La cuestión del tráfico y la adopción infantil ilegal e irregulada en América Latina se encuentra en contextos que, a pesar de sus diferencias geográficas, coinciden en haber experimentado en la segunda parte del siglo XX transiciones y represiones políticas o conflictos bélicos. Los casos de Guatemala y El Salvador en Centroamérica, así como de Argentina y Chile en Sudamérica corresponden a estos escenarios de enfrentamientos armados entre el gobierno militar y grupos de oposición. En estos años1 en los que se vivieron distintas expresiones de violencia2 y represión, la participación de las mujeres en la lucha armada o en la oposición política se vio determinada en numerosas ocasiones por cuestiones de género. En este contexto, las mujeres fueron relegadas a un rol secundario, a una sumisión ante las figuras de autoridad masculinas, a las labores domésticas, al cuidado de sus compañeros masculinos, a verse acosadas sexualmente y a padecer reclamos o castigos por los embarazos surgidos dentro de los campamentos.
Si entre los compañeros de lucha la vida de las mujeres disidentes estaba sujeta a este tipo de agresiones, su captura y detención por las fuerzas armadas suponía castigos entre los que se encontraban comúnmente las violaciones y diversas formas de tortura sexual. Para las mujeres embarazadas, tanto su gestación y parto como el desprendimiento forzado de sus bebés son aspectos que conforman otras expresiones de violencia basadas en su género. Es de interés para este trabajo observar cómo la literatura aborda las infancias surgidas en estos contextos violentos, la negación de la maternidad para las mujeres combatientes y el tráfico y la adopción ilícita de sus niños.
Las novelas The Long Night of the White Chickens (1992) del escritor guatemalteco-estadounidense Francisco Goldman y Roza tumba quema (2017) de la escritora salvadoreña Claudia Hernández tratan, de manera directa o tangencial, sobre la apropiación de niños durante los años de guerra en Guatemala y El Salvador, respectivamente. Ambas novelas oscilan temporalmente entre el pasado y el presente de sus personajes, de manera que tienen cabida las infancias de generaciones con distintas experiencias respecto a la vida en Guatemala, en el caso de Goldman, y a la lucha armada, en el de Hernández. En The Long Night of the White Chickens este ir y venir temporal permite entrever pasajes de la niñez de Flor de Mayo, quien es enviada a Estados Unidos con una familia adoptiva para fungir como su servidumbre y que en sus años de adultez termina trabajando como directora de la misma casa hogar en la que vivió al quedarse huérfana, “en busca de respuestas para una vida que había sido interrumpida y cambiada más allá de su control” (Craft 672). En Roza tumba quema, esta oscilación temporal ocurre con la infancia de la protagonista, anónima, la cual transcurre en plena lucha armada en la montaña en comparación con la niñez3 de sus hijas, quienes crecen en un contexto de transición a la paz, más urbanizado, y rodeadas de apoyos institucionales internacionales.
Aunque la novela de Goldman, a diferencia de la de Hernández, no enfatiza el marco bélico de la Guatemala de la época, la adopción irregular y relacionada con transacciones monetarias corresponde a una problemática propia de los años de la guerra y que también se encuentra presente en Roza tumba quema. En un periodo en el que los adultos acusados de subversivos podían morir en el conflicto armado, ser capturados, huir a causa de la implementación de las tierras arrasadas o ser obligados a formar parte del ejército en caso de no ser considerados parte de los grupos de oposición, los niños y las niñas se enfrentaban al abandono, a la separación forzada, a su procesamiento en instituciones de acogida, al reacomodo con familias adoptivas e incluso a su explotación para el trabajo o con fines sexuales:
Muchos niños fueron regalados a pobladores de los alrededores de las bases... Otros fueron entregados a patrulleros civiles y comisionados militares. Otros más, fueron retenidos por oficiales del ejército para tenerlos como servidumbre o para criarlos como hijos propios. Cientos de ellos fueron llevados a casas hogares y orfanatos donde crecieron o desde donde se les dio en adopción a familias extranjeras. Este es un abanico sin duda incompleto de posibilidades que se presentaron ante los niños desaparecidos de la guerra. (Escalón)
Las adopciones de estos niños en Guatemala y El Salvador en tiempos de guerra poseen ciertos rasgos en común entre los que destacan el que se trate de hijos de personas detenidas, desaparecidas o asesinadas, el tener como destino familias extranjeras y el haber de por medio algún tipo de transacción o compensación económica. En los casos de padres u otros familiares que desearan recuperar a los niños, el cambio de identidad de los menores y/o su posterior venta imposibilitaba el reencuentro, de lo que se derivaba una frustración e incansable búsqueda por parte de familias enteras y “maltrato psicológico” (Torres 204) en los niños dejados en orfanatos, en quienes se desarrolló un sentimiento de abandono propiciado por sus cuidadores para debilitar algún deseo de reencuentro con sus familias biológicas. La separación de las familias no solamente actúa como una consecuencia de la muerte o desaparición de cuidadores primarios, sino que también aparece como una estrategia premeditada que atenta contra la continuidad de las ideologías subversivas en las generaciones más jóvenes. La política violenta, que se resume como “cortar el problema de raíz” y que en poblaciones rurales implicaba acabar con toda forma de vida para debilitar el apoyo a la guerrilla, en estos casos reubica a los hijos de disidentes con otras familias.
The Long Night of the White Chickens se encuentra narrada de acuerdo con el orden interno de la memoria de sus protagonistas, rasgo que comparte con Roza tumba quema. Así, antes de saber sobre la infancia de Flor de Mayo, sabemos sobre su vida adulta y sobre su muerte, la cual ocurre alrededor del gobierno de Ríos Montt, conocido por ser el periodo más violento en la historia de la guerra civil guatemalteca. El inicio como directora en la casa hogar Los Quetzalitos, en 1979, y su asesinato, en 1983, coinciden con un periodo de contrainsurgencia en el que, como lo menciona el hermano adoptivo de Flor y narrador de la novela, “de acuerdo con lo que había leído en los periódicos y en otras partes, añadió decenas de miles de nuevos huérfanos a la ya inmensa población de huérfanos en Guatemala”4 (Goldman 1). Este periodo de tiempo crea un escenario en el que la pobreza y la violencia urgen la adopción de niños huérfanos, mal alimentados o enfermos, los cuales representan para las instituciones de acogida un gasto imposible de solventar en medio de la guerra, al mismo tiempo que la corrupción y el caos sociopolítico permiten la falta de regularización en los procesos de adopción. Durante la década del ochenta e incluso después de la democracia “Guatemala se convirtió en un mercado a cielo abierto, en donde cualquiera, pagando, podía llevarse a un niño perdido víctima de la violencia. Niños enviados a otros países, niños a quienes se les construyó otra historia, padres que siguen buscando” (Escalón).
Estos niños son, en ambas novelas, personajes que aún en la adultez siguen manifestando un sentimiento de pérdida o distanciamiento respecto al entorno que los rodea, de manera que, si en un principio son pequeños “perdidos” a causa de la separación de sus padres en medio del conflicto armado, esta pérdida se sigue desarrollando de manera simbólica. Aunado a ello, el palimpsesto identitario que esconde el origen de sus nacimientos o la historia de sus padres biológicos constituye una ruptura: primero, respecto a los padres biológicos de quienes son separados y, después, con relación a la familia adoptiva de la que se distancian al conocer la historia de su adopción. Por parte de los padres, la pesquisa constante también se alcanza a expresar de manera simbólica, en la búsqueda de su misma paternidad o maternidad negada, de una parte de sí que perdieron al serles arrebatado violentamente el derecho a ejercer como madres o padres.
En la novela de Goldman el orfanato es un escenario clave para el desarrollo de los hechos más relevantes en la vida de la protagonista. Además de ser el lugar en el que Flor sería encontrada asesinada, Los Quetzalitos es la casa hogar de la que la joven sale en su adolescencia para ser puesta al servicio de una familia en Estados Unidos. La joven es enviada por las monjas de la institución para que pueda desempeñarse como empleada doméstica de una familia guatemalteco-estadounidense con recursos monetarios, de acuerdo con la usanza guatemalteca en la que la sociedad ladina y clasemediera tiene acceso a personal de limpieza y asistencia doméstica. Desde este momento, la adopción de Flor, en ese entonces menor de edad y a disposición de una casa de acogida regenteada por una orden religiosa, deja ver que los intereses de la familia adoptante y, probablemente, de las mediadoras de la adopción, no son exactamente los de ayudar a conformar familias. En vez de esto, la casa de acogida semeja un escenario para acomodar a los niños, no como hijos, sino como trabajadores.
Aunque Flor de Mayo pasa de ser una niña huérfana guatemalteca en un entorno pobre a ser una joven estadounidense integrada a una familia y educada en la escuela pública, su estatus dentro de la familia adoptiva nunca llega a consolidarse como el de una hija. Mientras que la relación con el padre, judío estadounidense, es bastante parecida a la establecida entre padre e hija, para la madre, nacida en Guatemala y descendiente de una familia acomodada, la joven debe cumplir con las obligaciones domésticas para las que fue inicialmente trasladada a Norteamérica. Para Flor, la preparación académica y la ciudadanía estadounidense a las que tiene acceso con su familia adoptiva implican una mejora en su calidad de vida en comparación con su estadía en la casa hogar. Sin embargo, cabe considerar si para la institución de Los Quetzalitos esta suposición sirve para justificar las adopciones que son arregladas con el fin de acomodar menores de edad como empleados domésticos y, probablemente, lucrar con estos procesos. El centro es incluso mencionado en la novela como una “casa de engordes”, de la que se cree en el habla de varios personajes que alberga niños:
Muchos de ellos no solamente huérfanos sino ilegalmente adquiridos e incluso bebés robados que fueron mantenidos ahí hasta que sus adopciones ilegales pudieran ser arregladas. Eso es, hasta que pudieran ser vendidos a parejas sin hijos en Europa y en los Estados Unidos, aparentemente siendo esto un negocio sumamente lucrativo y esparcido en Guatemala y demás Centroamérica.5 (Goldman 1)
A lo largo de la novela la adopción es presentada de la mano del intercambio monetario, como una actividad lucrativa en la que la ganancia económica obtenida por los bebés y niños en estado de abandono es justificada con un discurso humanitario que aboga por el bienestar que se espera que dichos niños tengan con familias extranjeras y por la mejora en condiciones de vida de los huérfanos. Esta misma lógica es la que emplea la familia adoptiva de Flor, o al menos la madre y la abuela, esta última responsable del envío de la joven como lo indica el narrador cuando recuerda que “Abuelita… nos envió una niña huérfana para ser nuestra criada” (Goldman 1).6
A pesar de la adolescencia de Flor y su vida acostumbrada al trato con las monjas, esta es sacada de su espacio familiar para trabajar en un país distinto, de lengua extranjera y con una familia desconocida. Aunque, en cuanto la joven llega a Boston, el padre “decide que Flor debe ir a la escuela”7 (1) y le otorga el afecto y el cuidado propios de un cuidador o tutor, la intención de la abuela y la madre difieren de las de fungir como una familia de acogida. El lenguaje de la novela refleja la pasividad de Flor en la toma de decisiones referentes a su persona, las cuales son ejecutadas a cambio por los personajes adultos de la novela quienes la recogen del orfanato, deciden enviarla a la escuela, etcétera. De inicio a fin, los episodios de la vida de Flor son dados a conocer en la voz de su hermano, de su amante y en ocasiones por la mención de rumores populares o de las notas de periódicos amarillistas que cubren el caso de su asesinato. En todo caso, las referencias sobre Flor son a partir de voces masculinas cercanas a ella, sin que exista una exploración más profunda e intimista sobre su vida y sus diferentes etapas.
Son estas mismas notas periodísticas referidas en la voz de distintos personajes las que arrojan un panorama más amplio sobre la percepción popular de las adopciones realizadas por parte de Los Quetzalitos. La novela representa un imaginario guatemalteco en el que los sujetos de ascendencia indígena son relegados a los servicios domésticos, separados de la esfera social pública e incompatibles con un concepto de inclusión social y cultural. De ahí que las adopciones internas de niños en su mayoría provenientes de zonas indígenas y/o rurales sea casi inexistente. De manera contraria, los países europeos o norteamericanos, en donde no impera esta idea de separatismo proveniente de un sistema de castas colonial, desprovistos del prejuicio racial existente en Guatemala respecto a los niños indígenas y motivados por las facilidades en los trámites de adopción de este país en cuestión, optan por llevar a cabo este proceso en el extranjero, en vez de en sus propios países.
Aunque las notas de distintos medios impresos sugieren que estas adopciones son una fachada al tráfico infantil, la población guatemalteca oscila entre el amarillismo y el escepticismo. El tema de la “casa de engordes” es representado en la novela de Goldman desde el morbo, desde la fascinación de una colectividad atraída por el tema tabú de la explotación infantil. El discurso popular referente a la situación de los niños y niñas adoptados es, sin embargo, un tanto contradictorio en cuanto a que la sociedad condena los supuestos fines de estas adopciones (tráfico de órganos, trabajo infantil, abuso), pero también parece tolerarlos a causa del distanciamiento establecido entre los ladinos y los sujetos racializados o de poblaciones rurales.
El escepticismo también presente en las reacciones a los rumores sobre el destino de la población infantil dada en adopción a personas extranjeras es representado con relación al pasado bélico de Guatemala. A pesar de una fuerte (y en ese entonces emergente) cultura testimonial como recurso principal de resarcimiento histórico y social, las narraciones de las experiencias de los y las sobrevivientes y testigos de la guerra fueron sometidas en su momento a fuertes críticas y cuestionamientos sobre la veracidad y exactitud de lo sucedido.8 En The Long Night of the White Chickens, con relación a las denuncias realizadas en torno a las desapariciones o adopciones infantiles, uno de los personajes cuestiona a otro: “¿a quién le van a creer? ¿a sus sirvientes?” (Goldman 8).9 En la pregunta queda clara la relación de otredad respecto a esas voces denunciantes, denominadas como “sirvientes”, expresión con la que se evidencia la verticalidad entre indígenas y ladinos, denunciantes y escépticos.
Las tensiones raciales originadas de este pensamiento en el que los sujetos indígenas son vistos solamente en función de las necesidades de la población blanca o mestiza explican la falta de adopciones internas. Para Flor “ellos adoptarían un periquito, una guacamaya, un mono, un zarapito, pero un huérfano indígena, ¡olvídate! Nadie en Guatemala ha intentado nunca adoptar un niño de mi orfanato”10 (8). Los rumores sobre las adopciones dirigidas por la protagonista son varios y llegan a alcanzar al cónsul que acompaña en Guatemala a su padre y hermano adoptivos. Tanto de los europeos como de los estadounidenses “se rumoreaba que subían a las montañas destrozadas por las guerras para comprar infantes hambrientos y en peligro de familias en terribles condiciones”11 e incluso son acusados de pagar a delicuentes juveniles para robar bebés de apariencia sana, piel más clara, considerados más valiosos; lógica que sin embargo no parece corresponder del todo con la inclinación de los extranjeros por los niños nativos.
Las historias que circulan sobre el orfanato y Flor gradualmente se alejan de la versión oficial de las adopciones ilegales y se acercan más a la venta de niños a hospitales “para que sus órganos puedan ser usados en transplantes médicos”12 (3). En Guatemala, el secuestro infantil, especialmente en comunidades indígenas, es una idea presente que ha llevado a la generación de lo que podría denominarse como una histeria colectiva de la que se han derivado trágicos linchamientos, como el ocurrido en Todos Santos Cuchumatán el año 2000, donde la comunidad agredió con violencia y hasta la muerte a un turista japonés y un chofer, acusados de estar robando niños en ese momento. Merece la pena plantearse si este miedo generalizado encuentra su razón en más casos reales o si forman parte de un imaginario que ha sido ya explotado por otros autores como el también guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, quien en sus novelas Los sordos y Que me maten si…13 toca el tema de manera un tanto abierta y tangencial.
Tanto la novela de Goldman como la de Hernández exploran el impacto que estas adopciones tienen no solamente en los niños adoptados, sino también en las familias biológicas que, dadas por muertas, son separadas de ellos y sufren una acongojante búsqueda que, incluso al terminar con el encuentro del hijo o hija arrebatado, no pueden volver a ser reunidas por el tiempo transcurrido o a causa de la vinculación afectiva entre niño y padres adoptivos. Tanto en la novela de Goldman como en la de Hernández las familias biológicas pertenecen a comunidades rurales y económicamente vulnerables, pobladas ya sea por indígenas, como ocurre en The Long Night of the White Chickens, o por guerrilleros, como en Roza tumba quema, lo que agrega el factor étnico y social al problema de la lucha legal por la custodia.
En The Long Night of the White Chickens no queda del todo claro si los errores en el sistema de adopciones son actos deliberados para facilitar el envío de niños al extranjero a cambio de remuneración económica o si realmente forman parte de un engranaje negligente. Sea cual sea el motivo detrás de las irregularidades en estos procesos, es uno de estos errores lo que se cree ser el móvil del asesinato de Flor a manos de un hermano separado de su madre y su padre, quienes son dados por muertos, y de su hermana, quien es registrada como abandonada y sin familiares vivos, puesta en adopción y entregada a una pareja francesa y económicamente acomodada, aunque el joven creía que su envío se debía a otros motivos: “sus órganos serían removidos y trasplantados a gente rica para que pudieran vivir en vez de ella, y eso era por lo que, en venganza justificada, la había matado [a Flor]”14 (24). Después de un par de años, cuando los padres biológicos la reclaman, argumentando desconocer y, por ende, no autorizar su adopción, luchan por una custodia que pierden ante el estatus socioeconómico de los nuevos padres que, ante la ley, supone mayor bienestar y seguridad para la hija. Aunque se llega a un acuerdo en el que se les concede información sobre el crecimiento de la pequeña, así como una gratificación monetaria, “materialmente estarían mucho mejor que antes, aunque, evidentemente, mucho más pobres en familia y comunidad, porque ninguna existía más para ellos”15 (24).
Por la voz del amante de Flor sabemos que ella es consciente de la visión de las comunidades indígenas guatemaltecas respecto a la separación de sus hijos, como la de la creencia de que “los niños separados de sus pueblos habían sido separados de sus almas. Si morían, y eran enterrados lejos de sus pueblos, entonces sus almas vagarían por siempre, en exilio del mundo de los ancestros”16 (16). Esta idea, que se refiere a la incompletitud de los niños alejados tanto de sus familias como de su identidad cultural y étnica, parece extenderse incluso con más fuerza hacia sus familias, especialmente hacia la madre, como es representado en Roza tumba quema con la depresión clínica de la hija separada y el malestar de la madre a causa de la separación forzada.
En la obra de Claudia Hernández, la separación y el reencuentro de la madre y la hija ausente son eventos determinantes para el desarrollo emocional de ambas, además de ser los ejes sobre los que se construye la narración de la novela. Para la protagonista, el paradero desconocido de su primogénita supone una búsqueda incansable, la generación de desconfianza hacia la iglesia y un perpetuo sentimiento de incompletitud que no será capaz de reparar incluso una vez encontrada su hija. Para la primogénita que habita en París, tras la adopción por parte de una familia francesa, conocer a su madre biológica implica un desequilibrio emocional que agrava su diagnóstico de depresión. Lejos de una escena amorosa y emotiva, el reencuentro implica para la madre el rechazo y la frialdad de una hija incapaz de lidiar con un cambio de esta magnitud, el miedo de los padres adoptivos por ser legalmente responsabilizados por su participación en la adopción ilícita y la alteración en la vida de una joven cuya recién descubierta identidad no supone alivio alguno.
De manera similar a la estructura narrativa de The Long Night of the White Chickens, Roza tumba quema oscila entre el pasado de la protagonista, que coincide con la guerra civil salvadoreña,17 y el presente de transición a la democracia en el que el mismo personaje es adulto y vive junto a tres de sus cuatro hijas. De esta manera sabemos primero del viaje que intenta hacer la madre a París para acudir al encuentro de su primogénita, separada de ella meses después del nacimiento bajo circunstancias que se revelan más adelante en la narración. El viaje, que supone para toda la familia el sacrificio de ahorros, la venta de bienes, el trabajo extra y la aceptación de donativos, desde un principio permite entrever la determinación de la protagonista para encontrar y conocer a la hija extraviada, a la que además de ver en persona, desea explicar las circunstancias en las que fue separada de ella contra su voluntad. Aunque la intención de la madre es dejar en claro que la adopción no fue realizada con su consentimiento ni conocimiento, de manera que pueda ganar el perdón de la joven o acercarse a ella, la actitud de esta no parece cambiar y la relación entre las dos es distante e impersonal.
Además del marcado distanciamiento entre la chica parisina y sus familias, tanto la biológica como la adoptiva, ella padece una fuerte depresión diagnosticada desde años atrás que pudiese estar relacionada con la separación de su madre a una edad temprana, su estadía con las monjas y su reubicación con una nueva familia, amorosa pero desconocida. Sin conocerla, la madre encuentra el tono de voz de la hija “distante y amargo” (39) durante las llamadas telefónicas, pero también en su encuentro personal donde es recibida con un trato frío. Los padres adoptivos le informan que se deprime con frecuencia, depresiones que preceden la noticia de “que tenía una madre distinta a la madre con la que se crio, que esa otra madre la estaba buscando desde hace muchos años, que la había encontrado con ayuda de una asociación fundada por un sacerdote y que iba hacia allá para verla después de que ella dijera que no tenía posibilidades para viajar hasta el país donde vivía con sus hermanas” (42). Si bien una lectura simbólica pudiese sugerir que la depresión de la hija se encuentra relacionada con la negación de su identidad y la separación forzada de su familia, la novela ofrece pequeñas pautas para vincularla con las circunstancias de su adopción. Para la madre, quien hasta ese entonces nunca había oído hablar de la enfermedad, el estado de la hija y el rechazo que expresa hacia los integrantes de su familia biológica solo pueden ser explicados como consecuencias de haber sido separada de su madre y puesta en manos de desconocidos (primero las monjas y luego la pareja francesa), así como de haber experimentado distintos cambios siendo una bebé pequeña. La narración, al encontrarse posicionada desde la perspectiva de la madre, no puede ahondar en lo sucedido con la pequeña en esa etapa, por lo que no queda del todo esclarecido el cómo ocurrió exactamente su tránsito a otro país o cómo fue su cuidado a manos de las monjas. Sin embargo, la posibilidad de un maltrato o abuso por parte de estas queda abierta, como lo sugiere la protagonista al enunciar que ni ella ni sus familiares “podían saber con exactitud qué le habían hecho las monjas que la recibieron o las gentes que se la entregaron a ellas, pero podían, por el rechazo que la niña sentía, entender que no había sido agradable” (256).
El viaje que la protagonista de la novela emprende a Francia para conocer en persona a la joven de la que fue separada años atrás implica para los tres personajes -madre biológica, madre adoptiva e hija- una serie de emociones variadas que ilustran la complejidad de este tipo de adopciones irregulares y la falta de transparencia hacia los hijos sobre su nacimiento u origen. Para la madre francesa, la noticia de la aparición de la ex guerrillera, cuya historia ignora, representa la posibilidad de perder el afecto de su hija, verse extorsionada económicamente o ser acusada de compra de menores. A pesar de estos temores acepta reunirse para mostrar que:
no había habido mala intención de su parte. Había comprado a la niña porque siempre había querido tener una hija. Las monjas que se la vendieron y se la llevaron hasta su ciudad lo sabían. Eso y que la mujer era buena paga: Había comprado ya, y también en efectivo, otros dos niños -de tres y siete años- para formar la familia que no podía parir. (44-45; énfasis mío)
Para la joven parisina, por su parte, el encuentro con su madre biológica supone un cambio en su percepción de sí y de los otros, cambio que aunado a su depresión la desestabiliza y genera en ella sentimientos encontrados. La hija, ignorante de las circunstancias de su nacimiento, considera “un hecho que la había abandonado” y “se preguntaba qué habría tenido o hecho ella para que lo hiciera” (46). Saber que la mujer la ha buscado durante años y ha emprendido un viaje fuera de sus posibilidades monetarias no reduce o modifica en ella la idea de haber sido abandonada en su primera infancia y le provoca confusión. Conscientes de su apariencia distinta, los padres adoptivos habían contado sobre su adopción a la niña y sobre su madre “le dijeron que había muerto en combate” (44). Así, cuando la madre biológica aparece viva y deseosa de conocer a la hija, ella “se puso a llorar. No tenía espacio para una tercera madre” (44), saturada ya por su relación con la francesa y la historia de la fallecida.
A la hija le interesa el conocer cómo sucedió su adopción: “Quiere saber por qué la abandono. No lo hizo. ¿Por qué la dejó con las monjas? Tampoco lo hizo. ¿Cómo llegó a las monjas? No lo sabe. No han querido explicárselo. Ni siquiera le han dicho cuáles monjas eran o en cuál hospicio” (54). Tanto para ella como para la madre, la historia de la adopción y el traslado de la niña permanece velada, de manera que solamente son las monjas quienes conocen a fondo la verdad y quienes aceptan brindar información sobre el paradero de la familia adoptiva con la condición de no ser involucradas en la pesquisa. Las religiosas permanecen fuera de la investigación de la madre, acuerdo al que ambas partes acceden movidas por el deseo de proteger a la orden por parte de unas y el de encontrar a la hija por parte de la otra. Sin embargo, la madre no deja de preguntarse “si, a la hora de buscar culpables, las monjas serían también subidas al estrado y cargarían con su parte de la responsabilidad” (48).
Además de su proceso de adopción, la hija desea conocer la historia del embarazo de su madre, quien revela que a una edad temprana y cercana a la infancia queda embarazada de uno de sus compañeros de lucha armada, mayor en edad y con un cargo superior. Sin una educación sexual básica ni cuidados referentes a la salud reproductiva, la joven desconoce las causas de un embarazo, así como los síntomas. Incapaz de identificar los cambios en su cuerpo, el embarazo es conocido cuando no es posible abortar por su estado avanzado. Así, este personaje es reprendido primero por haber permitido la concepción y después por no haber interrumpido la gestación a tiempo. Tras el parto, la joven madre es obligada a separarse de su bebé para volver a la montaña, separación que será aprovechada para la adopción a sus espaldas. Hasta este momento de la narración, la maternidad de la protagonista ha sido planteada por sus compañeros como un inconveniente y un riesgo para la colectividad, por lo que la venta de la niña fungirá por una parte como un castigo aleccionador para la madre y, por otra, como una forma de apoyar económicamente a la causa que puso en peligro.
Aunque se manifiesta que este castigo “que habían decidido para la pareja por su falta había sido entregar a la niña para juntar fondos para la causa que defendían” (61), las consecuencias emocionales y psicológicas de la separación son experimentadas solamente por la joven madre y no por su pareja, quien es enviada a otro campamento y se desvincula afectivamente tanto de la madre como de la hija. La protagonista “sentía que, aunque no la hubieran sentado en una ronda para hacerle un juicio como a los que desobedecían, también la habían castigado al separarla de su hija. Varias veces rogó para que la dejaran quedarse en la población para criarla” (59), solicitud que es negada. Ante su insistencia por permanecer en el mismo lugar y asumir un rol activo de cuidadora “decidieron mover a su hija del sitio donde había nacido y negarle información al respecto. Le juraron que la guiarían a ella el día que la guerra terminara. Pero no cumplieron” (60).
En todas las acciones anteriormente citadas (decidieron, negaron, juraron, cumplieron) se esconde una colectividad implicada en la toma de decisiones sobre la joven y su hija, misma colectividad que desde antes del parto intenta decidir y actuar sobre el cuerpo de la mujer. La edad de la joven, la falta de educación sobre salud sexual y la diferencia de rango entre los dos personajes evidencian una verticalidad de condiciones que anulan la noción de consenso en estas relaciones. Las vidas de madre y cría son determinadas por la pareja, los compañeros de lucha y los puestos de mando sin que aparezca mayor registro del estado emocional y psicológico del personaje en medio de esta serie de toma de decisiones sobre ella misma. Aunque se menciona cómo su compañero reacciona con molestia y enojo por la noticia y cómo la joven es reprendida por lo que es interpretado como un descuido de ella, no hay mayor evidencia de su reacción personal ante la noticia de su embarazo. El lenguaje que narra los sucesos relativos a su estado prioriza a los otros personajes y deja en un segundo plano la subjetividad de la protagonista.
Concebir, gestar y parir son procesos exclusivos de los cuerpos femeninos18 que, tanto en contextos bélicos como en escenarios dictatoriales, lejos de garantizar la protección de las mujeres o el respeto de sus derechos humanos, aumentan su vulnerabilidad y las hacen objeto de otras expresiones de violencia. Para la protagonista de la novela de Hernández, por su edad temprana y la falta de educación integral, la toma de decisiones sobre su salud sexual y reproductiva es limitada, por lo que su embarazo no puede ser entendido como un producto deliberado de esta toma de decisiones. A pesar de esto, la joven guerrillera es no solamente responsabilizada por su falta de precaución con respecto a los cuidados anticonceptivos, sino que es además culpabilizada tanto por no haber prevenido un embarazo como por no haberlo interrumpido.
Otro de los contextos en los que la maternidad es vista como un castigo o se encuentra relacionada con la violencia, sobre todo aquella de carácter sexual, es el de las dictaduras del Cono Sur. En Chile:
del total de las víctimas que declararon en la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura entre 2003 y 2004 un 12,5% eran mujeres (3.399). De ellas, 229 esperaban un hijo y algunas lo perdieron; otras dieron a luz tras ser violadas por sus torturadores” (Montes).
Ya sea porque estaban embarazadas al momento de su detención o fueron embarazadas por sus captores y guardias tras ser víctimas de violencia sexual, estas mujeres experimentan también la violencia psicológica y emocional de gestar privadas de su libertad y a sabiendas de la probable separación de sus hijos.
Para la mayoría de estas prisioneras políticas, la tortura sexual fue de las expresiones de violencia más comunes. Ser madre gestante en estas condiciones implicaba la constante ansiedad de saber que el parto podía suceder sin las atenciones médicas necesarias y sin la mínima estabilidad emocional. Ser madre gestante tras las violaciones acontecidas en estos centros de detención suponía una tortura también psicológica. En ambos casos, los niños nacidos en estos escenarios eran alejados de su madre, algunas veces de manera permanente, para ser puestos en adopción sin el consentimiento de las madres u otros familiares biológicos y ser reapropiados por los mismos militares o familias acomodadas y simpatizantes de estos gobiernos dictatoriales.
En este contexto dictatorial, la maternidad es vista también como un castigo, una forma particularmente cruel de infligir dolor en el nivel físico, psicológico y emocional de las mujeres acusadas de disidencia política. Desde abusar de los cuerpos femeninos hasta arrebatar a los hijos o hijas de parejas consideradas comunistas, las estrategias de castigo sugieren destruir la amenaza que estos presos políticos suponen con la eliminación de su identidad. Por ello, acomodar a estos niños lejos de los padres biológicos (muchos de ellos asesinados) significa no solamente alejarlos de la ideología transgresora de estos, sino asignarlos en hogares conservadores en donde, sin saberlo, serían criados con los captores o torturadores de sus padres. Este desconocimiento de la identidad de la familia biológica supone también una forma más de violencia y que se expresa doblemente: por una parte, por la negación de la historia de los padres biológicos y, por otra, por el choque emocional y la confusión que se produce en estos hijos cuando en su adultez llegan a descubrir las circunstancias de su adopción.19
Conclusiones
Las guerras internas en Guatemala y en El Salvador son frecuentemente analizadas desde una perspectiva que simplifica el conflicto armado como una oposición entre ejército y guerrilla, de la que se han visto afectadas mayormente comunidades rurales o indígenas. Aunque esta fórmula ha alcanzado para entender de manera bastante general y superficial los acontecimientos bélicos de estos países, deja a un lado la participación y la relación de la experiencia de otros actores directos o indirectos, como en este caso son las mujeres y los niños cuya infancia transcurrió durante y después de la guerra. En el marco de las atrocidades de la guerra, especialmente los derechos humanos de estos hijos y estas madres se encontraron en un estado límbico, suspendido entre la violencia de tipo simbólica que suelen experimentar las mujeres en sociedades patriarcales, la de tipo estructural que afecta a los niños en situación de abandono o con padres ausentes y la violencia de tipo directo manifestada más comúnmente con las desapariciones, tortura y muerte.
Las adopciones ilícitas, el tráfico infantil y la corrupción y negligencia en las casas de acogida de las que hablan las novelas de Claudia Hernández y de Francisco Goldman demandan una mirada más incisiva a la experiencia de la guerra desde otras miradas como la infantil o la femenina. Como lo señala Alexandra Ortiz, “el destino de los hijos robados durante los conflictos armados en Centroamérica es una herida abierta y una historia silenciada que apenas se ha empezado a verbalizar, a hacer audible y a contar desde la ficción literaria” (123). Consideramos que es de esta herida y de esta incompletitud de donde surgen las interpelaciones que desde la literatura buscan reconocer también las violencias directas cometidas hacia las infancias durante la guerra y las simbólicas que aún permanecen por la falta de representación y de reconocimiento.
El cómo vivieron la guerra los niños desplazados, las madres huérfanas de hijos o las familias adoptantes es representado en ambas novelas. Estas visiones permiten una observación más diversa y menos binaria de los conflictos armados y las transiciones políticas en Centroamérica. Por un lado, la relación que los sujetos femeninos hacen de sus propias experiencias en la lucha, como sucede con la protagonista de Roza tumba quema, da cuenta de toda una serie de dinámicas sociales en las que se prioriza la defensa de una ideología y un código de honor que en las comunidades guerrilleras beneficia y protege a los compañeros masculinos a costa del bienestar e integridad de las mujeres combatientes. Aspectos que van desde la sexualidad hasta la distribución de las pensiones para ex guerrilleros una vez firmada la paz son sopesados por la mirada femenina de una protagonista que, sin dejar de ser consciente de las injusticias o de los tratos desiguales a los que son sometidas tanto ella como sus compañeras, se adapta a las exigencias de su comunidad como una forma de asegurar una convivencia más llevadera o menos conflictiva con quienes la rodean. Por otro lado, el tratamiento que en ambas novelas existe respecto a los niños que se encuentran en situación de abandono o extravío en estos años permite observar la complejidad de un problema que incide en las vidas de las familias biológicas y adoptivas así como en la adultez de estos niños e involucra distintos agentes entre los que se pueden encontrar la iglesia, el ejército, la guerrilla e instituciones privadas que fungen como hospicios. De maneras distintas estas obras hablan de niños alejados de su historia, de sus familias biológicas y de sus lugares de nacimiento para ser criados con familias de mayores recursos económicos y en países extranjeros. En la lógica de algunos de los personajes de estos mundos correspondientes a las sociedades guatemalteca y salvadoreña, esta solvencia económica y la ciudadanía europea o estadounidense son factores suficientes para justificar la separación de familias o para agilizar los procesos de adopción en vez de profundizar en la búsqueda de más familiares biológicos o incentivar las adopciones legales e internas.
Las novelas de Hernández y de Goldman abordan sutilmente la cuestión de la restitución, uno de los temas que parece ser una constante al hablar de sociedades o contextos en guerra. En estos casos, la restitución no ocurre desde la institucionalización o desde el resarcimiento histórico, sino que se presenta en un nivel más personal entre los mismos personajes que han padecido la pérdida de hijos y aquellos que se han visto beneficiados de las adopciones clandestinas. En Roza tumba quema, el viaje trasatlántico que emprende la madre para encontrarse en el extranjero con su primogénita es facilitado por quienes tienen interés en “reunir familias, permitir que los que habían sido separados por la fuerza pudieran volver a verse y darle algo de paz a una mujer que no había tenido descanso desde el día que a ella la separaron de sus brazos” (44). El patrocinio del viaje a cargo de un sujeto anónimo y la información proporcionada por las monjas, quienes ayudan a ubicar a la familia adoptiva a cambio de no ser involucradas legalmente, dan cuenta de una preocupación que oscila entre resarcir el daño provocado a la mujer años atrás y el evitar reclamos o una investigación mayor con motivo de las adopciones ilegales.
La novela de Goldman ahonda menos en los escenarios de la guerra, pero no ceja en la visión de una Guatemala en la que las consecuencias del enfrentamiento son tangibles en el número de huérfanos, de desaparecidos, desplazados o abandonados. La idea del resarcimiento aparece aquí de forma circular, con la búsqueda del asesino de una mujer sospechosa de tráfico infantil. ¿Cómo se ajusticia una muerte? ¿Cómo se restituye a los padres apartados de sus hijos? A estas preguntas y también en diálogo con Roza tumba quema se suma la cuestión de las familias adoptantes y el papel que juegan en la asignación de responsabilidades. La novela abre la interrogante sobre el rol de las familias adoptantes como escape a la realidad violenta en la que viven estos niños o como piezas clave del engranaje de corrupción en los procesos de adopción infantil.
Sea cual sea la respuesta a los anteriores cuestionamientos, la narrativa de estos autores representa familias desbaratadas, búsquedas constantes, reencuentros frustrados, cicatrices emocionales e incompletitudes identitarias. Las historias de las jóvenes adoptadas en las dos novelas, las cuales crecen con oportunidades de educación y desarrollo profesional, se ven opacadas por la depresión clínica en el caso de una y el asesinato motivado por venganza personal, en el caso de la otra, así como por el deseo de padres y hermanos, tanto biológicos como adoptivos, de romper con el distanciamiento impuesto por estas mujeres conscientes de un estado liminal que las mantiene situadas entre dos culturas, dos familias y dos historias.