
Inquiriendo más aún, podrían citarse el presbítero don Manuel Zumaya, traductor de varias óperas italianas y autor de otra intitulada Parténope, que se representó en el Palacio Virreinal para celebrar el natalicio de Felipe V, y se imprimió en 1711; escribió también el drama El Rodrigo, representado en el Palacio también, en celebridad del nacimiento del príncipe Luis Fernando. Don José Antonio Pérez Fuentes con su comedia El portento mexicano y veinte loas en verso mexicano. Manuel Santos Salazar, con su coloquio La invención de la cruz, escrito en 1714, y una pequeña pieza dramática. El padre Juan Arriola con su comedia No hay mayor mal que los celos. El célebre don Cayetano Cabrera, con sus comedias La esperanza malograda y el El iris de Salamanca. Don Francisco Soria, con sus Guillermo, duque de Aquitania; La mágica mexicana, La Genoveva y De los celos y el amor cual es afecto mayor. El padre Agustín Castro con su tragedia traducida La troyana y sus sainetes de costumbres nacionales, Los remendones y Los charros. Difícil sería mejorar o completar listas de esa especie, que creo sean tan curiosas como poco o nada importantes para la gloria de las letras mexicanas. (Olavarría y Ferrari 32)
La referencia de Olavarría y Ferrari resulta de interés porque indirectamente abre la pregunta de si la pieza de Arriola se puso alguna vez en escena y el crítico supo de algún montaje o únicamente tuvo noticias del texto, lo que resulta difícil de averiguar en este momento.4 Como quiera que sea, el que Olavarría y Ferrari ubique No hay mayor mal que los celos entre la producción dramática novohispana de la primera mitad del siglo XVIII coincide con la datación que Gutiérrez Casilla le da entre la bibliografía de Arriola, pues el segundo investigador indica que la comedia es de 1748, sin precisar cuál es su referencia (Gutiérrez Casillas 199).
No hay mayor mal que los celos, comedia en tres actos de 6056 versos, forma parte del hasta ahora breve conjunto de obras con que reconstruimos la historia de la dramaturgia mexicana del siglo XVIII. Considerando el desarrollo cultural del siglo, Alberto Pérez-Amador Adam afirma lo extraño que resulta encontrar tan pocos testimonios teatrales del periodo:
Este esplendor cultural [del siglo XVIII] apunta a que también tuvo que haber una creación teatral, pero de la cual tan solo han sobrevivido algunos pocos nombres y muy pocos textos. Conocemos el nombre y algunas de las obras de Eusebio Vela, algunas de Juan de la Anunciación, fragmentos de Juan Manuel de San Vicente, Francisco de Soria, Cayetano de Cabrera y Quintero, y algunas piezas y fragmentos anónimos. No mucho más, lo cual contrasta con el esplendor cultural mencionado. (47)
La obra de Arriola, por lo anterior, se convierte en una pieza importante de ese conjunto, pero también en una muestra de la dramaturgia jesuítica antes de la expulsión, por un lado, y de la tradición calderoniana en México, por otro. En este último aspecto, No hay mayor mal que los celos hace un claro homenaje a Pedro Calderón de la Barca cuando Arriola presenta a sendos personajes homónimos de La vida es sueño: Segismundo, Rosaura y Astolfo, pero quienes se desarrollan en una trama que responde a las convenciones del género de capa y espada.
Arriola, en la primera jornada de su obra, presenta a un Segismundo angustiado por la incertidumbre de si Rosaura -pretendida por Astolfo, príncipe de Prusia, y por César, príncipe de Ursino- lo ama o no. Laura, por otro lado, enamorada de Segismundo, enfrenta los incómodos avances de Astolfo -rechazado por Rosaura- y de César, a quien finge corresponder para deshacerse de su acosador. La complicación de la trama ocurre cuando el criado Cascabel lleva una nota de Segismundo para Rosaura, pero se encuentra con Tambor, quien trae otra de César para Laura. Cuando los criados acuerdan cumplir el encargo del otro, el intercambio de recados no ocurre y, por error, cada uno se queda con el papel original que entregan, en consecuencia, a las destinatarias equivocadas. De esta manera, Segismundo encuentra a Rosaura leyendo la nota firmada por César; luego, Rosaura descubrirá que Laura recibió un papel de Segismundo. En cada ocasión, los amantes se separan creyendo fundados sus celos en las supuestas infidelidades presenciadas, pero que los criados ocasionaron por descuido.
En la segunda jornada, Segismundo y Rosaura se reconcilian luego de que Cascabel explicara el enredo pasado a la dama. En otro momento, Laura, afligida por la boda real inminente, se desmaya; Segismundo llega embozado para sostenerla. César descubre a Laura en manos de ese hombre extraño, a quien ataca. La dama y Rosaura, quien lo vio todo, detienen la pelea al explicar lo que ocurrió. Cuando Rosaura envía a su prometido una nota matrimonial con Cascabel, Astolfo soborna al criado para que le entregue el papel y lo presente falsamente ante la dama como Segismundo. Con el engaño en curso, el verdadero Segismundo llega para ver a Rosaura dando palabra de matrimonio a un hombre que él no alcanza a identificar. Al descubrir a Tambor en la escena, supone que se trata de César. Segismundo ataca a Astolfo, quien huye sin ser reconocido, y recupera la nota de Rosaura: ahora se convence de que Rosaura no lo ama, pues cree erróneamente que la nota era para el fugitivo misterioso.
Enloquecido por la supuesta traición, Segismundo le pide a Cascabel que lo mate al inicio de la última jornada. El rey se presenta cuando su hijo cae desmayado; creyéndolo muerto, condena al criado al cadalso. Indultado en el último minuto, Cascabel le confiesa a Rosaura lo que ocurrió y Segismundo, que escucha la revelación, perdona a su criado y se reconcilia con su prometida. Aunque Astolfo, escondido también, queda seguro de que nadie sabrá que él organizó el embuste pasado, Segismundo tratará de dar con el responsable del enredo. Sus sospechas recaen sobre César, a quien enfrenta en la primera oportunidad. El duelo termina cuando se anuncia que César se casará con Laura. Disipadas las sospechas, Segismundo y César se reúnen con sus prometidas. El rey recibe a las parejas para iniciar la ceremonia matrimonial mientras Astolfo observa, con envidia, el enlace de sus rivales.
Resulta claro que esta obra de Arriola ya es un ejemplo de la profesionalización del teatro de colegio de la Compañía de Jesús, proceso que venía ocurriendo desde el siglo anterior. Como ejemplo de esto, bastará recordar que Matías de Bocanegra presentó la Comedia de san Francisco de Borja en el siglo XVII utilizando un complejo uso de la tramoya para lograr ascensos y descensos, apariciones y desapariciones de los personajes sobrenaturales, además de que el tema hagiográfico se entrecruzaba con lances amorosos (Hernández Reyes 162-171), por no mencionar que Bocanegra también siguió a Calderón de la Barca (Hanrahan 117). Aunque la profesionalización del teatro jesuita novohispano es un fenómeno poco estudiado, las escasas muestras de ello -entre las que se cuenta la comedia de Arriola- permiten suponer que eso se debió, entre otras causas, a las fuertes influencias del teatro laico y al éxito de los espacios teatrales comerciales. El texto de Arriola, por ejemplo, se aleja de la tradición hagiográfica predominante en la dramaturgia jesuita del pasado5 y apuesta por una proyección escénica quizá no de gran espectacularidad, pero sí más vinculada a una mayor acción dramática gracias a un enredo típico de las comedias de capa y espada.
En efecto, No hay mayor mal que los celos pertenece al género de comedias de capa y espada porque desarrolla las consecuencias de los equívocos de los criados y de sus amos -nobles, pero celosos-, sumergidos todos en una maraña de malentendidos de la que los últimos salen felices hacia el matrimonio.6 El guiño calderoniano se detiene ahí: el tono trágico y el manejo temático del poder del destino en La vida es sueño dejan lugar en Arriola a los excesos dramáticos de los amantes despechados y al amante curioso como responsable de su propio infortunio. Gracias al rebuscamiento ingenioso de los malos entendidos,7 la obra de Arriola se aproxima a las formas melodramáticas que van ganando terreno en el siglo XVIII, aunque su estructura escénica resulta claramente barroca -el enredo, el gracioso, el honor; las escuchas a escondidas, los espionajes al resguardo-, como explicaré enseguida.
El ingenio arriolano se exhibe en el desarrollo de la trama alrededor de un único topos: el jardín. No es un caso atípico en la producción dramática áurea: Agustín de Moreto -algunas de cuyas obras se representaron en la Nueva España del XVIII8- aprovechó antes este recurso espacial en La confusión de un jardín, publicada en 1681, por ejemplo. Como demostró Debora Vaccari, Moreto trabajó el espacio cerrado y nocturno del jardín de su fuente (La confusión de una noche, novella de Alonso de Castillo Solórzano) para entretejer las confusiones y malentendidos de sus personajes. Como hará Arriola después, Moreto “convierte el jardín . . . en el único centro de la comedia, aprovechando, además, para realizar un ejercicio de ingenio: poner en práctica las tres unidades aristotélicas, lo que produce un efecto de extrema concentración espacio-temporal . . .” (Vaccari 165). Estas consideraciones técnicas permiten entender mejor la intención de Arriola al diseñar un espacio contrario a los tópicos tradicionales en No hay mayor mal que los celos: el jardín es un espacio agencial y no mero contexto de la acción.
El jardín arriolano no se describe con precisión en las escasas acotaciones de la obra, pero surge como emplazamiento locativo ampliamente referenciado en las didascalias implícitas: sabemos de la existencia del jardín porque los personajes dicen cosas de él e indican sus propias posiciones y desplazamientos por él. Se entenderá mejor la complejidad espacial que Arriola ofrece en su obra, en el siglo XVIII, si se contrasta esa construcción eminentemente dialógica con las acotaciones descriptivas de una obra española como Hernán Cortés en Cholula de Fermín del Rey, por ejemplo. Aunque esta última pieza no pertenece al género de capa y espada, el texto conservado nos permite observar cómo se diseñó paulatinamente un espacio dramático profesional gracias a las acotaciones. El contraste entre las didascalias arriolanas y las acotaciones de Del Rey ilumina dos concepciones del espacio teatral divergentes: la de Arriola, en la tradición del teatro escolar jesuita, y la de Del Rey, actor y apuntador, es decir, profesional del teatro comercial.
Del Rey abre su acto primero con la acotación “La escena es en Cholula y sus contornos” (González Acosta v. 1a); al inicio del segundo, pide que haya una “Gran plaza, llena confusamente de tropas de ambos sexos, la tierra regada de flores, las ventanas llenas de mujeres que derraman rosas, yerbas y aguas odoríferas sobre el ejército español que entra a tambor batiente . . .” (González Acosta v. 709a); y en el tercero, los cambios espaciales existentes también se describen con precisión, como en esta solicitud de que se vea un “Gran patio en que también se figuran los cuarteles de los españoles ” (González Acosta v. 1800a). En estos casos se observa el telón convencional como fondo de acciones, pero las soluciones icónicas son de particular interés porque la representación de la plaza o de los cuarteles exige una transformación completa de la estructura del escenario entre acto y acto.
Mientras que Del Rey hace explícitas las condiciones profesionales del espacio escénico de su obra mediante acotaciones, el jardín en No hay mayor mal que los celos es, ante todo, un espacio dramático: una construcción de la ficción proyectada de alguna manera hacia el espacio escénico, ya que se exige su representación ante el espectador: un jardín alrededor del cual gravitan ampliaciones locativas diegéticas que implican una concepción escenográfica particular. Mediante el doble sistema didascálico del texto surge una imagen general del jardín que permite suponer que Arriola tenía en mente, por un lado, el jardín a la inglesa como escenografía de su trama -un paisaje como reproducción de la naturaleza en su irregularidad9-, pero por otro, una idea particular de cómo representarlo en el escenario.
En No hay mayor mal que los celos, el jardín se presenta en la estela del locus amoenus10 en un primer momento. Así debe entenderse la connotación que el padre de Segismundo da al jardín cuando ordena traer música para apaciguar a su hijo y que esto se organice fuera del palacio real, precisamente en el jardín, donde y en torno al cual transcurrirá el resto de la obra:
Id los dos a disponer
que en ese hermoso jardín
donde el nevado jazmín
es astro de amanecer,
música esté prevenida
para templar su tormento,
que un concertado instrumento
es la mitad de la vida.
Si aquí el jardín musicalizado se transforma en fuente de la tranquilidad anímica de Segismundo, de igual modo Rosaura saldrá a él, más adelante, porque la belleza y tranquilidad del lugar la reconfortarán también a ella:
Cansada de suspirar
en aquel funesto albergue,
vengo a ver si en el jardín
mi pena un tanto divierten
esa florida esmeralda
y esos amenos tapetes
que van salpicando a trechos
el carmín de sus claveles.
En este pasaje y en el anterior, el jardín, en cuanto espacio abierto, se opone al palacio y a “aquel funesto albergue” como lugares cerrados, reconstruyendo así un tradicional contraste inicial entre el espacio de la naturaleza y las representaciones de lo urbano: una versión del tópico bucólico campo-ciudad. El palacio será el espacio de la crisis y el jardín, de la tranquilidad. Sin embargo, la presencia del rey revela ya otro contraste subversivo entre ambos emplazamientos: la razón regia controla las pasiones, pues el padre de Segismundo determina el casamiento de su hijo con Rosaura desde el inicio y, al final de las peripecias, lo celebra. De este modo, la carga pasional se traslada en realidad hacia el jardín y lo connotará extensamente como el lugar de las crisis a lo largo de la obra; mientras que el palacio deberá considerarse como el espacio de lo razonable y del orden, ensalzando con ello el poder regio.
Asimismo, las didascalias de los pasajes anteriores, al construir un espacio dramático, permiten indagar ya en la concepción arriolana de su espacio escénico. Por un lado, el palacio real (dejaré para más adelante el asunto de “aquel funesto albergue”) es un espacio de la ficción teatral, pero no parece específicamente dispuesto para el montaje. Se trata de un punto referido, quizá representado por un telón que sirve de fondo al escenario o puramente diegético. El palacio confluye en el jardín en cuestión, este sí espacio escénico que da forma mimética a la caracterización discursiva que los personajes hacen de él, por ejemplo, cuando César describe el lugar por el que transita y que lo lleva a un encuentro fortuito con Rosaura en esa imitación de la naturaleza:
Apenas el horizonte
dora de rayos el sol
al subir en su arrebol,
tascando luces Faetonte,
cuando en la cima de un monte
escarchada plata riza
un arroyuelo que pisa
con pie de cristal las flores,
cantando ellas con olores
lo que él gorjeaba con risa.
En este hermoso pensil
-guardajoyas de la Aurora-,
a cortes llamaba Flora
la república de abril.
Era, en su terso marfil
el nardo nevada estrella;
el clavel, rubia centella;
que como el alba salía,
todo el campo florecía
al contacto de su huella.
“Este hermoso pensil” -señalado por César como su propio entorno gracias al demostrativo- semeja sin duda un locus amoenus (la belleza de las flores, el canto de las aves y la luminosidad salutífera del sol se describen más adelante), pero no puede pasarse por alto que está conectado aquí con la naturaleza montaraz mediante el cauce de un río que parece bajar de “la cima de un monte” y llegar hasta el punto de la enunciación. La continuidad dramática entre la naturaleza indómita -diegética y, por ello, quizá representada apenas por un telón, como dije antes- y el jardín arriolano parece lógica ya que “margen” suele asociarse con el sema “río”; pero también es una continuidad escénica, como más adelante se aprecia, cuando Segismundo llega en auxilio de una desfalleciente Laura y, preocupado por la dama inconsciente, pide a su criado que traiga agua:
Ve, Cascabel, luego al punto
a esa cristalina margen
y en breve búcaro ciñe
sus trasparentes cristales
para que aljófares beba
cuan el aliento restaure.
¡Válgame Dios, qué desdicha!
La solución que Cascabel da a la demanda de Segismundo -“Sale Cascabel con agua. CASCABEL: No estaba muy cerca, no, / este líquido cristal”- vuelve a poner sobre la mesa cuestiones sobre la escenificación del espacio dramático. La presencia de una fuente de agua en No hay mayor mal que los celos resulta obvia si consideramos que la esencia del jardín es “ante todo el agua, y después, el lugar de donde sale y se deposita” (Eguiarte Sakar 137). Dado que este es el único momento donde se requiere la introducción del líquido en escena, es factible que la proyección escénica del espacio dramático no sea exacta, sino que este se extienda hacia los bastidores, mediante la diégesis, de modo que no se vea el propio estanque, pues Cascabel podría salir de escena simulando ir a esa fuente y entrar de vuelta con el agua demandada hasta el espacio que Segismundo, Laura y él mismo ocupan efectivamente. Esta solución convencional conseguida con la ampliación del espacio dramático gracias a la diégesis y a las salidas efectivas por bastidores, como veremos enseguida, se confirma como estrategia transformadora del espacio dramático en espacio escénico en el texto de Arriola.
De igual modo, otras referencias permiten considerar que el jardín arriolano es un paisaje dramático de apariencia abigarrada y, por ello, acorde para el escondite de los protagonistas que necesitan verlo todo sin ser vistos. Dos muestras servirán para exponer esta relación del jardín con la naturaleza indómita, es decir, con el jardín a la inglesa. En primer lugar, César se acerca a Rosaura, quien duerme en el susodicho jardín, y él describe su avance sigiloso hacia ella de esta manera:
Llegué cauteloso, ¡ay, cielos!,
por entre el verde embarazo
a apurar en triste vaso
la última gota al recelo.
La supuesta dificultad de César para abrirse paso entre la maleza -“el verde embarazo”- ofrece como soluciones o bien una realidad icónica (árboles figurados, un telón) o bien una virtualidad diegética. En ambos casos, dichos elementos son, a un tiempo, un obstáculo que protege a la bella durmiente (hortus conclusus)11 y un camuflaje para encubrir las intenciones del hombre que pretende admirar la belleza de la mujer impertinentemente. Conforme la obra avanza, algunas didascalias corroboran que el espacio escénico simulará la frondosidad descrita por los personajes, como ocurre también en estos versos de César: “A Laura un papel escribo / diciéndola que la espero / en este frondoso sitio”. Como es evidente, un espacio convencional con estas características obstaculizaría la visibilidad de los actores, por lo que resulta coherente suponer que la representación de la frondosidad del jardín se plasmaría en un telón o bien mediante una escenografía estratégica colocada en el escenario. Así parece indicarlo en su discurso Segismundo cuando afirma que Rosaura ya se encuentra “entre estas matas secretas”, es decir, entre grupos de fronda colocados tácticamente en el escenario para evitar que los actores no fueran vistos por el público, pero consiguiendo que estos parezcan deambular por un espacio saturado de vegetación.
Bajo esta hipótesis de representación figurativa del jardín es que aquellas entradas de personajes que dan pie a los equívocos -por ser escuchas secretas desde lugares estratégicamente ocultos a los ojos de los demás- demuestran que el espacio dramático se concibe para extenderse por los laterales del espacio escénico como auxiliares de la puesta en escena. Astolfo, por ejemplo, se aparta del espacio escénico principal para colocarse a un lado del escenario y, aún dentro del jardín, escuchar en secreto lo que se dice, como la acotación final de este parlamento indica:
Mas gente veo. Yo me acojo
al sagrado de estas ramas,
que, mientras aquí escondido,
veré todo lo que pasa.
Quedase al paño y sale Cascabel.
La salida de Astolfo al paño es una maniobra para hacer que los bastidores laterales del espacio escénico sean soporte extensivo del espacio dramático y se configuren visualmente como algún tipo de arboleda detrás de la que cualquiera podría esconderse de sus pares, pero permitiéndole, a un tiempo, seguir siendo visto por los espectadores de la función. Arriola maneja el doble sistema didascálico de su obra con la intención de que la indicación diegética dirija de manera práctica la representación escénica de lo acotado: quizá un par de árboles figurativos colocados en los extremos izquierdo y derecho del escenario servirían para extender el espacio del jardín, dejando libre la parte central del espacio teatral donde los protagonistas en turno interactúan, con el telón de fondo en el cual se dibujan las espesuras descritas en otros momentos sin interrumpir la visión.
El análisis del entrecruzamiento entre acotaciones y didascalias, con su consecuente manifestación en la construcción dramática y, sobre todo, escénica permite comprender cómo Arriola sustenta el enredo de su obra, como cuando Segismundo, desde el paño, permanece atento a la interacción entre Rosaura y Astolfo, este último fingiendo ser su rival:
SEGISMUNDO, al paño. ¡Ah, falsa! ¡Ah, tirana! ¡Ah, cruel!
¡Máteme mi desvarío!
De cólera muerto estoy
y de celos pierdo el juicio.
¿A quién le estará diciendo
requiebros tan expresivos?
De mi desastrada suerte,
que es a don César colijo.
Pues paciencia, sufrimiento,
aquí me estaré escondido,
que le he de quitar la vida
a César si lo averiguo.
Una vez más, los bastidores se transforman en una parte estratégica del jardín desde donde se puede ver y oír sin ser visto por los otros personajes. Gracias a este recurso que proyecta el espacio dramático hacia los laterales del espacio escénico, Arriola sostiene la trama de enredos y equívocos varias veces, pues estos puntos de observación ocultos se reiteran de manera efectiva siguiendo el mecanismo descrito.
El jardín de No hay mayor mal que los celos posee otras características que lo hacen un emplazamiento complejo. Por ejemplo, en el texto de la obra se indica la existencia de una ventana enrejada, elemento tradicional del género de capa y espada, pero también del espacio teatral del corral barroco. La ventana aparece específicamente cuando Astolfo, en su intención de hacerse pasar por Segismundo, le pide a Cascabel quedarse cerca de él para que Rosaura hable con confianza desde esa ventana:
ASTOLFO. Pues quédate aquí porque
cuando aquí Rosaura salga,
pueda yo seguramente
hablarla por la ventana,
pues viéndote a ti creerá
que es Segismundo quien habla.
La ventana señalada diegéticamente por Astolfo adquiere relevancia en relación con el jardín porque se trata de un acceso visible para el público, que conduce hacia un espacio interior del que nada más se sabe ni se ve. Sin duda, se trata de un acceso que tendrá una representación escenográfica, pues Rosaura saldrá por la ventana para encontrarse con el impostor. La suplantación de identidad puede ocurrir porque Astolfo interceptó la nota que Rosaura había mandado antes a Segismundo citándole en ese punto, como se recordará:
ROSAURA. Ahí le digo a Segismundo
que antes que la noche opaca
le llegue a prestar al orbe
los negros lutos que arrastra
-por muerte de aquel lucero
que expira en tumba de plata-,
me venga a ver al jardín
en la reja de esta cuadra.
La ventana ubicada diegéticamente “en esta cuadra” por Rosaura se suma a varias otras referencias en el texto sobre dicho emplazamiento, aunque todas confirman la necesidad de que tanto las didascalias implícitas como las acotaciones se resuelvan con una solución icónica.12 De esta manera, la ventana -ubicada en el jardín, no hay que olvidarlo- es indicio de un nuevo espacio dramático que se extiende más allá de la vista del espectador, al tiempo que se vuelve punto de conflicto para promover el avance de la trama de enredos y celos. Quizá dicho espacio estuvo a la vista desde que Rosaura salió al jardín desde “aquel funesto albergue”, lo cual es importante porque expone la relevancia de Rosaura como sujeto expuesto a los deseos masculinos -razón de los celos y de las confusiones- y porque plantea un nuevo problema técnico: cuando Astolfo le dice a Rosaura “Ya a vuestras plantas, rendido / hoy llego a dejar, señora, / todo el corazón captivo”, el parlamento del galán podría leerse como un mero acto de cortesía o como una didascalia también. En este último caso, estaríamos ante una solución típica del corral o de estructuras tramoyísticas complejas: Astolfo podría estar describiendo su posición física en un primer nivel del espacio escénico, pero por debajo de Rosaura, quien estaría en una ventana ubicada en un segundo nivel. Esta distancia física real entre ambos personajes confirmaría la posibilidad del engaño y del cambio de identidades propuesta en el texto teatral.
Otro elemento importante del espacio dramático en No hay mayor mal que los celos es el cadalso donde Cascabel moriría por orden del rey, quien cree que Segismundo fue asesinado por su criado. La escena en cuestión forma parte de la tercera y última jornada de la obra. La configuración del espacio dramático resulta interesante: sale Cascabel describiendo cómo “Gastado a pura paseada / tiene mi amo el corredor”, sin que el público pueda ver a Segismundo ni atestiguar lo que hace. El príncipe saldrá enseguida para obligar a Cascabel a matarlo y, luego, también “Sale el rey, el marqués y el conde”. Es decir, ese espacio diegético interior, que el público percibe a través de los ojos de Cascabel, se configura como la corte o el palacio real. La salida al exterior de los personajes debe ser, de nuevo, hacia el jardín.
La siguiente escena que nos interesa de esta secuencia inicia con la entrada de Tambor:
Vase el rey y sale Tambor.
TAMBOR. Ahora que a ver a Leonor,
amante rendido, vuelvo,
mata por mata el jardín
he de registrar primero.
En el jardín, Tambor recuerda las desgracias pasadas y, de pronto, se oculta -de nuevo, los bastidores se vuelven una expansión lateral del jardín- para ver a unos soldados levantar un cadalso. Su objetivo inicial queda pospuesto ante el desarrollo de la acción que se desenvuelve en la parte central del espacio escénico, donde diégesis y mímesis confluyen, como se lee enseguida:
. . . a gran prisa unos soldados
están clavando en el suelo
y, si mi ojo no me engaña,
es la horca de cuerno y sebo.
¿Qué pobre desventurado
largará en ella el pellejo?
Pero ya oigo ruido de armas
y que viene gente siento.
Retirado desde aquí,
veré bien quién es el reo
y, de caridad, al pobre
le rezaré un padrenuestro.
Lo que sigue a continuación es la puesta en marcha de la ejecución de Cascabel en tono cómico. A diferencia de otros momentos, el jardín ahora deberá haberse desplazado hacia los laterales para que el espacio escénico se convierta en un espacio público donde el cadalso se levanta poco a poco y ante la vista del público. Se trata de una situación de obligada representación escénica, con la cual se rompe la unidad de espacio de manera contundente: del jardín se pasa a la plaza. Resulta importante, como estrategia de construcción del espacio escénico, que el proceso se desarrolle frente a los espectadores, como indicó Tambor, pero dilatando sus diversas etapas para darle una máxima relevancia dramática gracias a las señalizaciones que otros personajes realizan, como las peticiones de los soldados para alistar todo ante la llegada inminente del condenado hasta el pie del cadalso:
1° SOLDADO. Vayan disponiendo sogas.
2° SOLDADO. Vayan sogas disponiendo.
1° SOLDADO. Que esté fija la escalera.
2° SOLDADO. Veamos el cordel del cuello.
CASCABEL. Verduguito de mi vida
Aparte (mas que entienda que es requiebro),
de mi vida eres verdugo,
pues lo has de ser de mi aliento.
1° SOLDADO. ¡Bájelo de ese burrito!
Bájalo.
La riqueza de los detalles señalados por los soldados y los retrasos cómicos de Cascabel contra su propia ejecución hacen pensar que Arriola consideró aprovechar esta ruptura con la unidad de espacio centrada sobre el jardín para introducir una escena entremesil cuyas funciones son, por un lado, aminorar la tensión acumulada hasta este momento y, por otro, preparar el desenlace de la comedia. Asimismo, la nueva configuración del espacio escénico apunta a un enriquecimiento de los recursos tramoyísticos y figurativos que no había ocurrido previamente. Cascabel, camino al patíbulo, va montado sobre un burro del que se le obligará a bajar -por lo tanto, el animal debió pensarse para ser representado real (estrategia bien conocida del teatro escolar) o figurativamente- para subir los varios escalones del patíbulo -“Pues ya por poco la vemos, / porque ya ha subido el cuarto. / Solo nos falta el postrero”, le dice a Cascabel uno de los soldados-. Además de los soldados y de él mismo, un verdugo silencioso lo espera en la cima del cadalso para colocarle el lazo al cuello. La escena concluye con un deus ex machina: el conde entra a escena para otorgar el indulto real a Cascabel.
En este punto de la obra, Arriola se enfrenta a un nuevo problema: cómo despejar el escenario de la estructura del cadalso tras la fallida ejecución de Cascabel y restituir el jardín como espacio de la acción dramática. Una vez más, el dramaturgo ofrece indicios de la solución técnica para el desmontaje de la faramalla justiciera mediante la enunciación de sus personajes, antes que mediante la descripción en acotaciones. En esta ocasión, parece aprovecharse la jerarquía del conde, quien da una orden que los personajes en escena siguen con puntualidad. Claramente, todo ocurre ante la vista del público de nuevo:
CONDE, dentro. ¡Despejad todos la plaza!
TODOS. ¡Ya, señor, te obedecemos!
Vanse todos y queda Cascabel.
El mandato del conde es una oportuna pausa dramática durante la cual el jardín recobrará su estatus de topos, pero no solo porque la estructura del cadalso se retirará, sino porque también se despeja el espacio escénico de aquellos agentes de la justicia que no tienen relación con el jardín como espacio de los enredos amorosos. De este modo, el escenario queda a cargo de Cascabel, lo que da paso a la reconciliación definitiva de Segismundo y Rosaura.
Las muestras analizadas de No hay mayor mal que los celos en las páginas anteriores demuestran cómo Arriola consigue que el jardín, en cuanto espacio dramático y escénico, sea punto de confluencia de espacios diegéticos, como parece serlo el palacio o el interior de la sala donde Rosaura espera a Segismundo; y de espacios representados, como la ventana enrejada, el cadalso o el propio jardín. El desarrollo sostenido de los celos y confusiones da al jardín arriolano una connotación conflictiva, pues este espacio sin muros se convierte en una suerte de laberinto para los confundidos personajes, antes que permanecer como un lugar de solaz. Las acotaciones y las didascalias implícitas revelan que se trata de un espacio de sencillez discursiva, pero suficientemente complejo, en términos escenográficos, como para facilitar los equívocos y engaños de la trama.
La construcción espacial de esta obra dieciochesca no apela a grandes ni complejos recursos tramoyísticos -el más elaborado: el cadalso, y con finalidades cómicas-, sino a elementos tradicionales del corral de comedias o del tablado, así como del propio género de capa y espada. El hecho es singular si se piensa que la infraestructura teatral novohispana comenzaba a desarrollarse en el siglo XVIII para dar cabida a las innovaciones técnicas y a las exigencias mercantiles del momento, que autores como Eusebio Vela aprovecharon con éxito. Además, Arriola parece sostener la unidad espacial mediante el jardín (cuya recurrencia escénica se ve interrumpida con claridad al menos una vez, con la escena entremesil del cadalso) y con ello alcanza la concentración espacio-temporal de la que hablaba Vaccari en el caso de Moreto. De hecho, esta relación entre espacio natural y pasiones nos hace preguntarnos si quizá el dramaturgo no estará vinculando intencionalmente el jardín -un jardín a la inglesa- con la vehemencia amorosa de sus personajes para construir la consabida falacia patética.
Podríamos preguntarnos si Arriola planificó su única comedia conocida -redactada en algún momento entre Puebla, Guadalajara o San Luis Potosí- para ser representada considerando alguno de los espacios teatrales comerciales de aquellas regiones, dado su tema. Sin embargo, habría que recordar, por ejemplo, que existió una casa de comedias activa en San Luis Potosí hacia 1621, pero que el inmueble decayó a finales de esa década y la propiedad quedó a cargo de los agustinos, rodeada de pleitos legales. Sería hasta el último cuarto del siglo XVIII cuando se intentaría reedificar una nueva casa de comedias en aquella ciudad (Montejano y Aguiñaga 11-13). En Puebla, los espacios teatrales comerciales tuvieron una suerte semejante. Los tablados y compañías ambulantes -como la de Juan Corral, a principios del siglo XVII- convivían con una casa de comedias que acabó por ser derruida en 1617. La idea de edificar un coliseo para Puebla se retomó hasta 1742. El edificio se inauguró en 1761, aunque se habían ofrecido algunas funciones mientras la edificación estaba en obras, seguramente para sufragar los gastos de la construcción del inmueble (Pérez Quitt 41-46).
Será difícil confirmar que Arriola considerara aquellos espacios comerciales para su comedia, aunque Olavarría y Ferrari nos hace suponer la posibilidad de alguna representación. Parece más seguro que Arriola tuviera en mente todavía el espacio teatral del colegio y del tablado como el espacio escénico idóneo y práctico para No hay mayor mal que los celos. Sin embargo, por la temática y por su deuda con Calderón, no puede dudarse que Arriola estuviera al tanto del impacto que el efímero Coliseo Viejo tenía en la dramaturgia de la capital novohispana. Como recuerda Maya Ramos Smith:
con el Coliseo Viejo -inaugurado hacia 1725- habían empezado a quedar atrás las tradiciones de los corrales que funcionaban desde el siglo XVI, y la época de unos cuantos músicos ocultos tras un comodín, o de cortinas que se descorrían para “revelar” bastidores pintados, con el nuevo local gobierno, hospital y empresarios adquirieron nuevos compromisos, entre ellos la necesidad de normas más estrictas, administración más eficiente y espectáculos de más elaborada producción y mejor calidad. (52-53)
Las entradas y salidas por el paño en No hay mayor mal que los celos son buenos ejemplos de cómo Arriola consideraba soluciones prácticas convencionales del tablado, más que planear la utilización de escenografías de mayor complejidad. Es aún más improbable que Arriola tomara en cuenta las innovaciones y exigencias posteriores del Coliseo Nuevo inaugurado hacia 1753, construido en piedra, con escenario a la italiana y con cupo para unos 1500 espectadores (Ramos Smith 52).
No resulta extraño que un dramaturgo como Juan José de Arriola fuera fiel a la práctica escenográfica barroca del siglo anterior -a la propia tradición colegial, en primer lugar-, aunque incursionara en los temas de éxito del teatro comercial dieciochesco. Autores de la primera mitad del siglo XVIII, como fray Lorenzo del Santísimo Sacramento, demuestran la heterogeneidad del sistema teatral novohispano. Algunas loas de fray Lorenzo son todavía teatro de catequesis, que recurre claramente al tablado como espacio escénico donde la música y el baile funcionan como elementos medulares de la ficción dramática; o bien, teatro de circunstancia, como su loa Fuego de Dios es venido, el que es de todos amado, adaptada al contexto político poblano para antes de la representación de la obra homónima de Calderón de la Barca (Pascual Buxó 7-43). No hay mayor mal que los celos nos permite perfilar mejor ese vasto rompecabezas que fue la actividad teatral mexicana del siglo XVIII y, de manera particular, cómo es que estaba evolucionando la dramaturgia jesuita. Arriola se nos presenta en el punto medio entre la tradición barroca y las innovaciones que el neoclasicismo aportará al teatro mexicano en la segunda mitad de ese siglo.