Originaria del estado de Veracruz, Fernanda Melchor -galardonada en el 2019 con el premio Anna Seghers, en Alemania- es autora de cuatro libros: Aquí no es Miami (2013 y 2018), Falsa liebre (2013), Temporada de huracanes (2017) y, la más reciente, Páradais (2021) -esta recibió el VIII Premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal-. El primero contiene crónicas propias de su lugar de origen, mientras los otros tres son novelas cortas que igualmente tratan historias ambientadas en el puerto de Veracruz. Algunos de sus relatos aparecen en antologías como Breve colección de relato porno (2011), Lados B. Narrativa de alto riesgo (2011) y Nuestra aparente rendición (2012). Melchor es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana. Como periodista, ha publicado en las revistas Milenio Semanal, Replicante, Revista Mexicana de Literatura Contemporánea, La Palabra y el Hombre, Tierra Adentro y Excélsior, así como en suplementos y portales de Internet. En el año 2015, formó parte del proyecto México20, encabezado por Guadalupe Nettel, Cristina Rivera Garza y Juan Villoro, que la destacó como narradora en la Feria del Libro de Londres, al lado de jóvenes escritoras mexicanas como Valeria Luiselli, Verónica Gerber, Laia Jufresa, entre otras.
Su poética se construye sobre una narrativa realista y marginal, cuyos personajes se desenvuelven en espacios de violencia, donde la droga, el hastío y la pobreza generan una identidad fracturada. Melchor, como periodista y escritora, revela, con un lenguaje mordaz, la cruda realidad que hoy vive el estado de Veracruz y, en general, todo el país. Ya sea basada en los acontecimientos de la nota roja o bien en los relatos que forman parte de la cultura popular cotidiana de la región, la autora combina la veracidad de sus historias con la ficción, que expone una naturaleza humana oscura y degradada. En cuanto a sus personajes, estos son, en ocasiones, seres enfermizos, viscerales y transgresores, que muestran una visión de la condición humana marcada por el miedo, el chisme y el sentimiento de orfandad. El ritmo narrativo y el uso del lenguaje de la clase baja veracruzana son los recursos que llevan, entre otros elementos de su poética, a lo grotesco, el cual, como afirma Bajtin, es “una exageración premeditada, una construcción desfigurada de la naturaleza, una unión de objetos imposible en principio tanto en la naturaleza como en nuestra experiencia cotidiana” (V). A partir de esto, tenemos, entonces, que en la narrativa de la autora se construye una sátira de la condición humana, que reconocemos y nos provoca dolor. Encontramos espacios ominosos, situaciones abyectas de sexo, droga, adicciones; también mucha violencia, ya sea por el origen de clase de los personajes, o por su género o su condición sexual. En fin, son estos materiales que permiten hablar de la estética en consolidación de esta joven autora veracruzana.
Para acercarse a la poética narrativa de Melchor, el presente artículo se ha organizado de la siguiente manera: un apartado sobre su inicio en la crónica y, posteriormente, en la novela; otro para realizar un acercamiento semántico-formal y temático-discursivo. Esta dupla permite, además de la reflexión sobre el papel de algunos materiales constructivos de la escritora veracruzana, atender la imagen de la mujer que, si bien no ocupa un papel protagónico en las novelas de Melchor -papel reservado a los varones-, sí tiene un peso significativo en las acciones y modos de ser de los personajes masculinos, entornados por una violencia cuyos orígenes pueden remitirse a la infancia.
El primer libro de Fernanda Melchor, Aquí no es Miami, comprende un conjunto de relatos tramados con la combinación de periodismo y crónica literaria, es decir, un aparente juego entre la veracidad y la verosimilitud que da cuenta de sucesos aparentemente triviales, descaradamente realistas. El texto fue publicado, por primera vez, en la serie Producciones El Salario del Miedo, de la Editorial Almadía. Incluye once relatos basados, hasta cierto punto, en historias sacadas de la nota roja del periódico El Dictamen de Veracruz o en chismes que se transmiten en la localidad veracruzana, acontecimientos que, de algún modo, impactaron en la vida cotidiana porteña. Fue, pues, a través del periodismo y la crónica literaria que realidad y ficción se encontraron.
En Invención de la crónica (2005), Susana Rotker analiza la relación entre la actividad periodística y literaria de los escritores modernistas, como Rubén Darío, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros, que supieron combinar la estética del “arte puro” con la producción de ensayos y de crónicas. En estos textos, tales escritores fueron capaces de resaltar lo insólito y lo ominoso, aprovechando su experiencia como periodistas. La crónica como género -no solo periodístico, sino también literario- tiene, entonces, en los modernistas uno de sus puntales. Así, según Rotker, la crónica es un punto de encuentro entre periodismo y literatura, “una literatura que es también la sociedad en el texto, lo que en verdad está sucediendo y la historia que se está haciendo; los criterios de temporalidad y del lugar del sujeto de la enunciación” (25). La crónica pasa a ser un discurso de ficción, que proyecta una concepción de la sociedad como rizoma de las estructuras sociales; y es también una producción textual que revela la intencionalidad del autor. Rotker agrega:
Las crónicas modernistas son los antecedentes directos de lo que en los años cincuenta y sesenta del siglo XX habría de llamarse “nuevo periodismo” y “literatura de no ficción”. Su hibridez insoluble, las imperfecciones como condición, la movilidad, el cuestionamiento, el sincretismo y esa marginalidad que no termina de acomodarse en ninguna parte son la mejor voz de una época -la nuestra- que a partir de entonces sólo sabe que es cierta la propia experiencia, que se mueve disgregada entre la información constante y la ausencia de otra tradición que no sea la de la duda. Una época que vive -como los modernistas- en busca de la armonía perdida, en pos de alguna belleza. (230)
Es una belleza que la ficción de Melchor alcanza a través de un enfrentamiento con la realidad inmediata, que se traviste de testimonio o autofabulación y que une el género periodístico con el literario.
En Aquí no es Miami, la autora introduce al lector en la vida cotidiana de un sector de la sociedad del puerto de Veracruz, la marginal, la proscrita, provocándole horror y, al mismo tiempo, compasión. Los relatos exponen otra cara del puerto jarocho -distinta a la festiva y bullangera-, echando mano, por ejemplo, de las miradas infantiles -que aún creen en los OVNIS, cuando son en verdad luces desprendidas de las actividades de los narcotraficantes- o de la hermosura ajada de una exreina del carnaval consumida por las drogas y la miseria, capaz de matar a sus hijos y enterrarlos en una maceta. Con aquellos, Melchor -armada con sus experiencias de vida, entrevistas, investigaciones periodísticas- revela un puerto marcado por el contrabando y el consumo de estupefacientes. Además, construye y deconstruye un Veracruz que tiene un nombre que se escribe con “Z”. Y en ese construir y deconstruir, deja en su ópera prima huellas de las que serán algunas de sus constantes narrativas: la reinvención de situaciones grotescas de la vida cotidiana, la coexistencia de acontecimientos realistas y ficcionales, el choque entre verdad y creencias populares, los ambientes degradados, violentos, sombríos, símbolo de las ilusiones frustradas de todos los personajes.
Aquí no es Miami es un encuentro doloroso con la vida, nacido del testimonio de diversas personas. A su vez, Falsa liebre, Temporada de huracanes y Páradais son tres novelas dominadas por la existencia intensa, difícil y desarraigada. En ellas, se nos habla de sujetos atrapados en su vida cotidiana, sobreviviendo o feneciendo en ambientes degradados, sin posibilidad de escape o cambio. Se trata de la tarea tan sencillamente compleja de narrar la vida, la vida de cada uno de esos protagonistas que luchan por hallar una manera de estar vivos la mañana siguiente.
Falsa liebre narra la vida degradada y marginal de cuatro jóvenes: Andrik, Vinicio, Pachi y Zahir, personajes con vidas paralelas en un espacio oprimente, marcado por la monotonía y el calor, cuatro vidas que se encuentran y desencuentran, que se ven orilladas a existir cada día en medio de la miseria, la incomunicación y el desamor. El ambiente es el de un Veracruz marcado por la “Z” del narcotráfico: tráfico de drogas, violencia, identidades rotas, orfandad, abandono, entre otras presencias ominosas de la primera novela de Melchor.
La segunda novela, Temporada de huracanes, cuenta cómo ocurre un asesinato en un lugar llamado La Matosa. La novela inicia con la imagen del cadáver de un personaje denominado “La Bruja Chica”, figura central que desencadena la serie de acontecimientos narrativos, que concluye con el encarcelamiento de sus asesinos y los implicados en ello.
Páradais, la más reciente novela, se ubica en un elegante fraccionamiento, a las orillas del río Jamapa. Cuenta la historia de dos jóvenes, ambos desarraigados, uno rico y otro pobre, unidos por el desamparo y la marginación. Este par se ve envuelto en un suceso violento, generado por el deseo de Franco de poseer sexualmente a una vecina y por la necesidad de dinero que tiene Polo.
En todas estas narraciones, nos encontramos con personajes movidos por el anhelo de conquistar algo, aunque esto implique la transgresión social. Cada uno de ellos está signado, desde la infancia, por un destino trágico, que puede ser el encierro o la muerte. El consumo de drogas y de alcohol, así como la práctica sexual desaforada y sin sentido, son la única posibilidad de escape ante el mundo hostil. Fernanda Melchor trastoca la realidad y la exagera para contrastar la imagen de un puerto alegre y bullanguero con otro determinado por la tragedia y la violencia. Narra un conjunto de vidas paralelas, unidas por el sentimiento de orfandad y desesperanza. Asimismo, reitera su gusto por el realismo, que impacta en el tramado de las historias de cada personaje y, sobre todo, en el lenguaje con el que describe los ambientes y caracteriza a los protagonistas.
Uno de los factores que configuran el realismo de Melchor es lo grotesco, que para Wolfgang Kayser, desde el punto de vista estético, se asocia con la caricatura, con la reproducción de la realidad nada agradable o “bonita”. Es una visión exagerada y deforme, constituida por tres formas de representación de lo caricaturesco: aquellas que expresan lo deforme de la naturaleza; las que la muestran con cierta exageración, pero conservando determinadas características que aún la hacen reconocible; y las que la dotan de ciertos rasgos fantásticos y grotescos, donde lo sobrenatural y lo absurdo tienen cabida (31). Lo grotesco trabajado por Melchor puede ubicarse en la primera de las representaciones, incluyendo una dosis de lo repugnante y lo sórdido, presentes en la tercera, ingredientes que producen en el lector cierto horror y cierta sorpresa ante la actitud indiferente de algunos personajes frente a la violencia. Kayser había observado esta actitud en la obra de Bruegel: “El mundo ordinario se contempla con interés frío” (37). En esa perspectiva, Fernanda Melchor, al igual que Bruegel, “[p]inta nuestro mundo cotidiano... horroroso” (Kayser 37-38).
Otros ingredientes de la narrativa de Melchor son la reiteración y la paradoja al concretar el diseño de los personajes, compañeros de lo repugnante y el lenguaje directo, hosco por momentos. Son componentes que Melchor no desdeña convocar en Temporada de huracanes. Aquí hay una escena donde se describe con esos materiales la manera en la que un grupo de amigos encuentra el cuerpo de “La Bruja Chica” -un varón que intenta convertirse en mujer-, escena que permite a la narradora establecer un entorno hostil y unos personajes inclinados por la violencia y el temor:
Llegaron al canal por la brecha que sube el río, con las hondas prestas para la batalla y los ojos entornados, cocidos casi en el fulgor del mediodía. Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro señudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros... (11)
La escena inicial dibuja un entorno agresivo, maloliente y amenazador, que se percibe a través de los sentidos: ojos cocidos por el calor, hedor que entra al cuerpo por el olfato aunque se pretenda evitarlo, cara azotada por la arena y el calor, cuerpo alerta para evitar cualquier emboscada:
la liga de la resortera tersa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando. Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una mirilla de culebras negras, y sonreía. (11-12)
En esta pequeña secuencia, se puede observar la manera en que el narrador contrasta la realidad mediante la imagen del grupo solidario de amigos y el calor agobiante del trópico, que genera un entorno oscuro, siniestro, donde la naturaleza y las plantas participan del desequilibrio trágico en el que se mueven los personajes, un desequilibrio que completa el inesperado descubrimiento del cadáver putrefacto de “La Bruja Chica”. Así es como la autora inicia la historia de Temporada de huracanes.
Falsa liebre, por su parte, inicia de la siguiente manera:
El alumbrado era escaso; los arbotantes que sobrevivían a la temporada de tormentas emitían una luz mortecina que los pinos tristes -torcidos hacia el camino, deformados por el viento- ahogaban con sus ramas plumosas, cargadas de agujas secas. . . .
La oscuridad dentro del auto era espesa; del hombre sólo alcanzaba a distinguir las partes más pálidas: el interior de los brazos, el cuello. Lo demás eran susurros de tela.
-Todo este tiempo... -dijo el hombre- he sido un imbécil...
Parecía más calmado. Sus manos buscaban sin prisa en el compartimiento entre los asientos.
-Oye... -comenzó Andrik.
-¡Cállate, carajo!
El golpe dejó mudo al chico. Algo duro, más duro que los huesos de la mano del hombre le aplastó la nariz y los labios.
-¡Cállate ya!
Otro golpe restalló en el centro de su cara.
-¡Cállate el puto hocico! (18-21)
La apertura, con los golpes de uno de los varones y la indefensión del otro, instala la atmósfera que dominará la novela: la violencia, usual en la historia de vida de Andrik, marcada por la agresión, el abuso y el sometimiento.
Mas la violencia no solo llega con el poder de un ser sobre otro; también se advierte en la extrema pobreza de los personajes, causa de frustraciones y animadversiones:
La regadera, rota desde que se mudaran al departamento hacía cinco meses, escupía el agua en forma de un chorrito impertinente que tardaba eternidades en enjuagarle los cabellos. Era imposible darse la ducha rápida y vigorosa que él hubiera querido: las malditas cañerías de la vecindad eran viejas y el agua de la regadera no se desahogaba por completo. Pachi tuvo que lavarse con los pies metidos casi hasta los tobillos en un charco de agua en el que flotaban los restos de jabonadura de Pamela, sus largos cabellos y posiblemente los orines de la niña. Tampoco el inodoro había querido funcionar adecuadamente esa mañana y el olor de sus propios excrementos, que flotaban al interior, lo pusieron de mal humor. Pensó, mientras cerraba la llave de la ducha, que tendría que salir al patio a llenar un cubo de agua de la toma colectiva para dejar limpio el inodoro, pero lo olvidó antes de que terminara de secarse con la toalla. (Melchor Falsa 47)
Estamos ante algunos de los elementos constantes en la narrativa de Fernanda Melchor: violencia, suciedad, abandono, hedor, calor atosigante.
Fernanda Melchor crea con lo abyecto y hostil un conjunto de estampas realistas que le permiten indagar en las ruines pasiones humanas, acompañadas del entorno sucio y abyecto, como ocurre, en Falsa liebre, cuando Pachi ve por vez primera el cuerpo desnudo de una mujer, que es el cadáver de una turista:
Dos muchachos, apenas más grandes que Pipen, cargaban con dificultad el cuerpo de una mujer muy alta, de cabellos largos hasta la cintura enredados en torno de su cara. Los muchachos habían tenido que arrancarle mechones de la cabeza para liberarla: el cabello se le había atorado entre las piedras del rompiente y por eso se había ahogado. Pachi no recordaba cómo, pero de repente ya estaba hasta delante de la multitud, frente al cuerpo amoratado de la mujer. Alcanzó a verle los senos antes de que la cubrieran con una lona: colgaban pesados, aparentemente duros, meros bultos de carne que nacían de las costillas. Pero lo más impresionante fue el vistazo de su sexo. Parecía tapizado de un material áspero que él creyó una mata de sargazo pero que Pipen, entre risas, le aclaró que era el pelo que le salía naturalmente a las hembras “ahí abajo”. (53)
El realismo sucio va de la mano aquí con el descubrimiento de la corporalidad femenina, realismo que no está ausente en los ejemplos en donde la corporalidad masculina se halla presente, como sucede en Temporada de huracanes:
La época también en que empezaron con el rumor de la estatua aquella que la Bruja tenía escondida en algún cuarto de aquella casa, seguramente en los del piso de arriba, a donde no dejaba pasar a nadie nunca, ni siquiera a las mujeres que iban a verla, y donde decían que se encerraba para fornicar con ella, con esta estatua que no era otra cosa que una imagen grandota del chamuco, la cual tenía un miembro largo y gordo como el brazo de un hombre empuñando la faca, una verga descomunal con la que la Bruja se ayuntaba todas las noches sin falta, y era por eso que ella decía que no le hacía falta marido, y en efecto, después de la muerte de don Manolo no volvió a conocérsele hombre alguno a la hechicera, y pues cómo, si ella misma se la pasaba echando pestes de los varones, diciendo que eran todos unos borrachos y unos huevones, unos pinches perros revolcados, unos infames, y que antes muerta que dejar que cualquiera de esos culeros entrara a su casa y que ellas, las mujeres del pueblo, eran unas pendejas por aguantarlos, y los ojos le brillaban cuando decía eso y por un segundo volvía a verse hermosa de nuevo, con los cabellos alborotados y las mejillas pintadas de rosa por la emoción, y las mujeres del pueblo se santiguaban porque podían imaginarla desnuda, montando al diablo y hundiéndose en su verga grotesca hasta la empuñadura, el semen del diablo escurriéndole por los muslos, rojo como la lava, o verde y espeso como los menjurjes que borboteaban en el caldero sobre el fuego y que la Bruja les daba a beber a cucharadas para curarlas de sus males, o tal vez negro como el chapopote, negro como las pupilas inmensas y el cabello enmarañado de la criatura que un día descubrieron escondida bajo la mesa de la cocina, agarrada a la falda de la Bruja, tan muda y enteca que, en silencio, muchas mujeres rezaron para que no durara viva mucho tiempo. (17)
La poética narrativa de Melchor va desplegándose: espacios sórdidos, asfixiantes y ominosos; personajes en ocasiones zoomorfizados, decadentes, huérfanos -afectiva, emocional y socialmente-, marcados por una existencia trágica y hostil, con papás ausentes y mamás golpeadoras, insultantes, frustradas. En esta poética, destacan los hombres y su infinidad de males y desesperanzas, pero también las mujeres, así sea con menor presencia.
En el ámbito de lo femenino, destaca en Melchor la figura de la mujer-madre. Al asociar lo femenino con la maternidad, se generó el mito y el significado de la madre en la cultura mexicana: pureza, santidad, abnegación, sufrimiento, entre muchos otros atributos. Se determinó así el objetivo de vida de muchas mujeres mexicanas que, a cambio de cumplirlo, recibían la recompensa de ser calificadas como “buenas madres” y “buenas mujeres”. Estar pendientes del cuidado y educación de los hijos, así como de “atender al marido” eran acciones sustantivas para lograr la felicidad. Sin embargo, tal imagen la contradijo siempre la realidad, como bien lo observó Martha Lamas en “¿Madrecita santa?”, capítulo integrado a Mitos mexicanos. Lamas cuestiona el mito y propone asumir una doble imagen de la madre: sí la de la “cabecita blanca”1, dulce y abnegada, que se sacrifica por los hijos, pero también la del ogro capaz de imponer su poder para dominar y destruir:
Como siempre sucede, el mito recoge cuestiones reales -las madres suelen ser abnegadas, generosas y amorosas- y también encubre aspectos negativos o contradictorios. Si desmitificamos la imagen de la “madrecita santa” encontramos a madres agotadas, hartas, golpeadoras, ambivalentes, culposas, inseguras, competitivas o deprimidas. El mito de la madre no registra las aberraciones, crueldades y locuras que muchas madres -sin duda víctimas a su vez- ejercen contra sus hijos. El mito del amor materno encubre las motivaciones hedonistas, oportunistas, utilitaristas e interesadas de madres pasivas, insatisfechas, locas, crueles, narcisistas o simplemente desinteresadas en el hijo. (225)
Es esta imagen de la madre castradora la que toma Melchor en Falsa liebre, a veces como madres biológicas, pero también funcionales, como en el caso de las tías. Sus madres son mujeres solas, que se ven obligadas a convivir con los hijos ante la ausencia del padre. Las relaciones que establecen con ellos son las de maltrato y crueldad. Son madres, como menciona Lamas, pasivas, insatisfechas, locas, crueles, violentas, poco interesadas en los hijos:
La tía, en cambio, le pegaba para desquitarse. A veces incluso se mordía la lengua mientras lo azotaba con el cinto de cuero. Los ojos negros de la tía Idalia crecían, rabiosos, hasta llenar su rostro y parecían devorar la luz a su alrededor. (26)
Zahir hubiera querido matarlas, estrangularlas, quebrar con sus manos esos cuellos que parecían puro pellejo, aplastar sus rostros a patadas hasta que no les quedase entero ni uno solo de sus despreciables huesos, para silenciarlas y cerrar esos malditos ojillos negros que lo miraban siempre de arriba abajo, buscando manchas, pecados. (75)
Sabía que nadie reclamaría por la peste: todas las mujeres del barrio le temían a su madre. Por las buenas, su boca era alegre y dicharachera, presta siempre a la lisonja, pero por las malas se convertía en el hocico de una bestia salida del infierno: desnudaba los dientes, profería sapos y culebras que, acompañados de manotazos y jalones de cabello, doblegaban a sus enemigas, las reducían a chiquillas lloriqueantes. (157)
Y no solo se le halla en Falsa liebre; también en Temporada de huracanes preside el vínculo entre madre e hijo. Este, “La Bruja Chica”, homosexual desenfrenado y desfachatado, siempre es descalificada y humillada por la madre: “Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche jija del diablo cuando quería que la Chica fuera a su lado, o que se callara, o simplemente para que se estuviera quieta debajo de la mesa” (13). En una novela y otra, es la mamá, o su substituto, la tía, quien asume el poder, empleado para imponer la servidumbre, el sometimiento y la dependencia, o para convertir a los descendientes en objeto de desquite, culpables de las traiciones o abandonos de los varones, amados primero y odiados después, sin importarles si esas conductas depredadoras generan sentimientos de venganza, como en este ejemplo de Falsa liebre:
La vieja terminó en el suelo y Zahir la tundió a patadas. Cada golpe aflojaba algo pútrido en su interior, algo fétido y deforme como tejido cicatrizado, que revelaba el recuerdo de una tortura: las veces que lo dejó sin comer, las veces que tuvo que dormir en la calle porque no había llegado a la hora indicada; la vez en que lo obligó a mamar de la teta de la perra de la vecina porque se atrevió a pedirle leche en la merienda; la vez en que lo azotó con el cincho en los genitales por haber estado tocándoselos, o más pequeño, cuando al enjabonarlo durante el baño le frotaba con furia hasta excitarlo y luego le cruzaba el rostro a bofetones y lo llamaba enfermo. (200-201)
El monstruo materno también es notorio en Páradais. Aquí, la madre de Polo descarga sus frustraciones en el hijo, desmereciendo una a una las escasas conquistas del muchacho:
Para eso te pagan, lo sermoneaba su madre cada mañana, para que hagas lo que te dicen y te calles el hocico; a ti qué te importa si son pendejadas, para eso te contrataron: para que obedezcas, no para que andes rezongando. Apenas entraste y ya quieres que te pongan de patrón, si no sabes hacer nada. ¿No que muy machote, no que muy chingón? Muy hombre para andar de parranda, pero para el jale eres un pinche huevón, vergüenza te debería de dar. En esta vida las cosas se ganan, cabrón, con trabajo y esfuerzo y no doblando las manitas a la primera que no te gusta algo. ¿O fue mi culpa que te corrieron de la escuela? Dime, ¿yo te obligué a irte de pinta y tronar las materias por andar de pedote? Tuviste chance de hacer estudios, más chance del que yo tuve, o del que tuvo tu pobre abuelo que en paz descanse, y la cagaste, cabrón, la cagaste por pendejo por huevón y ahora te toca a chingarte (37)
La violencia que ejercen las madres hacia hijos e hijas genera vulnerabilidad y sometimiento en estos, que les impide rebelarse aun ante situaciones extremas:
Pinche lagarta . . . . ¿No te da vergüenza andar de golfa en las calles por la noche, y encima echarle la culpa a tu primo? Yo te voy a quitar las ganas de andarte escapando, cabrona de mierda. Le había tusado el pelo con las tijeras de descuartizar el pollo mientras Yesenia permanecía inmóvil como tlacuache bajo los faros de los camiones en la carretera, por miedo de que las hojas heladas le cortaran la carne, y después había pasado la noche entera en el patio, como la perra que era, había dicho la abuela: la bestia inmunda que no merecía un jergón pulguiento bajo ese pellejo apestoso. (Melchor, Temporada 49)
La figura materna funge como receptáculo y detonador del contínuum violento, incluyendo en este la zoomorfización de los descendientes, otro de los recursos narrativos de Melchor para concretar la denigración y deshumanización. En boca de aquella, son usuales calificativos como “cerdo”, “araña”, “serpiente” o “lagartija”, como es motejada Yesenia en Temporada de huracanes. Melchor, pues, al reconstruir infancias, adolescencias y juventudes masacradas, sin derecho alguno, crea también unas madres -solteras, casadas, abandonadas, violentadas- depredadoras, monstruosas, vengativas, que en nada remiten a la ideal “cabecita blanca”.
La poética narrativa de Fernanda Melchor tiene como centro la figura masculina, aunque esta se halle bajo la influencia de las acciones y sentimientos femeninos. Muestra lo masculino a través de las relaciones familiares, amistosas o amorosas, sean estas últimas de tipo heterosexual u homosexual, pero no deja de lado el actuar femenino, sobre todo el materno, como vimos antes. Con ese centro narrativo de su poética, Melchor crea mundos narrados realistas, habitados por amigos-amantes, parientes-amantes, explotadores-amantes, papás irresponsables, mamás castrantes, tías frustradas; marcados por la herida física, psicológica y afectiva. Son mundos donde, además, tiene mucha importancia el lenguaje popular, las expresiones coloquiales y lo conversacional, que dan forma a ambientes aterradores y desolados, no muy lejanos de la actual realidad veracruzana, así como mexicana y latinoamericana.
Patricia Córdova, en su reseña de la última novela, Páradais, habla también de esta poética del horror, el abuso, la marginación, la desintegración y la clausura de la esperanza, agregando que Melchor “da visibilidad a grupos sociales marginados y a conflictos desbordados ante el fracaso nacional de la gobernanza, de la seguridad y de un proyecto social competitivo e inclusivo”. En efecto, ambos aspectos se hallan en la narrativa de Melchor, nacida esta de una serie de experiencias atroces, cobijadas por el trópico veracruzano y la cultura jarocha, como lo asienta la misma narradora de Aquí no es Miami -se trata, dice, “de historias que pudieron ocurrir en cualquier parte pero que, por quién sabe qué destino inexorable, no pudieron sino nacer en este sitio” (12)-. También afirma esto uno de sus lectores más acuciosos, Román Nieto, para quien, si se aceptan las narraciones de Melchor, el Puerto de Veracruz “ya no es el puerto turístico, playero y carnavalesco de México”, sino un sitio “de un calor asfixiante, descarnado, un paraíso oscuro: el Veracruz violento apoderado por el crimen. Una ciudad que ya no le ofrece nada a sus lugareños”, pues “[e]l crimen despojó a Veracruz de todo su encanto” (21). Este es uno de los resultados de una poética realista, atenta a los efectos perniciosos en las infancias, adolescencias y juventudes despojadas de afecto, masacradas por la violencia y la explotación; de las familias devastadas, con padres ausentes y madres depredadoras; de las sociedades degradadas, pobres en extremo, sórdidas, grotescas, sin ilusiones ni porvenires. La narrativa de Melchor, en fin, no difama, fabula. Funciona como testimonio de la podredumbre humana, sin cortapisas ni deformaciones.